Sandra Brown

EL PRECIO DE LA VICTORIA

Prologo -Ramsey quiere utilizarte como blanco, Mackie.

El novato, que se encontró a Judd Mackie, el cronista deportivo estrella en el ascensor del Dallas Tribune, lo siguió cuando se dirigía a la sala de redacción del periódico más grande de Dallas. Pero Mackie se quedó impasible ante la amenaza de caer en desgracia ante el editor jefe del Tribune. Se colocó junto a la máquina de café. El brebaje era tan viscoso y tan negro, que a menudo Mackie bromeaba diciendo que usaban los restos para rellenar las grietas de la Autopista Central del Norte.

- Mackie, ¿me has oído?

- Sí, te he oído, Addison. ¿Tienes una moneda de veinticinco?

Los bolsillos de su pantalón deportivo, caro pero arrugado, no le dieron la cantidad correcta de cambio, pero tenía fama de que nunca llevaba dinero encima; parecía ridículo que le pidiera prestado a alguien cuya edad y cuyos ingresos eran una fracción de los suyos.

- Ramsey está fuera de sí -comentó el novato mientras le entregaba a su ídolo un puñado de monedas.

- Casi siempre lo está -Mackie contempló el vaso de plástico mientras se llenaba de un café cuya única virtud era que estaba hirviendo y era tan opaco como las gafas de sol que aún nevaba puestas, a pesar de que hacía cinco minutos que había entrado en el edificio.

Mientras bebía el café concentrado, el cristal de sus gafas se empañó, lo que le recordó dónde estaba. Se las quitó y las guardó en el bolsillo de su chaqueta, no menos arrugada que su pantalón. Tenía los párpados hinchados y los ojos enrojecidos.

- Me pidió que te encontrara en el ascensor y que te acompañara personalmente a su oficina.

- Debe de estar echando humo. ¿Qué he hecho esta vez? -preguntó con un total desinterés. Michael Ramsey estaba perpetuamente encolerizado con él.

- Dejaré que él te lo diga. ¿Vendrás por las buenas? -le preguntó preocupado el novato.

- Guíame -le pidió Judd, compadecido.

Addison era un aprendiz que trabajaba por horas entre sus clases de periodismo en la Universidad Metodista del Sur. Durante el primer día de trabajo del muchacho, Judd le ofreció un pañuelo arrugado que sacó de un bolsillo aún más arrugado y le sugirió bromeando que lo usara para secarse la leche de los labios. Pero cuando Addison pareció herido, Judd le dio una palmada en la espalda, declarando que no trataba de ofenderlo, y le dio el mejor consejo que podía darle a alguien que aspiraba a ser periodista:

- Las horas son largas, la paga detestable, las condiciones de trabajo vergonzosas y lo mejor que puedes esperar es que cualquier cosa que escribas pueda ser leída antes de que el perro la mastique, los pájaros la ensucien o el ama de casa envuelva en ella el pollo.

Addison seguía allí, así que por lo visto no había tomado en serio sus palabras. Judd habría seguido censurando el idealismo de Addison, de no ser porque a menudo recordaba una época en la cual él mismo había idealizado su carrera.

La ilusión había desaparecido hacía mucho tiempo, pero en ocasiones, por lo común cuando estaba ebrio, Judd recordaba lo que era sentir una ardiente ambición de hacer algo grandioso. Así que había dejado que el muchacho siguiera soñando. Él mismo averiguaría que la vida juega malas pasadas.

La mañana ya estaba avanzada y la sala de redacción era una colmena de actividad. Los periodistas oprimían las teclas de los procesadores de textos; algunos sostenían con la barbilla el auricular del teléfono. Los mensajeros cruzaban apresurados entre los escritorios, donde ya había montones de paquetes y de correspondencia sin abrir.

Había otros individuos que simplemente andaban por allí, fumando, bebiendo refrescos o café, en espera de que sucediera algo que fuese digno de una noticia o, a falta de eso, de inspiración divina. -… Los árabes. Pero además Israel… Hola, Judd… no haría…

- Así que le dije: «Escucha, quiero que me devuelvas mis llaves». Hola, Judd. A lo que ella respondió… -… citar algo. Hola Judd. Alguien deberá arriesgar el cuello y seguir la pista de esto.

Popular entre sus compañeros, Judd respondió a los saludos mientras seguía a Addison entre el laberinto de escritorios y después a lo largo de un pasillo alfombrado que conducía a la oficina del editor jefe.

- Vaya, ya estás aquí -exclamó exasperada la secretaria del editor-. Puesto que no contamos con la milicia, él estaba a punto de enviarme a buscarte. Gracias, Addison. Ya puedes regresar a lo que estabas haciendo cuando te llamó el señor Ramsey.

El novato no parecía dispuesto a retirarse justo cuando estaba a punto de presenciar una escena terrible. Pero la secretaria de Ramsey era casi tan indomable como su jefe, así que se alejó.

- Hola, muñeca. ¿Qué hay de nuevo? -Judd arrojó el vaso vacío a la papelera-. Sírveme una taza de buen café, ¿quieres?

Con los puños sobre las caderas, la secretaria preguntó: -¿Acaso parezco una camarera?

Judd le guiñó un ojo y le dirigió una mirada tranquila y analítica que muy rara vez dejaba de anotarle algunos tantos en su favor.

- No, pareces una estrella de cine -y cruzó la puerta del despacho de Ramsey antes de que ella pudiera protestar.

Una vez dentro, se vio envuelto en el nocivo humo de las dos primeras cajetillas de las cuatro que su editor jefe fumaría ese día.

Michael Ramsey tenía un cigarro consumiéndose en un cenicero y otro en los labios cuando entró Judd.

- Ya era hora -exclamó encolerizado.

Judd se desplomó en un sillón de cuero y cruzó las piernas. -¿De qué? -preguntó.

- No trates de ser gracioso conmigo, Mackie. Esta vez has metido la pata.

La secretaria de Ramsey entró con la taza de café, preparada en su propia cafetera. Judd le dio las gracias con una sonrisa y con otra mirada sugestiva que, lamentablemente, ella sabía que no significaba nada. Cuando se retiró, Ramsey exhaló una nube de humo.

- Te has perdido la mejor historia de tenis del año.

Judd se quemó la lengua con el café y soltó una risita. -¡Tenis! ¿Estás tan enojado por una historia de tenis? Vaya, por tu presión sanguínea tan alta, pensé que los Vaqueros se habían declarado en quiebra. ¿Que ha pasado, acaso McEnroe insultó al juez de línea?

- Stevie Corbett se desmayó esta mañana, durante su partido en Lobo Blanco.

La mueca de Judd desapareció y prestó atención. Sostuvo la taza de café y miró a Ramsey. Ramsey apagó el cigarro que estaba en el cenicero, le dio una calada al que tenía en la boca y arrojó las cenizas con un gesto descuidado hacia el colmado cenicero de cerámica que estaba en su escritorio. -¿Qué quieres decir con eso de que se desmayó?

- Bien, eso es precisamente lo que no sabemos, porque no teníamos a nadie allí para que cubriera la historia -replicó Ramsey con dulzura-.

Nuestro periodista estrella, demasiado bien pagado, estaba dormido esta mañana.

- Olvida el sarcasmo, ¿quieres? De acuerdo, me quedé dormido, vaya un problema, ¿Qué hizo la señorita Corbett, se tropezó con su trenza?

- No, no se tropezó. Gracias a Dios el fotógrafo si se presentó, aun cuando tú no lo hiciste. Él dijo que se desmayó. -¿Se desmayó?

- Sí, se desplomó y se quedó convertida en un pequeño montón de carne y huesos en la cancha.

- Qué terrible fraseología.

El semblante de Ramsey adquirió un rojo más intenso.

- Si hubieses estado allí, lo habrías parafraseado tú mismo.

- No era necesario que yo estuviera allí -afirmó Judd en defensa propia-. Estaba claro que la joven Corbett iba a derrotar a la italiana.

- Pues bien, no lo hizo. Tuvo que cancelar el partido y ha quedado fuera de torneo.

- Con su reciente triunfo en el Torneo Abierto de Francia, este era fácil; jugaba más por cortesía que por cualquier otra cosa. Yo pensaba asistir esta tarde a algunos de los partidos más interesantes.

- Cuando lograras superar tu resaca -declaró Ramsey enfadado-. Tal y como están las cosas, no anunciaste el desmayo de Stevie Corbett frente a una gran multitud de su ciudad natal, que se levantó temprano y luchó con el tráfico para verla jugar mientras tú seguías muy arropado en tu cama. -¿Y qué se dice por ahí?

- Nada. Su manager leyó una breve declaración para la prensa. En total son tres frases que no nos dicen nada. -¿En qué hospital se encuentra? -Judd recopiló mentalmente una lista de fuentes fidedignas de la comunidad médica que delatarían a su propia madre por una suma suficiente de dinero.

- No está en ninguno. -¿No está en el hospital? -de pronto disminuyó el nivel de adrenalina que corría por su sistema y su cerebro frenó rápidamente, dando marcha atrás. Soltó una risa ronca y bebió otro sorbo del café que había dejado a un lado-. Tenías que ser tú el que sacara esto de toda proporción, Mike. La encantadora Stevie quizá tuvo una noche tormentosa. Lo mismo que yo.

Ramsey movió la cabeza con un gesto obstinado.

- Tuvieron que retirarla de la cancha. Fue algo más que una noche tormentosa -le dirigió a Judd una mirada dura que lo dejó clavado en el sillón-. Tendrás que averiguar qué sucedió… antes de que otro lo haga. La radio ya dio a conocer la historia. ¿No la oíste cuando venías para aquí?

- No encendí la radio. Me dolía la cabeza -replicó Judd.

- Me lo imagino. Toma -Ramsey sacó un frasco de aspirinas del cajón de su escritorio y se lo arrojó a su periodista más intuitivo y más incisivo, que casualmente también era el más exasperante. Guardaba una provisión de aspirinas solo para él.

- Tómate tres, o todas, lo que necesites para estar en forma y en el teléfono o haciendo indagaciones por ahí, pero entérate de lo que provocó el desmayo de Stevie Corbett -azotó el espacio que había entre ellos con el cigarro que tenía entre los dedos-. Quiero tu historia a tiempo para la edición vespertina.

- Tengo una cita, es decir, una comida -Judd consultó su reloj.

- Cancélala.

- No -respondió mientras se levantaba perezosamente del sillón- eso no será necesario. Llamaré a la joven y cambiaré nuestra cita para media tarde. Entonces ya tendré escrita la historia, lista para que la impriman -ya en la puerta, le dirigió a Ramsey un saludo burlón-, ¿Sabes, Mike?, si no te tranquilizas, te vas a morir muy joven.

Salió dejando la puerta abierta. Todos en la sala de redacción oyeron cómo Mike Ramsey le dirigía un calificativo que no era un halago para él ni para su madre.

Capitulo 1 -Oh, Dios mío, usted.

Stevie Corbett se apoyó en la puerta que acababa de abrir. Llevaba puesta una bata corta estilo kimono, cruzada sobre el pecho y atada con un cinturón. Los detalles de su atuendo no pasaron desapercibidos para el cronista deportivo, que era su némesis y la última persona sobre la faz de la Tierra con la que desearía hablar en ese momento.

- Pensé que era otra persona -declaró.

- Es evidente ¿Quién es el afortunado a quien esperaba? -en su voz se adivinaba una atrevida insinuación.

- Mi médico me envió un medicamento y pensé que era el repartidor.

- Para eso están las mirillas -le recordó Judd golpeando el pequeño agujero redondo de la puerta.

- No se me ocurrió ver quién era.

- Tiene la mente en otras cosas, ¿no es cierto?

Ella miró detrás de Judd, con la esperanza de ver al esperado repartidor de la farmacia.

- Así es.

- Como hacer el ridículo esta mañana en el Centro de tenis de Lobo Blanco.

- Como de costumbre, señor Mackie, sus palabras son incorrectas -volvió a fijar la mirada en él.

- No por lo que he oído decir. -¿Por lo que ha oído decir? ¿No estuvo allí? -puso una cara triste-. Que lástima. Habría disfrutado tremendamente con mi humillación.

Judd sonrió y las líneas de su bronceado semblante se hicieron más profundas.

- Le estoy ofreciendo amablemente mi hombro para que llore en él. ¿Por qué no me invita a pasar y me habla de ello? -¿Por qué no se va al infierno? -en contraste con sus palabras su sonrisa era angelical-. Puede leer la noticia de mi ignominiosa caída en la columna de su competidor.

- No tengo ningún competidor.

- Y tampoco tiene modestia, escrúpulos, talento, ni buen gusto.

- Vaya -silbó él-. La caída de esta mañana no ha mejorado en nada su perverso carácter.

- Tengo muy buen carácter con todos, excepto con usted. ¿Por qué debería fingir lo contrario? No soy una hipócrita. ¿Por qué debería ser amable con el columnista que escribe artículos mordaces acerca de mí?

- Mis lectores esperan que yo sea incisivo -afirmó, lisonjero-. Mi sentido del humor ácido es mi tarjeta de presentación, lo mismo que esta larga trenza rubia es la suya -estirando el brazo deslizó los dedos por los mechones trenzados, empezando por el hombro y siguiendo hasta la curva del seno.

Stevie le dio un manotazo y se echó la trenza a la espalda.

- Hoy esquivé a la prensa. ¿Cómo ha llegado aquí?

- Sé a quién debo sobornar para obtener una dirección y otras cosas por el estilo. ¿Por qué quiere eludir a la prensa?

- No me siento bien, señor Mackie, y ciertamente no tengo ganas de intercambiar insultos. Si hubiese sabido que era usted el que estaba al otro lado de la puerta, jamás la habría abierto. Le suplico que se vaya. -¿Me permite una pregunta?

- No. -¿Por qué se desmayó?

- Adiós.

Le cerró la puerta en la cara, casi atrapando el borde de su chaqueta. Durante un momento, apoyó la frente en la madera. Stevie recordó que apenas el día anterior en su columna había aparecido un comentario cáustico acerca de que ella jugaría en el torneo en Lobo Blanco:

«Este periodista no puede evitar preguntarse qué llevará puesto la señorita Corbett, tan consciente de la moda, y que recientemente tuvo suerte en el Torneo Abierto de Francia, para deslumbrar a sus fanáticos adoradores de su ciudad natal», había escrito Mackie.

Durante años, desde que se convirtió en una de las jugadoras mejores, el cronista deportivo la atacaba así. Si ganaba, achacaba la victoria a su buena suerte; si perdía, se explayaba con crueldad en las razones por las cuales perdía.

A veces era dolorosamente acertado en sus observaciones, y esas eran las veces en las que Stevie detestaba más su columna. Nunca decía una palabra caritativa acerca de ella, como persona o como deportista.

Sin embargo, últimamente Stevie no le había dejado mucho campo para que manejara su envenenada pluma. Había ganado el Torneo Abierto de Francia, lo que la colocó en mitad del camino para llegar al Gran Slam. Después, Wimbledon. ¿Wimbledon?

Mientras que antes esa sola palabra por lo común generaba expectativas y excitación, ahora evocaba un presagio. En ese momento, Judd Mackie era la última de sus preocupaciones. Con un gesto ausente, colocó una mano en su abdomen y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de té. A veces se sentía mejor después de beber algo caliente.

Tan pronto como llenó la tetera y la dejó en el fuego, volvió a sonar el timbre de la puerta. Esa vez fue prudente y usó la mirilla, pero a través de ella solo vio la forma distorsionada de un frasco de medicina.

Abrió la puerta.

Judd Mackie estaba apoyado en el quicio, agitando con indolencia el frasco de plástico color café frente a la mirilla. -¿Cómo ha logrado hacer eso? -exclamó agraviada y sorprendida.

- Con un billete de cinco dólares y mi sincera promesa de entregarle la medicina personalmente. Me hice pasar por su preocupado hermano. -¿Y él lo creyó?

- No tengo ni idea; agarró el dinero y corrió. Es un tipo listo. ¿Me invitará a pasar ahora?

Suspirando resignada, se apartó. Durante varios momentos después de cerrar la puerta, se quedaron mirándose el uno al otro. A pesar de todos los insultos y calificativos desagradables que se cruzaron entre ellos a lo largo de los años, era la primera vez que estaban juntos y a solas.

Bueno, hubo otra vez hacía muchos años en Estocolmo, pero no estaban exactamente a solas, y Stevie dudaba de que él lo recordara.

Se dio cuenta de que era más alto de lo que recordaba. Sus caminos a menudo se cruzaban en los acontecimientos deportivos, sociales o con fines caritativos locales. A veces él la saludaba de lejos, agitando alegre los dedos de una forma que nunca dejaba de ponerla nerviosa.

Quizá era su ropa, que en el mejor de los casos podría describirse como «informal», lo que lo hacía parecer más bajo. Sin embargo, parado tan cerca de ella, Stevie se sorprendió al ver que sus ojos apenas llegaban a la altura de la clavícula de él. Y hasta que Judd no se quitó las gatas de sol, Stevie no recordó que sus ojos eran de color avellana… tirando a gris.

Estiró la mano para tomar el frasco de pastillas, pero él lo levantó por encima de su desordenado pelo castaño, fuera de su alcance. -¡Señor Mackie! -¡Señorita Corbett!

La tetera silbó haciendo un sonido agudo, y Stevie se dio la vuelta para dirigirse a la cocina. El la siguió a través de las amplias y bien ventiladas habitaciones de su casa.

- Qué lugar tan agradable.

- Para un escritor, es una frase muy trillada -replicó ella vaciando el agua hirviendo sobre la bolsita de té que había en una taza-. ¿Quiere un poco de té de hierbas con miel? -¿Qué me dice de un Bloody Mary? -preguntó con una mueca de disgusto.

- Se me ha acabado el Bloody Mary. -¿Una Coca-Cola? -¿Light?

- De acuerdo, gracias.

Sirvió la miel en el té y dio un par de sorbos antes de servirle su refresco. Cuando se lo pasó, él preguntó: -¿Le duele el estómago?

- No, ¿por qué?

- Mi madre solía darme té siempre que me recuperaba de un cólico a causa de algún virus estomacal. -¿Usted tiene madre?

- Eso ha sido un sarcasmo que me duele tanto como a usted le dolería el tanto que se anotó Martina con su saque el mes pasado.

- Según recuerdo, usted no mencionó ese tanto en su columna, que decía que Martina simplemente tuvo un buen día. -¿Usted lee mi columna? -¿Usted asiste a mis partidos?

Sonriendo al disfrutar de su duelo verbal, Judd bebió un sorbo de su refresco y se instaló en un taburete con respaldo de madera. Stevie le tendió una mano.

- Por favor, ¿quiere darme ahora mis pastillas?

- Son para el dolor -comentó él leyendo la etiqueta del frasco.

- Así es. -¿Tiene dolor de muelas?

Ella le mostró la dentadura. -¿También quiere ver mis molares?

- Sus molares me parecen bien desde aquí -replicó Judd despacio, entrecerrando un poco los ojos. -¿Las pastillas? -le pidió Stevie con una mirada de desprecio. -¿Dolor muscular? ¿Codo de tenista? ¿Una fractura causada por el estrés?

- Nada de eso. ¿Quiere darme ahora mi medicina, por favor, y dejar de comportarse como un pelmazo? -Judd dejó el frasco en la barra y lo deslizó hacia ella-. Gracias.

- De nada. Me parece que las necesita. -¿Cómo puede saberlo?

- Por la tensión alrededor de su boca -rozó una comisura de sus labios y después la otra.

Stevie echó bruscamente la cabeza hacia atrás y le dio la espalda. Llenó un vaso con agua y sacó del frasco dos tabletas. Después agarró su taza de té y se sentó en el taburete al lado de él, bebiendo su té en silencio. El estudiaba todos sus movimientos. Era evidente que el adagio de «si ignoras algo el tiempo suficiente, desaparecerá», no se podía aplicar en su caso. -¿Qué ha venido a hacer aquí, Mackie? -le preguntó, cautelosa.

- Cumplo con mi obligación. -¿No hay algún juego esta tarde acerca del cual podría escribir? ¿Un torneo de golf? ¿Otros partidos en Lobo Blanco?

- Usted es la gran noticia deportiva del día, le guste o no.

- No me gusta -murmuró ella desviando la mirada.

Judd apoyó el codo en la barra y descansó la mejilla en su mano. -¿Por qué se desmayó allí esta mañana? No pudo ser el calor, pues no hacía mucho.

- No, era un día perfecto para jugar al tenis. -¿Se desveló anoche?

Stevie dirigió una mirada crítica a su aspecto desaliñado, expresando con toda claridad su desaprobación.

- Jamás me desvelo la noche anterior a un partido.

- Si lo hiciera, quizá jugaría mejor -comentó él con una sonrisa torcida.

- Usted es un caso desesperado, Mackie -afirmó, irónica.

- Eso me han dicho.

- Escuche, estoy muy cansada. Estaba a punto de irme a la cama cuando usted apareció aquí la primera vez. Ahora que ya tomé mi medicina, me gustaría descansar un poco. Son órdenes del médico. -¿Le recomendó que reposara?

- Así es.

- Umm… -dijo él, bebiendo un sorbo de su refresco-. Eso podría significar cualquier cosa. Pero creo que si estuviera deshidratada o la hubiesen sometido a una rehabilitación por consumir drogas, estaría hospitalizada. -¿Cree que suelo beber alcohol o consumir drogas? -preguntó indignada, mejorando dramáticamente su postura.

El se acercó más, bajándole los párpados inferiores y examinando sus ojos.

- Creo que no. No hay dilatación. Tiene un buen tono de piel y no hay señales de agujas. Sus ojos están limpios.

- Seguro que usted no soportaría un escrutinio así -replicó alejando la cabeza para evitar su contacto.

Imperturbable, él siguió haciendo el resto de su evaluación.

- No, pensándolo bien, parece demasiado sana como para depender de nada, excepto que quizá tiene un nivel bajo de colesterol, o su dieta carece de un alto contenido en fibras. ¿Comió un queso de soja que no estaba bien cocido?

- Por favor, ¿quiere irse? -le pidió apoyando la frente en la palma de la mano.

Se sentía descorazonada por varias cosas. La principal de ellas era que necesitaba compañía justo en ese momento y Judd Mackie era el único disponible. Por mucho que le costara reconocerlo, su detestable presencia era preferible a la soledad.

- Eso disminuye considerablemente las probabilidades -observó él. -¿De qué? -preguntó ella, pues a pesar de sí misma tenía curiosidad por escuchar sus hipótesis.

- De obtener publicidad.

- Déjeme en paz -gimió-, no la necesito.

- De acuerdo -aceptó reacio- ya está tomando los suficientes productos para mantener durante años su sonriente cara alejada de las revistas y las pantallas de televisión -entrecerró los ojos-. ¿Está segura de que no fingió un desmayo solo para no jugar ese partido? -¿Por qué haría yo algo así?

- Se supone que esa joven italiana es buena.

- Pero yo soy mejor -exclamó Stevie con firmeza.

- Ha sido mejor -concedió él de mala gana- pero ahora tiene más años. ¿Cuántos son, treinta y uno?

Tocó un punto débil y ella lo atacó a su vez.

- Este ha sido mi mejor año. Usted lo sabe, Mackie. Voy camino de obtener un Gran Slam.

- Aún debería ganar en Wimbledon.

- Gané el año pasado.

- Pero sus competidoras más jóvenes la siguen muy de cerca, jugadoras que tienen cien veces más talento y resistencia.

- Yo soy famosa por mi resistencia.

- Sí, claro, junto con su impertinente trenza. Usted no es una deportista.

- Lo soy igual que cualquier jugador de fútbol.

- Pues no lo parece. Ni siquiera su cuerpo es el de una deportista.

Stevie, encolerizada ante esa despectiva acusación, siguió la mirada de él, que descendió hasta su pecho. Tenía la bata abierta, lo que dejaba al descubierto la suave y pálida curva de un seno. A toda prisa la cerró, apretando la tela en su puño, y se puso de pie.

- Creo que ha llegado el momento de que lo eche de aquí.

Imperturbable, Judd prosiguió.

- Quizá su desmayo se debió a la ansiedad, pura y simplemente.

Stevie se sentía arder en cólera, pero no dijo nada; no le haría el honor de responder a sus ridículas teorías, y permaneció impasible.

- Siempre ha sabido, en lo más profundo de su ser, que no posee lo que se necesita para ser una verdadera campeona. Le falta un tazón de cereal -dijo desafiante-. Usted desaparecerá del mundo del deporte.

- Difícilmente, Mackie. Me he mantenido durante doce años entre las profesiónales.

- Pero no hizo nada importante hasta hace cinco años.

- Entonces, estoy mejorando con la edad, no estoy declinando.

- No de acuerdo con lo sucedido esta mañana.

- Mi edad no tiene nada que ver con la razón por la cual yo…

Judd se puso de pie de un salto y la miró fijamente.

- Vamos, Stevie, confiéselo. ¿Por qué se desmayó? -¡Maldita sea eso no es asunto suyo! -gritó ella. -¿Calambres? ¿Todo este alboroto por un caso de calambres? -¡No! Definitivamente no son calambres.

- Ah -Judd pronunció lentamente la palabra. Inclinando la cabeza hacia un lado, volvió a deslizar la mirada por su cuerpo en busca de una señal reveladora que quizá no había notado antes-, ¿Hay alguna razón particular por la cual «definitivamente no son calambres»? -preguntó con voz cadenciosa-. ¿Quizá es algo así como un b-e-b-é?

- Está loco -exclamó ella abriendo mucho los ojos.

- Y está embarazada -concluyó categórico, y frunciendo el ceño preguntó-: ¿De quién es? ¿De ese zapatero escandinavo que le diseñó sus zapatos de tenis especiales?

- No estoy embarazada. -¿O el feliz padre no será ese jugador de polo de las Bermudas?

- Es de Brasil.

- De Brasil entonces. El tipo con todas esas cadenas en el pecho y que tiene por lo menos cuatro docenas de dientes.

- Ya basta. -¿O no sabe de quién es? -¡Basta! -gritó ella, cruzando los brazos en el abdomen-, ¡no hay ningún bebé! -lo repitió en voz más baja y llorosa-. No hay ningún bebé -las lágrimas empezaron a deslizarse por sus pálidas mejillas-. Y antes de que pase mucho tiempo quizá tampoco habrá nada más. Porque cuando extirpen los tumores, quizá deberán extirparlo todo.

Capitulo 2 Su protesta sorprendió a Judd, que dejó escapar un leve sonido, como de hipo, cuando retuvo el aliento. Era una reacción ajena a su carácter, ya que por lo común se mostraba indiferente incluso ante la información más pasmosa. Pero esa vez no podía encogerse de hombros y seguir adelante con su acostumbrada despreocupación.

Stevie le dio la espalda. La larga trenza dorada que colgaba a su espalda ya no parecía impertinente, como se veía en una cancha de tenis.

Parecía pesada y abrumada. ¿O era que de pronto ella parecía pequeña e indefensa?

Los sollozos sacudían sus estrechos hombros. Lloraba abiertamente, con unos desgarradores sonidos estrangulados que atravesaron su coraza de cinismo y lo impulsaron a acariciarla.

- Shh, shh -apoyó las manos en los estremecidos hombros y la hizo quedar frente a él. Ignorando su resistencia, la acercó y la estrechó entre sus brazos-. Lo siento, si hubiese sabido que se trataba de algo tan serio, no la habría importunado.

Dudaba que ella pudiera creerlo, pues apenas lo creía él mismo. Muy rara vez se disculpaba por nada y casi nunca con una mujer. Con una mujer que sollozaba inconsolable, por lo común él sentía desprecio e impaciencia por huir de su lado. Pero cuando los dedos de Stevie Corbett se curvaron en su pecho en una silenciosa súplica de ayuda y apoyo, no pensó en salir corriendo de allí antes de comprometerse. En vez de ello, la acercó más a él y volvió la cabeza, apoyando la mejilla en su pelo rubio.

La sostuvo así mientras ella lloraba, y eso en sí ya era extraño. Cuando abrazaba a una mujer, era estrictamente con fines lascivos.

Cuando tenía en sus brazos a una que solo llevaba un kimono corto que hacía maravillas con sus piernas desnudas, más le valía estar en la cama.

Y cuando debajo de ese kimono no había nada, excepto unas braguitas, por lo común sus manos estaban dentro de la bata, no acariciándole la espalda tratando de consolarla. Y esas comparaciones sin duda explicaban lo diferente que era ese abrazo de cualquier otro en sus recuerdos recientes, o incluso distantes.

Sus entrenados ojos tendrían que estar ciegos para pasar por alto los detalles de que no llevaba sujetador, la atracción de sus tersos muslos, el delicioso contorno de las bragas debajo de la bata, pero no siguió sus impulsos sexuales. Hacerlo sería convertirse en un verdadero bribón. El era un bribón, pero hasta ese momento nunca había caído tan bajo.

O quizá su sentimiento de culpa hacía que sus caricias fuesen platónicas y circunspectas. Después de todo, había sido él quien involuntariamente causó ese estallido emocional. A diferencia de otras mujeres a quienes él había hecho llorar durante su carrera de bribón, Stevie Corbett tenía una muy buena razón para llorar.

Al fin sus sollozos se convirtieron en suaves suspiros. -¿No deberías estar en la cama? -preguntó Judd en voz baja.

Stevie asintió y se apartó de él, tratando de secarse los ojos. Las lágrimas seguían brotando, dejando oscuras huellas de rimel a lo largo de sus mejillas.

A Judd lo esperaba una mujer ardiente que le serviría una comida fría, y mentalmente se despidió de las dos. Aún más sorprendido que la misma Stevie, flexionó ligeramente las rodillas y la levantó en sus brazos.

- Esto no es necesario, Mackie. Puedo andar. -¿Hacia dónde me dirijo?

Ella titubeó, pero después alzó un brazo y le indicó el camino. Era tan ligera que podría llevarla en brazos muchos kilómetros sin empezar a sudar, por lo menos no de agotamiento. Quizá empezaría a transpirar si la tenía abrazada un período prolongado sin hacer nada.

- Es aquí.

La llevó a su espacioso dormitorio, iluminado por la luz natural y con abundantes plantas en sus macetas. -¿No filmaron aquí una vez una película de Tarzán? -bromeó él.

- Estas plantas son mis favoritas. Es más barato hacer que cuiden de ellas cuando yo estoy fuera que buscar una pensión para un perro o un gato. Además, las plantas no me echan de menos.

- Acuéstate -le pidió dejándola a un lado de la cama.

- Apuesto que le dice eso a todas las mujeres -comentó ella, burlona.

- No estoy bromeando y tú tampoco deberías hacerlo. Acuéstate.

Stevie se reclinó en el montón de almohadas con fundas bordadas y, por su expresión, Judd supo que se sentía bien así, aunque ella quizá jamás lo reconocería.

- Lo siento por su camisa. -¿Qué dices? -bajó la mirada y vio que estaba húmeda y manchada de maquillaje-. Se quitará cuando la lave -afirmó en un tono negligente.

Agarró una ligera manta esponjosa y acolchada que estaba doblada al pie de la cama y la cubrió con ella. Después se sentó en el borde del colchón, con las caderas a la altura de las de ella.

- Ahora ya puedes hablar.

- No, con usted, Mackie.

- Mi nombre es Judd.

- Lo sé, lo he visto en sus artículos.

- Olvídate de la columna por un momento, ¿quieres? -¿La ha olvidado usted? -preguntó brusca. -¡Sí!

Durante el silencio que siguió, él vio que los ojos se le volvían a anegar en lágrimas… unos ojos claros, del color del buen whisky.

- Stevie -le dijo en voz baja- esto es confidencial. Creo que necesitas hablar con alguien.

- Sí, es verdad, pero… -sorbió el aire; él sacó un pañuelo desechable de la caja que estaba en la mesilla de noche y lo sostuvo debajo de su nariz.

- Suénate -ella lo hizo. Arrojó el pañuelo a la papelera y usó uno limpio para secarle los ojos-. Necesitas a alguien que te escuche, ¿no es verdad?

- Es que no me parece natural hablar así con usted.

- Pues bien -declaró moviendo la cabeza apesadumbrado-, para mí también es una situación fuera de lo común. Por lo general, cuando estoy en una cama con una mujer semidesnuda, en lo último que pienso es en charlar. Y ella usaría su boca para otra cosa, en vez de hablarme de sus problemas. -¡Mackie!

- Judd. Y ahora, empieza a hablar. ¿Cuándo te enteraste de esos tumores?

- Esta mañana -respondió ella con voz ronca. -¿Antes de tu partido? -ella asintió-, ¿De quién fue la brillante idea de decírtelo antes del partido?

- Fue mía.

- Me lo imaginaba.

- Me hicieron unos análisis y quería saber el resultado -dijo con el ceño fruncido-. Tenía que saberlo -miró hacia la ventana, donde florecían unas flores blancas en el alféizar-. Sin embargo, creo que en realidad no esperaba lo peor. Me dije que estaba preparada para oírlo, pero… -se volvió para mirarlo- Tenías razón. Sufrí ese desmayo debido a la ansiedad.

- Me parece de lo más justificable.

Judd se frotó las manos, estudiándolas con atención, como si jamás hubiese visto sus uñas cortas, el vello de los nudillos, los gruesos puños que debieron ser los de un jugador de béisbol profesional.

- Esos tumores son, esto…

- Están en los ovarios -le explicó ella, desviando una vez más la mirada-. He estado teniendo dolores.

Incómodo, se aclaró la garganta. Se daba cuenta de que en lo que concernía al cuerpo femenino, tenía la mentalidad de un adolescente.

Le agradaba para acariciarlo, mirarlo y tener relaciones sexuales.

Pensaba que las mujeres eran intrigantes y se consideraba un buen conocedor de ellas. Nunca le fue fiel a ninguna en particular. Disfrutó más de la parte que le correspondía, más de lo que se sentía orgulloso de reconocer.

Sí, era la primera vez que pensaba en el cuerpo femenino desde un punto de vista objetivo, y consideró lo que significaría ser la dueña de ese cuerpo, en vez de lo que significaba para él. No era solo un bello y suave instrumento de placer. En ese momento no experimentaba mucho agrado hacia sí mismo y le habría sido difícil enfrentarse a sus propios ojos en un espejo.

- Así que me operarán para extirparlos -decía ella en voz baja-. Necesitaré meses para recuperarme y recobrar mis tuerzas, si los tumores son benignos. -¿Quieres decir que podrían no serlo?

- Así es, podrían no serlo. Pero hay una buena probabilidad de que lo sean -continuó Stevie, animada-. Si es así, podría retrasarse la operación hasta un momento más conveniente. De cualquier forma, es probable que me sometan a una histerectomía completa.

Judd se puso de pie y empezó a andar; después le dirigió una mirada encolerizada. -¿Y qué diablos haces acostada aquí? ¿Por qué no estás en el hospital y camino a la sala de operaciones?

- No puedo permitir que me operen ahora -exclamó-. Apenas falta un mes para Wimbledon. -¿Y qué tiene que ver eso?

Stevie apretó los labios exasperada por su torpeza.

- Tengo que jugar.

- Eso no te llevará a ninguna parte. Siempre estará el próximo año.

- Y como antes mencionaste con muy poca amabilidad, no seré más joven. Estoy jugando mejor que nunca, pero ¿por cuánto tiempo? - sacudiendo la cabeza obstinada, continuó-. Este es mi año. Mi momento. Si no consigo ahora ese Gran Slam jamás tendré otra oportunidad, no importa lo que encuentren los cirujanos cuando operen. Quizá, si tuviera diez años menos, podría regresar. Tal y como están las cosas, necesitaría meses, quizá más. Aun así, jamás estaría tan fuerte como ahora. -¿Y qué pasará si esos tumores son malignos?

- Por supuesto, eso complica más las cosas -replicó, evasiva. -¿Cuánto las complicaría? -ella se negó a responder, e impaciente, él repitió-: ¿Cuánto?

- Si son malignos, podría ser fatal retrasar la cirugía varias semanas.

Judd apoyó los puños en las caderas y la miró consternado.

- Estás loca.

- No puedes juzgarme porque no sabes lo que harías en esta situación. -¿Tu ginecólogo no te ha dado su opinión?

- Él quiere operar de inmediato, pero dice que dos semanas no significarán una gran diferencia.

- De inmediato cuenta con mi voto.

- Tú no tienes ningún voto. -¿Qué me dices de tu manager?

- Él ve los dos lados y me ha dejado elegir a mí. Pero dice que si juego en Wimbledon, solo dispongo de dos semanas para decidirme.

- Mientras tanto, tienes dolores.

- No son constantes, van y vienen. Por supuesto, él quiere lo que sea mejor para mí.

- Él quiere lo que sea mejor para sus intereses en el negocio que tiene invertido en ti.

- Eso es muy injusto. -¿Qué me dices de tus padres?

- Han muerto. -¿Amantes?

- No tengo a nadie más a quien consultar -se lo quedó mirando-. No al «zapatero escandinavo» que, por cierto, tiene cerca de setenta años y muchos nietos. -¿Y el brasileño con el pecho desnudo y la sonrisa que parece el anuncio de un dentífrico?

- Odio a ese libertino. Quienquiera que haya divulgado la historia de nuestra supuesta aventura amorosa debió de graduarse en la misma facultad de periodismo sensacionalista donde te graduaste tú.

- Así que estás sola en esto -dijo él ignorando su sarcasmo.

- Hasta que tú lo divulgues en la página de deportes. Entonces todos lo sabrán y podrán opinar.

- Esta conversación es confidencial, ¿lo recuerdas?

- Me preguntaba si tú lo recordabas.

- No publicaré la historia, pero será del dominio público en el momento mismo en que ingreses en un hospital.

- No estoy segura de cuándo será eso. -¿Ah, no? Bien, creo que estás loca por no resolver esto y pronto. -¿Alguna vez te has sometido a una intervención quirúrgica, señor Mackie?

Él titubeó antes de responder.

- No a una cirugía abdominal.

- Entonces, ¿quién eres para darme consejos? Y un consejo que nadie te ha pedido, podría añadir.

- Escucha -exclamó él impaciente-, aquí no solo estás arruinando una carrera. Estamos hablando de tu vida.

- El tenis es mi vida.

- Vamos, ¿quién está usando ahora una frase trillada?

Ella movió la cabeza y le dirigió una mirada altanera.

- Tengo mucho en qué pensar y tú eres un elemento perturbador. Ahora que ya tienes la historia sensacionalista que has venido a buscar, te suplico que te vayas.

- De acuerdo. Quizá regresaré a mi oficina y empezaré a trabajar en tu esquela.

Stevie se sentó bruscamente y la manta se deslizó hasta su cintura.

- No puedes comprender lo difícil que es para mí esta decisión. -¿De vida o muerte? ¿A eso lo llamas una «decisión difícil»?

- No es así de sencillo. No sé si los tumores son malignos y no sé si será fatal posponer la operación. Lo que si sé es que si ahora me operan, mi carrera habrá terminado. Es la única certeza que tengo ahora y la única en la cual puedo basar mi decisión.

Respiró profundamente, según parecía para recobrar el ánimo.

- No puedes juzgarme, Mackie, porque tú nunca has tenido que sacrificar el sueño de tu vida. Tus sueños no van más allá de la siguiente mujer fácil y de un whisky doble.

Judd no podía discutir, puesto que ese comentario describía con toda precisión la clase de vida que llevaba, pero se enfureció al ver que ella lo definía correctamente. A propósito o no, Stevie había expresado la opinión secreta que él tenía de sí mismo. No podía negar sus argumentos. Sin embargo, no estaba dispuesto a irse sin lanzar su último ataque.

- Antes de irme, hay algo que deberías saber, señorita Corbett. -¿Y bien? -preguntó ella.

- Tienes la bata abierta.

- Sí, me siento mucho mejor, gracias -habían transcurrido varias horas y Stevie hablaba por teléfono con su médico-. El medicamento me ayudó a relajarme y dormí una prolongada siesta.

Su sueño se vio interrumpido solo por la cara atractiva y astuta de Judd Mackie, que la miraba tal y como lo había hecho cuando señaló hacia su pecho y le llamó la atención hacia sus senos descubiertos. Era detestable, y ella lo despreciaba con razón.

- Fue solo un desmayo tonto, provocado por mi ansiedad por los resultados de los análisis.

El médico discrepó con su actitud indiferente y la instó a someterse de inmediato a la intervención quirúrgica.

- Usted convino, doctor, en que dos semanas no serían críticas en un sentido o en otro -le recordó-, y yo necesito ese tiempo para pensar en mis opciones y meditar a fondo en todo esto.

Colgó el auricular unos momentos después. Su médico le había pedido que solicitara una segunda opinión y no le dijo que ya lo había hecho, y también una tercera. Los tumores estaban definitivamente en el útero y en los ovarios. Solo la cirugía podría determinar si eran o no malignos.

Con ese desalentador pensamiento, Stevie se dirigió a la sala y encendió la televisión. Estaba justo a tiempo de escuchar el programa de deportes en las noticias locales. Allí estaba ella, caída en la cancha de tenis como una muñeca de trapo, mientras la silenciosa multitud la contemplaba.

Su desmayo causó un gran alboroto entre los medios de comunicación y los funcionarios del torneo. A Dios gracias ella estuvo inconsciente durante todo ese caos. No recordaba nada después de que llegó a la cancha, y se preguntó si ese torneo sería el último para ella.

En el momento de su desmayo, había derrotado en dos juegos a su oponente, pero su juego debió de ser instintivo y mecánico, pues no recordaba nada. -…solo podemos especular sobre la naturaleza déla enfermedad de la señorita Corbett -decía el cronista-. Una declaración hecha por su representante solo mencionó que su estado no es grave y que está descansando en un lugar que no fue revelado. Y ahora transmitiremos en vivo desde el Estadio de los Rangers, donde el…

Apagó la televisión con un gesto petulante.

- Solo unos cuantos tumores, nada serio. Quizá mi carrera llegue a su fin, y jamás podré tener hijos, pero no es nada serio.

Se dirigió a la cocina, más por costumbre que porque tuviera hambre. Al ver el vaso donde había bebido Judd Mackie, lo metió en el lavaplatos y dijo:

- Ojos que no ven, corazón que no siente.

Pero no lograba apartarlo de sus pensamientos y eso era irritante. Lo tenía demasiado presente. ¿Por qué? Tal vez porque no había esperado que la tratara con tanta bondad cuando empezó a llorar, o quizá porque había conseguido que él le prometiera que no divulgaría, la historia. Pensó que, cuando tomara una decisión, debería llamarlo para que él fuera el primero en enterarse de la historia. Merecía esa consideración por comportarse ese día de una forma tan honorable.

Se sirvió un tazón de fresas frescas… por despecho al recordar su comentario sardónico acerca de su dieta… y volvió a dirigirse a su dormitorio. Mientras deshacía su trenza, volvió a pensar en Judd, y recordó cuando él le había acariciado el pelo y las comisuras de los labios.

La había estrechado en sus brazos, sin apresurarla para que dejara de llorar.

Incluso la había llevado en sus brazos. Se sentía perturbada al recordar con tanta claridad el roce de su manga en los muslos desnudos y la fuerza de su pecho debajo de su propio cuerpo.

Era su enemigo mortal, que siempre la atacaba con su maliciosa pluma. Sin embargo, ahora que estaba sola y nadie podía leerle la mente, se confesó que su contacto produjo en ella una inesperada reacción física: un hormigueo en sus senos, algo apretado en el vientre, una sensación de hinchazón y fiebre entre sus muslos.

Sentado indolente en el banco de la cocina, Mackie le había parecido arrugado, desaliñado y cómodo. Llevaba el pelo oscuro largo, no porque hubiese elegido conscientemente ese estilo, sino porque se olvidaba de cortárselo con regularidad. Era atractivo de una forma desgarbada y desaliñada, como un lobo. No era garboso, pero tenía atractivo sexual. Y su actitud resentida y su arrogancia solo aumentaban su atractivo. Para una mujer con sensibilidad, podría ser letal. Stevie compadecía a cualquiera que se enamorara de Judd Mackie.

Mientras se peinaba, se reprendió por permitir que él la enojara. Había sido lo bastante tonta para entablar con él un duelo de palabras.

Nadie podía comprender su dilema, mucho menos él. ¿Qué sabía Judd de ambiciones frustradas? Nunca aspiró a elevarse por encima de la mediocridad; era un vago elegante, que se contentaba con verdades a medias.

Pero sí conocía a las mujeres, reconoció Stevie. Sabía que su frase de despedida era algo que ella no olvidaría fácilmente.

Terminó de cepillarse el pelo y se metió en la cama. Se acostó de lado, porque si lo hacía de espaldas eso le tensaba el estómago y se sentía incómoda. Con las manos debajo de la mejilla, pensó en Judd. Involuntariamente recordó la perezosa mirada de evaluación con la que había recorrido sus senos. ¿Habría observado que el kimono de seda rozaba deliciosamente sus pezones, haciendo que resaltaran?

Al quedarse dormida, se ruborizó ante la posibilidad de que él se hubiese dado cuenta de eso.

Capitulo 3 -Hola -murmuró Judd en el teléfono-. Más vale que sea algo importante, maldita sea -añadió después de consultar el reloj que había en la mesilla de noche.

- Oh, lo es, lo es.

- Mike, por el amor de Dios. ¿Por qué me llamas tan temprano?

- Para despedirte.

Exasperado, Judd dejó escapar una bocanada de aliento y volvió a sepultar la cabeza en la almohada.

- Ya lo hiciste la semana pasada.

- Esta vez es en serio.

- Eso mismo dices cada vez.

- Eres un bribón perezoso y bueno para nada, pero esta vez hablo en serio. ¿Has visto los periódicos de la mañana?

- Ni siquiera he visto la mañana.

- Pues bien, permíteme ser el primero en informarte de que tu competidor obtuvo la historia que se suponía que tú averiguarías y no hiciste. -¿Qué dices?

- Mientras tú tecleabas ese artículo tan poco inspirado acerca del nuevo catcher mexicano de los Rangers, nuestros amigos del Moming News se te adelantaron con la noticia de Stevie Corbett. Tiene cáncer.

Judd se enderezó, colgando las piernas a un lado de la cama, maldiciendo las mantas que lo sujetaban, su jaqueca y su boca estropajosa.

Él y unos amigos habían ido a un antro donde las mujeres estaban desnudas de la cintura para arriba después del juego de los Rangers la noche anterior. Él había bebido una cerveza tras otra, con la vana esperanza de que entre senos desnudos viera algo tan eróticamente atractivo como una encolerizada Stevie Corbett con la bata abierta. Pero no vio nada, así que había seguido bebiendo. -¿De qué diablos hablas, Mike? Y no tienes que gritar,

- Pensé que dijiste que ayer habías hablado con Stevie Corbett.

- Lo hice.

- También dijiste que allí no había ninguna historia.

- En mi opinión no la había. -¿No crees que el hecho de que tenga cáncer en los ovarios sea una historia? -bramó el editor. -¡Ella no tiene cáncer! -gritó Judd a su vez, a pesar de que eso intensificó su jaqueca-. Tiene algunos tumores que pueden o no ser malignos. ¿Cómo se enteraron de eso en el News?

Durante unos segundos hubo un silencio tenso, pero Judd no se dio cuenta. Había salido de la cama y se llevó consigo al baño el teléfono inalámbrico. Su imagen en el espejo le confirmó lo que ya le había sugerido su jaqueca: la noche anterior fue un desastre. -¿Tú sabías eso? ¿Lo sabías? -bramo Mike Ramsey-, ¿Y me diste una basura para la edición de anoche?

Judd no necesitaba acercarse el auricular al oído para escuchar la bronca; de cualquier forma, ya se la sabía de memoria, así que dejó el aparato encima del lavabo y empezó a afeitarse.

- Tú no eres periodista -gritó Mike por encima del ruido del chorro del agua-. Ni siquiera tendrías una columna si no anduvieras de juerga en las tabernas que frecuentan los jugadores y sus fanáticos. No eres un reportero, eres un mecanógrafo. Todo lo que haces es escuchar conversaciones y escribir sobre ellas.

Judd terminó de afeitarse y agarró el auricular el tiempo suficiente para farfullar con la boca llena de espuma de dentífrico.

- Los lectores lo devoran como un dulce, los fascina tanto como un helado, ¿Qué sería de tu página de deportes sin mi columna? Nada, Ramsey, tú lo sabes.

- Estoy dispuesto a averiguarlo. Acabas de escribir tu última columna para mí. ¿Has entendido, Mackie?

- Sí, claro.

- Esta vez lo digo en serio. ¡Estás despedido! Le pediré a Addison que limpie ese nido de ratas que tú llamas «escritorio». Puedes recoger tus cosas de la recepcionista, en el primer piso. No quiero volver a ver tu cara abotargada por el alcohol en la sala de redacción.

El siguiente sonido que se oyó en el teléfono fue el tono de marcar. Imperturbable, Judd se metió en la ducha. Antes de salir, ya había olvidado la llamada de Ramsey. Lo despedía media docena de veces al mes, pero jamás perseveraba en su decisión.

Incluso si lo hacía, sería lo mejor que podría sucederle, porque Ramsey tenía razón en una cosa: su columna solo era una trascripción de lo que escuchaba después de los encuentros deportivos, adornada con algunas agudezas que no abrumaban su imaginación más tiempo del que necesitaba para mecanografiarlas. Durante el último año, Judd se decía que sus lectores no sabían que su columna era algo fácil para él y que no les importaría si lo supieran.

Pero a él si le importaba. Sabía que lo que escribía no valía ni el papel en el cual se imprimía y le pagaban demasiado por la cantidad de trabajo requerida para escribir su columna diaria. Ya no le proporcionaba satisfacción engañar a su editor, al hombre que firmaba sus cheques, ni a sus lectores. Cada vez le era más difícil reírse con disimulo.

Por eso se embriagaba y se acostaba con mujeres que no le importaban, dejando que los días de su vida se deslizaran sin dejar ninguna huella. No le importaba nada, no tenía a nadie por quién trabajar, ninguna razón para levantarse por la mañana. Su vida era un gran cero en el departamento de productividad y a Pesar de que él era el único que lo sabía, le resultaba difícil vivir con esa realidad.

Necesitaba un desafío creativo, pero temía haber malgastado cualquier talento literario que antaño poseyera y que jamás recuperaría, pero ¿qué importaba eso? Ya era demasiado viejo para pensar en serio en cambiar de carrera.

Sin embargo, su futuro no era su preocupación primordial en ese momento. Pero sí lo era Stevie Corbett. ¿Dónde se habría enterado su rival de su enfermedad? ¿Y que sentiría ella al ver que los aspectos más íntimos de su vida proporcionaban el material necesario para la página de deportes? No tardó mucho tiempo en averiguarlo.

Stevie le demostró su famoso golpe directo al lanzar la raqueta de tenis directamente hacia su cabeza. -¿Qué diablos…? -¡Eres un sinvergüenza!

Judd esquivó el primer golpe y después se apoderó del mango de la raqueta cuando ella trató de lanzar un revés. Los dos lucharon por la raqueta. -¿Qué diablos te pasa? -grito él.

- Divulgaste la historia. Dijiste que nuestra conversación sería confidencial. ¡Embustero! Tú…

- Yo no hice nada de eso.

- Oh, sí lo hiciste -exclamó ella rechinando los dientes-. Tú eras el único que lo sabía.

Judd le arrebató la raqueta de las manos y la tiró al suelo. -¿Crees que yo le entregaría la historia a la competencia? Yo no escribí ese artículo, lo publicaron en otro periódico. Ni siquiera he leído aún ese maldito artículo.

Stevie frenó su frustración y su furia y pensó en ello un segundo. ¿Por qué le habría dado la historia a otro? Eso no tenía sentido. Pero últimamente nada en su vida tenía mucho sentido.

- Entonces, ¿cómo te enteraste de lo del artículo? -preguntó desconfiada-. ¿Y cómo lograste cruzar la valla de la policía?

Desde las primeras horas de la mañana, su patio estaba atestado de periodistas. Al fin su representante llamó a la policía, solicitando que acordonaran su casa.

- Uno de los policías me debía un favor. -¿Por qué?

- Tiene que ver con su hermana.

- No creo que quiera saberlo -dijo ella frotándose la frente.

- Yo tampoco lo creo. Basta con decir que la joven se deslizó a hurtadillas una noche en el vestuario después de un gran juego, e hizo las veces de anfitriona durante, una espontánea celebración de la victoria.

Stevie se lo quedó mirando y movió la cabeza consternada.

- Te creo. ¿Por qué inventarías una historia tan sórdida?

Judd la agarró por los hombros y la siguió hacia el banco en la cocina, donde estaba sentada cuando él abrió con una ganzúa la cerradura de la puerta de atrás y se deslizó en el interior. Fue entonces cuando ella empezó a insultarlo y a lanzarle golpes muy bien dirigidos a la cabeza con la raqueta que ella ayudó a diseñar. -¿Cómo se enteró ese columnista, Mackie?

- No lo sé, pero voy a averiguarlo -tomó el teléfono de la cocina y marcó un número. Después preguntó por el cronista de deportes llamándolo por su nombre. Por lo visto eran rivales pero amigos.

- Hola, habla Mackie. Te felicito por tu historia sobre esa mujer, la Corbett -Stevie le dirigió una mirada fulminante, que él ignoró-. ¿ Cómo lograste convencerla para que revelara los detalles íntimos de su vida? ¿O es algo que no debería preguntar un caballero? -Stevie abrió la boca, pero Judd se la tapó con una mano-. ¿Oh, no? ¿Ella no te lo dijo? Umm. ¿Tal vez su manager?

Stevie movió la cabeza obstinada.

- De acuerdo, me doy por vencido. ¿Quién habló? Vamos, ya se ha descubierto el secreto, así que bien podrías decírmelo -Stevie vio que fruncía las cejas-. Escucha, eres un tipo intratable, ayer me quebré el cerebro tratando de averiguar el motivo de su desmayo y acabé con las manos vacías. Solo dime a quién me faltó ver.

Escuchó un momento y desarrugó el ceño, pero no parecía más feliz.

- Ya. Bien, esta vez me has ganado, amigo. No dejaré que eso vuelva a suceder -Stevie alcanzó a oír una vulgaridad pronunciada en un tono amistoso-. Lo mismo para ti, que tengas un buen día. -¿Y bien? -preguntó cuando Judd colgó el auricular.

- Fue un técnico de los laboratorios Mitchell.

- Donde me hicieron la ecografía -gimió en voz baja-. Sabía que nadie en el consultorio de mi médico hablaría, pero jamás pensé en alguien del laboratorio.

- No seas ingenua. Cualquiera habla si pones el cebo adecuado en la trampa. ¿Dónde están las tazas para el café?

- En el segundo armario y en el segundo estante. -¿Quieres un café?

- No, gracias, ya he tomado muchos.

Judd se sirvió una taza y la llevó a la barra. Se sentó en el taburete al lado de ella, exactamente igual que el día anterior. -¿Qué tal has dormido? -le preguntó.

- Bien.

- Tus ojeras dicen lo contrario.

Stevie trataba de evitar mirarlo de frente por temor a que viera que no había dormido bien. Lo cierto era que había pasado una noche inquieta, con sueños que fluctuaban de extraños a eróticos y atemorizantes; y Judd desempeñaba un papel en todos. Estaba exhausta, pero la irritó que él le comentara con tan poco tacto el mal aspecto que tenía.

- Pues bien, tú también tienes mal aspecto -se desquitó, sarcástica.

- Ha sido una noche infernal.

- Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en cualquier lugar que llames «hogar», durmiendo la borrachera? ¿O viniste a regocijarte?

Observó h tensión alrededor de la boca de Judd, lo que era indicio de su irritación, pero siguió tomando su café con toda calma.

- Podría regocijarme si yo hubiese escrito el artículo, pero no fue así. De haberlo hecho, me habría informado bien de los hechos.

De pronto, Stevie perdió todo su ánimo y comentó melancólica:

- Por lo que dice ese artículo, estoy acabada como jugadora; solo me falta morir y que me sepulten.

Judd saltó del taburete con tal rapidez y maldijo de una forma tan enfurecida que ella reaccionó sorprendida.

- No vuelvas a decir eso; me da escalofríos.

- Bueno, lo siento si he ofendido tu sensibilidad -replicó-, pero sucede que se trata de mi enfermedad. Si no te parece bien, puedes irte, y creo que no es mala idea.

Sí era una mala idea. El pensamiento de que Judd la dejara no la atraía en lo más mínimo. Ahora que sabía que él era inocente y que ya no sentía el deseo de asesinarlo, en realidad se alegraba de tenerlo allí. Por lo menos, cuando Judd estaba a su lado debía agudizar sus reflejos mentales. Eso ejercitaba su mente e impedía que albergara pensamientos desconsoladores. Para evitar que él supiera lo mucho que deseaba que se quedara, adoptó una actitud reservada y hostil.

- No hay nada que puedas hacer aquí, excepto exasperarme, así que será mejor que te vayas.

- He venido para llevarte al hospital.

- No iré al hospital; te lo dije ayer. Tengo dos semanas…

- Escucha, Stevie…

- No, escucha tú, Mackie. Es mi vida, mi decisión, y nadie…

Entonces sonó el timbre de la puerta. -¡Señorita Corbett! -empezó a gritar alguien a través de la puerta-, ¿Qué sintió al saber que tiene cáncer y que deberá renunciar al tenis profesional?

- Oh -exclamó ella-, ¿por qué no me dejan en paz? - con los nervios destrozados, bajó la cabeza y la sepultó entre los brazos.

Por fin el persistente periodista renunció o fue alejado de allí por algunos de los policías que supuestamente debían protegerla de tales intrusiones. En la casa volvió a reinar el silencio. Stevie se sobresaltó cuando Judd le puso las manos en los hombros.

- Por lo menos permíteme alejarte de aquí unas horas -hizo girar el taburete donde ella estaba sentada, separó las piernas y presionó entre ellas las rodillas de Stevie. -¿Por qué quieres hacer eso?

- Para compensarte por el día de ayer, pues me porté como un chacal que acude al olor de la sangre.

- Pero no escribiste la historia.

- Sin embargo, en cierta forma, aun así me siento responsable -ella dejó escapar un sonido de burla-. Sé que crees que soy una mala imitación de un periodista -declaró- así como yo creo que eres una mala imitación de una deportista. Bebo demasiado, me gustan en exceso las fiestas y poseo una gran capacidad para el desenfreno. Soy indigno de confianza y sarcástico, pero en el fondo soy un buen hombre.

- Oh, por supuesto.

En el semblante de Judd apareció una mueca picara que hizo que Stevie sintiera un nudo en el estómago.

- Concédeme el día de hoy y te mostraré que estás equivocada.

Stevie quería aceptar, pero titubeó. A pesar de todo su encanto, quizá Judd aún andaba en busca de una historia acerca de ella. Quizá planteaba obtener un perfil más profundo de su carácter, que la describiría como la frívola «debutante de las canchas de tenis», como una vez la había calificado.

- No creo que sea una buena idea, Mackie. Prefiero arriesgarme aquí.

Casi de forma simultánea, el teléfono empezó a sonar y se volvió a escuchar el timbre de la puerta. -¿Planeaste tú esto? -lo acusó.

Judd se rió burlón, fascinado ante ese inesperado respaldo de su idea.

- La Providencia está de mi lado. Ve a buscar todo lo que necesites durante el día. No regresemos hasta después del anochecer -le dio sus instrucciones como si el asunto hubiese quedado resuelto a su entera satisfacción.

- Mackie, aunque quisiera pasar el día contigo en la ciudad, lo que no deseo, no resultaría. Los dos somos muy conocidos y no podríamos ir a ninguna parte sin que nos reconocieran y nos acosaran.

- Por eso nos iremos fuera de la ciudad. -¿Fuera de la ciudad? ¿Adonde?

- Ya lo verás. -¿Y cómo planeas escabullirte entre todos esos periodistas? -¿Quieres dejar de buscar pretextos e ir a por tus cosas? -le pidió, impaciente.

Stevie estudió su cara; no le parecía más digna de confianza que la de un pirata. Quizá pasarían el día discutiendo. Pero la alternativa de verse sitiada en su propia casa era aún más horripilante. Una vez que se decidió, extendió la falda-pantalón corta que llevaba puesta, combinada con una camiseta y sandalias. -¿Puedo ir así?

- Por supuesto. Ve a buscar tu bolso.

En menos de cinco segundos, Stevie regresó a la cocina con un bolso de lona donde guardó todo lo que podría necesitar. Judd estaba frente al fregadero, lavando la cafetera.

- Te sientes como en tu casa, ¿verdad?

- Umm -sin ninguna prisa, Judd se secó las manos en un paño para secar platos y después lo arrojó a un lado-. Así es.

Se adelantó un paso, deslizó los brazos alrededor de la cintura de Stevie, la acercó a él, inclinando la cabeza, la besó en los labios. Eso la pilló desprevenida y ni siquiera trató de luchar y tampoco pronunció una sola palabra de protesta. La besó con suavidad, una y otra vez, hasta que sus labios permanecieron unidos a los de ella.

Al subir hacia su cuello, la mano de Judd rozó su seno, haciendo que el pezón se excitara. Ni siquiera estaba segura de que su caricia fuese de buena fe, pero la reacción de ella era muy real. De pronto se sintió invadida de calor y su intensidad se acrecentó cuando Judd reajustó sus cuerpos, amoldando el suyo en el hueco de sus muslos.

Judd cerró los dedos alrededor del cuello de Stevie, y sondeó con lengua juguetona el borde de sus labios, indolente y con indiferencia, como si a él no le importara sí ella los entreabría o no. Si lo hacía, bien, entonces la besaría. Si no, de acuerdo; se sentiría divertido, no encolerizado ni decepcionado.

Stevie los entreabrió y Judd adentró en su boca la lengua, cálida y húmeda, explorándola muy despacio. El beso se inició despacio; el cambio surgió de una forma tan gradual que no fue perceptible hasta que su lengua se adentró más. Toda la naturaleza del beso se alteró de la misma manera que la reacción de los dos.

Cuando la excitación de Judd fue tan evidente que Stevie podía sentirla, él la apartó rápidamente. Ella lo miró con una mezcla de deseo y confusión. -¿Por qué me has besado así?

- Por curiosidad -pronunció la palabra con voz ronca, se aclaró la garganta y continuó-: Los dos hemos estado pensando en eso, ¿no es cierto? Desde ayer, cuando vi tus senos, me he preguntado cómo sería estar juntos. Ahora que ya hemos satisfecho nuestra curiosidad, podemos relajarnos y disfrutar de este día. ¿De acuerdo?

Stevie sabía que, si se relajaba más, se derretiría hasta convertirse en una mujer llena de deseo. Pero asintió sin decir una palabra.

Aceptar la idea de él quizá acabaría siendo un gran error.

Capitulo 4 -Te equivocaste de vocación -iban de camino y Stevie se dirigió a él. Estaban en el automóvil deportivo de Judd mientras él maniobraba entre el tráfico-. Debiste ser un criminal.

Su plan de huida requirió que ella creara una distracción en la puerta del frente de su casa, asomando la cabeza justo el tiempo suficiente para que los periodistas y los fotógrafos pensaran que quizá estaba dispuesta a hacer una declaración. Después, mientras todos cruzaban el césped hacia la entrada, Judd y ella se escabulleron por la parte de atrás, corriendo por el callejón, hasta que llegaron desapercibidos al automóvil de él, que estaba aparcado en la siguiente calle.

- Pensé en dedicarme al robo a gran escala -comentó el, efusivo-, pero pensé que eso requería demasiada ambición y un trabajo arduo.

Sonriendo, Stevie se acomodó en el asiento tapizado de cuero. En el momento en que salieron de su casa, se había apoderado de ella una sensación de libertad. El hecho de desviarse de su rutina normal era en sí un lujo. Casi todas las mañanas, a esa hora, ya había dedicado varias horas a su entrenamiento físico y a la práctica. Le comentó a Judd que se sentía culpable. -¿Cuándo empezaste a jugar al tenis? -mirando hacia atrás para asegurarse de que el carril estaba libre, Judd siguió la rampa hacia la carretera interestatal y se dirigió al Este, dejando Dallas atrás.

- Tenía doce años.

- Tarde para la mayoría de las jugadoras que llegan tan lejos como has llegado tú -observó.

- Un poco, pero casi no puedo recordar una época en la cual no haya sabido lo que no es tener una raqueta en las manos -Stevie recordó la noche en que por vez primera manifestó un interés en jugar a ese deporte-. De pronto, les dije a mis padres que quería jugar con el equipo de tenis de mi colegio -había hecho su sorprendente anuncio a la hora de cenar-. Mamá y papá se me quedaron mirando como si les hubiese dicho que quería mudarme a Marte. -¿Tenis? -le había preguntado su padre.

- Sí, así es.

- Es un deporte para ricos -había declarado él, y siguió cenando-. Pásame las patatas. -¿Qué tenían tus padres en contra del tenis? -preguntó Judd.

- Nada en realidad, pero no podían comprenderlo. Mi madre no sentía el menor interés por el deporte. A papá solo le agradaban los deportes como el fútbol y el baloncesto y, por supuesto, eran para hombres.

Stevie sabía que el hecho de ser mujer había sido una gran decepción para el ceñudo extraño a quien llamaba «papá». -¿Cómo conseguiste su permiso para jugar?

- Después de cenar, abordé el tema con mamá, mientras fregábamos los platos. Le expliqué que el colegio tenía raquetas y pelotas y que yo podría usarlas. No tendría que comprar nada, así que aceptó.

Stevie siguió contándole a Judd que cuando llegó a la preparatoria ya era una apasionada del deporte. Ahorraba el dinero que ganaba cuidando niños para pagar las clases que tomaba en un club caro del norte de Dallas.

- Nosotros no éramos socios. La cuenta del bar de cualquier miembro excedía lo que papá ganaba en un mes.

En su voz no había rencor. Jamás se sintió amargada por el modesto nivel económico de sus padres, solo impaciente por la falta de interés de ellos para mejorarlo.

- Jugaba en un torneo con el equipo del club cuando conocí a Presley Foster.

«Tus zapatos son un número más grande. Tu revés apesta y tu golpe derecho no es mucho mejor, aunque tienes buenos golpes básicos.

Te luces ante los espectadores más de lo que te concentras en tu estrategia. Si te quedas dos puntos atrás, automáticamente sacrificas el juego.

Tus servicios son fuertes y rápidos, pero no de forma constante. No haces ningún esfuerzo a menos que te veas obligada, y es pésimo adquirir ese hábito». Esas fueron las primeras palabras que le dirigió Presley Foster.

Judd dejó escapar un silbido cuando Stevie se las reveló.

Ahora ella podía recordar todo eso y reírse.

- Me sentí fatal. Pero entonces él añadió: «Sin embargo, tienes talento. Yo puedo retinarlo, convertirte en una jugadora a nivel mundial.

Me odiarás antes de que terminemos. Necesito dos años».

Una semana después de su graduación en la preparatoria, se fue con el famoso entrenador al campamento que él tenía en Florida. Su decisión fue incomprensible para sus padres. El tenis no era un trabajo, era un juego. Pero ella se fue a pesar de sus objeciones. Quizá no tendría ningún futuro en el tenis, pero ciertamente no tendría ninguno si se quedaba en su hogar, estancándose junto a ellos.

- No sabía lo arduo que sería hasta que me encontré bajo la tutela de Presley -le comentó a Judd con una sonrisa.

Descubrió que la aventajaban mucho los jugadores que habían empezado a entrenarse para los torneos en la escuela primaria y que asistían a los campamentos de verano de Foster. Muchos de ellos jugaban al tenis excluyendo casi todo lo demás. Algunos ni siquiera tuvieron infancia. El tenis lo era todo.

- Yo tenía diecinueve años cuando entré en el circuito -miro por la ventana el paisaje que se deslizaba veloz-. Estaba jugando en un torneo en Savannah, Georgia, cuando me dieron la noticia de que la casa de mis padres había sido destruida por un tornado y ellos habían muerto. -¿Murieron durante esa tormenta? ¿La que destruyó la mitad de la parte este de Dallas?

- Sí. Prácticamente todo el vecindario quedó destruido. Yo estaba acostada en mi cama en el motel en Savannah, llorando, cuando Presley entró como un huracán y quiso saber por qué no estaba en la cancha para la sesión de calentamiento antes del partido.

- Mis padres han muerto. No esperarás que juegue hoy, ¿verdad? -había dicho ella. -¡Maldita sea, por supuesto que sí! En estos momentos es cuando una jugadora demuestra de qué madera está hecha -replicó Presley.

Y ella jugó y ganó. Después del partido fue a Dallas para encargarse de los funerales de sus padres.

- Seis meses después -le dijo a Judd con voz pensativa y remota-, Presley se encontraba en mitad de una frase cuando se llevó la mano al pecho y, sin decir una sola palabra más, falleció de un ataque cardíaco. Al siguiente día jugué un partido de lo más reñido. Él así lo habría querido.

Ni sus padres ni su mentor vivieron para verla convertirse en la segunda jugadora del tenis profesional. Y este año estaba camino de llegar al Gran Slam. Entonces se retiraría, sabiendo que había demostrado que su padre estaba equivocado. El tenis no solo era un deporte de ricos. Era un juego celoso y exigente, por el que ella sacrificó una educación universitaria, el amor, el matrimonio, la familia… todo. Y ahora que estaba a punto de vencer, no podía permitir que nada, nada, se interpusiera en su camino.

Consciente de que Judd la miraba atentamente, relajó la mandíbula y los puños y sonrió. -¿Qué me dices de ti? ¿Siempre aspiraste a convertirte en un cronista deportivo que en vez de tinta usa la sangre de sus víctimas?

El hizo una mueca y se estremeció.

- Oh, Dios, me haces parecer como algo terrible.

- Has escrito algunas cosas terribles acerca de mí en tus artículos. ¿Por qué debería evitar herir tus sentimientos?

- Creo que unos cuantos golpes bajos son justos -y le dirigió una mueca perversa-. Pensando en ello, algunos golpes bajos incluso podrían resultar divertidos.

Stevie ignoró la insinuación sexual. Pensar en el beso que compartieron, y no tenía sentido negar que ella había participado, podría ser arriesgado. La táctica más segura era fingir que eso jamás había sucedido.

Judd Mackie tenía fama de ser un tenorio. Muchas veces ella había sido víctima de su prosa mordaz. Y no sería su víctima en otra área.

- Solo por curiosidad, Mackie, ¿por qué yo? -se volvió hacia él, doblando la rodilla y metiendo el pie debajo de las caderas-. ¿Por qué me elegiste para lanzarme tus dardos envenenados? -¿Por qué debería importarte eso? Tienes al resto de la población mundial a tus pies. ¿Qué puede importarte que este cronista deportivo, vago y acabado, encuentre placer en atacarte en su columna?

- Me resulta molesto.

- Pero no así a mis lectores. Incluso desde ese primer artículo hace muchos años.

- Y yo exigí que te retractaras.

- Pues yo publiqué varios párrafos de tu carta, ¿recuerdas? -le preguntó con una sonrisa ufana-. A los lectores los fascinó eso y saqué tanto provecho que deliberadamente cultivé el antagonismo entre nosotros. -¿Por qué?

- Porque con eso se puede escribir algo interesante. -¿Qué fue lo que hice, en primer lugar, para merecer tu desprecio?

- No es tanto lo que hiciste o no hiciste. Es lo que eres. Es tu… -¿Y bien? -lo incitó ella cuando dejó la frase sin terminar.

- Es tu aspecto.

Aquel comentario le hizo a Stevie guardar silencio. Al fin preguntó: -¿Cómo es mi aspecto?

- Atractivo. Resulta difícil tomarte en serio como deportista cuando pareces una Barbie vestida de tenis. -¡Eso es de lo más machista!

- Descaradamente.

- Mi aspecto no tiene nada que ver con mi estilo de jugar.

- Quizá, pero para ti yo soy un cerdo machista -declaró Judd, sarcástico.

- Y si tuviera una verruga en la punta de la nariz, ¿eso me convertiría en tu opinión en una mejor jugadora de tenis?

- Jamás 3o sabremos, ¿verdad? Pero tal vez. Por lo menos, me sentiría menos inclinado a escribir cosas mezquinas acerca de ti.

Stevie lo miró desalentada.

- Durante todos estos años me he preguntado qué había hecho para incurrir en tu cólera; y en realidad no tiene nada que ver conmigo.

Todo se reduce a tu frivolidad y a tus prejuicios machistas.

- Eso es una generalización. No tengo ningún prejuicio en contra de las mujeres deportistas.

- Solo en contra de mí. ¿Hay algo que pueda hacer para que cambies de opinión?

- Podrías volverte fea.

- O tener un cáncer.

Después de tomar la rampa de salida, Judd frenó bruscamente delante de la luz roja y, volviendo la cabeza hacia Stevie, declaró:

- Eso ha sido otro golpe bajo, Stevie, pero lo ignoraré con una condición. -¿Cuál?

- Dime si sabes cocinar. -¿Cocinar?

- Sí, sé cocinar.

- Bien -replicó Judd metiendo la primera y dando la vuelta en el cruce para seguir por una carretera de dos carriles-. Pero nada con salsa; no me agradan las salsas, excepto la de crema con pollo frito. Las salsas son para los afeminados.

- Oh, por favor -gimió ella sonriendo.

En el siguiente cruce de caminos, Judd detuvo el coche frente a una combinación de supermercado y gasolinera.

- Ahora iremos de compras.

Media hora después, el automóvil dio la vuelta y siguió por un angosto camino rural. Los árboles que crecían a ambos lados formaban un denso pabellón verde. Los postes se entremezclaban con los altos y erguidos pinos. -¿A qué parte del mundo nos dirigimos?

El pueblo donde hicieron sus compras apenas merecía esa designación. Además de la tienda y gasolinera, solo había una ferretería, una oficina de correos, una estación e bomberos, una escuela y tres iglesias protestantes.

- A la casa de mis abuelos -se rió Judd al ver la sorpresa de Stevie-. Así es, no solo tengo una madre también tengo un padre; o lo tenía.

Esta granja pertenecía a sus padres y la heredó él. Cuando falleció hace algunos años, yo heredé la propiedad. Vendí los pastizales, pero conservé las ocho hectáreas que rodean la casa.

- Pues son ocho hectáreas muy bonitas -afirmó ella.

- Gracias.

La casa fue otra sorpresa. Estaba situada en un claro rodeado de nogales que empezaban a cubrirse de hojas. Había un molino de viento, una cochera separada de la casa y un granero. Todo estaba pintado de blanco. Y todo necesitaba una buena reparación. Los arriates de flores alrededor de la terraza estaban cubiertos de maleza y en todo el lugar había un aire de desolación y abandono.

- Necesita algunas reparaciones -explicó él restándole importancia a lo que era evidente-. Te prometo que el interior es mejor.

- Es encantadora -dijo Stevie con amabilidad. Se bajó del automóvil y se agachó para evitar una telaraña tejida entre dos árboles.

Judd abrió la puerta con una llave que sacó de debajo del felpudo de la entrada y la invitó a pasar. Los recibió el ambiente húmedo, silencioso y con olor a moho de una casa vacía durante largo tiempo.

Parado en el amplio vestíbulo, donde su voz producía eco, Judd comentó:

- Al principio se suponía que esto sería para huir de todo, pero muy rara vez puedo salir de la ciudad los fines de semana, pues hay muchos encuentros deportivos. Y no resulta práctico venir entre semana. Como resultado de ello, no vengo aquí con la frecuencia que se merece la casa. -¿Qué es eso? -preguntó Stevie señalando hacia la habitación que se encontraba detrás de él.

Judd se dio la vuelta.

- Es un comedor con una mesita de juego, una silla plegable y una máquina de escribir portátil encima de ella -Stevie le dirigió una mirada inquisitiva-. Los muebles de comedor se encuentran ahora en la casa de mi madre.

- Oh -esa no era la pregunta que ella tenía en mente, pero por el momento se contentó con su explicación. Por lo visto él escribía allí-. ¿Y qué hay arriba?

- Tres dormitorios y un baño. También hay un aseo debajo de la escalera, si quieres usarlo. ¿No? -añadió Judd cuando ella movió la cabeza-. Entonces llevemos todas estas cosas a la cocina.

Stevie lo siguió, atravesando una espaciosa sala. Todos los muebles estaban cubiertos con telas para protegerlos del polvo. Dieron la vuelta a la derecha al final del pasillo central y entraron en la cocina. Judd dejó las bolsas de comida en la mesa redonda de roble.

- Esto parece la casa de una abuela -comentó Stevie, nostálgica mientras deslizaba la mano por el respaldo tallado de una de las sillas-. Yo no conocí a ninguno de mis abuelos; fallecieron antes de que tuviera la edad suficiente para recordarlos. -¡Oh! -Judd estaba frente al refrigerador, de donde sacó algo enrollado y negro y por consiguiente imposible de identificar. Con el brazo extendido, llevó el maloliente producto hacia la puerta de atrás y lo arrojó a través de ella-. Me alegro de que la abuela no esté aquí para ver esto, pues le daría un ataque.

Abrió la ventana para que entrara el aire fresco mientras Stevie preparaba unos emparedados con las carnes frías y los quesos que compraron. Cuando lo hacía, sintió en la parte inferior del abdomen una de las punzadas que había llegado a reconocer, casi a esperar. Qué extraño, se dijo, que no hubiese pensado mucho en su enfermedad desde que salió de Dallas, y consideró que debería darle las gracias a Judd Mackie por apartar eso de su mente. Hacía apenas dos días habría pensado que, si se quedaba a solas con el columnista, lo estrangularía poco a poco y experimentaría un gran placer viendo cómo se le salían los ojos de las órbitas.

Qué sorprendente que su extraño sentido del humor le pareciera tan consolador. No la mimaba ni la complacía, lo que a ella le habría resultado insoportable. No trataba de ser un bufón, obligándola a reírse cuando eso habría sido inapropiado. Jamás habría pensado que no le costaría ningún trabajo entenderse bien con él. Se comportaba como el amigo que ella necesitaba justo en esos momentos, ameno, pero con quien era fácil conversar. Se alegraba de su presencia cuando ella necesitaba a alguien imparcial, objetivo y sin complicaciones. Pero prefería cortarse la lengua antes que decírselo.

- La comida está lista.

Judd se lavó las manos y después se reunió con ella en la mesa.

- Vaya, esto tiene un aspecto fantástico -declaró entusiasmado al sentarse.

Stevie le dio un mordisco a su bocadillo y preguntó con la boca llena: -¿Qué haremos después de comer?

- El amor -replicó él, también con la boca llena.

Capitulo 5 Stevie se tragó el bocado entero y miró boquiabierta a Judd, que con toda tranquilidad se limpió la boca con una servilleta de papel.

- Es solo una sugerencia, por supuesto -declaró él.

A toda prisa, Stevie se levantó de la silla y se dirigió a la puerta.

- Debí saber que no podía confiar en ti, eres un… ¡Oh! Cuando pienso en lo crédula que fui al pensar que tú… ¡Ay! -al pasar al lado de la silla de él Judd estiro el brazo y se apoderó de la punta de su trenza, tirando de ella para detenerla-. ¡Ya basta! -gritó Stevie- déjame.

- Siéntate -Judd trató de parecer severo, pero ella vio que tenia dificultad para conservar el gesto serio-. ¿No sabes entender una broma? -¿Eso ha sido una broma?

- Por supuesto, ¿qué creías? ¿Qué hablaba en serio? -¡Por supuesto que no! -replicó bruscamente ella.

- Entonces, ¿por qué no te has reído?

- No me ha parecido divertido.

- Eso creo. No ha sido tan divertido como la expresión de tu cara -Judd la imitó y Stevie pensó que si había parecido así de idiota, le habría gustado desaparecer-. Como si te hubiese golpeado en la cara con,..

- Me lo imagino -lo interrumpió malhumorada mientras volvía a sentarse y le daba con rabia un mordisco a su bocadillo-. Me habría parecido muy de acuerdo con tu carácter que me hubieses traído aquí bajo falsas pretensiones para después tratar de seducirme.

En vez de sentirse insultado, Judd parecía halagado. -¿Cómo puedes saber si era natural que yo te sedujera?

- He dicho que trataras de seducirme.

- De acuerdo, que tratara de seducirte.

- He oído ciertas cosas -respondió ella, desdeñosa.

- Oh, ¿es cierto eso? ¿Como qué? ¿Qué has oído decir de mí?

- Olvídalo. -¿No te refieres a esa historia que circula por ahí acerca de mí y las trillizas pelirrojas, verdad? Escucha, eso es una maldita mentira. -¿Trillizas? -repitió Stevie con voz débil.

- Quizá son las contorsionistas más famosas del mundo, pero aun así… -¿Estás bromeando? -lo miró desconfiada.

- Sí estoy bromeando -Judd siguió comiendo, pero su sonrisa seguía siendo insoportablemente complaciente y divertida-. Bueno, sabemos que las camas de la abuela están a salvo de nosotros, ¿verdad?

- Por supuesto que sí.

- Quiero decir, cuando nos besamos no sucedió nada, ¿verdad?

- Es c-cierto.

- La tierra no se estremeció, las estrellas no estallaron y no vimos los fuegos artificiales. Yo no sentí nada, ¿y tú?

- No, nada.

- Ninguna oleada de lujuria.

- No.

Judd se encogió de hombros con un gesto elocuente.

- Lo intentamos y vimos que no sucedió nada, así que no tienes por qué preocuparte. Ahora, volviendo a tu pregunta original sobre lo que haremos esta tarde…

Stevie apenas escuchaba. Se sintió aliviada al ver que Judd bromeaba cuando habló de pasar la tarde haciendo el amor, pero su ego se sentía herido. ¿Por qué a él le parecía tan absurda esa posibilidad? Cuando se besaron, ¿él no había sentido siquiera una ligera agitación? La palabra «lascivia» era demasiado fuerte para describir el hormigueo que ella había experimentado en todas sus zonas erógenas, cuando la lengua de él inició suavemente con la suya ese rito de amor. Sin embargo, él se había mostrado inalterable. ¿Acaso el hecho de besarla era tan poco excitante que incluso un tenorio famoso y que aparentemente no hacía discriminaciones no sentía algo? -… no tienes que hacerlo. -¿No tengo que hacer qué? -preguntó Stevie, dándose cuenta de que él seguía hablando.

- No tienes que ayudar -le explicó, dirigiéndole una mirada de extrañeza-. ¿No me escuchabas?

- No, estaba pensando en otra cosa. -¿No sientes dolor, verdad? -le preguntó frunciendo el ceño.

- No, no es nada de eso.

- Bien -la estudió un momento, como si no estuviera convencido de que le decía la verdad. Cuando quedó satisfecho, resumió lo que le había dicho antes-. Debo hacer algunos trabajos aquí; mientras me dedico a eso, puedes descansar en uno de los dormitorios.

- Preferiría estar al aire libre; el bosque es muy bonito.

- Como quieras -respondió él, y se puso de pie para llevar el plato sucio al fregadero-. Hay algunos libros en los estantes de la sala. Si te aburres, siéntete libre para curiosear.

- Gracias.

- He traído ropa de trabajo. En cuanto me cambie, empezaré a trabajar fuera. Llámame si necesitas algo.

- Así lo haré.

Judd salió de la cocina. Sintiéndose un tanto abatida y abandonada, Stevie se dirigió hacia el fregadero.

- Ah, Stevie. -¿Sí? -respondió ella, dándose la vuelta a toda prisa, El se asomó por la puerta de modo que solo su cara era visible.

- Sí experimenté una pequeña oleada de lascivia - desapareció después de golpear ligeramente la puerta y hacerle un guiño.

Stevie maldijo hacia el espacio vacío donde antes había estado el sonriente semblante de Judd. -¿Qué diablos estás haciendo? Stevie, de cuclillas en la tierra, miró hacia atrás y estuvo casi a punto de caerse, pero se detuvo a tiempo, Judd estaba a su lado, vestido solo con un sucio pantalón vaquero y con el cuño fruncido.

Durante el par de horas desde que lo vio por última vez, había sudado mucho, y por el abundante vello que le cubría el pecho escurrían gotas de sudor. Estaba apoyado en un rastrillo, con el cuerpo ladeado.

Podía ver su axila, pero le parecía una invasión de su intimidad quedárselo mirando; tanto como seguir con la vista las gotas de sudor que se deslizaban por el centro de su abdomen hasta la pretina del pantalón. Algo dulce y elemental conmovió su feminidad y le recordó las punzadas de dolor que experimentaba recientemente, pero eso era distinto. Esas punzadas le producían placer, no temor y dudas. Trató de alejar de su mente ese pensamiento, porque la hacía sentirse extraña y temerosa. -¿Qué crees que estoy haciendo? Estoy quitando las malas hierbas de este arríate de flores -reanudó la tarea, que había ensuciado irremediablemente su falda-pantalón blanca, cubriendo sus manos con la fértil tierra negra.

Estaba cubierta de sudor y la trenza descansaba en su blusa húmeda, que se había pegado a su espalda. Se sentía maravillosamente; era como si ese sudor fuese más saludable que cuando terminaba sudorosa en la cancha de tenis.

- Se supone que deberías estar descansando -le dijo Judd.

- Esto es de lo más relajante. Me agrada cuidar de las plantas y estas parecen muy descuidadas -le dirigió una mirada reprobadora, pero rápidamente miró hacia otro lado.

Judd estaba acuclillado a sus espaldas y de cerca tenia la cara sucia y manchada por el sudor, pero a Stevie le resultó más atractivo que nunca. Percibía el olor de su piel y supo que sus labios tendrían un sabor salado si él decidía besarla justo en ese momento. Tragó saliva y le dijo:

- Hay una jarra de té helado en la mesa de la terraza.

- Gracias -Judd se levantó, refunfuñando cuando las rodillas le crujieron y subió los escalones-. Mis viejos huesos necesitan ejercicio, pero tal vez mañana por la mañana no podré levantarme de la cama -se sirvió un vaso de té helado y después de beberlo, preguntó-: ¿Has hecho algo aquí?

- He barrido, pues la terraza estaba cubierta de hojas y agujas de pino.

- Eres una diligente abejita, ¿verdad?

- Es bueno hacer un trabajo honrado; además, eso mantiene mi mente ocupada.

Él bajó los escalones y tiró de su trenza con un gesto juguetón.

- No te fatigues demasiado.

- No lo haré.

- Pareces agotada.

El sol ya se había ocultado detrás de las copas de los árboles, proyectando sombras oblicuas sobre el claro frente a la casa. Stevie estaba sentada en un columpio colgado de la rama de un vigoroso nogal, moviéndolo indolente con el pie descalzo. Antes de sentarse en él, lo lavó con la manguera y sacudió las telarañas de las cadenas. Necesitaban aceite, pero le agradaba el sonido chirriante que hacían cuando ella se mecía, pues armonizaba con el perpetuo rechinar del molino de viento.

El columpio fue uno de los varios proyectos que se asignó durante el curso de la tarde, mientras Judd clavaba los postigos sueltos y usaba el rastrillo para despejar el claro, además de hacer una limpieza general en el granero y en la cochera.

En ese momento, mientras Judd la reprendía, se dejó caer en el suelo frente al columpio y se recostó de espaldas sobre el césped recién podado.

Él se había vuelto a poner la camisa, pero desabrochada, dejando ver su impresionante tórax y su provocativo estómago, que a pesar de sus modestas palabras era plano y tenso, sombreado por el vello oscuro. Stevie se esforzó en desviar la mirada, pero no era fácil.

- Estoy cansada -concedió-, pero de una forma deliciosa. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi el sol ocultarse detrás de los árboles. La luz moteada, las sornas, los matices oro y verde, todo es precioso. Y los sonidos, esos susurros del bosque que jamás se escuchan en la ciudad. Y sin embargo todo es muy tranquilo.

Judd se apoyó sobre un costado y apoyó la mejilla en la palma de la mano mientras la contemplaba. -¿Siempre hablas con tanta exaltación?

- Solo cuando estoy así de cansada -replicó con una sonrisa, que él le devolvió-. He disfrutado mucho hoy. Es una lástima regresar a inhalar el monóxido de carbono y el humo de los tubos de escape de los automóviles en vez de aspirar la fragancia de la resina y las flores silvestres. -¿Y tenemos que hacerlo?

Stevie detuvo el columpio con el talón y separó la cabeza de la gruesa cadena, donde la tenía apoyada. -¿Tenemos que hacer qué? -¿Tenemos que regresar? -¿Qué estás tramando ahora Mackie? -lo miró con los ojos entrecerrados.

- Oh Dios, tienes una naturaleza de lo más desconfiada.

- No soy desconfiada, pero no confío en ti -replicó con dulzura-. ¿A qué te refieres al preguntar si debemos regresar a Dallas? Por supuesto que sí. -¿Por qué?

- Tenemos obligaciones. -¿Con?

- Bueno, por una parte, tú la tienes con el Tribune.

- No a partir de esta mañana. -¿Qué tratas de decir?

- Me despidieron. -¿Te despidieron? -lo miró sorprendida-. ¿Ellos te despidieron?

- Así es. -¿Por qué?

- Porque dejé que un periódico rival se me adelantara con la noticia sobre Stevie Corbett.

Abrió los labios sorprendida y durante unos momentos solo se lo quedó mirando, pero en su expresión franca no encontró nada que indicara que mentía. Ella esperaba que eso fuese una mentira. -¿Te despidieron por culpa mía?

- No te preocupes -dijo él despreocupado-. Despedirme es una de las pocas cosas con las cuales disfruta mi jefe. Ni siquiera pensaría en regresar de inmediato y privarlo de ese placer ocasional.

Su broma no la hizo sonreír.

- Pero… pero pudiste escribir una historia sobresaliente. Tú eres el único que conoce la verdad.

- Eso me habría convertido en un verdadero bribón ¿no crees? Quizá te resulte difícil creerlo, pero sí tengo cierta ética y cuando digo que una conversación es confidencial, lo es.

Judd se puso en pie y se acercó al columpio. Stevie estaba sentada en una esquina, con una pierna extendida a lo largo del columpio. El le rodeó el tobillo con una mano y le alzó la pierna; después se sentó y colocó la pierna de ella encima de las suyas.

- Tienes una ampolla en el pie -comentó.

- Eso me pasa por llevar sandalias en vez de zapatillas de tenis y calcetines.

Él le frotó la piel enrojecida con la yema del pulgar. El plan inicial de Stevie era retirar el pie, pero cambió de idea. Temía que al moverlo su talón rozara su cuerpo de una forma más íntima.

- Será mejor que entremos antes de que oscurezca -sugirió.

- Lo dije en serio -Judd volvió la cabeza y fijó en ella su mirada-. Quedémonos aquí.

- No podemos hacerlo.

Stevie deseaba que Judd retirara la mano de su pie donde su pulgar trazaba dibujos. Era difícil no enterarse y casi imposible no ronronear de placer, sobre todo cuando él le dirigió una mirada cautivadora. -¿Por qué no? -¿Por qué no? No podía pensar en una buena razón.

- Porque no.

- Me parece una excelente razón -sonrió burlón, pero al instante volvió a adoptar una actitud seria-. Necesitas estar algún tiempo a solas para pensar, Stevie. ¿Qué mejor lugar que aquí? No hay teléfono, nada que te distraiga, ni periodistas curiosos. No hay nadie que te presione.

Sólo estoy yo.

No se imaginaba que él era el principal impedimento. Pero debido a que la idea era atractiva, Stevie eludió un «no» definitivo. -¿Piensas sentarte y contemplar mientras pienso en mi dilema? ¿Eso es lo que me propones? -dijo al fin.

- No, voy a trabajar en mi novela. -¿En tu novela? ¿Qué novela?

- La que empezaré mañana por la mañana. Es decir, Si nos quedamos. Si no lo hacemos, quizá jamás llegue escribir la novela norteamericana más grandiosa, y todos te culparán por ello.

- Oh, gracias. Así que ahora tu carrera es responsabilidad mía.

- Bueno, lo cierto es que me despidieron por tu culpa -le recordó.

- Tú acabas de decir…

- Ya sé lo que dije -la interrumpió refunfuñando-. Escucha, podemos quedarnos. Tú puedes ocuparte de los arriates de flores y de la casa, cocinando y haciendo la limpieza, y yo escribiré.

- Así que lo que quieres es un servicio doméstico gratuito -retiró el pie, sin dudarlo-, Quieres una ama de llaves a tu disposición mientras tú juegas a ser John Steinbeck. Eres un timador, Mackie, un gran timador. El más manipulador…

- Por lo que a mí me concierne, puedes quedarte todo el día en la cama -exclamó él en voz alta, acallando sus protestas-. Fuiste tú la que dijo que quería mantenerse ocupada para alejar tu mente de…-su mirada se deslizó hacia el regazo de ella-. Ya sabes.

Después la miró a los ojos y al ver su mirada hostil, exhaló el aire, disgustado.

- De acuerdo, olvida que lo he mencionado. Pensé que a los dos nos haría bien algún tiempo lejos del trabajo para pensar, reconsiderar, planear, esa clase de cosas; y me pareció que este lugar es perfecto para eso. Es evidente que estaba equivocado -se bajó del columpio, que se sacudió alocado, pero Stevie lo detuvo con el pie. -¿Dónde dormiríamos? -preguntó cuando él se alejaba, Judd se detuvo bruscamente y durante varios segundos no se movió. Cuando lo hizo, se dio la vuelta lentamente. -¿Dónde dormiríamos los dos? -¿Dónde dormiría yo?

- Te dejo que elijas tu dormitorio. -¿Dónde dormirías tú?

- En alguno de los otros dormitorios -puso las manos en las caderas-. ¿Era eso lo que pensabas, que tengo un motivo oculto? Una combinación de ama de llaves y amante -ella guardó silencio-. Creía que habíamos aclarado que entre nosotros no hay ninguna atracción sexual.

Escucha, esto será un arreglo. Por el momento nuestras vidas son un caos. ¿Por qué desearíamos una implicación adicional?

- Exactamente.

- No veo que entre nosotros haya surgido ninguna chispa, ¿verdad?

- No. -¿Andarías por ahí sucia y sudorosa y en general con un aspecto desastroso si trataras de tentarme para que me convirtiera en tu amante?

- No -replicó Stevie, rígida, sintiendo grandes deseos de abofetearlo.

- Pues bien, tampoco yo. Si quisiera que estuvieras en mi cama, te lo diría con toda franqueza. Eso es todo -Judd jadeó, pasándose los dedos por el pelo-. Ahora que hemos aclarado eso, ¿nos vamos, o nos quedamos?

Capitulo 6 -Pensé que sería agradable comer aquí fuera.

Stevie señaló la mesa de juego que sacó del comedor e instaló en la terraza. Cortó un ramo de flores silvestres y lo colocó en el centro de la mesa. Después de mirar armarios y alacenas sacó un mantel, servilletas de lino e incluso una vela, que gracias a un poco de cera derretida, logró colocar en un plato. La luz parpadeaba sobre la cara de Judd, sumido en las sombras.

- Es una excelente idea, pero te has tomado muchas molestias.

- He disfrutado con ello.

Tal y como prometió, Judd había dejado que ella eligiera su dormitorio. Stevie se había decidido por el que había al Este, porque solía despertarse temprano. Su elección fue del agrado de él, que reconoció que lo último que quería ver por la mañana era la luz del sol filtrándose por las persianas.

Al salir del dormitorio, le había mostrado el baño. Tenía un lavabo de pedestal y una anticuada bañera con patas en forma de garras.

- Tiene por lo menos dos metros de largo, adecuada para que te recuestes si deseas darte un prolongado remojón -le dijo con el acento nasal de un vendedor de aceite de serpiente.

Encontraron toallas y sábanas, además de algunas prendas de vestir, en el armario del piso superior. -¿Crees que podrás encontrar algo que puedas usar hasta que vayamos al pueblo? -preguntó Judd mirando escéptico la ropa.

- Me las arreglaré. ¿De quién es esta ropa? -le preguntó, sosteniendo sobre su cuerpo una amplia falda.

- Creo que de varios primos -había una mezcla de ropa de hombre y de mujer. Judd tomó una camisa y un pantalón corto-. Solo porque soy un tipo amable dejaré que uses primero el baño. Si te parece, prepararemos para la cena las carnes que he comprado hoy -el estómago de Stevie gruñó de hambre y él lo frotó con los nudillos-. Creo que eso significa que lo apruebas.

Stevie tensó los músculos del estómago al sentir su contacto y fulgió que podía respirar, pero a pesar de sus esfuerzos su voz sonó aguda y poco natural cuando respondió:

- La carne me parece una idea maravillosa.

- De acuerdo, encenderé el carbón mientras tú te bañas. Hoy encontré en la cochera el asador del abuelo y lo lavé. Incluso había un saco de carbón.

Media hora después, Judd se la había encontrado cuando ella bajaba la escalera. Estaba fresca y limpia, con el pelo todavía húmedo, pero él parecía más sucio que nunca. Además de la suciedad de todo el día, estaba cubierto de una capa de polvo de carbón.

- El agua sale herrumbrosa -lo informó ella-, pero si la dejas correr unos segundos, sale más clara.

- Gracias por la advertencia -replicó él al cruzar a su lado.

Ahora estaban sentados frente a frente en la mesa iluminada por la luz de la vela. Los sonidos nocturnos provenientes del bosque se escuchaban con claridad, el olor a carne asada hacía la boca agua y la brisa era refrescante- Stevie, nerviosa y cohibida, buscó algo que decir.

- E1 carbón estaba en su punto.

- Bien.

- Puse las carnes en el asador, pero quizá deberías vigilarlas.

Se sentía invadida por una absurda timidez y no podía imaginarse por qué. Quizá la blusa estilo campesino no había sido una buena elección; la hacía sentirse absurdamente femenina. Era una talla más grande, con un escote amplio que se deslizaba por un hombro. De no ser porque su ropa estaba tan sucia, se la habría puesto después del baño. Pero allí estaba, delante de un hombre que bromeaba diciendo que se había acostado con unas trillizas contorsionistas, y se sentía ridículamente torpe y vulnerable.

Judd lo estudió todo: la vela, las flores, la mesa y a ella. Sobre todo a ella, contemplándola pensativo un momento. -¿Tratas de impresionarme, Stevie? Antes de que se te destroce el corazón, quizá debería advertirte que no soy de los que se casan. -¡Eres un presuntuoso! -estalló indignada con las manos en las caderas-. No lo he hecho por ti, lo he hecho por mí. Es raro que invite a alguien y, cuando lo hago, por lo común llevo a mis invitados a cenar fuera. Esto ha sido una rara… ¿de qué te ríes?

- De ti. No puedes entender una broma, pero estás más guapa que nunca cuando te enfadas.

Stevie se quedó allí quieta mientras él se dirigía al asador. Titubeó pensando si debería decirle todo lo que pensaba, pero decidió dejar las cosas así. Invariablemente, sus escaramuzas verbales terminaban a favor de él. Judd le dijo;

- Cinco minutos más y las carnes estarán perfectas.

Stevie empleó esos cinco minutos en llevar la ensalada que había preparado, una hogaza de pan francés que había untado con mantequilla y puesto a calentar en el horno, y una jarra de té helado, adornado con menta fresca que había descubierto a ambos lados de la terraza.

Judd bebió un sorbo de té helado y chasqueó la lengua complacido.

- El té con menta me recuerda los veranos que pasaba aquí en la granja con mis abuelos -durante un momento se quedó pensativo. -¿Qué sucede? -preguntó Stevie en voz baja. El la miró y soltó una risita irónica.

- Acabo de darme cuenta de que ya ha pasado la hora beber y ni siquiera la he echado de menos -brindó con ella, con el vaso de té-. Debe de ser tu compañía.

Se sintió complacida al ver el cálido resplandor en los ojos de Judd y empezó a comer. Unos momentos después le dijo:

- La carne está deliciosa, Judd.

- Bueno, no te emociones demasiado, pues hasta ahí llega mi talento culinario.

Siguieron comiendo en silencio y para entablar conversación, Stevie preguntó: -¿De qué trata tu novela?

- Los escritores nunca hablan de las obras mientras trabajan en ellas.

- Pero tú no has empezado a escribirla.

- Pero se aplican las mismas reglas cuando se trata de una idea. -¿Por qué no hablas de ello?

- Porque el hecho de hablar de una historia disminuye el deseo de escribirla.

- Oh, entiendo -siguió comiendo, pero continuó pensando en lo mismo-. Creo que te comprendo. Antes de un partido importante, no me gusta hablar de eso. No quiero discutir mi estrategia ni las probabilidades a favor o en contra. Me enfrasco en mis pensamientos, pues si los comparto, eso me traería mala suerte en el partido.

- Eres supersticiosa -la acusó él, apuntando hacia ella con el tenedor.

- No lo creía hasta ahora, pero tal vez sí -terminó de comer y apartó el plato-. Para mí el juego es algo muy serio. Por eso tu columna siempre ha sido motivo de disputa, señor Mackie. Te burlas de mí.

- Eso hace que se venda más el periódico. Me doy cuenta de que te tomas muy en serio tu juego, quizá demasiado en serio.

- Eso no es verdad. -¿No lo es? -preguntó él apoyando los codos en la mesa y acercándose más a la vela. La luz parpadeante suavizó sus rasgos, intensificando su masculinidad-. ¿Dónde están el esposo, los hijos, el hogar?

- SÍ yo fuera hombre, ¿me harías esas preguntas?

- Quizá no -reconoció-, pero… -su mirada se deslizó hasta el escote de su blusa blanca-. No eres un hombre.

Mientras comía, Stevie se había olvidado de tapar e vez en cuando el escote y ahora se había deslizado las sombras proyectadas por la luz oscilante de la luna le daban un aspecto aterciopelado y misterioso al entre sus senos. Al sentirse amenazada por la mirada ardiente de Judd y por el giro que había adoptado la conversación, irguió un muro de defensa y volvió al tema anterior.

- Todo, incluso el éxito, trae una etiqueta con el precio. No es posible tenerlo todo.

- Algunos sí lo tienen, pero tú no. Lo único que tienes es el tenis.

- Y puedo jugar muy bien -replicó, irritada.

- De acuerdo, pero apuesto que si hicieras una encuesta entre los cronistas deportivos del sexo masculino y les preguntaras cuál es la principal contribución de Stevie Corbett al tenis, no dirían: «Su revés». Si fuesen sinceros, es más probable que respondieran: «Su trasero». Es solo que yo tengo el valor de decir, o de escribir, lo que piensan los demás.

- Eres incorregible -exclamó echando la silla hacia arras.

- Eso me han dicho todos, desde mi maestra en la guardería hasta Mike Ramsey apenas esta mañana. Me dijo… ¿Stevie? -Judd se puso de pie y rodeó la mesa, todo en un solo movimiento-. ¿Qué sucede?

- Nada.

- Maldita sea -exclamó- no me digas que no es nada. ¿Sientes dolor?

Ella respiró varias veces.

- A veces, cuando me muevo con demasiada rapidez, como ahora, me duele un poco. -¿Necesitas tus pastillas para el dolor? -le preguntó oprimiendo la mano en la parte inferior de su abdomen-. Maldita sea, siéntate. Yo iré a buscarlas.

- No, ya estoy mejor -cuando lo miró, su sonrisa era incierta, pero valerosa-. Se va tan pronto como llega. Ya estoy bien. -¿Estás segura? -volvió a presionar su abdomen con los dedos.

Stevie solo estaba segura de una cosa, y era que si él no retiraba la mano, se le doblarían sus debilitadas rodillas y desearía besarlo.

- Estoy segura -replicó con su voz apagada.

El estudió sus ojos, no muy seguro de si debía creerla, pero después retiró la mano y se apartó.

- Será mejor que subas a acostarte.

- Qué tontería, solo ha sido una punzada.

- Las punzadas no hacen que tus labios estén tan pálidos.

- Por favor, apártate para que pueda despejar la mesa.

- De ninguna manera. Deja los platos hasta mañana por la mañana.

- Ni siquiera pensaría en ello. Tu abuela no me lo perdonaría.

Judd se apartó, maldiciendo en voz baja. -¿Con qué frecuencia sientes esas punzadas? -le preguntó mientras la seguía hacia el interior de la casa llevando la bandeja con los platos.

- Quizá una o dos veces al día. Realmente no es nada -llenó el fregadero con agua jabonosa, pero cada vez que trataba de moverse en cualquier dirección, tropezaba con él-. Estás estorbando, Mackie. ¿Por qué no eres bueno y te vas a jugar? O a trabajar en tu novela.

Salió bruscamente de la cocina, murmurando mientras cruzaba las habitaciones a oscuras. Reconocía el dolor cuando lo veía, y Stevie sentía dolor. ¿Creía que era lo bastante estúpido para creerla?

- Mentira, eso no ha sido una «punzada» -pensó en voz alta.

Ella trató de ignorar ese recordatorio de su enfermedad de la misma forma en la que ahora él ignoraba la inquietud que sentía en el cuerpo. No se atrevía a llamarlo por su nombre, pero ¿qué otra cosa podía ser? Stevie Corbett era lo más suave y cálido que él había acariciado jamás, y le fue difícil retirar la mano de los pliegues de su falda. No sabía cómo había logrado evitar acariciar sus senos y ver si eran al tacto tan fantásticos como parecían.

Para apartar su mente de la fragancia de ella y de lo mucho que deseaba volver a besarla, Judd llevó la mesa al comedor y la instaló allí.

Después colocó la lámpara, ajustando la pantalla para tener buena luz. Volvió a colocar encima la máquina de escribir y el montón de hojas de papel, acomodándolas hasta que todos los bordes quedaron tan rectos como la hoja de un cuchillo. Comprobó la cinta de la máquina y se aseguró de tener a su alcance lápices y gomas de borrar. Después se quedó parado, contemplando la mesa. -¿Qué estás haciendo?

El se dio la vuelta bruscamente. Stevie lo observaba curiosa desde la puerta.

- Me estoy preparando -respondió con un gesto avinagrado-. No se empieza a escribir sin prepararse para ello, ¿sabes?

- Oh, me pareció que solo estabas parado ahí, con las piernas temblorosas, temeroso de empezar.

- Pues bien, no es así.

- Bien, de acuerdo -retrocedió un paso como si hubiera provocado a una bestia salvaje enfurecida, lo que no distaba mucho de ser verdad-. Me iré a la sala a leer -Bueno, pero no armes ningún alboroto, ¿quieres?

- No lo haré. -¡Espera un momento! -la siguió cuando ella se dio la vuelta-. No era mi intención contestarte así. Es nuestra primera noche aquí y creo que el campo me ha puesto nervioso.

- Aquí no se escuchan los ruidos de la ciudad.

- Algo por el estilo. ¡Ya sé! -chasqueó los dedos-. ¿Quieres que juguemos a las cartas? Estoy seguro de que encontraré una baraja por aquí.

- Estoy cansada, Judd, tal vez otra noche. -¿Trivial? Idearemos nuestras propias preguntas, y tú puedes elegir las categorías.

- Preteriría leer.

- Está bien, de acuerdo. Te ayudaré a elegir un libro.

Pero cuando pasó a su lado, ella lo detuvo agarrándolo del brazo.

- Yo lo encontraré. Deja de darle largas al asunto, Mackie. -¿Darle largas?

- Sí, como un niño a la hora de irse a la cama. Esa novela no se escribirá sola. -¿Eso es lo que piensas que estoy haciendo? ¿Buscar disculpas para no empezar a escribir mi libro?

- Exactamente.

- Vaya, no me sorprende que no te hayas casado -refunfuñó mientras regresaba al comedor-. ¿Quién desearía casarse contigo? No eres nada divertida; ni siquiera un poco.

Stevie se dio cuenta de que empezaba a cabecear; al fin aceptó su derrota y dejó el libro en la mesa. Antes había retirado las cubiertas que protegían los muebles de la sala. Eran estilo Early American, de madera de arce; no la decoración que ella habría preferido, pero iban de acuerdo con el resto de la casa. Apagó la lámpara, recogió sus sandalias del suelo y después cruzó el vestíbulo.

Judd se paseaba en el comedor, moviendo la cabeza Y flexionando los músculos de los brazos. Había varios modelos de aviones de papel dispersos por el suelo, y en ese momento uno se estrellaba en las cortinas. -¿Cómo van las cosas? -Stevie se dirigió a la mesa, miró el papel que estaba en la máquina de escribir y leyó lo que había escrito-.

«Capítulo uno». Muy interesante.

- Muy graciosa.

- Estás muy lejos de obtener un premio Pulitzer, Mackie.

- Y tú estás muy lejos de un Gran Slam.

Sus palabras extinguieron la lucecita burlona en los ojos de ella e hicieron que desapareciera su sonrisa.

- Tienes razón, estoy muy lejos.

Judd empezó a maldecir, pasándose los dedos por el pelo.

- Lo siento, No quise decir eso… no pensé… no me refería a…

- Sé lo que quisiste decir y no me heriste. ¿Qué pasa con tus hombros?

- Nada.

- Te estremeces cada vez que te mueves.

- Creo que he trabajado demasiado con el rastrillo. -¿De verdad? -con mirada preocupada, Stevie se acercó a él y dejó caer las sandalias al suelo. Levantó las manos y las apoyó en los hombros de él, le apretó ligeramente los músculos, hasta que él gritó.

- Ay, maldita sea, ya me duelen bastante sin que tú claves en ellos los dedos de esta manera.

- Estás tan irritable como un oso viejo. -¿Ah, sí? Pues así es como me siento la primera mañana después de hibernar.

- Vamos arriba. Te daré un masaje con algo que nunca me falla -volvió a recoger sus sandalias.

Judd apagó la lámpara y juntos subieron la escalera. -¿Qué clase de cosa es? -preguntó, cauteloso.

- Una loción. La inventó un especialista en lesiones deportivas. Está garantizada; hace desaparecer cualquier rigidez e hinchazón.

Ella iba varios pasos delante de él. Judd se apoderó del borde de su falda y la obligó a detenerse. Stevie se dio la vuelta, inquisitiva.

- Si me garantizas que hace eso -dijo él con voz lenta-, debes prometerme que no me frotarás en ninguna parte que yo no haya autorizado primero.

Capitulo 7 Stevie le dirigió una mirada tranquila, soltó la falda de su mano y siguió subiendo la escalera. Después de sacar el frasco de loción de su bolso de lona, fue al dormitorio de él y llamó a la puerta.

- Adelante.

Entró… justo cuando Judd se estaba quitando la camiseta. Con los brazos extendidos sobre la cabeza y parado debajo de la lámpara, le ofrecía una perspectiva ilimitada de su cuerpo: los anchos hombros, el pecho amplio, el torso esbelto, las caderas estrechas y la pierna cubierta de cicatrices. ¿La pierna cubierta de cicatrices?

El terminó de quitarse la camiseta y, al bajar los brazos, la sorprendió contemplando las cicatrices púrpura que entrecruzaban su espinilla izquierda, Hizo una bola con la camiseta y la arrojó hacia un sillón.

- No es muy cortés quedarte mirando así.

Stevie notó cómo su propensión a discutir se había duplicado cuando ella entró en la habitación. Podía percibir la insolencia en su voz, su exagerado sarcasmo Quizá por accidente había tropezado con un punto vulnerable de Mackie, pero sería absurdo fingir que no había visto las cicatrices. Incluso si pudiera representar un acto así, él no lo creería y lo molestaría su intento. Su curiosidad no era morbosa, era de preocupación sincera. No había una forma mejor de enfrentarse a la situación que hablar con franqueza. -¿Qué te pasó en la pierna, Judd?

- Una fractura.

Era peor de lo que ella creía, y ni siquiera disimuló su mueca. -¿Cómo sucedió?

- Un accidente cuando practicaba esquí acuático. -¿Cuándo?

- Hace mucho tiempo -respondió con una mezcla de amargura y tristeza, acercándose a ella, que no dejó de contemplar la pierna cubierta de cicatrices. Él coloco un dedo debajo de su barbilla y la levantó.

- Si sigues mirándome boquiabierta, vas a hacer me entre complejo.

- Lo siento -dijo Stevie con sinceridad-. Es solo que toda la noche llevaste pantalón corto y no vi las cicatrices hasta ahora -estaba oscuro en la terraza y él tenía las piernas debajo de la mesa mientras cenaban-. Fue una sorpresa eso es todo. No estaba preparada, no lo esperaba.

- A la mayoría de las mujeres esa pierna les parece muy atractiva.

Ahora que ella ya la había visto, quería bromear para disipar su conmoción. De acuerdo, le seguiría el juego por el momento y después pensaría en esa herida ya cicatrizada, pero que seguía siendo un punto sensible del cronista deportivo aparentemente invencible.

- Oh, sí es atractiva -replicó con una picara sonrisa-. Diabólicamente atractiva, casi tanto como el pecho velludo. -¿No estás mintiendo?

- No miento, se me hace la boca agua.

- Umm.

Judd clavó la mirada en los labios de ella, de una manera tan intensa y provocativa como sus incisivas palabras pero de una forma muy diferente, y Stevie sintió que el estómago le daba un vuelco. Antes de verse irremediablemente atrapada por su mirada, que parecía atraerla hacia él como un poderoso imán, se dio la vuelta y empezó a sacudir vigorosamente el frasco de loción -¿Dónde quieres que te frote esto?

- No lo sé -respondió él en voz baja-, ¿Cuánto vamos a conocernos el uno al otro?

Stevie se dio la vuelta para encontrarlo parado muy cerca de ella, contemplando su cuello mientras jugaba con el extremo de su trenza.

Mientras acariciaba entre los dedos los sedosos mechones, Judd murmuró:

- Ahí hay una silla. O la cama. -¿Quieres que te dé un masaje o no? -Stevie le apartó la mano.

- Sí quiero.

- Entonces siéntate y déjame hacerlo.

- Creo que eso significa que será la silla -dijo en un tono seco, tratando de no sonreír. Retiró la silla del escritorio y se sentó a horcajadas, cruzando los brazos en el respaldo-. Aquí me tienes.

Stevie se puso detrás de él. Vació una poco de loción en la palma de su mano y después la frotó contra la otra. Sin embargo, cuando llegó el momento de tocarlo, titubeó. Judd tenía la barbilla apoyada en las manos, pero al fin el titubeo de ella le hizo volver la cabeza. -¿Qué sucede?

- Nada.

- Eso no me quemará ni nada por el estilo, ¿verdad? -¿Tienes miedo?

- Cuando se trata de mi pellejo, podrías apostar que sí. -¿Crees que me lo frotaría en las manos si quemara? -preguntó Stevie mordaz.

- No lo sé. Tal vez sí. He escrito algunas cosas terribles acerca de ti y quizá sería tu forma de vengarte.

- Y vaya que te lo mereces.

La conversación le dio tiempo para armarse de valor. Apoyó las manos en sus hombros desnudos y empezó a frotarle la loción.

- Umm -gimió él, complacido después de un momento-. No está mal.

- Gracias. He tenido mucha práctica. -¿Con quién?

- Con otros jugadores durante giras. -¿Hombres?

- A veces. -¿Oh, sí? ¿Habrá aquí material para una columna? ¿«Libertinaje en los vestuarios»?

- Sería algo típico de ti. Vulgar, mezquino, ruin. -¿«Galanteos en las canchas de tenis»?

- Vaya un titular desagradable. -¿«Raquetas y romances»?

Las pecas que salpicaban el borde de sus hombros eran adorables y parecían suplicar un beso. La piel bajo los dedos de Stevie estaba tensa y los músculos eran flexibles. Quería deslizar las manos por sus costados y sobre el tórax. El vello debajo de las axilas la intrigaba.

Deslizó la mirada a lo largo de la columna hasta la pretina del pantalón corto. Su curiosidad no quedó satisfecha con el solo hecho de tocarlo, sino que se intensificó.

- Y bien, ¿qué te parece? -tenía la boca oprimida contra las manos, así que farfulló las palabras.

El masaje empezaba a adormecerlo y tenía los ojos cerrados. Para ser un tipo tan rudo, tenía unas pestañas muy tupidas. -¿Qué me parece qué?

- Eso del romance. ¿Alguna vez usaste tu raqueta para desalentar a los romeos del circuito?

- Jamás.

- No es tu estilo, ¿verdad? -¿Y cuál es mi estilo? -preguntó ella.

- Dirigirle a un pretendiente indeseable una de tus miradas frías y condescendientes. Eso congelaría hasta los huesos de cualquier hombre.

- Pues hasta ahora no me han dado resultado contigo, Mackie.

- Como te he dicho, soy incorregible. Si hubiese aceptado el primer «no» de cada mujer como algo decisivo, aún sería virgen -suspiró-.

Sigue así, Stevie, y quizá te salgas con la tuya conmigo.

- No te hagas el difícil.

Unas pequeñas arrugas se formaron en los bordes de sus ojos cuando sonrió. Sus cejas eran tan tupidas como sus pestañas. Eran las cejas de un hombre íntegro, a pesar de que el calificativo de «íntegro» jamás se lo habría aplicado a Judd Mackie. No hasta el día anterior, cuando por respeto a su dilema, había dejado que otro periodista le robara una buena historia. Esa altruista decisión hizo que lo despidieran del Tribune. ¿ No era eso una señal de que debajo de ese aspecto superficial de hombre rudo había un hombre de honor?

- También dame un masaje en los brazos.

- Mis dedos empiezan a cansarse -se quejó ella-. Este negocio de los masajes es un trabajo duro.

- Venga, hazlo.

Su queja no fue sincera, pues experimentaba tanto placer como él con el masaje. Sus bíceps eran tan firmes como manzanas verdes, y muy bien modelados. Los apretó con fuerza, observando las profundas huellas que dejaban sus dedos en la piel. Cuando los separaba, en la piel bronceada quedaban unas marcas blancas. Él gruñó con un placer animal.

- Me acusaste de haberme equivocado de profesión -declaró-. Creo que acabo de saber lo que tú debiste ser.

Stevie comprendió que Judd no era el único estimulado por el masaje. Se acercó más, hasta que la parte media de su cuerpo rozaba ligeramente la espalda de él con cada movimiento de sus manos; pero al darse cuenta de eso, las retiró de inmediato.

- Eso es todo lo que puedo hacer -declaró, añadiendo en silencio: «Sin ponerme en ridículo».

De mala gana Judd levantó la cabeza y giró sobre la silla hasta quedar correctamente sentado. Separó las rodillas, rodeó la cintura de ella con sus manos y la colocó entre sus piernas. -¿Mackie? -dijo ella sin aliento.