Capítulo 11
Cuando amaneció, todo lo que quedaba de los almacenes de De Belem era un montón de rescoldos. Bartholomew se volvió hacia el padre Lucius.
—¿Qué les ocurrirá a los aldeanos? —preguntó—. ¿De qué vivirán sin el azafrán?
—Tengo un poco guardado de lo que iba robando mientras trabajábamos en los campos —dijo Lucius con una sonrisa—. Lo venderemos al precio que ha forzado De Belem. Tengo entendido que los braceros pueden ganar buenas sumas de dinero últimamente, y ahora que somos libres, bien podrían algunos ir a buscar trabajo a otro lugar.
—¿Fuisteis vos a la iglesia de St Mary hace dos semanas? —preguntó Bartholomew buscando aclarar las cosas.
—No —respondió el sacerdote, sorprendido—. No he estado jamás en Cambridge. He oído decir que hiede como una cloaca en los meses de calor, y no tengo el menor deseo de ir a comprobarlo.
—¿Cuánto tiempo hace que apareció De Belem por aquí?
—Compró tierras antes de la peste, pero fui un estúpido y no adiviné que era él quien se presentó luego disfrazado de sumo sacerdote. Después de que la peste se llevara a tanta gente, le fue fácil comprar, o simplemente quedarse con todo el azafrán almacenado, y los pocos que se negaron recibieron amenazas mediante trucos demoníacos hasta que aceptaron vender.
—¿Trucos demoníacos?
—Pezuñas de machos cabríos que aparecían en sus casas, pájaros negros sobrevolando la aldea de noche. Todo tenía una explicación racional —dijo Lucius volviéndose hacia Bartholomew—. No eran como esa cosa que invocó en mi iglesia —añadió con un escalofrío.
Bartholomew sonrió.
—Fui yo quien lo hizo —dijo, y viendo la expresión de horror del sacerdote añadió rápidamente—: Con las manos a contraluz, así.
Lucius lo miró boquiabierto y luego prorrumpió en carcajadas.
—¿Eso era? ¿Me estás diciendo que De Belem, que a tantos había engañado con sus trucos, se dejó engañar por otro?
Bartholomew asintió y contempló a Lucius que, aún riendo, se alejaba para contárselo a sus feligreses. El médico se dirigió al lugar donde el grupo de soldados vigilaba estrechamente a Janetta, De Belem y otros. Tulyet había llegado cuando todavía reinaba la confusión. De Belem le había subestimado, pues el gobernador no había creído al aldeano convenientemente apostado para enviarlo por la carretera de Londres.
—Os debo una disculpa —dijo Tulyet—, pero tenían a mi hijo. Después de que vinierais a verme, hermano, me enviaron un mechón de sus cabellos y me dijeron que si volvía a hablar con vos, me enviarían un dedo. Tenían que verme plegándome a sus exigencias, por eso os amenacé a voces. Uno de los soldados vigilaba todos mis movimientos e informaba a De Belem. —Sonrió torvamente—. Ahora está encerrado en la prisión del castillo aguardando la llegada de su sumo sacerdote.
—¿Teníais idea de que De Belem estuviera metido en todo esto? —preguntó Michael, señalando los almacenes quemados.
Tulyet meneó la cabeza.
—Hace poco que empecé a sospechar que De Belem era el sumo sacerdote. Después de que mataran a su hija, me dijo que había sido el sumo sacerdote del gremio de la Purificación, pero que lo había abandonado por el dolor de su pérdida. Ahora comprendo que no ha existido jamás tal gremio y que era una mera treta de De Belem para mantener atemorizados a los miembros del suyo.
—Eso no es posible —dijo Michael—. Hesselwell y vuestro padre nos han dicho que el nuevo sumo sacerdote llegó hace apenas un mes, después de la muerte de Nicholas.
—Pero De Belem tenía espías en el gremio del Advenimiento —dijo Tulyet— desde el principio. La muerte de Nicholas sólo fue el momento oportuno para aparecer y controlar directamente lo que llevaba tiempo controlando de manera indirecta.
—Pero ¿para qué toda esa historia de los aquelarres? —preguntó Stanmore—. Me parece demasiado rebuscado.
—Porque le daba poder sobre la gente —observó Bartholomew—. Todos los que estaban implicados tenían miedo, como el viejo Richard Tulyet y Piers Hesselwell. Una vez dentro era imposible dejarlo, y los trucos como los que vimos emplear en All Saints los mantenían aterrorizados. También los asesinatos de mujeres servían a este propósito. De Belem afirmaba que los cometía su demonio familiar para demostrar su presencia a los seguidores del gremio.
—Pero ¿para qué necesitaba ese poder sobre la gente? —insistió Stanmore.
—Porque en todo el país, los campesinos abandonan sus casas en busca de trabajos mejor pagados. De Belem no tenía intención de pagar salarios elevados a los aldeanos de aquí, pero necesitaba la mano de obra. Se dio cuenta de que podía usar trucos para aterrorizarlos hasta tal punto que se plegaran a su voluntad.
—Eso ya me lo había imaginado —dijo Stanmore con impaciencia—. Pero ¿por qué molestarse con personas como el viejo Tulyet o Hesselwell? Ellos no trabajaban para él.
—En el caso de Hesselwell, De Belem quería un contacto en Michaelhouse, donde Michael y yo trabajábamos para el rector. Hesselwell me dijo que el sumo sacerdote le hizo muchas preguntas.
—¿Y mi padre? —preguntó Tulyet.
—De Belem tenía un monopolio sobre el azafrán y era el único tintorero de la ciudad. Como Oswald atestiguará, tenía tanta confianza en su monopolio que incluso empezaba a vender paño, lo que es prerrogativa de los pañeros. De Belem quería conocer los planes de los pañeros y los sastres, saber si pensaban buscar otros tintoreros. Oswald envió sus paños a Londres, pero atacaron sus carros y le robaron. Oswald había comentado sus intenciones a vuestro padre y éste se lo había contado al sumo sacerdote: De Belem.
—El paño robado está en los almacenes de De Belem en Milne Street, por si tenéis alguna duda —dijo Stanmore.
Tulyet suspiró y miró hacia donde sus hombres vigilaban a De Belem y a sus ayudantes en espera de que amaneciese. Tulyet no quería arriesgarse a viajar demasiado temprano por miedo a que los atacaran los bandidos.
—De modo que eso era todo —dijo—. La nota que recibí afirmaba que habían raptado a mi hijo para asegurarse de que no investigaría los gremios, pero en realidad lo que me impidieron investigar fueron los negocios de De Belem. Debería haberlo imaginado. Mi hijo fue raptado cuando empecé a investigar el robo del paño de sir Oswald. Para mí, el robo era mucho menos importante que los asesinatos de prostitutas, pero es evidente que para De Belem era lo primordial. Bueno, ahora ya lo hemos atrapado.
—Me asombra que todo esto estuviera tan bien organizado —dijo Stanmore echando un vistazo en derredor—. ¿Decís que Buckley oyó comentar que la mitad de los mercenarios estaban aquí y la otra mitad en Primrose Alley?
—¿Primrose Alley? —repitió Tulyet con viveza—. ¿Donde vivía Froissart?
—Froissart y su familia fueron de los pocos que sobrevivieron a la peste en Primrose Alley —explicó Bartholomew—. De Belem alojó allí a sus mercenarios porque había muchas casas vacías y porque allí nadie quería vivir si podía encontrar un sitio mejor. Seguramente el pobre Froissart descubrió algo incriminatorio. Huyó a la iglesia para pedir asilo no porque hubiera matado a su mujer, sino para escapar a De Belem. Esa noche, cuando cerraron la iglesia, Gilbert se ocultó en la cripta, de la que él tenía el único juego de llaves. Salió de su escondite, agarrotó a Froissart y esperó a que el «padre Lucius» fuera a ayudarle a ocultar el cadáver donde no lo pudieran encontrar. El padre Lucius era De Belem, claro está, y Gilbert fue quien le dejó entrar, no Froissart, como creyeron los guardias.
—Los guardias vieron a De Belem y lo describieron como un fraile con aspecto mezquino y la nariz grande —continuó Michael—. A De Belem, habituado a hacer uso de ardides para la brujería, no debió de resultarle difícil enmascarar su identidad ante unos guardias más interesados en los dados que en vigilar la iglesia, sobre todo tratándose de un hombre que llevaba un hábito de fraile con capucha.
—¿Gilbert está metido en todo esto? —preguntó Tulyet, atónito—. ¿El escribiente del rector? Enviaré un hombre a prenderlo antes de que se dé cuenta de que algo anda mal y escape.
—No será necesario —dijo Bartholomew—. ¿No os habéis dado cuenta de que jamás vemos a Janetta y a Gilbert juntos? Eso se debe a que son la misma persona.
—¿Qué? —exclamaron Michael, Tulyet y Stanmore al unísono. Michael continuó—: ¡Eso es ridículo, Matt! ¡Para empezar Gilbert tiene barba, y Janetta es una mujer! ¡Esa caída en casa de De Belem ha nublado vuestro juicio!
—Vayamos a comprobarlo —propuso Bartholomew—. Veréis que esa espléndida cabellera se suelta con un tirón.
—¡Hacedlo vos! —dijo su amigo con remilgos—. ¡Los monjes no tiran del pelo a las mujeres!
Bartholomew se acercó a la parte posterior de un pequeño carro donde se hallaba Janetta junto a De Belem, seguido de cerca por los otros. Janetta dedicó una falsa sonrisa a Bartholomew y él se la devolvió al tiempo que la cogía por los cabellos. La sonrisa de Janetta se borró e intentó apartarse.
—¡No! ¿Qué hacéis?
Bartholomew dio un tirón y Janetta soltó un chillido. La peluca estaba bien sujeta, de modo que tiró con más fuerza. La peluca se desprendió dejando al aire los finos cabellos rubios de Gilbert, aplastados contra la cabeza. De Belem permaneció imperturbable, mientras Gilbert, a duras penas reconocible sin la barba, escupía y se debatía.
—¿Cómo lo habéis sabido? —preguntó un atónito Tulyet.
—Porque le peluca puede que nos engañara a nosotros, pero no a las prostitutas de la ciudad —explicó Bartholomew—. Matilde me dijo que Janetta llevaba peluca. Yo la miré más de cerca cuando hablé con ella en el cementerio de St Mary y comprobé que tenía razón. Y me asombró que una mujer, a la que obviamente preocupaba su apariencia, no se molestara en ocultar las cicatrices del rostro con los espesos polvos que llevaba en las mejillas.
—Eso no le sería fácil —dijo Tulyet pensativamente—. Mi mujer tiene una marca en el cuello que no le gusta mostrar. Cuando no se la puede tapar con la ropa, se aplica polvos, pero es un proceso muy largo. Si Janetta necesitaba hacer una súbita aparición, no tendría tiempo para eso. Mejor mostrar abiertamente las cicatrices desde el principio, que intentar ocultarlas y tener que dejarlas a la vista en un momento inconveniente.
—También reparé en que los cabellos de Janetta le ocultaban parcialmente el rostro cuando me hablaba a mí, pero no cuando hablaba a los hombres. El motivo era que yo conocía a Gilbert, y tomaba precauciones para que yo no lo reconociera. Sin embargo, me he asegurado de que estaba en lo cierto cuando lo he atrapado antes en la iglesia. ¡No hacía falta ser médico para darse cuenta de que la persona que sujetaba no era una mujer!
—Cuthbert llamó la atención sobre el hecho de que la mujer de la tumba de Nicholas tenía poco pelo —continuó Michael—. Murió hace un mes, exactamente en el momento en que aparecía Janetta con su exuberante cabellera negra.
—La amante de Nicholas —dijo Stanmore—. ¿La mataron por sus pelucas, entonces?
Bartholomew se quedó perplejo. Era una posibilidad que no había considerado.
—No —contestó Michael en su lugar—, la mataron por algo mucho más serio. La mujer tenía los cabellos finos y rubios, igual que Gilbert.
El monje miró a Gilbert, que no quiso mirarle. El médico soltó una exclamación cuando se aclaró de repente la relación entre Gilbert y la muerta.
—¡Era su hermana! —dijo—. También era pequeña como él. Menuda de hecho.
—Sí, su hermana —dijo Michael sin apartar los ojos de Gilbert—. Janetta de Lincoln no era un personaje ficticio, ¿verdad? Era vuestra hermana, a la que llamasteis de Lincoln para que os ayudara en el plan de De Belem. Sabíais que Nicholas estaba trabajando en un libro, y que éste podía contener información peligrosa o perjudicial para vos. Janetta se granjeó el afecto de Nicholas para averiguar qué había descubierto exactamente. Cuthbert nos dijo que Nicholas estaba muy enamorado, y que la mujer parecía corresponder a sus sentimientos, de modo que quizá el amor la desvió de su propósito y por eso la asesinaron.
—Y por eso Gilbert robó su cuerpo de la cripta —añadió Bartholomew—. Espero que ahora descanse en paz en algún otro lugar, sin la profanación de aquella horrible máscara.
—Jamás podréis probar nada, salvo que en ocasiones asumía otra identidad —dijo Gilbert con una media sonrisa.
—No importa —dijo Tulyet, encogiéndose de hombros—. Tenemos pruebas suficientes para colgaros. Lo que averigüemos ahora no cambiará el resultado. Podemos probar dos casos de rapto y la práctica de brujería.
—Jamás hemos practicado brujería —protestó De Belem—. Todo lo que hemos hecho tenía una explicación racional; no era más que una broma inofensiva. No es culpa mía que la gente se asustara. No hemos matado a nadie y todas mis propiedades las he adquirido legalmente. Mi abogado, Piers Hesselwell, lo atestiguará. No tenéis pruebas, sólo una serie de suposiciones infundadas. Tengo amigos poderosos en la ciudad y en la corte. No me colgaréis.
Bartholomew tuvo la estremecedora sensación de que De Belem podía tener razón. Tenía pruebas definitivas: el hijo de Tulyet en casa de De Belem, el rapto de Buckley y el paño robado de Stanmore, pero era todo tan complejo que supuso que un buen abogado podría hallar explicaciones alternativas que los poderosos amigo de De Belem preferirían a la verdad. Se alejó, pues hallaba insoportable el modo en que éste se regodeaba en su confianza. Le dolía todo el cuerpo por la larga cabalgada y la tensión empezaba a pesarle en las sienes.
Tras una de las hileras de casas discurría un pequeño arroyo. Bartholomew se acuclilló en la orilla para echarse agua en la cara. Oyó un ruido a su espalda y se dio la vuelta, pensando que podía ser uno de los hombres de De Belem que aún rondara por allí libre, pero se relajó al ver que era Michael.
—El padre Lucius tiene potaje para nosotros —dijo Michael—. Venid. Tenemos que meternos algo caliente en el cuerpo si queremos mantenernos en pie el resto del día.
Bartholomew siguió a su amigo hasta la pequeña casa del sacerdote junto a la iglesia. Consistía apenas en una única estancia con un cobertizo para animales en la parte de atrás, pero la paja que cubría el suelo estaba limpia y la sencilla mesa de madera que ocupaba el centro de la habitación se había quedado casi blanca de tanto frotarla. Ambos amigos se sentaron en un banco. Stanmore se encontraba allí sorbiendo caldo de un cuenco de cerámica. Lucius depositó otros cuencos sobre la mesa y Bartholomew cerró los dedos alrededor de uno de ellos, agradeciendo el calor después del agua fría del arroyo.
—De Belem tiene razón, ¿sabéis? —dijo a los otros—. Un buen abogado dará la vuelta a las pruebas que poseemos, sobre todo si el tribunal está lleno de sus poderosos amigos.
—No hay abogado tan bueno —opinó Stanmore, meneando la cabeza—. Además, yo también contrataré uno. Fue mi paño el que robó y mi hombre al que asesinó para robarlo. Por la memoria de Will que no permitiré que salga librado.
—Pero no podemos probar que matara a las prostitutas —dijo Bartholomew—. De Belem afirmará que él no mataría a su propia hija, ni a su querida.
—Pero sabemos que mataron a Janetta —repuso Michael—. Y todas las mujeres murieron por heridas en la garganta, igual que ella. Son demasiadas coincidencias.
—Pero las otras tenían un círculo en el pie y no podemos demostrar que Janetta también lo tuviera —dijo Bartholomew—. Y en realidad tampoco podemos demostrar que mataran a Janetta. No tenemos testigos, ni pruebas irrefutables.
—Aún no acabo de comprender todo esto —dijo Stanmore—. Las piezas encajan, pero no consigo ver el conjunto.
—Deberíamos aclararlo —dijo Michael—. Habíamos deducido tantas cosas que han demostrado ser falsas que necesitamos comprobar si ahora estamos todos de acuerdo.
Bartholomew hizo una mueca. Estaba cansado y, al igual que a Stanmore, se le escapaba la visión global del asunto. Había piezas que no acababan de encajar; no estaba seguro de tener la mente lo bastante lúcida como para analizarlas debidamente. Tomó un sorbo de potaje y estuvo a punto de atragantarse cuando Michael le dio una palmada de aliento en la espalda.
—Empecemos desde el principio —dijo animadamente, haciendo que el médico se preguntara de dónde sacaba la energía el gordo monje—. Tenemos que remontarnos en el tiempo hasta mucho antes de que se iniciara este asunto, a Lincoln, de donde proceden Gilbert y su familia. En Lincoln había un juez que castigaba los delitos menores desfigurando el rostro a los infractores. A Gilbert debieron de castigarlo, justa o injustamente, por un delito cometido mientras estaba allí visitando a su familia.
Hizo una pausa y su amigo recordó lo que Buckley le había contado en el patio de De Belem mientras esperaban a que Stanmore volviera con los caballos.
—Buckley recordaba que Gilbert regresó de Lincoln con barba porque se preguntó si también él podría dejársela para ocultar las llagas de la cara. Buckley se la dejó, pero le asombraba que la de Gilbert fuera tan poblada y la suya siempre tan rala. Claro que la barba de Gilbert tenía que ser falsa, porque no podía crecerle tanto con las cicatrices. Llevaba barba postiza para ocultar las cicatrices que lo señalaban como delincuente.
—Bueno, nadie sospecharía que Janetta y él fueran la misma persona mientras Gilbert llevara barba —dijo Stanmore.
—Entonces llegamos al libro —dijo Michael, tendiendo su cuenco a Lucius para que le sirviera más potaje—. El rector había encargado a Nicholas que escribiera una historia sobre los acontecimientos referentes a la universidad que quedaría para los futuros académicos. Tal como nos explicó el rector, el libro contenía información que podía resultar embarazosa en ciertos círculos. No sólo involucraba a miembros de la universidad, sino a personas de la ciudad con las que los académicos tenían tratos. Al parecer Nicholas se tomó su trabajo en serio. Ingresó en el gremio del Advenimiento para averiguar cuanto pudiera, e incluso lo eligieron sumo sacerdote.
—Cuando De Belem se enteró por Gilbert de que Nicholas estaba escribiendo el libro —dijo Bartholomew, siguiendo el hilo—, se puso nervioso. Hicieron venir de Lincoln a la hermana de Gilbert para que se ganara el efecto de Nicholas y descubriera qué sabía.
—Pero Cuthbert dijo que Janetta y Nicholas parecían felices juntos —continuó Michael—. Janetta no dijo a De Belem y a su hermano lo que éstos querían saber, y es posible que incluso diera información sobre ellos a Nicholas. Y aquí nos quedamos encallados. ¿Qué ocurrió después?
Bartholomew sopesó la respuesta sonriendo a Lucius, que le llenaba de nuevo el cuenco. Stanmore miraba a uno y a otro, expectante.
—Bueno, ¿qué sabemos? —dijo Bartholomew—. Según Cuthbert, Nicholas creía que su vida corría peligro, de modo que simuló su muerte. De Belem debió de amenazarle de algún modo. Al parecer Nicholas creyó que sólo estaría seguro si lo suponían muerto. Si él y Janetta se querían tanto como cree Cuthbert, lo más probable es que ella le ayudara a ejecutar el plan.
—¡Y sabemos cómo! —exclamó Michael de repente—. Gilbert pudo cambiar el cuerpo de Janetta por el de Nicholas ayer, porque es el único que tiene las llaves de la cripta. Janetta, que sin duda vivía con Gilbert, le robaría las llaves e iría a liberar a Nicholas, que estaba encerrado en la cripta. De lo contrario, ¿cómo habría podido escapar de la iglesia manteniendo el secreto de que seguía vivo?
—Gilbert debió de sospechar algo, o quizá se despertó y vio que las llaves habían desaparecido —dijo Bartholomew pensativamente—. La siguió hasta la cripta y vio que Nicholas estaba vivo.
—Pero y luego ¿qué? —preguntó Stanmore—. Un hombre pequeño como Gilbert no hubiera podido vencer a dos personas.
—Seguramente fue a buscar a De Belem —dijo Michael—. Nicholas y Janetta tenían que hacer que el ataúd pareciera lleno. Eso les llevaría un rato, dando tiempo a Gilbert de ir en busca de su compinche. Luego debió de producirse una pelea en la que Janetta resultó muerta y Nicholas escapó.
—¿Y por qué la máscara? —preguntó Stanmore—. ¿Por qué enterraría Gilbert a su hermana de esa manera?
—Quizá ella la llevaba para ocultar el rostro cuando fue a buscar a Nicholas —sugirió Michael.
—No —dijo Bartholomew—. Creo que la llevaría De Belem para asustar a Nicholas cuando Gilbert fue a buscarle. Lo más probable es que quisiera aterrorizar a Nicholas para que le dijera qué había en el libro antes de matarlo. La máscara era grande; quizá ya había amanecido cuando Janetta murió y Nicholas se dio a la fuga. Seguramente se la colocaron a Janetta sólo para librarse de ella, para que De Belem no tuviera que caminar por las calles con ella a cuestas, ni Gilbert esconderla en la iglesia.
—Y De Belem debió de conseguir alguna información de Nicholas antes de que pudiera huir —dijo Michael, asintiendo—, porque sabía que había algo importante en el libro. De Belem contrató entonces a un ladrón profesional para que lo robara. Gilbert no podía hacerlo porque tenía las llaves de la iglesia, pero no del arcón, y ya sabemos lo que le ocurrió al fraile.
—Comprendo —dijo Stanmore—. Pero ¿por qué molestarse con el pobre Buckley?
—Sabemos que De Belem y varios de sus mercenarios fueron a raptar a Buckley al mismo tiempo que el fraile intentaba robar el libro —explicó Bartholomew—. Se lo llevaron todo de su habitación para que pareciera que había huido de la ciudad tras cometer alguna fechoría: el robo del libro. Pero el plan fracasó porque el fraile se hirió el dedo con el candado y murió.
—Sospechamos que Gilbert fue a ver qué le ocurría al fraile, lo encontró muerto y lo metió en el arcón en un momento de pánico —dijo Michael—. El fraile tenía instrucciones de robar todo el libro, porque De Belem no sólo quería información sobre sí mismo, sino que gustaba de conocer los secretos de los demás. Sabemos que hizo preguntas a Tulyet padre y a Hesselwell; quería información para poder usarla contra los demás.
»Presa del pánico porque el plan se había desbaratado, Gilbert no robó el libro entero, como hubiera hecho el fraile, sino sólo las partes que se referían a él mismo y a De Belem. Obviamente el rector no consideraba esas partes importantes porque no las echó en falta. Pero De Wetherset quitó luego las partes que sí consideraba importantes, distorsionando así las pruebas. Gilbert se había llevado lo referente a De Belem, por lo que no quedaba nada que arrojara luz sobre el asunto y a todos nos pareció que Buckley no tenía motivos para huir y llevarse sus pertenencias.
—Buckley me dijo que creía que algo había salido mal, y que él era un problema para De Belem —explicó Bartholomew—. De Belem lo mantenía prisionero hasta que se le presentara la oportunidad de usarlo o de matarlo para continuar con sus planes.
—Bien —dijo Michael, inclinándose para mirar el cuenco de Bartholomew por si había dejado algún resto de comida—. Janetta murió por una herida en la garganta, a Froissart lo agarrotaron y a Nicholas también. Se trata de un método de ejecución poco común y todos estamos seguros de que los mató la misma persona. Sabemos que Gilbert mató a Froissart porque tenía las llaves de la cripta y pudo ocultarse allí sin que lo vieran cuando cerraron la iglesia.
—A la mujer de Froissart la agarrotaron —dijo Stanmore—. Me lo dijo uno de mis hombres.
Los cuatro hombres guardaron silencio. Lucius miraba a los otros con espanto ante tamaña maldad.
—Así pues —dijo Bartholomew—, Gilbert mató a su hermana cuando descubrió que pensaba huir con Nicholas; mató a Froissart cuando éste descubrió alguna cosa en Primrose Alley; mató a la mujer de Froissart para que pareciese que Froissart había pedido santuario por haberla matado; y mató a Nicholas cuando éste tuvo el coraje necesario para regresar a Cambridge en busca de Janetta.
—Gilbert ha de ser también el asesino de prostitutas —dijo Stanmore—, porque les cortaron la garganta.
—Frances no era una prostituta —repuso Bartholomew—. Sus últimas palabras, que su asesino no era un hombre, debían referirse a que era Janetta. No era un hombre enmascarado, sino la misteriosa mujer que quizá había visto entrar y salir de la casa de su padre por la noche. ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué? —dijo Michael—. ¿Qué se os ha ocurrido?
—Boniface —contestó Bartholomew. Los otros lo miraron sin comprender—. Frances citó a Boniface en el huerto porque tenía algo que decirle. El la estuvo esperando, pero Frances no acudió. Yo creía que iba a decirle algo personal, pero debía de querer hablarle sobre las cosas extrañas que había visto en casa de su padre: el niño llorando por la noche; pájaros y murciélagos en el desván; una habitación siempre cerrada donde mantenía a Buckley cautivo. Supongo que ella creyó que, siendo fraile, Boniface podría pedir ayuda a los demás franciscanos y hacer averiguaciones. Quizá se había enterado incluso de que su padre estaba metido en el gremio y temía que corriera peligro. Gilbert adivinó lo que pensaba hacer, la siguió disfrazado de Janetta y la mató en Michaelhouse.
—Parece lógico —admitió Michael—. Seguramente le preocupaba cada vez más que su padre perteneciera a un aquelarre. Quizá el otro problema fue la gota que colmó el vaso y ya no pudo resistirlo más.
—¿Qué problema? —preguntó Stanmore.
—Nada que pueda preocuparle ya —respondió Michael rápidamente y con expresión contrita por su falta de discreción, al captar la mirada de Bartholomew.
—Las heridas de Janetta, Frances, Isobel y Fritha no eran iguales —dijo éste pensativamente—. A Isobel y Fritha les cortaron la garganta; a las otras se la acuchillaron.
—Es lo mismo —dijo Stanmore, mirando a su cuñado con repugnancia—. Además, todas tenían círculos de sangre en el pie. Es evidente que De Belem no mataría a su propia hija y a su querida. Me pregunto si sabe que Gilbert es el asesino.
—No es posible —negó Bartholomew—, de lo contrario no nos habría pedido que investigáramos sus muertes. Fue Gilbert disfrazado de Janetta quien nos advirtió que no siguiéramos investigando, una vez en Primrose Alley y otra en el cementerio. Fue Gilbert quien ordenó a Hesselwell que dejara la cabeza de macho cabrío en la habitación de Michael afirmando que era la voluntad del sumo sacerdote. Y fue Gilbert quien ordenó a Hesselwell que untara la puerta trasera de Michaelhouse de una sustancia volátil. Sabía que nosotros usábamos esa puerta de noche y quería prenderle fuego en una de tales ocasiones. Aunque no saliéramos heridos, sabríamos que se trataba de una advertencia. Mientras tanto, De Belem intentaba disuadirnos de investigar los gremios, pero nos animaba a buscar en otra parte. Sin duda cree que los asesinatos no tienen nada que ver con sus negocios.
—Pero él es el sumo sacerdote que afirmó que habría otra muerte —dijo Michael—. ¡Tiene que saberlo!
Bartholomew guardó silencio, intentando desenredar la maraña de hechos.
—Bueno —empezó con tono vacilante—, sabía que Tulyet no investigaría la muerte de Frances porque la nota de chantaje del propio De Belem lo tenía atado de pies y manos. Si quería que se hallara al asesino, tendría que pedir a otros que investigaran. Hizo que Hesselwell recorriera las calles de noche. Nos instó a investigar a nosotros, y luego, en la reunión del gremio del Advenimiento de esa noche, emplazó al asesino a actuar de nuevo, esperando que saliera a la luz. No recibió ninguna nota del asesino afirmando que pertenecía al gremio de la Santísima Trinidad. Eso fue un ardid para convencernos de que le ayudáramos, al tiempo que se aseguraba de que no empezaríamos por indagar en los aquelarres.
—Quizá cree realmente que el asesino pertenece al gremio de la Santísima Trinidad —dijo Michael—. Si Gilbert tiene sentido común, él mismo habrá alentado esa suposición para protegerse. —Se estremeció—. Me alegro de que Gilbert y De Belem se mintieran el uno al otro igual que engañaban a los demás —añadió.
—Todo me parece muy lógico —dijo Lucius, rascándose la cabeza—, excepto el motivo por el que Gilbert adoptó la identidad de su hermana.
—Buckley me dijo que De Belem empezaba a perder el control sobre sus mercenarios —explicó Bartholomew con el entrecejo fruncido—. Necesitaba ayuda. Gilbert no podía arriesgarse a entrar en Primrose Alley como tal, pero podía dominar a los mercenarios como Janetta, la enigmática mujer que tanta curiosidad produjo entre las prostitutas de la ciudad.
—¡Y todo esto para que De Belem mantuviera el monopolio sobre el negocio del tinte! —exclamó Lucius meneando la cabeza.
—Sería un negocio de lo más lucrativo —dijo Stanmore apretando los dientes—. Sería el dueño y señor de vastas propiedades. —Se dio la vuelta para mirar por la ventana—. El sol brilla ya, y deberíamos ponernos en camino antes de que se ponga.
Agradecieron a Lucius su hospitalidad y se encaminaron al lugar donde Tulyet organizaba la escolta para el carro de los prisioneros. De Belem los miró con una sonrisa burlona, pero Gilbert se acurrucaba en un rincón con aire asustado. Michael se dirigió a ellos.
—Lo hemos deducido todo —dijo—. Sabemos que Gilbert mató a su hermana, luego a Froissart y a su mujer, y luego a Nicholas. Sabemos que los aquelarres no eran más que una fachada para ocultar vuestro imperio mercantil a las miradas curiosas, y para aseguraros de que esta pobre gente seguía trabajando para vos a cambio de salarios irrisorios.
—Podéis pensar lo que queráis —dijo De Belem, encogiéndose de hombros—, pero no conseguiréis probar nada.
—¡Impuestos! —exclamó Stanmore—. ¡Uno de los motivos por los que habéis mantenido en secreto el volumen de vuestro negocio es que no pagáis los impuestos correspondientes al rey!
De Belem palideció, pero no dijo nada. Stanmore se frotó las manos.
—El viejo Richard Tulyet tiene buen ojo para los números. Solicitaremos al rey que nos permita evaluar cuánto le habéis defraudado en impuestos. Estoy seguro de que nos dará su permiso de buen grado. ¡Entonces el gobernador os acusará de traición!
—¿Por qué matasteis a vuestra hermana, Gilbert? —preguntó Barholomew, esperando conseguir con afabilidad lo que tal vez no descubrirían jamás por la fuerza.
—No te dignes contestar —dijo De Belem con aspereza—. No pueden probar nada.
—Podemos probar que Gilbert mató a Froissart —dijo Michael—. Y lo colgarán. ¿Es eso lo que deseáis, Gilbert, colgar de una soga mientras De Belem queda libre?
—Me traicionó —dijo Gilbert en voz baja. De Belem intentó abalanzarse sobre él, pero lo sujetaron dos de los hombres de Tulyet.
—¡No digas nada, estúpido! Puedo contratar abogados que ridiculizarán sus débiles argumentos.
—Ahora que no tenéis azafrán, no tenéis nada. Ya no os servirán ni trucos ni mentiras.
De Belem intentó ponerse en pie, pero los soldados lo retuvieron con firmeza. Gilbert continuó sin hacerle caso.
—No pretendía matarla. Tenía el cuchillo en la mano. Estaba fuera de mí, y cuando me di cuenta, yacía a mis pies. Me arrepiento de todo corazón. Nicholas aprovechó la oportunidad y escapó.
Dedicó a Bartholomew una leve sonrisa.
—Os oí decir a maese De Wetherset que habían profanado el ataúd de Nicholas porque querían que lo encontraran. Nada más lejos de la verdad. Jamás quise que lo encontraran. Puse todo mi empeño en disuadir al rector de que se llevara a cabo la exhumación, y moví la marca para que cavarais en otra tumba. Pero todo fracasó y al final ella quedó expuesta a la curiosidad general. No quería que la enterraran de nuevo en el lugar profano por aquella máscara —dijo lanzando una mirada desafiante a De Belem—. La enterré en otro lugar. Jamás os diré dónde, porque no quiero que volváis a perturbar su descanso.
Bartholomew esperaba que nadie tuviera semejante intención. No deseaba realizar más exhumaciones.
—¿Y a Froissart y Nicholas?
—Marius Froissart irrumpió en mi casa cuando me quitaba la barba —dijo Gilbert—. Por su expresión comprendí que me había reconocido. Huyó a la iglesia. Le seguí y le dije que mataría a su familia si no guardaba silencio. Maté a su mujer, hice correr el rumor de que la había asesinado Froissart y lo maté a él esa misma noche. Lo de Nicholas fue más fácil. Vino a la cripta para ver el cadáver de Janetta y allí lo maté.
—¿Y por qué matasteis a Frances? —preguntó Bartholomew.
—¿Frances? —susurró De Belem con el rostro demudado.
—Sabía demasiado —respondió Gilbert—. Estaba a punto de revelarlo todo cuando la maté.
—¿Tú mataste a Frances? ¿A mi hija?
—¡Sí! —gritó Gilbert—. La maté. Lo hice por el azafrán. Creedme, Reginald, en cuanto ese fraile con cara de zorro se hubiera enterado, poco habría tardado el secreto en hacerse público y lo hubiéramos perdido todo.
—¿Cómo pudiste...? —dijo De Belem—. ¿Por qué no me contaste lo que iba a hacer? Yo hubiera hablado con ella. ¡Ella me quería!
—¿Como Isobel? —replicó Gilbert irónicamente.
—¿También la mataste tú? —preguntó De Belem con rostro ceniciento.
—No. Aunque no me cabe duda de que me acusarán de haberlo hecho. Yo no toqué a las prostitutas.
—¡Pero acabáis de confesar que matasteis a Janetta y a Frances! —dijo Stanmore.
—Pero no maté a las otras —dijo Gilbert, alzando las manos con grilletes—. Tal vez lo hiciera De Belem. Fue él, como sumo sacerdote, quien anunció un nuevo asesinato. ¿Cómo pudo saber que se producirá si no es él el asesino?
—No lo soy —dijo De Belem apartando la vista.
—¡Tonterías! —dijo Michael—. ¡Gilbert hizo correr el rumor de que Froissart era el asesino porque el asesino era él! Ha confesado que mató a Frances, y ella tenía un círculo en el pie igual que las otras.
—Vi la marca en las prostitutas —dijo Gilbert— y la copié. Fue el sumo sacerdote quien las mató.
—Ya no me importa lo que piensen los demás —repuso De Belem, mirándole con frialdad—, ahora que sé que van a colgar al asesino de mi hija. —Soltó una breve carcajada—. Yo creía que había sido el gremio de la Santísima Trinidad como castigo por pertenecer a los aquelarres. ¡No imaginaba que había sido mi socio! Predije una nueva muerte porque ha llegado el momento. Excluyendo a Janetta, a la que mató Gilbert, se ha cometido un asesinato cada diez días más o menos.
Los diez días desde la muerte de Isobel están a punto de expirar.
—No importa quién de los dos sea el asesino, os colgarán a ambos —dijo Tulyet con impaciencia, y ordenó a sus hombres que se pusieran en marcha de vuelta a Cambridge. No podían perder más tiempo charlando. Bartholomew y Michael contemplaron la partida.
—¿Le creéis? —preguntó Bartholomew.
—No —respondió Michael—. De Belem sólo intenta confundirnos. Nos mintió en el jardín del Descarado George, ¿por qué no iba a mentirnos ahora? Y Gilbert ha confesado que mató a Janetta y a Frances. Sabemos por qué murió el fraile y cómo, hemos descubierto quién mató a Froissart y Nicholas, y hemos rescatado a Buckley. Hemos hecho todo lo que De Wetherset exigía de nosotros. —Se frotó los ojos cansados—. Todo ha terminado para nosotros, Matt.
—Os equivocáis, hermano —dijo Bartholomew en voz baja—. Este asunto no ha terminado aquí.