Capítulo 15
Raley iba a toda velocidad rumbo a Charleston: su camioneta devoraba los kilómetros cuando vio más adelante un par de luces traseras. A ratos parpadeaban entre los árboles, luego desaparecían unos minutos y enseguida volvía a verlas.
Pese a hallarse algo lejos, podía inferir que el segundo conductor iba pegado al coche de delante. «Qué idiota», pensó. Era digno de un idiota conducir de manera tan agresiva, máxime en una carretera como aquélla. Si el conductor llevaba tanta prisa, ¿por qué no se limitaba a adelantarlo?
En lo más profundo de su mente, esperaba que el primer conductor no fuera un gilipollas, uno de esos que acaparan todo el camino y no dejan pasar a nadie más. Raley deseaba llegar lo antes posible a Charleston para aconsejarle a Britt que anduviera con pies de plomo. Ignoraba cómo se las arreglaría para verla. Estaría rodeada de policías y...
—¡¿Qué diablos ocurre?! —exclamó.
El coche de delante se había desplazado al arcén, pero el segundo coche no se había aprovechado del movimiento para adelantarlo. De hecho, parecía que el coche de atrás intentaba apartar al primero de la carretera.
Raley tuvo entonces una horrible intuición. Britt. Pero tan pronto como pensó en ello, los dos coches desaparecieron.
¿Era posible que estuviera a punto de darle alcance? Sólo si ella condujese muy lentamente. Sólo si ella se hubiera perdido.
—Mierda— se dijo.
Salir de la larga curva que fugazmente ocultaba los dos coches de sus ojos le llevó poco menos que una eternidad; pero en cuanto hubo ocurrido esto, entornó los ojos para ver mejor. Por desgracia, se hallaba algo lejos para ver bien y determinar los modelos de los coches implicados en aquel juego del gato y el ratón. Trató de ir lo más deprisa que fuese posible, pero los otros coches eran más veloces y livianos, y él no podía acortar distancias.
Al rato los volvió a perder de vista.
Contó los segundos. ¿Veinte, tal vez? ¿Treinta?
Entonces tuvo otra visión parpadeante. Un par de luces desapareció de improviso, el otro par de luces atravesó el puente.
Raley lanzó un grito agudo mientras pisaba el acelerador. Sintió que tardaba cien años en llegar al puente. Dio incluso unos golpes contra el volante, como si de ese modo fuera a redoblar la velocidad del vehículo.
Apenas llegó al borde del terraplén que sostenía el puente, Raley frenó y la camioneta dio un ligero patinazo. Descendió rápidamente, abrió la caja de las herramientas y cogió la misma linterna que había utilizado horas antes. También se armó con el primer objeto contundente de metal que halló. La llave inglesa.
Bajó despacio por el terraplén, medio gateando, medio saltando, mientras se quitaba las zapatillas. Cuando llegó al agua, ya estaba descalzo y tomando una gran bocanada de aire para zambullirse sin perder un instante.
Su linterna arrojaba un haz de luz muy poderoso en la superficie de esa masa de agua que parecía melaza residual. Raley conocía bien el río, sabía cuan oscura e impenetrable podía ser el agua en los tramos menos hondos. Pero allí era diferente. El canal era profundo.
Movió la luz de un lado a otro, frenéticamente, y sintió pánico al ver el coche que yacía en el lecho del río, envuelto en una especie de nube de cieno. Apuntó con la linterna a la ventanilla del conductor. Alcanzó a ver una mano pálida contra el vidrio y un mechón de cabello rubio que flotaba de forma inquietante.
Britt.
La linterna parpadeó y dejó de funcionar. La oscuridad fue absoluta.
Raley arrojó la linterna y nadó a toda prisa. En cuestión de pocos segundos llegó a la puerta derecha del coche, la puerta del acompañante. Intentó abrirla, trató de romper el parabrisas con la llave inglesa. En vano. Dio varios golpes más. Nada.
Sus pulmones empezaban a fatigarse.
Siguió golpeando con la llave hasta que por fin sintió que el vidrio del parabrisas se rajaba, sin quebrarse. Le dio varios puntapiés, uno tras otro, hasta que de pronto algo cedió y su pie pasó al otro lado. Amplió el agujero a fuerza de más puntapiés, luego introdujo sus hombros. El vidrio roto le lastimaba la cabeza y los brazos, pero Raley hizo caso omiso al dolor.
Buscó a tientas a Britt y lo primero que halló fue su brazo derecho. Al tocarla, ella no reaccionó. En su mente resonó un grito: «¡No, por Dios!».
Buscó también a tientas el cinturón de seguridad. Estaba suelto. Lo había soltado ella. Colocó sus manos bajo los brazos de Britt y la extrajo del coche, por el agujero del parabrisas, con cuidado pero sin perder tiempo. Ninguno de ellos tenía tiempo que perder. Él estaba casi sin aire, y ella estaba demasiado rígida.
Sin dejar de sostenerla, dio unas patadas y se ayudó con el brazo vacío para salir a la superficie cuanto antes. Sus pulmones suplicaban oxígeno. Siguió pataleando sin cesar, pero su cuerpo parecía volverse más y más pesado. Después de cinco años sin hacer ni un solo rescate había perdido la práctica, ya no estaba en forma.
Miró hacia arriba. La superficie no era más que una sombra negra. Volvió a intentarlo. Arriba, arriba. Por fin su cabeza asomó del agua y él pudo tragar una bocanada de aire.
Pero Britt no respiraba.
Quitó el agua de su rostro, luego nadó con ella hasta la orilla. Su cuerpo pedía más oxígeno, se sentía exhausto, pero nadó lo más velozmente que pudo contra la corriente. Cuando por fin hizo pie, primero caminó y después se arrastró, siempre llevando a Britt a cuestas.
La tumbó boca arriba y se sentó a horcajadas, encima de ella. Aunque Britt no respiraba, detectó un pulso muy débil. Plantó ambas manos en el medio de su pecho y empezó a practicarle reanimación cardíaca.
—Vamos, Britt —repetía, al tiempo que presionaba rítmicamente—. No puedes morirte ahora. Aún te queda mucho, Vamos, vamos.
El agua del río se escurría por la cara de Raley hasta entrar en sus ojos, pero él no detuvo ni la reanimación ni esa letanía tendiente a darle ánimos a Britt, que a la postre desembocó en una suerte de discurso provocador:
—Aunque me ha llamado cobarde, ahora es usted la que se rinde y abandona. ¿Va a permitir que otra persona ocupe su lugar en la televisión? Usted nunca toleraría algo así. ¡Así que respire, vamos!
De la boca de ella salió, de pronto, agua a borbotones. Raley apoyó la barbilla contra el pecho, agotado pero aliviado.
—Sabía que estas palabras la harían reaccionar.
Ella tosió, se sofocó y volvió a toser varias veces más.
—Expulse toda el agua, eso es, le hará bien —murmuró Raley, y después le recogió el pelo para que ella vomitara toda el agua que había tragado.
Cuando pudo respirar con menos dificultad, Britt alzó los ojos y contempló a Raley. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Su voz sonaba ronca y como estrangulada. Escupió un poco más de agua y finalmente pudo decir:
—Han intentado matarme.
El asintió. Deseaba hacerle mil preguntas, pero eso tendría que esperar. La prioridad era que ella se recuperara. Aunque, al mismo tiempo, se dijo que debían marcharse cuanto antes de allí. A lo mejor el que conducía el otro coche había llegado a ver las luces de la camioneta de Raley. En tal caso, quizá querría regresar para cerciorarse de que nadie había rescatado a Britt o que ésta no había sobrevivido de forma milagrosa. No podían quedarse allí, a la espera del posible regreso del asesino.
—Tenemos que ir ya mismo a la camioneta. Permita que la cargue.
—Puedo caminar.
Aunque no estaba de acuerdo, no quiso discutir con ella. No se movió de su lado y le tendió una mano. Ella la aceptó y se puso de pie. Pero en cuanto estuvo en pie, se le doblaron las rodillas. Él evitó que cayera y, sin darle el menor margen de protesta, la alzó en andas, como hacen los bomberos, y enfiló hacia el terraplén.
En medio de la penumbra, fue buscando los mejores puntos de apoyo. Sus propias rodillas estuvieron a punto de doblarse también, en numerosas ocasiones. Tropezó con algunas piedras, eludió unas matas silvestres y unas pequeñas palmeras, y se golpeó en la espinilla con la rama de un árbol caído. En cuanto a sus pies descalzos, se atascaron varias veces en el lodo.
Cuando por fin llegaron a la camioneta, posó a Britt en el suelo, y mientras ella se apoyaba contra el guardabarros él abrió la puerta para que subiera.
Raley se sentó a su lado, cogió la cazadora y se la puso, ayudándola a pasar los brazos por las mangas. Luego sostuvo la barbilla de Britt entre sus dedos y examinó su rostro. Los labios ya no estaban azules. Cogió una mano y observó las yemas de los dedos. Recobraban de a poco su color, o eso parecía puesto que la luz era muy débil.
—Frótese las manos y los pies para que entren en calor. Vuelvo enseguida.
Llena de pánico, ella le tomó la mano.
—¿Adonde va?
—A buscar mis zapatos —dijo, soltándose, y salió de la camioneta.
Anduvo pesadamente a lo largo de la orilla hasta hallar las zapatillas. No quería dejar ningún indicio. Quien hubiese arrojado a Britt en el río no sabía, por el momento, que ella había sido rescatada. Y él no deseaba que lo identificasen como el salvador. De momento, lo mejor sería que mantuvieran oculta su alianza. Es cierto, no podía hacer nada para borrar las huellas en el barro: las de sus pies y las de sus neumáticos. Pero confiaba en que, si alguien regresaba, se limitaría a confirmar que el coche continuaba sumergido, y que esta información le bastaría para marcharse satisfecho, sin realizar ninguna búsqueda exhaustiva.
Le explicó esto mismo a Britt en cuanto volvió a su lado, en la camioneta, y dejó las zapatillas en el suelo, junto a los pies descalzos de ella. Luego puso en marcha el vehículo y regresó a la carretera. Condujo en la dirección de donde venía, alejándose de Charleston. Su destino era cualquier sitio, menos esa ciudad. No deseaba ser visto por nadie.
—¿Quién ha sido, Britt?
—Fueron dos hombres.
Buscó la mano izquierda de ella, la puso con la palma hacia arriba en el asiento y apretó su muñeca con firmeza, a fin de tomarle el pulso.
—¿No ha podido ver sus rostros?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué clase de coche?
Ella se encogió los hombros.
—¿Número de matrícula?
Volvió a hacer que no con la cabeza.
Entretanto, él le tomaba el pulso. Apenas más alto que lo normal, pero fuerte y regular.
—Abra la guantera y coja el equipo de primeros auxilios. Hay un termómetro allí. Tómese la temperatura.
—Estoy bien.
—Hostias, ¿no puede hacerme caso y tomarse la temperatura sin discutir?
Su tono fue violento, aunque debido al miedo más que a la irritación. Si se hubiese demorado unos minutos más en la gasolinera, si no hubiese sentido el impulso de ir tras ella, si no hubiese sido capaz de romper el parabrisas, Britt se habría ahogado. Esto le provocó escalofríos,
Ella cumplió con lo que él le había pedido. Estaban en silencio cuando quitó el termómetro de su boca y leyó:
—Treinta y seis coma cuatro.
—Bastante bien.
—Nunca llego a los treinta y siete grados.
—Vaya. Ahora bien, claro está, a usted deberían examinarla en el hospital. Hay uno en Walterboro. Su temperatura es normal, y su pulso también. Lo último que llegué a ver, justo antes de que se apagara mi linterna, fue su mano contra la ventanilla. Usted estaba aún consciente en ese momento. De modo que perdió el conocimiento durante unos dos minutos en total, y eso significa que seguramente no ha habido ningún daño cerebral. Sin embargo, convendría medir su nivel de oxígeno. Estudiar los cortes y los rasguños del momento en que la rescaté de coche, sin hablar de probables contusiones. Y comprobar que no haya quedado agua en sus pulmones, aunque de haber quedado mucha usted estaría tosiendo. La reanimación cardiopulmonar hace que la sangre siga circulando hasta que la persona vuelva a respirar de forma normal, pero en el caso de alguien que estuvo a punto de ahogarse existen otros tratamientos de emergencia...
—¿Raley?
—¿Qué?
—¿Por qué no quiere llevarme al hospital?
A pesar de todos los argumentos a favor, ella había notado que en verdad él trataba de disuadirla.
—Porque temo que, si la llevo allí, usted no viva mucho tiempo.
Raley se dijo que era hora de decir la verdad, sin edulcorar las cosas.
—Alguien ha matado a Jay. Alguien ha intentado matarla a usted. Me parece que estará más segura si ellos creen que usted ha muerto.
—¿Cobb Fordyce está detrás de esto?
—O George McGowan. O tal vez ambos.
—Uno para todos —murmuró ella, repitiendo la broma que él había hecho sólo horas antes.
—Después de separarnos, me he puesto a pensar en lo vulnerable que es su posición. Decidí, entonces, tratar de darle alcance para advertirle que tuviera mucho cuidado y que, de ser posible, permaneciera todo el tiempo bajo custodia policial. Tras esto que ha ocurrido, ya no se trata tan sólo de una idea mía. Quien ha matado a Jay cree que usted representa una amenaza.
—¿Por qué no me mataron cuando mataron a Jay?
—Apuesto a que ellos están preguntándose lo mismo, y lamentan no haberlo hecho.
Por el rabillo de un ojo, Raley vio que ella se tocaba el codo y que friccionaba sus antebrazos. A pesar de la temperatura exterior, encendió la calefacción de la camioneta y orientó hacia ella las salidas de aire.
—¿Usted llegó a ver el otro coche? —preguntó ella.
—No pude. Muy lejos y muy oscuro. Lo que no logro explicarme es cómo han hecho para localizarla. Salvo que pusieran una especie de detector en su coche. Pero si lo pusieron, ¿por qué no estaban esperándonos en la pista de aterrizaje? ¿O por qué no nos interceptaron cuando la rapté, la otra noche?
—Mi teléfono —dijo ella, sin énfasis—. Lo he encontrado.
—Vaya.
—Sonó a poco de que dejara atrás la pista de aterrizaje. Mi abogado me llamó. Estuvimos hablando dos o tres minutos antes de que se acabara la batería. ¿Pueden haber rastreado esa llamada?
—Supongo que sí. Si poseen los equipos para ello, no es difícil. ¿Usted le dijo a Alexander dónde se hallaba?
Ella asintió.
—Le dije por qué carretera circulaba y cuánto me faltaba para llegar.
—Cualquiera que haya escuchado esa charla puede haberla esperado a la vera del camino. Usted pasó por donde dijo que iba a pasar y ellos aparecieron a sus espaldas.
—Es tal como ha sucedido. Al principio me alegró ver otro coche en una carretera tan solitaria.
—¿Me ha mencionado usted al hablar con Alexander?
—No.
—¿Le contó algo de lo que yo le he dicho?
—Tan sólo que el asesinato de Jay y el incendio en la comisaría estaban relacionados. Que la historia era mucho más compleja. Raley soltó un resoplido. —¿Cuánto conoce usted a su abogado?
—Lo conocí ayer por la mañana —dijo y soltó una carcajada desprovista de júbilo—. ¿Fue ayer? Parece que hubieran pasado años.
—Creo que la han traicionado, Britt.
—Eso parece.
—O que su teléfono estaba intervenido.
Llegaron entonces a una tienda para pescadores, que aparte de anzuelos vendía cerveza helada, café caliente, fuegos artificiales y las mejores hamburguesas de la zona. Al menos eso anunciaba un letrero escrito a mano y puesto en una ventana.
Raley aparcó delante y abrió la puerta.
—Ahora vuelvo.
Como ella no discutió, él dedujo que aún estaba conmocionada. La prefería impugnando y preguntando.
Entró en la tienda y sonó una campanilla puesta encima de la puerta. Tras el mostrador, un hombre que usaba pantalones caqui y una camisa blanca sin mangas estaba hojeando una revista dedicada a la caza y a la pesca, mientras comía unas patatas fritas con gusto a cebolla. A sus espaldas vio la publicidad de una nueva afeitadora.
Al mismo tiempo que Raley se aproximaba al mostrador, el hombre se limpió en los pantalones sus dedos llenos de sal y examinó a Raley con curiosidad: sus pies descalzos y enlodados, sus ropas mojadas y sucias, su cara sin afeitar.
—¿Ha estado nadando?
—Un té caliente, por favor.
—¿té? —preguntó el hombre y se rió—. ¿Quiere acompañarlo con unas patatas fritas? Raley se limitó a mirarlo.
La sonrisa tonta del hombre se evaporó lentamente.
—La máquina de café está allí. Al costado tiene un pequeño grifo que sirve agua caliente.
Raley fue al área de autoservicio y dio vueltas y vueltas hasta dar con una caja abollada de té Lipton. Sirvió agua caliente en un vaso de plástico (el agua estaba, en verdad, más bien tibia), puso una bolsita de té y tapó el vaso.
—¿Cuánto es? —preguntó ya de regreso en el mostrador.
—¿Es para la dama?
El hombre miraba por encima del hombro de Raley, quien se giró para entender qué estaba mirando el otro: a Britt, con su cabeza apoyada contra la ventanilla de su lado, con el pelo aún mojado que le oscurecía todo el rostro, todo excepto los ojos, que se veían resplandecientes en la distancia.
—Eso es —repuso Raley.
—¿Una noche difícil?
—Algo por el estilo.
—Cortesía de la casa —dijo el hombre, deslizando el vaso por el mostrador. —Gracias.
—No olvide el azúcar.
Raley cogió dos sobrecillos, le dio las gracias al hombre y regresó a la camioneta. Una vez allí, le dio el té y el azúcar a Britt, luego puso en marcha el motor y se dirigió a la carretera.
—No quiero esto —dijo ella. Había quitado ya la tapa del vaso y ahora contemplaba con escaso entusiasmo ese líquido que parecía zumo de manzana.
—Bébaselo.
Obedientemente puso el vaso entre sus rodillas, vació los dos sobrecillos de azúcar y bebió un sorbo. Raley dijo:
—En casa tengo un tubo de oxígeno.
Ella no respondió nada, pero él llegó a ver de soslayo que ella lo miraba intrigada.
—Lo tengo por si ocurre alguna emergencia. Por si Delno sufre un infarto por comer tanta grasa. Lo fríe todo con grasa de cerdo.
Britt le dio otro sorbo al té sin dejar de mirar a Raley por encima del vaso.
—¿Usted quiere que yo vuelva a su cabaña? Él se giró y dijo:
—No, la verdad es que no. Pero tengo allí algo que quiero enseñarle.
—¿Algo aparte del tubo de oxígeno?
—Mis papeles personales. La investigación acerca del incendio.
—¿Documentos oficiales?
—En cuanto intuí que iban a echarme, me introduje en el despacho de Brunner e hice copias de todo. Me gustaría que usted viera los papeles, pero primero tiene que darme su palabra de que no hará de esto una noticia de actualidad, no al menos hasta que yo se lo autorice.
—¿O de lo contrario?
—O de lo contrario puedo llevarla a un hospital para que reciba un tratamiento adecuado. O puedo dejarla en su casa, de modo que usted se entregue a la policía. Siendo franco, debo decirle que cualquiera de estas opciones parece más sensata que estar conmigo.
Britt pasó el dedo, varias veces, por el borde del vaso.
—Quizá mi abogado no sea de fiar.
—La haya traicionado o no con los del otro bando, usted está en una situación comprometida.
—Usted mismo ha dicho que los detectives que siguen mi casa idolatran a Jay y que lo último que aceptarían es algo negativo acerca de él.
—Confío en que usted puede convencerlos. En cualquier caso, tendrán que aceptar la verdad tarde o temprano.
—Más bien tarde, estimo yo. Porque ahora mismo mi credibilidad anda por los suelos.
—Mientras tanto, está expuesta y en peligro.
—No me cabe ninguna duda. Alguien ha tratado de... de...
—De matarla.
Muy emocionada, Britt se limitó a asentir. Raley tomó ese gesto como una respuesta.
Por suerte, los últimos invitados se dirigían de forma desorganizada hacia la salida, entre frases de agradecimiento y de despedida. George había hecho lo imposible por soportar aquella fiesta. Para Les, pasar un buen momento equivalía a congregar a todos sus aduladores con sus respectivas esposas, no dejar de servirles comidas sabrosas y bebidas fuertes, y demostrarles cuan afortunados eran de contar con su amistad.
Era evidente que aquella fiesta se había organizado en el último momento para celebrar el trato con el gobierno de la ciudad, cerrado esa misma tarde tras una lenta partida de golf y una comida interminable. George no creía que Les fuera capaz de protagonizar gestos desinteresados.
En cuanto volvió del club a su casa, se topó con los camiones que llevaban la comida, y con los bármanes y los camareros contratados para la ocasión. Los invitados empezaron a llegar a las seis y media, los últimos lo hicieron alrededor de las siete, y no faltó ni uno solo. George se dijo que llevaba semanas planificando aquella fiesta.
El hijo de puta de Les no había dudado ni un segundo de que se llevaría aquel contrato.
—Señor McGowan, tiene una llamada.
Al girarse, George se encontró con su mayordomo.
—Tome usted el recado —le dijo.
—Estoy muy cansado, señor. Y la persona insiste en hablar con usted.
—¿George?
Impactante con su vestido negro sin tirantes, Miranda se aproximaba blandiendo un Martini rosado que combinaba muy bien con el diamante prendido en su top. La joya, de cinco quilates, era espectacular pero no tenía ni punto de comparación con los senos exuberantes de Miranda.
—Los Madison aguardan para despedirse de ti.
Madison era el rey de los obsecuentes con Les.
—Debo atender una llamada telefónica. Dales las buenas noches de mi parte.
Miranda pareció perturbarse, pero no dijo nada. Simplemente le dio la espalda y volvió donde estaba Les, que estrechaba con entusiasmo fingido la mano de Madison mientras se deshacía en elogios al vestido sin gracia de su esposa, que era semejante a un ratón.
George vació de un trago su vaso de whisky con soda y se lo dio al mayordomo.
—Gracias. Cogeré la llamada en mi despacho.
La habitación era pretenciosa. Los estantes estaban repletos de libros que él no había leído, escritos por autores de los cuales jamás había oído hablar. De las paredes colgaban las cabezas embalsamadas de un ciervo y de un alce que George no había cazado. Había un reluciente despliegue de trofeos obtenidos en torneos de golf y de tenis en los que George no recordaba haber participado. Asimismo, uno de sus caballos de carreras había ganado algunas copas de plata, pero George había tenido poco y nada que ver con ello, exceptuando el hecho de haber pagado una fortuna por poseer, alimentar y entrenar a aquel animal nervioso y malhumorado.
Por último, estaba la famosa fotografía de él y los otros en el lugar del incendio. Miranda la había mandado ampliar en un tamaño embarazoso y ahora colgaba dentro de un marco que la reina de Inglaterra podría haber escogido para su retrato oficial.
George evitó mirar aquella foto mientras tomaba asiento en el escritorio y cogía el teléfono.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Cobb Fordyce.
Pese a que había decidido no mirar la foto, sus ojos fueron directamente allí.
—¿Estás haciendo horas extra?
—Creí que debía llamarte.
—Estamos dando una fiesta ahora mismo, Cobb. Tengo invitados.
Pasando por alto este comentario, el fiscal dijo:
—He recibido una llamada muy interesante hace un rato.
—¿Si?
—Bill Alexander.
George tragó en seco. O al menos hizo el intento. Tenía la boca reseca. Lamentaba no haberse servido otro trago antes de coger el teléfono.
—¿El abogado?
Como enfadado, Cobb dijo:
—Vamos, George.
—De acuerdo. ¿Y por qué te ha llamado a estas horas de la noche?
—Porque soy el fiscal general del Estado. En consecuencia, pensó que debía informarme de que su cliente, Britt Shelley, le ha dicho que existe una conexión entre el asesinato de Jay Burgess y el incendio en la comisaría.
George posó un codo sobre la mesa y apoyó la cabeza en la palma de su mano.
—Le he preguntado al señor Alexander por qué su cliente, la señorita Shelley, relacionaba ambas tragedias —prosiguió Fordyce—. ¿Son simples conjeturas de ella o acaso Jay le dijo algo antes de morir? El señor Alexander me explicó entonces que no tuvo tiempo de hacerle estas preguntas a su cliente, porque su charla telefónica se interrumpió de forma abrupta. Ignoro cuánto conoces a Bill Alexander, George, pero es un sujeto muy impresionable. Cuando me llamó estaba al borde del ataque de pánico. Le había prometido al detective Clark que la señorita Shelley tardaría una hora en llegar a su casa, pero ella no apareció. Ahora mismo está en paradero desconocido.
—Vaya. Pero ¿por qué te ha llamado Bill Alexander para darte esa información?
—Se pregunta si debe darle algún crédito a lo que su cliente alega sobre los nexos entre el incendio y la muerte de Jay. Incluso me ha preguntado qué opino al respecto. ¿Algo así justifica nuevas investigaciones? ¿Habría que hacer público lo que ha dicho su cliente? ¿O debería mantenerse en secreto por el momento? En otras palabras, se siente con la soga al cuello y no sabe qué hacer.
George sintió una leve náusea.
—Cuando Alexander llamó al detective Clark y le comentó que Britt Shelley estaba de camino a su hogar, ¿le dijo algo acerca del incendio?
—No, no lo hizo. Consideró que en primer lugar tenía que consultármelo.
«Bueno, algo es algo», pensó George aliviado. No mucho, pero algo. Entonces, una especie de sexto sentido le hizo alzar la vista: su suegro y Miranda se hallaban en el umbral de la puerta de su despacho.
Cobb estaba diciendo:
—No me gusta nada que se quiera volver atrás, al episodio del incendio, George. Podría ser muy molesto para los dos.
—Sí, opino lo mismo —dijo, y respiró hondo—. Oye, ahora debo irme. Te llamaré mañana, sin falta.
—Tenemos que hablar, George.
—Por supuesto. Te llamaré temprano —dijo, y cortó antes de que el fiscal pudiera agregar nada.
Miranda avanzó hasta el sillón de cuero y se tendió sobre él, extendiendo su cuerpo lánguidamente, desplegando aquellos senos cremosos que el escote de su vestido ocultaba a duras penas.
—¿Quién era, cariño?
—Cobb Fordyce.
Las cejas de Miranda se arquearon de forma elocuente, pero fue Les quien preguntó:
—¿Qué motivos tiene nuestro fiscal para llamarte a estas horas de la noche?
George miró a uno y a otro. Por fin les dijo:
—Cobb cree que tenemos problemas.