Capítulo 17

—¿Quién es? —murmuró Britt.

—No lo sé. Sólo he alcanzado a ver por la ventana de la cocina la silueta de alguien moviéndose.

Mirando detenidamente a través de los arbustos, Raley estudió la ventana durante un minuto, pero no volvió a detectar movimiento alguno. Sin embargo, estaba seguro de no haberse equivocado. Su primer impulso había consistido en irrumpir en la cabaña y enfrentarse al intruso. No había sido capaz de ver si éste era hombre o mujer, alto o bajo, una verdadera amenaza o alguien que simplemente se había perdido y buscaba ayuda.

Tras lo ocurrido la víspera, se temía lo peor. Y los pensamientos de Britt, al parecer, discurrían por los mismos cauces, puesto que lo miraba con notoria preocupación.

—Quédate aquí —dijo Raley.

Pero apenas él dio un paso, ella lo cogió del brazo, como implorándole que no la dejara sola. A la postre Britt le dijo:

—Ten cuidado.

Raley respiró hondamente y salió de los arbustos. Si el intruso estaba mirando por la ventana, podía ver cómo Raley corría agazapado hacia el muro exterior de la cabaña que daba al norte. Como la distancia era escasa, el trayecto podía cumplirse en segundos, pero durante estos segundos Raley había quedado expuesto y virtualmente indefenso.

Al llegar a la cabaña, se escondió tras una columna de ladrillos. Esperaba un grito, una amenaza o algo por el estilo. Nada de eso. Había llegado allí sin ser visto. Eso creía.

Miró hacia atrás, hacia el lugar donde Britt estaba oculta. No alcanzaba a verla. Si él era incapaz de verla, también lo sería alguien que mirase desde el interior de la cabaña. Esto le infundió cierto alivio, de modo que, pegado a la pared, se dirigió hacia la puerta, donde esperaba sorprender al intruso apenas éste saliera.

En ese punto, el muro exterior lindaba con su dormitorio. Raley oyó un movimiento allí dentro, se detuvo e insultó entre dientes. Por el ruido, parecía que alguien estaba registrando el dormitorio. Que abría los cajones y los cerraba. Oyó el crujido familiar de la puerta del armario. Las perchas tintinearon cuando se movieron a un costado. Hubo unos golpes contra la pared.

Después se oyó un estallido, el ruido de cristales rotos, y él dedujo que había sido su lámpara de brazo de la mesita de noche. No era fácil abrir o cerrar el armario sin tropezar con esa mesa improvisada.

Durante unos minutos no hubo más ruidos. Pero justo cuando Raley se disponía a investigar, advirtió unas huellas de pies que corrían en paralelo al muro y se debilitaban a medida que uno iba del dormitorio al salón.

Sin apartarse del muro, fue gateando hasta un rincón y allí permaneció en cuclillas, mientras la puerta mosquitera se abría y un hombre salía al patio.

—¿Has encontrado algo?

Hasta entonces, Raley no se había dado cuenta de que había un segundo hombre. Este segundo hombre estaba sentado dentro de la camioneta, y al parecer buscaba algo dentro de la guantera.

Raley se escondió aún más y contuvo el aliento. Si lo veían, tendría que enfrentarse desarmado a esos dos individuos. Estaba convencido de que no eran ladrones vulgares, y que no era casualidad que otro par de hombres hubiese intentado matar a Britt.

Oyó que cerraban la guantera, y después oyó cómo se abría la puerta de la camioneta.

—Hay barro seco dentro del coche, en el suelo, en ambos lados. Hubo un pasajero hace poco. ¿Y en la cabaña?

—Te lo contaré cuando vuelva —dijo el hombre y empezó a atravesar el patio—. Pero creo que mi corazonada era la correcta.

Raley quiso verlos antes de que se marcharan, de modo que asumió el riesgo de espiarlos desde la esquina en la que se hallaba oculto. El que había estado hurgando en la camioneta se había subido ya a un sedán marrón. Aun cuando estaba en penumbra, llegó a distinguir su perfil. Una mandíbula enorme, gafas de sol y calvicie incipiente. Nada especial, nada que Raley pudiera notar desde tan lejos.

Pudo ver mejor, en cambio, al que había estado en la cabaña. Era de estatura y talla normales, de unos cuarenta y tantos años, y con un absurdo corte de pelo. Llevaba unos sencillos pantalones informales y una camisa celeste.

No había nada en su aspecto que llamara la atención. Salvo el arma que guardó en una funda amarrada al cinturón, antes de subir al coche, poner en marcha el motor y retroceder. Ejecutó tres maniobras precisas y económicas, y después se internó por el sendero que llevaba a la carretera.

Raley tomó nota de la marca y del modelo del coche, e incluso memorizó el número de la placa. No se movió hasta que dejó de oír el motor. Entonces se puso en pie, lentamente, limpiándose con una mano el sudor de la frente y sacudiendo las piernas a fin de reactivar la circulación.

Contemplando el sendero vacío, pensó que aquello lo cambiaba todo. Luego, en voz alta y lleno de ira, dijo:

—Hijo de puta.

De un impulso, retrocedió en busca de Britt. A mitad de camino le gritó:

—Ya está bien. Ya se han ido.

No hubo ningún movimiento entre los arbustos, ninguna señal de su parte.

—¿Britt?

Nada de nada. Por un instante, se le paralizó el corazón. Después corrió hacia la maleza.

—¿Britt?

Ella estaba en el lugar donde él la había dejado, sólo que ahora le daba la espalda a la cabaña y se había sentado con las rodillas contra el pecho. Cuando por fin alzó los ojos y lo miró, pareció que acababa de ver a un fantasma. Y en cierto modo era así.

—Ese hombre estaba allí, en The Wheelhouse. La otra noche.

Raley la arrastró a la cabaña.

—Recoge todo lo que te compré esta mañana, todo lo que quieras llevar contigo. Tenemos que huir de aquí lo antes posible, y acaso tardemos un tiempo en volver. Vamos, date prisa.

Mientras cruzaba el salón, paseó atentamente la mirada. Tras el episodio del otro día, en el que Britt había revuelto todo el lugar en busca de un teléfono, Raley había vuelto a poner cierto orden. Ahora, a primera vista, parecía que todo estaba igual. Pero no para él, que vivía allí, que vivía allí a solas, y que había sido entrenado para advertir si algo había cambiado de lugar, aunque no fuera ni un centímetro.

El hombre que había emprendido la búsqueda había sido meticuloso y no había alterado nada de forma evidente. Así y todo, Raley advertía que habían abierto los cajones y los armarios, que los cojines estaban manoseados, que los tapices habían sido alzados y que apenas habían movido algunos muebles.

Lo mismo ocurrió en el dormitorio, aun cuando habían vuelto a armar correctamente la mesa de noche. Faltaba, eso sí, la bombilla de la lámpara de brazo. Raley recordó de inmediato el estallido. El intruso, ¿había barrido el suelo cuidadosamente? Por supuesto. Y por supuesto que se había llevado los pedazos rotos de bombilla, dado que Raley no veía ninguno.

Tras este panorama general, se puso a registrar de forma específica el escritorio. Un cajón, que él era consciente de haber dejado cerrado, estaba levemente abierto; sin embargo, soltó una risa de alivio y dijo:

—No lo han encontrado.

A sabiendas de que Britt lo observaba, y mientras ella metía sus prendas femeninas en unas bolsas de plástico, Raley cogió el tarro con el boniato y lo dejó en el suelo. Al hacerlo, tiró de unos brotes adheridos a la pared.

—Me dijiste que te gustaba, que le daba un toque bonito al lugar.

Tras esto, con ayuda de una rodilla y un hombro apartó el pesado escritorio de la pared.

—Hay un martillo en una caja de herramientas, en el suelo del armario. Alcánzamelo, por favor.

Britt encontró en pocos segundos el martillo y se lo alcanzó. Raley usó una punta para hacer palanca y arrancar varios clavos. Seguidamente quitó una porción del barato revestimiento de madera que cubría la pared. Bajo el panel había un hueco. Metió allí la mano y extrajo unas carpetas. Estaban atadas entre sí con cinta adhesiva gruesa y envueltas en una bolsa.

—Tus archivos —dijo Britt.

—Así es.

—¿Has podido ver el aspecto del sujeto?

—Eran dos.

—¿Dos?

—Uno de ellos husmeaba en la camioneta mientras el otro revisaba la casa.

—¿Qué aspecto tenían?

—Similar al de los dos sujetos que has visto tú. Dos tíos que parecería que acaban de volver de jugar al golf si no fuera por las armas que llevan en la cintura.

A continuación Raley se puso a buscar debajo de la cama. Cogió un bolso de lona y metió ahí dentro los documentos, primero, y después un manojo de calcetines, calzoncillos y camisetas que había en otros cajones del escritorio. Del armario extrajo un par de vaqueros y también los metió en el bolso. Entonces miró a Britt, regresó al armario, buscó un gorro y se lo dio.

—Disimula la cabellera con esto.

Cuando Britt vio que Raley también recogía un par de zapatos y un traje oscuro, le preguntó:

—¿Sigues planeando ir al entierro?

—Sí, claro.

Ella abrió la boca, pero él se adelantó y le dijo:

—Conversaremos acerca de esto en el camino.

—¿En el camino a dónde?

—Ésa es una de las cosas acerca de las que conversaremos.

—Raley —dijo ella, cogiéndolo de un brazo mientras pasaba a su lado con el traje y el bolso de lona, ya repleto—. Estos dos hombres, ¿son los mismos que han querido asesinarme?

—Me costaría afirmar lo contrario.

—¿Quiénes son?

No había tiempo que perder, pero él se tomó un instante y la miró fijamente.

—No sé quiénes son, Britt. Pero creo saber quién los ha enviado. Y sé que son profesionales.

Raley había alcanzado a oír que unos de los dos intrusos le decía al otro algo acerca del «viaje de regreso».

—Supongo que se estaba refiriendo a su regreso a Charleston —le dijo a Britt, una vez en la camioneta—. De ser así, por el momento no corremos peligro. Aunque, por otra parte, parece que a estos dos sujetos le gusta mucho matar en la carretera.

—Podrían estar esperándonos en alguna intersección de este sendero, que no tiene otra salida que mi cabaña. Tarde o temprano lo averiguaremos. Lo cierto es que estos tíos parecen capaces de esperar indefinidamente, lo que haga falta, con tal de cumplir su objetivo.

Dicho esto, Raley hurgó bajo su asiento y, para el asombro de ella, asomó una pistola.

—Me llama la atención que el tío que estuvo aquí revisándolo todo no haya encontrado esta pistola. O tal vez sí la encontró, pero no quiso que yo lo supiera.

El arma era grande y tenía un gran cañón. Raley abrió el tambor y lo revisó. Desde donde estaba sentada, Britt alcanzó a ver que estaba lleno de municiones.

—Ellos creen que nosotros no sabemos de su visita —siguió diciendo, tras cerrar el tambor—. Que ni siquiera sospechamos de ella. Podrían estar aguardándonos en la carretera, con el propósito de seguirnos hasta el lugar más propicio y volver a provocar un accidente fatal. Encontrarán nuestros cadáveres y será el fin de la historia. Nadie dirá que fue un crimen.

Se acercaban a la intersección que preocupaba especialmente a Raley. Él le dijo que se agachara.

—Que no se te vea la cabeza, ¿entiendes?

Ella asintió, pero él pareció no confiar del todo, de modo que posó una mano encima de su cabeza y redujo un poco la velocidad para comprobar si no venía nadie por las otras carreteras. Cuando hubo comprobado que no, aceleró la camioneta y cogió una curva de forma tan cerrada que los neumáticos chirriaron y hubo olor de caucho quemado.

Raley mantuvo la mano posada en la cabeza de Britt durante un par de minutos más, hasta convencerse de que nadie los estaba siguiendo. Entonces le dijo que podía volver a sentarse, aunque siempre conduciendo a toda prisa, alerta y tenso, mientras sus ojos consultaban los espejos una y otra vez. Ella se sintió aliviada cuando Raley volvió a esconder la pistola bajo el asiento.

—¿Les habrías disparado?

—Si hubiesen intentado algo como lo de anoche, claro que sí. ¡Te lo aseguro!

Su tono de voz no transmitía duda alguna.

—Entonces me alegra que no estuvieran aguardándonos.

—Ahora estoy pensando que acaso no necesitan hacerlo —dijo—. El tipo que estuvo revisando la camioneta puede haber colocado algún dispositivo que les permita ubicarnos. En tal caso, vendrán por nosotros cuando su cliente se lo pida.

Raley quedó pensativo durante un rato. Después dijo:

—¿Hay alguien que pueda recibirte?

—¿Recibirme?

—Alojarte. Hasta que el peligro haya pasado y puedas salir del escondite.

—No.

—¿Familia?

—No.

Él la miró con desconfianza.

—No, Raley. Nadie —dijo—. Mis padres han muerto. Murieron cuando yo era adolescente. Y ambos eran hijos únicos, igual que yo. No tengo tías, ni tíos, ni primos. Nadie, ¿vale?

Advirtiendo que había adoptado una actitud defensiva, Britt cambió el tono y dijo:

—Incluso si hubiese tenido una familia numerosa, no habría implicado a nadie en esto. Soy una fugitiva. Además... —empezó a decir, pero se interrumpió.

—¿El qué? —preguntó Raley.

—Nada.

—Vamos, ¿qué?

—Esto es una gran historia, sólo que esta vez no la estoy cubriendo. La estoy viviendo.

—Viviendo —remedó él, mofándose—. Sí. Por ahora. —Después le dijo, circunspecto—: Esto no es un juego, Britt. Dentro de cinco minutos podríamos estar muertos.

—Lo sé. Soy yo quien cayó al río dentro del coche, ¿te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. ¿Y tú?

—Tu vida también está en peligro. ¿Abandonarías por ello tu investigación? —preguntó ella—. ¿Y bien? Dime.

Como él no respondía, le dio un suave codazo. Hubo otro rato de silencio. Finalmente ella prosiguió:

—Yo tampoco pienso abandonar mi historia. Y no voy a esconderme. No, señor.

Pasó un kilómetro. Y otro. Por fin Raley habló:

—Podrías entregarte a la policía. Estarás segura bajo su custodia.

—No lo creo. Si Fordyce o McGowan no consiguen matarme, lograrán que me encarcelen por haber matado a Jay. Eso mismo has dicho tú. Harán todo lo posible para que yo parezca tan culpable que nadie crea nada de lo que diga sobre el incendio o sobre Jay. Deberías saberlo mejor que yo. Podrían haberte acusado de la muerte de Suzi Monroe. Si no cruzaron esa línea tal vez haya sido gracias al ascendiente de tu amiga Candy sobre Fordyce. De lo contrario, me parece que éste podría haberte mandado a la cárcel. No con el cargo de un crimen premeditado, pero sí de alguna otra forma que te habría mantenido tras las rejas durante un buen rato.

Cuando Raley murmuró «Maldito sea», Britt estuvo segura de que había ganado la discusión. Para clausurarla, añadió:

—Por desgracia yo no cuento con la ayuda de alguien como Candy.

—Odio llamar y pedir favores —repuso él—. Hace cinco años que no hablo con ella. Además, está muy ocupada con lo del Senado. Sorprendida, Britt dejó caer la mandíbula.

—Tu amiga..., ella, Candy... Candy Orrin..., ¿es la jueza Cassandra Mellors?

—¡Claro! Creía que lo sabías.

—¡No!

—Vaya —dijo y trató de disculparse—. Siempre me refiero a ella como Candy. Nunca le ha gustado ese nombre, Cassandra. Si la llamabas de ese modo, no te respondía. Decía que sonaba pretencioso. Claro que, ahora, supongo que suena más profesional.

—La jueza Mellors es tu amiga —dijo Britt, tratando de asimilar semejante revelación.

—Una amiga con quien no hablo desde hace años. Traté de contactar con ella cuando murió su marido, pero me dije que a ella no le serviría de nada que yo saliera de la selva. Que eso no modificaría su tragedia personal.

Britt sabía, por razones profesionales, que la jueza Mellors llevaba casada menos de un año cuando su esposo, una especie de experto en informática, había muerto en un accidente de transbordador, muy cerca del puerto de Nueva York. Había ido allí por razones de negocios y acababa de visitar Staten Island. El transbordador en el que iba chocó con otra embarcación y se hundió tan rápidamente que hubo veinticuatro muertos, él entre ellos.

—Conozco a la jueza —dijo Britt—. Le dediqué un reportaje, y nos llevamos muy bien. He tratado incluso de contactar con ella... Eso ocurrió, por cierto, el día en que me secuestraste. Intenté que alguna gente influyente me apoyara. Sea como fuere, llamé a su despacho y me dijeron que no estaba disponible. Pero acaso ahora lo esté, sobre todo si sabe que nos conocemos.

—Espero poder hablarle un minuto o dos en el entierro. Primero trataré de evaluar lo que piensa hoy de Jay, sin pedirle ayuda directamente. Ya arriesgó una vez su carrera por mí. No creo que quiera hacerlo otra vez, al menos no hasta que se haya producido la votación del Senado.

Britt entendía estas razones, pero se dijo que era conveniente tener una buena relación con la jueza Mellors. Hundida en estas reflexiones, miró por la ventanilla. Nada le resultaba familiar. No era el camino que él le había marcado en aquel papel la noche anterior.

—¿Vamos hacia Charleston?

—Ésa es la idea. Pero primero necesitamos cambiar de vehículo. Por si acaso han puesto un transmisor a bordo. E incluso si no lo han puesto, no podemos seguir en esta camioneta. Ellos ya la conocen bien.

La gravedad en el rostro de Raley hizo que Britt dijese:

—Nos están persiguiendo de veras.

—De veras, sí.

—Entonces, ¿por qué no han hecho nada en la cabaña? Raley pareció dudar.

—No me lo explico. Tal vez, como he dicho, su especialidad es matar a la gente que viaja en coche. O acaso la orden que recibieron fue la de localizarme, y ahora están a la espera de nuevas instrucciones. O quizá hayan exigido un anticipo de su paga antes de cometer un doble crimen. A no ser que hayan encontrado en mi cabaña lo que buscaban.

—Lo dudo. No han hallado los documentos.

—Pero sí te han hallado a ti, quien supuestamente tendría que estar muerta. ¿Cómo has hecho para reconocer a uno de ellos? ¿Cómo has hecho para verle la cara?

—Por la ventana del baño —dijo Britt—. Se asomó y pude ver su rostro, durante quince o veinte segundos.

—¿Y él no te vio?

—Estoy segura de que no. O habría reaccionado. Yo no me moví, ni podía hacerlo, porque me paralicé al advertir que lo había visto antes, en el bar.

—¿Estás convencida? ¿Convencida de que lo viste en The Wheelhouse?

—Fue como uno de esos flashbacks que describiste, salvo que la imagen me ha quedado bien grabada. Recuerdo haberlo visto apenas llegué. Estaba sentado en la entrada, cerca de la puerta. Recuerdo que nos miramos a los ojos.

—¿Hablaste con él?

—No. Simplemente nos miramos el uno al otro, como hacen los desconocidos. Ni siquiera nos sonreímos. Ya sabes. De inmediato vi a Jay y... ¡Espera! —Dijo de pronto y entrecerró los ojos—. Creo haberlo visto otra vez cuando Jay y yo salíamos del bar. Había un hombre sentado en un coche aparcado ante la puerta del lugar, en la acera de enfrente.

—¿Un sedán de color marrón? En ese coche vinieron hoy.

—Puede ser. Ya sabes cómo es el tráfico en East Bay a la hora de la cena. Entre la masa de coches que pasaban, yo alcancé a ver... —hizo un esfuerzo para recordar, pero la imagen se le aparecía borrosa—. Sí, había un hombre sentado ante el volante del coche, pero no puedo asegurar que fuese el mismo que había visto poco antes en el bar.

—Pero, en cambio, ¿no tienes dudas de que el sujeto del bar es el mismo que has visto hoy en la cabaña?

—Ninguna duda.

—De acuerdo —dijo él, y se quedó pensativo, mordisqueándose el interior de su mejilla.

—¿Qué?

Raley pegó una serie de puñetazos suaves contra el volante.

—Hay un par de cosas que no me quedan claras. En primer lugar, ¿por qué han venido a mi cabaña? ¿Qué estaban buscando?

—Yo me pregunto cómo lograron ubicarte.

—Eso es más sencillo. Tengo un carné de conducir. Pago impuestos. No es tan complicado averiguar dónde vivo. Pero ¿a qué vinieron?

—Pueden haber establecido un simple nexo.

—¿De qué hablas?

—Mencioné Yemasee al hablar con Bill Alexander. Si ellos localizaron tu dirección...

—Y advirtieron que queda muy cerca de allí —completó él la frase y asintió—. Sí. Ya entiendo qué quieres decir. Tienen que haberse dicho que era una coincidencia muy llamativa.

—A lo mejor McGowan y Fordyce creen que, suelto, eres un peligro, y quieren controlarte.

—Eso mismo creo yo —musitó Raley. Y tras mirarla de soslayo, añadió—: Y tú, Britt, tú eres para ellos otro asunto pendiente. Por un momento pensaron que ya no debían preocuparse más. Pero me imagino su sorpresa al descubrir que no sólo estás viva, sino que además estás conmigo. Deben de sentirse realmente nerviosos.

Para conjurar su creciente miedo, Britt repitió que el hombre de la cabaña no la había visto.

—Si me hubiese visto, habría hecho algo.

—Sin embargo, las bolsas del supermercado estaban sobre la cama, bien a la vista. Puede haberlas examinado. Puede haber visto la fecha en el recibo, haber visto las ropas femeninas y los artículos de tocador en el baño. Dudo que crean que me gusta disfrazarme de mujer.

—Pero podrías haberle comprado todo eso a otra mujer.

—¿Qué otra mujer?

—Otra, cualquiera. Una mujer cualquiera. Ellos creen que yo estoy en el fondo del Combahee.

—Realmente espero que lo crean. Pero si yo estuviera en su lugar, es decir, si no hubiese visto tu cadáver con mis propios ojos y hubiese visto, en cambio, esos atuendos de tu talla en la casa de un hombre con quien tienes cosas en común, sobre todo el haber conocido a Jay Burgess y haber tenido líos con sus amigos, en ese caso yo sospecharía que no estás muerta. Tendría una corazonada, tal como dijo uno de ellos. De modo que, hasta que no se demuestre lo contrario, voy a considerar que esto es una especie de guerra y que ellos son nuestros enemigos. Por algún motivo que sólo ellos saben, no nos han atrapado en el cabaña, pero podrían haberlo hecho. Y el que no lo hicieran no me pone menos paranoico.

Raley dejó el motor de la camioneta en marcha mientras se dirigía a un banco, a extraer «un poco de pasta», como dijo. Regresó con un bolso cerrado, en el que ella dedujo que había puesto unos billetes. —Te debo la mitad de los gastos —le dijo Britt.

Su dinero estaba en su bolso, en el coche, en el fondo del río. Le sacaba de quicio estar sin dinero, pero no tenía tarjeta de crédito y no recordaba de memoria su número de cuenta bancaria. Aunque, incluso en el caso de que lo recordara, obviamente no debía hacer ninguna operación. Eso era, con certeza, lo primero que esperaban Clark y Javier.

—No te preocupes por nada —le dijo Raley—. El dinero es el menor de nuestros problemas.

—¿De qué has vivido en estos últimos cinco años? Disculpa mi curiosidad.

—Vendí mi casa. La cabaña me costó una fracción minúscula del dinero que obtuve. Tenía otro coche. Lo vendí también. Vendí mi bote de pesca y mi caravana. Lo liquidé todo. Esquís, bicicleta, equipo de buceo..., todo. Tengo menos juguetes ahora, pero también tengo menos gastos.

—¿Y eso te hace sentir mal?

—Al contrario —dijo mientras la miraba, y añadió—: Supongo que estoy bien sin esas cosas, del mismo modo que tú estás bien sin familia.

Llegaron pronto a la zona donde estaban las tiendas que vendían coches usados, además de caravanas, botes, generadores o tanques de gas propano. Buenas ofertas. Raley redujo la marcha a fin de observar mejor.

Unos cincuenta metros después vieron una iglesia metodista. Raley aprovechó el aparcamiento para dejar la camioneta a la sombra de un roble cubierto de musgo. Contó el dinero en su bolso, varios miles de dólares, y cogió algunos billetes de cien. Luego le dijo a Britt que no se moviera de su asiento.

—Si alguien se acerca, toca la bocina con todas tus fuerzas.

Britt lo vio alejarse rumbo a las tiendas de coches y caminar entre hileras de vehículos. De inmediato, un individuo de baja estatura, con una barriga prominente y una camisa con cercos de sudor en las axilas, salió de la oficina de ventas en busca de Raley. Se estrecharon las manos, conversaron un rato y el vendedor propuso diversos modelos. Raley rechazó algunos en el acto, e inspeccionó luego unos pocos sin decidirse del todo, hasta que se acercó a un sedán de color soso y de aspecto intrascendente.

Mientras el vendedor recitaba de memoria las virtudes del coche, Raley dio una vuelta alrededor, estudiando el estado de los neumáticos, y luego se sentó al volante. Giró la llave, abrió el capó, revisó el motor, buscó en el suelo debajo del coche alguna mancha de aceite —o Britt dedujo que estaba haciendo eso— y pareció decidirse. De modo que siguió al feliz vendedor, se metió en una oficina y reapareció al cabo de unos minutos con un montón de papeles amarillos y un manojo de llaves.

Raley codujo el coche hasta la iglesia, lo aparcó junto a la camioneta, después bajó, fue a abrir la puerta de Britt y le entregó las llaves.

—Tú conducirás este coche. Ellos no saben que existe. Yo iré en la camioneta, por si ocurre alguna cosa.

—¿Como qué?

—Lo que sea. Tú no te detengas. Conduce sin parar hasta Charleston y entrégate al detective Clark. ¿Entiendes?

—Pensaba que ibas a vender la camioneta —dijo ella.

Raley guardó los documentos en la guantera, incluido el título de propiedad y una póliza de seguro a corto plazo.

—Una venta sería fácil de rastrear. Además, me gusta mi camioneta.

—¿Dónde vas a dejarla?

—En la pista de aterrizaje. Primero pensé en dejársela a Delno, pero no quiero implicarlo en esto. No creo que ellos sepan que existe esa pista de aterrizaje. Así que allí la dejaré, aunque tenga que desviarme.

Raley observó que Britt se colocaba tras el volante.

—¿Todo bien?

Ella acomodó el asiento y los espejos.

—El tapizado apesta.

—No se puede tenerlo todo. Sigúeme, ¿de acuerdo? Pero de cerca. No dejes que ningún coche se interponga entre nosotros. ¿Vale?

—No te preocupes por nada.

Raley cerró la puerta, pero apoyó las manos en la ventanilla abierta.

—Recuerda lo que te he dicho, Britt. Si me ocurriera algo, no te detengas.

Sin embargo, no ocurrió nada. Llegaron a la pista de aterrizaje sin el menor percance. Recogieron de la camioneta todas sus pertenencias, sin excluir la pistola, y subieron los dos al sedán. Esta vez se instaló Raley en el asiento del conductor. Ella lo pescó mirando su camioneta con cierta nostalgia, mientras dejaban atrás el viejo hangar. En el fondo, Raley estaba desprendiéndose de su último juguete.

—Y ahora, ¿adonde vamos?

—A casa.

—¿Dónde queda eso?

—Lo sabré cuando lo vea.

Por pintoresco que pareciera, lo llamaban motel: doce cabañas construidas entre unos cuantos árboles, cerca de la autovía 17, al oeste del río Ashley, cruce obligado para ir a Charleston. El motel era poco acogedor. Había una piscina, pero sin agua y con el fondo cubierto de desperdicios naturales y humanos. Dentro de una alambrada había una vieja hamaca amarilla cubierta de óxido y colgando de una sola cadena. Sólo eso.

Britt volvió a quedarse sola mientras Raley iba a la conserjería. Volvió enseguida y le dijo:

—Número nueve.

—¿Suite presidencial?

—Por supuesto, salvo que no hay servicio a las habitaciones después de las diez de la noche.

La cabaña número nueve tenía dos camas dobles con una mesilla de noche y una lámpara entre ellas. Había una mesa con dos sillas, una cómoda con un espejo ajado encima de ella, un televisor y un aparato de aire acondicionado en la ventana. Raley movió un interruptor y el artefacto se puso a funcionar con un zumbido reconfortante, soltando una bocanada de aire frío.

Britt alzó la frazada e inspeccionó las sábanas. No vio ninguna mancha sospechosa o desagradable. El conjunto olía a detergente y lejía. Había incluso un rollo de papel en el váter, un detalle bastante tranquilizador.

—No está tan mal —dijo, mientras salía del baño tras haberse lavado las manos.

Raley se había quitado la camisa. Ver su torso desnudo le recordó a Britt lo ocurrido la noche anterior, e hizo que se golpeara el dedo gordo del pie contra el marco de la puerta.

—¿Te importa si te doy la espalda mientras te cambias?

Como toda respuesta, él señaló con la cabeza el baño a sus espaldas, pero ella estaba todavía inmersa en aquel recuerdo erótico, de manera que no le respondió.

—Voy a volver tarde —dijo él.

Britt se echó a un lado para que Raley pudiera entrar en el baño; llevaba consigo el traje y los zapatos. Puesto que tenía las manos ocupadas, ella se encargó de abrir la puerta y de cerrarla una vez que él hubo entrado.

Una vez hecho esto, se sentó en la cama que eligió como la suya y contempló, en primer lugar, arriba, el techo con paneles acústicos y, luego, abajo, la alfombra de lana color naranja. El agua corría en el lavabo del baño. Oyó un golpazo, como si una parte huesuda del cuerpo de Raley hubiera impactado contra los azulejos de la pared. Después oyó unos insultos en voz baja.

Como nunca había vivido con un hombre, se preguntó si era así. El ruido de la caída al suelo de un zapato le arrancó una sonrisa.

Raley salió al cabo de cinco minutos, pero el cambio operado en tan corto lapso era increíble. Vestía los pantalones del traje y una camisa de color marfil. Se había peinado un poco con los dedos. Se había puesto también los zapatos, pero aún llevaba en una mano la chaqueta.

—Estás guapo —dijo ella. En verdad, estaba guapísimo.

—Gracias. Me pondré la chaqueta cuando llegue.

—¿Y la corbata?

—Me la he olvidado, puesto que no la vi en el armario. Tal vez tiré todas las corbatas, no lo sé. En cualquier caso, cuando Fordyce y McGowan me vean, no van a fijarse en si llevo o no corbata.

—¿De modo que vas a dejar que te vean?

—Sí, claro —dijo y miró la bolsa de plástico que había dejado en la mesa, al lado de los archivos y de la pistola—. En caso de emergencia, llévate todo esto y huye de aquí.

—¿Tengo tu autorización para ojear los archivos?

Tras dudar un instante, Raley dijo:

—Sí, pero después de leerlos no corras en busca de una cámara.

—No lo haré —repuso ella, mientras él la miraba receloso—. No lo haré. Te lo juro. Raley asintió.

—Manten cerrada la puerta. Ni siquiera espíes por la mirilla sin tener la pistola en la mano. No le abras a nadie, salvo a mí. Recuerda que ningún policía sabe que estás aquí, de manera que no te sientas amedrentada si ves un uniforme. De regreso, compraré algo de comida. ¿Alguna duda?

Vuelve pronto. Regresa sano y salvo. No te vayas.

—Desodorante en aerosol.

—¿Para qué?

—Para el tapizado del coche. Y una CocaCola light. Llegar tarde a un entierro es el colmo de la mala educación.