Perfume de carnicero
MÁS ADELANTE, CUANDO la conocí mejor, Manda me contó que un día se peleó con dos chicas a la vez en Carlisle, en la puerta del Cranemaker Arms, y pudo con las dos. Lo que había que hacer era agarrar a una y zurrarla sin parar. Al margen de lo que te hiciera la otra, tenías que seguir sacudiendo a la primera, para que la guarra que tenía las manos libres viera que eras capaz de resistir el ataque sin soltar a su compañera. Así se daba cuenta de lo que la esperaba cuando hubieras terminado con su amiga, dijo. Y luego podías cascarla ya sin que ninguna gilipollas te entorpeciera. Con un poco de suerte, no sería necesario enfrentarse con las dos. Y, si no quedaba más remedio, la segunda se quedaba tan flipada al ver que seguías en pie después de que la otra se largara, sin que nadie la hubiera defendido, que se le olvidaban todos los trucos que supiera.
Manda era la más violenta de todas. No tenía nada que ver con su tamaño; en el caso de las chicas nunca tiene que ver con eso, porque las altas y las flacas normalmente se dejan manejar sin problemas. Manda era bajita: medía alrededor de 1,58. Tampoco era un retaco, musculosa, de caderas anchas o cargada de hormonas. Todo estaba en sus ojos. Tenía unos ojos que estallaban a la primera de cambio, como un perro que lleva toda la vida atado, soportando palizas, y no necesita más provocación que una mirada para lanzarse al ataque. En ese caso, lo único que puedes hacer es rezar para que la cadena no se rompa. Y estaba también en su cerebro. No tenía un interruptor para desconectarse antes de lanzar el puño, como las demás. Por eso todas la temíamos. Su fama la precedía y, por eso, cuando oías decir su nombre —Manda Slessor— donde fuera, se te cortaba el rollo y notabas que todo cambiaba en cuanto ella aparecía en la conversación. Todo el mundo sabía que era una bestia. Era lo primero que se sabía de ella. Tenía un buen historial.
La gente decía que se había criado así. Había en los Slessor mucha arrogancia y muchas aspiraciones. Eran conocidos por las condenas de prisión y el dinero de la chatarra, con el que se habían construido una casa enorme, encima de la zona industrial de la ciudad. Tenían fama de ser fértiles a cualquier edad, gracias a una simiente que siempre arraigaba y a un útero que siempre producía: desde las vírgenes de trece hasta las abuelas nómadas que a los cincuenta años seguían dando el pecho. En la ciudad creían saber cuál era la causa: se habían forjado en la fragua de la antigua ira del norte, decían. No eran arrieros, ganaderos o tranquilos colonos de las fronteras. Eran de estirpe gitana, pendencieros y criadores de perros y caballos.
Eran ellos quienes encendían las balizas mientras los demás se escondían en sótanos y agujeros. Se embadurnaban el pecho con despojos y esperaban en la ciudadela, con sus perros barbudos, la llegada de los escoceses. Eran ellos quienes se llevaban las cabezas de los invasores, como trofeo, y jugaban con ellas al fútbol en la calle. Tenían alma de pictos y eran capaces de aliarse con cualquier enemigo para que no los matasen, pero nunca olvidaban cuál era la sangre de su tribu. Y la siguiente generación, cuando cambiaron las tornas en el fiordo de Solway, hizo su ajuste de cuentas. Los hombres cogieron las armas. Las mujeres se hacían trenzas mezcladas con pelo de jabalí. Asesinaban a sus hijos nacidos de los intrusos. ¿Dónde termina la historia?, nos preguntaron una vez en el colegio.
Con los musulmanes, dijo alguna listilla.
Es como preguntar dónde empieza el verdadero norte.
El padre de Manda, Geordie Slessor, iba por la ciudad como si fuera el sucesor al trono; derrotaba todos los años al duque de Edimburgo en los concursos de enganches, con una recua de los establos de Heltondale Fells nacida de sus propios sementales. En junio se le veía practicando por los caminos, con un barbour verde y la espalda lejos de las riendas. Era puro cartílago. Los hermanos de Manda también competían, los tres, y todos tenían los mismos ojos que ella, heredados de su madre gitana: azules, sanos, brillantes como un mineral pulido y engarzados en una piel estropeada. Manda era la única hija y tenía una dureza particular que no le venía de familia: una dureza no heredada, perfecta para golpear contra cualquier superficie, como la madera con que se hacen las claves. Igual os parece una idiotez, pero a veces hay en estas cosas una extraña belleza. Se encuentra en rincones muy profundos. Se encuentra en el humo de las piras y en los charcos del suelo del matadero.
Aparte de su fama, yo no sabía nada de los Slessor. Cuando pasé al instituto solamente podía guiarme por la opinión general y por esa alteración del ambiente cada vez que se pronunciaba su apellido. La primera vez que me encontré con el grupo de Manda fue un día que llegaba tarde para coger el autobús de vuelta a casa. El patio se quedó vacío poco después de que sonara el timbre, pero había un corro de chicas cerca de la tapia del parque, con el pelo corto y tieso y las faldas muy cortas. Iban arañando el asfalto con los tacones. Habían cogido por banda a Donna Tweddle, que estaba sola. Llevaban una semana torturándola, exigiéndole que prometiera compensarlas por alguna ofensa: a su inteligencia, su pinta o algún chico. Manda la tenía agarrada del cuello y colgada como el pellejo de un conejo, como un trozo de carroña. La estaba poniendo de vuelta y media, masticando sus insultos despacio. Manejaba un vocabulario que yo solo había oído en las obras y en las puertas de los locales de apuestas, palabras que yo solo había oído decir a hombres adultos. Gritaba mucho, pero al mismo tiempo estaba guapísima.
Eres una puta mierda, le dijo a Donna, sin soltarla. ¿A que sí?
No tenía una cara bonita ni sonriente, una de esas caras que gustan a los chicos. Manda tenía sus cosas buenas, entre otras esos ojos incandescentes y una buena delantera a sus quince años. Pero no era eso. Lo que estaba haciendo le favorecía, parecía iluminada, como cuando una persona feúcha se pone más guapa cuando canta, como si tuviera plumas de colores debajo de unas alas grises.
Tenía a Donna aplastada contra la tapia de hormigón. No sé si Donna había protestado al ver que la atacaba o había intentado razonar, pero en ese momento no se movía. Manda le arreó un bofetón. Si Donna ya estaba colorada, de pánico, el limpio latigazo de aquella mano le dejó la cara completamente roja. El daño no era grave. Manda esperó hasta que Donna se puso a llorar para seguir ensañándose con ella. Le clavó las uñas debajo de la barbilla y luego le soltó el cuello, como si de repente perdiera el interés por liquidarla. Como si le diera pereza. Y entonces perdió su resplandor. Hasta ese momento estaba radiante. Las demás se echaron a reír, le lanzaron un par de amenazas a Donna y se olvidaron de ella.
Yo me había parado. No me largué, como tendría que haber hecho dadas las circunstancias. Manda Slessor se quedó mirándome. Íbamos a la misma clase, pero ella no se había fijado en mí. Me sentaba en las filas del centro y era una chica bastante insulsa. Pensé que iba a darme un empujón o a apartarme con el hombro. Es lo que hacía con las que estaban alrededor cuando terminaba una pelea, con las que no eran de su bando, si aún seguía llena de rabia. Vio que la estaba observando. Yo era consciente de que no debería estar allí, pero no podía evitarlo. No podía dejar de pensar cuánto me había fascinado. Movió los ojos muy deprisa, tomándome las medidas. Me miró de arriba abajo y en menos de un segundo llegó a la conclusión de que lo que veía no le gustaba especialmente pero tampoco le parecía ofensivo. Lo noté en el ambiente: no había tensión y las dos teníamos libertad de movimientos. Se le había corrido la máscara de pestañas a lo largo del día. Tenía los ojos azul petróleo, viscosos y volátiles, a punto de encenderse y arder en cualquier momento. Pero no prendieron. Cogió del suelo su bolso de lona y siguió de largo por delante de mí.
*
PASÉ MUCHO TIEMPO en casa de los Slessor. Se llamaba High Setterah. Pasé tiempo con la familia, después de clase y los fines de semana, siempre que podía, porque no me gustaba quedarme en el pueblo, con mi padre siempre de mal humor y nadie de mi edad cerca. No sabría decir exactamente cómo fue. La amistad surgió de repente, al principio un poco torcida, como un arbolillo en la cuneta, y poco a poco se fue fortaleciendo y enderezando. Puede que Manda simplemente no se embroncara con una chica como yo, y eso quería decir que no éramos enemigas. O puede que esa tarde, en el patio, viera algo que le gustara. Que viera mi admiración.
Un día me sorprendió mirándola cuando se estaba comiendo un paquete de patatas fritas, chupándose la sal de los dedos, y me lanzó un beso desde el otro lado de la cafetería, como si se pensara que estaba quedada con ella. Hacía muchas tonterías y bromas de esas. Poco después acabamos sentándonos juntas en clase. Fue por la impaciencia de nuestra profesora de historia, que estaba harta de las risitas de Manda y sus ataques desde la última fila a Stacey Clark, una chica de ojos saltones. Había un sitio libre a mi lado, porque Rebecca Wilson estaba enferma, y Manda se sentó allí.
Amanda, haz el favor de sentarte y comportarte como es debido, le advirtió la señorita Thompson, tres veces, cada vez más desesperada y subiendo cada vez más la voz.
Después de indignarse y protestar como un delincuente que se hace la víctima, Manda arrastró la silla de debajo de la mesa y se inclinó sobre la mía. Fue entonces cuando la vi de cerca por primera vez y me fijé en que tenía esos ojos que mi abuelo llamaba relucientes como después de la lluvia. Me estuvo mirando un buen rato. Supe que entre nosotras podía pasar cualquier cosa. Cuando se encierra a dos animales en un corral pequeño, o se toman cariño y se hacen compañía o rechinan los dientes y se atacan.
Manda se inclinó, agarró el bolígrafo y dibujó un garabato en mi cuaderno de ejercicios. Yo dibujé otro en el suyo. Lo hice sin pensarlo: ojo por ojo. Vi que llevaba un corazón pequeño grabado en la muñeca con la punta de un compás, y eso solo lo hacían las chicas más valientes. Los arañazos eran como una rosa séptica, entre amarilla y roja, que brotaba en la piel. A mitad de clase se quedó sin tinta y cogió un boli de mi estuche sin pedir permiso. Me lo devolvió al terminar.
Desde ese día fue como si hubiéramos llegado a un acuerdo. Habíamos pasado la fase de saber simplemente cómo nos llamábamos y a qué clase íbamos. Teníamos permiso para decirnos hola delante de nuestras amigas, en la puerta del colegio o en Castletown, cuando nos encontrábamos en el centro comercial o en el puesto de pescado y patatas fritas. Aunque Manda no necesitaba permiso de sus amigas. Hablaba con todo el mundo, con gente que para ninguna de nosotras encajaba en los límites de lo normal: con los chicos mayores y de brazos fuertes, los que ya trabajaban y a la hora de comer salían a dar vueltas en sus coches con alerones, a los que conocía porque iban de copas con sus hermanos; con el dueño y los camellos del Toppers, un club nocturno, y con las camareras, altas y bronceadas, que pisaban la raya que separa a las reinas de las putas por su fama de ofrecer buen sexo encima de la barra cuando cerraban el bar. En el antiguo Covered Market, trataba con desparpajo a los señores elegantes que venían del hipódromo de Carlisle con sus chaquetones de borrego, como si fueran tíos suyos, y puede que lo fueran.
Y luego estaba la gente de la familia de su madre, los primos extranjeros que venían de Irlanda, de Escocia o de Man para participar en los concursos de enganches con sus yeguas de color picazo, sus violines y sus rumores de mercancía electrónica robada, camadas y deudas pendientes. El pueblo se alborotaba todos los años con su visita: en parte por discriminación y en parte por supersticiones de cien años atrás. Que si traían la lluvia y destrozaban las cosechas. Que si lanzaban maldiciones o echaban el mal de ojo. Que si cruzaban la frontera de noche para robar las campanas de Bowness, que por lo visto repicaban en sus tumbas, en el fiordo de Solway, cuando había ladrones cerca, y bla, bla, bla. Manda los veía dando gritos, en corro, y se acercaba a cotillear y a gorronearles cigarrillos, y ellos la invitaban a sus cogorzas. No toleraba que nadie los llamara chatarreros o quinquis de mierda.
No hizo falta firmar un tratado para que Manda me conociera. Un día fui con ella y otras chicas al centro, a tomar un bocata con salsa a la hora de cenar. Estábamos en el guardarropa, poniéndonos los abrigos y rebuscando en los bolsillos a ver si encontrábamos alguna moneda. Yo estaba esperando a Rebecca. Manda llevaba la capucha puesta y casi no se le veía la cara. Ven con nosotras si quieres, Kathleen, me dijo.
¿Por qué la invitas?, protestó una de sus amigas.
Porque estoy harta de tu careto feo, contestó Manda.
Fuimos cogidas del brazo desde el Hotel Agricultural hasta el final de Little Dockray. Todo el mundo nos mira, pensé. Y me latió el corazón con el doble de fuerza.
Un mes más tarde yo estaba en la habitación de al lado mientras Manda echaba un polvo con un amigo de la familia: un jinete casado y con hijos. Luego me contó que tenía una polla del tamaño del Scaffel y una corrida tan descomunal que el chorro le había llegado hasta los muslos. Seis semanas después estaba sentada con ella en la clínica donde le dieron dos pastillas para abortar, sujetándola de los hombros mientras vomitaba. Dijo que la enfermera le había advertido que no mirase cuando fuera al cuarto de baño, pero no pudo resistirse a mirar el cubo que le pusieron a los pies. No era como los coágulos de la regla; era como una pelota llena de tubos. Dijo que ni de coña podía enterarse su madre, porque ella habría querido que se quedara con el niño.
*
HIGH SETTERAH NO era la casa de una familia de chamarileros. El dinero ganado recogiendo trastos viejos con una carreta ya había perdido la mugre en la generación anterior, cuando los Slessor diversificaron su actividad con las alfombras, los negocios inmobiliarios y las proezas ecuestres. Su herencia de nómadas seguía recordándose en un pueblo que jamás olvidaba los orígenes sociales, pero habían amasado una fortuna que los hacía intocables a la recesión, la competencia o el esnobismo resentido de la comarca. La casa era alargada y baja. Casi una mansión, aunque más parecida a un rancho yanqui, con porche y el interior de madera. No tenía sentido en Cumbria, tan cerca del límite del Parque Nacional, y es posible que para construirla tuvieran que forzar los planes urbanísticos a finales de los setenta, cuando la familia estaba en pleno ascenso, porque atentaba contra toda la legislación local. Tenía prados delante y detrás, para los caballos, y establos de pizarra a un lado de la finca. De vez en cuando llegaba el olor pestilente de las vacas del matadero de Wildriggs desde el polígono industrial.
Había tantos cuartos de baño que no se podían contar —siempre me daba miedo equivocarme de puerta— y trasteros donde guardaban al dóberman y al mastín. Había una sauna y un cuarto de juegos. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de caballos campeones, en marcos ostentosos; de lazos rojos que señalaban la derrota anual de la realeza en la comarca y placas conmemorativas de las competiciones en las que había participado la familia. De la rotonda de Kemplay salía una avenida que llegaba hasta la casa, bordeada en todo el trayecto por aquellos potros vigorosos, relucientes, fortalecidos por las abruptas pendientes de los páramos, domados por los romanos en la muralla y convertidos en animales veloces por las hábiles riendas de los Slessor.
Todo el mundo creía que el experto en caballos era el padre de Manda. Y, viéndolo con aquel cuello de mula y todo el cuerpo en tensión, azuzando a sus ejemplares para cruzar el arroyo en la feria de Appleby, no había ninguna razón para no creerlo. Geordie era un maestro de la hípica. No contaba con el respeto de los demás criadores del país, de los dueños de las mansiones y los Range Rovers, y eso le dolía profundamente. Aun así le pedían consejo y opinión sobre sus corceles y le compraban sus potros. Las cadenas de noticias regionales lo entrevistaban siempre que ganaba un trofeo, delante de un llamativo Rolls Royce amarillo. Y aunque ni por nacimiento ni por sangre tenía derecho a presumir de un coche como aquel, ordenaba a los periodistas que lo enfocaran con la cámara, alardeando de su botín como el ladrón convencido de que jamás lo pillarían: ¡con dos cojones!
Pero era Vivian Slessor quien llevaba a los establos a los castrados díscolos y les echaba palas de hinojo, como hacían antiguamente los domadores del norte. Rara vez usaba la fusta para montar. Y, aunque sus conocimientos de la cría y las carreras eran menos profesionales que los de Geordie, lo superaba como cuidadora en intimidad y encanto cuando acariciaba a los caballos en esa zona sensible que tienen detrás de las orejas, para tranquilizarlos. Geordie la consideraba su curandera de huesos oficial y recurría a ella cuando un caballo se hacía daño, en vez de llamar al veterinario y pagar la factura. Se apartaba a un lado mientras Vivian vendaba una pata con acedera. Una mañana de llovizna y viento, en el mes de abril, Vivian Slessor me subió por primera vez a una silla, en una yegua preciosa de color castaño, demasiado grande y demasiado brava para mi estatura y mi inexperiencia. Nos llevó de la rienda por el prado en mitad del vendaval, hablando en voz baja y refunfuñando, y yo no sabía si estaba regañando a la yegua, por no ir recta, o a mí por mi mala postura. En la puerta del cercado soltó las riendas.
Vamos, dijo, y le dio una palmada en la grupa. Los talones abajo, Kathleen.
Era ella quien daba de comer a los perros por la noche y curaba las enfermedades de todos los seres que tenía a su cuidado. Y lo mismo hacía con sus hijos. Los atendía sin quejarse, con una especie de devoción altiva. Cuando los chicos se ponían gamberros y se peleaban demasiado cerca de la vitrina, su viejo les gritaba y les decía que se estuvieran quietos de una puta vez. Los zurraba por insolentes y descarados. Pero Vivian les dejaba discutir y sacudirse lo que hiciera falta, hasta que resolvieran el problema y se les pasara el calentón. Después lo ordenaba todo, les ponía un algodón en la nariz reventada y recogía los platos rotos desperdigados por el suelo del comedor. De vez en cuando llegaba una citación judicial, y Vivian se presentaba en el juzgado con sus trajes de cuadros, sus fulares de seda y su mirada pura, para defender a alguno de sus hijos. Y con aquel orgullo y aquella seguridad le daba a entender al juez que era imposible enmendar lo que ella había inculcado en su prole; que las leyes municipales, los toques de queda, las multas, el correccional y la prisión no servirían de nada.
Pero cuando era ella quien se cabreaba con sus hijos los hacía pedazos. Ninguno se enfrentaba con Vivian como hacían a veces con Geordie, para disputarle la supremacía si se presentaba la ocasión. Vivian podía llegar a descargar una crueldad bestial, y es posible que todos la creyeran capaz de cometer un asesinato algún día. Si se ponía de parte de su marido, la discusión estaba definitivamente perdida para los demás.
Ve a ver a los caballos, les decía Geordie a Aaron o a Rob, desde su butaca, perezoso por el whisky.
El chico en cuestión no soportaba que su padre le diera esas órdenes, porque se le pusiera en los cojones, y contestaba que estaba viendo el fútbol. Vivian Slessor le acariciaba entonces la cabeza, y su hijo se levantaba, se ponía las botas y salía a los establos. La familia sabía manejar las tensiones, y Vivian era el centro de todo. Le gustaban las cosas modernas: los aparatos de cocina, los equipos de música y los coches; construyeron la sauna para que pudiera achicharrarse sin tener que ir a un gimnasio público. Pero era una mujer supersticiosa. Una vez la vi coger unas tenazas de hierro de la chimenea y atizarle con ellas en la espalda a su hijo mayor porque estaba toqueteando su cristal de la suerte. Su mundo se regía por un antiguo almanaque que yo no comprendía: por la creencia, puede que en parte gitana, en las tradiciones herbales, los ritos y los augurios. El Día de Todos los Santos colgaba amuletos de piedra en los establos para proteger a los animales. Cerraba el techo de su descapotable un día de cielo azul si la noche anterior había habido luna creciente. Y pensaba mucho dónde aparcar los remolques de los caballos cuando iba a las ferias ecuestres: nunca en el cerro donde antiguamente se levantaba el cadalso; eso estaba prohibido, aunque los caballos tuvieran permiso para pacer libremente por allí.
A mí me encantaba ver a los padres de Manda juntos. Mi madre había muerto cuando yo tenía ocho años, y en la vida de mi padre nunca volvió a haber otra mujer; por eso la intimidad de los adultos era poco corriente para mí. En mi casa había algo descompensado, algo desequilibrado. Mi padre llevaba a cuestas más peso que el de sus brazos, sus piernas y la panza en la que apoyaba el vaso después de cenar. Aun así parecía ligero en comparación con los restos de mi madre: el armario lleno de ropa con olor rancio, los tarros de mermelada y los botes de polvos de talco petrificados. De noche, cuando estaba en la cama y le oía sollozar, me parecía que los cimientos de la casa intentaban levantarse y tenía que apretar los pies contra el borde de la cama.
Los Slessor eran equilibrados e indestructibles. Se apareaban por instinto animal, como lobos entre la gente. Que alguno de los dos se metiera en una cama que no fuera el lecho conyugal —y corrían rumores sobre la debilidad de Geordie por las chicas que trabajaban en las cuadras y sobre hijos imprevistos— no era una amenaza para su relación. Habían tenido tres hijos y una hija, todos sanos y todos luchadores. Y daba la sensación de que aún podían venir más, de que seguían siendo capaces, él con casi setenta y ella con casi cincuenta. Estaban unidos por sus hijos, pero los dos habían tenido otras relaciones, antes y después. Estaban hechos el uno para el otro. Incluso cuando los veías separados, en casa o en el pueblo, se notaba la presencia de la otra mitad, del compañero. Ninguno de los dos se casó por dinero, porque cuando eran novios no había ni un céntimo. Vivian tenía un solo vestido, el que se puso para la boda. Geordie solo tenía un montón de tuberías y planchas de plomo robadas.
A pesar de su agresividad y de su chulería, nunca vi que le levantara la mano a su mujer. Es posible que fuera cruel con ella, que intentara aplastarla, como hacía con todo y con todos hasta que conseguía someterlos o destruirlos. Pero la adoraba, la sabía capaz de resolver cualquier problema. Había encontrado la horma de su zapato. Lo sabía. Y ella también lo sabía. Si algo temía aquel hombre eran los genes de su mujer, los átomos de su coño. Me gustaba verla cuando mataba a los pollos, con el cuchillo alejado de las puntas de los dedos, sin necesidad de mirar, mientras observaba cómo su marido se servía un whisky. Aunque probablemente Geordie Slessor no hubiera visto un libro de historia en la vida, parecía sin embargo conocer la tradición regional de las mujeres que cabalgaban con los hombres hasta la frontera, con sus hijos atados a la espalda. Vivian tal vez fuera capaz de consentir que los puños de Geordie se hundieran en su carne blanda, incluso de llevar escrita en la cara la mala leche de su marido a la vista de todos. Pero luego, por la noche, lo abriría en canal, lo rajaría de las pelotas al ombligo. Contendría la hemorragia con alguna de sus plantas medicinales secretas, algún ungüento para que la sangre fluyera más despacio, y le ofrecería las tripas de su potro más querido a cambio de su propio hígado. O quizá le concediera algún privilegio de su reino doméstico, como dueña y señora de la casa: una cena con cristales molidos, carne congelada y descongelada varias veces o un pan envenenado con dedalera.
Era una mujer atractiva. Y alegre, aunque tenía la frente surcada de arrugas. En las fotos de la boda aparecía con unos rizos divinos, castaños y brillantes. Ahora tenía el pelo canoso y puede que hubiera perdido volumen; llevaba de mala gana la típica melenita corta de una mujer que siempre ha estado orgullosa de su pelo, y seguía apartándose de los hombros unos rizos invisibles. Manda había heredado la delantera de su madre. Vivian era voluptuosa, aunque tenía el cuello y los pómulos huesudos. Los hombres le abrían la puerta. Y, cuando a Geordie le entraban ganas de su mujer, se enteraba todo el mundo, porque no se andaba con rodeos; le traía sin cuidado quién estuviera delante. Se acercaba a ella y la agarraba de la cintura. En esos momentos incluso habría sido capaz de levantarle la falda si ella no se hubiera encargado de llevárselo a un sitio más íntimo. Se les oía de todos modos. Al cabo de un rato volvían tranquilamente con los demás, sin cortarse un pelo. Cuando lo hacían se enteraba todo el mundo: el ambiente de la casa se transformaba. El sudor de los caballos cobraba un olor más fuerte. Los chicos se ponían nerviosos y les daba por beber o tender trampas a los perros. Manda ponía la música a todo volumen.
Eran esos momentos de ternura los que a mí más me intrigaban, esas manifestaciones tan vivas de lo que yo entendía por amor, aunque quien no los observara con tanta atención como yo podría haberlos confundido con discusiones o incidentes cotidianos. Por ejemplo, cuando Geordie le sacaba a Vivian una astilla que se le había clavado en la mano: la sujetaba con el codo contra la mesa y le retorcía el brazo por detrás para inmovilizarla mientras la curaba. O cuando la veía detrás de un remolque que iba en marcha atrás y le gritaba desde la ventanilla del coche.
¿Tú estás ciega o eres gilipollas?
Pero lo que había en su voz era pánico, no ira.
Y una vez vi a Vivian sacarle la polla a su marido y sujetársela, cuando volvió del club de rugby tan borracho que se puso a mear en el porche de High Setterah.
Yo la prefería a ella, y eso era extraño en mí porque las mujeres normalmente me hacían sentirme incómoda y no sabía de qué hablar con ellas. Pero de la mano de Vivian habría comido sin rechistar. Geordie coqueteaba conmigo cuando estaba de buen humor, y yo lo interpretaba como una muestra de aceptación, aunque me daba mucha vergüenza.
Mira qué guapetona se ha puesto la chica, ¿eh?, decía, cuando Manda y yo nos arreglábamos para salir un viernes por la noche. Vivian nunca hacía comentarios delante de mí, pero cantaba canciones y les ponía mi nombre.
Es posible que hoy vaya a ver a Kathleen.
Una golondrina me ha contado sus sueños.
Pronto iré a ver a mi dulce Kathleen.
*
CASI SIEMPRE NOS quedábamos en el pueblo e íbamos de bar en bar, adonde Manda creyera que podía encontrarse con un chico que le gustaba. Otras veces, si a alguno de sus hermanos no le importaba llevarnos cuando iba a entregar un pedido o a un concierto, íbamos a Carslile. El viaje en coche era una locura, estaba lleno de volantazos absurdos y de adelantamientos suicidas, porque a los chicos les encantaba la velocidad. Les encantaba a caballo, en moto o en esquís; en cualquier vehículo que les permitiera acelerar hasta que el cráneo les aplastara el cerebro.
Del pueblo salían dos carreteras principales: la antigua carretera de peaje y la calzada romana que atravesaba el páramo yermo de Lazonby y apenas tenía tráfico. Y estaba también la M6: un tramo de autopista desierto, el último antes de Escocia, donde parecía que todo terminaba.
Me sentaba pegada a la ventanilla, con las mejillas apretadas contra el cristal frío, y me agarraba al cinturón de seguridad. Manda intentaba controlar la radio mientras su hermano conducía: normalmente era Aaron. Entraba en las curvas disparado, como si estuviera en una pista de carreras privada. Atravesábamos esa zona perdida como se sigue haciendo, como se ha hecho siempre y como probablemente se seguirá haciendo, pasando de las cámaras y los radares de la policía: a una velocidad temeraria, como si nos persiguieran.
Yo odiaba aquellos viajes a la ciudad. Aquellos veinticinco minutos de tortura espeluznante. Siempre tenía la sensación de que algo nos acechaba por la espalda. Aquellos eran los páramos yermos de los que nos hablaban en el colegio, como si no lo supiéramos. No daban ganas de entretenerse allí. No daban ganas de que pudieran sorprenderte en aquella llanura pelada y solitaria por ir despacio. Era allí donde se reunían los atracadores camino del norte o del sur. Era tierra quemada, río rojo y territorio de violadores. Un paisaje de faldas rotas y cuellos degollados, de tejados rociados con gasolina y quemados, de pajares que se usaban para ahumar a los niños. Si bajabas la ventanilla casi podías oírlo todo: las alarmas y el crepitar de las llamas; los gritos de las mujeres degolladas mientras los hombres de la familia, ahogándose de la fuerza con que tensaban los músculos, les apretaban el gaznate. Las casas de la frontera que no estaban fortificadas eran provisionales; las construían con saliva, mierda de vaca y zarzos, para desmantelarlas fácilmente, porque cuando llegaban los salteadores había que atrincherarse detrás de una muralla de roca de dos metros y medio de alto o coger los bártulos y salir corriendo.
Los bandazos que daba la furgoneta en las curvas me empujaban aún más la mejilla contra el cristal. Aaron iba cantando una canción de los Roses. Manda hacía el viaje sin miedo, como si confiara en el buen curso de las cosas. Yo en cambio me imaginaba todo tipo de horrores: accidentes y bazos reventados. La adrenalina me abría completamente el cerebro y la rapacería del antiguo condado se apoderaba de mí. Los adiestradores decían que allí hasta el caballo más dócil olía los rescoldos de los incendios de tiempos pasados, que notaba el sabor a escoria de hulla y a piel quemada en las criptas embrujadas y que podía encabritarse y derribar al jinete. Y, a pesar del gusto de los romanos por la línea recta, los coches volcaban allí a menudo. Se veían montones de coronas de flores. Hasta mi padre, que normalmente iba muy tranquilo al volante, pisaba el acelerador a fondo con la bota manchada de barro sin mirar por el retrovisor cuando pasaba por allí. No se molestaba en poner el intermitente para cambiar de carril y viraba bruscamente cuando una ráfaga de viento que llegaba de los Peninos zarandeaba el Land Rover. Los que volvían a casa de un viaje largo, a Londres, Birmingham, Stafford y Manchester, normalmente recibían una carta certificada de la policía de Cumbria, con una multa bestial y pérdida de puntos del carné de conducir, y no se explicaban cómo los habían cazado circulando a más de noventa.
Aaron Slessor estuvo a punto de matarnos a todos yendo a Carlisle varias veces, y después de cada viaje yo lo odiaba un poco más. Ponía la música a todo volumen y no nos hacía ni caso, aunque de vez en cuando me miraba las piernas. Se ponía a perseguir a las liebres por la carretera y aterrorizaba a los demás conductores; se les pegaba al parachoques hasta que le cedían el paso. A la vuelta cogía la carretera secundaria, la que cruzaba los páramos por la orilla del río Caldew, salado como el cobre rojo, porque era recta y tenía badenes en los que podía levantar las cuatro ruedas del suelo. Siempre me dejaba en casa, y al llegar me encontraba a mi padre dormido en el sofá, con el volumen de la tele apagado. Aaron no se quejaba de llevarme y traerme. Parecía que le gustaba conducir por los vados y las curvas de las carreteras de los pueblos. Un par de veces me pidió un beso cuando iba a bajarme del coche, pero lo empujé y lo mandé a paseo.
Estás para chuparse los dedos, dijo. No te alteres tanto.
A sus diecinueve años, aspiraba a ser el jefe de la familia y llevaba de pena ser el menor de los hermanos. Geordie no había perdido con los años las fuerzas para pegarle. Si acaso lo zurraba más que antes: el semental de la familia veía que le quedaban pocos días de lucha. Le reventaba que Aaron se interesara por los caballos menos que sus hermanos y al mismo tiempo obtuviera cada vez mejor puntuación en las carreras de obstáculos con los Heltondales.
Lo llamaba inútil de mierda. Mequetrefe y memo. Vas a joderlo todo, le decía. No vales más que para poner una puta alfombra en un retrete.
Los gamberros buscaban a Aaron, porque decían que quien lo derrotaba en una pelea se hacía el amo del pueblo. Dejó el colegio el mismo día en que cumplió los dieciséis para vender alfombras de saldo. Era muy guapo y se daba los mismos aires de rey que su padre. Yo le había visto trabajarse a una chica. Sabía cómo herirla en el poco orgullo que pudiera tener, quitarle hasta la última gota de sentido común y obligarla a esperar pegada al teléfono, a esperar en la puerta de un bar bajo la lluvia, a esperar hasta que el muy cabrón se hartaba de ella en pocas semanas y le decía que tenía la vagina seca, la piel de una vieja, la tripa gorda o lunares en el culo, y que ya no le gustaba.
No era nada discreto con sus conquistas. Los jadeos, los jueguecitos y las inclinaciones sexuales de la chica de turno se convertían en la comidilla del pueblo las semanas siguientes. Contaba que se lo habían montado en el remolque de los caballos y que ella se había arrodillado encima de la mierda para chupársela. Que se la había tirado justo después de tirarse a su hermana, la misma noche. Mojada doble. Así, su círculo de amigos sabía todo lo que necesitaba saber de sus ex antes de invitarlas a salir. Y Aaron de vez en cuando volvía con ellas, los viernes por la noche, cuando veía algo interesante en una pierna desnuda o en la raja de una falda; un cambio de look o un corte de pelo.
*
PASABA MUY POCO tiempo en casa. A los Slessor les gustaba tener compañía. Les gustaba tener ruido y caras nuevas alrededor. Siempre me sentí bien acogida. Pero el verano del año en que conocí a Manda, mi padre empezó a notar mi ausencia y dijo que era muy triste: primero había perdido a mi madre y ahora me perdía a mí. Me sentí culpable y apenas me moví de allí en todas las vacaciones, a pesar de que él estaba todo el día fuera, pastoreando y esquilando a las ovejas, y de que en casa hacía demasiado frío, aunque fuera verano, y eso me ponía nerviosa. Por las mañanas llamaba a Manda por teléfono, o me llamaba ella.
Venga, Kathleen, no seas cabrona. ¿No puedes venir?, me decía. Me siento sola. Voy a ir a comprar un pintalabios. Bueno, vale, hasta luego.
Después me iba por un callejón del pueblo cubierto de matorrales y subía el Scar sabiendo que Manda iba a salir a divertirse con alguien. Desde la cima veía la baliza a lo lejos, los trenes que pasaban por la línea principal y los estanques brillantes de la piscifactoría de truchas. A la vuelta pasaba por delante de una granja destartalada, llena de tractores, grúas y maquinaria oxidada, con una lona impermeable tirada en el patio. El dueño era un hijo de puta y un tío raro. Por las noches se le oía gritar obscenidades a sus perros y lanzarles los cuencos en que les daba la comida. Se oían aullidos, ladridos y alaridos. Tenía un montón de collies y sabuesos, mugrientos, flacos y medio locos de frustración, como les pasa a los perros pastores sin rebaño.
La granja estaba justo después de un zarzal. Ya había pasado por allí al salir del callejón. Tuve que atravesarlo con los brazos en alto y girando las caderas para desengancharme los vaqueros a cada paso que daba. Olía a desengrasante y a estiércol líquido, a tierra y a hierro, a algo inconcreto, a una mezcla incompatible de industria y agricultura. El dueño era bien conocido en el pueblo por maltratar a los animales, aunque no tenía muchos aparte de los perros: un puñado de gallinas y algún caballo o un cerdo sarnoso. Nadie lo había denunciado a la protectora de animales, porque si se acercaban por allí irían también a husmear en sus establos.
Una mañana, hacia el final de las vacaciones, al pasar por delante del cobertizo de la granja vi que la puerta estaba abierta. Normalmente la veía cerrada, atrancada y atada con una cadena. Dentro del cobertizo había un caballo muerto, tendido entre los arreos del ganado. El suelo tenía un color entre amarillo y marrón, como hormigón cubierto de pis y diarrea. Noté el hedor al acercarme por debajo del alero.
Un rayo de sol iluminaba el cuerpo del caballo. Estaba destrozado, desollado, con heridas en las patas y plagado de moscas. Se le marcaba la caja torácica como el esqueleto de un barco desmantelado. Debía de llevar mucho tiempo sin levantarse, porque tenía las pezuñas convertidas en espirales grandes y descoloridas, como las uñas de un emperador chino. Me quedé un rato mirándolo, alelada. Empecé a ponerme nerviosa. Llevaba mucho tiempo sin levantarse. Vivía tirado en el suelo. No tenía las pezuñas limadas por el roce de la tierra y el trote, como cualquier animal erguido. Y había muerto de hambre poco a poco.
Avancé un paso, y el caballo resopló y se movió. Levantó la cabeza y la grupa a la vez, apretando el torso contra el suelo, como si intentara incorporarse, y las pezuñas entrechocaron y arañaron la tierra igual que lascas. Soltó por el hocico un espumarajo de color rosa y volvió a arrastrar las patas traseras. Clic-clic. Luego se quedó quieto.
Busqué con la mirada un cubo de agua, una manta, comida. No vi nada que sirviera para reconfortarlo. Aunque no lo veía, sabía que el dueño debía de estar cerca, en el retrete o agachado en alguna sombra, porque de lo contrario la puerta no estaría abierta. El caballo había vuelto a quedarse completamente inmóvil, como muerto.
Calma, dije en voz baja. No sé si me lo dije a mí o se lo dije al caballo. No estaba segura.
Después me alejé. Y después eché a correr.
Mi indignación crecía con cada zancada. Ver un caballo muerto no me habría afectado tanto. Había visto cosas peores que un animal muerto: corderos tambaleándose, con el culo y los ojos picoteados por los cuervos; cabezas y cuartos traseros amontonados en el matadero. Un caballo muerto no era un problema. Pero no tenía estómago para ver a uno vivo y destrozado. Me hervía la sangre mientras corría. Me desgarré los brazos al pasar entre unas matas de endrinos sin pararme a desenganchar las ramas. Sentía la boca como llena de sal, de semillas y de perdigones, a pesar de que no paraba de escupir.
Ese mismo granjero había arrastrado a una mujer al alcohol, el valium y las crisis nerviosas en público, hasta que un día apareció muerta en una bañera, por sobredosis, dijeron. Su segunda mujer murió de una caída en el silo. Un descuido. Suicidio, tal vez. Pero ¿una muerte lenta en un cobertizo hediondo? Eso no. Una mujer podía coger la puerta y largarse. No estaría famélica. No tendría los pies inservibles. Aquel caballo en descomposición era lo peor que había visto en mi vida. Parecía la escena de un cuento de hadas en el que las ramas oscuras se levantan de pronto y en un claro del bosque se ve a un hombre con dedos de cuchillo que está hirviendo las cabezas de sus hijos en un caldero. Era como encontrarse en sueños con una bruja que te cose la piel al dobladillo de su capa y echa a volar, arrastrándote, hasta que te despiertas despellejada.
Me paré en un brezal, me agaché y me entraron ganas de vomitar.
Llegué al pueblo acribillada por las zarzas y chorreando sangre por los codos. Seguía oyendo el chasquido de las pezuñas, sus arañazos y sus chirridos contra el suelo. Pensé subir al prado y decirle a mi padre que avisara al veterinario. Pensé volver a casa, coger la escopeta de encima de la chimenea y matar yo misma al caballo, o a su dueño, o a los dos. Pero, como si se tratara de una prórroga, vi la furgoneta azul de los Slessor aparcada en la puerta del Fox and Pheasant, en la plaza del pueblo, y a Aaron poniéndose al volante después de entregar un pedido o tomarse una pinta o lo que estuviera haciendo allí. Bajó la ventanilla al ver que me acercaba.
¡Pero bueno, Kathleen! ¿Qué coño te has hecho?, dijo, mirándome de arriba abajo.
Nada. ¿Puedes venir conmigo?, le pregunté. Y se echó a reír.
Vale, vale.
No es una broma, Aaron. Ven conmigo.
Se mordió el labio inferior y me taladró con sus ojos azules. Por fin abrió la puerta y salió de la furgoneta. Quizá me acompañara por curiosidad, al verme con los brazos llenos de sangre, que con el calor empezaba a secarse en pegotes negros. O por la posibilidad de que la amiga de su hermana le dejara quitarle las bragas, tal como llevaba semanas intentando. O por mi voz cortante, porque nunca le había hablado con tanta seguridad. Cualquier otro día no me habría hecho ni caso o se habría burlado de mí. Pero me siguió por el callejón, me dijo que estaba pirada, protestó cuando se le rajó la camisa con las zarzas y me advirtió que más me valía que fuera algo importante.
Cuando llegamos al cobertizo, la puerta estaba cerrada con la tranca puesta.
Ayúdame a quitarla.
Tienes un puntito guarro, dijo. Eres una caja de sorpresas, niña.
Yo estaba temblando mientras quitábamos la tranca, me costaba respirar. Debió de pensar que me había vuelto loca, que me había convertido en la versión lujuriosa de la chica que tantas veces había llamado a la puerta de su casa. Cuando retiré el cerrojo me puso las manos en la espalda y me cogió de la camiseta, me la sacó de la cinturilla de los vaqueros y luego hizo una bola con la tela. Se apretó contra mí y me agarró de las caderas. Abrí la puerta. El sol se había movido y el cobertizo estaba a oscuras, envuelto en sombras. El olor era repugnante: olía a curtiduría o a perrera antes de limpiar las casetas con la manguera.
Está ahí, dije, en el tono más bajo posible. ¿Lo ves?
Enseguida sabrás lo que veo, dijo.
Volvió a apretarse contra mí, me ciñó con un brazo, como un cinturón, y me puso una mano en la cremallera de los vaqueros. Hubo una pausa. Oí un ruido chirriante, como si una pieza se desprendiera del engranaje de una máquina. Aaron me soltó. Se puso delante de mí y me sacó de la caseta. Me obligó a retroceder apoyándome la palma de la mano en el esternón, me aplastó un pezón y me hizo daño. Tropecé contra el borde del cemento y me caí al suelo.
Lárgate. Cagando leches. Ya.
Lo miré desde el suelo y vi que señalaba con un dedo, con la cara tensa y desencajada, como si fuera a pegarme.
A casa cagando leches, Kathleen. Esto no es asunto tuyo. No es de tu incumbencia.
Vete. Hostia. Fuera de aquí. ¡Largo! ¡Ya!
Se le hincharon los músculos del brazo.
Me levanté y eché a andar dando tumbos, sintiéndome completamente idiota, y solo entonces me di cuenta de que me escocían los ojos y veía borroso. Lo esperé en casa, con la mejilla pegada a la pared fresca de la despensa. Lo estuve esperando, pero no vino. Cuando me asomé a la ventana del piso de arriba, la furgoneta de las alfombras ya no estaba.
*
LA SEMANA SIGUIENTE no supe nada de Manda. Cuando llamaba por teléfono, Vivian me decía que había salido, en un tono que no me invitaba a hacer más preguntas. Manda nunca me devolvía las llamadas. Me quedaba encerrada en casa. Si salía, iba en dirección contraria a la granja.
Así pasó y terminó el verano. Para entonces estaba convencida de que todos la habían tomado conmigo por lo que había pasado, por portarme como una niñata, y ese era mi mayor temor. Me acordaba de cuando había visto a Manda pelearse con alguien: del ruido húmedo de los nudillos contra el cartílago; de la fila de puntos dobles que tenían que darle a la víctima después encima de las cejas.
Los primeros días de clase dije que estaba enferma y no fui al instituto, pero no tenía fiebre y mi padre sospechó algo raro. Luego pensé que con eso quizá solo consiguiera empeorar las cosas. Me imaginaba a Sharon Kitchen y a Stacey Clark alrededor de Manda antes de que pasaran lista, como grajos encima de la mesa, comiéndole el tarro, diciéndole que yo iba de lista, que era una cabrona, o que me habían oído llamarla puta y que tenía que ajustarme las tuercas. Sabía que la única excusa que algunas necesitaban para odiar a alguien era que esa persona no estuviera delante o no se defendiera.
El primer día que fui a clase, Manda vino a buscarme al guardarropa. Se puso a mi lado, mientras las demás se quedaban en la puerta. Bajé la mirada. Oí que decía mi nombre. Después noté que me clavaba los dedos debajo de las costillas y me obligaba a retorcerme.
No te escapes, dijo, cuando me aparté. ¿Dónde te habías metido, imbécil? ¿Has estado follando con un granjero apestoso?
La miré y vi que empezaba a sonreír. Supe que se alegraba de verme.
Ven, dijo, pasándome un brazo por los hombros. Tenemos que hablar tranquilamente. Se ha armado un lío de la hostia. Vosotras, largaos. ¡Ay, mierda, el timbre! Nos vemos a las doce.
A la hora de comer, en el quiosco del parque, Manda me contó lo que había pasado. Aaron llamó a sus hermanos desde el Pheasant, y sus hermanos fueron, porque siempre iban cuando sabían que tenían una obligación. Buscaron a aquel miserable por el pueblo: Lenny Miller se llamaba. Me contó que lo conocían de vista, de las peleas de gallos que se hacían en las canteras, cerca de Greystoke. Sabían que era un imbécil de mierda y no tuvieron ningún problema. Lo colgaron en el cobertizo, de los pies, y le clavaron una fusta en la espalda hasta que le atravesaron las tripas. Estaba en el hospital de Newcastle, dijo, sin esperanzas de volver a andar.
Busqué en su expresión alguna señal de inquina y no la vi. Tenía el mismo gesto de siempre en los ojos azules, hipnóticos y descarados, relucientes después de la lluvia.
Creí que ya lo sabías, dijo. Pensé que estabas siendo astuta y pasándolo bien. La policía ha venido a casa unas mil veces. Pero solo tienen su palabra.
Me cogió del brazo como de costumbre. Cruzamos las puertas del parque y fuimos paseando hasta al centro del pueblo, por delante de las gradas de arenisca y de la torre del castillo. Me habló de las fiestas que me había perdido ese verano, de las ferias y los concursos de enganches, y me preguntó si había estado por fin con algún chico.
No, dije. No me decido.
Y ¿a qué estás esperando? O ¿es que quieres que sea Aaron el que haga la proeza? Puajjj.
Pensé en aquel hombre, postrado en la cama de un hospital.
¿Qué le pasó al caballo?, pregunté.
Manda se encogió de hombros. Estaba mirando unas obras, al otro lado de la calle. Un albañil con camisa de cuadros rojos lanzó un silbido desde el andamio. Manda le lanzó un beso.
Yo sabía que los Slessor nunca habrían intervenido si en aquel cobertizo hubiera habido cualquier otro animal. No se habrían tomado la molestia de defender a los perros apaleados. Tampoco lo habían hecho por mí. No tenían ni una pizca de sentimentalismo ni se dejaban contratar como mercenarios. Actuaron sencillamente por sus creencias familiares. Fue una suerte, si se le puede llamar así. Matar a un caballo lentamente era una ofensa imperdonable y no podían pasarla por alto. Se pusieron las espuelas y actuaron en consecuencia.
Mamá me ha dicho que vengas a tomar el té la semana que viene, me dijo Manda cuando volvíamos al instituto. Para entonces ya se habrán llevado a los que están en celo y podrá sacarte a montar. Tiene una yegua nueva para ti. Y nunca adivinarías qué nombre le ha puesto: Dulce Kathleen.