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Hago como de costumbre: después de asegurarme de que el callejón está desierto, camino deprisa, pegada a los muros. Corto por el pasaje abovedado y me encuentro una vez más en la avenida, por la que asciendo hasta encontrar mi coche. Es en ese momento cuando una dama, que me parece más o menos de mi edad, me aborda sin vacilar:

—La señora Darty, ¿no?

—Sí, Beatriz Darty.

—Señora, me alegro de no haberme equivocado. Es indispensable que me conceda unos minutos.

No disimulo mi sorpresa y mi inquietud.

—Sobre todo, no se preocupe. No es más que una fantasía mía. Sin duda, no verá inconveniente en que nos sentemos en la plaza.

La autoridad de esta mujer es tal que la sigo sin discusión.

En estos últimos minutos de la tarde, el lugar está casi desierto. Nos sentamos en un banco y, de inmediato, se enlabia la conversación.

—Si no me equivoco, el señor Darty está actualmente en Brasil

—Sí, en misión diplomática oficiosa.

—¿Y regresará…?

—Dentro de cinco meses, en diciembre.

—En ese caso, ¿no cree usted, querida señora, que a su regreso le molestará enterarse de que su esposa es amante de un modesto pintor?

El golpe no estaba previsto, pero me mantengo firme y finjo estar relajada.

—¡Qué imagina usted! Ese joven, que por otra parte es amigo de mi marido, ha mostrado su deseo de pintar mi retrato, nada más.

—Perdone que la contradiga. Ese señor es su amante; usted se reúne con él tres veces por semana y no le niega nada, ni siquiera servirle de modelo y además… desnuda.

—Y aunque posara para él, ¿qué?

La respuesta es estúpida, lo comprendo en seguida, pero me siento atrapada y me irrito

—No le reprocho que pertenezca a ese muchacho encantador, todo lo contrario, pero no admito que finja que no es así. ¿Acaso el jueves pasado no se extravió usted en un pinar en su compañía, como atestigua esta fotografía tomada por un investigador discreto?

—¿Cuánto quiere? —le digo.

—No caigamos en la vulgaridad, querida señora. Soy la condesa Batilde de Clermont, con su permiso, y además soy rica. ¿Qué haría con su dinero? No, se trata de otra cosa, de ciertas pasiones autoritarias que hacen que adore someter a las criaturas rebeldes. Muchas mujeres desean humillarse. Por ejemplo, mi doncella aceptaría que la desollase viva, pero eso no me interesa. En cambio, disponer de una insurrecta en el secreto de mi casa, castigar allí sus pecados, me complace infinitamente. ¿Nunca ha sido azotada?

No contesto. Me pongo de pie y una mano me aprieta el puño. Los anillos me hacen daño.

—Siéntese inmediatamente, o me veré obligada a abofetearla en público.

Obedezco. Hablo:

—Confesaré mi falta a mi marido; él me perdonará.

—Por supuesto que la perdonará. Perdonan siempre cuando tienen veinte años más; pero, para un diplomático conocido, sería molesto que se divulgara la aventura de su mujer. No se trata de su falta, sino de su elección. Un ministro, un financiero, le asegurarían la impunidad, pero un artista sin prestigio… Sería el divorcio, querida mía.

—¡Y bien, será el divorcio!

—¿Y se casaría usted con un pobretón? Es usted absurda. Aquí está mi dirección. La espero mañana a las catorce horas, en punto. Lucette la introducirá. Ah, olvidaba decirle que tengo importantes relaciones en el ministerio de Asuntos Exteriores. No pierda mi tarjeta; más bien guárdela en su bolso. Hasta muy pronto.

¿Cómo me las arreglé para volver sin tropiezos? No me lo explico. No recobré la conciencia hasta llegar a casa. Me veía libre de esa presencia odiosa, y la cólera me fortalecía. Cosa extraña, me daba hambre. Filomena me sirvió la comida, atenta y maternal como siempre:

—La señora tiene buena cara; el baño la ha refrescado.

Devoro, transportada. Mis mandíbulas se mueven como para triturar a mi enemiga.

Un café estupendo, un cigarrillo, mi sillón favorito. Recupero el equilibrio y, con él, es preciso admitirlo, mi inquietud y mi desconcierto. No cederé a la extorsión, pero ¿cómo suprimir la amenaza, cómo borrarla de mi memoria junto con esa palabra «azotada»?

Por supuesto, aunque me repugnara, no la había excluido de mi conocimiento ni de mi vocabulario, pero jamás la había referido a mí. Cuando era niña, había escuchado decir que, en una familia conocida nuestra, se repartían palizas liberalmente, pero esta información no me había producido ni emoción ni curiosidad. Más tarde, había frecuentado la alta sociedad no sin sorprender ciertas alusiones equívocas, no sin adivinar ciertos gustos, ciertas manías, pero lo que llamaría «mi inocencia» me había preservado de saber más.

Ahora comprendo que mi adversaria es una obsesa, cuyo vicio, bajo capa de autoridad y fortaleza, podría muy bien no ser sino debilidad. Si me denuncia, tendrá que renunciar a su propia satisfacción. Lo que le interesa no es mi deshonor, sino mi abdicación; debo resistir. Por otra parte, llevar a cabo su amenaza sería comprometerse para siempre. En nuestro mundo, desdichada aquella por cuya causa se produce el escándalo. El razonamiento es sólido, ¿pero acaso me siento realmente tranquila? Esta mujer es capaz de actuar en el anonimato. ¿Quién le prohíbe actuar mediante intermediarios? En ese caso, tendría que desenmascararla, pero ¿qué pruebas podría aportar yo?, y, además, ¿confesaría yo que la fotografía en la que estoy desnuda en brazos de mi amante se ha publicado porque me he negado a permitir que me azoten? No haría sino cubrir de ridículo mi indignidad. Por otra parte, mi enemiga dispone de tiempo. Esperará mientras me hostiga. ¿A qué extremos la conducirá la pasión? Me ha amenazado con una bofetada; ¿quién me asegura que hubiera vacilado?

«Batilde de Clermont». Es una aristócrata, una gran dama para algunos. Afirma que está bien relacionada, pero mi marido también. Volveré a verla, pero, esta vez, lúcida mente; trataré de herirla en su orgullo, en sus intereses y, si es necesario, le declararé la guerra. Una fotografía no es un testimonio decisivo. Hay parecidos increíbles y, por otra parte, no se ve más que mi perfil difuminado. Resistiré.

¿Por qué habré venido al trastero? ¿Por qué habré apartado tantas cosas para llegar al armario de mi tío Porfirio? El tío Porfirio sorprendía a mi familia, y la hubiera escandalizado de no haber pertenecido a ella. Había permanecido soltero y conciliaba su trabajo con la diversión. Cuestionaban su conducta, envidiaban su independencia; me gustaba y me deslumbraba. Dos años después de mi matrimonio, me dejó al morir la villa en la que vivimos, algunos muebles de estilo y el armario rústico que abro ahora por primera vez. «Tu tío era un libertino». Así fue cómo, mi marido, sin dar más detalles, me puso al corriente del contenido del armario. Si debo arriesgarme a convertirme en víctima del libertinaje, tal vez aprenda a defenderme consultando archivos escandalosos. Mi esposo es ordenado; no he tenido que buscar la llave mucho tiempo: llevaba una etiqueta con las palabras «Biblioteca especial». Al comienzo, me parece haber perdido el tiempo. Ante mí, encerrados con doble vuelta, hay tres enormes cajones y, en cada uno de ellos, la indicación: «Infierno. Llave desaparecida». La minucia de mi marido me irrita, no sé por qué. El único estante contiene obras de Charcot, de Freud. ¿Será Freud? Abro un volumen; después otro, cubierto con un tejido de rafia. En la solapa, oculto bajo el forro, hay un sobre azul que reza: «Quince láminas de Sonia Verdi para las Desventuras de Virginia». La primera es significativa: este sobre ha burlado la vigilancia de los censores. Vuelvo a cerrar el armario y me llevo el documento.

Me he acostado. Por lo general, es en este momento cuando, echada, en ropa interior, con los pechos turgentes, los ojos cerrados y la mano en el sexo, dedico una caricia eficaz al recuerdo de mi amante. Esta tarde no se trata de abandono, sino de ansiedad. Acostada sobre el vientre, con los codos en la almohada, descubro una por una las imágenes que contenía el sobre azul. No son imágenes vulgares. En un decorado único, reducido a lo estrictamente necesario, la tutora ejecuta en su pupila progresivas sevicias. Ambos personajes están tratados con economía y están perfectamente definidos dentro de los límites de sus respectivas funciones. El color realza la austeridad de una, la confusión y los tormentos de la otra: la intensidad dramática viene dada por procedimientos de ampliación, como el énfasis puesto en el arco de la grupa en contraste con la delgadez del talle, en la proyección de los senos. Un pie aclara el significado de cada lámina: «Virginia, sería importante que la azotara»; «Virginia, convendría ahora que se quitara las bragas; no habrá pensado, Virginia, que, tras la disciplina, no le hubiera impuesto el látigo». El tono es impúdico, no provoca sino repulsión, pero sin duda una lengua perversa lo saborearía como golosina. ¡Y pensar, tío Porfirio, que hubiera podido ocurrir que me ofreciera usted el cebo de estos placeres: las familias disimulan a veces extrañas bajezas! En fin, le debo el sentirme advertida, informada y decidida.