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Me he esmerado al vestirme, pero procurando permanecer discreta. No llevo sombrero, he renunciado a los tacones aguja que hacen un poco «zorra».

«La madriguera» queda en el Camino de los Almendros. La villa se esconde, solitaria, sobre la colina, entre olivos y eucaliptos. Por resuelta que esté, mi mano tiembla al agarrar la aldaba.

Lucette tiene —pronto lo sabré— veintidós años. Lleva un vestido negro, acortado, un delantal blanco con peto y sandalias muy encaramadas. Me hace pasar al vestíbulo, cierra la puerta con llave:

—¿Es usted la Señora que viene para el castigo? —pregunta.

No respondí, pero, si la puerta no se hubiera cerrado, habría huido sin duda. Lucette apartó un tapiz a su izquierda y me anunció.

—Señora, es la persona que viene para que la azoten.

Esto me irrita, pero la grosería misma de sus palabras parece una fanfarronada bastante primitiva.

Batilde —así es cómo la llamare en adelante— me espera sonriente, de pie, vestida con una blusa amarilla, un short verde y zapatillas del mismo color. Me señala un sillón.

—No me niego a sentarme —le digo—, pero, antes, ¿aceptaría concederme unos minutos a solas?

—¿Por qué no?

Con un gesto, despide a Lucette; me lleva al vano de la ventana.

—Te escucho.

Hablo mucho, porque llevo preparado mi alegato; no me deja terminar:

—Eres inteligente, pero lo serías mucho más si te rindieras a la evidencia en lugar de negarla. Lo que pretendo hacer es muy inocente, y así le parecería a quien supiera de qué se trata o fuera testigo de ello, indudablemente mucho más anodino que lo que voy a leerte. Y, si no, escucha:

«¡Todo es ahora tan simple, amor mío! Es sin turbación alguna cómo me desnudo y adopto la pose, sobre todo porque sé que romperás esta inmovilidad para acariciarme».

—¿Cómo ha conseguido hacerse con esta carta? La ha robado; jamás ha llegado a destino.

—Me sorprendes, porque el rumor público dirá que tu amante la ha perdido.

—¡Usted no es más que una puta!

Las bofetadas llegan a mí despiadadas antes de que haya podido precaverme; levanto la mano para responder, pero la siento asida, triturada, retorcida a la vez que mi brazo; me desplomo en el sillón; sollozo con la cabeza caída sobre el pecho, infinitamente desdichada, me parece.

Ha entrado Lucette. Batilde se acerca.

—Abandona inmediatamente esta comedia y discúlpate.

Muevo la cabeza, negándome. Entonces, mis atormentadoras me sujetan cada una por una mano, me ponen los brazos en cruz y me mantienen en esa posición. En ese instante, un objeto flexible golpea mis muslos, a pocos centímetros y por encima de las rodillas; aúllo; jamás había padecido escozor tan delicado, mordedura tan considerable. Procuro en vano calmarme; me enseñan el objeto: un tubo de goma de una pulgada de grueso:

—Discúlpate, si no…

—No, basta, perdóneme.

—… perdonada, pero ya no toleraré la menor lágrima. Te comportas como una criatura demasiado nerviosa; ¡bebe, bebe!

Bebo el oporto que Lucette me ofrece en una bandeja. Me secan el rostro, me recomponen el maquillaje, me tratan con todo miramiento, me dicen que me tranquilice, que tenemos todo el tiempo del mundo.

Mi reacción es desconcertante; se manifiesta a pesar mío: me abandono, llego a confesarme que me he cubierto de ridículo; había que triunfar o ponderar mi desdén por la desenvoltura de esas dos hermosas mujeres a quienes detesto, pero a quienes resistiré cada vez menos. Mi orgullo, sin embargo, no sucumbirá sin dignidad.

—Hagan su trabajo y diviértanse.

Por un instante, imagino, en mi inocencia haberlas desconcertado, pero permanecen impasibles:

—Estás muy bien vestida; mayor será el placer de desnudarte. Lucette, quítale los zapatos y las medias a la Señora.

Lucette se arrodilla, me descalza, levanta mi vestido por encima de los muslos, con el fin de descubrir las ligas; mi carne desnuda lleva, en purpura, la marca de una férula de la goma; tengo la boca seca; me estremezco. Unas manos me quitan las medias y después las enrollan despacio, una tras la otra. Cada vez que me rozan, reacciono. Ya estoy descalza; querría ponerme las manos sobre los muslos, pero me ordenan dejarlas caer a cada lado del sillón.

—¿Te han azotado cuando eras pequeña?

—¡Jamás!

—¿Ni tan siquiera cuando eras pequeña?

—¡Jamás!

—¡Qué interesante! Será una experiencia extremadamente perturbadora recibir el primer azote a los treinta años. Un día me lo agradecerás. Tus pies son finos y cuidados. A veces las burguesas no se cuidan. La próxima vez vendrás sin medias y con sandalias.

Me sobresalto:

—¿Cómo, la próxima vez?

—Sí, pasado mañana, a la misma hora.

—No me atormente así, se lo suplico. Seré dócil, pero no me obligue a regresar.

—Hace un mes que practicas el adulterio. Te recibiré durante un mes, cada dos días, y después serás libre, te doy mi palabra. De modo que, la próxima vez, ven descalza y con sandalias.

—¡Tenga piedad!

—No es piedad lo que debes solicitar, sino severidad.

No insisto. Prescindiré de su piedad, porque no volveré a ponerme en la boca del lobo. Si he suplicado, ha sido por disimular. Que actúen rápido y ya no quedarán sino mi vergüenza y mi resolución.

Lucette ha colocado un taburete de madera blanca junto a mi sillón. Me ordenan ponerme de pie; me quitan el cinturón; siento deslizarse por mi espalda la cremallera; me sacan el vestido por abajo. Se advierte que mi braga es demasiado sucinta y excesivamente transparente, que, así, el acto de sacármela se vuelve demasiado simple y que habrá que cambiar todo eso. Me desnudan el pecho, algo abundante, pero de forma y aspecto «impecables», por lo cual me felicitan.

—Ahora, nos darás tu espalda, te inclinaras para exhibir tu grupa y destaparás lentamente el lugar del castigo.

Al parecer, he ido demasiado rápido. Me invitan a volver a empezar la operación del despelote. Lo hago sin contestar, confusa.

A partir de aquí, me es imposible contarlo todo con detalle. No narraré más que lo esencial de mis humillaciones.

Heme aquí desnuda sobre el taburete de madera blanca. Me han atado las manos; las tengo en la espalda, fuertemente sujetas, con las palmas hacia fuera. Comprendo que, de este modo, me será imposible bajarlas para proteger mis muslos.

—Arriba el pecho, levanta la cabeza.

Es la orden que he recibido. Se me advierte que la espera no será larga, que ha llegado el momento de la prueba, y me explican en qué consistirá esta prueba.

—Serás azotada como una niña, luego marcada en las nalgas y muslos con seis golpes de gato de doce colas, y mañana tu amante comprobará que has sido azotada.

Esta vez me rebelo.

—¡Ah, no! Jamás, usted delira. No iré.

—Claro que sí, querida señora, e irás corriendo porque, de lo contrario, seré yo quien le explique a ese señor las razones de tu ausencia.

—¡La odio!

—Te adoro, eres irresistible.

Batilde se ha quitado la blusa y arrojado a un rincón sus sandalias. No conserva más que el short y el sostén. Se quita los anillos, mueve suavemente los dedos delgados y duros como juncos. Se sienta en una silla y me conducen ante ella, me disponen de la mejor manera; mi carne conoce el contacto de sus muslos y de su vientre. Me dicen que abra las piernas, que las abra mucho y que no vuelva a juntarlas. Entonces, Lucette recibe la orden de vigilar que lo cumpla y de contar hasta mil. La enormidad de la cifra debería conmoverme, pero no caigo en la cuenta. Un único pensamiento me ocupa y me consuela: «No me atraparán dos veces. Si es necesario, Gilbert vendrá a romperles la cara».

Lucette empieza a contar…

Eran ya más de las cinco cuando me devolvieron la libertad. Al acompañarme hacia la salida, me entregaron un sobre cerrado que contenía la dirección a la que me aconsejaban que acudiera al día siguiente, por la mañana temprano. Lo cogí y lo metí en el bolso, pensando en tirarlo antes de atravesar el umbral de mi casa. Me desplomé en el coche y en seguida apreté los labios para no escuchar mi vergüenza, a tal punto el contacto del tapizado de cuero reavivaba en mí el recuerdo del interminable castigo y de las seis aplicaciones del gato, recibidas en las rodillas, con la cabeza apretada entre las pantorrillas de Lucette.

Me dejé caer en la cama y sollocé:

—¿La Señora ha recibido malas noticias? —gritó Filomena al otro lado de la puerta

—No, no, no te inquietes, ya te explicaré.

Lo había olvidado todo, hasta la carta de mi marido. Como de costumbre, todo en ella es claro y paternal. «Has participado en la venta, a beneficio de las viudas de guerra Me halaga que te hayan destinado a la gerencia del mostrador de la porcelana pintada. Jamás dudé de que sabrías mantener las relaciones de nuestro rango, pero, repito ¿cómo no estar infinitamente satisfecho con la manera en que lo haces?».

Esta lectura me horripila. La intención, el tono, todo me parece artificial y pasado de moda. Sin duda es la fatiga y la emoción. Estoy sentada en la cama, con las piernas cruzadas y, de pronto, tomo conciencia de mi desnudez. No me autorizaron a volver a ponerme las bragas y las medias. Me las han requisado. Vuelven a caer las lágrimas.

«¡Azotada! ¡Beatriz Darty ha sido azotada! No, es imposible. El riesgo ya no es el de no ir a la “madriguera”, el de desobedecer: el riesgo sería el de volver allí». «¡La experiencia, querida, la experiencia!», diría mi esposo. Sin duda, la prueba habrá bastado. Ya no tengo nada que temer. Jamás he tenido nada que temer sino a mí misma; de modo que todo en orden.

La bañera me recibe, languidezco en el agua caliente, y, de pronto, el bienestar, el hambre, primero el deseo y después la decisión de cenar fuera, en un restaurante. Es la reacción. Filomena conoce mis proyectos, para los que doy como excusa los nervios.

—Por supuesto. Señora, comprendo; es la soledad. No vale, se lo diré al Señor, es una crueldad.

¡Pobre Filomena! Me alcanza la bata.

—Gracias, Filomena, hasta luego.

Estuve a punto de exhibirme desnuda, con la grupa marcada como una cebra por largas rayas violáceas. «Rayada como una bestia, como una cebra, llevo franjas púrpuras sobre fondo rojo. ¡Qué vergüenza, de pronto, frente al espejo! ¡Qué sensación de ridículo! ¡Qué visión, renovada ahora, de esos muslos, de esas caderas de esclava! Prolonguémosla, completémosla con el tacto; habría que absorberla, gustarla, para que todos los sentidos conocieran el horror».

Ese restaurante solemne, esos uniformes galoneados, esas alfombras sobre las cuales toda circulación se hace inmaterial, esa estudiada liturgia, esa sala, esa capilla barroca cuyos espejos están bordados de hojas de oro, esos estucos, esas blancuras restallantes, osos cristales, esta pesada planta… todo me intimidaba cuando acompañaba a mi marido. Estrictamente vestida, con pocas joyas, calzada con discreción, me conducía como una niña tímida. Esa noche, descotada, cubierta de diamantes, calzada con sandalias plateadas, me descubro cómoda, incluso desenvuelta, llamativa, sin pudor alguno, distraída en la justa medida, pero sonriente, relajada. ¿No será debido a una libertad nueva, a una liberación de insurgente? Incluso este peso en la grupa, ese picor en la entrepierna, reavivada a cada paso, significaba mi alegría, la recompensa de una hipotética llamada telefónica a Batilde:

—No tendrá la satisfacción de volver a verme. En cuanto a lo que piense hacer, me desentiendo absolutamente.

Y, sin embargo, mi curiosidad sigue viva ante la realidad de la carta que me ha confiado Batilde. Ahí está su misterio, cristalizando esos ensueños desvergonzados. Dudo siempre menos de mi visita a la dirección indicada.