Capítulo 10
Michael resoplaba caminando junto a Bartholomew de camino a Milne Street, mientras al otro lado Cynric se deslizaba como un gato entre las sombras.
Bartholomew esperaba que Stanmore no se hubiera ido aún a casa, y le alivió ver luz en uno de sus almacenes. Encabezó la marcha para atravesar el patio y encontró a su cuñado supervisando las últimas balas de paño recién llegadas de los Países Bajos con un par de exhaustos empleados. Stanmore sonrió a los inesperados visitantes, despidió a sus hombres con un ademán y se limpió las manos en la túnica.
—Paño teñido de Flandes —dijo, dando unas palmadas en una de las balas con satisfacción—. Excelente calidad. Eso demuestra que en los tiempos que corren es mejor usar las gabarras que las carreteras.
—¿Tenéis algo en negro? —preguntó Bartholomew, mirando en derredor.
—Tengo lana negra. ¿Para qué la queréis?
—Para un hábito benedictino.
Stanmore frunció el entrecejo y miró el hábito de Michael.
—No tengo nada apropiado en el almacén —dijo—. Tendría que mandar la tela a teñir. ¿Cuándo lo necesitáis?
—Dentro de dos días —respondió Bartholomew.
Michael miraba a uno y a otro con perplejidad.
—No necesito otro hábito —dijo—. Ya tengo dos.
Bartholomew se acercó al rincón donde Stanmore guardaba sus herramientas y un cubo pequeño con tinte rojo para marcar las balas de tela cuando llegaban. Cogió la brocha del cubo y salpicó a Michael, que contempló con espanto el reguero de gotas rojas sobre su hábito negro. Stanmore miró a Bartholomew como si se hubiera vuelto loco y se dirigió hacia la puerta.
—Ahora sólo tenéis uno —dijo Bartholomew—. Pero no es lo bastante bueno para asistir a los exámenes de vuestros alumnos dentro de dos días. El obispo también acudirá, y ya sabéis lo presumidos que son los benedictinos. Es una pena que no hayáis tenido más cuidado en el taller de Oswald, justo cuando acababa de deciros que no dispone de paño negro.
Michael alzó la vista lentamente, brillando sus ojos verdes al comprender el plan del médico.
—Es esencial que consigamos el paño esta noche —dijo—, o no tendré el hábito a tiempo.
Stanmore siguió mirándolos con asombro.
—Podría comprarle a Reginald de Belem —dijo—. Él siempre tiene un montón de paño negro teñido, listo para vendérmelo.
—Apuesto a que sí —bromeó Bartholomew—. ¿Qué creéis que haría si le pidiéramos que nos lo vendiera esta noche?
—Como buen mercader, supongo que intentaría complacer a un cliente. —Stanmore miró a su cuñado con suspicacia—. Esto tiene que ver con el asunto de los gremios, ¿verdad? —dijo.
Bartholomew asintió.
—Parece que De Belem tiene un papel más importante de lo que pensábamos en todo esto. Necesitamos entrar en su casa. Una vez dentro lo distraeremos mientras Cynric echa un vistazo.
El rostro moreno de éste se iluminó por la excitación, pero Bartholomew sintió una punzada de remordimiento por implicar a su asistente en algo peligroso una vez más. Esperaba que la información de Tulyet fuera exacta. Tan sólo el hecho de que Isobel afirmara haber oído a un niño le impulsaba a actuar. Dado que hacía sólo unos días que habían matado a Isobel, posiblemente el niño aún estaba vivo. Quizá no le habían vuelto a oír sencillamente porque lo habían trasladado a otra habitación de la gran casa de De Belem. Sin embargo, en el fondo de su mente, le corroían las dudas con respecto a hechos que no encajaban: la hija de De Belem había sido asesinada, la medicina calmante que el sumo sacerdote del gremio del Advenimiento había entregado a Hesselwell era de Buckley, y De Belem había solicitado con desesperación a Bartholomew que investigara los asesinatos. No obstante, otros hechos apuntaban claramente a la culpabilidad de De Belem: los pájaros y murciélagos en su casa; el asesinato de Isobel después de que ésta los descubriera, aunque demasiado tarde para impedir que hablara; el niño llorando en su casa; y la mancha de tinte en la nota de chantaje. Era evidente que De Belem tenía algo que ver, pero el médico seguía sin convencerse de que fuera el sumo sacerdote.
—Esto no será ilegal, ¿no? —preguntó Stanmore con nerviosismo.
—De Belem ya ha quebrantado la ley —dijo Michael—. Intentamos evitar que vuelva a hacerlo.
Hizo un resumen de lo que les había contado Tulyet y añadió un par de especulaciones por su cuenta. Stanmore cogió la capa que había dejado sobre una bala de paño.
—Bueno, veamos si maese De Belem nos vende lo que necesitamos —dijo. Vio que Bartholomew vacilaba—. Vuestra excusa parecerá más convincente si os acompaño. Y la presencia de otro hombre no causará ningún perjuicio.
Abandonaron el negocio de Stanmore y llamaron a la puerta de la casa de De Belem, en la que no había ruidos ni luces y tenía todos los postigos cerrados. Por un momento Bartholomew pensó que habían estropeado el hábito de Michael para nada y que De Belem no estaba en casa, pero al final oyeron pasos y éste en persona abrió la puerta. Cuando los vio, un destello de esperanza brilló en sus ojos.
—¿Lo sabéis? ¿Sabéis quién mató a Frances?
—Todavía no —respondió Stanmore sacudiendo la cabeza—. Hemos venido por otro asunto.
Se hizo a un lado para señalar a Michael. El ceño perplejo de De Belem se demudó en sonrisa cuando vio las manchas rojas en el hábito del monje, y se inclinó para examinarlo.
—Puedo volver a teñiros el hábito y no se notarán las marcas —dijo—. De ese modo os ahorraréis comprar un nuevo paño a maese Stanmore y lo que os cobraría un sastre por hacerlo. Traédmelo mañana. —Sin hacer caso de la mirada indignada de Stanmore, se dispuso a cerrar la puerta.
—Necesito que me lo tiñáis esta noche —urgió Michael—. Éste es mi mejor hábito y quiero llevarlo en los exámenes de mis alumnos.
—No puede teñirse esta noche, hermano —repuso De Belem, intentando razonar—. Todos los aprendices se han ido a casa, y se han apagado los fuegos bajo las cubas de teñir. Volved mañana al alba. Será lo primero que haga.
—Yo mismo encenderé los fuegos —ofreció Michael, metiendo un pie en la puerta—, si lo teñís esta noche.
Pese a su reticencia a perder un cliente, De Belem empezaba a perder la paciencia.
—Sir Oswald, decidle al hermano que no es tarea fácil encender los fuegos bajo las cubas, y que si iniciáramos el proceso ahora, estaríamos aquí toda la noche. No puedo ayudaros, hermano.
—¿Tenéis paño teñido, pues? —insistió Michael. A Bartholomew le impresionó la tenacidad del monje. De Belem suspiró con resignación.
—Sí, tengo paño negro para la abadía de Ely. Será más caro, pero satisfará vuestro deseo de tenerlo esta noche. Os lo venderé.
Le siguieron al interior de la casa.
—¡Se está excediendo! —siseó Stanmore a Bartholomew—. No está autorizado para vender paño, sino sólo para teñirlo. ¡Y encima tiene la cara dura de venderlo en mi presencia!
El médico siguió a Michael, dejando la puerta entreabierta para que Cynric pudiera meterse a escondidas. Stanmore entró también, rezongando aún para sí.
—Si hubiera otros tintoreros en la ciudad esto no pasaría. Ese hombre cree que puede hacer lo que le plazca ahora que tiene el monopolio. No es de extrañar que el comercio de la pañería esté por los suelos, si tenemos que trabajar a menor precio que De Belem.
Bartholomew le acalló con la mirada, pero Stanmore hervía de indignación. Siguieron a De Belem por un largo pasillo hasta una puerta que conducía directamente al patio. Allí se alzaban dos edificios de madera. El más pequeño, a juzgar por el olor y el suelo manchado del exterior, era el cobertizo de teñir, mientras que el otro se usaba para secar y almacenar. De Belem se sacó unas llaves del cinturón y abrió la puerta del almacén. Junto a la puerta había una antorcha preparada, que encendió para buscar el paño. El almacén despedía un insoportable olor a las plantas y productos utilizados para los tintes.
Bartholomew se quedó fuera, mirando hacia la casa al otro lado del patio. Sólo había luz en una de las ventanas, pero vio pasar una figura. Se preguntó quién podía ser. De Belem vivía solo desde que mataron a su hija. Quizá se había buscado otra prostituta. Sintió un nudo en el estómago. Esperaba que no fuera así, pues de lo contrario, la mujer correría un grave peligro.
Se alejó lentamente del almacén al oír que Stanmore iniciaba una discusión con De Belem, primero por el precio y luego sobre cuál era el mejor paño para lo que necesitaba el hermano Michael. De Belem empezaba a exasperarse con aquellos clientes tardíos y Bartholomew comprendió que no los toleraría por mucho más tiempo. De repente le entró el miedo de que no consiguieran distraerle el tiempo suficiente para que Cynric registrara la casa, o peor, que Cynric se quedara dentro cuando ellos se fueran.
Tomando una rápida decisión, corrió por el patio hasta la casa y empezó a trepar por unos grandes cajones de embalaje que estaban apilados contra el muro. La casa no estaba tan bien construida en la parte de atrás como por delante, y pudo trepar aún más alto gracias a los maderos mal encajados que sobresalían del yeso. Consiguió así llegar a la ventana iluminada, e hizo un gesto de disgusto cuando resbaló y sus pies rascaron la pared. Se aupó aferrándose al alféizar y miró por la ventana abierta en el preciso instante en que Janetta de Lincoln se asomaba para ver qué había producido el ruido.
Se miraron en silencio por unos instantes, luego Janetta echó la cabeza hacia atrás y dio un chillido. Alguien que estaba sentado de espaldas a la ventana se puso en pie de un salto y giró en redondo. Bartholomew sufrió una segunda conmoción al reconocer al desaparecido Evrard Buckley. Oyó entonces un grito en el almacén y se volvió para ver a De Belem salir corriendo y cerrar la puerta. Algo golpeó contra la puerta por el otro lado cuando De Belem la atrancaba con una gruesa barra.
Éste vio a Bartholomew y echó a correr hacia él. Frustrado, el médico lanzó una maldición. ¿Cómo habían dejado Stanmore y Michael que De Belem los encerrara en el almacén? Janetta intentaba separarle los dedos del marco de la ventana y también notó que De Belem le agarraba por los pies.
—¡Michael! —chilló, pataleando con tanta energía que estuvo a punto de caerse.
Janetta cogió una pesada jarra de la mesa y la alzó torpemente para lanzársela a Bartholomew a la cabeza. Éste se agachó, intentando al mismo tiempo mantener los pies fuera del alcance de De Belem, vagamente consciente de que Buckley cogía algo de la cama. Oyó un débil gemido y comprendió que se trataba del hijo de Tulyet. Janetta soltó un grito de furia y arrojó la jarra contra Bartholomew. Luego se dio la vuelta para seguir a Buckley hasta la puerta. En ese momento la puerta se abrió de golpe y apareció Cynric jadeante.
—¡Cynric! ¡El bebé! —le gritó Bartholomew.
De Belem había conseguido cogerle una pierna y tiraba de ella con todas sus fuerzas. Bartholomew no pudo más. Cuando ya sus dedos se deslizaban por el alféizar, vio a Janetta y a Cynric enzarzados en una furiosa pelea. Finalmente se soltó del alféizar y se encontró volando por los aires.
De Belem amortiguó su caída. Ambos quedaron tendidos unos instantes, aturdidos por el golpe, hasta que Janetta gritó.
—¡Tienen al bebé!
De Belem se puso en pie con dificultad y corrió hacia la puerta de la casa. Bartholomew se lanzó sobre él y, agarrándole por las rodillas, le hizo caer de nuevo. De Belem se retorció para darse la vuelta y le dio un puñetazo en la sien dejándolo atontado. Bartholomew lo soltó y oyó cómo se alejaba a gatas. Vagamente oyó a Stanmore y Michael gritando en el almacén y a De Belem dando órdenes. Intentó levantarse para liberar al monje y a su cuñado, pero estaba mareado y las piernas no le respondían.
Se recuperó con el ruido de cascos, y vio que sacaban caballos de los establos. Consiguió incorporarse y vio a De Belem, que abría las puertas, saltaba a lomos de un caballo y salía a la calle seguido por Janetta. Oyó el golpeteo de los cascos alejándose. Alguien se dejó caer junto a él y vio que era Buckley sosteniendo torpemente al hijo de Tulyet.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Buckley con tono vacilante. Cuando Bartholomew cogió el bebé reparó en que las manos enguantadas del vicerrector estaban atadas—. Pensaba que no se acabaría nunca.
Bartholomew se concentró en el bebé. El hijo de Tulyet tenía fiebre, pero vivía. El médico sospechó que no le habían dado agua suficiente y comprobó que estaba débil. Eso explicaba por qué no le habían oído llorar. También estaba sucio. Lo palpó para cerciorarse de que no tenía ninguna herida. Mientras, Cynric salía de la casa tambaleándose y se dirigía al almacén. Levantó la tranca de la puerta y Michael y Stanmore salieron en tromba al patio, mirando alrededor.
—¡Maese Buckley! —exclamó Michael corriendo hacia él—. ¡Y tenéis al bebé!
Cynric cogió un cuchillo y cortó las ligaduras de Buckley.
—¡Tenía mi paño! —gritó Stanmore junto a él, fuera de sus casillas—. Esos ataques a mis carros no eran casuales. ¡Era De Belem! ¡Seguramente quería amedrentarme para que no enviara mi paño a teñir a otros tintoreros, así que decidió robar mis carros! ¡Debió de matar a Will también!
—Para distraerle he fingido tropezar y tirado unas balas —explicó Michael—. Detrás de ellas estaba escondido el paño robado de Oswald. Ha aprovechado nuestra sorpresa para salir corriendo y encerrarnos.
—Han huido —dijo Bartholomew, y su voz resonó en su dolorida cabeza—. Han montado a caballo y se han ido.
—Aún podríamos atraparlos —dijo Stanmore, mirando las puertas abiertas—. ¡Michael, Cynric! ¡Ayudadme con los caballos!
Cuando los tres corrieron hacia los establos, Bartholomew se volvió hacia Buckley.
—¿Estáis herido? —preguntó.
Buckley negó con la cabeza, con el rostro ceniciento por la tensión.
—Me hicieron un corte en el brazo cuando vinieron a buscarme en mitad de la noche. Pero ya se está curando. Y se llevaron mi medicina, pero quizá haya sido mejor, porque no quería dormir demasiado profundamente con De Belem y esa mujer rondando por ahí. Además, este pobre niño me necesitaba.
Eso explicaba la sangre que habían visto en el suelo junto a su ventana de King's Hall.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Bartholomew.
—Un ruido me despertó una noche, y lo siguiente que supe fue que De Belem estaba en mi habitación con unos cuantos de sus mercenarios. Me hicieron salir por la ventana y esperar en un carro hasta que lo sacaron todo de mi habitación. Más tarde deduje que querían que creyeran que había hecho algo horrible y que había huido con todas mis pertenencias.
El niño emitió un gemido ahogado y el médico lo acunó.
—¿Vivirá? —preguntó Buckley, tragando saliva—. He intentado cuidar de él, pero cada vez estaba más débil. Me dijeron que es el hijo de Richard Tulyet y que Tulyet no vendría a rescatarme mientras el bebé estuviera aquí. Pensaban matarlo si Tulyet se atrevía siquiera a poner un pie en el patio.
—Creo que se recuperará en cuanto lo alimenten adecuadamente. ¿Podéis decirnos algo que nos ayude a atrapar a De Belem y a Janetta? —inquirió Bartholomew.
Buckley meneó la cabeza lentamente.
—Sólo que la mujer no venía con frecuencia y que los hombres de De Belem son mercenarios cuya lealtad empieza a flaquear. Anoche oí una violenta pelea entre De Belem y uno de los sargentos. Algunos ya se han ido. Tenía unos treinta, la mitad en Primrose Alley y la mitad en otra parte. De los de Primrose Alley seguramente no le quedan más de cinco. Hay otras cosas, pero son suposiciones y no tengo en qué sustentarlas.
Siguió hablando rápidamente mientras Bartholomew escuchaba. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar con las informaciones de que ya disponía. Seguía sentado en el suelo con el bebé en brazos y atendiendo a Buckley, cuando regresaron Michael y Stanmore con Cynric y dos de los hombres de Stanmore, a caballo y armados. Detrás de Cynric llegaron también Rachel Atkin y Sybilla.
—¡Matt! ¡Vamos, tenemos que atraparlos! —dijo Michael, inclinándose hacia su amigo y cogiéndole por el tabardo.
Este se puso en pie con dificultad y entregó el bebé a Rachel.
—Llevádselo a la mujer de Richard Tulyet —dijo—. Decidle que le dé de comer. No tiene daños pero está débil.
—¡Matt, vamos o los perderemos! —gritó Stanmore desde lo alto de su caballo.
—Decidle que si ella no puede, que encuentre una ama de cría de inmediato —continuó Bartholomew, mirando a Stanmore con irritación.
Rachel asintió y envolvió al bebé con su propia capa.
—¡Matt! —gritó Michael, dando vueltas a lomos de su impaciente caballo.
—Tiene que ser alimentado poco a poco. Si le dan demasiado de golpe, cogerá un cólico. Maese Buckley, ¿queréis ir a ver al gobernador? Si estáis demasiado débil, pasad por Michaelhouse y enviarán a un estudiante. —Miró por última vez al bebé y corrió al caballo que Stanmore sujetaba para él.
Bartholomew se subió torpemente a la silla y cerró los ojos cuando el suelo pareció ladearse y balancearse bajo sus pies. Pasada esta sensación, tiró de las riendas para impedir que el caballo retrocediera asustado.
—Han tomado la carretera de Trumpington —dijo Stanmore—. Los he oído.
Bartholomew azuzó al caballo y todos abandonaron el patio. Enfilaron Milne Street en dirección a la calle Mayor. Redujeron la marcha cuando se acercaban a la puerta de Trumpington. Bartholomew vio a los guardias arremolinados en torno a uno de ellos, que estaba sentado en el suelo con una mano en la cabeza.
—¡Le han pasado por encima! —gritó el sargento del castillo a Stanmore con indignación—. Eran dos. Rufus se ha plantado delante para detenerlos y lo han arrollado.
Bartholomew hizo ademán de desmontar para atender al soldado, pero el sargento le detuvo.
—Rufus está bien, doctor. Han tomado la carretera de Trumpington, seguramente en dirección a Londres. Perseguidles y traédmelos. Yo avisaré al gobernador.
—¡Por si Tulyet aún no lo sabe, decidle que su hijo está a salvo! —gritó Bartholomew al sargento cuando su caballo, enardecido por la persecución nocturna, echó a galopar tras los demás sin necesidad de que él lo azuzara—. Veréis que ahora está más que dispuesto a entrar en acción.
El cielo estaba encapotado y la noche era cerrada. Faltaban dos días para la luna nueva, y por tanto nada iluminaba su camino. Se vieron obligados a reducir velocidad por miedo a ser derribados, ya que la carretera de Trumpington tenía surcos profundos de las ruedas de los carros y baches tan hondos que Bartholomew había visto ahogarse a una oveja en uno de ellos durante la primavera.
Llegaron a Trumpington y Stanmore se detuvo gritando a voz en cuello. Varias personas salieron de sus casuchas y le dijeron que otros caballos habían pasado por allí un poco antes y habían tomado el camino de Saffron Waiden.
—Menos mal que nos hemos detenido —masculló Michael, obligando a su caballo a tomar el más estrecho de los dos caminos que tenían ante sí—. Hubiera apostado mi cena a que se dirigían a Londres.
—Aguardad a los soldados del gobernador —gritó Stanmore a los aldeanos—. Decidles adónde vamos.
Hizo volver grupas a su caballo y enfiló el camino de Saffron Waiden, seguido por los otros. Una nueva pieza del rompecabezas encajaba en su sitio, pensó Bartholomew. Saffron Waiden. Recordó a los dos hombres que había visto en el tejado de la iglesia de All Saints: uno pequeño y de pie firme, el otro más corpulento y menos hábil, pero más fuerte. Janetta y Hesselwell, los ayudantes del sumo sacerdote arrojando pájaros y murciélagos para asustar a la congregación, sin que Hesselwell conociera la identidad del otro.
El caballo tropezó, y Bartholomew tuvo que abandonar su análisis para concentrarse en la monta. No era un buen jinete, le resultaba difícil mantenerse en la silla, por no hablar de guiar al caballo. Agradeció a Stanmore que hubiera pensado en darle uno que parecía ser capaz de cuidarse por sí solo. Michael era un excelente jinete, había aprendido con las finas monturas de los establos del obispo, mientras que Cynric carecía de elegancia, pero era eficiente.
Entrecerró los ojos para intentar detectar cualquier movimiento que indicara que se acercaban a su presa, pero no vio nada. Soltó un juramento cuando una ramita colgante le arañó la cara y se inclinó aún más sobre el cuello de su caballo. La bestia empezaba a sudar y Bartholomew vio que le salía espuma por la boca. A su espalda oyó un fuerte juramento de Michael cuando su montura tropezó; sólo su habilidad le mantuvo en la silla.
—¡No corráis tanto! —gritó Michael a Stanmore—. ¡Agotaremos los caballos!
Bajaron el ritmo de la marcha, y más aún cuando el camino degeneró en un pantano de espeso lodo y grandes charcos. Los caballos chapotearon y Bartholomew pestañeó para librarse del agua fangosa de los ojos.
—¡Allí! —gritó al vislumbrar dos figuras negras muy por delante de ellos, recortadas sus siluetas en el horizonte.
Stanmore se alzó en los estribos y escudriñó las sombras. Azuzó de nuevo a su gran caballo picazo, más rápido aún que antes. Bartholomew se aferró al caballo con todas sus fuerzas. Empezaban a dolerle las piernas y esperaba que atraparían pronto a De Belem. Saffron Waiden se hallaba a unos veinticinco kilómetros desde Cambridge por aquel camino sinuoso y habían recorrido dos tercios de esa distancia como mínimo. El camino mejoró a medida que avanzaban en tromba. Janetta y De Belem también habían atravesado la aldea a toda velocidad, y cuando sus perseguidores la abandonaron, ya no los tenían a la vista.
La carretera volvía a bifurcarse después de Great Chesterford. Un hombre surgió de repente en la oscuridad y señaló el ramal derecho.
—Unos jinetes han pasado en esa dirección —dijo—. La carretera es mejor y se llega antes a Londres que por la carretera de Trumpington.
—¡No! Han ido por la izquierda —exclamó Bartholomew, aferrándose al caballo que caracoleaba con impaciencia.
Stanmore vaciló, de modo que el médico azuzó a su montura para encabezar la marcha por el camino de la izquierda. Los caballos empezaban a estar cansados, y tan pronto como el camino empeoró de nuevo, se vieron forzados a ir al trote. Michael juraba y farfullaba, inclinado para escudriñar la oscuridad en busca de De Belem. En un tramo más ancho, se colocó a la altura de Bartholomew, dejando que Stanmore los adelantara.
—No lo comprendo —dijo Michael sin resuello—. ¿Por qué a Saffron Waiden? ¿Por qué no a Londres donde podrían desvanecerse fácilmente?
—De Belem es tintorero —contestó Bartholomew.
—¿Y? —dijo su amigo, mirándole.
—Saffron Waiden es donde se cultiva el azafrán. —Bartholomew se sorprendió de la lentitud del monje en comprender—. El azafrán se usa para teñir. De Belem es tintorero. Seguramente tiene campos de azafrán allí. La peste dejó tierras sin dueño en todo el país, y estoy seguro que los campos de azafrán podían comprarse a un precio relativamente barato. No creo que un mercader sagaz como De Belem perdiera una oportunidad semejante de invertir.
—¡Los carros de Stanmore! —exclamó Michael, instando al caballo a rodear un profundo charco—. ¡Los asaltaron en Saffron Waiden, y a Will lo mataron cerca de aquí!
—Y De Belem planeaba casar a Frances con un lord de este señorío.
El camino volvió a estrecharse y Bartholomew tuvo que quedarse atrás para que Michael pudiera cabalgar con comodidad. Stanmore detectó un movimiento delante de ellos y les apremió para que avivaran el trote.
—¿Qué pensarán hacer cuando lleguen a Saffron Waiden? —gritó Michael—. Aún les perseguimos.
—Seguramente tendrán algún lugar en el que esconderse —gritó Stanmore a su vez.
Bartholomew sopesó la información proporcionada por Buckley. De Belem tenía quince mercenarios en alguna parte. Él y Janetta no saldrían galopando como fieras sólo para dejarse atrapar en Saffron Waiden, existiera el escondrijo o no. ¡Sin duda tenían un plan!
—¡Deteneos! —gritó—. ¡Esperad!
Pero Michael y Stanmore no le oyeron. Espoleó al caballo para alcanzarlos. Cuando llegaron a la cima de una colina, vio las oscuras formas regulares de los edificios en la hondonada. Casi habían llegado.
—¡Michael! —gritó con todas sus fuerzas, pero el monje no le oía.
El camino se hizo tan angosto que los árboles golpeaban los flancos de los caballo. El caballo de Bartholomew se encabritó de repente, asustado por una sombra que se cruzó en el camino. El intentó dominarlo tirando de las riendas y apretando las rodillas para no caerse. Las ramas de los árboles le azotaron el rostro, obligándole a cubrirse con un brazo para que no le cegaran. El caballo resopló de miedo y pateó el suelo. Bartholomew empezó a caerse.
Los hombres de Stanmore, que los habían ido siguiendo, le sobrepasaron sin que pudiera detenerlos, asustando aún más a su caballo, que volvió grupas, desbocado ya, pero tropezó en el camino lleno de surcos. Caballo y jinete cayeron juntos en la maleza. El caballo se levantó y se fue galopando ciegamente, volviendo sobre sus pasos. Bartholomew oyó el repiqueteo de sus cascos alejándose en la distancia y luego se hizo el silencio.
La espesa maleza había amortiguado su caída y estaba indemne. Con cautela, echó a andar por el camino hacia el villorrio de Saffron Waiden. Oyó gritos más adelante y caminó despacio deseando ser capaz de moverse con tanto sigilo como Cynric. Al asomarse por entre la maleza, contempló con horror que Stanmore y Michael sostenían una violenta lucha con varios hombres de aspecto rudo que llevaban jubones de cuero. Bartholomew había visto antes a hombres ataviados de esa guisa: las dos veces que había hablado con Janetta. Allí estaba la otra mitad de los mercenarios de De Belem, soldados que habían obtenido la gloriosa victoria de Crécy bajo el mando real, pero que a su vuelta vagaban por el país esperando otra guerra y vendiendo sus servicios al mejor postor.
Este era al parecer De Belem, que apareció cuando terminó la escaramuza, contemplando cómo Stanmore y los otros se rendían y dejaban caer las armas. Bartholomew se enfureció consigo mismo. Era obvio que De Belem cabalgaba con tanto prisa por alguna razón, pero ellos habían caído en su trampa.
—Los soldados del gobernador llegarán pronto —dijo Stanmore audazmente—. Con esto sólo conseguiréis empeorar las cosas.
De Belem se echó a reír, coreado por sus hombres.
—Los soldados del gobernador no encontrarán nada aquí —dijo—. Les dirán que seguramente habéis tomado la carretera a Londres desde Great Chesterford, pues no ha pasado ningún jinete por aquí esta noche.
—A nosotros no nos engañasteis. ¿Por qué habrían de dejarse engañar ellos? —preguntó Michael.
—Mi agente en Great Chesterford lo hará mejor la próxima vez —dijo De Belem—. Porque sabe qué le ocurrirá si no es así.
—Tulyet os perseguirá ahora que ya no tenéis a su hijo.
—Hay muchas maneras de despellejar a un gato. Ya pensaré en algo.
Hizo un gesto con la mano indicando que debían desmontar e hizo que los rodearan unos cuantos de sus hombres para llevarlos a la aldea. Janetta apareció de repente.
—¿Dónde está Bartholomew? —preguntó, mirando en derredor—. Buscadle —ordenó a dos mercenarios.
—Se ha quedado con el bebé —dijo Michael—. Hemos venido sin él.
—Buscadlo —repitió Janetta mirando a Michael con desdén—. No le dejéis escapar.
Bartholomew intentó dominar el pánico cuando los dos mercenarios avanzaron hacia él. Se agachó entre la maleza, preguntándose si debía echar a correr o quedarse escondido. Uno de los mercenarios empuñaba una ballesta lista para disparar. Bartholomew se acuclilló, tapándose la cara con los brazos. Si se quedaba totalmente inmóvil, envuelto en su capa negra, tal vez conseguiría pasar desapercibido. No conocía aquella zona lo suficiente como para huir a través del bosque. Seguramente tropezaría con una maleza aún más densa, convirtiéndose en blanco fácil para los mercenarios.
Estuvo a punto de dar un salto cuando oyó crujidos a su espalda. Vio una figura que atravesaba corriendo el camino y se adentraba en el bosque del otro lado. Los mercenarios se abalanzaron en su persecución con aullidos de triunfo. Cynric, pensó Bartholomew sin sorprenderse. Sin duda el galés había adivinado la emboscada.
Permaneció en el sitio hasta que los ruidos de Cynric alejando a los mercenarios de él se extinguieron. Mirando a un lado y a otro, emprendió el camino de la aldea, deteniéndose con frecuencia para escuchar, como había visto hacer a Cynric en otras ocasiones. La aldea estaba formada por dos hileras de casas paralelas, la mayoría con una sencilla estructura de madera rellena de barro seco y paja. Sólo un par de ellas tenían las paredes encaladas. En el extremo más alejado se alzaba la oscura mole del castillo, dominando la aldea con inútil amenaza, pues no había en él guarnición desde la peste. La gran iglesia, construida con los beneficios del comercio del azafrán, se hallaba en el extremo opuesto de la aldea.
Bartholomew se detuvo antes de entrar en la aldea y aguzó el oído. Le llegó la voz de De Belem. Manteniéndose en las sombras, avanzó furtivamente por un lado de la calle hacia la iglesia, donde al parecer había llevado a Stanmore y Michael. Pasó por encima de tumbas cubiertas de hierba y trepó a una lápida para mirar por uno de los ventanales.
De Belem se había puesto su máscara roja, y los pálidos aldeanos entraban en la iglesia en pequeños grupos, atraídos por el ruido y las antorchas que iluminaban el interior. Michael, Stanmore y sus hombres estaban juntos cerca del altar, vigilados por varios mercenarios armados hasta los dientes. Los aldeanos llegaron en mayor número cuando alguien hizo sonar la campana de la iglesia, y una figura ataviada con una túnica negra, que Bartholomew sabía que era Janetta, empezó a preparar la iglesia para una ceremonia. Cogió un largo cuchillo a uno de los mercenarios y lo depositó con reverencia sobre el altar delante de De Belem; luego cambió de sitio las antorchas de tal forma que la mayor parte de la iglesia quedara sumida en las sombras.
Bartholomew sintió un vuelco en el estómago y se agachó sobre la lápida para no ver. De Belem estaba a punto de realizar una espantosa ceremonia durante la cual Michael y Stanmore serían asesinados ante la aldea en pleno. La visión de lo que les ocurría a los que no cumplían sus deseos bastaría sin duda para ganarse su colaboración para cualquier otro repugnante plan que De Belem tuviera en mente. Se levantó tembloroso y miró a los aldeanos. Tenían expresión hosca y asustada, algunos de ellos parecían incluso idos, lo que sugería que ni siquiera era necesaria aquella ceremonia para aterrorizarlos aún más. De Belem tenía la aldea entera como rehén.
Giró en redondo al oír un ruido detrás de él y se encontró con un sacerdote. Hizo acopio de valor. ¡No debían pillarle cuando era el único que podía ayudar a sus amigos! El sacerdote era alto, pero flaco y de aspecto enclenque. Su única esperanza residía en que el sacerdote no lanzara un grito de aviso cuando se arrojara sobre él. Cuando se preparaba ya para lanzarse, el sacerdote alzó ambas manos para mostrar que estaba desarmado, y luego trazó una cruz en el aire lentamente. Bartholomew lo miró con desconcierto. El sacerdote se llevó un dedo a los labios y le hizo señas de que le siguiera.
El médico miró alrededor con desesperación. ¿Qué hacer? El sacerdote parecía decirle que no era uno de los seguidores satánicos de De Belem. Tal vez pudiera persuadirle de que le ayudara. Tras una última mirada de angustia al interior de la iglesia, saltó al suelo y siguió al sacerdote.
—Soy el padre Lucius —dijo el sacerdote cuando se hallaron a cierta distancia de la iglesia.
Bartholomew se apartó rápidamente. ¡Había sido engañado! ¡Se trataba del hombre que había visitado a Froissart antes de que muriera! Pero los soldados habían afirmado que el padre Lucius era franciscano, y aquel hombre llevaba el hábito de un fraile dominico. Aguardó conteniendo la respiración y tensando todas las fibras de su cuerpo.
—Esa gente se ha apoderado de mi iglesia y no puedo hacer nada por remediarlo. Dicen que matarán a cinco de mis feligreses si pido ayuda al obispo, y que de todas formas no podré probar nada. He visto a los jinetes que han llevado a la iglesia. ¿Son amigos vuestros?
Asintió, recelando aún de aquel hombre. Lucius suspiró.
—El sumo sacerdote los matará. No es la primera vez que hace algo así. —Sacudió la cabeza con desesperación—. Más sangre en mi iglesia.
—Bien, tenemos que impedírselo —dijo Bartholomew. Se mordió el labio; apenas podía pensar, mucho menos trazar un plan. Respiró hondo y procuró tranquilizarse—. ¿Qué negocio tiene De Belem aquí?
—El azafrán —respondió Lucius, encogiéndose de hombros—. Es todo lo que tenemos aquí, y ahora es todo suyo.
—¿Todo?
El azafrán era una mercancía valiosa. Podía utilizarse como medicina y en la cocina, además de ser un tinte de gran calidad para tejidos delicados como la seda. Se necesitaban miles de flores para producir pequeñas cantidades de la especia, y por eso era tan cara. Cualquiera que tuviera un monopolio sobre el azafrán sería un hombre rico en verdad. Nuevas piezas ocupaban su sitio en el rompecabezas, pero Bartholomew no les prestó atención. No era momento para análisis lógicos. Tenía que hacer algo para salvar a Michael y a Stanmore.
—¿Se ha recogido ya el azafrán? —preguntó cuando una idea empezó a formarse en su mente.
—Se ha recogido, sí —dijo Lucius, mirándole—. El sumo sacerdote ha estado reteniendo el azafrán para hacer subir el precio en el mercado. Está guardado en sus almacenes.
—Mostradme dónde. Rápido.
—Están vigilados. Siempre hay guardias.
Condujo a Bartholomew por el cementerio hasta dos edificios de madera con el techo de paja que estaban un poco apartados de la calle principal. Se veían varios hombres paseando de un lado a otro. Obviamente De Belem no quería correr riesgos con su precioso azafrán. Bartholomew intentó idear algo. No podría llegar a los almacenes sin que lo vieran los guardias, y aunque lo consiguiera, sería un blanco fácil para sus arcos, los mismos que habían usado para causar estragos entre los franceses.
—Necesito un arco —dijo en voz baja a Lucius, pensando con rapidez, intentando determinar a cuál de los guardias podría vencer sin que los otros lo vieran.
—¿Vais a dispararles? —preguntó Lucius con temor—. ¿Más muertes?
Él meneó la cabeza y apretó los puños para evitar que le temblaran las manos. Oía la voz de De Belem disertando en la iglesia. El tiempo se acababa.
—Os conseguiré uno —anunció Lucius, decidiéndose de pronto. Se levantó y se alejó furtivamente.
Bartholomew sacó un pedernal de su bolsa y se dispuso a prender un montón de hierba seca. Sacó vendas enrolladas y las empapó en el alcohol concentrado que usaba para tratar callos. Cuando regresó Lucius, envolvió las puntas de las flechas con las vendas y les añadió hierba, convencido de que tenían que arder. Intentó poner una flecha en el arco con torpeza, pero hacía muchos años que Stanmore le había enseñado cómo usar aquella arma y ni siquiera entonces se le daba bien.
Estuvo a punto de dar un bote cuando una mano cayó sobre su hombro. Era Cynric.
—Me ha costado perder de vista a aquellos hombres —dijo.
Bartholomew cerró los ojos con alivio.
—Michael y los otros están cautivos en la iglesia —dijo—. Tenemos que distraer a De Belem. Si ve que se quema su azafrán, intentará salvarlo y tal vez podamos rescatarlos a ellos.
Cynric asintió y cogió el arco de las manos temblorosas de Bartholomew.
—Un galés sirve mejor para esto, muchacho.
—Cuando la flecha empiece a arder, disparadla donde creáis que prenderá fuego —dijo el médico.
Cynric miró hacia los almacenes.
—Creyeron asustarnos haciendo que la puerta de nuestra facultad estallara en llamas como por arte de magia, ahora usaremos su idea para quemar el azafrán —dijo con satisfacción.
Bartholomew asintió, sabedor de que no se le hubiera ocurrido jamás usar flechas ardientes para quemar los almacenes de no ser porque había visto que las usaban en la puerta hacía unas cuantas noches.
Cynric acercó la flecha al fuego, y Bartholomew y Lucius dieron un respingo cuando estalló en llamas. Cynric la colocó en el arco y apuntó. La flecha surcó el aire como una estrella fugaz y aterrizó en uno de los tejados de paja con un golpe sordo. Sin esperar a ver qué ocurría, Bartholomew preparó otra flecha. Su única esperanza de éxito era lanzar tantas flechas como les fuera posible antes de que los descubrieran. Le entregó a Cynric la segunda y luego una tercera. Alzó la vista con el cuerpo dolorido por la tensión. No vio llamas, ni oyó gritos de alarma de los guardias.
—No funciona —dijo con voz quebrada por la desesperación.
—Dadle tiempo —dijo Lucius con calma—. Ha llovido mucho últimamente. La paja estará húmeda. Probad con otra.
Bartholomew utilizó las últimas gotas de alcohol y entregó otra flecha a Cynric. La flecha penetró limpiamente entre el tejado y la pared, dejando una estela tras de sí. No ocurrió nada. Bartholomew hundió la cabeza entre las manos. ¿Qué más podía hacer? No tenía ninguna posibilidad contra una banda de mercenarios y toda una aldea aunque le ayudara Cynric. Respiró hondo. Cogería un puñado de hierba ardiendo y correría hacia los almacenes él mismo. Si llegaba a ellos y les prendía fuego antes de que los guardias se dieran cuenta, habría conseguido una distracción; si le disparaban, también la provocaría. Michael y Oswald tendrían que aprovecharla para defenderse por sí mismos.
—¡Mirad! —susurró Lucius con excitación—. ¡Hay fuego dentro!
Bartholomew alzó los ojos y vio las llamas que danzaban en el interior del almacén más cercano, mientras que el tejado del otro empezaba a despedir humo.
—¡El azafrán seco ha prendido como leña! —exclamó Lucius con ojos brillantes—. ¿Tenéis más de esa cosa que arde?
Bartholomew negó con la cabeza, pero hizo dos flechas más sólo con vendas y hierba. No ardían tan bien como las otras, pero no perdía nada con probar.
Uno de los guardias vio las llamas y corrió hacia el almacén dando un grito. Abrió la puerta de golpe. Cuando el aire entró en el almacén, se produjo un gran estruendo, y de pronto todo el edificio quedó engullido por las llamas. Los guardias no se veían por ninguna parte. Las llamas empezaron a avanzar hacia el otro almacén.
—Volvamos a la iglesia —apremió Bartholomew a Lucius—. Tenéis que dar la voz de alarma.
Lucius asintió y echaron a correr hacia la calle principal. El sacerdote empezó a dar gritos cuando llegaban a la iglesia, y abrió las puertas de par en par para irrumpir en ella. Los atemorizados aldeanos miraron a su sacerdote con perplejidad, mientras De Belem vacilaba junto al altar. Bartholomew y Cynric se metieron a hurtadillas en la iglesia cuando la atención de todos se fijó en Lucius, enloquecido en apariencia, y se ocultaron tras una pila de bancos.
El médico observó con alivio que Stanmore y sus hombres no llevaban armas. De Belem, sin embargo, tenía a Michael delante, sujeto por dos mercenarios. El cuchillo de De Belem brilló a la luz de las antorchas.
—¿Por qué nos molestáis, sacerdote? —preguntó Janetta, avanzando hacia él.
—¡Fuego! —chilló Lucius—. ¡Fuego en el azafrán! ¡Corred a vuestras casas, hijos míos! ¡Salvad lo que podáis antes de que el fuego se propague!
De Belem se quedó boquiabierto al oír que su preciado azafrán estaba ardiendo e intercambiaba una mirada de horror con Janetta. Mientras tanto, Lucius exhortaba a su gente a salvar sus casas. Lucius era inteligente, pensó Bartholomew, pues si los aldeanos se dispersaban para ocuparse de sus propiedades, no podrían organizarlos rápidamente en grupos que apagaran el fuego en los almacenes. Los aldeanos empezaron a salir corriendo en grupos de dos y de tres. El miedo de perder lo poco que tenían era mayor que el control de De Belem sobre ellos.
Bartholomew esperaba que éste lo dejaría todo para correr a salvar su azafrán, pero la luz vacilante del fuego se veía a través de los ventanales de la iglesia, y era evidente que De Belem comprendía que poco podía hacer. En medio de tanta agitación, se volvió de nuevo hacia Michael, y Bartholomew vio la sombra del cuchillo en alto en la pared de detrás. Cerró los ojos con desesperación, antes de abrirlos de nuevo de par en par. ¡La sombra!
Rodeó la columna tras la cual se ocultaba y alzó las manos cerca de la antorcha que ardía en un soporte. La silueta de sus manos era enorme en la pared opuesta. Las movió hasta conseguir la forma vagamente similar a un animal con cuernos, y las agitó en el aire.
—¡Caper ha llegado! —gritó con todas sus fuerzas, esperando que De Belem bajaría la guardia por un instante, lo que permitiría a Michael soltarse.
Al mismo tiempo, Cynric dejó escapar uno de sus espeluznantes gritos de batalla galeses, que resonó por la iglesia como un aullido procedente del infierno.
Los pocos aldeanos que quedaban salieron huyendo, presas del terror, conducidos por el padre Lucius. Les siguieron varios mercenarios, mientras De Belem y Janetta contemplaban la sombra con horror. Janetta miró entonces a De Belem y se fue tras los mercenarios. Cuando pasaba corriendo por su lado, Bartholomew se arrojó sobre ella, sujetándola e inmovilizándola. Mientras tanto, Michael había aprovechado su oportunidad; los dos mercenarios que lo sujetaban yacían en el suelo aturdidos después de que hubiera hecho entrechocar sus cabezas. Stanmore y sus hombres parecían tan aturdidos como los mercenarios, pero un grito furioso de Michael les hizo recobrar la serenidad.
—Todo aquel que trabaje para mí recibirá el doble de lo que le pague De Belem —dijo Stanmore rápidamente, dirigiéndose a los confusos mercenarios. Sacó la escarcela de su cinturón y se la lanzó a uno de ellos—. Pago inmediato. Y os prometo que no tendréis que hacer nada que vaya contra ley alguna, divina o humana. Los valientes héroes de Crécy merecen algo mejor que esto —exclamó, señalando la parafernalia satánica de De Belem.
Por un momento Bartholomew creyó que su discurso no había causado el efecto deseado, pues los hombres se limitaron a contemplarlo. Al final uno de ellos hizo un gesto de impaciencia a Stanmore.
—Y bien, ¿cuáles son vuestras órdenes? —preguntó.
—¡No! —aulló De Belem—. Tengo poder sobre vosotros. ¡Ya habéis visto lo que puedo traer a este mundo! —Señaló la pared donde antes estaba la silueta de macho cabrío de Bartholomew.
Michael alzó una mano e hizo la figura de un pato en la pared que tenía a su espalda.
—¡Juegos de niños! —dijo—. ¿No es así, Matt?
De Belem miró al pato de Michael con incredulidad y luego hacia el otro lado de la iglesia, donde Barholomew sujetaba a Janetta, que aún se debatía, y hundió los hombros aceptando su derrota.