Vuotjärvi
SE HABÍA PUESTO de pie en el pantalán para verlo nadar. La cabeza se hacía cada vez más pequeña a medida que se alejaba sobre la superficie del lago. Al cabo de un rato, se volvió a mirar hacia la orilla. Tenía la cara blanca y desdibujada. Sus facciones se eclipsaron cuando volvió la cabeza de nuevo para seguir nadando. El agua tenía un color ocre, con manchas de óxido allí donde el sol iluminaba las zonas profundas. El día de su llegada se habían arrodillado en la estructura de madera para examinarla. Recogieron un poco de agua en el cuenco de la mano e intentaron discernir qué partículas llevaba en suspensión o qué le daba aquel tinte. La turba, quizá. Algún mineral. El cieno pastoso del lecho del lago. Un bosque de pinos cubría la orilla de aquella masa reluciente. Detrás de los árboles se extendía el inmenso cielo escandinavo que, en todo el tiempo que llevaban allí, nunca había llegado a despojarse por completo de su luz por las noches. Les sorprendió la humedad, estando tan al norte. El aire era viscoso. La luz resplandecía en la hierba y en la corteza de los árboles. La gente del lugar se quejaba de que nunca había habido tantos mosquitos como aquel año. La primavera había sido buena para las larvas. Estaban en todas partes, zumbando en el aire, con las patas largas extendidas y cubiertas de polvo. Fuera de la cabaña no había escapatoria. En la caseta del retrete no había escapatoria. Parecía desprenderse por arte de magia de las paredes, de la paja y del serrín que cubría la arqueta debajo del agujero. Tenía una hilera de mordiscos en los tobillos, los brazos y las piernas. Las picaduras se habían hinchado, pero no le picaban.
Aunque había electricidad en la cabaña, habían acarreado cubos de agua naranja para lavar los platos y las tazas. Les dijeron que estaban haciendo una toma para llevar el agua de un pozo natural hasta la cabaña, pero la canalización aún no estaba terminada. Había otras dos cabañas escondidas entre las densas frondas de la orilla, pintadas de rojo, con un jardín de guijarros impecable. Tenían un aire muy bonito, de artesanía popular. Los vecinos se dejaban ver poco. A última hora de la tarde veían salir volutas de humo de las cabinas de sauna. La segunda noche, cuando estaban en la orilla del agua contemplando el arranque de una puesta de sol vaga e infructuosa, dos siluetas salieron de la sauna más cercana, echaron a andar por un camino en forma de guadaña y entraron en el lago. Ella les saludó con la mano. Los vecinos finlandeses le devolvieron el saludo y se fueron nadando alrededor de un promontorio cubierto de pinos hasta que se perdieron de vista. Había en aquel país una cortesía y una formalidad sensual que le gustaban mucho. Tenéis que quitaros siempre los zapatos dentro de casa, les había dicho el amigo que consiguió que su prima les prestara la cabaña. Es una costumbre esencial. Desde que habían llegado iban siempre descalzos. Con poca ropa. Una tormenta había ablandado la hierba de alrededor de la cabaña. La primera noche la despertó el ronroneo de la lluvia en el tejado.
Notaba debajo de los pies el chapoteo y los golpes del lago en los tablones del pantalán. Él estaba a unos trescientos metros. Vio que estaba nadando a braza. Apenas sacaba del agua las manos y los pies. No había vuelto a mirar hacia la orilla y avanzaba con movimientos lentos y regulares. La cabeza se hacía cada vez más pequeña. Había decidido llegar hasta una isla que había en el centro del lago y volver nadando. Serían algo más de dos kilómetros en total. Sabía que era un buen nadador y no estaba preocupada. En casa hacía largas travesías por los ríos. Ella nunca lo acompañaba. Le gustaba nadar, pero no distancias tan grandes. Le encantaba tumbarse de espaldas y dejarse flotar en el lago; sumergir la cabeza para oír la resonancia del medio líquido. O encogerse y estirarse, encogerse y estirarse. O mirarse las manos, como dos medias lunas blancas entre aquella masa de cobre ondulante.
El agua no estaba fría, a pesar de que el lago era profundo. Ya habían salido a remar en la barca de la cabaña. Echaron el ancla y la vieron hundirse hasta donde las sombras se ensanchaban y el fondo no era más que una elucubración negra. La temperatura era casi la misma que la de la sangre, uno o dos grados menos. Ese día, mientras pataleaban para mantenerse a flote, él la cogió de la cintura para acercarla a su cuerpo dulcemente. Los hombros, sumergidos en el agua, parecían manchados de desinfectante quirúrgico. Tenía la cara mojada. Notó en su boca un sabor a hierro cuando se besaron. De repente se quedó sin fuelle, por el ejercicio y el erotismo de los cuerpos a la deriva, por el recuerdo de lo que habían hecho esa mañana, tumbados de lado, él acoplado por detrás de manera que ella pudiera levantar ligeramente la pelvis como si derramara agua de dentro. Esa sensación de éxtasis, de avalancha, de ingravidez.
Sus temores habían empezado a fusionarse. No sabía cuál podía ser la profundidad del lago, y la presión que sentía en las piernas era engañosa: no parecía mayor que en las orillas. Debajo todo era territorio elemental. Materia vegetal en descomposición. Silencio béntico. Estando allí, la escala de su cuerpo parecía un error descomunal. Notaba una fuerza ascendente y descendente. La urgencia por salir del agua la impulsó a ir pataleando hasta la barca, escalar el costado y deslizarse por la borda. Una vez dentro, apoyó la cabeza en el tolete y respiró para soltar el pánico, asombrada por la intensidad del impulso. ¿Estás bien?, le preguntó él. No sé por qué he pensado que tenía que sentirme en peligro, y luego lo he sentido, contestó. Qué tontería. Y ahora, mira, estás ahí tan tranquila, dijo él. Empezó a hacer aspavientos, como si se ahogara, y ella se echó a reír.
Llevó los remos de la barca cuando volvieron a la cabaña mientras él se tumbaba a tomar el sol en la proa, y poco a poco se acostumbró a la rotación de las palas largas y finas, a su manera de sumergirse y desplazar el agua. El bote pronto empezó a deslizarse y a dejarse gobernar más fácilmente. Atracaron en la playa, arrastraron la barca hasta los árboles y la ataron con la cuerda a un tronco. Le quitaron el tapón para que el casco no se llenara si volvía a llover. Después cruzaron el prado hasta la cabaña, envueltos en el aire cargado de polen y de insectos, con los hombros quemados por el sol, hambrientos pero sin prisa de comer. El cielo del mediodía era una pizarra inmensa. Al levantar el brazo notó en la piel el olor del lago, casi sexual, un olor a anguila. Solo era capaz de pensar en que él volviera a penetrarla por detrás, centímetro a centímetro, con la mano apoyada en su cadera, hasta que no pudieran más, o les supiera a poco y él la hiciera tumbarse de espaldas, se apoyara encima de ella y la sujetara del cuello, del pelo, con movimientos más fuertes.
Olor a eucalipto. A resina de pino. A picea. El carrizo susurraba a sus espaldas. La brisa peinaba la superficie del lago, la alisaba un momento y vuelta a empezar. El pantalán se balanceaba arriba y abajo, por instinto, como un diafragma. Las páginas del libro que él había dejado al lado de la cámara y las gafas de sol empezaron a revolotear. Lo cogió. Era una especulación sobre las posibilidades de que la humanidad se extinguiera en este siglo. Hablada de todas las maneras en que podía ocurrir. Epidemias. Terrorismo biológico. El impacto de un asteroide. Finlandia es el sitio perfecto para leer un libro así, había dicho él, en broma, cuando lo empezó en el avión. Los finlandeses son grandes supervivientes. Creo que tienen un banco de semillas, por si lo fastidiamos todo. Me parece que está en Noruega, dijo ella. Se habían leído en voz alta pasajes aterradores a lo largo de los últimos días. Que el período de incubación de la viruela sea de doce días significa que la enfermedad puede extenderse por todo el planeta antes de que se haya declarado o controlado la epidemia. La principal amenaza terrorista es el gas sarín. Lo más impredecible eran los meteoritos, los supervirus y los strangelets. La materia oscura.
Se levantó, balanceándose sobre los dedos de los pies, y forzó la vista para ver la cabeza, convertida en un punto marrón que apenas se distinguía entre las olas que se deslizaban hacia la orilla. Había recorrido unos dos tercios del camino hasta la isla. Pronto lo vería trepar por la falda rocosa, a los pies de los árboles apiñados, y erguirse. A pesar de la distancia, aunque fuera diminuto, seguramente lo vería cuando saliera del agua. Tenía buena vista y él era alto. Y estaba desnudo. La forma del cuerpo pálido contrastaría con la masa verde oscura de la isla. Seguramente descansaría un rato antes de volver. Puso el libro debajo de la cámara.
*
ÉL HABÍA DECIDIDO nadar después de la sauna. La cabina de la sauna era preciosa, de diseño tradicional. Se encargó de prepararlo todo, de comprobar el tanque, retirar las cenizas y encender el fuego debajo de las piedras, como le había indicado la prima de su amigo. Esperaron a que subiera la temperatura y se tumbaron en los bancos, en aquel ambiente cargado de olor a cedro, atentos a los crujidos de la madera. El calor era tan denso que los inmovilizaba, les robaba las fuerzas. Estaban empapados de sudor, y hasta mover una mano para rozarse les suponía un esfuerzo extremo. Al cabo de un rato, la situación empezó a resultar forzada y el ambiente insoportable. Se dieron un baño en el lago y salieron del agua refrescados. Fue entonces cuando él dijo que intentaría llegar hasta la isla. Creo que tardaré unos cuarenta y cinco minutos, o una hora. Hazme una foto cuando vuelva victorioso.
Como ya no lograba verlo en el agua, fijó la vista en el punto donde pensaba que lo vería salir. El follaje se apelmazaba cuanto más lo observaba. Los pájaros sobrevolaban el lago. Cerca del pantalán, en el bosque, uno estaba entonando un canto de notas huecas y entrelazadas que no parecía diurno. Le costaba concentrarse ahora que ya no lo veía. Su mente empezó a divagar. Pensó en él, en sus ruidos de excitación, de sorpresa y de alivio cuando la leve obstrucción cedía por fin, cuando encontraba su camino interno, entre el inmenso placer de los movimientos húmedos y repetitivos y los intervalos de aturdimiento. Se habían convertido en grandes maestros de aquella secuencia sostenida de actos lúbricos. Él se había vuelto más expresivo. Le pedía lo que le gustaba. Su voz, sus exigencias la excitaban tanto como sus manos. Antes y después de eso, el mundo parecía increíblemente vivo.
El pájaro que cantaba en el bosque levantó el vuelo. La palpitación que sentía en el pecho se interrumpió.
Pensó en la porcelana azul Arabia que habían visto en el mercado de antigüedades del muelle de Helsinki. En la arquitectura rusa de la ciudad: la catedral de Uspenski, con sus cúpulas doradas, y la estación de tren, custodiada por sus centinelas de piedra. En ese sustrato de tranquilidad finlandesa, de prudencia y elegancia, un diseño que jamás toleraría la corrupción. Helsinki era una ciudad atractiva, una limpia mezcla de historia y modernidad. Le faltaba gente. Tardaron seis horas en llegar al lago, y el paisaje boscoso apenas cambió desde que salieron de la ciudad. Los letreros de la carretera eran indescifrables. El finés era un idioma tan desconocido que ni siquiera se podía adivinar su pronunciación. Había leído que su fonética era similar a la de la lengua más antigua del mundo, una lengua que había cruzado continentes. El país tenía seis mil lagos. El suyo se llamaba Vuotjärvi. Se encontraba entre dos lagos más grandes, en la zona donde se hablaba el savo. El GPS les indicó que salieran de la autopista, continuaran por carreteras secundarias y recorrieran después 17 kilómetros por una pista de grava que discurría entre destellos de agua casi hasta su destino. El camino de acceso a la cabaña estaba invadido por la maleza y estuvieron a punto de no ver la entrada. Tuvieron que llamar a la dueña por el móvil, y al oír su voz detrás de los arbustos echaron a andar en esa dirección. Anna Sutela estaba encantada de conocerlos y prestarles la cabaña. Era más antigua que la mayoría de las cabañas de los lagos. El dueño anterior había visto un lobo en el jardín. Les había preparado una ensalada y se quedó a cenar con ellos antes de volver a Kuopio.
Ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que él se fue, puede que algo más. Las orillas del lago tenían un tono oscuro a los pies de los árboles. En el centro, donde el viento no encontraba obstáculos, se veían algunas manchas blancas. O quizá fuera una corriente que venía de los otros dos lagos. El tiempo parecía irrelevante. Habían perdido los ritmos circadianos. El día anterior comieron a medianoche, aunque estaba segura de que ya era la hora del anochecer. Escrutó la isla, buscando una forma intrusa. Quizá ya hubiera llegado y estaba dando un paseo, bordeando su circunferencia. Que siguiera nadando sería señal de que el ejercicio no era tan sencillo como preveía. Si seguía nadando, necesitaría más aguante.
El lago y el cielo se transmitían mutuamente manchas amarillas. La belleza del paisaje vacío era sobrecogedora. Empezaba a inquietarse. Debería haber estado más atenta, más vigilante. En realidad no tenía otra obligación. Forzó la vista. No se veía ni rastro de él. Llamarlo no serviría de nada, porque estaba demasiado lejos y los vecinos podrían oírla y tomarla por una impertinente. Se acercó al borde del pantalán, como si unos centímetros más pudieran proporcionarle la claridad necesaria para localizarlo. La estructura de madera se hundió ligeramente y el agua le lamió los dedos de los pies. Retrocedió, dio media vuelta, cruzó el pantalán y echó a andar hacia la playa donde habían amarrado el bote. Empezó a desatar la cuerda atada al tronco del árbol.
Lo lógico era coger la barca. No pensaba que él pudiera estar en apuros, pero por si acaso. Quizá le estuviera costando demasiado. Quizá tuviera un calambre y estuviera flotando en posición vertical, o en posición de recuperación. Quizá estuviera sentado en la isla, cansado y pensando que había subestimado el esfuerzo. O quizá estuviera regresando y pudiera acompañarlo amigablemente, animarlo si flaqueaba, asegurarse de que estaba bien y no corría ningún peligro. Tendría que haber ido remando a su lado desde el principio, no porque creyera que no lo conseguiría, creía que sí, pero la barca sería un buen apoyo y no le restaría ni un ápice a su proeza, simplemente le garantizaría seguridad. ¿Por qué no había ido con él? ¿Por qué no había sido más responsable? Se lo había tomado con mucha indiferencia. Lo cierto es que no se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que sucediese una tragedia; no había fundamento para eso, nada que justificara la necesidad de supervisar atentamente el ejercicio. ¿Podía estar pasando apuros en ese preciso instante, fuera de su alcance visual, en algún punto del agua?
Tiró de la amarra que él había atado ese mismo día. El nudo no parecía apretado pero sí muy tenso, y las lazadas de la cuerda sintética apenas cedieron unos milímetros. Pensó que no tenía fuerza suficiente para desatarlo. Y eso no era supuestamente lo más difícil. Lo más difícil sería empujar la barca por la playa desde donde la habían dejado, arrastrándola entre los dos, y meterla en el agua. Se puso nerviosa y empezó a tirar con fuerza de los dos extremos de la cuerda sin fijarse en lo que hacía. Una sensación horrible se estaba apoderando de ella. La sensación de que mientras ella forcejeaba inútilmente, él estaba desapareciendo. Puta cuerda. Vamos. Se le escapó un grito de angustia. Paró un momento y procuró dominarse. Observó la forma sencilla del nudo. Luego empujó el extremo vertical de la cuerda a través de la presilla. El nudo se soltó y la cuerda soltó un zumbido al tirar de ella. La deslizó del tronco y la echó al bote.
El casco del bote era de fibra de vidrio, no de madera, pero aun así había notado que pesaba bastante cuando lo sacaron del agua. No sabía cómo arreglárselas sola, aunque fuera en sentido contrario, cuesta abajo. Iba descalza. Había dejado los zapatos en el porche de la cabaña, al otro lado del prado, demasiado lejos para perder tiempo en ir a buscarlos. Trató de no fijarse en lo vulnerables que le parecían los pies. Llevaba puesta una camiseta de algodón fina y la braga del bikini. Tomó aire, se apoyó en la proa y empujó. Se le hundieron los pies en el suelo. Tierra mullida, ramitas y cardos; guijarros en la parte de la orilla que daba paso a la playa. La embarcación se resistió, se movió un poco hacia delante y encalló. Volvió a empujar haciendo tracción y dándose impulso. La barca se deslizó por el delantal de piedras de la playa y entró en el agua. Era la primera vez que lanzaba un bote. La primera fase del feliz rescate, de un rescate en solitario. Empezó a imaginarse escenas positivas. Cómo lo contaría más adelante. Notó que sus reservas de fuerza interior se activaban. Y que la adrenalina se encendía como una vela.
Levantó un remo, lo enderezó, acopló la bola de metal en el tolete y repitió la operación con el otro remo. Siguió empujando el bote hasta que el agua le llegó a los muslos. Subió a bordo, se sentó en el banco y dio un tirón con el brazo derecho para girar la barca. Recordaba cómo había que hacerlo. A partir de ahí todo sería fácil. Todo sería cuestión de simple velocidad, de lo deprisa que pudiera remar. Giró y miró hacia la isla, se imaginó la trayectoria y empezó a remar. Los remos, que cuando probaron el bote por primera vez le habían parecido bonitos, cómodos y tradicionales, ahora le resultaban poco prácticos. Ejercitó los hombros, exagerando sus movimientos, perfeccionándolos. El agua era uniforme. Tenía la sensación de que no avanzaba, aunque en realidad estaba pasando por otras zonas de la orilla: por delante de la cabaña de los vecinos, que vista desde aquel ángulo nuevo tenía un césped verde eléctrico y un embarcadero con escalones para entrar en el agua; por delante del promontorio congestionado de árboles, con sus rocas escalonadas que llegaban hasta la superficie brillante. Se alejaba de la tierra. Pronto llegó a aguas abiertas.
Seguía tirando con fuerza de los remos. Los llevaba bien sujetos. La sensibilidad de las palmas de las manos presagiaba ampollas. Inclinaba el cuerpo hacia delante y empujaba hacia atrás. Iba a buen ritmo. No había pasado mucho tiempo desde que lo perdió de vista. Los toletes rotaban bien. Las palas desplazaban el agua. Se quitó de la cabeza la imagen de una forma amarillenta y borrosa que flotaba debajo del agua. Lo encontraría. Estaría varado en la isla. Se alegraría de verla. O, si estaba pasando apuros en el agua, le infundiría fuerzas ver que el bote se acercaba. Llegaría a tiempo de ayudarlo. Le daría su camiseta seca para que se la pusiera. Se arrodillaría en el casco delante de él para abrazarlo. Le diría que estaba enamorada de él, porque aún no se lo había dicho, a pesar de que llevaba semanas queriendo decírselo, aunque seguramente él lo había notado cuando la veía llenarse de vida debajo de él, cuando lo empujaba para mirarlo a los ojos en aquel impulso, en aquel estado distinto de todo, y ver su expresión concentrada y suplicante; o cuando le entraba esa euforia extraña y lloraba al alcanzar el clímax, esa conquista física mezclada con el temor y el presentimiento de la pérdida. Es lo único que quiero. No puedo vivir sin esto.
Empezaba a pesarle el ejercicio. La técnica perdía eficacia, o estaba cansada de haber remado antes. Parecía que el lago golpeaba cada vez más de lleno contra la proa. Necesitaba hacer un descanso, recuperarse y enderezar el bote. Aflojó las manos y flexionó los dedos. Volvió la cabeza y lo buscó con la mirada. Vio un charco de agua oxidada en el suelo de la barca.
Al principio no lo entendió. Una vía de agua. Había una vía de agua. Mierda. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Se había perforado el casco al arrastrarlo para subir o bajar por la orilla? Vio un ojo negro en el centro del casco. Un agujero negro. No. En sus prisas por meterlo en el agua se había olvidado de poner el tapón. Lo había dejado en la caseta, al lado del pantalán. Era culpa suya que estuviera entrando agua. O, muy probablemente, será un suceso imprevisto propiciado por el progreso tecnológico lo que acabe con la humanidad. Soltó los remos y se dobló hacia delante en el asiento. Echó un vistazo rápidamente. Una cuerda. El ancla de tres puntas. Una esponja. No había nada con que achicar. Podía quitarse la camiseta y taponar el agujero, pero no serviría de nada. El algodón se inflaría como un globo. La bola de tela se escurriría. Se encontraba a unos ochocientos metros de la orilla.
¡Cuánta tranquilidad alrededor!
De repente supo cómo terminaría todo. La barca seguiría llenándose de agua mientras intentaba volver, rindiéndose irremediablemente hasta hundirse. Conseguiría llegar a la orilla nadando, pero sería indigno y feo, tragaría agua y se ahogaría de desesperación. El rescate habría sido un fracaso. Y él no lograría volver. Aunque fuera corriendo por la orilla a la cabaña de los vecinos, aunque aporreara su puerta como una loca para pedirles que le prestaran su barca, y los oyera avisar a los servicios de emergencia en aquella lengua pura e impenetrable, no lo encontrarían, ni a él ni su cuerpo. Habría desaparecido. Y ella sería cómplice. Jamás volvería a querer a nadie de la misma manera.
Empezó a gemir. El paisaje se volvió borroso. El miedo se estaba bifurcando: notó una separación fibrosa en el pecho, un íntimo desgarro, tan profundo que apenas podía soportarlo. Luego, sin ningún dolor, se blindó, y el miedo volvió a ser singular: temía únicamente por sí misma.
Miró de nuevo a lo lejos y, por un segundo, pensó que lo vería acercarse nadando tranquilamente, que estaba cerca y llegaría a tiempo de ayudarla. Si cambiaba la cómoda brazada de la braza por el crol, la alcanzaría antes de que la barca estuviera llena de agua. La crisis se suavizaría si él estaba con ella. Sola, sus posibilidades serían peores. Se levantó, y el movimiento zarandeó la barca. Una ola pequeña y oblicua le rozó el tobillo antes de retirarse. ¿Dónde estás? Por favor. Observó el agua detenidamente. El lago estaba vacío. Lleno de cielo resistente a la noche. Cuando volvió a sentarse, el seiche le dio de nuevo en los pies. El charco seguía aumentando. Tenía unos quince centímetros de profundidad. Dentro había algo más. Ese color. Y a pesar de que estaba abrumada por la personalidad de aquel lugar extraño, de que no comprendía su esencia, el instinto de enfrentarse a él fue inmediato y violento. Un deseo que le dejó sabor a sangre en la boca. Cogió primero un remo y luego el otro. Miró hacia la orilla y al principio no fue capaz de distinguir las cabañas diminutas. ¿Cuál era? ¿Cuál? La primera, la del tejado rojo. Con el retrete y la sauna separadas. Y la playa pequeña. Y el prado silvestre, donde una vez apareció un lobo. Viró el bote con el remo derecho. En invierno, les había dicho Anna Sutela, hay veinte horas de oscuridad. La nieve llega hasta el tejado. Nunca venimos aquí.