Seis
Rex estaba delante de la agencia de alquiler de bicicletas, mirando la pantalla de su teléfono móvil, que estaba sonando.
Era Ginger.
Se agarró el puente de la nariz para intentar aliviar la tensión que tenía. Debía de estar loco para haber invitado a Lucy a montar en bici, cuando se suponía que estaba allí para pensar en su futuro con otra mujer. Se miró el reloj. Pasaban dos minutos del mediodía. Pensó que tal vez Lucy hubiese cambiado de idea, y eso le animó. Si no aparecía, no correría ningún peligro.
—¡Rex!
Se giró y vio a Lucy andando hacia él, golpeándolo con su amplia sonrisa. No sabía casi nada de aquella mujer, salvo que quería pasar más tiempo con ella. Y un paseo en bici era más seguro y menos íntimo que un picnic nocturno en la playa. Así la conocería mejor y se daría cuenta de que no tenían nada en común. Al menos, eso esperaba.
De pronto, se dio cuenta de que su teléfono seguía sonando. Lo puso en silencio y se lo metió al bolsillo. Luego, sonrió a Lucy.
Iba vestida con unos pantalones cortos de color rojo, la parte alta de un bikini blanco y zapatillas de deporte. Llevaba su bonito pelo rojizo recogido en una coleta. Llegó como un golpe de brisa fresca, con los ojos verdes brillando, la nariz y las mejillas sonrojadas por el sol.
—¡Hola!
—Hola.
Lucy dio unos golpecitos a una mochila.
—He traído sándwiches. ¿Estamos listos?
Él la recorrió con la mirada, sintiéndose de nuevo culpable por ir a tomar un camino peligroso. Debería decirle que le había surgido un imprevisto y que no podía acompañarla.
—¿Te pasa algo? —le preguntó ella, mordiéndose el labio inferior.
Aquélla era la oportunidad de salvarse de sí mismo y dejarla marchar para que conociese a otra persona con la que divertirse, alguien que pudiese ofrecerle algo más que un par de entretenidos días de playa.
—Sí —admitió él.
Vio que lo miraba con preocupación.
—¿El qué?
—Que... no sé cómo te apellidas —contestó.
—Ah. Eso es fácil de solucionar. Bell. Lucy Bell. ¿Y tú?
—McCormick.
—Bueno, Rex McCormick, cuento contigo para que me ayudes a encontrar lo que estoy buscando hoy.
Él sonrió.
—Haré todo lo posible.
Fueron hacia donde estaban aparcadas las bicis para elegir dos. La mayoría eran bicicletas de paseo, con cestas delante para colocar los paquetes.
Una señora mayor salió de la tienda y los miró de arriba abajo.
—Tengo la bicicleta perfecta para ustedes.
Rex intercambió una mirada de asombro con Lucy, y dejó escapar una carcajada cuando la señora les enseñó un tándem.
—La persona que vaya detrás no podrá dirigir —comentó la señora alegremente—, pero la que vaya delante no podrá ir muy lejos si la otra no la ayuda a pedalear.
Rex iba a protestar, pero no lo hizo al ver la expresión en el rostro de Lucy.
—Suena divertido —dijo ésta—. ¿Qué te parece?
Él suspiró.
—Creo que voy a lamentarlo.
Y no sabía cuánto.
Pagó a la mujer y luego Lucy y él practicaron juntos en el aparcamiento. Rieron mucho y estuvieron a punto de caerse en varias ocasiones hasta que por fin se acostumbraron a la bici. Entonces, con la mochila de Lucy en la cesta, partieron hacia la playa que Rex tenía en mente. Él era muy consciente de la mujer que tenía detrás, de la rapidez con la que se habían puesto de acuerdo en la bicicleta, de la perfección con la que se movía para servir de contrapeso y que no se cayesen. Además, era simpática y quería pasar tiempo con él... Una combinación embriagadora que estaba poniendo a su mente y a su cuerpo en un apuro.
Era otro precioso día de calor en isla Captiva. Los cascos y las gafas los protegían de los abrasadores rayos de sol, y el aire los refrescaba. Por el camino, Rex le señaló los lugares más famosos: la minúscula iglesia de madera, originaria de la isla, la biblioteca pública... y le encantó que ella le tocase la espalda o el hombro para gritarle alguna pregunta. Se preguntó si Lucy sabía lo irresistible que era... Era el tipo de mujer que podía persuadir a un hombre de hacer algo, a pesar de saber que era un error.
La isla era pequeña y no tardaron en llegar a la playa que él había descrito, que estaba apartada del camino por restos de plantas y árboles de tormentas pasadas. Tal y como le había prometido, la arena estaba plagada de veneras.
—¿Crees que podrás encontrar lo que estás buscando aquí? —le preguntó por encima del hombro.
Detrás de él, Lucinda observó la playa desierta, aislada, las suaves olas y las palmeras, pero después volvió la mirada a los anchos hombros de Rex, al modo en que sus rizos mojados sobresalían del casco, al modo en que se movían los músculos de sus antebrazos.
Tuvo un mal presagio, pero se obligó a hablar en tono alegre.
—Vamos a verlo, ¿no?
Aparcaron la bicicleta, pero Lucinda luchó contra la correa de su casco.
—Déjame —le dijo Rex, desabrochándosela con cuidado.
Lucinda no pudo evitar apartar la mirada de sus penetrantes ojos azules. Recordó el beso que habían compartido la noche anterior y se humedeció los labios. Cuando Rex le quitó el casco de la cabeza, ella se pasó los dedos por el pelo.
—Debo de estar horrible.
—De eso nada —la contradijo, agarrándole un mechón de pelo que se le había salido de la coleta—. ¿Te he dicho ya que me encanta el pelo rojizo?
Ella tragó saliva.
—¿Sí? Qué... casualidad.
Rex colocó la mano en su nuca y la atrajo hacia él, bajando los labios hacia los suyos. Lucinda lo abrazó por el cuello y el beso pronto se transformó en el encuentro de sus cuerpos. Él bajó las manos para acariciarle el trasero. Cuando ella sintió su erección contra el ombligo, suspiró y se apretó más.
Rex la besó en el cuello, luego en el hombro, pasándole la lengua por la sensible piel. Después agarró la punta del cordón que sujetaba el bikini con los dientes. Ella tuvo tiempo de detenerlo, lo vio venir, sintió cómo se le soltaba el bikini, pero no quería que parase. Cuando el aire le golpeó la piel desnuda, los pezones se le endurecieron. Rex gimió y le acarició los pechos mientras la besaba apasionadamente en los labios.
Lucinda sintió que la invadía el deseo y bajó la mano hacia su bragueta para acariciarlo a través de la ropa. Él respondió gimiendo, avivando todavía más su fuego. Le estaba acariciando los pechos de una manera increíble, le hizo pedirle más.
Él respiró entrecortadamente a su oído, le hizo saber que estaba igual de excitado. Hasta que, de repente, se quedó quieto.
—Tenemos compañía —le susurró al oído—. No te preocupes, no pueden verte.
Sin separarse de ella, se agachó para recoger la parte de arriba de su bikini y volvió a atárselo a la nuca.
—Ya está —le dijo, retrocediendo. Había arrepentimiento y algo más, tal vez alivio, en sus ojos—. No ha pasado nada.
Entonces Rex se giró y saludó a las tres personas que caminaban hacia ellos, charlando, ajenos a la escena que acababan de interrumpir. Lucinda lo miró con una mezcla de asombro y miedo. ¿Que no había pasado nada? Tal vez para él. Aquella atracción estaba empezando a escapársele de las manos. Se suponía que debía utilizar la química que había entre ambos para sacarle información, pero él, sus increíbles ojos azules y su innegable sex appeal, estaban haciendo que se le olvidase el motivo por el que estaba allí.
Afianzó su determinación y sugirió que buscasen la venera. Le sería más fácil hacerlo hablar si no se tocaban.
Rex pareció aliviado y no comentó lo que había pasado entre ambos. A pesar de que el cuerpo de Lucinda seguía ardiendo con el fuego que él había encendido, fingió buscar la venera mientras paseaban por la playa y removían la arena con palos. No encontró ninguna junonia, pero no pudo resistirse a recoger algunos ejemplares particularmente bonitos.
—Es increíble, ¿verdad? —comentó Rex—. Y pensar que todas estas veneras han albergado a seres vivos.
—Sí... —admitió ella—. Hace que una persona se sienta... pequeña.
Él asintió.
—Pensamos que nuestros problemas son monumentales, pero cuando observamos la naturaleza nos recuerda que sólo somos una parte minúscula del universo.
—Conservacionista y promotor inmobiliario parecen ser extremos opuestos del espectro —comentó ella con naturalidad.
Al ver que no respondía, lo miró y se dio cuenta de que había palidecido.
—Lo siento —le dijo—. No pretendía juzgarte.
—No, no pasa nada. Tienes razón. Hablar es muy fácil.
Molesta consigo misma por haber entrado en temas demasiado personales, intentó desviar la conversación hacia el tema de Michael Gaines.
—Anoche vi algo en la televisión que me hizo pensar en tu amigo, el novio desaparecido. Es una historia fascinante.
Él no contestó.
—¿Crees que volverán a estar juntos?
—No, a no ser que Michael decida salir de donde está escondido y enfrentarse a sus problemas.
Ella le dio un puñetazo, jugando.
—Tú sabes dónde está, ¿verdad?
Rex se encogió de hombros.
—Tal vez.
—Dime la verdad. ¿Se ha ido con otra mujer?
—No.
—¿Ha vuelto a casa de su madre?
—No.
—¿Está en las Vegas?
Él rió.
—No —luego, ladeó la cabeza—. Estás haciéndome muchas preguntas.
Lucinda se recuperó enseguida.
—Es que me parece interesante... Las cosas que hace la gente cuando tiene que enfrentarse al matrimonio. A algunas personas les asusta mucho la idea.
Él apretó los labios y golpeó el suelo con su palo.
—Eso es cierto. ¿Has estado casada?
—Una vez —respondió ella, pensando que no pasaba nada por contarle la verdad.
—¿Y?
—No era para mí. Y teniendo en cuenta la cantidad de divorcios que hay en este país, creo que no está hecho para dos tercios de la población.
—Así que, teniendo en cuenta las probabilidades de fracaso, ¿la gente no debería molestarse en casarse?
Ella negó con la mano.
—Sólo quería decir que tu amigo debía de tener un buen motivo para huir de su boda y esconderse.
Él no respondió, siguió andando, con la vista en el suelo.
—Creo que va siendo hora de comer —dijo—. Luego, tendré que marcharme.
—¿Para solucionar eso que tenías pendiente? —le preguntó ella.
Él asintió, pero guardó silencio. Y estuvo pensativo mientras comían, a pesar de que Lucinda intentó avivar la conversación. Lo convenció para que echase las sobras de la comida a las gaviotas, pero tuvo la sensación de que había erigido un muro alrededor de sí mismo. De vuelta a casa, también estuvo muy callado, así que ella se dedicó a memorizar el modo en que se movían los músculos de su espalda debajo de su camisa, a recordar cómo le había desabrochado el bikini con los dientes, a rememorar cómo le había acariciado los pechos.
—Siento que no hayamos encontrado la junonia —le dijo él, cuando hubieron devuelto la bicicleta.
Ella le quitó importancia con un ademán.
—Tal vez tenga más suerte mañana por la mañana.
—¿Hasta cuándo vas a quedarte aquí? —le preguntó Rex, y a ella le pareció detectar cierta reticencia en su voz.
Lucinda se encogió de hombros.
—Todavía tengo unos días de vacaciones. Me gustaría quedarme hasta que haya encontrado lo que he venido a buscar.
Él asintió de manera ausente.
—Se supone que va a llover mañana por la mañana.
—Entonces, iré a la playa por la tarde —le dijo. Tenía que darle la oportunidad de volver a cruzarse con ella, tenía que ganarse su confianza.
—¿Te gustaría ir a navegar mañana por la tarde? —le preguntó Rex—. Conozco una pequeña isla no muy lejos de aquí a la que no suele ir mucha gente. Podríamos buscar la junonia allí.
—Buena idea —contestó ella, inmensamente aliviada—. ¿Dónde y a qué hora quedamos?
—A la una, en el puerto deportivo que hay al otro lado de la calle.
Lucinda sonrió.
—Allí estaré. Gracias, Rex, por ser tan amable conmigo.
Él la miró con seriedad, haciéndola sentirse culpable.
—No es nada. Hasta mañana.
Lucinda intentó no darle más importancia a su reacción y prefirió sentirse contenta porque al día siguiente iba a tener otra oportunidad de granjearse su cariño. Decidió que le vendría bien ir a la biblioteca pública para hacer un curso intensivo de navegación.
Se pasó horas hojeando libros y viendo películas acerca de las técnicas de navegación, aunque le costó mucho trabajo concentrarse porque no podía dejar pensar en la excursión de esa mañana. La intensa química que había entre ambos era un factor con el que no había contado. Y se preguntó hasta dónde habría llegado antes de entrar en razón y parar. Lo cierto era que cuando los habían interrumpido, ella todavía no se había planteado hacerlo.
Alarmada por aquella idea, se marchó de la biblioteca y se detuvo antes de llegar a su apartamento para comprar algo de cenar. Una vez en casa, llamó a Eugenia para ponerla al día.
—Todavía no he conseguido sacarle a McCormick dónde está Michael, pero creo que me estoy acercando. Con un poco de suerte, tendré algo más que contarte mañana.
—Bien —contestó Eugenia—. Estoy preparada.
Lucinda frunció el ceño. «¿Preparada para qué?», pensó.
—Eugenia, me prometiste que si averiguaba dónde estaba, no le harías... daño.
—Ya lo sé —respondió ésta enseguida—. Quería decir que estoy preparada para que esto termine.
—Y lo hará muy pronto, ya lo verás —le aseguró Lucinda, tomando sus prismáticos y encontrando a Rex con ellos. Estaba en el jacuzzi que había en la terraza de su habitación.
«Muchas gracias», pensó.
—¿Me lo prometes? —le preguntó Eugenia.
—Cien por cien de misiones resueltas —le recordó Lucinda con tono ausente—. Te llamaré mañana.
Cerró el teléfono y, olvidándose de la cena, incrementó el aumento de los prismáticos y se centró en Rex.
Estaba sentado, con el agua hasta el pecho y la cabeza echada hacia atrás. No le pareció que llevase ropa debajo del agua, así que debía de estar desnudo. Mientras lo observaba, él se puso en pie y salió del jacuzzi, confirmando sus sospechas. Se enrolló una toalla alrededor de la cintura, pero se la quitó una vez dentro del dormitorio y cerró la puerta de cristal.
Hipnotizada, Lucinda observó cómo se tumbaba en la enorme cama, encima de la colcha. Se estaba bebiendo una cerveza, pero la televisión no estaba encendida. Imaginó que estaría escuchando música, algo de jazz, y perdido en sus propios pensamientos. De repente, vio que tenía una erección, que hacía una mueca y se la agarraba con la mano. Entonces, cerró los ojos y empezó a masajeársela muy despacio.
Lucinda se apartó los prismáticos de los ojos, el corazón le latía rápidamente, se le habían endurecido los pechos. Aquello iba más allá de los límites de su trabajo, estaba convirtiéndose en algo personal. Se puso la mano en la frente y le dio la espalda a la ventana. Hasta entonces, nunca le había costado centrarse en un trabajo y ser profesional.
¿A qué se debía el cambio?
Tal vez a que nunca se había encontrado con un hombre como Rex McCormick. Un hombre que parecía pasar por encima de su cerebro y hablarle directamente a su cuerpo.
Lucinda no podía negar que ningún otro hombre había conseguido perturbarla tanto con una mirada como él. Cerró los ojos y gimió, tentada por lo que sabía que estaba ocurriendo en su dormitorio.
Se giró y levantó los prismáticos, separó los labios y suspiró al ver que seguía allí, acariciándose la parte de su cuerpo que ella quería tener dentro.
Se metió la mano por la cinturilla de los pantalones, después, por la de las braguitas, y se acarició el sexo húmedo... húmedo por Rex. Se imaginó sus manos acariciándola, preparándola para penetrarla.
Casi sin respiración, se acarició al mismo ritmo que lo hacía él, y adivinó por su expresión cuándo iba a llegar al clímax. Sintió que ella también iba a llegar al orgasmo, se apretó contra su propia mano y gimió su nombre mientras sentía una oleada de intenso placer. Casi se le cayeron los prismáticos, pero consiguió mantenerlos fijos en Rex para ver cómo se sacudía su cuerpo y derramaba la simiente del placer sobre su vientre desnudo.
Los cuerpos de ambos se fueron recuperando a la vez. Lucinda lo observó hasta que Rex se levantó y desapareció de su vista. Debía de haber ido a la ducha.
Sorprendida y un tanto consternada por su propio comportamiento, se dejó caer en la cama y admitió con cierta satisfacción que aquel acto era la culminación de lo que habían empezado en la playa, y que Rex había estado pensando en ella al llegar al clímax. Se mordió el labio inferior. ¿O había estado pensando en otra persona?