MI POSICIÓN
Este artículo no se refiere a si creo en Dios. Examinaré, en realidad, cómo creo que cabe entender el universo; cuál es el rango y la significación de una gran teoría unificada y completa, una «teoría de todo». Hay aquí un auténtico problema. Quienes deberían estudiar y debatir tales cuestiones, los filósofos, carecen en su mayor parte de preparación matemática suficiente para estar al tanto de las últimas evoluciones registradas en la física teórica. Existe una subespecie, la de los llamados filósofos de la ciencia, que tendría que hallarse mejor equipada al respecto. Muchos de ellos son físicos frustrados a quienes les resultó demasiado difícil inventar nuevas teorías y optaron por escribir sobre la filosofía de la física. Todavía debaten teorías científicas de los primeros años de este siglo, como la relatividad y la mecánica cuántica. No están en contacto con la frontera actual de la física.
Quizás me muestro un tanto duro con los filósofos, pero ellos tampoco han sido muy amables conmigo. Han dicho de mi teoría que era ingenua y simplista. He sido diversamente calificado de nominalista, instrumentalista, positivista, realista y algunos otros istas. La técnica parece consistir en la refutación por la desacreditación: si es usted capaz de etiquetar mi enfoque, no está obligado a decir que es lo que tiene de malo. Cualquiera conoce desde luego los errores fatales de todos esos ismos.
Quienes realmente logran progresos en la física teórica no piensan en los términos de las categorías que más tarde inventan para ellos filósofos e historiadores de la ciencia. Estoy seguro de que Einstein, Heisenberg y Dirac no se preocupaban de si eran realistas o instrumentalistas, simplemente les inquietaba que las teorías existentes no encajaban. Dentro de la física teórica, la búsqueda de una autoconsistencia lógica ha sido siempre más importante para progresar que los resultados experimentales. Se han rechazado teorías, ingeniosas y bellas, porque no coincidían con la observación; pero no conozco ninguna gran teoría desarrollada exclusivamente sobre la base de la experimentación. La teoría siempre viene primero, alentada por el deseo de contar con un modelo matemático ingenioso y consecuente. La teoría formula, entonces, predicciones que pueden ser comprobadas por las observaciones; si estas no coinciden con las predicciones, eso no prueba la teoría; pero la teoría sobrevive para formular predicciones ulteriores, que vuelven a ser comprobadas con las observaciones; si todavía no coinciden con las predicciones, hay que abandonar la teoría.
O esto es más bien lo que se supone que sucede. En la práctica, los investigadores no se muestran propicios a renunciar a una teoría a la que han consagrado mucho tiempo y esfuerzo. En general comienzan por poner en tela de juicio la precisión de las observaciones; si eso falla, tratan de modificar su teoría de un modo ad hoc. Con el tiempo, la teoría se convierte en un edificio agrietado y horrible; entonces alguien sugiere una nueva teoría en la que, de una manera ingeniosa y natural, se explican todas las observaciones embarazosas. Un ejemplo al respecto fue el del experimento de Michelson–Morley, llevado a cabo en 1887, que mostró que la velocidad de la luz era siempre la misma, fuera cual fuese la velocidad de la fuente o del observador. Pareció ridículo. Con seguridad, alguien que se desplazase hacia la luz hallaría que se movía a una velocidad superior a la que determinaría otro que se desplazara en la misma dirección que la luz; sin embargo, el experimento reveló que ambos determinaban exactamente la misma velocidad. Durante los dieciocho años siguientes, investigadores como Hendrik Lorentz y George Fitzgerald trataron de adaptar esta observación a las ideas aceptadas acerca del espacio y el tiempo. Introdujeron postulados ad hoc, como proponer que los objetos menguan cuando se desplazan a grandes velocidades. Todo el marco de la física se tornó engorroso y repelente. En 1905, Einstein sugirió un punto de vista mucho más atrayente, en el que no se consideraba al tiempo completamente separado y en sí mismo. Muy al contrario, lo combinó con el espacio en un objeto cuatridimensional denominado espacio–tiempo. Einstein se sintió empujado hacia esta idea no tanto por los resultados experimentales como por el deseo de lograr que dos partes de la teoría encajasen para formar un todo consistente. Las dos partes eran las leyes que gobernaban los campos eléctrico y magnético y las leyes que determinaban el movimiento de los cuerpos.
No creo que Einstein, ni ningún otro, comprendiera en 1905 cuán simple e ingeniosa era la nueva teoría de la relatividad. Revolucionó por completo nuestras nociones de espacio y tiempo. Este ejemplo ilustra bien la dificultad de ser realista en la filosofía de la ciencia, porque lo que consideramos como realidad se halla condicionado por la teoría que suscribimos. Estoy seguro de que Lorentz y Fitzgerald se creían realistas al interpretar el experimento sobre la velocidad de la luz en términos de las ideas newtonianas de espacio absoluto y de tiempo absoluto. Estas nociones de espacio y tiempo parecían corresponder al sentido común y a la realidad; sin embargo, quienes en la actualidad están familiarizados con la teoría de la relatividad, por desgracia una pequeña minoría, poseen una visión muy diferente. Tenemos que explicar a la gente la idea moderna de conceptos básicos tales como espacio y tiempo. ¿Cómo podemos hacer de la realidad la base de nuestra filosofía, si lo que consideramos real depende de nuestra teoría? Yo afirmaría que soy realista en el sentido de que creo que existe un universo que aguarda a ser investigado y comprendido. Considero una pérdida de tiempo la concepción solipsista de que todo es creación de nuestra imaginación. Nadie actúa sobre esa base. Pero, sin una teoría, no podemos distinguir lo que es real acerca del universo. Por eso adopto la posición, que ha sido descrita como simplista o ingenua, de que una teoría de la física es sencillamente un modelo matemático que empleamos para describir los resultados de unas observaciones. Una teoría es buena si resulta ingeniosa, si describe toda una clase de observaciones y si predice los resultados de otras nuevas. Más allá de eso no tiene sentido preguntarse si se corresponde con la realidad, porque no sabemos, con independencia de una teoría, que es la realidad. Esta visión de las teorías científicas puede que haga de mí un instrumentalista o un positivista —como antes dije, me han llamado ambas cosas—. Quien me calificó de positivista añadió que cualquiera sabía que el positivismo estaba anticuado, otro caso de refutación a través de la descalificación. Cabe aceptar, desde luego, que el positivismo está anticuado en cuanto que es una moda intelectual de ayer, pero la posición positivista que he esbozado parece ser la única posible para alguien que busca nuevas leyes y nuevos modos de describir el universo. De nada sirve apelar a la realidad porque carecemos de un concepto de la realidad independiente de un modelo.
La creencia tácita en una realidad independiente de un modelo constituye, en mi opinión, la razón subyacente de las dificultades con que tropiezan los filósofos de la ciencia respecto de la mecánica cuántica y del principio de indeterminación. Hay un famoso experimento mental, llamado del gato de Schrödinger. Un gato es introducido en una caja que se cierra herméticamente. Le apunta un arma que se disparará si decae un núcleo radiactivo. La probabilidad de que esto suceda es del cincuenta por ciento. (Hoy nadie se atrevería a proponer tal cosa, ni siquiera como experimento puramente mental, pero en la época de Schrödinger nada sabían del movimiento de protección a los animales).
Si uno abre la caja hallara al gato muerto o vivo, pero, antes de abrirla, el estado cuántico del gato será una mezcla del estado de gato muerto con un estado en que el gato se halla vivo. A algunos filósofos de la ciencia les resulta muy difícil aceptar esto. Afirman que el gato no puede estar mitad muerto y mitad vivo, de la misma manera que no sería posible que una gata estuviese medio preñada. La dificultad se suscita porque implícitamente emplean un concepto clásico de la realidad en donde un objeto posee una concreta historia singular. Toda la cuestión de la mecánica cuántica estriba en que tiene una visión diferente de la realidad. En esta concepción, un objeto no posee simplemente una sola historia sino todas las historias posibles. En la mayoría de los casos, la probabilidad de poseer una determinada historia eliminará la probabilidad de tener una historia ligeramente diferente; pero en ciertos casos, las probabilidades de historias próximas se refuerzan entre sí. Una de esas historias reforzadas es la que observamos como historia del objeto.
En el caso del gato de Schrödinger hay dos historias reforzadas. En una, el gato muere, mientras que en la otra queda con vida. En la teoría cuántica pueden coexistir ambas posibilidades. Pero algunos filósofos se embarullan porque suponen implícitamente que el gato solo puede tener una historia.
La naturaleza del tiempo es otro ejemplo de área en donde nuestras teorías de la física determinan nuestro concepto de la realidad. Solía considerarse como algo obvio que el tiempo fluía indefinidamente, fuera lo que fuese lo que sucedía; pero la teoría de la relatividad combina el tiempo con el espacio y afirmó que ambos podían ser curvados o distorsionados por la materia y la energía del universo. Así, nuestra percepción de la naturaleza del tiempo pasó de ser independiente del universo a quedar conformada por este. Es entonces concebible que el tiempo pueda simplemente no ser definido antes de un cierto punto; cuando uno retrocede en el tiempo puede llegar a una barrera insuperable, a una singularidad más allá de la cual no cabe ir. Si tal fuese el caso, carecería de sentido preguntarse quién o qué causó o creó el Big Bang. Hablar de casualidad o de creación supone implícitamente que hubo un tiempo antes de la singularidad del Big Bang. Sabemos desde hace veinticinco años que la teoría general de la relatividad de Einstein predice que el tiempo tuvo que tener un comienzo en una singularidad hace quince mil millones de años. Pero los filósofos aún no han captado la idea. Todavía siguen preocupándose de los fundamentos de la mecánica cuántica formulados hace sesenta y cinco años. No comprenden que la frontera de la física ha avanzado.
Mucho peor es el concepto matemático del tiempo imaginario, con el que Jim Hartle y yo sugerimos que puede que el universo no tenga comienzo ni fin. Me atacó salvajemente un filósofo de la ciencia por referirme al tiempo imaginario. «¿Cómo es posible —dijo— que un truco matemático como el del tiempo imaginario tenga nada que ver con el universo real?». Creo que este filósofo confundía los términos matemáticos de números reales e imaginarios con el modo en que se emplean las palabras real e imaginario en el lenguaje cotidiano. Esto ilustra simplemente mi razonamiento: ¿cómo podemos conocer lo que es real, al margen de una teoría o de un modelo con que interpretarlo? He utilizado ejemplos de la relatividad y de la mecánica cuántica para mostrar los problemas con que uno se enfrenta cuando trata de entender el universo. No importa en realidad si no se conoce la relatividad o la mecánica cuántica. O incluso si estas teorías son incorrectas. Lo que espero haber demostrado es que un cierto tipo de enfoque positivista, en el que uno considera una teoría como modelo, es el único modo de comprender el universo, al menos para un físico teórico. Tengo la esperanza de que hallaremos un modelo consistente que describa todo en el universo. Si lo logramos, constituirá un auténtico triunfo para la raza humana.