MINA HARKER."

El profesor estaba encantado.

–¡Ah!, esa maravillosa señora Mina -dijo-. ¡Una perla entre las mujeres! Va a llegar; pero no puedo quedarme a esperarla. Debe llevarla a su casa, amigo John. Debe ir a recibirla a la estación. Mándele un telegrama en camino para que esté preparada.

Cuando enviamos el telegrama, el profesor tomó una taza de té; a continuación, me habló de un diario de Jonathan Harker y me entregó una copia mecanografiada, así como el diario que escribió Mina Harker en Whitby.

–Tómelos -me dijo y examínelos atentamente. Para cuando regrese, estará usted al corriente de todos los hechos y así podremos emprender mejor nuestras investigaciones. Cuídelos, puesto que su contenido es un verdadero tesoro. Necesitará toda su fe, a pesar de la experiencia que ha tenido hoy mismo. Lo que se dice aquí -colocó pesadamente la mano, con gravedad, sobre el montón de papeles, al tiempo que hablaba-, puede ser el principio del fin para usted, para mí y para muchos otros; o puede significar el fin del "muerto vivo" que tantas atrocidades comete en la tierra. Léalo todo, se lo ruego, con atención. Y si puede añadir usted algo a la historia que aquí se relata, hágalo, puesto que en este caso todo es importante. Ha consignado en su diario todos esos extraños sucesos, ¿no es así? ¡Claro! Bueno, pues entonces, pasaremos todo en revista juntos, cuando regrese.

A continuación, hizo todos los preparativos para su viaje y, poco después, se dirigió a Liverpool Street. Yo me encaminé a Paddington, a donde llegué como un cuarto de hora antes de la llegada del tren.

La multitud se fue haciendo menos densa, después del movimiento característico en los andenes de llegada. Comenzaba a intranquilizarme, temiendo no encontrar a mi invitada, cuando una joven de rostro dulce y apariencia delicada se dirigió hacia mí, y después de una rápida ojeada me dijo:

–Es usted el doctor Seward, ¿verdad?

–¡Y usted la señora Harker! – le respondí inmediatamente.

Entonces, la joven me tendió la mano.

–Lo conocía por la descripción que me hizo la pobre Lucy; pero… guardó silencio repentinamente y un fuerte rubor cubrió sus mejillas.

El rubor que apareció en mi propio rostro nos tranquilizó a los dos en cierto modo, puesto que era una respuesta tácita al suyo. Tomé su equipaje, que incluía una máquina de escribir, y tomamos el metro hasta Fenchurch Street, después de enviar recado a mi ama de llaves para que dispusiera una salita y una habitación dormitorio para la recién llegada.

Pronto llegamos. La joven sabía, por supuesto, que el lugar era un asilo de alienados; pero vi que no lograba contener un estremecimiento cuando entramos.

Me dijo que si era posible le gustaría acompañarme a mi estudio, debido a que tenía mucho de que hablarme. Por consiguiente, estoy terminando de registrar los conocimientos en mi diario fonográfico, mientras la espero.

Como todavía no he tenido la oportunidad de leer los papeles que me confió van Helsing, aunque se encuentran extendidos frente a mí, tendré que hacer que la señora se interese en alguna cosa para poder dedicarme a su lectura. No sabe cuán precioso es el tiempo o de qué índole es la tarea que hemos emprendido. Debo tener cuidado para no asustarla. ¡Aquí llega!

Del diario de Mina Harker

29 de septiembre. Después de instalarme, descendí al estudio del doctor Seward.

En la puerta me detuve un momento, porque creí oírlo hablar con alguien. No obstante, como me había rogado que no perdiera el tiempo, llamé a la puerta y entré al estudio una vez que me dio permiso para hacerlo.

Me sorprendí mucho al constatar que no había nadie con él. Estaba absolutamente solo, y sobre la mesa, frente a él, se encontraba lo que supe inmediatamente, por las descripciones, que se trataba de un fonógrafo. Nunca antes había visto uno y me interesó mucho.

–Espero no haberlo hecho esperar mucho -le dije-; pero me detuve ante la puerta, ya que creí oírlo a usted hablando y supuse que habría alguna persona en su estudio.

–¡Oh! – replicó, con una sonrisa-. Solamente estaba registrando en mi diario los últimos acontecimientos.

–¿Su diario? – le pregunté, muy sorprendida.

–Sí -respondió -, lo registro en este aparato. Al tiempo que hablaba, colocó la mano sobre el fonógrafo. Me sentí muy excitada y exclamé:

–¡Vaya! ¡Esto es todavía más rápido que la taquigrafía! ¿Me permite oír el aparato un poco?

–Naturalmente -replicó con amabilidad y se puso en pie para preparar el artefacto de modo que hablara.

Entonces, se detuvo y apareció en su rostro una expresión confusa.

–El caso es -comenzó en tono extraño que sólo registro mi diario; y se refiere enteramente…, casi completamente…, a mis casos. Sería algo muy desagradable… Quiero decir…

Guardó silencio y traté de ayudarlo a salir de su confusión.

–Usted ayudó en la asistencia a mi querida Lucy en los últimos instantes. Déjeme escuchar cómo murió. Le agradeceré mucho todo lo que pueda saber sobre ella. Me era verdaderamente muy querida.

Para mi sorpresa, respondió, con una expresión de profundo horror en sus facciones:

–¿Quiere que le hable de su muerte? ¡Por nada del mundo!

–¿Por qué no? – pregunté, mientras un sentimiento terrible se iba apoderando de mí.

El doctor hizo nuevamente una pausa y pude ver que estaba tratando de buscar una excusa. Finalmente, balbuceó:

–¿Ve usted? No sé como retirar todo lo particular que contiene el diario.

Mientras hablaba se le ocurrió una idea, y dijo, con una simplicidad llena de inconsciencia, en un tono de voz diferente y con el candor de un niño:

–Esa es la verdad, le doy mi palabra de ello. ¡Sobre mi honor de indio honrado!

No pude menos de sonreír y el doctor hizo una mueca.

–¡Esta vez me he traicionado! – dijo-. Pero, ¿sabe usted que aún cuando hace ya varios meses que mantengo al día el diario, nunca me preocupé de cómo podría encontrar cualquier parte en especial de él que deseara examinar?

Pero esta vez me convencí de que el diario del doctor que asistió a Lucy tendría algo que añadir a nuestra suma de conocimientos sobre el terrible ser, y dije llanamente:

–Entonces, doctor Seward, lo mejor será que me deje que le haga una copia en mi máquina de escribir.

Se puso intensamente pálido, al tiempo que me decía:

–¡No! ¡No! ¡No! ¡Por nada en el mundo dejaré que usted conozca esa terrible historia!

Por consiguiente, era terrible. ¡Mi intuición no me había engañado! Por unos instantes estuve pensando, y mientras mis ojos examinaban cuidadosamente la habitación, buscando algo o alguna oportunidad que pudiera ayudarme, vi un montón de papeles escritos a máquina sobre su mesa. Los ojos del doctor se fijaron en los míos, e involuntariamente, siguió la dirección de mi mirada. Al ver los papeles, comprendió qué era lo que estaba pensando.

–Usted no me conoce -le dije-. Cuando haya leído esos papeles, el diario de mi esposo y el mío propio, que yo misma copié en la máquina de escribir, me conocerá un poco mejor. No he dejado de expresar todos mis pensamientos y los sentimientos de mi corazón en ese diario; pero, naturalmente, usted no me conoce… todavía; y no puedo esperar que confíe en mí para revelarme algo tan importante.

Desde luego, es un hombre de naturaleza muy noble; mi pobre Lucy tenía razón respecto a él. Se puso en pie y abrió un amplio cajón, en el que estaban guardados en orden varios cilindros metálicos huecos, cubiertos de cera oscura, y dijo:

–Tiene usted razón. No confiaba en usted debido a que no la conocía. Pero ahora la conozco; y déjeme decirle que debí conocerla hace ya mucho tiempo. Ya sé que Lucy le habló a usted de mí, del mismo modo que me habló a mí de usted. ¿Me permite que haga el único ajuste que puedo? Tome los cilindros y óigalos. La primera media docena son personales y no la horrorizarán; así podrá usted conocerme mejor. Para cuando termine de oírlos, la cena estará ya lista. Mientras tanto, debo leer parte de esos documentos, y así estaré en condiciones de comprender mejor ciertas cosas.

Llevó él mismo el fonógrafo a mi salita y lo ajustó para que pudiera oírlo. Ahora voy a conocer algo agradable, estoy segura de ello, ya que me va a mostrar el otro lado de un verdadero amor del que solamente conozco una parte…

Del diario del doctor Seward

29 de septiembre. Estaba tan absorto en la lectura del diario de Jonathan Harker y en el de su esposa que dejé pasar el tiempo sin pensar. La señora Harker no había descendido todavía cuando la sirvienta anunció que la cena estaba servida.

–Es probable que esté cansada. Será mejor que retrasemos la cena una hora -le dije, y volví a enfrascarme en mi lectura.

Acababa de terminar la lectura del diario de la señora Harker cuando ella entró al estudio. Se veía muy bonita y dulce, pero un poco triste, y sus ojos estaban un poco hinchados, signo inequívoco de que había estado llorando. Por alguna razón, eso me emocionó profundamente. Unos instantes antes había tenido yo mismo ganas de llorar, ¡Dios lo sabe!; pero el alivio que las lágrimas procuran me había sido negado, y entonces, el ver aquellos ojos de mirada dulce, que habían estado llenos de lágrimas, me impresionó. Por consiguiente, le dije con toda la amabilidad que pude:

–Me temo que mi diario la ha desconsolado.

–¡Oh, no! No estoy desconsolada -replicó-; pero me han emocionado más de lo que puedo decir sus lamentaciones. Es una máquina maravillosa, pero cruelmente verdadera. Me hizo escuchar, en el tono exacto, las angustias de su corazón. Era como un alma que se dirige a Dios Todopoderoso. ¡Nadie debe volver a escribir nunca eso! He tratado de serle útil. He copiado sus palabras en mi máquina de escribir y nadie más necesita oír ahora los latidos de su corazón, como lo he hecho yo.

–Nadie necesita saberlo nunca, ni lo sabrá -le dije, en tono muy bajo.

Ella colocó su mano sobre las mías y me dijo con gravedad:

–¡Deben conocerlo!

–¡Deben! ¿Por qué? – preguntó.

–Porque es una parte de la terrible historia, una parte de la muerte de la pobre y querida Lucy y de las causas que la provocaron; porque en la lucha que nos espera, para librar a la tierra de ese terrible monstruo, debemos adquirir todos los conocimientos y toda la ayuda que es posible obtener. Creo que los cilindros que me confió contienen más de lo que usted deseaba que yo conociera; pero he visto que en ese registro hay muchos indicios para la solución de este negro misterio. ¿No va a dejarme usted que le ayude? Conozco todo hasta cierto punto; y comprendo ya, aunque su diario me condujo sólo hasta el siete de septiembre, cómo estaba siendo acosada la pobre Lucy y cómo se iba desarrollando su terrible destino. Jonathan y yo hemos estado trabajando día y noche desde que el profesor van Helsing estuvo con nosotros. Mi esposo ha ido a Whitby a conseguir más información y llegará aquí mañana, para tratar de ayudarnos a todos. No debemos tener secretos entre nosotros; trabajando juntos y con entera confianza podremos ser, con toda seguridad, más útiles y efectivos que si alguno de nosotros está sumido en la oscuridad.

Me miró de modo tan suplicante, y al mismo tiempo manifestando tanto valor y resolución en su actitud, que cedí inmediatamente ante sus deseos.

–Haga usted lo que mejor le parezca con respecto a este asunto -le dije -. ¡Que Dios me perdone si hago mal! Hay aún cosas terribles que va a conocer; pero si ha recorrido ya tanto trecho en lo referente a la muerte de la pobre Lucy, no se contentará, lo sé, permaneciendo en la ignorancia. No, el fin mismo podrá darle a usted un poco de paz. Venga, la cena está servida. Debemos fortalecernos para soportar lo que nos espera; tenemos ante nosotros una tarea cruel y peligrosa. Cuando haya cenado podrá conocer todo el resto y responderé a todas las preguntas que usted quiera hacerme…, en el caso de que haya algo que no comprenda; aunque estaba claro para todos los que estábamos presentes.

Del diario de Mina Harker

29 de septiembre. Después de cenar, acompañé al doctor Seward a su estudio.

Llevó el fonógrafo de mi salita y yo tomé mi máquina de escribir. Hizo que me instalara en un asiento cómodo y colocó el fonógrafo de tal modo que pudiera manejarlo sin necesidad de levantarme, y me mostró como detenerlo, en el caso de que deseara hacer una pausa. Entonces, muy preocupado, tomó asiento de espaldas a mí, para que me sintiera con mayor libertad, y comenzó a leer. Yo me coloqué en los oídos el casco, y escuché.

Cuando conocí la terrible historia de la muerte de Lucy y de todo lo que siguió, permanecí reclinada en mi asiento, como paralizada, absolutamente sin fuerzas.

Afortunadamente no soy dada a desmayarme. En cuanto el doctor Seward me vio, se puso en pie de un salto, con expresión horrorizada, y apresurándose a sacar de una alacena una botella me dio una copita de brandy, que, en unos minutos, me devolvió las fuerzas. Mi cerebro era un verdadero caos, y solamente entre todos los horrores surgía un ligero rayo de luz al saber que mi pobre y querida Lucy estaba finalmente en paz. De no ser por eso, no creo haber podido tolerarlo sin hacer una escena. Era todo tan salvaje, misterioso y extraño, que si no hubiera conocido la experiencia de Jonathan en Transilvania, no hubiera podido creerlo. En realidad, no sabía qué creer y procuré salir del paso ocupándome de otra cosa. Le quité la cubierta a mi máquina de escribir, y le dije al doctor Seward:

–Déjeme que le escriba todo esto. Debemos estar preparados para cuando regrese el doctor van Helsing. Le he enviado un telegrama a Jonathan para que venga aquí en cuanto llegue a Londres, procedente de Whitby. En este caso, las fechas son importantes, y creo que si preparamos todo el material y lo disponemos todo en orden cronológico, habremos adelantado mucho. Me ha dicho usted que lord Godalming y el señor Morris van a venir también. Así podremos estar en condiciones de ponerlo al corriente de todo en cuanto llegue.

El doctor, de acuerdo con lo dicho, hizo que el fonógrafo funcionara más lentamente y comencé a escribir a máquina desde el principio del séptimo cilindro.

Usaba papel carbón y saqué tres copias, lo mismo que había hecho con todo el resto. Era ya tarde cuando concluí el trabajo, pero el doctor fue a cumplir con su deber, en su ronda de visita a los pacientes; cuando terminó, regreso y se sentó a mi lado, leyendo, para que no me sintiera demasiado sola mientras trabajaba. ¡Qué bueno y comprensivo es! ¡El mundo parece estar lleno de hombres buenos, aun cuando haya también monstruos! Antes de despedirme de él recordé lo que Jonathan había escrito en su diario sobre la perturbación del profesor cuando leyó algo en un periódico de la tarde en la estación de Exéter; así, al ver que el doctor Seward guardaba clasificados sus periódicos, me llevé a la habitación, después de pedirle permiso para ello, los álbumes de The Westminster Gazette y The Pall Mall Gazette. Recordaba lo mucho que nos habían ayudado los periódicos The Dailygraph y The Whitby Gazette ,de los que había guardado recortes, para comprender los terribles sucesos de Whitby cuando llegó el conde Drácula. Por consiguiente, tengo el propósito de examinar cuidadosamente, desde entonces, los periódicos de la tarde, y quizá pueda así encontrar algún indicio. No tengo sueño, y el trabajo servirá para tranquilizarme.

Del diario del doctor Seward

30 de septiembre. El señor Harker llegó a las nueve en punto. Había recibido el telegrama de su esposa poco antes de ponerse en camino. Tiene una inteligencia poco común, si es posible juzgar eso por sus facciones, y está lleno de energía. Si su diario es verdadero, y debe ser, a juzgar por las maravillosas experiencias que hemos tenido, es también un hombre enérgico y valiente. Su ida a la tumba por segunda vez era una obra maestra de valor. Después de leer su informe, estaba preparado a encontrarme con un buen espécimen de la raza humana, pero no con el caballero tranquilo y serio que llegó aquí hoy.

Más tarde. Después del almuerzo, Harker y su esposa regresaron a sus habitaciones, y al pasar hace un rato junto a su puerta, oí el ruido que producía su máquina de escribir. Trabajan mucho. La señora Harker me dijo que estaban poniendo en orden cronológico todas las pruebas que poseían. Harker había recibido las cartas entre la consigna de las cajas en Whitby y los mozos de cuerda que se ocuparon de ellas en Londres. Ahora esta leyendo la copia mecanografiada por su esposa de mi diario. Me pregunto qué conclusiones sacarán. Aquí está…

¡Es extraño que no se me ocurriera pensar que la casa vecina pudiera ser el escondrijo del conde! ¡Sin embargo, Dios sabe que habíamos tenido suficientes indicios a causa del comportamiento del pobre Renfield! El montón de cartas relativas a la adquisición de la casa se encontraba con las copias mecanografiadas. ¡Si lo hubiéramos sabido antes, hubiéramos podido salvarle la vida a la pobre Lucy! ¡Basta! ¡Esos pensamientos conducen a la locura! Harker ha regresado a sus habitaciones y está otra vez poniendo en orden el material que posee. Dice que para la hora de la cena estarán en condiciones de presentar una narración que tenga una relación absoluta entre todos los hechos. Piensa que, mientras tanto, debo ir a ver a Renfield, puesto que hasta estos momentos ha sido una especie de guía sobre las entradas y salidas del conde. Me es difícil verlo todavía; pero, cuando examine las fechas, supongo que veré claramente la relación existente. ¡Qué bueno que la señora Harker mecanografió el contenido de mis cilindros! Nunca hubiéramos podido encontrar las fechas de otro modo…

Encontré a Renfield sentado plácidamente en su habitación y sonriendo como un bendito. En ese momento parecía tan cuerdo como cualquier otra persona de las que conozco. Me senté a su lado y hablé con él de infinidad de temas, que él desarrolló de una manera absolutamente natural. Entonces, por su propia voluntad, me habló de regresar a su casa, un tema que nunca había tocado, que yo sepa, durante su estancia en el asilo. En efecto, me habló confiado de que podría ser dado de alta inmediatamente.

Creo que de no haber conversado antes con Harker y haber leído las cartas y las fechas de sus ataques, me hubiera sentido dispuesto a firmar su salida, al cabo de un corto tiempo de observación. Tal y como están las cosas, sospecho de todo. Todos esos ataques estaban ligados en cierto modo a la presencia del conde en las cercanías. ¿Qué significaba entonces aquella satisfacción absoluta? ¿Quiere decir que sus instintos están satisfechos a causa del convencimiento del triunfo final del vampiro? Es el mismo zoófago y en sus terribles furias, al exterior de la puerta de la capilla de la casa, habla siempre del "amo". Todo esto parece ser una confirmación de nuestra idea. Sin embargo, al cabo de un momento, lo dejé; mi amigo estaba en esos instantes demasiado cuerdo para poder ponerlo a prueba seriamente con preguntas. Puede comenzar a reflexionar y, entonces… Por consiguiente, me alejé de él. Desconfío de esos momentos de calma que tiene a veces, y le he dado al enfermero la orden de que lo vigile estrechamente y que tenga lista una camisa de fuerza para utilizarla en caso de necesidad.

Del diario de Jonathan Harker

29 de septiembre, en el tren hacia Londres. Cuando recibí el amable mensaje del señor Billington, en el que me decía que estaba dispuesto a facilitarme todos los informes que obraban en su poder, creí conveniente ir directamente a Whitby y llevar a cabo, en el lugar mismo, todas las investigaciones que deseaba. Mi objeto era el de seguir el horrible cargamento del conde hasta su casa de Londres. Más tarde podríamos ocuparnos de ello. El hijo de Billington, un joven muy agradable, fue a la estación a recibirme y me condujo a casa de su padre, en donde habían decidido que debería pasar la noche. Eran hospitalarios, con la hospitalidad propia de Yorkshire: dando todo a los invitados y dejándolos en entera libertad para que hicieran lo que deseaban. Sabían que tenía mucho quehacer y que mi estancia iba a ser muy corta, y el señor Billington tenía preparados en su oficina todos los documentos relativos a la consignación de las cajas.

Me llevé una fuerte impresión al volver a ver una de las cartas que había visto sobre la mesa del conde, antes de tener conocimiento de sus planes diabólicos. Todo había sido pensado cuidadosamente y ejecutado sistemáticamente y con precisión. Parecía haber estado preparado para vencer cualquier obstáculo que pudiera surgir por accidente para impedir que se llevaran a cabo sus intenciones. No había dejado nada a la casualidad, y la absoluta exactitud con la que sus instrucciones fueron seguidas era simplemente un resultado lógico de su cuidado. Vi la factura y tomé nota de ella: "Cincuenta cajas de tierra común, para fines experimentales." También la copia de la carta dirigida a Carter Paterson y su respuesta; saqué copias de las dos. Esa era toda la información que podía facilitarme el señor Billington, de modo que me dirigí al puerto a ver a los guardacostas, a los oficiales de la aduana y al comandante de puerto. Todos ellos tenían algo que decir sobre la entrada extraña del barco, que ya comenzaba a tener su lugar en las tradiciones locales; pero no pudieron añadir nada a la simple descripción "cincuenta cajas de tierra común". A continuación fui a ver al jefe de estación, que me puso amablemente en contacto con los hombres que habían recibido en realidad las cajas. Su descripción coincidía con las listas y no tuvieron nada que añadir, excepto que las cajas eran "extraordinariamente pesadas" y que su embarque había sido un trabajo muy duro. Uno de ellos dijo que era una pena que no hubiera habido algún caballero presente "como usted, señor", para recompensar en cierto modo sus esfuerzos, con una propina en metálico; otro expresó lo mismo, diciendo que el esfuerzo hecho les había producido una sed tan grande que todavía no habían logrado calmarla del todo. No es necesario añadir que, antes de dejarlos, me encargué de que no volvieran a tener que hacer ningún reproche al respecto.

30 de septiembre. El jefe de estación tuvo la amabilidad de darme unas líneas escritas para su colega de King's Cross, de manera que cuando llegué allá por la mañana, pude hacerle preguntas sobre la llegada de las cajas. Él también me puso inmediatamente en contacto con los empleados apropiados y vi que sus explicaciones coincidían con la factura original. Las oportunidades de tener una sed anormal habían sido pocas en este último caso; sin embargo, habían sido aprovechadas generosamente y me vi obligado a ocuparme del resultado de un modo ex post facto.

De allí me dirigí a las oficinas centrales de Carter Paterson, donde fui recibido con la mayor cortesía. Examinaron la transacción en su diario y sus archivos de correspondencia y telefonearon inmediatamente a su oficina de King's Cross para obtener más detalles. Afortunadamente, los hombres que se encargaron del acarreo estaban esperando trabajo y el funcionario los envió inmediatamente, mandando asimismo con uno de ellos el certificado de tránsito y todos los documentos relativos a la entrega de las cajas en Carfax. Nuevamente, descubrí que el duplicado correspondía exactamente; los portadores estaban en condiciones de complementar la parquedad de los documentos con unos cuantos detalles. Pronto supe que esos detalles estaban relacionados con lo sucio del trabajo y con la terrible sed que les produjo a los trabajadores. Al ofrecerles la oportunidad, más tarde, para que la calmaran, uno de los hombres hizo notar:

–Esa casa, señor, es la más abandonada que he visto en toda mi vida. ¡Caramba! Parece que hace ya un siglo que nadie la ha tocado. Había una capa tan gruesa de polvo que hubiéramos podido dormir en el suelo sin lastimarnos los riñones, y tan en desorden que parecía el antiguo templo de Jerusalén. Pero la vieja capilla… ¡Fue el colmo de todo! Mis compañeros y yo pensamos que nunca saldríamos de esa casa bastante pronto. ¡Cielo santo! ¡Por nada del mundo me quedaría allí un solo instante después de anochecer!

Puesto que yo había estado en la casa, no tuve inconveniente en creerle; pero, si hubiera sabido lo que yo, es seguro que habría empleado palabras más duras.

Hay algo de lo que estoy satisfecho, sin embargo: que todas las cajas que llegaron a Whitby de Varna, en el Demetrio, estaban depositadas en la vieja capilla de Carfax. Debía haber allí cincuenta, a menos que hubieran retirado ya alguna…, como lo temía, basándome en el diario del doctor Seward.

Tengo que tratar de entrevistarme con el portador que se llevaba las cajas de Carfax, cuando Renfield los atacó. Siguiendo esa pista, es posible que lleguemos a saber muchas cosas importantes.

Más tarde. Mina y yo hemos trabajado durante todo el día y hemos puesto en orden todos los papeles.

Del diario de Mina Harker

30 de septiembre. Estoy tan contenta que me es difícil contenerme. Supongo que se trata de la reacción natural después del horrible temor que tenía: de que ese terrible asunto y la reapertura de sus antiguas heridas podrían actuar en detrimento de Jonathan.

Lo vi salir hacia Whitby con un rostro tan animado como era posible; pero me sentía enferma de aprensión. Sin embargo, el esfuerzo le había sentado bien. Nunca había estado tan resuelto, fuerte y con tanta energía volcánica, como ahora. Es exacto lo que me dijo el excelente profesor van Helsing: es verdaderamente resistente y mejora bajo tensiones que matarían a una persona de naturaleza más débil. Ha regresado lleno de vida, de esperanza y de determinación. Lo hemos ordenado todo para esta noche. Me siento muy emocionada. Supongo que es preciso tener lástima de alguien que es tan perseguido como el conde. Solamente que… esa cosa no es humana… No es ni siquiera una bestia. Leer el relato del doctor Seward sobre la muerte de la pobre Lucy y todo lo que siguió, es suficiente para ahogar todos los sentimientos de conmiseración.

Más tarde. Lord Godalming y el señor Morris llegaron más temprano de lo que los esperábamos. El doctor Seward había salido a arreglar unos asuntos y se había hecho acompañar por Jonathan; por consiguiente, tuve que recibirlos yo. Fue para mí algo muy desagradable, debido a que me recordó todas las esperanzas de la pobre Lucy, de hacía solamente unos meses. Naturalmente, habían oído a Lucy hablar de mí y parecía que el doctor van Helsing había estado también "haciéndome propaganda", como lo expresó el señor Morris. ¡Pobres amigos! Ninguno de ellos sabe que estoy al corriente de todas las proposiciones que le hicieron a Lucy. No sabían exactamente qué decir o hacer, ya que ignoraban hasta que punto estaba yo al corriente de todo; por consiguiente, tuvieron que hablar de trivialidades. Sin embargo, reflexioné profundamente y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era ponerlos al corriente de todo. Sabía, por el diario del doctor Seward, que habían asistido a la muerte de la pobre Lucy…, a la muerte verdadera…, y que no debía tener miedo de revelar un secreto antes de tiempo. Por consiguiente, les dije de la mejor manera posible, que había leído todos los documentos y diarios, y que mi esposo y yo, después de mecanografiarlos, acabábamos de terminar de ponerlos en orden. Les di una copia a cada uno de ellos, para que pudieran leerlos en la biblioteca. Cuando lord Godalming recibió la suya y la leyó cuidadosamente (era un legajo considerable de documentos), dijo:

–¿Ha escrito usted todo esto, señora Harker?

Asentí, y él agregó:

–No comprendo muy bien el fin de todo esto; pero son todos ustedes tan buenos y amables y han estado trabajando de manera tan enérgica y honrada, que lo único que puedo hacer es aceptar todas sus ideas a ciegas y tratar de ayudarlos. Ya he recibido una lección al tener que aceptar hechos que son suficientes para hacer que un hombre se sienta triste hasta los últimos momentos de su vida. Además, sé que usted amaba a mi pobre Lucy…

Al llegar a este punto, se volvió y se cubrió el rostro con las manos. Alcancé a percibir el llanto en el tono de su voz. El señor Morris, con delicadeza instintiva, le puso una mano en el hombro, durante un momento, y luego salió lentamente de la habitación.

Supongo que hay algo en la naturaleza de una mujer que hace que un hombre se sienta libre para desplomarse frente a ella y expresar sus sentimientos emotivos o de ternura, sin creer que sean humillantes para su virilidad; porque cuando lord Godalming se vio solo conmigo, se sentó en el diván y dio rienda suelta al llanto sincera y abiertamente.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Espero que no haya pensado que fuera un atrevimiento mío, y que si piensa en ello después, nunca se le ocurrirá nada semejante.

Lo estoy denigrando un poco; sé que nunca lo hará… Es demasiado caballeresco para eso. Comprendí que su corazón estaba destrozado, y le dije:

–Quería a Lucy y sé lo que ella representaba para usted, y lo que era usted para ella. Éramos como hermanas, y, ahora que ella se ha ido, ¿no va a permitirme que sea como una hermana para usted en medio de su dolor? Sé la tristeza que lo ha embargado, aunque no puedo medir exactamente su profundidad. Si la simpatía y la comprensión pueden ayudarlo a usted en su aflicción, ¿no me permite que lo ayude…, por amor de Lucy?

En un instante, el pobre hombre se encontró abrumado por el dolor. Me pareció que todo lo que había tenido que sufrir en silencio hasta entonces brotaba de golpe. Se puso fuera de sí y, levantando las manos abiertas, hizo chocar las palmas, expresando la magnitud de su dolor. Se puso en pie y, un instante después, volvió a tomar asiento y las lágrimas no cesaban de correrle por las mejillas. Sentí una enorme lástima por él, y sin pensarlo, abrí los brazos. Con un sollozo, apoyó su cabeza en mi hombro y lloró como un niño cansado, al tiempo que temblaba de emoción.

Nosotras, las mujeres, tenemos algo de madres que nos hace elevarnos sobre las cosas menos importantes cuando se invoca la maternidad; sentí que aquella cabeza de hombre presa del dolor reposaba sobre mí, como si fuera la del bebé que algún día podré tener en el regazo, y le acaricié el pelo, como si se tratara de mi hijo. En aquel momento no pensé en lo extraño que era todo aquello.

Al cabo de un rato, sus sollozos cesaron y se irguió, excusándose, aunque no trató de esconder su emoción. Me dijo que durante muchos días y noches, días llenos de fatiga y noches sin sueño, se había sentido incapaz de hablar con nadie, como debe hacerlo un hombre en momentos de aflicción como aquellos. No había ninguna mujer cuyo consuelo pudiera serle entregado o con el que, debido a las terribles circunstancias que rodeaban a su dolor, pudiera hablar libremente.

–Ahora sé como sufría -dijo, al tiempo que se secaba los ojos-. Pero, no sé ni siquiera en este momento y ninguna otra persona podrá comprenderlo nunca, lo mucho que ha significado hoy para mí su dulce consuelo. Con el tiempo lo comprenderé mejor, y créame que, aunque se lo agradezco infinitamente ahora, mi agradecimiento irá en aumento al mismo tiempo que mi comprensión. ¿Me permite usted que seamos como hermanos durante todas nuestras vidas…, por amor de Lucy?

–Por el amor de nuestra Lucy -le dije, al tiempo que le daba la mano.

–Y por usted misma -añadió él-, puesto que si la estimación de un hombre y su gratitud tienen algún valor, usted las ha ganado hoy. Si alguna vez en el futuro llega usted a tener necesidad de la ayuda de un hombre, créame que no me llamará usted en vano. Dios quiera que nunca se presente ese momento en que la luz del sol desaparezca de su vida; pero si llegara a presentarse, prométame que acudirá a mí.

Era tan sincero y su dolor había sido tan profundo, que comprendí que sería un consuelo para él, y le dije:

–Se lo prometo.

Cuando salí al pasillo vi al señor Morris, que estaba mirando al exterior por una de las ventanas. Se volvió al oír el ruido de mis pasos.

–¿Cómo está Art? – inquirió.

Luego, viendo mis ojos enrojecidos, siguió diciendo:

–¡Ah! Ya veo que lo ha estado usted consolando. ¡Pobre amigo mío! Eso es lo que necesita. Nadie que no sea una mujer puede consolar a un hombre cuando tiene el corazón destrozado, y él no tiene a ninguna…

Enterró su propio dolor con tanta entereza que mi corazón sangró por él. Vi que tenía el manuscrito en la mano y sabía que en cuanto lo leyera se daría cuenta de cuanto sabía; por consiguiente, le dije:

–Desearía poder consolar a todos los que sufren profundamente. ¿Quiere usted ser mi amigo y venir a mí si necesita consuelo? Más tarde comprenderá usted de qué le estoy hablando.

Vio que se lo decía con sinceridad y, haciéndome una reverencia, me tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó. Parecía ser un consuelo demasiado pobre para un alma tan valerosa y desinteresada. Entonces, impulsivamente, me incliné y lo besé.

Sus ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta. Luego, dijo, en tono tranquilo:

–¡Pequeña, nunca olvidará usted esa bondad sincera, en toda su vida!

Luego, se dirigió hacia el estudio, donde se encontraba su amigo.

–¡Pequeña!

La misma palabra con que se había referido a Lucy.

¡Pero demostró ser un amigo!.

XVIII.– DEL DIARIO DEL

DOCTOR SEWARD

30 de septiembre. Llegué a casa a las cinco y descubrí que Godalming y Morris no solamente habían llegado, sino que también habían estudiado las transcripciones de los diversos diarios y cartas que Harker y su maravillosa esposa habían preparado y ordenado. Harker no había regresado todavía de su visita a los portadores, sobre los que me había escrito el doctor Hennessey. La señora Harker nos dio una taza de té, y puedo decir con toda sinceridad que, por primera vez desde que vivía allí, aquella vieja casona me pareció un hogar. Cuando terminamos, la señora Harker dijo:

–Doctor Seward, ¿puedo pedirle un favor? Deseo ver a su paciente, al señor Renfield. Déjeme verlo. Me interesa mucho lo que dice usted de él en su diario.

Parecía tan suplicante y tan bonita que no pude negárselo; por consiguiente, la llevé conmigo. Cuando entré en la habitación, le dije al hombre que había una dama a la que le gustaría verlo, a lo cual respondió simplemente:

–¿Por qué?

–Está visitando toda la casa y desea ver a todas las personas que hay en ella -le contesté.

–¡Ah, muy bien! – dijo-. Déjela entrar, sea como sea; pero espere un minuto, hasta que ponga en orden el lugar.

Su método de ordenar la habitación era muy peculiar.

Simplemente se tragó todas las moscas y arañas que había en las cajas, antes de que pudiera impedírselo. Era obvio que temía o estaba celoso de cualquier interferencia.

Cuando hubo concluido su desagradable tarea, dijo amablemente:

–Haga pasar a la dama.

Y se sentó sobre el borde de su cama con la cabeza inclinada hacia abajo; pero con los párpados alzados, para poder ver a la dama en cuanto entrara en la habitación.

Por espacio de un momento estuve pensando que quizá tuviera intenciones homicidas.

Recordaba lo tranquilo que había estado poco antes de atacarme en mi propio estudio, y me mantuve en un lugar tal que pudiera sujetarlo inmediatamente si intentaba saltar sobre ella.

La señora Harker entró en la habitación con una gracia natural que hubiera hecho que fuera respetada inmediatamente por cualquier lunático…, ya que la desenvoltura y la gracia son las cualidades que más respetan los locos. Se dirigió hacia él, sonriendo agradablemente, y le tendió la mano.

–Buenas tardes, señor Renfield -le dijo-. Como usted puede ver, lo conozco. El doctor Seward me ha hablado de usted.

El alienado no respondió enseguida, sino que la examinó con el ceño fruncido.

Su expresión cambió, su rostro reflejó el asombro y, luego, la duda; luego, con profunda sorpresa de mi parte, le oí decir:

–No es usted la mujer con la que el doctor deseaba casarse, ¿verdad? No puede usted serlo, puesto que está muerta.

La señora Harker sonrió dulcemente, al tiempo que respondía:

–¡Oh, no! Tengo ya un esposo, con el que estoy casada desde mucho antes de conocer siquiera al doctor Seward. Soy la señora Harker.

–Entonces, ¿qué está usted haciendo aquí?

–Mi esposo y yo hemos venido a visitar al doctor Seward.

–Entonces no se quede.

–Pero, ¿por qué no?

Pensé que aquel estilo de conversación no podía ser más agradable para la señora Harker que lo que lo era para mí. Por consiguiente, intervine:

–¿Cómo sabe usted que deseaba casarme?

Su respuesta fue profundamente desdeñosa y la dio en una pausa en que apartó sus ojos de la señora Harker y posó su mirada en mí, para volverla a fijar inmediatamente después en la dama.

–¡Qué pregunta tan estúpida!

–Yo no lo creo así en absoluto, señor Renfield -le dijo la señora Harker, defendiéndome.

Renfield le habló entonces con tanta cortesía y respeto como desdén había mostrado hacia mí unos instantes antes.

–Estoy seguro de que usted comprenderá, señora Harker, que cuando un hombre es tan querido y honrado como nuestro anfitrión, todo lo relativo a él resulta interesante en nuestra pequeña comunidad. El doctor Seward es querido no solamente por sus servidores y sus amigos, sino también por sus pacientes, que, puesto que muchos de ellos tienen cierto desequilibrio mental, están en condiciones de distorsionar ciertas causas y efectos. Puesto que yo mismo he sido un paciente de un asilo de alienados, no puedo dejar de notar que las tendencias mitómanas de algunos de los asilados conducen hacia errores de non causa e ignoratio elenchi.

Abrí mucho los ojos ante ese desarrollo completamente nuevo. Allí estaba el peor de todos mis lunáticos, el más afirmado en su tipo que he encontrado en toda mi vida, hablando de filosofía elemental, con los modales de un caballero refinado. Me pregunté si sería la presencia de la señora Harker la que había tocado alguna cuerda en su memoria. Si aquella nueva fase era espontánea o debida a la influencia inconsciente de la señora, la dama debía poseer algún don o poder extraño.

Continuamos hablando, durante un rato y, viendo que en apariencia razonaba a la perfección, se aventuró, mirándome a mí interrogadoramente al principio, llevándolo hacia su tema favorito de conversación. Volví a asombrarme al ver que Renfield enfocaba la cuestión con la imparcialidad característica de una cordura absoluta; incluso se puso de ejemplo al mencionar ciertas cosas.

–Bueno, yo mismo soy ejemplo de un hombre que tiene una extraña creencia. En realidad, no es extraño que mis amigos se alarmaran e insistieran en que debía ser controlado. Acostumbraba pensar que la vida era una entidad positiva y perpetua, y que al consumir multitud de seres vivos, por muy bajos que se encuentren éstos en la escala de la creación, es posible prolongar la vida indefinidamente. A veces creía en ello con tanta firmeza que trataba de comer carne humana. El doctor, aquí presente, confirmara que una vez traté de matarlo con el fin de fortalecer mis poderes vitales, por la asimilación en mi propio cuerpo de su vida, por medio de su sangre, Basándome, desde luego, en la frase bíblica: "Porque la sangre es vida." Aunque, en realidad, el vendedor de cierta panacea ha vulgarizado la perogrullada hasta llegar al desprecio. ¿No es cierto eso, doctor?

Asentí distraídamente, debido a que estaba tan asombrado que no sabía exactamente qué pensar o decir; era difícil creer que lo había visto comerse sus moscas y arañas menos de cinco minutos antes. Miré mi reloj de pulsera y vi que ya era tiempo de que me dirigiera a la estación para esperar a van Helsing; por consiguiente, le dije a la señora Harker que ya era hora de irnos. Ella me acompañó enseguida, después de decirle amablemente al señor Renfield:

–Hasta la vista. Espero poder verlo a usted con frecuencia, bajo auspicios un poco más agradables para usted.

A lo cual, para asombro mío, el alienado respondió:

–Adiós, querida señora. Le ruego a Dios no volver a ver nunca su dulce rostro. ¡Que Él la bendiga y la guarde!

Cuando me dirigí a la estación, dejé atrás a los muchachos. El pobre Arthur parecía estar más animado que nunca desde que Lucy enfermara, y Quincey estaba mucho más alegre que en muchos días.

Van Helsing descendió del vagón con la agilidad ansiosa de un niño. Me vio inmediatamente y se precipitó a mi encuentro, diciendo:

–¡Hola, amigo John! ¿Cómo está todo? ¿Bien? ¡Bueno! He estado ocupado, pero he regresado para quedarme aquí en caso necesario. He arreglado todos mis asuntos y tengo mucho de qué hablar. ¿Está la señora Mina con usted? Sí. ¿Y su simpático esposo también? ¿Y Arthur y mi amigo Quincey están asimismo en su casa? ¡Bueno!

Mientras nos dirigíamos en el automóvil hacia la casa, lo puse al corriente de todo lo ocurrido y cómo mi propio diario había llegado a ser de alguna utilidad por medio de la sugestión de la señora Harker. Entonces, el profesor me interrumpió:

–¡Oh! ¡Esa maravillosa señora Mina! Tiene el cerebro de un hombre; de un hombre muy bien dotado, y corazón de mujer. Dios la formó con algún fin excelso, créame, cuando hizo una combinación tan buena. Amigo John, hasta ahora la buena suerte ha hecho que esa mujer nos sea de gran auxilio; después de esta noche no deberá tener nada que hacer en este asunto tan terrible. No es conveniente que corra un peligro tan grande. Nosotros los hombres, puesto que nos hemos comprometido a ello, estamos dispuestos a destruir a ese monstruo; pero no hay lugar en ese plan para una mujer. Incluso si no sufre daños físicos, su corazón puede fallarle en muchas ocasiones, debido a esa multitud de horrores; y a continuación puede sufrir de insomnios a causa de sus nervios, y al dormir, debido a las pesadillas. Además, es una mujer joven y no hace mucho tiempo que se ha casado; puede que haya otras cosas en que pensar en otros tiempos, aunque no en la actualidad. Me ha dicho usted que lo ha escrito todo; por consiguiente, lo consultará con nosotros; pero mañana se apartará de este trabajo, y continuaremos solos.

Estuve sinceramente de acuerdo con él, y a continuación le relaté todo lo que habíamos descubierto en su ausencia y que la casa que había adquirido Drácula era la contigua a la mía. Se sorprendió mucho y pareció sumirse en profundas reflexiones.

–¡Oh! ¡Si lo hubiéramos sabido antes! – exclamó-. Lo hubiéramos podido alcanzar a tiempo para salvar a la pobre Lucy. Sin embargo, "la leche derramada no se puede recoger", como dicen ustedes. No debemos pensar en ello, sino continuar nuestro camino hasta el fin.

Luego, se sumió en un silencio que duró hasta que entramos en mi casa. Antes de ir a prepararnos para la cena, le dijo a la señora Harker:

–Mi amigo John me ha dicho, señora Mina, que su esposo y usted han puesto en orden todo lo que hemos podido obtener hasta este momento.

–No hasta este momento -le dijo ella impulsivamente-, sino hasta esta mañana.

–Pero, ¿por qué no hasta este momento? Hemos visto hasta ahora los buenos resultados que han dado los pequeños detalles. Hemos revelado todos nuestros secretos y, no obstante, ninguno de ellos va a ser lo peor de cuanto tenemos que aprender aún.

La señora Harker comenzó a sonrojarse, y sacando un papel del bolsillo, dijo:

–Doctor van Helsing, ¿quiere usted leer esto y decirme si es preciso que lo incluyamos? Es mi informe del día de hoy. Yo también he comprendido la necesidad de registrarlo ahora todo, por muy trivial que parezca; pero, en esto hay muy poco que no sea personal. ¿Debemos incluirlo?

El profesor leyó la nota gravemente y se la devolvió a Mina, diciendo:

–No es preciso que lo incluyamos, si usted no lo desea así; pero le ruego que acepte hacerlo. Solamente hará que su esposo la ame todavía más y que todos nosotros, sus amigos, la honremos, la estimemos y la queramos más aún.

La señora Harker volvió a tomar el pedazo de papel con otro sonrojo y una amplia sonrisa.

Y de ese modo, hasta este preciso instante, todos los registros que tenemos están completos y en orden. El profesor se llevó una copia para examinarla después de la cena y antes de nuestra reunión, que ha sido fijada para las nueve de la noche. Los demás lo hemos leído ya todo; así, cuando nos reunamos en el estudio, estaremos bien informados de todos los hechos y podremos preparar nuestro plan de batalla contra ese terrible y misterioso enemigo.

Del diario de Mina Harker

30 de septiembre. Cuando nos reunimos en el estudio del doctor Seward, dos horas después de la cena, que tuvo lugar a las seis de la tarde, formamos de manera inconsciente una especie de junta o comité. El profesor van Helsing se instaló en la cabecera de la mesa, en el sitio que le indicó el doctor Seward en cuanto entró en la habitación. Me hizo sentarme inmediatamente a su derecha y me rogó que actuara como secretaria: Jonathan se sentó a mi lado, y frente a nosotros se encontraban Lord Godalming, el doctor Seward y el señor Morris. Lord Godalming se encontraba al lado del profesor y el doctor Seward en el centro. El profesor dijo:

–Creo que puedo dar por sentado que todos estamos al corriente de los hechos que figuran en esos documentos.

Todos asentimos, y el doctor continuó:

–Entonces, creo que sería conveniente que les diga algo sobre el tipo de enemigo al que vamos a tener que enfrentarnos. Así pues, voy a revelarles parte de la historia de ese hombre, que he podido llegar a conocer. A continuación podremos discutir nuestro método de acción, y podremos tomar de común acuerdo todas las disposiciones necesarias.

"Existen seres llamados vampiros; todos nosotros tenemos pruebas de su existencia. Incluso en el caso de que no dispusiéramos de nuestras desafortunadas experiencias, las enseñanzas y los registros de la antigüedad proporcionan pruebas suficientes para las personas cuerdas. Admito que, al principio, yo mismo era escéptico al respecto. Si no me hubiera preparado durante muchos años para que mi mente permaneciera clara, no lo habría podido creer en tanto los hechos me demostraran que era cierto, con pruebas fehacientes e irrefutables. Si, ¡ay!, hubiera sabido antes lo que sé ahora e incluso lo que adivino, hubiéramos podido quizá salvar una vida que nos era tan preciosa a todos cuantos la amábamos. Pero eso ya no tiene remedio, y debemos continuar trabajando, de tal modo que otras pobres almas no perezcan, en tanto nos sea posible salvarlas. El nosferatu no muere como las abejas cuando han picado, dejando su aguijón. Es mucho más fuerte y, debido a ello, tiene mucho más poder para hacer el mal. Ese vampiro que se encuentra entre nosotros es tan fuerte personalmente como veinte hombres; tiene una inteligencia más aguda que la de los mortales, puesto que ha ido creciendo a través de los tiempos; posee todavía la ayuda de la nigromancia, que es, como lo implica su etimología, la adivinación por la muerte, y todos los muertos que fallecen a causa suya están a sus órdenes; es rudo y más que rudo; puede, sin limitaciones, aparecer y desaparecer a voluntad cuando y donde lo desee y en cualquiera de las formas que le son propias; puede, dentro de sus límites, dirigir a los elementos; la tormenta, la niebla, los truenos; puede dar órdenes a los animales dañinos, a las ratas, los búhos y los murciélagos… A las polillas, a los zorros y a los lobos; puede crecer y disminuir de tamaño; y puede a veces hacerse invisible. Así pues, ¿cómo vamos a llevar a cabo nuestro ataque para destruirlo? ¿Cómo podremos encontrar el lugar en que se oculta y, después de haberlo hallado, destruirlo? Amigos míos, es una gran labor. Vamos a emprender una tarea terrible, y puede haber suficiente para hacer que los valientes se estremezcan. Puesto que si fracasamos en nuestra lucha, él tendrá que vencernos necesariamente y, ¿dónde terminaremos nosotros en ese caso? La vida no es nada; no le doy importancia. Pero, fracasar en este caso no significa solamente vida o muerte. Es que nos volveríamos como él; que en adelante seríamos seres nefandos de la noche, como él… Seres sin corazón ni conciencia, que se dedican a la rapiña de los cuerpos y almas de quienes más aman. Para nosotros, las puertas del cielo permanecerán cerradas para siempre, porque, ¿quién podrá abrírnoslas? Continuaremos existiendo, despreciados por todos, como una mancha ante el resplandor de Dios; como una flecha en el costado de quien murió por nosotros. Pero, estamos frente a frente con el deber y, en ese caso, ¿podemos retroceder? En lo que a mi respecta, digo que no; pero yo soy viejo, y la vida, con su brillo, sus lugares agradables, el canto de los pájaros, su música y su amor, ha quedado muy atrás. Todos los demás son jóvenes. Algunos de ustedes han conocido el dolor, pero les esperan todavía días muy dichosos. ¿Qué dicen ustedes?"

Mientras el profesor hablaba, Jonathan me había tomado de la mano. Temía que la naturaleza terrible del peligro lo estuviera abrumando, cuando vi que me tendía la mano; pero el sentir su contacto me infundió vida…, tan fuerte, tan segura, con tanta resolución… La mano de un hombre valiente puede hablar por sí misma; no necesita ni siquiera que sea una mujer enamorada quien escuche su música.

Cuando el profesor cesó de hablar, mi esposo me miró a los ojos y yo lo miré a él; no necesitábamos hablar para comprendemos.

–Respondo por Mina y por mí -dijo.

–Cuente conmigo, profesor -dijo Quincey Morris, lacónicamente, como de costumbre.

–Estoy con ustedes -dijo lord Godalming-, por el amor de Lucy, y no por ninguna otra razón.

El doctor Seward se limitó a asentir. El profesor se puso en pie y después de dejar su crucifijo de oro sobre la mesa, extendió las manos a ambos lados. Yo le tomé la mano derecha y lord Godalming la izquierda; Jonathan me cogió la mano derecha con su izquierda y tendió su derecha al señor Morris. Así, cuando todos nos tomamos de la mano, nuestra promesa solemne estaba hecha. Sentí una frialdad mortal en el corazón, pero ni por un momento se me ocurrió retractarme. Volvimos a tomar asiento en nuestros sitios correspondientes y el doctor van Helsing siguió hablando, con una complacencia que mostraba claramente que había comenzado el trabajo en serio. Era preciso tomarlo con la misma gravedad y seriedad que cualquier otro asunto importante de la vida.

–Bueno, ya saben a qué tendremos que enfrentarnos; pero tampoco nosotros carecemos de fuerza. Tenemos, por nuestra parte, el poder de asociarnos… Un poder que les es negado a los vampiros; tenemos fuentes científicas; somos libres para actuar y pensar, y nos pertenecen tanto las horas diurnas como las nocturnas. En efecto, por cuanto nuestros poderes son extensos, son también abrumadores, y estamos en libertad para utilizarlos. Tenemos una verdadera devoción a una causa y un fin que alcanzar que no tiene nada de egoísta. Eso es mucho ya.

"Ahora, veamos hasta dónde están limitados los poderes a que vamos a enfrentarnos y cómo está limitado el individuo. En efecto, vamos a examinar las limitaciones de los vampiros en general y de éste en particular.

"Todo cuanto tenemos como puntos de referencia son las tradiciones y las supersticiones. Esos fundamentos no parecen, al principio, ser muy importantes, cuando se ponen en juego la vida y la muerte. No tenemos modo de controlar otros medios, y, en segundo lugar porque, después de todo, esas cosas, la tradición y las supersticiones, son algo. ¿No es cierto que otros conservan la creencia en los vampiros, aunque nosotros no? Hace un año, ¿quién de nosotros hubiera aceptado una posibilidad semejante, en medio de nuestro siglo diecinueve, científico, escéptico y realista? Incluso nos negábamos a aceptar una creencia que parecía justificada ante nuestros propios ojos. Aceptemos entonces que el vampiro y la creencia en sus limitaciones y en el remedio contra él reposan por el momento sobre la misma base. Puesto que déjenme decirles que ha sido conocido en todos los lugares que han sido habitados por los hombres. En la antigua Grecia, en la antigua Roma; existió en Alemania, en Francia, en la India, incluso en el Chernoseso; y en China, que se encuentra tan lejos de nosotros, por todos conceptos, existe todavía, y los pueblos los temen incluso en nuestros días. Ha seguido la estela de los islandeses navegantes, de los malditos hunos, de los eslavos, los sajones y los magiares. Hasta aquí, tenemos todo lo que podríamos necesitar para actuar; y permítanme decirles que muchas de las creencias han sido justificadas por lo que hemos visto en nuestra propia y desgraciada experiencia. El vampiro sigue viviendo y no puede morir simplemente a causa del paso del tiempo; puede fortalecerse, cuando tiene oportunidad de alimentarse de la sangre de los seres vivos. Todavía más: hemos visto entre nos otros que puede incluso rejuvenecerse; que sus facultades vitales se hacen más poderosas y que parecen refrescarse cuando tiene suficiente provisión de sangre humana. Pero no puede prosperar sin ese régimen; no come como los demás. Ni siquiera el amigo Jonathan, que vivió con él durante varias semanas, lo vio comer nunca. No proyecta sombra, ni se refleja en los espejos, como observó también Jonathan. Tiene la fuerza de muchos en sus manos, testimonio también de Jonathan, cuando cerró la puerta contra los lobos y cuando lo ayudó a bajar de la diligencia. Puede transformarse en lobo, como lo sabemos por su llegada a Whitby y por el amigo John, que lo vio salir volando de la casa contigua, y por mi amigo Quincey que lo vio en la ventana de la señorita Lucy. Puede aparecer en medio de una niebla que él mismo produce, como lo atestigua el noble capitán del barco, que lo puso a prueba; pero, por cuanto sabemos, la distancia a que puede hacer llegar esa niebla es limitada y solamente puede encontrarse en torno a él. Llega en los rayos de luz de la luna como el polvo cósmico… Como nuevamente Jonathan vio a esas hermanas en el castillo de Drácula. Se hace tan pequeño… Nosotros mismos vimos a la señorita Lucy, antes de que recuperara la paz, entrar por una rendija del tamaño de un cabello en la puerta de su tumba. Puede, una vez que ha encontrado el camino, salir o entrar de o a cualquier sitio, por muy herméticamente cerrado que esté, o incluso unido por el fuego…, soldado, podríamos decir. Puede ver en la oscuridad…, lo cual no es un pequeño poder en un mundo que esta siempre sumido a medias en la oscuridad. Pero, escúchenme bien: puede hacer todas esas cosas, aunque no está libre. No, es todavía más prisionero que el esclavo en las galeras o el loco en su celda. No puede ir a donde quiera. Aunque no pertenece a la naturaleza debe, no obstante, obedecer a algunas de las leyes naturales… No sabemos por qué. No puede entrar en cualquier lugar al principio, a menos que haya algún habitante de la casa que lo haga entrar; aunque después pueda entrar cuándo y cómo quiera. Sus poderes cesan, como los de todas las cosas malignas, al llegar el día.

“Solamente en algunas ocasiones puede gozar de cierto margen de libertad. Si no se encuentra exactamente en el lugar debido, solamente puede cambiarse al mediodía o en el preciso momento de la puesta del sol o del amanecer. Son cosas que hemos sabido, y que en nuestros registros hemos probado por inferencia. Así, mientras puede hacer lo que guste dentro de sus límites, cuando se encuentra en el lugar que le corresponde, en tierra, en su ataúd o en el infierno, en un lugar profano, como vimos cuando se dirigió a la tumba del suicida en Whitby; en otros lugares, solamente puede cambiarse cuando llega el momento oportuno. Se dice también que solamente puede pasar por las aguas corrientes al reflujo de la marea. Además, hay cosas que lo afectan de tal forma que pierde su poder, como los ajos, que ya conocemos, y las cosas sagradas, como este símbolo, mi crucifijo, que estaba entre nosotros incluso ahora, cuando hicimos nuestra resolución; para él todas esas cosas no es nada; pero toma su lugar a distancia y guarda silencio, con respeto. Existen otras cosas también, de las que voy a hablarles, por si en nuestra investigación las necesitamos. La rama de rosal silvestre que se coloca sobre su féretro le impide salir de él; una bala consagrada disparada al interior de su ataúd, lo mata, de tal forma que queda verdaderamente muerto; en cuanto a atravesarlo con una estaca de madera o a cortarle la cabeza, eso lo hace reposar para siempre. Lo hemos visto con nuestros propios ojos.

"Así, cuando encontremos el lugar en que habita ese hombre del pasado, podemos hacer que permanezca en su féretro y destruirlo, si empleamos todos nuestros conocimientos al respecto. Pero es inteligente. Le pedí a mi amigo Arminius, de la Universidad de Budapest, que me diera informes para establecer su ficha y, por todos los medios a su disposición, me comunicó lo que sabía. En realidad, debía tratarse del Voivo de Drácula que obtuvo su nobleza luchando contra los turcos, sobre el gran río que se encuentra en la frontera misma de las tierras turcas. De ser así, no se trataba entonces de un hombre común; puesto que en esa época y durante varios siglos después se habló de él como del más inteligente y sabio, así como el más valiente de los hijos de la "tierra más allá de los bosques". Ese poderoso cerebro y esa resolución férrea lo acompañaron a la tumba y se enfrentan ahora a nosotros. Los Drácula eran, según Arminius, una familia grande y noble; aunque, de vez en cuando, había vástagos que, según sus coetáneos, habían tenido tratos con el maligno. Aprendieron sus secretos en la Escolomancia, entre las montañas sobre el lago Hermanstadt, donde el diablo reclamaba al décimo estudiante como suyo propio. En los registros hay palabras como…, brujo, y… Satán e infierno; y en un manuscrito se habla de este mismo Drácula como de un "wampyr", que todos comprendemos perfectamente. De esa familia surgieron muchos hombres y mujeres grandes, y sus tumbas consagraron la tierra donde sólo este ser maligno puede morar. Porque no es el menor de sus horrores que ese ser maligno esté enraizado en todas las cosas buenas, sino que no puede reposar en suelo que tenga reliquias santas."

Mientras hablaba el maestro, el señor Morris estaba mirando fijamente a la ventana y, levantándose tranquilamente, salió de la habitación. Se hizo una ligera pausa y el profesor continuó:

–Ahora debemos decidir qué vamos a hacer. Tenemos a nuestra disposición muchos datos y debemos hacer los planes necesarios para nuestra campaña. Sabemos por la investigación llevada a cabo por Jonathan que enviaron del castillo cincuenta cajas de tierra a Whitby, y que todas ellas han debido ser entregadas en Carfax; sabemos asimismo que al menos unas cuantas de esas cajas han sido retiradas. Me parece que nuestro primer paso debe ser el averiguar si el resto de esas cajas permanecen todavía en la casa que se encuentra más allá del muro que hemos observado hoy, o si han sido retiradas otras. De ser así, debemos seguirlas…

En ese punto, fuimos interrumpidos de un modo asombroso. Al exterior de la casa sonó el ruido de un disparo de pistola; el cristal de la ventana fue destrozado por una bala que, desviada sobre el borde del marco, fue a estrellarse en el lado opuesto de la habitación. Temo que soy en el fondo una cobarde, puesto que me estremecí profundamente. Todos los hombres se pusieron en pie; lord Godalming se precipitó a la ventana y la abrió. Al hacerlo, oímos al señor Morris que decía:

–¡Lo siento! Creo haberlos alarmado. Voy a subir y les explicaré todo lo relativo a mi acto.

Un minuto más tarde entró en la habitación, y dijo:

–Fue una idiotez de mi parte y le pido perdón, señora Harker, con toda sinceridad. Creo que he debido asustarla mucho. Pero el hecho es que mientras el profesor estaba hablando un gran murciélago se posó en el pretil de la ventana. Les tengo un horror tan grande a esos espantosos animales desde que se produjeron los sucesos recientes, que no puedo soportarlos y salí para pegarle un tiro, como lo he estado haciendo todas las noches, siempre que veo a alguno. Antes acostumbraba usted reírse de mí por ello, Art.

–¿Lo hirió? – preguntó el doctor van Helsing.

–No lo sé, pero creo que no, ya que se alejó volando hacia el bosque.

Sin añadir más, volvió a ocupar su asiento, y el profesor reanudó sus declaraciones:

–Debemos encontrar todas y cada una de esas cajas, y cuando estemos preparados, debemos capturar o liquidar a ese monstruo o, por así decirlo, debemos esterilizar esa tierra, para que ya no pueda buscar refugio en ella. Así, al fin, podremos hallarlo en su forma humana, entre el mediodía y la puesta del sol y atacarlo cuando más debilitado se encuentre.

"Ahora, en cuanto a usted, señora Mina, esta noche es el fin, hasta que todo vaya bien. Nos es usted demasiado preciosa para correr riesgos semejantes. Cuando nos separemos esta noche, usted no deberá ya volver a hacernos preguntas. Se lo explicaremos todo a su debido tiempo. Nosotros somos hombres, y estamos en condiciones de soportarlo, pero usted debe ser nuestra estrella y esperanza, y actuaremos con mayor libertad si no se encuentra usted en peligro, como nosotros."

Todos los hombres, incluso Jonathan, parecieron sentir alivio, pero no me parecía bueno que tuvieran que enfrentarse al peligro y quizá reducir su seguridad, siendo la fuerza la mejor seguridad…, sólo por tener que cuidarme; pero estaban decididos, y aunque era una píldora difícil de tragar para mí, no podía decir nada. Me limité a aceptar aquel cuidado quijotesco de mi persona.

El señor Morris resumió la discusión:

–Como no hay tiempo que perder, propongo que le echemos una ojeada a esa casa ahora mismo. El tiempo es importante y una acción rápida nuestra puede salvar a otra víctima.

Sentí que el corazón me fallaba, cuando vi que se acercaba el momento de entrar en acción, pero no dije nada, pues tenía miedo, ya que si parecía ser un estorbo o una carga para sus trabajos, podrían dejarme incluso fuera de sus consejos. Ahora se han ido a Carfax, lo cual quiere decir que van a entrar en la casa.

De manera muy varonil, me han dicho que me acueste y que duerma, como si una mujer pudiera dormir cuando las personas a quienes ama se encuentran en peligro.

Tengo que acostarme y fingir que duermo, para que Jonathan no sienta más ansiedad por mí cuando regrese.

Del diario del doctor Seward

1 de octubre, a las cuatro de la mañana. En el momento en que nos disponíamos a salir de la casa, me llegó un mensaje de Renfield, rogándome que fuera a verlo inmediatamente, debido a que tenía que comunicarme algo de la mayor importancia. Le dije al mensajero que le comunicara que cumpliría sus deseos por la mañana; que estaba ocupado en esos momentos. El enfermero añadió:

–Parece muy intranquilo, señor. Nunca lo había visto tan ansioso. Creo que si no va usted a verlo pronto, es posible que tenga uno de sus ataques de violencia.

Sabía que el enfermero no me diría eso sin tener una causa justificada para ello y, por consiguiente, le dije:

–Muy bien, iré a verlo ahora mismo.

Y les pedí a los otros que me esperaran unos minutos, puesto que tenía que ir a visitar a mi "paciente".

–Lléveme con usted, amigo John -dijo el profesor -. Su caso, que se encuentra en el diario de usted, me interesa mucho y ha tenido relación también, de vez en cuando, con nuestro caso. Me gustaría mucho verlo, sobre todo cuando su mente se encuentra en mal estado.

–¿Puedo acompañarlos también? – preguntó lord Godalming.

–¿Yo también? – inquirió el señor Morris-. ¿Puedo acompañarlos?

–¿Me dejan ir con ustedes? – quiso saber Harker.

Asentí, y avanzamos todos juntos por el pasillo.

Lo encontramos en un estado de excitación considerable, pero mucho más razonable en su modo de hablar y en sus modales de lo que lo había visto nunca. Tenía una comprensión inusitada de sí mismo, que iba más allá de todo lo que había encontrado hasta entonces en los lunáticos, y daba por sentado que sus razonamientos prevalecerían con otras personas cuerdas. Entramos los cinco en la habitación, pero, al principio, ninguno de los otros dijo nada. Su petición era la de que lo dejara salir inmediatamente del asilo y que lo mandara a su casa. Apoyaba su súplica con argumentos relativos a su recuperación completa, y ponía como ejemplo su propia cordura de ese momento.

–Hago un llamamiento a sus amigos -dijo-. Es posible que no les moleste sentarse a examinar mi caso. A propósito, no me ha presentado usted a ellos.

Estaba tan extrañado, que el hecho de presentar a otras personas a un loco recluido en un asilo no me pareció extraño en ese momento. Además, había cierta dignidad en los modales del hombre, que denunciaba tanto la costumbre de considerarse como un igual, que hice las presentaciones inmediatamente.

–Lord Godalming, el profesor van Helsing, el señor Quincey Morris, de Texas, el señor Jonathan Harker y el señor Renfield.

Les dio la mano a todos ellos, diciéndoles, conforme lo hacía:

–Lord Godalming, tuve el honor de secundar a su padre en el Windham; siento saber, por el hecho de que es usted quien posee el título, que ya no existe. Era un hombre querido y respetado por todos los que lo conocían, y he oído decir que en su juventud fue el inventor del ponche de ron que es tan apreciado en la noche del Derby.

“Señor Morris, debe estar usted orgulloso de su gran estado. Su recepción en la Unión puede ser un acontecimiento de gran alcance que puede tener repercusiones en lo futuro, cuando los Polos y los Trópicos puedan firmar una alianza con las Estrellas y las Barras. El poder del Tratado puede resultar todavía un motor de expansión, cuando la doctrina Monroe ocupe el lugar que le corresponde como fábula política. ¿Qué puede decir cualquier hombre sobre el placer que siente al conocer a van Helsing? Señor, no me excuso por abandonar todas las formas de prejuicios tradicionales. Cuando un individuo ha revolucionado la terapéutica por su descubrimiento de la evolución continua de la materia cerebral, las formas tradicionales no son apropiadas, puesto que darían la impresión de limitarlo a una clase específica. A ustedes, caballeros, que por nacionalidad, por herencia o por dones naturales, están destinados a ocupar sus lugares respectivos en el mundo en movimiento, los tomo como testigos de que estoy tan cuerdo como, al menos, la mayoría de los hombres que están en completa posesión de su libertad. Y estoy seguro de que usted, doctor Seward, humanista y médico jurista, así como científico, considerará como un deber moral el tratarme como a alguien que debe ser considerado bajo circunstancias excepcionales.”

Hizo esta última súplica con un aire de convencimiento que no dejaba de tener su encanto.

Creo que estábamos todos asombrados. Por mi parte, estaba convencido, a pesar de que conocía el carácter y la historia del hombre, que había recobrado la razón, y me sentí impulsado a decirle que estaba satisfecho en lo tocante a su cordura y que llevaría a cabo todo lo necesario para dejarlo salir del asilo al día siguiente. Sin embargo, creí preferible esperar, antes de hacer una declaración tan grave, puesto que hacía mucho que estaba al corriente de los cambios repentinos que sufría aquel paciente en particular.

Así, me contenté con hacer una declaración en el sentido de que parecía estar curándose con mucha rapidez; que conversaría largamente con él por la mañana, y que entonces decidiría qué podría hacer para satisfacer sus deseos. Eso no lo satisfizo en absoluto, puesto que se apresuró a decir:

–Pero, temo, doctor Seward, que no ha comprendido usted cuál es mi deseo. Deseo irme ahora… Inmediatamente…, en este preciso instante…, sin esperar un minuto más, si es posible. El tiempo urge, y en nuestro acuerdo implícito con el viejo escita, esa es la esencia del contrato. Estoy seguro de que es suficiente comunicar a un doctor tan admirable como el doctor Seward un deseo tan simple aunque tan impulsivo, para asegurar que sea satisfecho.

Me miró inteligentemente y, al ver la negativa en mi rostro, se volvió hacia los demás y los examinó detenidamente. Al no encontrar una reacción suficientemente favorable, continuó diciendo:

–¿Es posible que me haya equivocado en mi suposición?

–Así es -le dije francamente, pero, al mismo tiempo, como lo comprendí enseguida, con brutalidad.

Se produjo una pausa bastante larga y, luego, dijo lentamente:

–Entonces, supongo que deberé cambiar solamente el modo en que he formulado mi petición. Déjeme que le ruegue esa concesión…, don, privilegio, como quiera usted llamarlo. En un caso semejante, me veo contento de implorar, no por motivos personales, sino por amor de otros. No estoy en libertad para facilitarle a usted todas mis razones, pero puede usted, se lo aseguro, aceptar mi palabra de que son buenas, sanas y no egoístas, y que proceden de un alto sentido del deber. Si pudiera usted mirar dentro de mi corazón, señor, aprobaría de manera irrestricta los sentimientos que me animan. Además, me contaría usted entre los mejores y los más sinceros de sus amigos.

Nuevamente nos miró con ansiedad. Tenía el convencimiento cada vez mayor de que su cambio repentino de método intelectual era solamente otra forma o fase de su locura y, por consiguiente, tomé la determinación de dejarlo hablar todavía un poco, sabiendo por experiencia que, al fin, como todos los lunáticos, se denunciaría él mismo.

Van Helsing lo estaba observando con una mirada de extraordinaria intensidad, con sus pobladas cejas casi en contacto una con la otra, a causa de la fija concentración de su mirada. Le dijo a Renfield en un tono que no me sorprendió en ese momento, pero sí al pensar en ello más adelante…, puesto que era el de alguien que se dirigía a un igual:

–¿No puede usted decirnos francamente cuáles son sus razones para desear salir del asilo esta misma noche? Estoy seguro de que si desea usted satisfacerme incluso a mí, que soy un extranjero sin prejuicios y que tengo la costumbre de aceptar todo tipo de ideas, el doctor Seward le concederá, bajo su responsabilidad, el privilegio que desea.

Renfield sacudió la cabeza tristemente y con una expresión de enorme sentimiento. El profesor siguió diciendo:

–Vamos, señor mío, piénselo bien. Pretende usted gozar del privilegio de la razón en su más alto grado, puesto que trata usted de impresionarnos con su capacidad para razonar. Hace usted algo cuya cordura tenemos derecho a poner en duda, debido a que no ha sido todavía dado de alta del tratamiento médico a causa de un defecto mental precisamente. Si no nos ayuda usted a escoger lo más razonable, ¿cómo quiere usted que llevemos a cabo los deberes que usted mismo nos ha fijado? Sería conveniente que nos ayudara, y si podemos hacerlo, lo ayudaremos para que sus deseos sean satisfechos.

Renfield volvió a sacudir la cabeza, y dijo:

–Doctor van Helsing, nada tengo que decir. Su argumento es completo y si tuviera libertad para hablar, no dudaría ni un solo momento en hacerlo, pero no soy yo quien tiene que decidir en ese asunto. Lo único que puedo hacer es pedirles que confíen en mí. Si me niegan esa confianza, la responsabilidad no será mía.

Creí que era el momento de poner fin a aquella escena, que se estaba tornando demasiado cómicamente grave. Por consiguiente, me dirigí hacia la puerta, al tiempo que decía:

–Vámonos, amigos míos. Tenemos muchas cosas que hacer. ¡Buenas noches!

Sin embargo, cuando me acerqué a la puerta, un nuevo cambio se produjo en el paciente. Se dirigió hacia mí con tanta rapidez que, por un momento, temí que se dispusiera a llevar a cabo otro ataque homicida. Sin embargo, mis temores eran infundados, ya que extendió las dos manos, en actitud suplicante y me hizo su petición en tono emocionado. Como vio que el mismo exceso de su emoción operaba en contra suya, al hacernos volver a nuestras antiguas ideas, se hizo todavía más demostrativo.

Miré a van Helsing y vi mi convicción reflejada en sus ojos; por consiguiente, me convencí todavía más de lo correcto de mi actitud e hice un ademán que significaba claramente que sus esfuerzos no servían para nada. Había visto antes en parte la misma emoción que crecía constantemente, cuando me dirigía alguna petición de lo que, en aquellos momentos, significaba mucho para él, como, por ejemplo, cuando deseaba un gato; y esperaba presenciar el colapso hacia la misma aquiescencia hosca en esta ocasión. Lo que esperaba no se cumplió, puesto que, cuando comprendió que su súplica no servía de nada, se puso bastante frenético. Se dejó caer de rodillas y levantó las manos juntas, permaneciendo en esa postura, en dolorosa súplica, y repitió su ruego con insistencia, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y tanto su rostro como su cuerpo expresaban una intensa emoción.

–Permítame suplicarle, doctor Seward; déjeme que le implore que me deje salir de esta casa inmediatamente. Mándeme como quiera y a donde quiera; envíe guardianes conmigo, con látigos y cadenas; deje que me lleven metido en una camisa de fuerza, maniatado y con las piernas trabadas con cadenas, incluso a la cárcel, pero déjeme salir de aquí. No sabe usted lo que hace al retenerme aquí. Le estoy hablando del fondo de mi corazón…, con toda mi alma. No sabe usted a quién causa perjuicio, ni cómo, y yo no puedo decírselo. ¡Ay de mí! No puedo decirlo. Por todo lo que le es sagrado, por todo lo que le es querido; por su amor perdido, por su esperanza de que viva, por amor del Todopoderoso, sáqueme usted de aquí y evite que mi alma se sienta culpable. ¿No me oye usted, doctor? ¿No comprende usted que estoy cuerdo, y que le estoy diciendo ahora la verdad, que no soy un lunático en un momento de locura, sino un hombre cuerdo que está luchando por la salvación de su alma? ¡Oh, escúcheme! ¡Déjeme salir de aquí! ¡Déjeme! ¡Déjeme!

Pensé que cuanto más durara todo aquello tanto más furioso se pondría y que, así, le daría otro ataque de locura. Por consiguiente, lo tomé de la mano e hice que se levantara.

–Vamos -le dije con firmeza -. No continúe esa escena; ya la hemos presenciado bastante. ¡Vaya a su cama y trate de comportarse de modo más discreto!

Repentinamente guardó silencio y me miró un momento fijamente. Luego, sin pronunciar una sola palabra, se volvió y se sentó al borde de la cama. El colapso se había producido, como en ocasiones anteriores, tal como yo lo había esperado.

Cuando me disponía a salir de la habitación, el último del grupo, me dijo, con voz tranquila y bien controlada:

–Espero, doctor Seward, teniendo en cuenta lo que pueda suceder más adelante, que haya yo hecho todo lo posible por convencerlo a usted esta noche.

XIX.– DEL DIARIO DE JONATHAN

HARKER

1 de octubre, a las cinco de la mañana. Salí con el grupo para llevar a cabo la investigación con la mente tranquila, debido a que creo que no había visto nunca a Mina tan firme y tan bien. Me alegro mucho de que consintiera en apartarse y dejarnos a nosotros, los hombres, encargarnos del trabajo. En cierto modo, era como una pesadilla para mí que estuviera mezclada en tan terrible asunto, pero ahora que su trabajo está hecho y que se debe a su energía e inteligencia, así como a su previsión, que toda la historia haya sido reunida, de tal modo que cada detalle tiene significado, puede sentir con todo derecho que ya ha llevado a cabo su parte y que, en adelante, puede dejar que nosotros nos encarguemos de todo el resto. Creo que estábamos todos un poco molestos por la escena que había tenido lugar con el señor Renfield. Cuando salimos de su habitación, guardamos todos silencio hasta que regresamos al estudio. Una vez allí, el señor Morris dijo, dirigiéndose al doctor Seward:

–Dígame, Jack, si ese hombre no estaba representando una escena con el fin de engañarnos, creo que es el lunático más cuerdo que he conocido. No estoy seguro, pero creo que tenía algún fin serio, y en ese caso, es muy cruel que no se le haya dado ni una sola oportunidad.

Lord Godalming y yo guardamos silencio, pero el doctor van Helsing añadió:

–Amigo John, conoce usted a más lunáticos que yo, y me alegro de ello, porque temo que si fuera yo quien tuviera que decidir, lo hubiera dejado en libertad antes de que se produjera ese ataque de neurosis. Pero vivimos aprendiendo y en el momento actual no debemos correr riesgos inútiles, como diría mi amigo Quincey. Todos están mejor como están.

El doctor Seward pareció responderles a los dos de un modo preocupado:

–Yo lo único que sé es que estoy de acuerdo con ustedes. Si ese hombre hubiera sido un lunático ordinario, habría corrido el riesgo de confiar en él, pero parece estar tan ligado al conde de un modo tan extraño, que tengo miedo de hacer algo indebido al satisfacer sus deseos. No puedo olvidar cómo suplicaba casi con el mismo fervor porque deseaba un gato, y cómo después trató de destrozarme la garganta con los dientes.

Además, llamó al conde "señor y amo" y es posible que desee salir para ayudarlo en algún plan diabólico. Esa cosa horrible tiene a los lobos, a las ratas y a sus iguales para que lo ayuden, de modo que supongo que es capaz de utilizar a un pobre lunático. Sin embargo, es cierto que parecía sincero. Sólo es pero que hayamos hecho lo mejor posible en este caso. Esas cosas, junto al duro trabajo que nos espera, son suficientes para afectar los nervios de un hombre.

El profesor avanzó y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo con la gravedad y amabilidad que le eran habituales:

–No tema, amigo John. Estamos tratando de cumplir con nuestro deber en un caso extremadamente triste y terrible; sólo podemos hacer lo que nos parezca mejor. ¿Qué otra cosa podemos esperar, a no ser la piedad del Altísimo?

Lord Godalming había salido durante unos minutos, pero regresó inmediatamente. Levantó un pequeño silbato de plata, al tiempo que observaba:

–Es posible que esa vieja casona esté llena de ratas, y en ese caso, tenemos un antídoto a mano.

Después de pasar sobre el muro, nos dirigimos hacia la casa, teniendo cuidado de permanecer entre las sombras de los árboles, proyectadas sobre el césped, cuando salía la luna. Cuando llegamos al porche, el profesor abrió su maletín y sacó un montón de objetos, que colocó en uno de los escalones, formando con ellos cuatro grupos, evidentemente uno para cada uno de nosotros. Luego dijo:

–Amigos míos, vamos a correr un riesgo tremendo, y tenemos que armarnos de diversas formas. Nuestro enemigo no lo es solamente espiritual. Recuerden que tiene la fuerza de veinte hombres y que, aunque nuestros cuellos o nuestros aparatos respiratorios son del tipo común, o sea, que pueden ser rotos o aplastados, los de él no pueden ser vencidos simplemente por la fuerza. Un hombre más fuerte, o un grupo de hombres que, en conjunto son más fuertes que él, pueden sujetarlo a veces, pero no pueden herirlo, como nosotros podemos ser heridos por él. Así pues, es preciso que tengamos cuidado de que no nos toque. Mantengan esto cerca de sus corazones.

Al hablar, levantó un pequeño crucifijo de plata y me lo entregó, ya que era yo el que más cerca de él se encontraba.

–Póngase estas flores alrededor del cuello.

Al decir eso, me tendió un collar hecho con cabezas de ajos.

–Para otros enemigos más terrenales, este revólver y este puñal, y para ayuda de todos, esas pequeñas linternas eléctricas, que pueden ustedes sujetar a su pecho, y sobre todo y por encima de todo, finalmente, esto, que no debemos emplear sin necesidad.

Era un trozo de la Sagrada Hostia, que metió en un sobre y me entregó. Todos los demás fueron provistos de manera similar.

–Ahora -dijo-, amigo John, ¿dónde están las llaves maestras? Si logramos abrir la puerta, no necesitaremos introducirnos en la casa por la ventana, como lo hicimos antes en la de la señorita Lucy.

El doctor Seward ensayó un par de llaves maestras, con la destreza manual del cirujano, que le daba grandes ventajas para ejecutar aquel trabajo. Finalmente, encontró una que entraba y, después de varios avances y retrocesos, el pestillo cedió y, con un chirrido, se retiró. Empujamos la puerta; los goznes herrumbrosos chirriaron y se abrió.

Era algo asombrosamente semejante a la imagen que me había formado de la apertura de la tumba de la señorita Westenra, tal como la había leído en el diario del doctor Seward; creo que la misma idea se les ocurrió a todos los demás, puesto que, como de común acuerdo, retrocedieron. El profesor fue el primero en avanzar y en dirigirse hacia la puerta abierta.

-¡In manustuas, Domine! -dijo, persignándose, al tiempo que cruzaba el umbral de la puerta.

Cerramos la puerta a nuestras espaldas, para evitar que cuando encendiéramos las lámparas, el resplandor pudiera atraer a alguien que lo viera desde la calle. El profesor pulsó el pestillo cuidadosamente, por si no es tuviéramos en condiciones de abrirlo rápidamente en caso de que tuviéramos que salir de la casa a toda prisa.

Entonces, encendimos todos nuestras lámparas y comenzamos nuestra investigación.

La luz de las diminutas lámparas caía sobre toda clase de formas extrañas, cuando los rayos se cruzaban unos con otros o nuestros cuerpos opacos proyectaban enormes sombras. No se apartaba de mí el sentimiento de que había alguien más entre nosotros. Supongo que era el recuerdo, sugerido de manera tan poderosa por el tétrico ambiente, de la espantosa experiencia que yo tuviera en Transilvania. Creo que todos nosotros teníamos el mismo sentimiento, puesto que noté que los otros no cesaban de mirar por encima del hombro cada vez que se producía un ruidito o que se proyectaba alguna nueva sombra, tal como lo hacía yo mismo.

Todo el lugar estaba cubierto por una espesa capa de polvo. En el suelo, esa capa tenía varios centímetros de profundidad, excepto en los lugares en que se veían huellas de pasos recientes en las que, bajando la lámpara, pude ver marcas de tachuelas. Los muros estaban mohosos y cubiertos de polvo, y en los rincones había gruesas telarañas, sobre las que se había acumulado el polvo, de tal forma que colgaban como trapos desgarrados en los lugares en que se habían roto, a causa del peso que tenían que soportar. En una mesa, en el vestíbulo, había un gran manojo de llaves, cada una de las cuales tenía una etiqueta amarillenta a causa de la acción del tiempo. Habían sido usadas varias veces, puesto que había varias marcas en el polvo similares a la que quedó cuando el profesor levantó las llaves. Van Helsing se volvió hacia mí y me dijo:

–Usted conoce este lugar, Jonathan. Ha copiado planos de él, y lo conoce por lo menos mejor que todos nosotros. ¿Por dónde se va a la capilla?

Tenía una idea de en dónde se encontraba, aunque durante mi última visita no había logrado entrar en ella; por consiguiente, los guié y, después de unas cuantas vueltas equivocadas, me encontré frente a una puerta baja, que formaba un arco de madera de roble, cruzada por barras de hierro.

–Este es el lugar -dijo el profesor, al tiempo que hacía que reposara la lucecita de su lámpara sobre un mapa de la casa, copiado de mis archivos sobre la correspondencia relativa a la adquisición de la casa. Con cierta dificultad, encontramos la llave correspondiente en el manojo y abrimos la puerta. Estábamos preparados para algo desagradable, puesto que al estar abriendo la puerta, un aire tenue y maloliente parecía brotar de entre las rendijas, pero ninguno de nosotros esperaba encontrarse con un olor como el que nos llegó. Ninguno de los otros había encontrado al conde en sus cercanías, y cuando yo lo había visto, estaba, o bien en su rápida existencia en las habitaciones o, cuando estaba lleno de sangre fresca, en un edificio en ruinas, a cielo abierto, donde penetraba el aire libre; pero, allí, el lugar era reducido y cerrado, y el largo tiempo que había permanecido sin ser hallado hacía que el aire estuviera estancado y que oliera a podrido.

Había un olor a tierra, como el de algún miasma seco, que sobresalía del aire viciado. Pero, en cuanto al olor mismo, ¿cómo poder describirlo? No era sólo que se compusiera de todos los males de la mortalidad y del olor acre y penetrante de la sangre, sino que daba la impresión de que la corrupción misma se había podrido. ¡Oh! Me pongo enfermo sólo al recordarlo. Cada vez que aquel monstruo había respirado, su aliento parecía haber quedado estancado en aquel lugar, intensificando su repugnancia.

Bajo circunstancias ordinarias, un olor semejante hubiera puesto punto final a nuestra empresa, pero aquel no era un caso ordinario, y la tarea elevada y terrible en la que estábamos empeñados nos dio fuerzas que se sobreponían a las consideraciones físicas. Después del primer estremecimiento involuntario, consecuencia directa de la primera ráfaga de aire nauseabundo, nos pusimos todos a trabajar, como si aquel repugnante lugar fuera un verdadero jardín de rosas.

Examinamos cuidadosamente el lugar, y el profesor dijo, al comenzar:

–Ante todo, hay que ver cuántas cajas quedan todavía; a continuación, deberemos examinar todos los rincones, agujeros y rendijas, para ver si podemos encontrar alguna indicación respecto a qué ha sucedido con las otras.

Una mirada era suficiente para comprobar cuántas quedaban, ya que las grandes cajas de tierra eran muy voluminosas, y no era posible equivocarse respecto a ellas.

¡Solamente quedaban veintinueve, de las cincuenta! En un momento dado me llevé un buen susto, ya que al ver a lord Godalming que se volvía repentinamente y miraba por la puerta de entrada hacia el oscuro pasadizo que había más allá, yo también miré y, durante un instante, me pareció ver los rasgos más notables del rostro maligno del conde, la nariz puntiaguda, los ojos rojizos, los labios rojos y la terrible palidez. Eso ocurrió sólo durante el espacio de un segundo, ya que, como resumió lord Godalming:

–Creí haber visto un rostro, pero eran sólo las sombras.

Y volvió a dedicarse a su investigación. Volví mi lámpara hacia esa dirección y me dirigí hacia el pasadizo. No había señales de la presencia de nadie, y como no había puertas, ni rincones, ni aberturas de ninguna clase, sino sólo los sólidos muros del pasadizo, no podía haber ningún escondrijo, ni siquiera para él. Supuse que el miedo había ayudado a la imaginación, y no dije nada.

Unos minutos más tarde vi que Morris retrocedía repentinamente del rincón que estaba examinando. Todos nosotros seguimos con la mirada sus movimientos, debido a que, indudablemente, cierto nerviosismo se estaba apoderando de nosotros, y vimos una masa fosforescente que parpadeaba como las estrellas. Instintivamente, todos retrocedimos. Todo el lugar estaba poblándose de ratas.

Durante un momento permanecimos inmóviles, asombrados, todos, excepto lord Godalming que, aparentemente, estaba preparado para una contingencia similar.

Precipitándose hacia la pesada puerta de roble y bandas de hierro, que el doctor Seward había descrito del exterior y que yo mismo había visto, hizo girar la llave en la cerradura, retiró los enormes pestillos y abrió de un golpe la puerta. Luego, sacando del bolsillo su silbato de plata, hizo que sonara lenta y agudamente. De detrás de la casa del doctor Seward le respondieron los ladridos de varios perros, y un minuto después, tres terriers aparecieron, corriendo, por una de las esquinas de la casa. Inconscientemente, todos nos habíamos vuelto hacia la puerta y, al hacerlo, vimos que el polvo se había levantado mucho; las cajas que habían sido sacadas, lo habían sido por allá. Pero incluso en un solo minuto que había pasado, el número de las ratas había aumentado mucho. Parecían aparecer en la habitación todas a un tiempo, a tal punto que la luz de las lámparas, que se reflejaba sobre sus cuerpos oscuros y en movimiento y brillaba sobre sus malignos ojos, hacía que toda la habitación pareciera estar llena de luciérnagas. Los perros aparecieron rápidamente, pero en el umbral de la puerta se detuvieron de pronto y olfatearon; luego, simultáneamente, levantaron las cabezas y comenzaron a aullar de manera lúgubre en extremo. Las ratas estaban multiplicándose por miles, y salimos de la habitación.

Lord Godalming levantó a uno de los perros y, llevándolo al interior de la habitación, lo colocó suavemente en el suelo. En el momento mismo en que sus patas tocaron el suelo pareció recuperar su valor y se precipitó sobre sus enemigos naturales.

Las ratas huyeron ante él con tanta rapidez, que antes de que hubiera acabado con un número considerable, los otros perros, que habían sido transportados al centro de la habitación del mismo modo, tenían pocas presas que hacer, puesto que toda la masa de ratas se había desvanecido.

Con su desaparición, pareció que había dejado de estar presente algo diabólico, puesto que los perros comenzaron a juguetear y a ladrar alegremente, al tiempo que se precipitaban sobre sus enemigos postrados, los zarandeaban y los enviaban al aire en sacudidas feroces. Todos nosotros nos sentimos envalentonados. Ya fuera a causa de la purificación de la atmósfera de muerte, debido a que habíamos abierto la puerta de la capilla, o por el alivio que sentimos al encontrarnos ante la abertura, no lo sé; pero el caso es que la sombra del miedo pareció abandonarnos, como si fuera un sudario, y la ocasión de nuestra ida a la casa perdió parte de su tétrico significado, aunque no perdimos en absoluto nuestra resolución. Cerramos la puerta exterior, la atrancamos y corrimos los cerrojos; luego, llevando los perros con nosotros, comenzamos a registrar la casa. No encontramos otra cosa que polvo en grandes cantidades, y todo parecía no haber sido tocado en absoluto, exceptuando el rastro de mis pasos, que había quedado de mi primera visita. Los perros no demostraron síntomas de intranquilidad en ningún momento, e incluso cuando regresamos a la capilla, continuaron jugueteando, como si estuvieran cazando conejos en el bosque, durante una noche de verano.

El resplandor del amanecer estaba irrumpiendo por levante, cuando salimos por la puerta principal. El doctor van Helsing había tomado del manojo la llave de la puerta de entrada, cerró ésta cuidadosamente, se metió la llave en el bolsillo y se dirigió a nosotros.

–Hasta ahora -dijo-, la noche ha sido verdaderamente un éxito para nosotros. No hemos recibido ningún daño, como hubiéramos podido temer y, además, hemos podido cerciorarnos de qué número de cajas falta. Sobre todo, me alegro mucho de que este primer paso que hemos dado, quizá el más difícil y peligroso de todos, hayamos podido llevarlo a cabo sin que nuestra dulce señora Mina nos acompañara, y sin que hubiera necesidad de turbar sus pensamientos, tanto más cuanto que estaría despierta y dormida pensando en visiones, ruidos y olores que nunca podría olvidar. Asimismo, hemos aprendido una lección, si es que podemos decirlo a particulari: que las bestias que están a las órdenes del conde no son, sin embargo, dóciles al espíritu del conde, puesto que esas ratas acudirían a su llamado, del mismo modo que llamó a los lobos desde la torre de su castillo, para que saliera a su encuentro y al de aquella pobre madre. Aunque las ratas acudieron, huyeron un momento después en desorden, ante la presencia de los perritos de nuestro amigo Arthur. Tenemos ante nosotros otros asuntos, otros peligros y otros temores; y ese monstruo no ha usado sus poderes sobre el mundo animal por última o única vez esta noche. Sea que se haya ido a algún otro lugar… ¡Bueno! Nos ha dado la oportunidad de dar "jaque" en esta partida de ajedrez que estamos jugando en nombre del bien de las almas humanas. Ahora, volvamos a casa. El amanecer esta ya cerca, y tenemos razones para sentirnos contentos del trabajo de nuestra primera noche. Es posible que nos queden todavía muchos días y noches llenas de peligros, pero debemos seguir adelante, sin retroceder ante ningún riesgo.

La casa estaba sumida en un profundo silencio cuando llegamos a ella, excepto por los gritos de alguna pobre criatura que estaba en una de las alas más alejadas y un sonido bajo y lastimero que salía de la habitación de Renfield. Indudablemente, el pobre hombre se estaba torturando, a la manera de los orates, con pensamientos innecesariamente dolorosos.

Entré en mi habitación de puntillas y encontré a Mina dormida, respirando con tanta suavidad que tuve que aguzar el oído para captar el sonido. Parecía más pálida que de costumbre. Esperaba que la reunión de aquella noche no la hubiera impresionado demasiado. Me siento verdaderamente agradecido de que permanezca fuera de nuestro trabajo futuro e incluso de nuestras deliberaciones. Es una tensión demasiado grande para que la soporte una mujer. No pensaba así al principio, pero ahora sé mucho mejor a qué atenerme. Por consiguiente, me alegro de que eso haya sido resuelto. Es posible que haya cosas que la asustaran si las oyera, no obstante, ocultárselas sería peor que revelárselas, si es que llega a sospechar que hay algo que no le decimos. A partir de este momento, tendremos que ser para ella como libros cerrados, por lo menos hasta el momento en que podamos anunciarle que todo ha concluido y que la tierra ha sido liberada de aquel monstruo de las tinieblas. Supongo que será difícil guardar silencio, debido a la confianza que reina entre nosotros, pero debo continuar en mi resolución y silenciar completamente todo lo relativo a nuestros actos durante aquella noche, negándome a hablar de lo que ha sucedido. Me acosté sobre el diván, para no molestarla.

1 de octubre, más tarde. Supongo que es natural que hayamos dormido todos hasta una hora avanzada, ya que el día estaba ocupado en duros trabajos y la noche era pesada e insomne. Incluso Mina debía haber sentido el cansancio, puesto que, aunque dormí hasta que el sol estaba muy alto, desperté antes que ella. En realidad, estaba tan profundamente dormida, que durante unos segundos no me reconoció siquiera y me miró con un profundo terror, como si hubiera sido despertada en medio de una terrible pesadilla. Se quejó un poco de estar cansada y la dejé reposar hasta una hora más avanzada del día. Sabíamos ahora que veintiún cajas habían sido retiradas, y en el caso de que fueran llevadas varias a la vez, era posible que pudiéramos encontrarlas. Por supuesto, ello simplificaría considerablemente nuestro trabajo y cuanto antes solventáramos ese asunto, tanto mejor sería. Tenía que ir a ver a Thomas Snelling.

Del diario del doctor Seward

1 de octubre. Era casi mediodía cuando fui despertado por el profesor, que entró en mi habitación. Estaba más alegre y amable que de costumbre, y es evidente que el trabajo de la noche anterior había servido para aligerar parte del peso que tenía en la mente. Después de hablar de la aventura de la noche anterior, dijo repentinamente:

–Su paciente me interesa mucho. ¿Es posible que lo visite con usted esta mañana? O, en el caso de que esté usted muy ocupado, puedo ir solo a verlo, si usted me lo permite. Es una experiencia nueva para mí encontrar a un lunático que habla de filosofía y discurre de manera tan cuerda.

Tenía ciertos trabajos urgentes que hacer y le dije que me gustaría que él fuera solo, ya que así no me vería obligado a hacerlo esperar. Por consiguiente, llamé a uno de los ayudantes y le di las debidas instrucciones. Antes de que mi maestro abandonara la habitación, le aconsejé que no se llevara una impresión falsa sobre mi paciente.

–Deseo que me hable de sí mismo y de su decepción en cuanto a su consumo de animales vivos. Le dijo a la señora Mina, como vi en su diario de ayer, que tuvo antes esas creencias. ¿Por qué sonríe usted, amigo John?

–Excúseme -le dije -, pero la respuesta se encuentra aquí.

Coloqué la mano sobre las hojas mecanografiadas.

–Cuando nuestro cuerdo e inteligente lunático hizo esa declaración, tenía la boca todavía llena de las moscas y arañas que acababa de comer, un instante antes de que la señora Harker entrara en su habitación.

–¡Bueno! – dijo-. Su memoria es buena. Debí haberlo recordado. Y, no obstante, esa misma desviación del pensamiento y de la memoria es lo que hace que el estudio de las enfermedades mentales sea tan apasionante. Es posible que obtenga más conocimientos de la locura de ese pobre alienado que lo que podría obtener de los hombres más sabios. ¿Quién sabe?

Continué mi trabajo y, antes de que pasara mucho tiempo, había concluido con lo más urgente. Parecía que no había pasado realmente mucho tiempo, pero van Helsing había vuelto ya al estudio.

–¿Lo interrumpo? – preguntó cortésmente, permaneciendo en el umbral de la puerta.

–En absoluto -respondí-. Pase. Ya he terminado mi trabajo y estoy libre. Puedo acompañarlo, si lo desea.

–Es inútil. ¡Acabo de verlo!

–¿Y?

–Temo que no me aprecia mucho. Nuestra entrevista ha sido corta. Cuando entré en su habitación estaba sentado en una silla, en el centro, con los codos apoyados sobre las rodillas y en su rostro había una expresión hosca y malhumorada. Le he hablado con toda la amabilidad posible, y con todo el respeto que he logrado aparentar. No me respondió palabra alguna.

"-¿No me reconoce usted? – inquirí.

"Su respuesta no fue muy tranquilizadora.

"-Lo conozco perfectamente. Es usted el viejo idiota de van Helsing. Desearía que se fuera usted con sus estúpidas teorías psicológicas a otro lado. ¡Malditos sean todos los estúpidos holandeses!

"No pronunció ni una palabra más y siguió sentado, encerrado en su descontento y malhumor, exactamente como si yo no hubiera estado en la habitación en absoluto; tal era su indiferencia. Así he perdido la oportunidad de aprender algo de ese inteligente lunático; por consiguiente, debo irme para tratar de consolarme cruzando unas cuantas palabras agradables con la dulce señora Mina. Amigo John, me alegro infinitamente de que ya no tenga ella que sufrir más, ni que preocuparse por nuestros terribles asuntos. Aunque echaremos en falta su ayuda, es mejor que así sea."

–Estoy absolutamente de acuerdo con usted -le dije sinceramente, puesto que no quería que su decisión al respecto se debilitara-. La señora Harker está mejor permaneciendo fuera de todo esto. La situación está ya bastante mala para nosotros, los hombres, que nos hemos visto a veces en lugares poco agradables, pero no es un lugar apropiado para una mujer y, si hubiera continuado con este asunto, es muy posible que hubiera terminado siendo destrozada.

Así, van Helsing fue a conversar con el señor y la señora Harker. Quincey y Art han salido para descubrir todo lo posible con respecto a la desaparición de las cajas. Yo tengo que concluir mi ronda de trabajo, y nos reuniremos esta noche.

Del diario de Mina Harker

1 de octubre. Me resulta extraño permanecer en la oscuridad, como hoy; después de la confianza total de Jonathan durante tantos años, me resulta desagradable verlo evitar ciertos temas de conversación de manera manifiesta: los temas más vitales de todos. Esta mañana dormí hasta una hora avanzada, a causa de las fatigas de ayer, y aunque Jonathan durmió hasta tarde también, despertó antes que yo. Habló conmigo antes de salir, y nunca antes lo había hecho con mayor dulzura o ternura, pero no mencionó ni una sola palabra sobre lo que había sucedido en su visita a la casa del conde. Sin embargo, debe saber la terrible ansiedad que sentía yo. ¡Pobre Jonathan! Supongo que eso debe haberlo afligido todavía más que a mí. Todos estuvieron de acuerdo en que no siguiera yo adelante en ese horrible asunto, y estuve de acuerdo.

Pero, ¡me resulta muy desagradable pensar que me oculta algo! Y ahora estoy llorando como una idiota, cuando, en realidad, sé que todo esto es producto del gran amor de mi esposo y de la buena voluntad de todos esos hombres fuertes.

Eso me ha sentado bien. Bueno, algún día me lo contará todo Jonathan, y para evitar que pueda llegar a pensar que le oculto yo también algo, continúo escribiendo mi diario, como de costumbre. Así, si ha temido por mi confianza, debo mostrárselo, incluyendo todos los pensamientos y los sentimientos de mi corazón, para que pueda leerlos claramente. Me siento hoy extrañamente triste y malhumorada. Supongo que es la reacción a causa de la tremenda emoción.

Anoche me acosté cuando se fueron los hombres, sencillamente porque me dijeron que me acostara. No tenía sueño, y sentía una ansiedad enorme. Estuve pensando en todo lo sucedido desde que Jonathan fue a verme a Londres y todo ello parecía una horrible tragedia, como si el destino impulsara todo hacia un fin siniestro.

Todo lo que hacemos, por muy buenas intenciones que tengamos, parece conducir a algo que debe deplorarse profundamente. Si no hubiera ido a Whitby es posible que la pobre y querida Lucy estuviera ahora entre nosotros. No se le había ocurrido visitar el cementerio de la iglesia hasta el momento de mi llegada, y si no hubiera ido allí durante el día no habría regresado dormida durante la noche, y el monstruo no la hubiera destruido como lo hizo. ¡Oh! ¿Por qué fui a Whitby? ¡Otra vez llorando! No sé qué me sucede hoy. Debo ocultárselo a Jonathan, puesto que si sabe que he llorado ya dos veces esta mañana, yo que no lloro nunca y que nunca he tenido que derramar una sola lágrima por él, el pobre hombre se desanimará y se preocupará. Debo aparentar un semblante sereno, y si me siento con ganas de llorar, él no debe saberlo. Supongo que es una de las lecciones que nosotras, las pobres mujeres, tenemos que aprender…

No puedo dejar de recordar cómo me quedé dormida. Recuerdo haber oído el ladrido repentino de los perros y un estruendo de sonidos extraños, como oraciones en una gama tumultuosa, procedentes de la habitación del señor Renfield, que se encuentra en alguna parte debajo de la mía. Luego, el silencio volvió a reinar, tan profundo, que me sobresaltó y me levanté para mirar por la ventana. Todo estaba oscuro y en silencio.

Las negras sombras proyectadas por la luz de la luna parecían estar llenas de un misterio que les era propio. Nada parecía moverse, pero todo parecía lúgubre y tétrico, de modo que una ligera nubecilla de niebla blanca, que avanzaba con una lentitud que hacía que su movimiento resultara casi imperceptible, hacia la casa, por encima del césped, parecía tener una vitalidad propia. Creo que esos pensamientos, al hacerme olvidar los anteriores, me hicieron bien, puesto que al volver a acostarme sentí un letargo que me embargaba suavemente. Permanecí acostada un rato, pero no lograba conciliar el sueño, de modo que volví a levantarme y a mirar por la ventana. La niebla se estaba extendiendo y se encontraba ya muy cerca de la casa, de tal modo que la vi adosarse pesadamente a las paredes, como si estuviera trepando hacia las ventanas. El pobre hombre hablaba con más fuerza que nunca y, aunque no lograba distinguir bien sus palabras, comprendí que se trataba de una súplica apasionada de su parte. Luego, oí el ruido de un forcejeo y comprendí que los enfermeros se estaban encargando de él. Me sentí tan asustada, que me cubrí la cabeza con las sábanas, tapándome los oídos con los dedos. No tenía sueño en absoluto o, por lo menos, así lo creía, pero debo haberme quedado dormida, puesto que, con excepción de los sueños, no recuerdo ninguna otra cosa hasta la llegada de la mañana, cuando Jonathan me despertó. Creo que necesité cierto esfuerzo y tiempo para recordar donde me encontraba y que era Jonathan el que estaba inclinado sobre mí. Mi sueño era muy peculiar, y era algo típico, del modo como al despertar los pensamientos se entremezclan con los sueños.

Creí que estaba dormida, esperando a que regresara Jonathan. Me sentía muy ansiosa por él y no podía hacer nada; tenía las piernas, los brazos y el cuerpo con un peso encima, de tal modo que no podía ejecutar ningún movimiento como de costumbre. Así dormí muy intranquilamente, y seguí soñando cosas extrañas. Luego, comencé a sentir que el aire era pesado, húmedo y frío. Retiré las sábanas de mi rostro y, con gran sorpresa, vi que todo estaba oscuro. La lamparita de gas que había dejado encendida para Jonathan, aunque muy débil, parecía una chispita roja y diminuta a través de la niebla, que, evidentemente, se había hecho más densa y había entrado en la habitación. Entonces, recordé que había cerrado la ventana antes de acostarme. Deseaba levantarme para asegurarme de ello, pero una letargia de plomo parecía retener mis miembros y mi voluntad. Permanecí inmóvil; eso fue todo. Cerré los ojos, pero todavía podía ver con claridad a través de los párpados (es maravilloso ver qué trucos tienen los sueños, y de qué manera tan lógica trabaja a veces nuestra imaginación). La niebla se hacía cada vez más espesa, y ya podía ver cómo entraba en la habitación, puesto que la veía como si fuera humo…, o como el vapor blanco del agua en ebullición…, entrando, no por la ventana, sino por debajo de la puerta. Fue haciéndose cada vez más espesa, hasta que pareció concentrarse en una columna de vapor sobre la que alcanzaba a ver la lucecita de la lámpara de gas que brillaba como un ojo rojizo. Las ideas se agolparon en mi cerebro, al tiempo que la columna de vapor comenzaba a danzar en la habitación y entre todos mis pensamientos me llegaron las frases de las escrituras: "Una columna de vapor por las noches y de fuego durante el día." ¿Se trataba de algún guía espiritual que me llegaba a través del sueño? Pero la columna estaba compuesta tanto del guía diurno como del nocturno, puesto que el fuego estaba en el ojo rojo que, al pensar en él, me fascinó en cierto modo, puesto que, mientras lo observaba, el fuego pareció dividirse y lo vi como si se tratara de dos ojos rojos, a través de la niebla, tal y como Lucy me dijo que los había visto en sus divagaciones mentales, sobre el risco, cuando el sol poniente se reflejó en las ventanas de la iglesia de Santa María. Repentinamente, recordé horrorizada que era así como Jonathan había visto materializarse a aquellas horribles mujeres de la niebla que giraba bajo el resplandor de la luna, y en mi sueño debo haberme desmayado, puesto que me encontré en medio de la más profunda oscuridad.

El último esfuerzo consciente que hizo mi imaginación fue el de hacerme ver un rostro lívido que se inclinaba sobre mí, saliendo de entre la niebla. Debo tener cuidado con esos sueños, ya que pueden hacer vacilar la razón de una persona, si se presentan con demasiada frecuencia. Voy a ver al doctor van Helsing o al doctor Seward para que me receten algo que me haga dormir profundamente; lo único malo es que temo alarmarlos.

Un sueño semejante se mezclaría en estos momentos con sus temores por mí. Esta noche deberé esforzarme por dormir de manera natural. Si no lo logro, debo lograr que me den para mañana en la noche una dosis de cloral; eso no me causará por una vez ningún daño y me sentará bien una buena noche de sueño. Hoy desperté más fatigada que si no hubiera dormido en absoluto.

2 de octubre, a las diez de la noche. Anoche dormí, pero no soñé. Debo haber dormido profundamente, puesto que no desperté cuando se acostó Jonathan, pero el sueño no me ha sentado todo lo bien que sería de desear, puesto que hoy me he sentido débil y desanimada. Pasé todo el día de ayer tratando de dormir o acostada, dormitando.

Por la tarde, el señor Renfield preguntó si podría verme. ¡Pobre hombre! Estuvo muy amable, y al marcharse me besó la mano y rogó a Dios que me bendijera. En cierto modo, eso me afectó mucho, y las lágrimas acuden a mis ojos cuando pienso en él. Esta es una nueva debilidad de la que tengo que preocuparme y cuidarme. Jonathan se entristecería mucho si supiera que he estado llorando. Tanto él como los demás estuvieron fuera hasta la hora de la cena, y regresaron muy cansados. Hice todo lo posible por alegrarlos, y creo que el esfuerzo me sentó bien, puesto que me olvidé de lo cansada que estaba yo misma. Después de la cena me mandaron a acostarme y todos salieron a fumar juntos, según dijeron, pero sabía perfectamente que lo que deseaban era contarse unos a otros lo que les había sucedido a cada uno de ellos durante el día; comprendí por la actitud de Jonathan que tenía algo muy importante que comunicarles.

No tenía tanto sueño como debería; por consiguiente, antes de que se fueran le pedí al doctor Seward que me diera alguna pastilla para dormir, de cualquier tipo, ya que no había dormido bien la noche anterior. Con mucha habilidad, me preparó una droga adormecedora y me la dio, diciéndome que no me causaría ningún daño, ya que era muy ligera… La he tomado y estoy esperando a que el sueño me venza, lo cual me parece todavía algo lejano. Espero no haber hecho mal, ya que cuando el sueño comienza a apoderarse de mí, me asalta un nuevo temor; es posible que haya cometido una tontería al privarme del poder de despertar. Es posible que lo necesite. Ya tengo sueño. ¡Buenas noches!

XX.– DEL DIARIO DE JONATHAN

HARKER

1 de octubre, por la noche. Encontré a Thomas Snelling en su casa, en Bethnal Green; pero, desafortunadamente, no estaba en condiciones de recordar nada. El aliciente mismo de la cerveza que mi esperada visita había abierto ante él, resultó demasiado fuerte, y comenzó a beber demasiado pronto, antes de mi llegada. Sin embargo, supe, gracias a su esposa, una persona decente y tímida, que era solamente el asistente de Smollet, que de los dos era el responsable. De modo que me dirigí hacia Walworth y encontré al señor Joseph Smollet en su casa, en mangas de camisa, tomando una taza de té tardía, que levantaba de un platillo. Es un tipo honrado e inteligente, un trabajador de confianza y con una inteligencia y una personalidad que le son propias. Recordaba todo respecto al incidente de las cajas, y, sacando de un lugar misterioso de la parte posterior de su pantalón una libreta con las puntas de las hojas dobladas y las páginas cubiertas de jeroglíficos trazados con un lápiz de punta gruesa y con una escritura muy apoyada, me comunicó el punto de destino de las cajas. Había seis que había tomado en Carfax y las había depositado en el número ciento noventa y siete de Chicksand Street, en Mile End New Town, y otras seis que había depositado en Jamaica Lane, Bermondsey. En el caso de que el conde deseara distribuir sus fantasmales refugios por todo Londres, esos lugares habrían sido escogidos como punto de partida, de tal modo que a continuación pudiera distribuir completamente las cajas.

El modo sistemático en que todo aquello estaba siendo llevado a cabo me hizo pensar que eso no podría significar que el monstruo deseaba confinarse en dos lugares de Londres. Estaba situado ya en la parte este de la ribera norte, al este de la costa sur y al sur de la ciudad. Era seguro que no pensaba dejar fuera de sus planes diabólicos el norte y el oeste…, por no hablar de la City misma, y el corazón mismo del Londres elegante, al sudoeste y al oeste. Volví a ver a Smollet y le pregunté si podría decirnos si había sido sacada alguna otra caja de Carfax.

Entonces respondió:

–Bueno, señor, se ha portado usted muy bien conmigo -le había dado medio soberano y voy a decirle todo lo que sé. Oí a un hombre llamado Bloxam que decía hace cuatro noches en el "Are and Ounds" de Pincer's Alley, que él y su compañero habían tenido un trabajo sucio y raro en una vieja casa de Purfleet. No son frecuentes aquí los trabajos de esa índole, y creo que Sam Bloxam podrá decirle algo más al respecto.

Le pregunté si le era posible indicarme donde podría encontrarlo. Le dije que si podía conseguirme la dirección, tendría mucho gusto en entregarle otro medio soberano.

De modo que tomó de un trago el resto de su té y se puso en pie, diciendo que iba a iniciar sus averiguaciones. En la puerta se detuvo, y dijo:

–Escuche, señor, no tiene sentido que espere usted aquí. Es posible que encuentre pronto a Sam, o que no lo haga, pero, de todos modos, no creo que se encuentre en condiciones de decirle muchas cosas esta noche. Sam es un tipo raro cuando saca los pies de sus casillas. Si puede usted darme un sobre con un sello de correos y su dirección, veré donde es posible encontrar a Sam y le enviaré los datos por correo esta misma noche. Pero será preciso que vaya a verlo muy de mañana si quiere encontrarlo, puesto que Sam se levanta temprano, por muy prolongada que haya sido la juerga de la noche anterior.

Eso resultó práctico, de modo que uno de los niños salió con un penique a comprar un sobre y una hoja de papel, y le di el cambio. Cuando regresó, le puse la dirección al sobre y le pegué el sello, y cuando Smollet me prometió otra vez que me enviaría la dirección por correo en cuanto la descubriera, me dirigí a casa. De todos modos, estamos sobre la pista. Esta noche me siento cansado y deseo dormir. Mina está profundamente dormida y tiene un aspecto demasiado pálido; sus ojos dan la impresión de que ha estado llorando. Pobre mujer, estoy seguro de que le es muy duro permanecer en la ignorancia y que eso puede hacer que se sienta doblemente ansiosa por mí y por todos los demás. Pero es mejor así. Es mejor sentirse decepcionado y ansioso, que tener los nervios destrozados. Los médicos tenían razón al insistir en que ella debía permanecer fuera de todo este terrible asunto. Debo mantenerme firme, puesto que la carga del silencio debe pesar sobre todo en mí. Ni siquiera puedo mencionar el tema ante ella, por ninguna circunstancia. En realidad, no creo que resulte una tarea difícil y dura, después de todo, ya que ella misma se ha hecho reticente en lo relativo a ese tema y no ha vuelto a hablar del conde ni de sus actos desde que le comunicamos nuestra decisión.

2 de octubre, por la noche. Fue un día largo, emocionante, y de los que resultan una verdadera prueba. Por el primer correo he recibido la carta que me era destinada y que contenía una hoja sucia de papel, sobre el que habían escrito con un lápiz de carpintero y una mano demasiado pesada: "Sam Bloxam, Korkrans, 4, Poters Cort, Bartel Street, Walworth. Pregunte por el algacil."

Recibí la carta en la cama y me levanté, sin despertar a Mina. Estaba pálida y parecía dormir pesada y profundamente. Pensé no despertarla, pero en cuanto volviera de esa investigación, tomaría las disposiciones pertinentes para que regresara a Exéter. Creo que estará más contenta en nuestra propia casa, interesándose en sus tareas cotidianas, que estando aquí, entre nosotros, en la ignorancia de todo lo que está sucediendo. Vi solamente al doctor Seward durante un momento y le dije adónde me dirigía, prometiéndole regresar a explicarle todo el resto en cuanto pudiera descubrir algo. Me dirigí a Walworth y encontré con ciertas dificultades Potter's Court. La ortografía del señor Smollet me engañó, debido a que pregunté primeramente por Poter's Court en lugar de Potter's Court. Sin embargo, cuando encontré la dirección, no tuve dificultades en encontrar la casa de huéspedes Corcoran. Cuando le pregunté al hombre que salió a la puerta por el "algacil", movió la cabeza y dijo:

–No lo conozco. No hay ningún tipo así aquí; no he oído hablar de él en toda mi vida. No creo que haya nadie semejante que viva aquí o en las cercanías.

Saqué la carta de Smollet y al leerla me pareció que la lección sobre la ortografía con que estaba escrito la dirección podría ayudarme.

–¿Quién es usted? – le pregunté.

–Soy el alguacil -respondió.

Comprendí inmediatamente que estaba en terreno seguro.

La ortografía con que estaba escrita la carta me volvió a engañar.

Una propina de media corona puso los conocimientos del alguacil a mi disposición y supe que el señor Bloxam había dormido en la casa Corcaran, para que se difuminaran los vapores de la cerveza que había tomado la noche anterior, pero que se había ido a su trabajo en Poplar a las cinco de la mañana. No pudo indicarme donde se encontraba el lugar exacto en que trabajaba, pero tenía una vaga idea de que se trataba de algún almacén nuevo y con ese indicio tan sumamente ligero me puse en camino hacia Poplar. Eran ya las doce antes de que lograra indicaciones sobre un edificio similar y fue en un café donde me dieron los datos. En el salón había varias mujeres comiendo. Una de ellas me dijo que estaban construyendo en Cross Angel Street un edificio nuevo de "almacenes refrigerados", y puesto que se apegaba a la descripción del alguacil, me dirigí inmediatamente hacia allá. Una entrevista con un guardián bastante hosco y con un capataz todavía más malhumorado que el guarda, cuyo humor hice que mejorara un poco con la ayuda de unas monedas, me puso sobre la pista de Bloxam; mandaron a buscarlo cuando sugerí que estaba dispuesto a pagarle al capataz su sueldo del día íntegro por el privilegio de hacerle unas cuantas preguntas sobre un asunto privado. Era un tipo bastante inteligente, aunque de maneras y hablar un tanto bruscos.

Cuando le prometí pagarle por sus informes y le di un adelanto, me dijo que había hecho dos viajes entre Carfax y una casa de Piccadilly y que había llevado de la primera dirección a la última nueve grandes cajas, "muy pesadas", con una carreta y un caballo que había alquilado para el trabajo. Le pregunté si podría indicarme el número de la casa de Piccadilly, a lo cual replicó:

–Bueno, señor, me he olvidado del número, pero estaba a unas cuantas puertas de una gran iglesia blanca, o algo semejante, que no hace mucho que ha sido construida. Era una vieja casona cubierta de polvo, aunque no tan llena de polvo como la casa de la que saqué las cajas.

–¿Cómo logró usted entrar, si estaban desocupadas las dos casas?

–Me estaba esperando el viejo que me contrató en la casa de Purfleet. Me ayudó a levantar las cajas y a colocarlas en la carreta. Me insultó, pero era el tipo más fuerte que he visto. Era un anciano, con unos bigotes blancos, tan finos que casi no se le notaban.

¡Esa frase hizo que me sobresaltara!

–Tomó uno de los extremos de la caja como si se tratara de un juego de té, mientras yo tomaba el otro, sudando y jadeando como un oso. Me costó un gran trabajo levantar la parte que me correspondía, pero lo conseguí y… no soy tampoco un debilucho.

–¿Cómo logró usted entrar en la casa de Piccadilly?

–Me estaba esperando también allí. Debió salir inmediatamente y llegar allí antes que yo, puesto que cuando llamé a la puerta, salió él mismo a abrirme y me ayudó a descargar las cajas en el vestíbulo.

–¿Las nueve? – le pregunté.

–Sí; llevé cinco en el primer viaje y cuatro en el segundo. Era un trabajo muy pesado, y no recuerdo muy bien cómo regresé a casa.

Lo interrumpí:

–¿Se quedaron las cajas en el vestíbulo?

–Sí; era una habitación muy amplia, y no había en ella nada más.

Hice otra tentativa para saber algo más al respecto.

–¿No le dio ninguna llave?

–No tuve necesidad de ninguna llave. El anciano me abrió la puerta y volvió a cerrarla cuando me fui. No recuerdo nada de la segunda vez, pero eso se debe a la cerveza.

–¿Y no recuerda usted el número de la casa?

–No, señor. Pero no tendrá dificultades en encontrarla. Es un edificio alto, con una fachada de piedra y un escudo de armas y unas escaleras bastante altas que llegan hasta la puerta de entrada. Recuerdo esas escaleras debido a que tuve que subir por ellas con las cajas, junto con tres muchachos que se acercaron para ganarse unos peniques. El viejo les dio chelines y, como vieron que les había dado mucho, quisieron más todavía, pero el anciano agarró a uno de ellos por el hombro y poco faltó para que lo echara por las escaleras; entonces, todos ellos se fueron, insultándolo.

Pensaba que con esos informes no tendría dificultades en encontrar la casa, de modo que después de pagarle a mi informante, me dirigí hacia Piccadilly. Había adquirido una nueva y dolorosa experiencia. El conde podía por lo visto manejar las cajas solo. De ser así, el tiempo resultaba precioso, puesto que ya que había llevado a cabo ciertas distribuciones, podría llevar a cabo el resto de su trabajo, escogiendo el tiempo oportuno para ello, pasando completamente inadvertido. En Piccadilly Circus me apeé y me dirigí caminando hacia el oeste; después de pasar el junior Constitutional, llegué ante la casa que me había sido descrita y me satisfizo la idea de que se trataba del siguiente refugio que había escogido Drácula. La casa parecía haber estado desocupada durante mucho tiempo. Las ventanas estaban llenas de polvo y las persianas estaban levantadas. Toda la estructura estaba ennegrecida por el tiempo, y de las partes metálicas la pintura había desaparecido. Era evidente que en el balcón superior había habido un anuncio durante cierto tiempo, que había sido retirado bruscamente, de tal modo que todavía quedaban los soportes verticales. Detrás de la barandilla del balcón vi que sobresalían varias tablas sueltas, cuyos bordes parecían blancos. Hubiera dado mucho por poder ver intacto el anuncio, puesto que quizá me hubiera dado alguna indicación en cuanto a la identidad de su propietario. Recordaba mi experiencia sobre la investigación y la compra de la casa de Carfax y no podía dejar de pensar que si podía encontrar al antiguo propietario era posible que descubriera algún medio para entrar en la casa.

Por el momento, no había nada que pudiera descubrir del lado de Piccadilly y tampoco podía hacerse nada, de modo que me dirigí hacia la parte posterior para ver si podía verse algo de ese lado. Las caballerizas estaban llenas de actividad, debido a que la mayoría de las casas estaban ocupadas. Les pregunté a un par de criados y de encargados de las cuadras, que pude encontrar, si podían decirme algo sobre la casa desocupada. Uno de ellos me dijo que había oído decir que alguien la había comprado en los últimos tiempos, pero no sabía quién era el nuevo propietario. Uno de ellos, sin embargo, me dijo que hasta hacía muy poco tiempo había habido un anuncio que decía "se vende" y que era posible que podrían facilitarme más detalles Mitchell, Sons Candy, los agentes de mudanzas, puesto que me dijo que creía recordar que ese era el nombre que figuraba en el anuncio para todos los informes. No deseaba parecerle demasiado ansioso a mi informador, ni dejar que adivinara demasiado, por lo cual, luego de darle las más cumplidas gracias, me alejé. Estaba oscureciendo y la noche otoñal estaba errándose, de modo que no quise perder el tiempo. Después de buscar la dirección de Mitchell, Sons Candy en un directorio telefónico de Berkeley, me dirigí inmediatamente a sus oficinas, que se encontraban en Sackville Street.

El caballero que me recibió tenía unos modales particularmente suaves, pero no era muy comunicativo. Después de decirme que la casa de Piccadilly, que en nuestra conversación llamó "mansión", había sido vendida, consideró que mi interés debía concluir allí. Cuando le pregunté quién la había comprado, abrió los ojos demasiado y guardó silencio un momento antes de responder:

–Está vendida, señor.

–Excúseme -dije, con la misma cortesía-, pero tengo razones especiales para desear saber quién adquirió ese edificio.

Volvió a hacer una pausa bastante prolongada y alzó las cejas todavía más.

–Está vendida, señor -volvió a decir, lacónicamente.

–Supongo que no le importará darme esa información -insistí.

–Pero, ¡por supuesto que me importa! – respondió-. Los asuntos de nuestros clientes son absolutamente confidenciales en manos de Mitchell, Sons Candy.

Estaba claro que se trataba de un pedante de la peor especie y que no merecía la pena discutir con él. Pensé que sería mejor enfrentarme a él en su propio terreno y le dije:

–Sus clientes, señor, tienen suerte de tener un guardián tan resuelto de sus confidencias. Yo mismo soy un profesional -al decir esto le tendí mi tarjeta-. En este caso, no estoy interesado en este asunto por curiosidad: actúo por parte de lord Godalming, que desea saber algo sobre la propiedad que creía que, hasta últimas fechas, se encontraba en venta.

Esas palabras hicieron que las cosas tomaran otro cariz.

–Me gustaría darle a usted esos informes si los tuviera, señor Harker, y especialmente me gustaría servir a su cliente. En cierta ocasión llevamos a cabo unas transacciones para él sobre el alquiler de unas habitaciones cuando era el Honorable Arthur Holmwood. Si puede usted darme la dirección de su señoría, tendré mucho gusto en consultar a la casa sobre el sujeto y, en todo caso, me comunicaría con su señoría por medio del correo de esta misma noche. Será un placer el facilitarle esos informes a su señoría, si es que podemos apartarnos en este caso de las reglas de conducta de esta casa.

Deseaba hacerme una amistad, no buscarme un enemigo, de modo que le di las gracias, le entregué la dirección de la casa del doctor Seward y me fui. Era ya de noche y me sentía cansado y hambriento. Tomé una taza de té en la Aerated Bread Company y regresé a Purfleet en tren.

Encontré a todos los otros en la casa. Mina tenía aspecto pálido y cansado, pero hizo un valeroso esfuerzo para parecer amable y animosa: me dolía pensar que había tenido que ocultarle algo y que de ese modo la había inquietado. Gracias a Dios, sería la última noche que tendría que estar cerca sin asistir a nuestras conferencias, creyendo en cierto modo que no era merecedora de nuestra confianza. Necesité todo mi valor para mantenerla realmente alejada de todo lo relativo a nuestro horrible trabajo. Parece estar en cierto modo más hecha a la idea, o el sujeto se le ha hecho repugnante, puesto que cada vez que se hace alguna alusión accidental a ese tema, se estremece verdaderamente. Me alegro de que hayamos tomado nuestra resolución a tiempo, puesto que con sentimientos semejantes, nuestros conocimientos cada vez mayores serían una verdadera tortura para ella.

No podía hablarles a los demás de los descubrimientos que había efectuado durante el día en tanto no estuviéramos solos. Así, después de la cena, y de un pequeño intermedio musical que sirvió para guardar las apariencias, incluso para nosotros mismos, conduje a Mina a su habitación y la dejé que se acostara. Mi adorable esposa fue más cariñosa conmigo que nunca y me abrazó como si deseara retenerme, pero había mucho de qué hablar y tuve que dejarla sola. Gracias a Dios, el haber dejado de contarnos todas las cosas, no había hecho que cambiaran las cosas entre nosotros.

Cuando bajé otra vez encontré a todos sentados en torno al fuego, en el estudio.

En el tren había escrito en mi diario todo lo relativo a mis descubrimientos del día, y me limité a leerles lo que había escrito, como el mejor medio posible en que pudieran enterarse de los informes que había obtenido. Cuando terminé, van Helsing dijo:

–Ha tenido usted un magnífico día de trabajo, amigo Jonathan. Indudablemente, estamos sobre la pista de las cajas que faltan. Si encontramos todas en esa casa, entonces, nuestro trabajo se acerca a su final. Pero, si falta todavía alguna de ellas, tendremos que buscarla hasta que la encontremos. Entonces daremos el golpe final y haremos que el monstruo muera verdaderamente.

Permanecimos todos sentados en silencio y, de pronto, el señor Morris dijo:

–¡Digan! ¿Cómo vamos a poder entrar a esa casa?

–Lo mismo que como lo hicimos en la otra -dijo lord Godalming rápidamente.

–Pero, Art, entramos por efracción en Carfax; pero era de noche y teníamos el parque que nos ocultaba a las miradas indiscretas. Sería algo muy diferente el cometer ese delito en Piccadilly, tanto de noche como de día. Confieso que no veo cómo vamos a poder entrar, a no ser que ese pedante de la agencia inmobiliaria nos consiga alguna llave.

Lord Godalming frunció el ceño, se puso en pie y se paseó por la habitación. De pronto se detuvo y dijo, volviéndose hacia nosotros y mirándonos uno por uno:

–Quincey tiene razón. Este asunto de las entradas por efracción se hace muy serio; nos salió muy bien una vez, pero el trabajo que tenemos ahora entre manos es muy diferente…, a menos que encontremos el llavero del conde.

Como no podíamos hacer nada antes de la mañana y como era aconsejable que lord Godalming esperara hasta recibir la comunicación de Mitchell's, decidimos no dar ningún paso hasta la hora del desayuno. Durante un buen rato, permanecimos sentados, fumando, discutiendo todas las facetas del asunto, visto desde diferentes ángulos; aproveché la oportunidad de completar este diario y ponerlo al corriente hasta este preciso instante. Tengo mucho sueño y debo ir a acostarme…

Sólo una línea más. Mina duerme profundamente y su respiración es regular. Tiene la frente surcada de pequeñas arrugas, como si incluso dormida estuviera pensando. Está todavía muy pálida, pero no tan macilenta como esta mañana. Mañana espero que podremos poner fin a todo esto; se irá a nuestra casa de Exéter. ¡Oh! ¡Qué sueño tengo!

Del diario del doctor Seward

1 de octubre. Estoy absolutamente asombrado por lo de Renfield. Sus saltos de humor son tan repentinos, que tengo dificultades para poder registrarlos y adaptarme a ellos, y como siempre tienen un significado que va más allá de su propio bienestar, forman un estudio más que interesante. Esta mañana, cuando fui a verlo, después de que hubo rechazado a van Helsing, sus modales eran los de un hombre que estaba dirigiendo al destino. En efecto, estaba dándole órdenes al destino, subjetivamente. No se preocupaba en absoluto por ninguna de las cosas terrenales; estaba en las nubes y miraba desde su atalaya a todas las flaquezas y deseos de nosotros, los pobres mortales.

Decidí aprovecharme de la ocasión y aprender algo, de modo que le pregunté:

–¿Qué me dice usted de las moscas en estos últimos tiempos?

Me sonrió con aire muy superior…, con una sonrisa como la que hubiera podido aparecer en el rostro de Malvolio, antes de responderme:

–La mosca, mi querido señor, tiene una característica sorprendente: sus alas son típicas del carácter aéreo de las facultades psíquicas. ¡Los antiguos tuvieron razón cuando representaron el alma en forma de mariposa!

Pensé agotar su analogía, y dije rápidamente:

–¡Oh! ¿Está usted buscando un alma ahora?

Su locura envolvió a la razón y una expresión de asombro se extendió sobre su rostro al tiempo que, sacudiendo la cabeza con una energía que no le había visto nunca antes, dijo:

–¡Oh, no, no! No quiero almas. Todo lo que quiero es vida -su rostro se iluminó en ese momento-. Siento una gran indiferencia sobre eso en la actualidad. La vida está muy bien: tengo toda la que necesito. Tiene que buscarse usted otro paciente, doctor, si es que desea estudiar la zoofagia.

Esa salida me sorprendió un poco, por lo cual le dije:

–Entonces, usted dirige la vida; debe ser usted un dios, ¿no es así?

Sonrió con una especie de superioridad benigna e inefable.

–¡Oh, no! No entra en mis cálculos, de ninguna manera, el arrogarme los atributos de la divinidad. Ni siquiera me interesan sus actos especialmente espirituales. ¡Si me es posible establecer cuál es mi posición intelectual, diría que estoy, en lo referente a las cosas puramente terrenales, en cierto modo en la posición que ocupaba Enoch espiritualmente!

Eso representaba para mí un problema difícil, no lograba recordar en ese momento cuál había sido la posición de Enoch. Por consiguiente, tuve que hacerle una pregunta simple, aunque comprendí que, al hacerlo, me estaba rebajando ante los ojos del lunático…

–¿Y por qué se compara con Enoch?

–Porque andaba con Dios.

No comprendí la analogía, pero no me agradaba reconocerlo, de modo que volví al tema que ya había negado:

–De modo que no le preocupa la vida y no quiere almas, ¿por qué?

Le hice la pregunta rápidamente y con bastante sequedad, con el fin de ver si me era posible desconcertarlo.

El esfuerzo dio resultado y por espacio de un instante se tranquilizó y volvió a sus antiguos modales serviles, se inclinó ante mí y me aduló servilmente, al tiempo que respondía:

–No quiero almas. ¡Es cierto! ¡Es cierto! No quiero. No me servirían de nada si las tuviera; no tendría modo de usarlas. No podría comérmelas o…

Guardó silencio repentinamente y la antigua expresión de astucia volvió a extenderse sobre su rostro, como cuando un viento fuerte riza la superficie de las aguas.

–Escuche, doctor, en cuanto a la vida, ¿qué es después de todo? Cuando ha obtenido todo lo necesario y sabe que nunca deseará otra cosa, eso es todo. Tengo amigos, buenos amigos, como usted, doctor Seward -esto lo dijo con una expresión de indecible astucia-. ¡Sé que nunca me faltarán los medios de vida!

Creo que entre las brumas de su locura vio en mí cierto antagonismo, puesto que, finalmente, retrocedió al abrigo de sus iguales…, al más profundo y obstinado silencio.

Al cabo de poco tiempo, comprendí que por el momento era inútil tratar de hablar con él. Estaba enfurruñado. De modo que lo dejé solo y me fui.

Más tarde, en el curso del día, me mandó llamar. Ordinariamente no hubiera ido a visitarlo sin razones especiales, pero en este momento estoy tan interesado en él que me veo contento de hacer ese pequeño esfuerzo. Además, me alegró tener algo que me ayude a pasar el tiempo. Harker está fuera, siguiendo pistas; y también Quincey y lord Godalming. Van Helsing está en mi estudio, examinando cuidadosamente los registros preparados por los Harker; parece creer que por medio de un conocimiento exacto de todos los detalles es posible que llegue a encontrar algún indicio importante. No desea que lo molesten mientras trabaja, a no ser por algún motivo especial. Pude hacer que me acompañara a ver al paciente, pero pensé que después de haber sido rechazado como lo había sido, no le agradaría ya ir a verlo. Además, había otra razón: Renfield no hablaría con tanta libertad ante una tercera persona como lo haría estando solos él y yo.

Lo encontré sentado en la silla, en el centro de su habitación, en una postura que indica generalmente cierta energía mental de su parte. Cuando entré, dijo inmediatamente, como si la pregunta le hubiera estado quemando los labios:

–¿Qué me dice de las almas?

Era evidente que mi aplazamiento había sido correcto. Los pensamientos inconscientes llevaban a cabo su trabajo, incluso en el caso de los lunáticos. Decidí acabar con aquel asunto.

–¿Qué me dice de ellas usted mismo? – inquirí.

Renfield no respondió por el momento y miró en torno suyo, arriba y abajo, como si esperara obtener alguna inspiración para responder.

–¡No quiero almas! – dijo en tono débil y como de excusa.

El asunto parecía ocupar su mente y decidí aprovecharme de ello… a ser "cruel sólo para ser bueno". De modo que le dije:

–A usted le gusta la vida, ¿quiere la vida?

–¡Oh, sí! Pero, eso ya está bien. ¡No necesita usted preocuparse por eso!

–Pero -inquirí-, ¿cómo vamos a obtener la vida sin obtener el alma al mismo tiempo?

Eso pareció sorprenderlo, de modo que desarrollé la idea:

–Pasará usted un tiempo muy divertido cuando salga de aquí, con las almas de todas las moscas, arañas, pájaros y gatos, zumbando, retorciéndose y maullando en torno suyo. Les ha quitado usted las vidas y debe saber qué hacer con sus almas.

Algo pareció afectar su imaginación, ya que se cubrió los oídos con los dedos y cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como lo hace un niño cuando le están lavando la cara con jabón. Había algo patético en él que me emocionó; asimismo, recibí una lección, puesto que me parecía que había un niño frente a mí…, solamente un niño, aunque sus rasgos faciales reflejaban el cansancio y la barba que aparecía sobre sus mejillas era blanca. Era evidente que estaba sufriendo algún proceso de desarreglo mental y, sabiendo cómo sus estados anímicos anteriores parecían haber interpretado cosas que eran aparentemente extrañas para él, creí conveniente introducirme en sus pensamientos tanto como fuera posible, para acompañarlo. El primer paso era el de volver a ganarme su confianza, de modo que le pregunté, hablando con mucha fuerza, para que pudiera oírme, a pesar de que tenía los oídos cubiertos:

–¿Quiere usted un poco de azúcar para volver a atraer a sus moscas?

Pareció despertarse de pronto y movió la cabeza. Con una carcajada, dijo:

–¡No! ¡las moscas son de poca importancia, después de todo! – hizo una ligera pausa, y añadió -: Pero, de todos modos, no quiero que sus almas me anden zumbando en los oídos.

–¿O las arañas? – continué diciendo.

–¡No quiero arañas! ¿Para qué sirven las arañas? No tienen nada para comer o… -guardó silencio repentinamente, como si se acordara de algún tópico prohibido.

"¡Vaya, vaya!", me dije para mis adentros. "Es la segunda vez que se detiene repentinamente ante la palabra, ¿qué significa esto?"

Renfield se dio cuenta de que había cometido un error, ya que se apresuró a continuar, como para distraer mi atención e impedir que me fijara en ello.

–No tengo ningún interés en absoluto en esos animales. "Ratas, ratones y otros animales semejantes", como dice Shakespeare. Puede decirse que no tienen importancia. Ya he sobrepasado todas esas tonterías. Sería lo mismo que le pidiera usted a un hombre que comiera moléculas con palillos, que el tratar de interesarme en los carnívoros, cuando sé lo que me espera.

–Ya comprendo -le dije-. Desea usted animales grandes en los que poder clavar sus dientes, ¿no es así? ¿Qué le parecería un elefante para su desayuno?

–¡Está usted diciendo tonterías absolutamente ridículas!

Se estaba despertando mucho, de modo que me dispuse a ahondar un poco más el asunto.

–Me pregunto -le dije, pensativamente- a qué se parece el alma de un elefante.

Obtuve el efecto que deseaba, ya que volvió a bajar de las alturas y a convertirse en un niño.

–¡No quiero el alma de un elefante, ni ningún alma en absoluto! – dijo.

Durante unos momentos, permaneció sentado, como abatido. Repentinamente se puso en pie, con los ojos brillantes y todos los signos de una gran excitación cerebral.

–¡Váyase al infierno con sus almas! – gritó-. ¿Por qué me molesta con sus almas? ¿Cree que no tengo ya bastante con qué preocuparme, sufrir y distraerme, sin pensar en las almas?

Tenía un aspecto tan hostil que pensé que se disponía a llevar a cabo otro ataque homicida, de modo que hice sonar mi silbato. Sin embargo, en el momento en que lo hice se calmó y dijo, en tono de excusa:

–Perdóneme, doctor; perdí el control. No necesita usted ayuda de ninguna especie. Estoy tan preocupado que me irrito con facilidad. Si conociera usted el problema al que tengo que enfrentarme y al que tengo que buscar una solución, me tendría lástima, me toleraría y me excusaría. Le ruego que no me metan en una camisa de fuerza. Deseo reflexionar y no puedo hacerlo cuando tengo el cuerpo atado. ¡Estoy seguro de que usted lo comprenderá!

Era evidente que tenía autodominio, de modo que cuando llegaron los asistentes les dije que podían retirarse. Renfield los observó, mientras se alejaban; cuando cerraron la puerta, dijo, con una considerable dignidad y dulzura:

–Doctor Seward, ha sido usted muy considerado conmigo. ¡Créame que le estoy muy agradecido!

Creí que sería conveniente dejarlo en ese momento y me fui. Hay desde luego algo en que pensar respecto al estado de ese hombre. Varios puntos parecen formar lo que los periodistas americanos llaman "una historia", tan sólo es preciso ponerlos en orden. Vamos a intentarlo.

No desea mencionar la palabra "beber".

Teme el sentirse cargado con el "alma" de algo.

No tiene miedo de pensar en la "vida" en el futuro.

Desprecia todas las formas inferiores de vida, aunque teme ser atormentado por sus almas.

¡Lógicamente, todos esos puntos indican algo! Tiene la seguridad, en cierto modo, de que llegará a adquirir cierta forma de vida superior. Teme la consecuencia…, la carga de un alma. Por consiguiente, ¡es una vida humana la que está buscando! ¿En cuanto a la seguridad…? ¡Gran Dios! ¡El conde ha estado con él y se prepara algún otro tremendo horror!

Más tarde. He ido a ver a van Helsing después de terminar mi ronda y le he comunicado mis sospechas. Se puso muy serio y, después de reflexionar en ello por un momento, me pidió que lo llevara a ver a Renfield. Así lo hice.

Cuando llegamos junto a la puerta de la habitación del alienado, oímos que estaba cantando al interior con mucha alegría, como acostumbraba hacerlo en una época que parecía encontrarse ya muy atrás. Al entrar vimos que había extendido el azúcar, como acostumbraba hacerlo antes, y que las moscas, sumidas en el letargo del otoño, comenzaban ya a zumbar en la habitación. Tratamos de hacerlo hablar sobre el sujeto de nuestra conversación anterior, pero se negó a prestarnos atención. Continuó cantando, tal y como si no estuviéramos con él en absoluto. Había conseguido un pedazo de papel y lo estaba doblando, al interior de una libreta de notas. Tuvimos que irnos, sin haber aprendido nada nuevo.

Es realmente un caso curioso. Tendremos que vigilarlo esta noche.

Carta de Mitchell, Sons Candy a

lord Godalming

1 de octubre

“Su señoría:

"Estamos siempre muy bien dispuestos a satisfacerlo en sus deseos. Estamos en condiciones, con respecto a los deseos de Su Señoría, expresados por el señor Harker de parte de usted, de darle los informes requeridos sobre el número trescientos cuarenta y siete de Piccadilly. Los vendedores originales son los herederos del difunto señor Archibald Winter Suffield. El comprador es un noble extranjero, el conde de Ville, que efectuó personalmente la compra, pagando al contado el precio estipulado, si Su Señoría nos excusa el empleo de una expresión tan sumamente vulgar. Aparte de esto, no conocemos absolutamente nada más respecto al mencionado conde.

"Somos, señor, los más humildes servidores de Su Señoría,

"MITCHEL, SONS CANDY "

Del diario del doctor Seward