DISCOS DE LA ISLA DESIERTA: UNA ENTREVISTA
SUE: Desde luego y en muchos aspectos, Stephen, usted se encuentra ya familiarizado con la soledad de una isla desierta, marginado de la vida física normal y privado de cualquier medio natural de comunicación. ¿En qué medida conoce tal aislamiento?
STEPHEN: No me considero marginado de la vida normal y no creo que la gente que me rodea vaya a decir que lo estuve. No me siento incapacitado; creo que simplemente soy alguien cuyas neuronas motrices no funcionan bien, como quien no distingue los colores. Supongo que no cabe describir mi vida como corriente, pero la considero normal en espíritu.
SUE: Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de los náufragos de Discos de la isla desierta, usted ya se ha demostrado a sí mismo que mental e intelectualmente se basta y que cuenta con teorías e inspiración suficientes para mantenerse ocupado.
STEPHEN: Imagino que soy por naturaleza un tanto introvertido y las dificultades de comunicación me han obligado a basarme en mí mismo. Pero de chico era muy hablador. Necesitaba como estímulo la discusión con otras personas. Representa una gran ayuda en mi trabajo exponer mis ideas a otros. Aunque no me brinden sugerencias, el simple hecho de tener que ordenar mis pensamientos para poder explicarlos me ofrece, a menudo, una nueva vía de progreso.
SUE: Pero ¿qué me dice, Stephen, de su satisfacción emocional? Hasta un físico brillante tiene que necesitar a otras personas con ese fin.
STEPHEN: La física está muy bien pero resulta del todo fría. No hubiera podido vivir solo de eso. Como todo el mundo, necesito cariño, amor y afecto. También en esto he tenido suerte, más que muchas personas con mis descalificaciones, a la hora de conseguir con creces amor y afecto. Además, la música posee una gran importancia para mí.
SUE: ¿Qué le proporciona mayor placer, la física o la música?
STEPHEN: Confieso que el placer que me otorga la física cuando las cosas van bien es muy superior al de la música. Pero eso solo ocurre muy pocas veces en una carrera profesional, mientras que uno puede poner un disco cuando se le antoje.
SUE: ¿Y cuál sería el primer disco que pondría usted en su isla desierta?
STEPHEN:Gloria, de Poulenc. Lo oí por primera vez en el verano pasado en Aspen, Colorado. Aspen es fundamentalmente una estación invernal, pero en el estío se desarrollan allí reuniones de físicos. A un lado del centro en donde tienen lugar hay una enorme carpa en la que celebran un festival de música. Mientras uno delibera sobre lo que sucede cuando se esfuman los agujeros negros, puede escuchar los ensayos. Es ideal: combina mis dos grandes placeres, la física y la música. Si pudiera contar con ambas en mi isla desierta no desearía que me rescatasen. Bueno, hasta que hubiera descubierto en física teórica algo sobre lo que desease informar a todo el mundo. Supongo que violaría las reglas una antena parabólica que me permitiese recibir trabajos de física por correo electrónico.
SUE: La radio puede ocultar defectos físicos, pero en esta ocasión disfraza algo más. Hace siete años, Stephen, usted perdió literalmente la voz. ¿Puede decimos qué sucedió?
STEPHEN: En el verano de 1985 acudí a Ginebra, al gran acelerador de partículas del Consejo Europeo para la Investigación Nuclear. Pensaba ir a Alemania y asistir en Bayreuth a las representaciones de la tetralogía del Anillo wagneriano. Pero contraje una neumonía y me internaron precipitadamente en un hospital. Allí le dijeron a mi mujer que no valía la pena que siguiera funcionando el aparato que me mantenía con vida. Pero ella no se resignó. Fui trasladado por vía aérea al hospital de Addenbrookes de Cambridge, y allí un cirujano llamado Roger Grey me hizo una traqueotomía. Aquella operación salvó mi vida, pero me privó de la voz.
SUE: Por entonces su dicción era ya muy defectuosa y difícil de entender, ¿no es cierto? Así que cabe suponer que de cualquier modo hubiera acabado por quedarse sin habla.
STEPHEN: Aunque mi dicción fuese defectuosa y difícil de entender, todavía podían comprenderme quienes me rodeaban. Era capaz de dar seminarios a través de un intérprete y podía dictar trabajos científicos. Durante el periodo inmediatamente posterior a la operación me sentí anonadado. Consideré que no merecía la pena seguir, si no recobraba la voz.
SUE: Y entonces un especialista californiano leyó algo sobre su situación y le proporciono una voz. ¿Cómo funciona?
STEPHEN: Se llama Walt Woltosz. Su suegra se había encontrado en el mismo estado que yo, así que Woltosz elaboró un programa informático para ayudarla a comunicarse. Por la pantalla se desplaza un cursor. Cuando llega la opción que uno desea, basta con accionar un interruptor con la cabeza o con un movimiento ocular o, en mi caso, con la mano. De esta manera soy capaz de seleccionar unas palabras para que aparezcan en la parte inferior de la pantalla. Una vez determinado lo que pretendo decir, puedo enviarlo al sintetizador fónico o grabarlo en disco.
SUE: Pero se trata de una operación lenta.
STEPHEN: Cierto, la velocidad de expresión es aproximadamente una décima de la normal. Mas, con el sintetizador me expreso con una claridad muy superior a la de antes. Los británicos dicen que el acento es norteamericano, pero en Estados Unidos lo juzgan escandinavo o irlandés. Sea como fuere, cualquiera puede entenderme. Mis hijos mayores se acostumbraron a mi voz natural al empeorar, pero el pequeño, que tenía seis años cuando mi traqueotomía, no me comprendía entonces. Ahora no tiene dificultad. Eso significa mucho para mí.
SUE: Significa también la posibilidad de exigir que se le informe previamente de las preguntas de una entrevista y de responder solo cuando esté preparado, ¿no es cierto?
STEPHEN: En programas largos y grabados como este, resulta útil conocer de antemano las preguntas para no emplear horas y horas de cinta magnetofónica. En cierto modo, eso me proporciona un mayor dominio de la situación. Pero en realidad prefiero responder espontáneamente. Eso es lo que hago después de los seminarios y las conferencias de divulgación.
SUE: Como usted declara, eso supone un dominio y sé que este aspecto le importa. Su familia y sus amigos dicen que a veces se muestra testarudo e imperioso. ¿Admite tales acusaciones?
STEPHEN: A cualquiera con sentido común se le llama en ocasiones testarudo. Prefiero decir que soy resuelto. De no haberlo sido, no estaría aquí ahora.
SUE: ¿Fue siempre así?
STEPHEN: Simplemente, deseo tener sobre mi vida el grado de control que tenga cualquier otro en la suya. Con mucha frecuencia las vidas de los minusválidos han sido gobernadas por los demás. Ninguna persona físicamente capaz lo soportaría.
SUE: Vayamos con su segundo disco.
STEPHEN: El Concierto para violín de Brahms. Fue el primer disco de larga duración que adquirí, en 1957, poco tiempo después de la aparición en Gran Bretaña de discos de 33 revoluciones por minuto. A mi padre le hubiera parecido un desatino inadmisible comprar un tocadiscos, pero lo convencí de que era capaz de montar las piezas, que me saldrían baratas. Como natural de Yorkshire, aquello lo sedujo. Monté el plato y el amplificador en la caja de un viejo gramófono de 78 revoluciones. De haberlo conservado, ahora tendría un gran valor. Una vez conseguido el tocadiscos, necesitaba algo que escuchar. Un amigo de la escuela me sugirió el Concierto para violín de Brahms, del que nadie de nuestro circulo escolar tenía una grabación. Recuerdo que me costó treinta y cinco chelines, muchísimo en aquellos tiempos, sobre todo para mí. Los precios de los discos han subido considerablemente, pero en términos reales resultan ahora mucho más baratos.
Cuando escuché por vez primera este disco en una tienda, pensé que sonaba bastante raro y no estaba seguro de que me gustase; pero me pareció que tenía que decir que me agradaba. Sin embargo, a lo largo de los años ha llegado a significar mucho para mí. Preferiría escuchar el comienzo del movimiento lento.
SUE: Un viejo amigo de su familia dice que a esta, cuando usted era un niño, se la consideraba, y cito textualmente, «muy inteligente, muy despierta y muy excéntrica». ¿Cree, retrospectivamente, acertada la descripción?
STEPHEN: No puedo decir si mi familia era inteligente, pero desde luego no nos considerábamos excéntricos. Sin embargo, imaginé que quizá lo pareciésemos de acuerdo con las normas de Saint Albans, que era un lugar bastante convencional cuando nosotros vivíamos allí.
SUE: Y su padre era un especialista en enfermedades tropicales.
STEPHEN: Mi padre hacía investigaciones en medicina tropical. Iba a menudo a África para probar allí nuevos medicamentos.
SUE: O sea que su madre fue quien mayor influencia ejerció sobre usted; de ser así, ¿cómo caracterizaría ese influjo?
STEPHEN: No, creo que mi padre influyó más en mí. Fue mi modelo. Porque era un investigador científico, consideré que lo natural sería consagrarme a la investigación científica. La única diferencia era que no me atraían ni la medicina ni la biología, porque se me antojaban demasiado inexactas y descriptivas. Buscaba algo más fundamental y lo hallé en la física.
SUE: Su madre ha dicho que usted siempre tuvo, según sus palabras, una enorme capacidad de asombro. «Me daba cuenta de que le atraían las estrellas», declaró. ¿Lo recuerda?
STEPHEN: Recuerdo una noche en que regresé tarde de Londres. En aquellos tiempos, como medida de economía, apagaban a medianoche el alumbrado urbano. Contemplé el firmamento, atravesado por la Vía Láctea, como nunca lo había visto. No habrá faroles en mi isla desierta, así que veré bien las estrellas.
SUE: Es evidente que fue un chico brillante y que se mostraba muy competitivo en su casa, cuando jugaba con su hermana, pero en la escuela figuraba entre los últimos de la clase sin que pareciera importarle.
STEPHEN: Eso fue durante mi primer año en la escuela de Saint Albans. Pero he de aclarar que se trataba de una clase con chicos muy brillantes y yo lo hacía mucho mejor en los exámenes que en los trabajos del curso. Tenía la seguridad de que realmente podía hacerlo bien; lo que me fallaba era la caligrafía y, en general, la presentación de los ejercicios.
SUE: ¿Disco número tres?
STEPHEN: Cuando estudiaba en Oxford, leí Contrapunto, una novela de Aldous Huxley. Pretendía ser un retrato de la década de los treinta y sus personajes eran numerosísimos. La mayoría eran acartonados, pero había uno que evidentemente constituía una réplica del propio Huxley. Aquel hombre mataba al jefe de los fascistas británicos, una figura inspirada en sir Oswald Mosley. Hizo saber entonces al partido lo que había hecho y puso en el gramófono los discos del Cuarteto de cuerda, opus 132 de Beethoven. Hacia la mitad del tercer movimiento llaman a la puerta y cuando abre, lo matan los fascistas.
Es en realidad una novela muy mala, pero Huxley acertó al elegir la música. De saber que estaba en camino una enorme ola que anegaría mi isla desierta, escucharía el tercer movimiento de ese cuarteto.
SUE: Fue a Oxford, al University College, a estudiar matemáticas y física y allí, según sus propios cálculos, trabajaba un promedio de una hora diaria. Aunque también se ha dicho que remaba, bebía cerveza y se complacía en burlarse de algunos, según lo que he leído. ¿En qué radicaba el problema? ¿Por qué no se molestaba en trabajar?
STEPHEN: Era el final de la década de los cincuenta y la mayoría de los jóvenes se sentían desilusionados con lo que se llamaba el establishment. No existía otra perspectiva que no fuera ganar cada vez más dinero. Los conservadores acababan de obtener su tercera victoria electoral bajo el eslogan «Nunca estuviste mejor». Como a muchos de mis contemporáneos, me aburría aquella vida.
SUE: A pesar de todo, conseguía resolver en pocas horas problemas que sus condiscípulos no hacían en semanas enteras. Ellos eran, por supuesto, conscientes, a juzgar por lo que dijeron después, de que usted poseía un talento excepcional. ¿También usted lo pensaba?
STEPHEN: El curso de física de Oxford resultaba entonces ridículamente fácil. Se podía aprobar sin ir a clase. Bastaba con hacer una o dos prácticas semanales. No era preciso recordar muchos hechos, sobraba con unas cuantas ecuaciones.
SUE: Pero fue en Oxford en donde advirtió por vez primera que sus manos y sus pies no hacían lo que usted quería. ¿Cómo se lo explicó entonces?
STEPHEN: En realidad, lo primero que noté fue que no conseguía remar bien. Luego sufrí una caída aparatosa en la escalera del comedor universitario. Acudí al médico del colegio, porque me inquietaba la posibilidad de alguna lesión cerebral. Pero dijo que no me ocurría nada y que bebiera menos cerveza. Después de mis exámenes finales en Oxford, pasé el verano en Irán. Cuando volví, me sentía peor, pero lo atribuí a unos trastornos gástricos que había sufrido allí.
SUE: ¿En qué momento reconoció que algo iba decididamente mal y que tenía que ponerse en manos de los médicos?
STEPHEN: Estaba por entonces en Cambridge y fui a pasar las Navidades a casa. Aquel invierno de 1962 a 1963 fue muy frío. Mi madre me indujo a que acudiera a patinar en el lago de Saint Albans, aunque yo sabía que no estaba realmente para eso. Me caí y me costó mucho ponerme en pie. Mi madre comprendió que ocurría algo y me llevo a nuestro médico de cabecera.
SUE: Y luego, al cabo de tres semanas en el hospital, le dijeron lo peor.
STEPHEN: Fue en el Barts Hospital de Londres, porque mi padre pertenecía a Barts. Me sometieron a reconocimientos durante dos semanas, pero no me dijeron lo que tenía, excepto que no era una esclerosis múltiple y que no constituía un caso típico. Tampoco me informaron de las perspectivas, pero deduje que eran bastante malas, así que no quise preguntar.
SUE: Y, en definitiva, le anunciaron que le quedaban unos dos años de vida. Vamos a detenernos en ese momento de su existencia, Stephen, y escuchar su siguiente disco.
STEPHEN: La Walkyria, primer acto. Otro de los primeros discos de larga duración, con Melchior y Lehmann. Grabado antes de la guerra en 78 revoluciones y reproducido como LP al comienzo de los sesenta. Después de que me diagnosticaron en 1963 la esclerosis lateral amiotrófica, me volqué en Wagner, porque sintonizaba con su talante tenebroso y apocalíptico. Por desgracia, mi sintetizador fónico no es muy instruido y lo pronuncia como una W suave. Yo escribo V—A—R—G—N—E—R para que se aproxime a la pronunciación adecuada.
La tetralogía del Anillo constituye la obra fundamental de Wagner. En 1964, fui a Bayreuth, Alemania, con mi hermana Philippa. Por entonces, no conocía bien el Anillo y La Walkyria, segunda ópera del ciclo, me causó una profunda impresión. Era una producción de Wolfgang Wagner y el escenario aparecía casi en tinieblas. Se trata de la historia de dos gemelos, Siegmund y Sieglinde, a los que separaron en la niñez. Vuelven a encontrarse cuando Siegmund se refugia en casa de su enemigo, Hunding, esposo de Sieglinde. El fragmento que he elegido corresponde al momento en que Sieglinde describe como se vio obligada a casarse con Hunding. En plena celebración irrumpe en la estancia un anciano. La orquesta interpreta el motivo del Valhalla, uno de los mejores del Anillo, porque se trata de Wotan, señor de los dioses y padre de Siegmund y de Sieglinde. Hunde su espada en el tronco de un árbol. La espada está destinada a Siegmund. Al final del acto, Siegmund la arranca y los dos huyen al bosque.
SUE: Al leer sobre usted, Stephen, parece como si la sentencia de muerte que significó decirle que solo le quedaban unos dos años de vida le hubiera empujado a esforzarse por vivir.
STEPHEN: Su primer efecto fue deprimirme. Creí empeorar con gran rapidez. No parecía tener sentido alguno hacer nada o preparar mi doctorado, porque no sabía si dispondría de tiempo suficiente para concluir el curso. Pero luego las cosas empezaron a mejorar. Mi enfermedad cobró un desarrollo más lento y comencé a hacer progresos en mi trabajo, sobre todo en la tarea de mostrar que el universo tuvo que empezar en un Big Bang.
SUE: Llegó incluso a decir en una entrevista que se consideraba más feliz que antes de caer enfermo.
STEPHEN: Soy desde luego más feliz ahora. Antes de contraer la enfermedad de las neuronas motrices, me sentía aburrido de la vida. Pero la perspectiva de una muerte temprana me empujó a comprender que vale la pena vivir. Es tanto lo que uno puede hacer, tanto de lo que cualquiera es capaz. Tengo la autentica sensación de haber realizado, pese a mi condición, una contribución modesta pero significativa al conocimiento humano. Claro está que he sido muy afortunado, pero todo el mundo puede conseguir algo si se esfuerza lo suficiente.
SUE: ¿Se atrevería a afirmar que quizá no hubiese logrado todo lo que tiene de no haber contraído la esclerosis lateral amiotrófica o esta explicación resultaría demasiado simplista?
STEPHEN: No, no creo que una enfermedad de las neuronas motrices pueda significar una ventaja para nadie. Pero para mí resultó menos desventajosa que para otros, porque no me impidió hacer lo que quería, que era tratar de entender cómo funciona el universo.
SUE: Su otra inspiración, mientras intentaba aceptar la enfermedad, fue una muchacha llamada Jane Wilde, a la que conoció en una fiesta, de la que se enamoró y con quien se casó. ¿En qué medida cree deber el éxito a Jane?
STEPHEN: Ciertamente no hubiera podido salir adelante sin ella. El compromiso matrimonial me arrancó del cenagal de desesperación en que estaba. Si íbamos a casarnos, tenía que conseguir un empleo y acabar mi doctorado. Comencé a trabajar en firme y descubrí que me gustaba. Cuando mi condición empeoró, Jane fue la única que me cuidó. Nadie entonces nos brindaba ayuda y, desde luego, no hubiéramos podido pagar los servicios de alguien.
SUE: Y juntos retaron a los médicos, no solo por el hecho de que usted siguiera viviendo, sino porque además tuvieron hijos. Robert en 1967, Lucy en 1970 y luego Timothy en 1979. ¿Hasta qué punto se escandalizaron?
STEPHEN: De hecho, el médico que me diagnosticó se lavó las manos en el asunto. Consideró que nada cabía hacer. No volví a verle después del dictamen inicial. Mi padre se convirtió en mi médico y a él recurrí para que me aconsejara. Declaró que no existía prueba de que la enfermedad fuese hereditaria. Jane consiguió cuidar de los dos niños y de mí. Solo tuvimos ayuda ajena a la familia después de ir a California en 1974. Primero fue una estudiante que vivía con nosotros y más tarde enfermeras.
SUE: Pero Jane y usted se han separado.
STEPHEN: Tras la traqueotomía, necesité asistencia durante las veinticuatro horas del día. Eso significó una tensión cada vez mayor en el matrimonio. Finalmente, me marché de casa. Ahora vivo en un piso en Cambridge.
SUE: Escuchemos más música.
STEPHEN: Los Beatles, Please, please me. Necesitaba un cierto alivio tras mis cuatro primeras menciones de música seria. Al igual que muchos otros, acogí a los Beatles como un soplo de aire fresco en la escena más bien rancia y enfermiza de la música popular. Solía escuchar los cuarenta principales de Radio Luxemburgo los domingos por la noche.
SUE: Pese a todos los honores conferidos, y he de mencionar específicamente que es profesor lucasiano de física en Cambridge, la cátedra de Isaac Newton, Stephen Hawking decidió escribir un libro de divulgación sobre su trabajo por, supongo, una razón muy simple. Necesitaba el dinero.
STEPHEN: Aunque pensaba ganar una modesta cantidad con un libro de divulgación, la razón principal por la que escribí Historia del tiempo fue que me gustaba. Me atraían los descubrimientos logrados en los últimos veinticinco años y quise explicarlos al público. Jamás esperé que el resultado fuera tan espléndido.
SUE: Ha batido todas las marcas y figura ya en el Guinness por el tiempo que ha estado en las listas de libros más vendidos. Nadie parece saber cuántos ejemplares se han vendido en todo el mundo; desde luego, pasan de los diez millones. La gente, evidentemente, lo compra pero sigo haciéndome la misma pregunta: ¿lo lee?
STEPHEN: Sé que Bernard Levin se atascó en la pagina veintinueve, pero conozco a muchas personas que han ido más allá. Gente de todo el mundo me ha dicho cuánto ha disfrutado con su lectura. Puede que no lo hayan acabado o quizá no entendieran todo lo que leyeron. Han captado al menos la idea de que vivimos en un universo gobernado por leyes racionales que podemos descubrir y comprender.
SUE: Lo primero que despertó la imaginación del público y suscitó un nuevo interés por la cosmología fue el concepto del agujero negro. ¿Ha visto usted alguna emisión de las series de Star Trek, «yendo audazmente a donde ningún hombre fue antes»? ¿Le gustó, si la vio?
STEPHEN: Leí mucha ciencia ficción en mi adolescencia. Pero ahora que trabajo en ese campo, me resulta demasiado simple. Es tan fácil escribir sobre viajes por el hiperespacio o acerca de personas teleportadas cuando no hace falta elaborar una descripción consistente. La auténtica ciencia presenta un interés mucho mayor porque se trata de algo que pasa realmente allí afuera. Los autores de ciencia ficción jamás imaginaron los agujeros negros hasta que los físicos los concibieron. Ahora disponemos de buenas pruebas de la existencia de bastantes.
SUE: ¿Qué le sucedería de caer en un agujero negro?
STEPHEN: Todo lector de ciencia ficción sabe lo que pasa cuando uno cae en un agujero negro. Se convierte en espagueti. Pero lo que resulta mucho más interesante es que los agujeros negros no son negros del todo. Emiten partículas y radiación a un ritmo constante. Eso determina que el agujero negro se esfume poco a poco, pero se ignora lo que con el tiempo sucede con el agujero negro y su contenido. Es un área de investigación muy interesante que aún no ha atraído a los autores de ciencia ficción.
SUE: Y a la radiación que ha mencionado se le llama desde luego radiación Hawking. No fue usted quien descubrió los agujeros negros, aunque haya conseguido demostrar que no son negros. Sin embargo, fue su descubrimiento lo que le impulsó a reflexionar más atentamente acerca de los orígenes del universo, ¿no es cierto?
STEPHEN: El colapso de una estrella para constituir un agujero negro es en muchos aspectos como la inversión del tiempo en la expansión del universo. Una estrella pasa de un estado de densidad bastante baja a otro de densidad muy elevada. Y el universo se expande desde un estado de densidad muy alta a densidades inferiores. Existe una diferencia importante. Estamos fuera del agujero negro, pero nos hallamos dentro del universo: ambos se caracterizan por la radiación térmica.
SUE: Usted dice que no se sabe lo que con el tiempo le sucede a un agujero negro y a su contenido. Pero creo que la teoría era que, fuera cual fuese lo sucedido, lo que desapareciera en un agujero negro, incluyendo a un astronauta, acabaría por reciclarse como radiación Hawking.
STEPHEN: La energía de la masa del astronauta se reciclará como una radiación emitida por el agujero negro. Pero el propio astronauta o siquiera las partículas que le constituyeron no saldrán del agujero negro. Así que la pregunta es: ¿Qué les pasa? ¿Resultan destruidos o se trasladan a otro universo? Eso es algo que ansiaría saber y no es que piense en saltar a un agujero negro.
SUE: ¿Opera usted, Stephen, sobre una intuición, es decir, llega a una teoría que le atrae y se esfuerza por demostrarla? o, como científico, ¿progresa siempre lógicamente hacia una conclusión, sin atreverse a hacer suposiciones de antemano?
STEPHEN: Me baso bastante en la intuición. Trato de suponer un resultado, pero luego he de demostrarlo. Y en esta etapa descubro muchas veces que lo que había pensado no era cierto o que existía algo más que no se me había ocurrido. Así fue como averigüé que los agujeros negros no son completamente negros. Trataba de demostrar otra cosa.
SUE: Más música.
STEPHEN: Mozart ha sido siempre uno de mis favoritos. Compuso una cantidad increíble de música. A principios de este año, con ocasión de cumplir los cincuenta, me regalaron sus obras completas en discos compactos, más de doscientas horas de audición. Todavía estoy con ello. Una de sus obras más grandes es el Requiem. Mozart murió antes de concluirlo y lo terminó uno de sus alumnos a partir de los fragmentos que había dejado. El introito que estamos a punto de escuchar es la única parte totalmente compuesta y orquestada por Mozart.
SUE: Simplificando hasta el máximo sus teorías, y confío, Stephen, que sabrá perdonármelo, usted creyó antaño, según entiendo, que existió una creación, un Big Bang, pero ya no piensa que sucedió así. Considera que no hubo comienzo ni habrá final, que el universo existe por sí mismo. ¿Significa eso que no hubo una creación y que por eso no hay lugar para Dios?
STEPHEN: Si, ha simplificado en exceso. Todavía creo que el universo tuvo un comienzo en tiempo real, en un Big Bang. Pero hay otra clase de tiempo, el imaginario, perpendicular al tiempo real, donde el universo no tiene principio ni fin. Esto significaría que el modo en que el universo comenzó estuvo determinado por las leyes de la física. No habría que declarar que Dios optó por poner en marcha el universo de un modo arbitrario que no podemos comprender. Nada se dice sobre si Dios existe o no existe, simplemente que Él no es arbitrario.
SUE: Pero ¿cómo explica usted, de haber una posibilidad de que Dios no exista, todas esas cosas que están más allá de la ciencia, el amor y la fe que la gente ha tenido y tiene en usted y desde luego su propia inspiración?
STEPHEN: Amor, fe y moral corresponden a una categoría al margen de la física. Nadie puede determinar cómo debe comportarse a partir de las leyes de la física. Pero cabría esperar que el pensamiento lógico que suponen la física y las matemáticas guiase también a uno en su conducta moral.
SUE: Pienso, sin embargo, que muchos creen que ha prescindido efectivamente de Dios. ¿Niega usted esto, entonces?
STEPHEN: Todo lo que mi trabajo ha demostrado es que no hay que decir que el modo en que comenzó el universo se debió a un capricho personal de Dios. Pero subsiste esta pregunta: ¿por qué se molestó el universo en existir? Si quiere, puede definir a Dios como respuesta a tal interrogante.
SUE: Escuchemos el disco número siete.
STEPHEN: Me gusta mucho la opera. Pensé en elegir mis ocho discos con fragmentos operísticos que fuesen de Gluck y Mozart, pasando por Wagner, hasta llegar a Verdi y Puccini. Pero al final opté solo por dos. Uno tenía que ser Wagner y luego resolví que el otro fuese Puccini. Turandot es con mucho su mejor ópera, pero también murió antes de concluirla. El fragmento que he escogido es el relato que hace Turandot de la violación y rapto por los mongoles de una princesa de la antigua China. Como venganza, Turandot hará a sus pretendientes tres preguntas. Si no pueden responder, serán ejecutados.
SUE: ¿Que significa para usted la Navidad?
STEPHEN: Es un poco como el Día de Acción de Gracias de los norteamericanos, un tiempo de estar con la familia para agradecer el año transcurrido. Es también el momento de pensar en el año próximo, como simbolizado por el nacimiento de un niño en un establo.
SUE: Y en términos materialistas, ¿qué regalos ha pedido? ¿O goza ya de la opulencia del hombre que lo tiene todo?
STEPHEN: Prefiero las sorpresas. Si uno pide algo especifico, no otorga al donante libertad u oportunidad alguna para emplear su imaginación. Pero no me importa que se sepa que me encantan las trufas de chocolate.
SUE: Hasta ahora, Stephen, ha vivido treinta años más de lo que le anunciaron. Ha sido padre de varios hijos, mientras que le dijeron que nunca los tendría. Ha escrito un best seller y ha revolucionado ideas antiquísimas acerca del espacio y del tiempo. ¿Qué más proyecta hacer antes de abandonar este planeta?
STEPHEN: Todo eso fue posible solo porque tuve la fortuna de recibir una ayuda considerable. Me complace lo que he conseguido, pero es mucho más lo que me gustaría hacer antes de irme. No me refiero a mi vida privada, sino en términos científicos. Me agradaría saber cómo unificar la gravedad, la mecánica cuántica y las otras fuerzas de la naturaleza. Deseo especialmente saber que es de un agujero negro cuando se esfuma.
SUE: Y ahora, el último disco.
STEPHEN: Tendrá que pronunciarlo usted. Mi sintetizador de voz es norteamericano y se estrella con el francés. Se trata de una canción de Edith Piaf: Je ne regrette rien. Esa frase compendia mi vida.
SUE: Y si solo pudiera contar con uno de esos ocho discos, ¿cual elegiría?
STEPHEN: Tendría que ser el Requiem de Mozart. Sería capaz de escucharlo hasta que se agotaran las pilas de mi minicasete.
SUE: ¿Y su libro? Claro está que en la isla le aguardan además las obras completas de Shakespeare y la Biblia.
STEPHEN: Creo que me llevaría Middlemarch de George Eliot. Me parece que alguien, quizá Virginia Woolf, dijo que era un libro para adultos. Estoy seguro de que aun no he madurado, pero lo intentaré.
SUE: ¿Y su objeto de lujo?
STEPHEN: Pediré una gran provisión de crema tostada. Para mí es el colmo del lujo.
SUE: Nada pues de trufas de chocolate y en cambio abundante crema tostada. Doctor Stephen Hawking, gracias por habernos permitido escuchar sus Discos de la Isla Desierta, y feliz Navidad.
STEPHEN: Gracias a usted por elegirme. Desde mi isla desierta deseo a todos una feliz Navidad. Estoy seguro de que tendré mejor clima que ustedes.