La vecindad de Hampstead está de momento siendo acosada por una serie de sucesos que parecen correr en líneas paralelas con aquellos que fueron conocidos por los escritores de titulares como "El horror de Kensington", o "La Asesina del Puñal", o "La Mujer de Negro". Durante los últimos dos o tres días han acontecido varios casos de pequeños niños que vagabundean de su hogar o se olvidan de regresar de su juego en el Brezal. En todos estos casos los niños han sido demasiado pequeños como para poder dar adecuadamente una explicación inteligible de lo sucedido, pero el consenso de sus culpas es que han estado con la "dama fanfarrona". Siempre ha sido tarde por la noche cuando se ha notado su ausencia, y en dos ocasiones los niños no han sido encontrados sino hasta temprano a la mañana siguiente. En el vecindario se supone generalmente que, como el primer niño perdido dio como su razón de haberse ausentado que una "dama fanfarrona" le había pedido que se fuera con ella a dar un paseo, los otros han recogido la frase y la han usado en su debida ocasión. Esto es tanto más natural cuanto el juego favorito de los pequeñuelos es actualmente atraerse unos a otros mediante engaños. Un corresponsal nos escribe que ver a los chiquilines pretendiendo ser la "dama fanfarrona", es verdaderamente divertido. Dice que algunos de nuestros caricaturistas debieran tomar una lección en ironía de lo grotesco comparando la realidad y el teatro. Sólo es de acuerdo con los principios generales de la naturaleza humana que la "dama fanfarrona" deba ser el papel popular en estas representaciones al fresco. Nuestro corresponsal dice ingenuamente que ni Ellen Terry podría ser tan felizmente atractivo como pretenden ser algunos de estos pequeñuelos de cara arrugada, e incluso se imaginan que son.

Sin embargo, posiblemente hay un lado serio de la cuestión, pues algunos de los niños, de hecho todos los que han sido perdidos durante la noche, han estado ligeramente rasgados o heridos en la garganta. Las heridas parecen tales que pudieran haber sido hechas por una rata o un pequeño perro, y aunque individualmente carecen de mucha importancia, tienden a mostrar que cualquiera que sea el animal que las causa, tiene un sistema o método propio. La policía del lugar ha sido instruida para que mantenga una aguda vigilancia sobre niños vagabundos, especialmente si son muy jóvenes, en los alrededores y dentro del Brezal de Hampstead, y también por cualquier perro vagabundo que ande en los alrededores.

“Gaceta de Westminster”. 25 de

septiembre

Extra Especial

EL HORROR DE HAMPSTEAD OTRO

NIÑO HERIDO

La "Dama Fanfarrona"

Acabamos de recibir noticias de que otro niño perdido anoche, sólo pudo ser encontrado tarde esta mañana bajo un arbusto de retama en el lado de Shooter's Hill del Brezal de Hampstead, que es, tal vez, menos frecuentado que las otras partes. Tenía las mismas diminutas heridas en la garganta que han sido notadas en otros casos. Estaba terriblemente débil y parecía bastante extenuado. También él, cuando se hubo recuperado parcialmente, tuvo la misma historia de haber sido engañado a irse por la "dama fanfarrona".

XIV.– DEL DIARIO DE MINA

HARKER

23 de septiembre. Jonathan ha mejorado después de una mala noche. Estoy contenta de que tenga bastante trabajo que hacer, pues eso le mantiene la mente alejada de cosas terribles; y, ¡oh, estoy feliz de que ahora ya no esté abrumado por la responsabilidad de su nueva posición! Yo sabía que sería fiel a sí mismo, y ahora estoy orgullosa de ver a mi Jonathan elevándose hasta las alturas de su avanzada posición y manteniendo el paso en toda forma con los deberes que recaen sobre él. Estará fuera de casa todo el día hasta tarde, pues dijo que no regresaría a la hora de comer. He terminado mis quehaceres domésticos, por lo que tomaré su diario extranjero y me encerraré en mi cuarto para leerlo…

24 de septiembre. No tuve ánimos de escribir anoche; ese terrible registro de Jonathan me sobresaltó. ¡Pobre querido mío!, cómo debe haber sufrido, sea verdad o sólo su imaginación. Me pregunto si hay alguna verdad en todo eso. ¿Tuvo primero la fiebre cerebral y luego escribió todas esas cosas terribles, o había otra causa para todo ello? Supongo que nunca lo sabré, pues no me atrevo a abrir conversación sobre el tema con él… ¡Y sin embargo, ese hombre que vio ayer! Parecía estar bastante seguro de él…

¡Pobre Jonathan! Supongo que fue el funeral lo que le intranquilizó y envió su mente de regreso en una cadena de pensamientos… Él mismo lo cree todo. Recuerdo cómo en nuestro día de casamiento dijo: "A menos que algún solemne deber caiga sobre mí para hacerme regresar a las amargas horas, dormido o despierto, loco o cuerdo." Parece haber a través de esto un hilo de continuidad… Ese terrible conde iba a venir a Londres… Si así fuera y viniera a Londres, con sus prolíficos millones… Puede haber un deber solemne; y si llega ese deber no debemos encogernos ante él… Yo estaré preparada. Tomaré mi máquina de escribir en este mismo momento y comenzaré la transcripción. Entonces estaremos listos para otros ojos si es necesario. Y si así se quiere, entonces, tal vez, si estoy lista, el pobre Jonathan no necesita sobresaltarse, pues yo puedo hablar por él y no dejar nunca que se moleste o preocupe por el asunto para nada. Si alguna vez, Jonathan se sobrepone a su nerviosismo, puede ser que quiera decirme todo, y yo puedo hacerle preguntas y averiguar las cosas, y ver cómo puedo consolarlo.

Carta de van Helsing a la señora

Harker

24 de septiembre (Confidencial)

“Querida señora:

"Le ruego que perdone que le escriba, ya que soy un amigo tan lejano, y que le envié las malas noticias de la muerte de la señorita Lucy Westenra. Por la bondad de lord Godalming, tengo poder para leer sus cartas y papeles, pues estoy profundamente interesado en ciertos asuntos vitalmente importantes. En ellos encuentro algunas cartas de usted, que muestran cuán gran amiga era usted de ella y cómo la quería. ¡Oh, señora Mina, por ese amor yo le imploro que me ayude! Por el bien de otros le pido, para evitar mucho mal, y para evitar muchos y muy terribles trastornos que pueden ser mucho mayores de lo que usted se imagina, ¿me concedería usted una entrevista? Puede usted confiar en mí. Soy amigo del doctor John Seward y de lord Godalming (ese era el Arthur de la señorita Lucy). De momento debo guardar estricta reserva. Yo acudiría a Exéter a verla a usted inmediatamente si usted me dice que puedo tener el honor de verla, y dónde y cómo. Señora, le imploro perdón. He leído sus cartas para la pobre Lucy, y sé cuán buena es usted y cómo sufre su marido; por eso le ruego, si puede ser, no le diga nada a él, pues pudiera causarle daño. Otra vez le pido perdón y quedo de usted, respetuosamente,

VAN HELSING "

Telegrama de la señora Harker al

doctor van Helsing

25 de septiembre. Venga hoy tren cuarto pasadas las diez si puede alcanzarlo.

Puedo recibirlo en cualquier momento que usted llegue.

WILLHELMINA HARKER

Del diario de Mina Harker

25 de septiembre. No puedo evitar sentirme terriblemente ansiosa a medida que se acerca la hora de la visita del doctor van Helsing, pues espero que me iluminará sobre la triste experiencia de Jonathan; y como él ha atendido a la pobre Lucy en su última enfermedad, me puede contar muchas cosas acerca de ella. Esa es la razón por la que viene; es debido a Lucy y a su sonambulismo, y no acerca de Jonathan. ¡Entonces nunca sabré la verdadera realidad! ¡Qué tonta soy! Ese horroroso diario se apodera de mi imaginación y tiñe todo con algo de su propio color. Por supuesto que es algo acerca de Lucy. La enfermedad le volvió a la pobrecita, y la terrible noche en el acantilado debe haberla enfermado. Debido a todos los asuntos que tengo entre manos, ya casi había olvidado cómo había estado enferma después. Ella debe haberle contado a él su aventura de sonámbula en el acantilado, y que yo sabía todo acerca de ello; y ahora él quiere que yo le diga lo que sé, de manera que él pueda entenderlo.

Espero haber obrado bien al no decirle nada a la señora Westenra; nunca me podría perdonar a mí misma si algún acto mío, aunque fuese por descuido, le hubiese causado daño a mi pobre Lucy. Espero, también, que el doctor van Helsing no me culpe a mí; he tenido tantos problemas y tanta ansiedad últimamente, que siento no poder soportar más de momento.

Supongo que a todos nos hace bien llorar de vez en cuando… Las lágrimas limpian el ambiente, así como la lluvia. Tal vez fue la lectura del diario de ayer lo que me inquietó, y luego Jonathan se fue hoy por la mañana para no regresar durante un día entero y la noche, siendo esta la primera vez que nos separamos desde nuestro casamiento. Realmente espero que mi amado esposo pueda cuidarse, y que no ocurra nada que lo intranquilice. Son las dos de la tarde, y el doctor estará por llegar. No le diré nada del diario de Jonathan, a menos que él me lo pregunte. Celebro ahora haber pasado a máquina mi diario, para que, en caso de que me pregunte algo sobre Lucy, yo pueda entregárselo a él; eso ahorrará muchas preguntas.

Más tarde. Ha venido, y ya se fue. ¡Oh, qué encuentro más extraño, y cómo hace que todo gire en mi cabeza! Me siento como si estuviera en un sueño. ¿Puede ser todo posible, o siquiera parte de ello? Si yo no hubiese leído primero el diario de Jonathan, jamás habría aceptado ni siquiera una posibilidad… ¡Pobre, pobre querido Jonathan! ¡Cómo debe haber sufrido! Quiera Dios que todo esto no lo vuelva a intranquilizar. Yo trataré de salvarlo de ello, pero incluso puede ser un consuelo o ayuda para él, aunque sea muy terrible y horroroso en sus consecuencias, el saber con certeza que sus ojos, sus oídos y su cerebro no lo engañaron, y que todo es realidad.

Puede ser que sea la duda la que lo inquiete; que cuando la duda termine, independientemente de la verdad, vigilia o sueño, estará más satisfecho y más capaz de soportar la impresión. El doctor van Helsing debe ser un hombre bueno y además inteligente, si es amigo de Arthur y del doctor Seward, y si ellos lo trajeron de Holanda sólo para que cuidara a Lucy. Tengo la impresión, después de haberlo visto, de que es bueno, amable y noble. Cuando regrese mañana, le preguntaré acerca de Jonathan; y entonces, ojalá que toda esta tristeza y ansiedad nos conduzca a un desenlace feliz. Yo solía pensar que me gustaban las entrevistas; el amigo de Jonathan en Las Noticias de Exéter le dijo que la memoria era todo en un trabajo como ese; que uno debe ser capaz de escribir exactamente casi todas las palabras que se dicen, aunque posteriormente se tenga que refinar algo. Esta fue una entrevista rara; trataré de registrarla verbatim.

Eran las dos y media de la tarde cuando llamaron a la puerta. Hice de tripas corazón, y esperé. Poco después Mary abrió la puerta y anunció: "El doctor van Helsing."

Me puse en pie e hice una inclinación de cabeza y él se acercó a mí; es un hombre de peso medio, fornido, de hombros echados hacia atrás, pecho amplio y profundo y el cuello bien asentado sobre el tronco tal como la cabeza sobre el cuello. Su cabeza me impresionó inmediatamente como indicativa de fuerza de pensamiento e inteligencia; la cabeza es noble, de regular tamaño, amplia, y ancha detrás de las orejas.

El rostro, afeitado, muestra un mentón duro y cuadrado, una boca larga, resuelta e inquieta, una nariz de tamaño regular, más bien recta, pero con ventanas muy sensibles, que parecen dilatarse a medida que caen las espesas cejas y que se aprieta la boca. La frente es amplia y fina, levantándose al principio casi recta y luego echándose hacia atrás sobre dos protuberancias muy separadas; es una frente en la que el pelo rojizo no puede caer sobre ella, sino que naturalmente cae hacia atrás o hacia los lados. Los ojos azul oscuro están muy separados, y son rápidos y tiernos o serios, según el estado de ánimo del hombre. Me dijo:

–¿La señora Harker?

Incliné la cabeza, asintiendo.

–¿Fue usted la señorita Mina Murray?

Asentí nuevamente.

–Es a Mina Murray a quien vengo a ver; a la que fue amiga de la infortunada, querida Lucy Westenra. Señora Mina, en nombre de la muerta vengo.

–Caballero -dije yo-, no puede usted tener mejor carta de presentación que haber sido amigo y médico de Lucy Westenra.

Y le extendí la mano. Él la tomó y dijo tiernamente:

–¡Oh, señora Mina!, yo sé que la amiga de esa pobre muchachita debe ser buena, pero todavía tenía que saber…

Terminó su discurso haciendo una reverencia cortés. Yo le pregunté para qué me quería ver, por lo que él comenzó de inmediato:

–He leído sus cartas a la señorita Lucy. Perdóneme, pero yo tenía que comenzar las investigaciones en algún lado, y no había nadie a quien preguntar. Sé que usted estuvo con ella en Whitby. Ella algunas veces llevó un diario, no necesita usted mirar sorprendida, señora Mina; lo comenzó después de que usted se hubo venido y era una imitación del suyo, y en ese diario ella rastrea por inferencia ciertas cosas relacionadas con un sonambulismo, y anota que usted la salvó. Con gran perplejidad entonces yo vengo a usted, y le pido, abusando de su mucha amabilidad, que me diga todo lo que pueda recordar acerca de eso.

–Creo que le puedo decir a usted, doctor van Helsing, todo lo que sucedió.

–¡Ah! ¡Entonces usted tiene buena memoria para los hechos, para los detalles! No siempre sucede lo mismo con todas las jóvenes.

–No, doctor, pero sucede que escribí todo lo que sucedía. Puedo mostrárselo, si usted quiere.

–¡Oh, señora Mina, se lo agradezco mucho! Me honrará y me ayudará usted muchísimo.

No pude evitar la tentación de hacerle una broma; supongo que ese es el gusto de la manzana original que todavía permanece en nosotras, de tal manera que le entregué el diario estenográfico. Él lo tomó, haciendo una reverencia de agradecimiento, y me dijo:

–¿Puedo leerlo?

–Si usted quiere -le respondí, tan modestamente como pude.

Él lo abrió y durante un instante su rostro se fijó en el papel. Luego se puso en pie e hizo una reverencia.

–¡Oh, usted es una mujer muy lista! – me dijo él-. Desde hace tiempo sabía que el señor Jonathan era un hombre de muchos merecimientos; pero vea, su mujer no le va a la zaga. ¿Y no me haría usted el honor de ayudarme a leer esto? ¡Ay! No sé taquigrafía.

Para aquel tiempo, ya mi broma había pasado, y me sentí casi avergonzada; de manera que tomé la copia mecanográfica de mi cesto de costura, y se la entregué

–Perdóneme -le dije-, no pude evitarlo; pero yo había estado pensando que era algo acerca de la querida Lucy que usted deseaba preguntarme, y para que usted no tenga que esperar mucho tiempo, no de mi parte, sino porque yo sé que el tiempo debe ser precioso para usted, he sacado una copia de esto a máquina para usted.

La tomó, y sus ojos brillaron.

–Es usted muy amable -dijo-. ¿Puedo leerlo ahora? Quizá me gustaría hacerle unas preguntas después de haberlo leído.

–No faltaba más -le dije yo-, léalo todo mientras yo ordeno la comida; y luego me puede usted preguntar lo que quiera, mientras comemos.

Hizo una reverencia y se acomodó en una silla, de espaldas a la luz, y se absorbió en los papeles, mientras yo iba a ver cómo estaba la comida, principalmente para dejarlo leer a sus anchas. Cuando regresé lo encontré caminando rápidamente de uno a otro lado del cuarto, con el rostro todo encendido de emoción. Se dirigió rápidamente hacia mí y me tomó ambas manos.

–¡Oh, señora Mina! – me dijo-, ¿cómo puedo decirle lo que le debo? Este papel es claro como el sol. Me abre las puertas. Estoy aturdido, deslumbrado por tanta luz, y sin embargo, unas nubes rondan siempre detrás de la luz. Pero eso usted no lo comprende; no lo puede comprender. ¡Oh! Pero le estoy muy agradecido. Es usted una mujer muy lista. Señora agregó esta vez con tono solemne-, si alguna vez Abraham van Helsing puede hacer algo por usted o los suyos, espero que usted me lo comunique. Será un verdadero placer y una dicha si puedo servirla a usted como amigo; como amigo, pero con todo lo que he sabido, todo lo que puedo hacer, para usted y los que usted ama. Hay oscuridades en la vida y hay claridades; usted es una de esas luces. Usted tendrá una vida feliz y una vida buena, y su marido será bendecido en usted.

–Pero, doctor, usted me alaba demasiado, y no me conoce.

–¡No la conozco…! Yo, que ya soy un viejo, y toda mi vida he estudiado a hombres y mujeres; yo, que he hecho del cerebro y de todo lo que con él se relaciona y de todo lo que surge de él, mi especialidad. Y he leído su diario, que usted tan bondadosamente ha escrito para mí, y que respira en cada línea veracidad. Yo, que he leído su carta tan dulce para la pobre Lucy contándole de su casamiento y confiándole sus cuitas. ¡Cómo no la voy a conocer! ¡Oh! señora Mina, las buenas mujeres dicen toda su vida, y día a día, hora por hora y minuto a minuto, muchas cosas que los ángeles pueden leer; y nosotros los hombres que deseamos saber tenemos dentro algo de ojos de ángel. Su marido es de muy noble índole, y usted también es noble, pues confía, y la confianza no puede existir donde hay almas mezquinas. Y su marido, dígame, ¿está bien? ¿Ya cesó la fiebre, y está fuerte y contento?

Aquí vi yo una oportunidad para consultarlo acerca de Jonathan, por lo que dije:

–Ya casi se había alentado, pero se ha puesto muy inquieto por la muerte del señor Hawkins.

El médico me interrumpió:

–¡Oh, sí! Ya lo sé. Leí sus últimas dos cartas.

Yo continué:

–Supongo que esto lo puso nervioso, pues cuando estuvimos el jueves en la ciudad sufrió una especie de impresión.

–¡Un susto, y después de la fiebre cerebral tan cercana! Eso no es bueno. ¿Qué clase de susto fue?

–Pensó que vio a alguien que le recordaba cosas terribles; acontecimientos que le causaron la fiebre cerebral.

Y al decir aquello toda la historia pareció sobrecogerme repentinamente. La lástima por Jonathan, el horror que había experimentado, todo el aterrador misterio de su diario, y el temor que me había estado rondando desde entonces, todo se me representó en tumulto. Supongo que yo estaba histérica, pues caí de rodillas y levanté mis dos manos hacia él, implorándole que curara a mi marido y lo dejara sano otra vez.

Él me tomó de las manos y me levantó, y me hizo sentarme en el sofá, sentándose él a mi lado; me sujetó las manos en las suyas, y me dijo con una indecible ternura:

–Mi vida es yerma y solitaria, y tan llena de trabajo que no he tenido mucho tiempo para la amistad, pero desde que he sido llamado aquí por mi amigo John Seward he llegado a conocer a tanta gente buena, y he visto tanta nobleza que siento más que nunca, y esto ha ido creciendo al avanzar mis años, la soledad de mi vida. Créame, entonces, que yo vengo aquí lleno de respeto por usted, y usted me ha dado esperanza… Esperanza, no de lo que yo estoy buscando, sino de que todavía quedan mujeres buenas para hacer la vida feliz… Mujeres buenas, cuyas vidas y cuyas verdades pueden ser buenas lecciones para los hombres del mañana. Estoy muy contento de poderle ser útil a usted, pues si su marido sufre, sufre dentro de los dominios de mis estudios y experiencias. Le prometo a usted que haré con gusto todo lo que pueda por él; todo lo que pueda por hacer su vida más fuerte, y que también la vida de usted sea feliz. Ahora debe usted comer. Está usted agotada y tal vez emocionada. A su esposo no le gustará verla pálida; y lo que no le gusta de la que ama, no es bueno para él. Por lo tanto, por amor a él debe usted comer y sonreír. Ya me lo ha dicho usted todo acerca de Lucy, así es que ahora no hablaremos sobre ello, pues puede molestarla. Me quedaré esta noche en Exéter, pues quiero pensar mucho sobre lo que usted me dijo, y cuando haya pensado le haré a usted preguntas, si me lo permite. Y luego, también me contará usted los problemas de su esposo tanto como pueda, pero todavía no. Ahora debe comer; después hablaremos largo y tendido.

Después de la comida, cuando ya habíamos regresado a la sala, me dijo:

–Y ahora, cuénteme acerca de él.

En el momento en que iba a comenzar a hablarle a este gran hombre, empecé a sentir miedo de que creyese que yo era una tontuela y Jonathan un loco (siendo su diario tan extraordinariamente extraño), y por un momento dudé cómo proseguir. Pero él fue muy dulce y amable, y me había prometido tratar de ayudarme, por lo que tuve confianza en él, y le dije:

–Doctor van Helsing, lo que yo tengo que decirle a usted es muy raro, pero usted no debe reírse de mí ni de mi marido. Desde ayer he estado en una especie de fiebre de incertidumbre; debe tener usted paciencia conmigo, y no creer que soy tonta por haber creído algunas cosas muy raras.

Él me volvió a tranquilizar con sus maneras y sus palabras cuando dijo:

–¡Oh, mi querida amiga!, si usted supiera qué raro es el asunto por el cual yo estoy aquí, entonces sería usted la que reiría. He aprendido a no pensar mal de las creencias de cualquiera, por más extrañas que sean. He tratado de mantener una mente abierta; y no son las cosas ordinarias de la vida las que pueden cerrarla, sino las cosas extrañas; las cosas extraordinarias, las cosas que lo hacen dudar a uno si son locura o realidad.

–¡Gracias, gracias, mil veces gracias! Me ha quitado usted un peso de la mente. Si usted me lo permite, yo le daré un papel para que lo lea. Es largo, pero lo he mecanografiado. En él está descrito mi problema y el de Jonathan. Es una copia del diario que llevó mientras estuvo fuera del país y de todo lo que sucedió. No me atrevo a decir nada de él. Usted debe leerlo por su cuenta y juzgar. Y después de que lo haya visto, tal vez sea usted tan amable de decirme lo que piensa acerca de él.

–Lo prometo -me dijo, al tiempo que yo le entregaba los papeles-; en la misma mañana, tan pronto como pueda, vendré a verla a usted y a su marido, si me lo permite.

–Jonathan estará aquí a las once y media, y usted debe venir a comer con nosotros y verlo a él entonces; podría usted tomar el tren rápido de las 3:34, que lo dejará en Paddington antes de las ocho.

Se quedó sorprendido sobre mi conocimiento del horario de trenes, pero no sabe que he aprendido de memoria todos los trenes que salen y llegan a Exéter, de manera que pueda ayudarle a Jonathan en caso de que él tenga prisa.

Así es que tomó los papeles consigo y se fue, y yo estoy sentada pensando…

Pensando no sé qué.

Carta (manuscrita) de van Helsing a

la señora Harker

25 de septiembre, 6 de la tarde

"Querida señora Mina:

"He leído el maravilloso diario de su marido. Usted puede dormir sin duda. ¡Extraño y terrible como es, es verdad! Yo podría apostar mi vida a ello. Puede ser peor para otros; pero para usted y él no hay amenaza. Él es un tipo muy noble; y permítame decirle, por la experiencia de hombres, que uno que hiciera como hizo él bajando por la pared y entrando por ese cuarto (¡ay!, y entrando por segunda vez), no es alguien que pueda ser perjudicado permanentemente por una impresión. Su cerebro y su corazón están muy bien; esto lo juro, antes de siquiera haberlo visto; por lo tanto, tranquilícese.

Tendré muchas preguntas que hacerle sobre otras cosas. Estoy muy contento de poder llegar hoy a verlos, pues de golpe he aprendido tantas cosas que otra vez estoy deslumbrado… Deslumbrado más que nunca, y debo pensar.

"Su fiel servidor,

ABRAHAM VAN HELSING "

Carta de la señora Harker al doctor

van Helsing

25 de septiembre, 6:30 p. m.

"Mi querido doctor van Helsing:

"Mil gracias por su amable carta, que me ha quitado un gran peso de la mente. Y sin embargo, a decir verdad, qué cosas más terribles hay en el mundo, y qué cosas más horrorosas si ese hombre, ese monstruo, está realmente en Londres. Temo pensarlo. En estos momentos, mientras escribía, he recibido una llamada de Jonathan, diciéndome que sale de Launceston con el tren de las 6:25 hoy por la noche, y que estará aquí a las 10:18 para que yo no tenga miedo por la noche. Entonces, ¿podría usted en vez, de venir a comer con nosotros mañana, pasar a desayunarse a las ocho de la mañana si no es muy temprano para usted? Si tiene prisa, puede irse con el tren de las 10:30, que lo dejará en Paddington a las 2:35. No me conteste ésta, pues en caso de que no tenga noticias de usted sabré que vendrá a desayunarse con nosotros.

"Quedo de usted, su fiel y agradecida amiga,

MINA HARKER"

Del diario de Jonathan Harker

26 de septiembre. Yo creí que nunca volvería a escribir en este diario, pero ha llegado la hora. Cuando llegué a casa anoche, Mina ya había preparado la cena, y cuando terminamos de cenar me refirió la visita de van Helsing y de que le había entregado a él copias mecanográficas de los dos diarios, y de que había estado muy preocupada por mí. Me mostró que en la carta del doctor se aseguraba que todo lo que yo había escrito era verdad. Me parece que eso ha hecho un nuevo hombre de mí. Lo que verdaderamente me atormentaba era la duda acerca de la realidad de todo el asunto.

Me sentía impotente, en la oscuridad, y desconfiado. Pero ahora, ahora que sé, no le tengo miedo ni siquiera al conde. Ha logrado, a pesar de todo, realizar sus designios de llegar a Londres, y seguramente fue a él a quien vi. Ha rejuvenecido, pero, ¿cómo? Van Helsing es el hombre que puede desenmascararlo y perseguirlo si es como Mina me lo ha descrito. Estuvimos despiertos hasta muy tarde y hablamos sobre todo esto. Mina se está vistiendo y yo iré dentro de unos minutos al hotel, a buscar al doctor.

Creo que se asombró de verme. Cuando entré en la habitación en que se encontraba y me presenté, me tomó por un hombro, volvió mi cabeza hacia la luz, y dijo, después de un detenido escrutinio:

–Pero la señora Mina me dijo que usted estaba enfermo y bajo una fuerte impresión.

Fue muy divertido oír que este anciano de rostro fuerte y amable llamara a mi esposa "señora Mina". Sonreí, y le dije:

-Estaba enfermo, y tuve una fuerte impresión: pero usted ya me curó.

–¿Y cómo?

–Mediante su carta a Mina, anoche. Yo sentía incertidumbre, y entonces todo tomaba un halo de sobrenaturalidad, y yo no sabía en qué confiar; ni siquiera en la evidencia de mis sentidos. No sabiendo en qué confiar, no sabía tampoco qué hacer; y entonces sólo podía mantenerme trabajando en lo que hasta aquí había sido la rutina de mi vida. La rutina cesó de serme útil, y yo desconfié de mí mismo. Doctor, usted no sabe lo que es dudar de todo; incluso de uno mismo. No, usted no lo sabe, usted no podría saberlo con esas cejas que tiene.

Pareció complacido, y rió mientras dijo:

–¡Así es que usted es un fisonomista! Cada hora que pasa aprendo algo más aquí.

Voy a desayunarme con ustedes con mucho gusto, y, ¡oh, señor!, usted permitirá una alabanza de un viejo como yo, pero usted tiene una mujer que es una bendición.

Yo escucharía alabanzas de él para Mina durante un día entero, por lo que simplemente hice un movimiento con la cabeza y guardé silencio.

–Ella es una de las mujeres de Dios, confeccionadas por sus propias manos para mostrarnos a los hombres y a otras mujeres que existe un cielo en donde podemos entrar, y que su luz puede estar aquí en la tierra. Tan veraz, tan dulce, tan noble, tan desinteresada, y eso, permítame decirle a usted, es mucho en esta edad tan escéptica y egoísta. Y usted, señor, he leído todas las cartas para la pobre señorita Lucy, y algunas de ellas hablan de usted, de tal manera que por medio del conocimiento de otros lo conozco a usted desde hace algunos días; pero he conocido su verdadera personalidad desde anoche. Me dará usted su mano, ¿verdad que sí? Y seamos amigos para toda la vida.

Nos estrechamos las manos, y él se comportó tan serio y tan amable que por un momento me sentí sofocado.

–Y ahora -dijo él-, ¿podría pedirle un poco de ayuda más? Tengo que llevar a cabo una gran tarea, y al principio debo saber algo más. En eso me puede ayudar usted. ¿Puede usted decirme qué pasó antes de irse usted a Transilvania? Más tarde puede ser que le pida más ayuda, de diferente índole; pero de momento con esto bastará.

–Mire, un momento, señor -le dije-, ¿lo que usted tiene que hacer está relacionado con el conde?

–Lo está -me dijo solemnemente.

–Entonces estoy con usted en cuerpo y alma. Como va a partir en el tren de las 10: 30 no tendrá usted tiempo para leerlos, pero le traeré el rollo de papeles. Puede llevárselos y leerlos en el tren durante el viaje.

Después del desayuno lo acompañé a la estación. Cuando nos estábamos despidiendo, dijo:

–Tal vez vendrá usted a la ciudad cuando yo lo llame, y traiga también a la señora Mina.

–Ambos llegaremos cuando usted nos lo pida.

Yo le había comprado los periódicos de la mañana y los periódicos de Londres de la noche anterior, mientras hablábamos por la ventanilla del coche, esperando que el tren partiera; él comenzó a hojearlos. Sus ojos parecieron repentinamente captar algo en uno de ellos: La Gaceta de Westminster; yo lo reconocí por el color, y se puso bastante pálido. Leyó algo intensamente murmurando para sí mismo: "¡Mein Gott! ¡Mein Gott! ¡Tan pronto! ¡Tan pronto!" No creo que se acordase de mí en esos momentos. En esos mismos instantes sonó el silbato y el tren arrancó. Esto pareció volverlo en sí, y se inclinó por la ventanilla agitando su mano y gritando: "Recuerdos a la señora Mina; escribiré tan pronto como me sea posible."

Del diario del doctor Seward

26 de septiembre. Verdaderamente no hay cosa que sea definitiva. No ha pasado una semana desde que dije "Finis", y aquí estoy comenzando de nuevo, o más bien, continuando mi antiguo registro. Hasta esta tarde no tenía ningún motivo para pensar en lo que estoy haciendo. Renfield se había vuelto, contra todos los pronósticos, tan cuerdo como siempre. Ya estaba muy adelantado en su negocio de las moscas, y había comenzado en la línea de las arañas; de tal manera que no me había causado ninguna molestia. Recibí una carta de Arthur escrita el domingo, y por el contenido de ella me parece que lo está soportando muy bien. Quincey Morris está con él y eso le ayuda mucho, Pues él mismo es una burbujeante fuente de buen humor. Quincey también me escribió una línea, y por él sé que Arthur está recobrando algo de su antigua animación; por lo que respecta a ellos, pues, mi mente está tranquila. En cuanto a mí mismo, me estaba acomodando en el trabajo con el entusiasmo que solía tener por él, por lo que bien pude haber dicho que la herida causada por la desaparición de la pobre Lucy había comenzado a cicatrizar. Sin embargo, todo se ha vuelto a abrir nuevamente; y cómo irá a terminar, es cosa que sólo Dios sabe. Tengo la vaga impresión de que van Helsing también cree que sabe algo, pero no deja entrever más que lo suficiente para estimular la curiosidad. Ayer fue a Exéter, y se quedó allí por la noche. Regresó hoy, y casi saltó a mi cuarto como a las cinco y media poniendo en mis manos la Gaceta de Westminster de anoche.

–¿Qué piensa usted de eso? – me preguntó, mientras se retiraba y se cruzaba de brazos.

Miré el periódico, pues realmente no sabía qué me quería decir; pero él me lo quitó y señaló unos párrafos acerca de algunos niños que habían sido atraídos con engaños en Hampstead. La noticia no me dio a entender mucho, hasta que llegué a un pasaje donde describía pequeñas heridas de puntos en sus gargantas. Una idea me pasó por la mente, y alcé la vista.

–¿Bien? – dijo él.

–Son como las de la pobre Lucy.

–¿Y qué saca en conclusión de ello?

–Simplemente que hay alguna causa común. Aquello que la hirió a ella los ha herido a ellos.

No comprendí del todo su respuesta.

–Eso es verdad indirectamente, pero no directamente.

–¿Qué quiere decir con eso, profesor? – le pregunté yo. Estaba un tanto inclinado a tomar en broma su seriedad, pues, después de todo, cuatro días de descanso y libertad de la ansiedad horripilante y agotadora, le ayudan a uno a recobrar el buen ánimo. Pero cuando vi su cara, me ensombrecí. Nunca; ni siquiera en medio de nuestra desesperación por la pobre Lucy, había puesto expresión tan seria.

–¿Cómo? – le dije yo-. No puedo aventurar opiniones. No sé qué pensar, y no tengo ningún dato sobre el que fundar una conjetura.

–¿Quiere usted decirme, amigo John, que usted no tiene ninguna sospecha del motivo por el cual murió la pobre Lucy; no la tiene después de todas las pistas dadas, no sólo por los hechos sino también por mí?

–De postración nerviosa, a consecuencia de una gran pérdida o desgaste de sangre.

–¿Y cómo se perdió o gastó la sangre?

Yo moví la cabeza. El maestro se acercó a mí y se sentó a mi lado.

–Usted es un hombre listo, amigo John; y tiene un ingenio agudo, pero tiene también demasiados prejuicios. No deja usted que sus ojos vean y que sus oídos escuchen, y lo que está más allá de su vida cotidiana no le interesa. ¿No piensa usted que hay cosas que no puede comprender, y que sin embargo existen? ¿Qué algunas personas pueden ver cosas y que otras no pueden? Pero hay cosas antiguas y nuevas que no deben contempladas por los ojos de los hombres, porque ellos creen o piensan creer en cosas que otros hombres les han dicho. ¡Ah, es error de nuestra ciencia querer explicarlo todo! Y si no puede explicarlo, dice que no hay nada que explicar. Pero usted ve alrededor de nosotros que cada día crecen nuevas creencias, que se consideran a sí mismas nuevas, y que sin embargo son las antiguas, que pretenden ser jóvenes como las finas damas en la ópera. Yo supongo que usted no cree en la transferencia corporal. ¿No? Ni en la materialización. ¿No? Ni en los cuerpos astrales. ¿No? Ni en la lectura del pensamiento. ¿No? Ni en el hipnotismo…

–Sí -dije yo-. Charcot ha probado esto último bastante bien.

Mi maestro sonrió, al tiempo que continuaba:

–Entonces usted está satisfecho en cuanto a eso. ¿Sí? Y por supuesto, entonces usted entiende cómo actúa y puede seguir la mente del gran Charcot. ¡Lástima que ya no viva! Estaba dentro del alma misma del paciente que él trataba. ¿No? Entonces, amigo John, debo deducir que usted simplemente acepta los hechos, y se satisface en dejar completamente en blanco desde la premisa hasta la conclusión. ¿No? Entonces, dígame, pues soy un estudioso del cerebro, ¿cómo acepta usted el hipnotismo y rechaza la lectura del pensamiento? Permítame decirle, mi amigo, que hay actualmente cosas en las ciencias físicas que hubieran sido consideradas impías por el mismo hombre que descubrió la electricidad, quien a su vez no hace mucho tiempo habría podido ser quemado por hechicero. Siempre hay misterios en la vida. ¿Por qué vivió Matusalén novecientos años, y el "Old Parr" ciento sesenta y nueve, y sin embargo esa pobre Lucy, con la sangre de cuatro hombres corriéndole en las venas no pudo vivir ni un día? Pues, si hubiera vivido un día más, la habríamos podido salvar. ¿Conoce usted todos los misterios de la vida y de la muerte? ¿Conoce usted toda la anatomía comparada para poder decir por qué las cualidades de los brutos se encuentran en algunos hombres, y en otros no? ¡Puede usted decirme por qué, si todas las arañas se mueren pequeñas y rápidamente, por qué esa gran araña vivió durante siglos en la torre de una vieja iglesia española, y creció, hasta que al descender se podía beber el aceite de todas las lámparas de la iglesia? ¿Puede usted decirme por qué en las pampas, ¡oh!, y en muchos otros lugares, existen murciélagos que vienen durante la noche y abren las venas del ganado y los caballos para chuparlos y secarles las venas? ¿Cómo en algunas islas de los mares occidentales hay murciélagos que cuelgan todo el día de los árboles, y que los que los han visto los describen como nueces o vainas gigantescas, y que cuando los marinos duermen sobre cubierta, debido a que está muy caliente, vuelan sobre ellos y entonces en la mañana se encuentran sus cadáveres, tan blancos como el de la señorita Lucy?

–¡Santo Dios, profesor! – dije yo, poniéndome en pie-. ¿Quiere usted decirme que Lucy fue mordida por un murciélago de esos, y que una cosa semejante a ésa está aquí en Londres, en el siglo XIX?

Movió la mano, pidiéndome silencio, y continuó:

–¿Puede usted decirme por qué una tortuga vive mucho más tiempo que muchas generaciones de hombres? ¿Por qué el elefante sigue viviendo hasta que ha visto dinastías, y por qué el loro nunca muere si no es de la mordedura de un gato o un perro, u otro accidente? ¿Puede usted decirme por qué en todas las edades y lugares los hombres creen que hay unos hombres que viven si se les permite, es decir, que hay unos hombres y mujeres que no mueren de muerte natural? Todos sabemos, porque la ciencia ha atestiguado el hecho, que algunos sapitos han estado encerrados en formaciones rocosas durante miles de años, en un pequeño agujero que los ha sostenido desde los primeros años del mundo. ¿Puede usted decirme cómo el faquir hindú puede dejarse morir y enterrar, y sellar su tumba plantando sobre ella maíz, y que el maíz madure y se corte y desgrane y se siembre y madure y se corte otra vez, y que entonces los hombres vengan y retiren el sello sin romper y que ahí se encuentre el faquir hindú, no muerto, sino que se levante y camine entre ellos como antes?

Y al llegar aquí lo interrumpí. Me estaba descontrolando; de tal manera estaba amontonando en mi mente su lista de todas las excentricidades e imposibilidades "posibles" que mi imaginación parecía haber cogido fuego. Tuve la vaga idea de que me estaba dando alguna clase de lección, como solía hacerlo hacía algún tiempo en su estudio en Ámsterdam; pero él solía decirme la cosa de manera que yo pudiera tener el objeto en la mente todo el tiempo. Mas ahora yo estaba sin esta ayuda, y sin embargo lo quería seguir, por lo que dije:

–Maestro, permítame que sea otra vez su discípulo predilecto. Dígame la tesis, para que yo pueda aplicar su conocimiento a medida que usted avanza. De momento voy de un punto a otro como un loco, y no como un cuerdo que sigue una idea. Me siento como un novicio dando traspiés a través de un pantano envuelto en la niebla, saltando de un matorral a otro en el esfuerzo ciego de andar sin saber hacia dónde voy.

–Esa es una buena imagen -me dijo él-. Bien, se lo diré a usted. Mi tesis es esta: yo quiero que usted crea.

–¿Qué crea qué?

–Que crea en cosas que no pueden ser. Permítame que lo ilustre. Una vez escuché a un norteamericano que definía la fe de esta manera: "Es esa facultad que nos permite creer en lo que nosotros sabemos que no es verdad." Por una vez, seguí a ese hombre. Él quiso decir que debemos tener la mente abierta, y no permitir que un pequeño pedazo de la verdad interrumpa el torrente de la gran verdad, tal como una piedra puede hacer descarrilar a un tren. Primero obtenemos la pequeña verdad. ¡Bien! La guardamos y la evaluamos; pero al mismo tiempo no debemos permitir que ella misma se crea toda la verdad del universo.

–Entonces, usted no quiere que alguna convicción previa moleste la receptividad de mi mente en relación con algo muy extraño. ¿Interpreto bien su lección?

–¡Ah! Usted todavía es mi alumno favorito. Vale la pena enseñarle. Ahora que está deseoso de entender, ha dado el primer paso para entender. ¿Piensa usted que esos pequeños agujeros en las gargantas de los niños fueron hechos por lo mismo que hizo los orificios en la señorita Lucy?

–Así lo supongo.

Se puso en pie y dijo solemnemente:

–Entonces, se equivoca usted. ¡Oh, que así fuera! ¡Pero no lo es! Es mucho peor, mucho, pero mucho peor.

–En nombre de Dios, profesor van Helsing, ¿qué es lo que usted quiere decir?

Se dejó caer con un gesto de desesperación en una silla, y puso sus codos sobre la mesa cubriéndose el rostro con las manos al hablar.

–¡Fueron hechos por la señorita Lucy!.

XV.– EL DIARIO DEL DOCTOR

SEWARD (continuación)

Por un momento me dominó una fuerte cólera; fue como si en vida hubiese abofeteado a Lucy. Golpeé fuertemente la mesa y me puse en pie al mismo tiempo que le decía:

–Doctor van Helsing, ¿está usted loco?

Él levantó la cabeza y me miró: la ternura que reflejaba su rostro me calmó de inmediato.

–¡Me gustaría que así fuera! – dijo él-. La locura sería más fácil de soportar comparada con verdades como esta. ¡Oh, mi amigo!, ¿por qué piensa que yo di un rodeo tan grande? ¿Por qué tomé tanto tiempo para decirle una cosa tan simple? ¿Es acaso porque lo odio y lo he odiado a usted toda mi vida? ¿Es porque deseaba causarle daño? ¿Era porque yo quería, ahora, después de tanto tiempo, vengarme por aquella vez que usted salvó mi vida, y de una muerte terrible? ¡Ah! ¡No!.

–Perdóneme -le dije yo.

Mi maestro continuó:

–Mi amigo, fue porque yo deseaba ser cuidadoso en darle la noticia, porque yo sé que usted amó a esa niña tan dulce. Pero aun ahora no espero que usted me crea. Es tan difícil aceptar de golpe cualquier verdad muy abstracta, ya que nosotros podemos dudar que sea posible si siempre hemos creído en su imposibilidad…, y es todavía más difícil y duro aceptar una verdad concreta tan triste, y de una persona como la señorita Lucy. Hoy por la noche iré a probarlo. ¿Se atreve a venir conmigo?

Esto me hizo tambalear. Un hombre no gusta que le prueben tales verdades; Byron decía de los celos: "Y prueban la verdad pura de lo que más aborrecía."

Él vio mi indecisión, y habló:

–La lógica es simple, aunque esta vez no es lógica de loco, saltando de un montecillo a otro en un pantano con niebla. Si no es verdad, la prueba será un alivio; en el peor de los casos, no hará ningún daño. ¡Si es verdad…! ¡Ah!, ahí está la amenaza. Sin embargo, cada amenaza debe ayudar a mi causa, pues en ella hay necesidad de creer. Venga; le digo lo que me propongo: primero, salimos ahora mismo y vamos a ver al niño al hospital. El doctor Vincent, del Hospital del Norte, donde el periódico dice que se encuentra el niño, es un amigo mío, y creo que de usted también, ya que estudió con él en Ámsterdam. Permitirá que dos científicos vean su caso, si no quiere que lo hagan dos amigos. No le diremos nada, sino sólo que deseamos aprender. Y entonces…

–¿Y entonces?

Sacó una llave de su bolsillo y la sostuvo ante mí.

–Entonces, pasamos la noche, usted y yo, en el cementerio donde yace Lucy. Esta es la llave que cierra su tumba. Me la dio el hombre que hizo el féretro, para que se la diera a Arthur.

Mi corazón se encogió cuando sentí que una horrorosa aventura parecía estar ante nosotros. Sin embargo, no podía hacer nada, así es que hice de tripas corazón y dije que sería mejor darnos prisa, ya que la tarde estaba pasando…

Encontramos despierto al niño. Había dormido y había comido algo, y en conjunto iba mejorando notablemente. El doctor Vincent retiró la venda de su garganta y nos mostró los puntos. No había ninguna duda con su parecido de aquellos que habían estado en la garganta de Lucy. Eran más pequeños, y los bordes parecían más frescos; eso era todo. Le preguntamos a Vincent a qué los atribuía, y él replicó que debían ser mordiscos de algún animal; tal vez de una rata; pero se inclinaba a pensar que era uno de uno de esos murciélagos que eran tan numerosos en las alturas del norte de Londres.

–Entre tantos inofensivos -dijo él-, puede haber alguna especie salvaje del sur de algunos tipos más malignos. Algún marinero pudo haberlo llevado a su casa, y puede habérsele escapado; o incluso algún polluelo puede haberse salido de los jardines zoológicos, o alguno de los de ahí puede haber sido creado por un vampiro. Estas cosas suceden; ¿saben ustedes?, hace sólo diez días se escapó un lobo, y creo que lo siguieron en esta dirección. Durante una semana después de eso, los niños no hicieron más que jugar a "Caperucita Roja" en el Brezal y en cada callejuela del lugar hasta que el espanto de esta "dama fanfarrona" apareció. Desde entonces se han divertido mucho. Hasta este pobre pequeñuelo, cuando despertó hoy, le preguntó a una de las enfermeras si podía irse. Cuando ella le preguntó por qué quería irse, él dijo que quería ir a jugar con la "dama fanfarrona"

–Espero -dijo van Helsing- que cuando usted envíe a este niño a casa tomará sus precauciones para que sus padres mantengan una estricta vigilancia sobre él. Dar libre curso a estas fantasías es lo más peligroso; y si el niño fuese a permanecer otra noche afuera, probablemente sería fatal para él. Pero en todo caso supongo que usted no lo dejará salir hasta dentro de algunos días, ¿no es así?

–Seguramente que no; permanecerá aquí por lo menos una semana; más tiempo si la herida todavía no le ha sanado.

Nuestra visita al hospital se prolongó más tiempo del que habíamos previsto, y antes de que saliéramos el sol ya se había ocultado. Cuando van Helsing vio que estaba oscuro, dijo:

–No hay prisa. Es más tarde de lo que yo creía. Venga; busquemos algún lugar donde podamos comer, y luego continuaremos nuestro camino.

Cenamos en el Castillo de Jack Straw, junto con un pequeño grupo de ciclistas y otros que eran alegremente ruidosos. Como a las diez de la noche, salimos de la posada.

Ya estaba entonces bien oscuro, y las lámparas desperdigadas hacían la oscuridad aún mayor una vez que uno salía de su radio individual. El profesor había evidentemente estudiado el camino que debíamos seguir, pues continuó con toda decisión; en cambio, yo estaba bastante confundido en cuanto a la localidad. A medida que avanzamos fuimos encontrando menos gente, hasta que finalmente nos sorprendimos cuando encontramos incluso a la patrulla de la policía montada haciendo su ronda suburbana normal. Por último, llegamos a la pared del cementerio, la cual escalamos. Con alguna pero no mucha dificultad (pues estaba oscuro, y todo el lugar nos parecía extraño) encontramos la cripta de los Westenra. El profesor sacó la llave, abrió la rechinante puerta y apartándose cortésmente, pero sin darse cuenta, me hizo una seña para que pasara adelante. Hubo una deliciosa ironía en este ademán; en la amabilidad de ceder el paso en una ocasión tan lúgubre. Mi compañero me siguió inmediatamente y cerró la puerta con cuidado, después de ver que el candado estuviera abierto y no cerrado. En este último caso hubiésemos estado en un buen lío. Luego, buscó a tientas en su maletín, y sacando una caja de fósforos y un pedazo de vela, procedió a hacer luz. La tumba, durante el día y cuando estaba adornada con flores frescas, era ya suficientemente lúgubre; pero ahora, algunos días después, cuando las flores colgaban marchitas y muertas, con sus pétalos mustios y sus cálices y tallos pardos; cuando la araña y el gusano habían reanudado su acostumbrado trabajo; cuando la piedra descolorida por el tiempo, el mortero cubierto de polvo, y el hierro mohoso y húmedo, y los metales empañados, y las sucias filigranas de plata reflejaban el débil destello de una vela, el efecto era más horripilante y sórdido de lo que puede ser imaginado.

Irresistiblemente pensé que la vida, la vida animal, no era la única cosa que pasaba y desaparecía.

Van Helsing comenzó a trabajar sistemáticamente. Sosteniendo su vela de manera que pudiera leer las inscripciones de los féretros, y sosteniéndola de manera que el esperma de ballena caía en blancas gotas que se congelaban al tocar el metal, buscó y encontró el sarcófago de Lucy. Otra búsqueda en su maletín, y sacó un destornillador.

–¿Qué va a hacer? – le pregunté.

–Voy a abrir el féretro. Entonces estará usted convencido.

Sin perder tiempo comenzó a quitar los tornillos y finalmente levantó la tapa, dejando al descubierto la cubierta de plomo bajo ella. La vista de todo aquello casi fue demasiado para mí. Me parecía que era tanto insulto para la muerta como si se le hubiesen quitado sus vestidos mientras dormía estando viva; de hecho le sujeté la mano y traté de detenerlo. Él sólo dijo: "Verá usted", y buscando a tientas nuevamente en su maletín sacó una pequeña sierra de calados. Atravesando un tornillo a través del plomo mediante un corto golpe hacia abajo, cosa que me estremeció, hizo un pequeño orificio que, sin embargo, era suficientemente grande para admitir la entrada de la punta de la sierra. Yo esperé una corriente de gas del cadáver de una semana. Los médicos, que tenemos que estudiar nuestros peligros, nos tenemos que acostumbrar a tales cosas, y yo retrocedí hacia la puerta. Pero mi maestro no se detuvo ni un momento; aserró unos sesenta centímetros a lo largo de uno de los costados del féretro, y luego a través y luego por el otro lado hacia abajo. Tomando luego el borde de la pestaña suelta, lo dobló hacia atrás en dirección a los pies del féretro, y sosteniendo la vela en la abertura me indicó que echara una mirada.

Me acerqué y miré. El féretro estaba vacío.

Ciertamente me causó una gran sorpresa, y me dio una fuerte impresión; pero van Helsing permaneció inmóvil. Ahora estaba más seguro que antes sobre lo que hacía, y más decidido a proseguir su tarea.

–¿Está usted ahora satisfecho, amigo John? – me preguntó.

Yo sentí que toda la rebeldía agazapada de mi carácter se despertaba dentro de mí, y le respondí:

–Estoy satisfecho de que el cuerpo de Lucy no está en el féretro; pero eso sólo prueba una cosa…

–¿Y qué es lo que prueba, amigo John?.

–Que no está ahí.

–Eso es buena lógica -dijo él-, hasta cierto punto. Pero, ¿cómo puede usted explicarse que no esté ahí?

–Tal vez un ladrón de cadáveres -sugerí yo-. Alguno de los empleados del empresario de pompas fúnebres pudo habérselo robado.

Yo sentí que estaba diciendo tonterías, y sin embargo, aquella fue la única causa real que pude sugerir. El profesor suspiró.

–¡Ah! Debemos tener más pruebas. Venga conmigo, John.

Cerró otra vez la tapa del féretro, recogió todas sus cosas y las metió en el maletín, apagó la luz y colocó la vela en el mismo lugar de antes. Abrimos la puerta y salimos. Detrás de nosotros cerró la puerta y le echó llave. Me entregó la llave, diciendo:

–¿Quiere guardarla usted? Sería mejor que estuviese bien guardada.

Yo reí, con una risa que me veo obligado a decir que no era muy alegre, y le hice señas para que la guardara él.

–Una llave no es nada -le dije-, puede haber duplicados; y de todas maneras, no es muy difícil abrir un candado de esa clase.

Mi maestro no dijo nada, sino que guardó la llave en su bolsillo. Luego me dijo que vigilara un lado del cementerio mientras él vigilaba el otro. Ocupé mi lugar detrás de un árbol de tejo, y vi su oscura figura moviéndose hasta que las lápidas y los árboles lo ocultaron a mi vista.

Fue una guardia muy solitaria. Al poco rato de estar en mi lugar escuché un reloj distante que daba las doce, y a su debido tiempo dio la una y las dos. Yo estaba tiritando de frío, muy nervioso, y enojado con el profesor por llevarme a semejante tarea y conmigo mismo por haber acudido. Estaba demasiado frío y demasiado adormilado para mantener una aguda observación, pero no estaba lo suficientemente adormilado como para traicionar la confianza del maestro; en resumen, pasé un largo rato muy desagradable.

Repentinamente, al darme vuelta, pensé ver una franja blanca moviéndose entre dos oscuros árboles de tejo, en el extremo más lejano de la tumba al otro lado del cementerio; al mismo tiempo, una masa oscura se movió del lado del profesor y se apresuró hacia ella. Luego yo también caminé: pero tuve que dar un rodeo por unas lápidas y unas tumbas cercadas, y tropecé con unas sepulturas. El cielo estaba nublado, y en algún lugar lejano un gallo tempranero lanzó su canto. Un poco más allí, detrás de una línea de árboles de enebros, que marcaban el sendero hacia la iglesia, una tenue y blanca figura se apresuraba en dirección a la tumba. La propia tumba estaba escondida entre los árboles, y no pude ver donde desapareció la figura. Escuché el crujido de unos pasos sobre las hojas en el mismo lugar donde había visto anteriormente a la figura blanca, y al llegar allí encontré al profesor sosteniendo en sus brazos a un niño tierno.

Cuando me vio lo puso ante mí, y me dijo:

–¿Está usted satisfecho ahora?

–No -dije yo en una manera que sentí que era agresiva.

–¿No ve usted al niño?

–Sí; es un niño, pero, ¿quién lo trajo aquí? ¿Está herido?

–Veremos -dijo el profesor, y movidos por el mismo impulso buscamos la salida del cementerio, llevando con nosotros al niño dormido.

Cuando nos hubimos alejado un pequeño trecho, nos recogimos tras un macizo de árboles, encendimos un fósforo y miramos la garganta del niño. No tenía ni un arañazo ni cicatriz alguna.

–¿Tenía yo razón? – pregunté triunfalmente.

–Llegamos apenas a tiempo -dijo el profesor, como meditando.

Ahora teníamos que decidir qué íbamos a hacer con el niño, por lo que consultamos acerca de él. Si lo llevábamos a una estación de policía tendríamos que dar declaración de nuestro movimiento durante la noche; por lo menos, tendríamos que declarar de alguna manera como habíamos encontrado al niño. Así es que finalmente decidimos que lo llevaríamos al Brezal, y que si oíamos acercarse a un policía lo dejaríamos en un lugar en donde él tuviera que encontrarlo. Luego podríamos irnos a casa lo más pronto posible, A la orilla del Brezal de Hampstead, oímos los pesados pasos de un policía y dejamos al niño a la orilla del camino, y luego esperamos y observamos hasta que vimos que él lo había iluminado con su linterna. Escuchamos sus exclamaciones de asombro y luego nos alejamos en silencio. Por suerte encontramos un coche cerca de "Los Españoles", y nos fuimos en él a la ciudad.

No puedo dormir, por lo que estoy haciendo estas anotaciones. Pero debo tratar de dormir siquiera unas horas, ya que van Helsing vendrá por mí al mediodía. Insiste en que lo acompañe en otra expedición semejante a la de hoy.

27 de septiembre. Dieron las dos de la tarde antes de que encontráramos una oportunidad para realizar nuestro intento. Un funeral efectuado al mediodía había terminado, y los últimos dolientes rezagados se alejaban perezosamente en grupos, cuando, mirando cuidadosamente detrás de un macizo de árboles de aliso, vimos cómo el sepulturero cerraba la verja detrás de él. Sabíamos que estaríamos a salvo hasta la mañana en caso de que lo deseáramos; pero mi maestro me dijo que no necesitaríamos más que una hora, a lo sumo. Nuevamente sentí esa horrible sensación de la realidad de las cosas, en la cual cualquier esfuerzo de la imaginación parece fuera de lugar; y me di cuenta distintamente de las amenazas de la ley que pendían sobre nosotros debido a nuestro impío trabajo. Además, sentí que todo era inútil. Delictuoso como fuese el abrir un féretro de plomo, para ver si una mujer muerta cerca de una semana antes estaba realmente muerta, ahora me parecía la mayor de las locuras abrir otra vez esa tumba, cuando sabíamos, por haberlo visto con nuestros propios ojos, que el féretro estaba vacío. Me encogí de hombros, sin embargo, permanecí en silencio, pues van Helsing tenía una manera de seguir su propio camino, sin importarle quién protestara. Sacó la llave, abrió la cripta y nuevamente me hizo una cortés seña para que lo precediera. El lugar no estaba tan espantoso como la noche anterior, pero, ¡oh!, cómo se sentía una indescriptible tristeza cuando le daba la luz del sol. Van Helsing caminó hacia el féretro de Lucy y yo lo seguí. Se inclinó sobre él y nuevamente torció hacia atrás la pestaña de plomo. Un escalofrío de sorpresa y espanto me recorrió el cuerpo.

Allí yacía Lucy, aparentemente igual a como la habíamos visto la noche anterior a su entierro. Estaba, si era posible, más bella y radiante que nunca; no podía creer que estuviera muerta. Sus labios estaban rojos, más rojos que antes, y sus mejillas resplandecían ligeramente.

–¿Qué clase de superchería es esta? – dije a van Helsing.

–¿Está usted convencido ahora? – dijo el profesor como respuesta, y mientras hablaba alargó una mano de una manera que me hizo temblar, levantó los labios muertos y mostró los dientes blancos. Vea -continuó-, están incluso más agudos que antes. Con éste y éste -y tocó uno de los caninos y el diente debajo de ellos pequeñuelos pueden ser mordidos. ¿Lo cree ahora, amigo John?

Una vez más la hostilidad se despertó en mí. No podía aceptar una idea tan abrumadora como la que me sugería; así es que, con una intención de discutir de la que yo mismo me avergonzaba en esos momentos, le dije:

–La pudieron haber colocado aquí anoche.

–Es verdad. Eso es posible. ¿Quién?

–No lo sé. Alguien lo ha hecho.

–Y sin embargo, hace una semana que está muerta. La mayor parte de la gente no tendría ese aspecto después de tanto tiempo…

Para esto no tenía respuesta y guardé silencio. Van Helsing no pareció notar mi silencio; por lo menos no mostró ni disgusto ni triunfo. Estaba mirando atentamente el rostro de la muerta; levantó los párpados, la miró a los ojos y, una vez más, le separó los labios y examinó sus dientes. Luego, se volvió hacia mí, y me dijo:

–Aquí hay algo diferente a todo lo conocido; hay alguna vida dual que no es como las comunes. Fue mordida por el vampiro cuando estaba en un trance, caminando dormida. ¡Oh!, se asombra usted. No sabe eso, amigo John, pero lo sabrá más tarde; y en trance sería lo mejor para regresar a tomar más sangre. Ella murió en trance, y también en trance es una "nomuerta". Por eso es distinta a todos los demás.

Generalmente, cuando los "nomuertos" duermen en casa -y al hablar hizo un amplio ademán con los brazos para designar lo que para un vampiro era "casa" su rostro muestra lo que son, pero éste es tan dulce, que cuando ella es "nomuerta" regresa a la nada de los muertos comunes. Vea; no hay nada aparentemente maligno aquí, y es muy desagradable que yo tenga que matarla mientras duerme.

Esto me heló la sangre, y comencé a darme cuenta de que estaba aceptando las teorías de van Helsing; pero si ella estaba realmente muerta, ¿qué había de terrorífico en la idea de matarla? Él levantó su mirada hacia mí, y evidentemente vio el cambio en mi cara, pues dijo casi alegre:

–¡Ah! ¿Cree usted ahora?

Respondí:

–No me presione demasiado. Estoy dispuesto a aceptar. ¿Cómo va a hacer usted este trabajo macabro?

–Le cortaré la cabeza y llenaré su boca con ajo, y atravesaré su corazón con una estaca.

Me hizo temblar pensar en la mutilación del cuerpo de la mujer que yo había amado. Sin embargo, el sentimiento no fue tan fuerte como lo hubiera esperado. De hecho, comenzaba a sentir repulsión ante la presencia de aquel ser, de aquella "nomuerta", como lo había llamado van Helsing, y a detestarlo. ¿Es posible que el amor sea todo subjetivo, o todo objetivo?

Esperé un tiempo bastante considerable para que van Helsing comenzara, pero él se quedó quieto, como si estuviese absorto en profundas meditaciones. Finalmente, cerró de un golpe su maletín, y dijo:

–Lo he estado pensando, y me he decidido por lo que considero lo mejor. Si yo actuara simplemente siguiendo mi inclinación, haría ahora, en este momento, lo que debe hacerse; pero otras cosas seguirán, y cosas que son mil veces más difíciles y que todavía no conocemos. Esto es simple. Ella todavía no ha matado a nadie, aunque eso es cosa de tiempo; y el actuar ahora sería quitar el peligro de ella para siempre. Pero luego podemos necesitar a Arthur, ¿y cómo le diremos esto? Si usted, que vio las heridas en la garganta de Lucy, y vio las heridas tan similares en el niño, en el hospital; si usted, que vio anoche el féretro vacío y lo ha visto hoy lleno, con una mujer que no sólo no ha cambiado sino que se ha vuelto más rosada y más bella en una semana después de muerta, si usted sabe esto y sabe de la figura blanca que anoche trajo al niño al cementerio, y sin embargo, no cree a sus propios sentidos, ¿cómo entonces puedo esperar que Arthur, quien desconoce todas estas cosas, crea? Dudó de mí cuando evité que besara a la moribunda. Yo sé, que él me ha perdonado, pero creyendo que por ideas equivocadas yo he hecho algo que evitó que él se despidiera como debía; y puede pensar que debido a otro error esta mujer ha sido enterrada viva; y en la más grande de todas las equivocaciones, que la hemos matado. Entonces argüirá que nosotros, los equivocados, somos quienes la hemos matado debido a nuestras ideas; y entonces se quedará muy triste para siempre. Sin embargo, nunca podrá estar seguro de nada, y eso es lo peor de todo. Y algunas veces pensará que aquella a quien amaba fue enterrada viva, y eso pintará sus sueños con los horrores que ella debe haber sufrido; y otra vez, pensará que pueda ser que nosotros tengamos razón, y que después de todo, su amada era una "nomuerta". ¡No! Ya se lo dije una vez, y desde entonces yo he aprendido mucho. Ahora, desde que sé que todo es verdad, cien mil veces más sé que debe pasar a través de las aguas amargas para llegar a las dulces. El pobre muchacho, debe tener una hora que le hará parecer negra la faz del mismo cielo; luego podremos actuar decisivamente y a fondo, y ponerlo en paz consigo mismo. Me he decidido. Vámonos. Usted regrese a su casa, por la noche, a su asilo, y vea que todo esté bien. En cuanto a mí, pasaré esta noche aquí en el cementerio. Mañana por la noche vaya a recogerme al hotel Berkeley a las diez. Avisaré a Arthur para que venga también, y también a ese fino joven de América que dio su sangre. Más tarde, todas tendremos mucho que hacer. Yo iré con usted hasta Piccadilly y cenaré ahí, pues debo estar de regreso aquí antes de la salida del sol.

Así pues, echamos llave a la tumba y nos fuimos, y escalamos el muro del cementerio, lo cual no fue una tarea muy difícil, y condujimos de regreso a Piccadilly.

Nota dejada por van Helsing en su

abrigo, en el hotel Berkeley, y

dirigida a

John Seward, M. D. (sin entregar).

27 de septiembre

"Amigo John:

"Le escribo esto por si algo sucediera. Voy a ir solo a vigilar ese cementerio de la iglesia. Me agradaría que la muerta viva, o "nomuerta", la señorita Lucy, no saliera esta noche, con el fin de que mañana a la noche esté más ansiosa. Por consiguiente, debo preparar ciertas cosas que no serán de su agrado: ajos y un crucifijo, para sellar la entrada de la tumba. No hace mucho tiempo que es muerta viva, y tendrá cuidado. Además, esas cosas tienen el objeto de impedir que salga, puesto que no pueden vencerla si desea entrar; porque, en ese caso, el muerto vivo está desesperado y debe encontrar la línea de menor resistencia, sea cual sea. Permaneceré alerta durante toda la noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, y si existe algo que pueda observarse, lo haré. No tengo miedo de la señorita Lucy ni temo por ella; en cuanto a la causa a la que debe el ser muerta viva, tenemos ahora el poder de registrar su tumba y guarecernos. Es inteligente, como me lo ha dicho el señor Jonathan, y por el modo en que nos ha engañado durante todo el tiempo que luchó con nosotros por apoderarse de la señorita Lucy. La mejor prueba de ello es que perdimos. En muchos aspectos, los muertos vivos son fuertes. Tienen la fuerza de veinte hombres, e incluso la de nosotros cuatro, que le dimos nuestras fuerzas a la señorita Lucy. Además, puede llamar a su lobo y no sé qué pueda suceder. Por consiguiente, si va allá esta noche, me encontrará allá; pero no me verá ninguna otra persona, hasta que sea ya demasiado tarde. Empero, es posible que no le resulte muy atractivo ese lugar. No hay razón por la que debiera presentarse, ya que su coto de caza contiene piezas más importantes que el cementerio de la iglesia donde duerme la mujer muerta viva y vigila un anciano.

"Por consiguiente, escribo esto por si acaso… Recoja los papeles que se encuentran junto a esta nota: los diarios de Harker y todo el resto, léalos, y, después, busque a ese gran muerto vivo, córtele la cabeza y queme su corazón o atraviéselo con una estaca, para que el mundo pueda estar en paz sin su presencia.

"Si sucede lo que temo, adiós.

VAN HELSING"

Del diario del doctor Seward

28 de septiembre. Es maravilloso lo que una buena noche de sueño reparador puede hacer por uno. Ayer estaba casi dispuesto a aceptar las monstruosas ideas de van Helsing, pero, en estos momentos, veo con claridad que son verdaderos retos al sentido común. No me cabe la menor duda de que él lo cree todo a pie juntillas. Me pregunto si no habrá perdido el juicio. Con toda seguridad debe haber alguna explicación lógica de todas esas cosas extrañas y misteriosas. ¿Es posible que el profesor lo haya hecho todo él mismo? Es tan anormalmente inteligente que, si pierde el juicio, llevaría a cabo todo lo que se propusiera, con relación a alguna idea fija, de una manera extraordinaria. Me niego a creerlo, puesto que sería algo tan extraño como lo otro descubrir que van Helsing está loco; pero, de todos modos, tengo que vigilarlo cuidadosamente. Es posible que así descubra algo relacionado con el misterio.

29 de septiembre, por la mañana… Anoche, poco antes de las diez, Arthur y Quincey entraron en la habitación de van Helsing; éste nos dijo todo lo que deseaba que hiciéramos; pero, especialmente, se dirigió a Arthur, como si todas nuestras voluntades estuvieran concentradas en la suya. Comenzó diciendo que esperaba que todos nosotros lo acompañáramos.

–Puesto que es preciso hacer allí algo muy grave, ¿viene usted? ¿Le asombró mi carta?

Las preguntas fueron dirigidas a lord Godalming.

–Sí. Me sentí un poco molesto al principio. Ha habido tantos enredos en torno a mi casa en los últimos tiempos que no me agradaba la idea de uno más. Asimismo, tenía curiosidad por saber qué quería usted decir. Quincey y yo discutimos acerca de ello; pero, cuanto más ahondábamos la cuestión tanto más desconcertados nos sentíamos. En lo que a mí respecta, creo que he perdido por completo la capacidad de comprender.

–Yo me encuentro en el mismo caso -dijo Quincey Morris, lacónicamente.

–¡Oh! – dijo el profesor-. En ese caso, se encuentran ustedes más cerca del principio que nuestro amigo John, que tiene que desandar mucho camino para acercarse siquiera al principio.

A todas luces había comprendido que había vuelto a dudar de todo ello, sin que yo pronunciara una sola palabra. Luego, se volvió hacia los otros dos y les dijo, con mucha gravedad:

–Deseo que me den su autorización para hacer esta noche lo que creo conveniente. Aunque sé que eso es mucho pedir; y solamente cuando sepan qué me propongo hacer comprenderán su importancia. Por consiguiente, me veo obligado a pedirles que me prometan el permiso sin saber nada, para que más tarde, aunque se enfaden conmigo y continúen enojados durante cierto tiempo, una posibilidad que no he pasado por alto, no puedan culparse ustedes de nada.

–Me parece muy leal su proceder -interrumpió Quincey-. Respondo por el profesor. No tengo ni la menor idea de cuáles sean sus intenciones; pero les aseguro que es un caballero honrado, y eso basta para mí.

–Muchas gracias, señor -dijo van Helsing con orgullo-. Me he honrado considerándolo a usted un amigo de confianza, y su apoyo me es muy grato.

Extendió una mano, que Quincey aceptó.

Entonces, Arthur tomó la palabra:

–Doctor van Helsing, no me agrada "comprar un cerdo en un saco sin verlo antes", como dicen en Escocia, y si hay algo en lo que mi honor de caballero o mi fe como cristiano puedan verse comprometidos, no puedo hacer esa promesa. Si puede usted asegurarme que esos altos valores no están en peligro de violación, le daré mi consentimiento sin vacilar un momento; aunque le aseguro que no comprendo qué se propone.

–Acepto sus condiciones -dijo van Helsing-, y lo único que le pido es que si considera necesario condenar alguno de mis actos, reflexione cuidadosamente en ello, para asegurarse de que no se hayan violado sus principios morales.

–¡De acuerdo! – dijo Arthur-. Me parece muy justo. Y ahora que ya hemos terminado las negociaciones, ¿puedo preguntar qué tenemos que hacer?

–Deseo que vengan ustedes conmigo en secreto, al cementerio de la iglesia de Kingstead.

El rostro de Arthur se ensombreció, al tiempo que decía, con tono que denotaba claramente su desconcierto:

–¿En donde está enterrada la pobre Lucy?

El profesor asintió con la cabeza, y Arthur continuó:

–¿Y una vez allí…?

–¡Entraremos en la tumba!

Arthur se puso en pie.

–Profesor, ¿está usted hablando en serio, o se trata de alguna broma monstruosa? Excúseme, ya veo que lo dice en serio.

Volvió a sentarse, pero vi que permanecía en una postura rígida y llena de altivez, como alguien que desea mostrarse digno. Reinó el silencio, hasta que volvió a preguntar:

–¿Y una vez en la tumba?

–Abriremos el ataúd.

–¡Eso es demasiado! – exclamó, poniéndose en pie lleno de ira-. Estoy dispuesto a ser paciente en todo cuanto sea razonable; pero, en este caso…, la profanación de una tumba… de la que…

Perdió la voz, presa de indignación. El profesor lo miró tristemente.

–Si pudiera evitarle a usted un dolor semejante, amigo mío -dijo-, Dios sabe que lo haría; pero esta noche nuestros pies hollarán las espinas; o de lo contrario, más tarde y para siempre, ¡los pies que usted ama hollarán las llamas!

Arthur levantó la vista, con rostro extremadamente pálido y descompuesto, y dijo:

–¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado!

–¿No cree usted que será mejor que escuche lo que tengo que decirles? – dijo van Helsing-. Así sabrá usted por lo menos cuáles son los límites de lo que me propongo. ¿Quieren que prosiga?

–Me parece justo -intervino Morris.

Al cabo de una pausa, van Helsing siguió hablando, haciendo un gran esfuerzo por ser claro:

–La señorita Lucy está muerta; ¿no es así? ¡Sí! Por consiguiente, no es posible hacerle daño; pero, si no está muerta…

Arthur se puso en pie de un salto.

–¡Santo Dios! – gritó-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha habido algún error? ¿La hemos enterrado viva?

Gruñó con una cólera tal que ni siquiera la esperanza podía suavizarla.

–No he dicho que estuviera viva, amigo mío; no lo creo. Solamente digo que es posible que sea una "muerta viva", o "no muerta".

–¡Muerta viva! ¡No muerta! ¿Qué quiere usted decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué?

–Existen misterios que el hombre solamente puede adivinar, y que desentraña en parte con el paso del tiempo. Créanme: nos encontramos actualmente frente a uno de ellos. Pero no he terminado. ¿Puedo cortarle la cabeza al cadáver de la señorita Lucy?

–¡Por todos los diablos, no! – gritó Arthur, con encendida pasión-. Por nada del mundo consentiré que se mutile su cadáver. Doctor van Helsing, está usted abusando de mi paciencia. ¿Qué le he hecho para que desee usted torturarme de este modo? ¿Qué hizo esa pobre y dulce muchacha para que desee usted causarle una deshonra tan grande en su tumba? ¿Está usted loco para decir algo semejante, o soy yo el alienado al escucharlo? No se permita siquiera volver a pensar en tal profanación. No le daré mi consentimiento en absoluto. Tengo el deber de proteger su tumba de ese ultraje. ¡Y les prometo que voy a hacerlo!

Van Helsing se levantó del asiento en que había permanecido sentado durante todo aquel tiempo, y dijo, con gravedad y firmeza:

–Lord Godalming, yo también tengo un deber; un deber para con los demás, un deber para con usted y para con la muerta. ¡Y le prometo que voy a cumplir con él! Lo único que le pido ahora es que me acompañe, que observe todo atentamente y que escuche; y si cuando le haga la misma petición más adelante no está usted más ansioso que yo mismo porque se lleve a cabo, entonces… Entonces cumpliré con mi deber, pase lo que pase. Después, según los deseos de usted, me pondré a su disposición para rendirle cuentas de mi conducta, cuando y donde usted quiera -la voz del maestro se apagó un poco, pero continuó, en tono lleno de conmiseración-: Pero le ruego que no siga enfadado conmigo. En el transcurso de mi vida he tenido que llevar a cabo muchas cosas que me han resultado profundamente desagradables, y que a veces me han destrozado el corazón; sin embargo, nunca había tenido una tarea, tan ingrata entre mis manos. Créame que si llegara un momento en que cambiara usted su opinión sobre mí, una sola mirada suya borraría toda la tristeza enorme de estos momentos, puesto que voy a hacer todo lo humanamente posible por evitarle a usted la tristeza y el pesar. Piense solamente, ¿por qué iba a tomarme tanto trabajo y tantas penas? He venido desde mi país a hacer lo que creo que es justo; primeramente, para servir a mi amigo John, y, además, para ayudar a una dama que yo también llegué a amar. Para ella, y siento tener que decirlo, aun cuando lo hago para un propósito constructivo, di lo mismo que usted: la sangre de mis venas. Se la di, a pesar de que no era como usted, el hombre que amaba, sino su médico y su amigo. Le consagré mis días y mis noches… antes de su muerte y después de ella, y si mi muerte puede hacerle algún bien, incluso ahora, cuando es un "muerto vivo", la pondré gustosamente a su disposición.

Dijo esto con una dignidad muy grave y firme, y Arthur quedó muy impresionado por ello. Tomó la mano del anciano y dijo, con voz entrecortada:

–¡Oh! Es algo difícil de creer y no lo entiendo. Pero, al menos, debo ir con usted y observar los acontecimientos.

XVI.– DEL DIARIO DEL DOCTOR

SEWARD (continuación)

Eran las doce menos cuarto en punto de la noche cuando penetramos en el cementerio de la iglesia, pasando por encima de la tapia, no muy alta. La noche era oscura, aunque, a veces, la luz de la luna se infiltraba entre las densas nubes que cubrían el firmamento. Nos mantuvimos muy cerca unos de otros, con van Helsing un poco más adelante, mostrándonos el camino. Cuando llegamos cerca de la tumba, miré atentamente a Arthur, porque temía que la proximidad de un lugar lleno de tan tristes recuerdos lo afectaría profundamente; pero logró controlarse. Pensé que el misterio mismo que envolvía todo aquello estaba mitigando su enojo. El profesor abrió la puerta y, viendo que vacilábamos, lo cual era muy natural, resolvió la dificultad entrando él mismo el primero. Todos nosotros lo imitamos, y el anciano cerró la puerta. A continuación, encendió una linterna sorda e iluminó el ataúd. Arthur dio un paso al frente, no muy decidido, y van Helsing me dijo:

–Usted estuvo conmigo aquí el día de ayer. ¿Estaba el cuerpo de la señorita Lucy en este ataúd?

–Así es.

El profesor se volvió hacia los demás, diciendo:

–Ya lo oyen y además, no creo que haya nadie que no lo crea.

Sacó el destornillador y volvió a quitarle la tapa al féretro. Arthur observaba, muy pálido, pero en silencio.

Cuando fue retirada la tapa dio un paso hacia adelante. Evidentemente, no sabía que había una caja de plomo o, en todo caso, no pensó en ello. Cuando vio la luz reflejada en el plomo, la sangre se agolpó en su rostro durante un instante; pero, con la misma rapidez, volvió a retirarse, de tal modo que su rostro permaneció extremadamente pálido. Todavía guardaba silencio. Van Helsing retiró la tapa de plomo y todos nosotros miramos y retrocedimos.

¡El féretro estaba vacío!

Durante varios minutos, ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. El silencio fue interrumpido por Quincey Morris:

–Profesor, he respondido por usted. Todo lo que deseo es su palabra… No haría esta pregunta de ordinario…, deshonrándolo o implicando una duda; pero se trata de un misterio que va más allá del honor o el deshonor. ¿Hizo usted esto?

–Le juro por todo cuanto considero sagrado que no la he retirado de aquí, y que ni siquiera la he tocado. Lo que sucedió fue lo siguiente: hace dos noches, mi amigo Seward y yo vinimos aquí… con buenos fines, créanme. Abrí este féretro, que entonces estaba bien cerrado, y lo encontramos como ahora, vacío. Entonces esperamos y vimos una forma blanca que se dirigía hacia acá, entre los árboles. Al día siguiente volvimos aquí, durante el día, y vimos que el cadáver reposaba ahí. ¿No es cierto, amigo John?

–Sí.

–Esa noche llegamos apenas a tiempo. Otro niñito faltaba de su hogar y lo encontramos, ¡gracias a Dios!, indemne, entre las tumbas. Ayer vine aquí antes de la puesta de sol, ya que al ponerse el sol pueden salir los "muertos vivos". Estuve esperando aquí durante toda la noche, hasta que volvió a salir el sol; pero no vi nada. Quizá se deba a que puse en los huecos de todas esas puertas ajos, que los "no muertos" no pueden soportar, y otras cosas que procuran evitar. Esta mañana quité el ajo y lo demás. Y ahora hemos encontrado este féretro vacío. Pero créanme: hasta ahora hay ya muchas cosas que parecen extrañas; sin embargo, permanezcan conmigo afuera, esperando, sin hacer ruido ni dejarnos ver, y se producirán cosas todavía más extrañas. Por consiguiente -dijo, apagando el débil rayo de luz de la linterna-, salgamos.

Abrió la puerta y salimos todos apresuradamente; el profesor salió al último y, una vez fuera, cerró la puerta. ¡Oh! ¡Qué fresco y puro nos pareció el aire de la noche después de aquellos horribles momentos! Resultaba muy agradable ver las nubes que se desplazaban por el firmamento y la luz de la luna que se filtraba de vez en cuando entre jirones de nubes…, como la alegría y la tristeza de la vida de un hombre. ¡Qué agradable era respirar el aire puro que no tenía aquel desagradable olor de muerte y descomposición! ¡Qué tranquilizador poder ver el resplandor rojizo del cielo, detrás de la colina, y oír a lo lejos el ruido sordo que denuncia la vida de una gran ciudad! Todos, cada quien a su modo, permanecimos graves y llenos de solemnidad. Arthur guardaba todavía obstinado silencio y, según pude colegir, se estaba esforzando por llegar a comprender cuál era el propósito y el significado profundo del misterio. Yo mismo me sentía bastante tranquilo y paciente, e inclinado a rechazar mis dudas y a aceptar las conclusiones de van Helsing. Quincey Morris permanecía flemático, del modo que lo es un hombre que lo acepta todo con sangre fría, exponiéndose valerosamente a todo cuanto pueda suceder.

Como no podía fumar, tomó un puñado bastante voluminoso de tabaco y comenzó a masticarlo. En cuanto a van Helsing, estaba ocupado en algo específico. Sacó de su maletín un objeto que parecía ser un bizcocho semejante a una oblea y que estaba envuelto cuidadosamente en una servilleta blanca; a continuación, saco un buen puñado de una sustancia blancuzca, como masa o pasta. Partió la oblea, desmenuzándola cuidadosamente, y lo revolvió todo con la masa que tenía en las manos. A continuación, cortó estrechas tiras del producto y se dio a la tarea de colocar en todas las grietas y aberturas que separaban la puerta de la pared de la cripta. Me sentí un tanto confuso y, puesto que me encontraba cerca de él, le pregunté qué estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron también, movidos por la curiosidad. El profesor respondió:

–Estoy cerrando la tumba, para que la "muerta viva" no pueda entrar.

–¿Va a impedirlo esa sustancia que ha puesto usted ahí?

–Así es.

–¿Qué está usted utilizando?

Esa vez, fue Arthur quien hizo la pregunta.

Con cierta reverencia, van Helsing levantó el ala de su sombrero y respondió:

–La Hostia. La traje de Ámsterdam. Tengo autorización para emplearla aquí.

Era una respuesta que impresionó a todos nosotros, hasta a los más escépticos, y sentimos individualmente que en presencia de un fin tan honrado como el del profesor, que utilizaba en esa labor lo que para él era más sagrado, era imposible desconfiar. En medio de un respetuoso silencio, cada uno de nosotros ocupó el lugar que le había sido asignado, en torno a la tumba; pero ocultos, para que no pudiera vernos ninguna persona que se aproximase. Sentí lástima por los demás, principalmente por Arthur. Yo mismo me había acostumbrado un poco, debido a que ya había hecho otras visitas y había estado en contacto con aquel horror; y aun así, yo, que había rechazado las pruebas hacía aproximadamente una hora, sentía que el corazón me latía con fuerza. Nunca me habían parecido las tumbas tan fantasmagóricamente blancas; nunca los cipreses, los tejos ni los enebros me habían parecido ser, como en aquella ocasión, la encarnación del espíritu de los funerales. Nunca antes los árboles y el césped me habían parecido tan amenazadores. Nunca antes crujían las ramas de manera tan misteriosa, ni el lejano ladrar de los perros envió nunca un presagio tan horrendo en medio de la oscuridad de la noche.

Se produjo un instante de profundo silencio: un vacío casi doloroso. Luego, el profesor ordenó que guardáramos silencio con un siseo. Señaló con la mano y, a lo lejos, entre los tejos, vimos una figura blanca que se acercaba… Una figura blanca y diminuta, que sostenía algo oscuro apretado contra su pecho. La figura se detuvo y, en ese momento, un rayo de la luna se filtró entre las nubes, mostrando claramente a una mujer de cabello oscuro, vestida con la mortaja encerada de la tumba. No alcanzamos a verle el rostro, puesto que lo tenía inclinado sobre lo que después identificamos como un niño de pelo rubio. Se produjo una pausa y, a continuación, un grito agudo, como de un niño en sueños o de un perro acostado cerca del fuego, durmiendo. Nos disponíamos a lanzarnos hacia adelante, pero el profesor levantó una mano, que vimos claramente contra el tejo que le servía de escondrijo, y nos quedamos inmóviles; luego, mientras permanecíamos expectantes, la blanca figura volvió a ponerse en movimiento. Se encontraba ya lo bastante cerca como para que pudiéramos verla claramente, y la luz de la luna daba todavía de lleno sobre ella. Sentí que el corazón se me helaba, y logré oír la exclamación y el sobresalto de Arthur cuando reconocimos claramente las facciones de Lucy Westenra. Era ella. Pero, ¡cómo había cambiado! Su dulzura se había convertido en una crueldad terrible e inhumana, y su pureza en una perversidad voluptuosa. Van Helsing abandonó su escondite y, siguiendo su ejemplo, todos nosotros avanzamos; los cuatro nos encontramos alineados delante de la puerta de la cripta. Van Helsing alzó la linterna y accionó el interruptor, y gracias a la débil luz que cayó sobre el rostro de Lucy, pudimos ver que sus labios estaban rojos, llenos de sangre fresca, y que había resbalado un chorro del líquido por el mentón, manchando la blancura inmaculada de su mortaja.

Nos estremecimos, horrorizados, y me di cuenta, por el temblor convulsivo de la luz, de que incluso los nervios de acero de van Helsing habían flaqueado. Arthur estaba a mi lado, y si no lo hubiera tomado del brazo, para sostenerlo, se hubiera desplomado al suelo.

Cuando Lucy… (llamo Lucy a la cosa que teníamos frente a nosotros, debido a que conservaba su forma) nos vio, retrocedió con un gruñido de rabia, como el de un gato cuando es sorprendido; luego, sus ojos se posaron en nosotros. Eran los ojos de Lucy en forma y color; pero los ojos de Lucy perversos y llenos de fuego infernal, que no los ojos dulces y amables que habíamos conocido. En esos momentos, lo que me quedaba de amor por ella se convirtió en odio y repugnancia; si fuera preciso matarla, lo habría hecho en aquel preciso momento, con un deleite inimaginable. Al mirar, sus ojos brillaban con un resplandor demoníaco, y el rostro se arrugó en una sonrisa voluptuosa.

¡Oh, Dios mío, como me estremecí al ver aquella sonrisa! Con un movimiento descuidado, como una diablesa llena de perversidad, arrojó al suelo al niño que hasta entonces había tenido en los brazos y permaneció gruñendo sobre la criatura, como un perro hambriento al lado de un hueso. El niño gritó con fuerza y se quedó inmóvil, gimiendo. Había en aquel acto una muestra de sangre fría tan monstruosa que Arthur no pudo contener un grito; cuando la forma avanzó hacia él, con los brazos abiertos y una sonrisa de voluptuosidad en los labios, se echó hacia atrás y escondió el rostro en las manos.

No obstante, la figura siguió avanzando, con movimientos suaves y graciosos.

–Ven a mí, Arthur -dijo-. Deja a todos los demás y ven a mí. Mis brazos tienen hambre de ti. Ven, y podremos quedarnos juntos. ¡Ven, esposo mío, ven!

Había algo diabólicamente dulce en el tono de su voz… Algo semejante al ruido producido por el vidrio cuando se golpea que nos impresionó a todos los presentes, aun cuando las palabras no nos habían sido dirigidas. En cuanto a Arthur, parecía estar bajo el influjo de un hechizo; apartó las manos de su rostro y abrió los brazos. Lucy se precipitó hacia ellos; pero van Helsing avanzó, se interpuso entre ambos y sostuvo frente a él un crucifijo de oro. La forma retrocedió ante la cruz y, con un rostro repentinamente descompuesto por la rabia, pasó a su lado, como para entrar en la tumba.

Cuando estaba a treinta o sesenta centímetros de la puerta, sin embargo, se detuvo, como paralizada por alguna fuerza irresistible. Entonces se volvió, y su rostro quedó al descubierto bajo el resplandor de la luna y la luz de la linterna, que ya no temblaba, debido a que van Helsing había recuperado el dominio de sus nervios de acero. Nunca antes había visto tanta maldad en un rostro; y nunca, espero, podrán otros seres mortales volver a verla. Su hermoso color desapareció y el rostro se le puso lívido, sus ojos parecieron lanzar chispas de un fuego infernal, la frente estaba arrugada, como si su carne estuviera formada por las colas de las serpientes de Medusa, y su boca adorable, que entonces estaba manchada de sangre, formó un cuadrado abierto, como en las máscaras teatrales de los griegos y los japoneses. En ese momento vimos un rostro que reflejaba la muerte como ningún otro antes. ¡Si las miradas pudieran matar!

Permaneció así durante medio minuto, que nos pareció una eternidad, entre el crucifijo levantado y los sellos sagrados que había en su puerta de entrada. Van Helsing interrumpió el silencio, preguntándole a Arthur.

–Respóndame, amigo mío: ¿quiere que continúe adelante?

Arthur se dejó caer de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, al tiempo que respondía:

–Haga lo que crea conveniente, amigo mío. Haga lo que quiera. No es posible que pueda existir un horror como éste -gimió.

Quincey y yo avanzamos simultáneamente hacia él y lo cogimos por los brazos.

Alcanzamos a oír el chasquido que produjo la linterna al ser apagada. Van Helsing se acercó todavía más a la cripta y comenzó a retirar el sagrado emblema que había colocado en las grietas. Todos observamos, horrorizados y confundidos, cuando el profesor retrocedió, cómo la mujer, con un cuerpo humano tan real en ese momento como el nuestro, pasaba por la grieta donde apenas la hoja de un cuchillo hubiera podido pasar. Todos sentimos un enorme alivio cuando vimos que el profesor volvía a colocar tranquilamente la masa que había retirado en su lugar.

Después de hacerlo, levantó al niño y dijo:

–Vámonos, amigos. No podemos hacer nada más hasta mañana. Hay un funeral al mediodía, de modo que tendremos que volver aquí no mucho después de esa hora. Los amigos del difunto se irán todos antes de las dos, y cuando el sacristán cierre la puerta del cementerio deberemos quedarnos dentro. Entonces tendremos otras cosas que hacer; pero no será nada semejante a lo de esta noche. En cuanto a este pequeño, no está mal herido, y para mañana por la noche se encontrará perfectamente. Debemos dejarlo donde la policía pueda encontrarlo, como la otra noche, y a continuación regresaremos a casa.

Se acercó un poco más a Arthur, y dijo:

–Arthur, amigo mío, ha tenido usted que soportar una prueba muy dura; pero, más tarde, cuando lo recuerde, comprenderá que era necesaria. Está usted lleno de amargura en este momento; pero, mañana a esta hora, ya se habrá consolado, y quiera Dios que haya tenido algún motivo de alegría; por consiguiente, no se desespere demasiado. Hasta entonces no voy a rogarle que me perdone.

Arthur y Quincey regresaron a mi casa, conmigo, y tratamos de consolarnos unos a otros por el camino. Habíamos dejado al niño en lugar seguro y estábamos cansados. Dormimos todos de manera más o menos profunda.

29 de septiembre, en la noche. Poco antes de las doce, los tres, Arthur, Quincey Morris y yo, fuimos a ver al profesor. Era extraño el notar que, como de común acuerdo, nos habíamos vestido todos de negro. Por supuesto, Arthur iba de negro debido a que llevaba luto riguroso; pero los demás nos vestimos así por instinto. Fuimos al cementerio de la iglesia hacia la una y media, y nos introdujimos en el camposanto, permaneciendo en donde no nos pudieran ver, de tal modo que, cuando los sepultureros hubieron concluido su trabajo, y el sacristán, creyendo que no quedaba nadie en el cementerio, cerró el portón, nos quedamos tranquilos en el interior. Van Helsing, en vez de su portafolios negro, llevaba una funda larga de cuero que parecía contener un bastón de criquet; era obvio que pesaba bastante.

Cuando nos encontramos solos, después de oír los últimos pasos perderse calle arriba, en silencio y como de común acuerdo, seguimos al profesor hacia la cripta. Van Helsing abrió la puerta y entramos, cerrando a nuestras espaldas. Entonces el anciano sacó la linterna, la encendió y también dos velas de cera que, dejando caer unas gotitas, colocó sobre otros féretros, de tal modo que difundían un resplandor que permitía trabajar. Cuando volvió a retirar la tapa del féretro de Lucy, todos miramos, Arthur temblando violentamente, y vimos el cadáver acostado, con toda su belleza póstuma.

Pero no sentía amor en absoluto, solamente repugnancia por el espantoso objeto que había tomado la forma de Lucy, sin su alma. Vi que incluso el rostro de Arthur se endurecía, al observar el cuerpo muerto. En aquel momento, le preguntó a van Helsing:

–¿Es realmente el cuerpo de Lucy, o solamente un demonio que ha tomado su forma?

–Es su cuerpo, y al mismo tiempo no lo es. Pero, espere un poco y volverá a verla como era y es.

El cadáver parecía Lucy vista en medio de una pesadilla, con sus colmillos afilados y la boca voluptuosa manchada de sangre, que lo hacía a uno estremecerse a su sola vista. Tenía un aspecto carnal y vulgar, que parecía una caricatura diabólica de la dulce pereza de Lucy. Van Helsing, con sus movimientos metódicos acostumbrados, comenzó a sacar todos los objetos que contenía la funda de cuero y fue colocándolos a su alrededor, preparados para ser utilizados. Primeramente, sacó un cautín de soldar y una barrita de estaño, y luego, una lamparita de aceite que, al ser encendida en un rincón de la cripta, dejó escapar un gas que ardía, produciendo un calor extremadamente fuerte; luego, sus bisturíes, que colocó cerca de su mano, y después una estaca redonda de madera, de unos seis u ocho centímetros de diámetro y unos noventa centímetros de longitud. Uno de sus extremos había sido endurecido, metiéndolo en el fuego, y la punta había sido afilada cuidadosamente. Junto a la estaca había un martillito, semejante a los que hay en las carboneras, para romper los pedazos demasiado gruesos del mineral. Para mí, las preparaciones llevadas a cabo por un médico para llevar a cabo cualquier tipo de trabajo eran estimulantes y me tranquilizaban; pero todas aquellas manipulaciones llenaron a Quincey y a Arthur de consternación. Sin embargo, ambos lograron controlarse y permanecieron inmóviles y en silencio.

Cuando todo estuvo preparado, van Helsing dijo:

–Antes de hacer nada, déjenme explicarles algo que procede de la sabiduría y la experiencia de los antiguos y de todos cuantos han estudiado los poderes de los "muertos vivos". Cuando se convierten en muertos vivos, el cambio implica la inmortalidad; no pueden morir y deben seguir a través de los tiempos cobrando nuevas víctimas y haciendo aumentar todo lo malo de este mundo; puesto que todos los que mueren a causa de los ataques de los "muertos vivos" se convierten ellos mismos en esos horribles monstruos y, a su vez, atacan a sus semejantes. Así, el círculo se amplía, como las ondas provocadas por una piedra al caer al agua. Amigo Arthur, si hubiera aceptado usted el beso aquel antes de que la pobre Lucy muriera, o anoche, cuando abrió los brazos para recibirla, con el tiempo, al morir, se convertiría en un nosferatu, como los llaman en Europa Oriental, y seguiría produciendo cada vez más "muertos vivos", como el que nos ha horrorizado. La carrera de esta desgraciada dama acaba apenas de comenzar. Esos niños cuya sangre succiona no son todavía lo peor que puede suceder; pero si sigue viviendo, como "muerta viva", pierden cada vez más sangre, y a causa de su poder sobre ellos, vendrán a buscarla; así, les chupará la sangre con esa horrenda boca.

Pero si muere verdaderamente, entonces todo cesa; los orificios de las gargantas desaparecen, y los niños pueden continuar con sus juegos, sin acordarse siquiera de lo que les ha estado sucediendo. Pero lo mejor de todo es que cuando hagamos que este cadáver que ahora está "muerto vivo" muera realmente, el alma de la pobre dama que todos nosotros amamos, volverá a estar libre. En lugar de llevar a cabo sus horrendos crímenes por las noches y pasarse los días digiriendo su espantoso condumio, ocupará su lugar entre los demás ángeles, De modo que, amigo mío, será una mano bendita por ella la que dará el golpe que la liberará. Me siento dispuesto a hacerlo, pero, ¿no hay alguien entre nosotros que tiene mayor derecho de hacerlo? ¿No será una alegría el pensar, en el silencio de la noche, cuando el sueño se niega a envolverlo: "Fue mi mano la que la envió al cielo; fue la mano de quien más la quería; la mano que ella hubiera escogido de entre todas, en el caso de que hubiera podido hacerlo."? Díganme, ¿hay alguien así entre nosotros?

Todos miramos a Arthur. Comprendió, lo mismo que todos nosotros, la infinita gentileza que sugería que debía ser la suya la mano que nos devolvería a Lucy como un recuerdo sagrado, no ya infernal; avanzó de un paso y dijo valientemente, aun cuando sus manos le temblaban y su rostro estaba tan pálido como si fuera de nieve:

–Mi querido amigo, se lo agradezco desde el fondo de mi corazón destrozado. ¡Dígame qué tengo que hacer y no fallaré!

Van Helsing le puso una mano en el hombro, y dijo:

–¡Bravo! Un momento de valor y todo habrá concluido. Debe traspasar su cuerpo con esta estaca. Será una prueba terrible, no piense otra cosa; pero sólo durará un instante, y a continuación, la alegría que sentirá será mucho mayor que el dolor que esa acción le produzca; de esta triste cripta saldrá usted como si volara en el aire. Pero no debe fallar una vez que ha comenzado a hacerlo. Piense solamente en que todos nosotros, sus mejores amigos, estaremos a su alrededor, sin cesar de orar por usted.

Tome esa estaca en la mano izquierda, listo para colocarle la punta al cadáver sobre el corazón, y el martillo en la mano derecha. Luego, cuando iniciemos la oración de los difuntos…, yo voy a leerla. Tengo aquí el libro y los demás recitarán conmigo. Entonces, golpee en nombre de Dios, puesto que así todo irá bien para el alma de la que amamos y la "muerta viva" morirá.

Arthur tomó la estaca y el martillo, y, puesto que su mente estaba ocupada en algo preciso, sus manos ya no le temblaban en absoluto. Van Helsing abrió su misal y comenzó a leer, y Quincey y yo repetimos lo que decía del mejor modo posible. Arthur colocó la punta de la estaca sobre el corazón del cadáver y, al mirar, pude ver la depresión en la carne blanca. Luego, golpeó con todas sus fuerzas.

El objeto que se encontraba en el féretro se retorció y un grito espeluznante y horrible salió de entre los labios rojos entreabiertos. El cuerpo se sacudió, se estremeció y se retorció, con movimientos salvajes; los agudos dientes blancos se cerraron hasta que los labios se abrieron y la boca se llenó de espuma escarlata. Pero Arthur no vaciló un momento. Parecía una representación del dios escandinavo Thor, mientras su brazo firme subía y bajaba sin descanso, haciendo que penetrara cada vez más la piadosa estaca, al tiempo que la sangre del corazón destrozado salía con fuerza y se esparcía en torno a la herida. Su rostro estaba descompuesto y endurecido a causa de lo que creía un deber; el verlo nos infundió valor y nuestras voces resonaron claras en el interior de la pequeña cripta.

Paulatinamente, fue disminuyendo el temblor y también los movimientos bruscos del cuerpo, los dientes parecieron morder y el rostro temblaba. Finalmente, el cadáver permaneció inmóvil. La terrible obra había concluido.

El martillo se le cayó a Arthur de las manos. Giró sobre sus talones, y se hubiera caído al suelo si no lo hubiéramos sostenido. Gruesas gotas de sudor aparecieron en su frente y respiraba con dificultad. En realidad, había estado sujeto a una tensión tremenda, y de no verse obligado a hacerlo por consideraciones más importantes que todo lo humano, nunca hubiera podido llevar a feliz término aquella horrible tarea.

Durante unos minutos estuvimos tan ensimismados con él que ni miramos al féretro en absoluto. Cuando lo hicimos, sin embargo, un murmullo de asombro salió de todas nuestras bocas. Teníamos un aspecto tan extraño que Arthur se incorporó, puesto que había estado sentado en el suelo, y se acercó también para mirar; entonces, una expresión llena de alegría, con un brillo extraño, apareció en su rostro, reemplazando al horror que estaba impreso hasta entonces en sus facciones.

Allí, en el ataúd, no reposaba ya la cosa espantosa que habíamos odiado tanto, de la que considerábamos como un privilegio su destrucción y que se la confiamos a la persona más apta para ello, sino Lucy, tal y como la habíamos conocido en vida, con su rostro de inigualable dulzura y pureza. Es cierto que sus facciones reflejaban el dolor y la preocupación que todos habíamos visto en vida; pero eso nos pareció agradable, debido a que eran realmente parte integrante de la verdadera Lucy. Sentimos todos que la calma que resplandecía como la luz del sol sobre el rostro y el cuerpo de la muerta, era sólo un símbolo terrenal de la tranquilidad de que disfrutaría durante toda la eternidad.

Van Helsing se acercó, colocó su mano sobre el hombro de Arthur, y le dijo:

–Y ahora, Arthur, mi querido amigo, ¿no me ha perdonado?

La reacción a la terrible tensión se produjo cuando tomó entre las suyas la mano del anciano, la levantó hasta sus labios, la apretó contra ellos y dijo:

–¿Perdonarlo? ¡Que Dios lo bendiga por haber devuelto su alma a mi bienamada y a mí la paz!

Colocó sus manos sobre el hombro del profesor y, apoyando la cabeza en su pecho, lloró en silencio, mientras nosotros permanecíamos inmóviles. Cuando volvió a levantar la cabeza, van Helsing le dijo:

–Ahora, amigo mío, puede usted besarla, Bésele los labios muertos si lo desea, como ella lo desearía si pudiera escoger. Puesto que ya no es una diablesa sonriente…, un objeto maldito para toda la eternidad. Ya no es la diabólica "muerta viva". ¡Es una muerta que pertenece a Dios y su alma esta con Él!.

Arthur se inclinó y la besó. Luego, enviamos a Arthur y a Quincey fuera de la cripta. El profesor y yo cortamos la parte superior de la estaca, dejando la punta dentro del cuerpo. Luego, le cortamos la cabeza y le llenamos la boca de ajo. Soldamos cuidadosamente la caja de plomo, colocamos en su sitio la cubierta del féretro, apretando los tornillos, y luego de recoger todo cuanto nos pertenecía, salimos de la cripta. El profesor cerró la puerta y le entregó la llave a Arthur.

Al exterior el aire era suave, el sol brillaba, los pájaros gorjeaban y parecía que toda la naturaleza había cambiado por completo. Había alegría, paz y tranquilidad por todas partes. Nos sentíamos todavía nosotros mismos y llenos de alegría, aunque no se trataba de un gozo intenso, sino más bien de algo suave y muy agradable.

Antes de que nos pusiéramos en movimiento para alejarnos de aquel lugar, van Helsing dijo:

–Ahora, amigos míos, hemos concluido ya una etapa de nuestro trabajo, la más dura para nosotros. Pero nos espera una tarea bastante más difícil: descubrir al autor de todos estos sufrimientos que hemos debido soportar y liquidarlo. Tengo indicios que podemos seguir, pero se trata de una tarea larga y difícil, llena de peligros y de dolor. ¿No van a ayudarme todos ustedes? Hemos aprendido a creer todos nosotros, ¿no es así? Y, siendo así, ¿no vemos cuál es nuestro deber? ¡Sí! ¿No prometemos ir hasta el fin, por amargo que sea?

Todos aceptamos su mano, uno por uno, y prometimos. Luego, al tiempo que nos alejábamos del cementerio, el profesor dijo:

–Dentro de dos noches deberán reunirse conmigo para cenar juntos en casa de nuestro amigo John. Debo hablar con otros dos amigos, dos personas a las que ustedes no conocen todavía; y debo prepararme para tener listo el programa de trabajo y todos nuestros planes. Amigo John, venga conmigo a casa, ya que tengo muchas cosas que consultarle y podrá ayudarme. Esta noche saldré para Ámsterdam, pero regresaré mañana por la noche. Entonces comenzará verdaderamente nuestro trabajo. Pero, antes de ello, tendré muchas cosas que decirles, para que sepan qué tenemos que hacer y qué es lo que debemos temer. Luego, volveremos a renovar nuestra promesa, unos a otros, ya que nos espera una tarea terrible, y una vez que hayamos echado a andar sobre ese terreno ya no podremos retroceder.

XVII.– DEL DIARIO DEL DOCTOR

SEWARD (continuación)

Cuando llegamos al hotel Berkeley, van Helsing encontró un telegrama que había llegado en su ausencia:

"Llegaré por tren. Jonathan en Whitby. Noticias importantes.