VEINTISÉIS


–¿Alcaide?


–Sí, señor.

–Soy yo.

Santoro fue hasta la puerta, oteó a lo largo del pasillo y, puesto que no divisó a ningún guardia en las inmediaciones, fue de vuelta hasta el escritorio y desenchufó la grabadora conectada al teléfono.

_¿Ya está?

–Todavía no,jefe.

–¡Van quince días, por la cresta!

–Bueno, usted me dio un mes.

–No debería haberlo hecho. En las noches no duermo, y cuando logro dormir tengo pesadillas y me despierto.

–Perdone, alcaide, pero es muy difícil trabajar cuando uno no existe. No sé si me capta.

–¿Qué quieres decir?

–Santiago es grande, y sí no puedo contactar a mis contactos, ¿cómo hallo al muñeco?

–Te pasé la dirección de la casa.

–No vive ahí, jefe. No lo pueden ver ni en pintura. La esposa, eso sí, está de comérsela con huesitos y todo.

–Sujétate, animal. Una violación, y yo personalmente te mato.

–Tranquilo, que no me falta donde mojar el gorrión.

–¿Y si te reconocen?

–Cuando tengo ganas, no visito a ninguna de las, antes.

–Así debe ser. Si alguien te identifica, me cae sumario administrativo, pierdo la paga y me meten en la cárcel. Acaso en esta misma. Imagínate la cantidad de huevones que me quieren cortar el larguero.

–Yo conozco en su cárcel por lo menos a dos.

–¿Quiénes?

–El Innombrable y Otro.

–¿Cuál es el otro?

–Mientras lo tenga adentro no tiene nada que temer alcaide.

–Dímelo.

–El trabajito que me encargó no incluye la delación

–Está bien. ¿Para qué me llamaste?

–La información que me dio en la última llamada que le hice es correcta. El muñeco prepara algo con Vergara

–Sigue.

–Se han visto en la calle de las Tabernas, donde no puedo ir a meter las narices por razones obvias.

–Está claro. Te reconocerían hasta los postes. Por lo que te dije que buscaras en la familia.

–El hijo es un chancho que no da manteca. Es más aburrido que bailar con la hermana. La mamí no me tiene confianza y no suelta prenda.

–Si la violas, te mato, bestia.

–Ya lo capté, alcaide. No se agite.

–Entonces dime de una vez para qué me llamas.

–Porque se me encendió la ampolleta, alcaide., Si elmuñeco prepara un golpe con Vergara Grey, debe de ser algo del porte de un trasatlántico.

–Nico no se anda con chicas.

–Y si nosotros, por esas casualidades de la vida, cachando Por que estamos cachando, ¿no sería más conveniente.subirse al carro de la victoria que matar al caballo?

–Explícate.

–El viejo es un gran silbador de tangos de la Vieja Guardia. pero el Innombrable tiene que ser el tío que aporta la decisión y las ganas.

–Me consta, porque ganas de matarme no le faltan.

–Pero sí le falta plata. Y sabe que Vergara Grey se la puede dar en cantidades.

–Perfecto el argumento. Pero te falla en un punto, ilustre anónimo: el viejo colgó los guantes.

–No hay campeón mundial de box con los sesos molidos que proclame eso y que a pesar de todo no vuelva al ring por un par de millones. Como Mohammed Alí. Lo hacen papilla, Pero agarra platita para que le traten el Parkinson.

–¿Qué propones?

–Que averigüe con el alcaide con qué proyecto salió Huerta de su boliche.

–¿Que: yo hable con Huerta? ¡Si hasta es socialista, el culiao!

–¡Uy! Aunque sea mahometano! Usted la tiene mejor que yo, alcaide, porque está al otro lado de la ley. Pero perdone la franqueza, ni yo ni usted vivimos holgados. Sí nos metemos en el Golpe del viejo agarraremos nuestra parte, y con el dinero puede arreglarse la dentadura y mandar a sus hijas a un colegio privado. A la Alianza Francesa, por ejemplo.

–Claro que me gustaría sacarlas de la picantería en que se mueven.

–Entonces, pues, señor Santoro, hable con Huerta y entresáquele algo.

El alcaide decidió frenar el ritmo de esa charla. Era muy probable, claro que sí, que para ganarse unos días más de chipe libre Rigoberto Marín lo quisiera implicar en una fantasía de Golpe que le permitiera no arriesgar el asesinato del Querubín. El pendejito era un engreído ladrón de caballos y debía de ser del todo incompatible con la técnica y la inteligencia de Vergara Grey. Podría ser su junior, pero no su cómplice.

–¿Alcaide?

–Estaba pensando, hombre. Arregla al Innombrable cuanto antes y vuelve a casa.

–Usted me pide que mate a la gallina de los huevos de oro.

–En este momento me interesa más salvar mi vida real que un dinero hipotético.

–¡Está Vergara Grey de por medio!

–Todo el mundo lo sabe, y los tiras también deben de estar tras sus pasos. No nos metamos en líos, muchacho.

–Llame a Huerta, señor Santoro. Hágame caso.

–Tal vez lo haga. Pero primero arréglame al muñeco.

–El Querubín es un pan de Dios, alcaide.

–Tú sabes que no es cierto. Fresco por fuera, podrido por dentro. Mátalo y punto y aparte.

–¿Cuánto plazo me da?

–¿Te quedan dos semanas? Pues eso, dos semanas.

–Se va a arrepentir, alcaide.

–No creas, cuando todos los perros quieren comerse la misma salchicha, se muerden los dientes entre sí.

–Curioso que me diga eso, señor. Vivo rodeado de perros.

–Que no salten sus pulgas a tus andrajos.

–¡Qué se cree! Hasta con traje nuevo ando.

–¿Con qué plata?

–Las mujeres me apoyan.

–Así que bien dotado, el hombre.

–La naturaleza es así. A veces da, a veces quita. Entonces, ¿adiós a la educación en la Alianza Francesa de sus niñitas?

–Adiós a tus cojones si el Innombrable sigue vivo de aquí a quince días.

En cuanto colgó fue hasta la estufa de gas licuado y se frotó las manos en la parrilla encendida. Los dedos atraparon algo del calor, lo cual le permitió hojear su libreta de direcciones sin tener que despegar las páginas húmedas. El mismo Huerta atendió la llamada.

–Soy Santoro, de la cárcel pública.

–Imposible olvidarse de usted, alcaide.

–Muchas gracias.

–No se lo dije en sentido positivo. Después del golpe militar, estuve seis meses preso en su recinto.

–¡Pero estamos hablando de bueyes perdidos! En ese tiempo yo tenía veinticinco años.

–Pero como sargento fue muy colaborador con las nuevas autoridades.

–Igual que la gran mayoría del país. Chile era un caos y se necesitaba mano dura.

–Exactamente. Mano dura es la que aplicó conmigo. ¿Cómo es que llegó a trepar a alcaide después de que se recuperó la democracia?

–Por la carrera funcionaria. Los servidores públicos estamos inmunes a las veleidades políticas.

–¿Incluso quienes practicaron torturas?

–No sea tan trágico, Huerta. Golpizas. Simples golpizas.

–Aún sigo sin oír bien del oído izquierdo y muchas veces pierdo el equilibrio. En mi caso fue un golpe brutal seco contra la oreja.

–Pero no fui yo, hombre.

–No usted personalmente.

–¿Ve, pues? Todas las fuerzas armadas lo dicen. Las responsabilidades son individuales, no institucionales.

–Sí, hace veinte años que vengo oyendo la misma cancioncita. ¿Para qué me llamaste?

–Para coordinarnos, colega.

–¿Usted y yo?

–Efectivamente. A ambos nos interesa que haya paz y orden en Chile.

–Unos con leyes y otros a chalchazos.

–Pero ni usted ni yo somos los mismos. Hoy yo no tocaría a un preso ni con el pétalo de una dama.

–Se ha puesto lírico, Santoro. ¿De qué se trata?

–Usted soltó a Vergara Grey hace unos días, ¿cierto?

–Fue beneficiado por la amnistía.

–Exacto. Dígame, colega, ¿en qué anda el campeón?

–Jubilado.

–Pero si apenas tiene sesenta.

–Será, pero no quiere más guerra.

–¿De qué vive? Todos saben que el socio le robó su botín.

–De lo que le prestan los amigos.

–Por ahora. ¿Pero más adelante?

–Vaya al grano, Santoro.

–Anda el runrún que el viejo está metido en algo grande.

–¡Uf!

–Sería bueno que habláramos con él para disuadirlo. Corno servidores públicos le debemos esa gauchada al país. El pueblo no vería con buena cara que en un gobierno democrático criminales amnistiados reincidan con la complacencia de las autoridades.

–Vergara Grey no volverá a delinquir.

–¿Ah, sí? Sópleme este ojo.

–Búsquelo y encuéntrelo solito. Y solito hágale el chantaje que desea.

–¿Qué chantaje, Huerta?

–Me imagino que usted va tras la mordida, ¿no?

–¡No me ofenda!

–Si le molesta tanto, no tiene más que cortar el teléfono.

–Corte usted primero.

–No. señor. Soy un caballero y fue usted quien me llamó.

–Acuérdese de que le pedí colaboración y no quiso participar. Si Vergara Grey hace algo y la prensa sigue la pista, van a llegar a usted y a este diálogo.

–No veo cómo.

–Por ejemplo, si algún pillo lo hubiera grabado.

Huerta se pasó los dedos fríos por los párpados somnolientos.

–Haga lo que quiera, Santoro.

–No haré nada que le cause daño. Pero por esttas que me gustaría verlo algo más colaborador la próxima vez que lo llame.

–¿Y usted no tiene nada que contarme?

–¿Como qué?

–¿Alguna cosa que sea un secreto?

–¿Como qué cosa?

–Nada. Preguntaba no más.

¿¿¿???concepto filosófico de los existencialistas y los cantantes argentinos de que la vida no vale nada. La conclusión que sacan estos seres plañideros es que, por lo tanto, no es necesario pagar un precio por ella. No conozco la historia de su pariente, señores, pero al parecer no quiere más guerra. Desea morirse simplemente, tan melancólico como suena.

»El otro tema, por supuesto, son los costos. Se agarró una infección más o menos por zambullirse con abrigo y todo en la fuente Alemana, hasta que fue la ambulancia a rescatarla, pero aquí, en la Asistencia Pública, esta pobre enfermita está ocupando una pieza y detrás de ella hay una fila de moribundos, niños atropellados por automovilistas ebrios, ojos expulsados de sus cuencas por cuchillos en riñas callejeras, abortos autoinducidos por empleadas domésticas que se embarazaron del hijo del patrón, apendicitis galopantes a las que urge meterle tajo, episodios de locura que requieren camisa de fuerza y encefalogramas, y para qué les voy a entrar en más detalles.

»Las aflicciones de Victoria Ponce son chilindrinas en comparación con lo que me espera. Tremendo fastidio que me da, porque iba a ver por televisión cable en vivo y directo al Real Madrid contra el Juventus, pero ahora de turno aquí hasta que amanezca, si se me llegan a caer las pestañas, llevo siete cafés en el gaznate, uno cada media hora. ¿Qué podemos hacer con la chiquita; no tiene seguro médico con alguna Isapre? ¿Aunque sea el plan Fonasa?

–¿Acaso no podrían meterla un par de días en una clínica privada hasta que pasen las turbulencias?

–Es cosa de que cuando admitan a su sobrina, don Nico, usted les deje un cheque en blanco por los gastos que ocasionará. Cuando esté lista la cuenta, entonces usted rellena el documento con la cifra que le indiquen. Ahora, si no tiene cheques, qué puede hacer, pregunta usted. Entonces llévenla a casa.

»Yo le enseño cómo colocar inyecciones. Le regalo algodón, alcohol y jeringa, cualquier cosa, pero sáquemela de aquí, por favor, caballero, que los pacientes se están muriendo en el pasillo, tengo que operar, coser puntos en una frente, hacerle lavativas a un tipo envenenado con carne podrida que robó de un basurero. Todos claman por el doctor Gabriel Ortega.

»Llévemela de aquí lejos, es una chica muy simpática, con la sensibilidad y la belleza de un artista, pero requiere de mucha atención. Hay que ponerla junto a gente positiva. Así como ustedes, por ejemplo. Hay que arrancarle de cuajo esa depresión que le está comiendo el coco. Si sigue con esa tristeza va a permitir que se la devore la fiebre. Tiene que tomar mucho líquido: ¡pero dentro del cuerpo, no afuera! Nada de piletas, ríos, ni océanos.

»Llévenla a su casa. ¿No tiene madre esta niñita? ¿Tiene madre? Entonces llévenla donde ella. Que la cuide, que le levante el ánimo. ¡0 a su casa, joven! ¿Cómo? ¿No tiene casa? Realmente es insólito, todos tienen una casa. Gente como usted es rarísima. Ah, es que es de Talca. Ya, pues tomen un taxi, y métanla en el tren a Talca. Eso está bien, naturaleza, pájaros, montañas, sauces llorones, patos, vacas, gallinas, cualquier cosa menos este moridero. ¿Comprende? ¿Comprenden?»

Los hombres sacaron la camilla con Victoria al pasillo y se pusieron en la hilera de postoperados e indigentes que esperaban turno. Un anciano ebrio y con la muñeca manando sangre tenía encendida la radio Carrera con tangos del recuerdo. «Nada sigue igual en tu pueblo natal.» Había dos carteles. Uno prohibía fumar, el otro rogaba no fumar.

Vergara Grey quiso hallar un teléfono para llamar a Teresa Capriatti. El día se había volado de manera inesperada. No sabía cómo ni por qué había caído en el vértigo de esa historia ajena, teniendo, carajo, una tan propia.

–;Qué hacemos, maestro?

–Tenemos que encontrarle a la muchacha un lugar donde dormir. ¿Qué tal la casa de la madre?

–La vieja está con tratamiento psiquiátrico y depresión profunda.

–El remedio sería peor que la enfermedad.

–¿Y en el departamento de su esposa?

–Si ahí no puedo entrar ni yo, menos me van a aguantar una desconocida a punto de estirar la pata.

Fueron hasta la esquina de la Alameda con Portugal y pidieron dos Escudos. El televisor estaba encendido y la cámara acechaba con un feroz zoom los ojos del ministro: un ataque de chacal a ver si se le caía una lágrima cuando hablara de la muerte de su hijo y así subiera la sintonía. Ángel Santiago sufrió con más rigor que nunca su diferencia. Todos estaban de paso en el bar, comerían su sándwich, su refresco, charlarían con el amigo y luego saldrían a la calle, bajarían la escalera del metro Universidad Católica y viajarían haciendo transbordos hacia sus casas. Probablemente vivieran en mediaguas de calaminas y barro, filtraciones y olor a parafina, rodeados de basurales y bares clandestinos, pero al fin y al cabo, era algo que podían llamar casa. «Mi casa», dirían. «Te invito a mi casa», le dirían al amigo, aunque las paredes estuvieran carcomidas por las termitas y manchadas de cucarachas.

Vergara Grey exhaló el humo y se apartó con dos uñas una mota de tabaco enredada en su mostacho gris.

–Yo ya le he pechado dinero a la amante de Monasterio y al alcaide Huerta. A Teresa la tienen amenazada con cortarle el gas y recién estamos entrando en el invierno. No se me ocurre a quién más acudir. ¿Cómo te ha ido a ti?

–Ratoné a una vieja que sacaba plata de un cajero automático y le mangonié ocho lucas al viejo que cuida autos en la calle de las Tabernas.

–¿Qué hiciste con la plata del cajero automático?

–Era una sucursal cerca del Hipódromo Chile. Me entusiasmé con un caballo y lo compré.

–Vendamos el caballo.

–Eso sería para mí irme totalmente al chancho.

–Explícate.

–Yo quiero ser dueño de un campo. Siempre me vi galopando por mis terrenos montado a caballo. En cuanto salí de la cárcel, decidí comenzar a construir mi sueño. Partí por lo más práctico.

–El caballo.

–Lo conseguí a precio de huevo. Pone más de uno quince para los mil doscientos metros. Para carreras competitivas no sirve, pero en mi campito funcionaría de maravillas.

–¿Y dónde está ese campeón?

–Por ahí.

–¡Por ahí! ¡Igual que tú, igual que tu palomita! ¡Por ahí!

–Bueno, usted tiene la culpa, profesor. Si se hubiera entusiasmado por el Golpe, estaríamos felices riéndonos de todos los que nos han jodido a lo largo de la vida.

–Esta miseria, chiquillo, es mejor que la cárcel.

–No es mejor, maestro. Lo malo que esto tiene es que es real. Real con erre de rabia, ¿me entiende? En cambio, la cárcel es solamente una posibilidad.

–¡Real!

–¡Pero con erre de remota! Usted mismo dice que el plan del pequeño Lira es genial.

–¡Epal Genial, en el contexto chileno.

–En cualquier parte del mundo, maestro. ¿Por qué se empeña en disminuir aún más la estatura del Enano Lira? Imagínese un ascensor que desemboca en una caja fuerte. Entre ambos hay un espacio cubierto con láminas que se desatornillan con una navajita de colegial. Luego usted manipula las ganzúas, corta la alarma electrónica, y llenamos el elevador de dólares.

El hombre se sirvió medio vaso de cerveza y retuvo un rato algo de su refrescante amargura sobre la lengua.

–Todas las sospechas recaerían sobre mí.

–Pero si lo genial es que, salvo Canteros y su mafia, nadie se va a enterar de que hubo tal robo.

–A ver, ¿cómo es eso?

–Claro como el agua.

–No me nombres esa abominable palabra. Hoy sólo oír hablar de agua me produce hipo.

–El dinero que guarda Canteros en la caja de fondos es el que recluta de sus servicios de seguridad clandestinos. Son las coimas que los empresarios le pagan por haber defendido sus intereses durante la dictadura. Son la mafia de sus matones. Ese dinero no pasa por ninguna fiscalización, ni paga ningún impuesto, y no se da al recibirlo ninguna boleta. Es platita voladora como las aves del Señor. Por lo tanto, cuando desaparezca de sus caudales, no tiene a quién ir a llorarle sus penurias. Canteros es un zorro al que todos los perros quieren echarle mano.

–En realidad, el plan de Lira es astuto hasta en ese detalle.

–Me alegra que comience a darse cuenta.

–Yo me di cuenta hacía rato. Pero como tú piensas solamente en ti, no te has dado cuenta de que, hecha la operación, tú te puedes disolver en el más feliz de los anonimatos porque no van a andar buscando a un ladronzuelo de burros como ideólogo de un Golpe de esta magnitud. ¿pero yo, hijo?

–¡Puchas que es duro de mollera, señor! Le acabo de explicar con pelos y señales por qué la policía no puede intervenir.

–La policía, no. ¡Pero Canteros y sus pistoleros, sí!

–Tiene razón.

–¿En quién van a pensar antes que nadie cuando encuentren el cofre vacío?

Una ráfaga sombría deshizo la expresión fervorosa con que había argumentado. Ángel bebió la cerveza desde la botella misma y se limpió con rabia la espuma del bozo.

–En usted, profesor. Tengo que rendirme ante esa evidencia.

–En el supuesto caso de que tuviéramos éxito total en la operación, tú podrías comprarte un campito en el Amazonas, y chao, pescao, pero a mí, antes de rebanarme la yugular, los adictos a Canteros me rajarían mis mismísimos y viriles coquitos.

–¿Y si se viene con nosotros?

–¿Con quiénes?

–¿Con la Victoria y conmigo?

–¡No me vas a decir que vas a cargar con la infanta difunta toda la vida!

–¡Estamos juntos, maestro!

Al meter la mano en el bolsillo, y luego exponer el dinero sobre la mesa, Vergara Grey se dio cuenta de que los gastos en que había incurrido hasta ahora no le permitían pagar el total de la cuenta. En un gesto que a Santiago ya le comenzaba a resultar familiar, el viejo se apretó la nariz entre las dos cejas y suspiró ruidosamente.

–No me alcanza para cancelar el consumo -dijo-. Lo único que me queda son los treinta mil que le prometimos a Victoria para sus clases de ballet. Pero gastarlos sería dispararle el tiro de gracia.

El muchacho quiso con toda el alma que la voz le saliera briosa e indiferente, pero antes de que las palabras le llegaran a la boca, naufragaron en su garganta.

–No se preocupe, maestro -dijo-. Victoria me pasó en la ambulancia la plata que consiguió en el cine para eso.

Y puso sobre la mesa los tres billetes azules que sumaban treinta mil pesos.


VEINTIOCHO


Cuarenta coma dos, cuarenta coma tres, cuarenta coma cuatro, cambie la compresa, traiga la bolsa de hielo, algo más fuerte que el paracetamol, cuarenta coma cinco, cuarenta coma seis, no puedo entender lo que dice, que vuelva el médico, que el médico la vea otra vez, pero tóquela, ¿no ve que arde?, que está ardiendo, ¿no ve?, mire cómo sube, cuarenta coma siete, no, mejor que no, que venga el médico, que no me importa que esté operando, tráigamelo ya, es que no puedo, don Nico, es que va a tener que poder, ¿qué quiere que haga yo?, yo soy enfermera no más, no tengo la autoridad necesaria, no sé yo ya más qué hacer, me llaman de todas partes, ya voy, ya voy, media hora que le cambio compresas, mire, las retiro calientes como planchas, con la bolsa de hielo va a andar mejor, trae esa bolsa de hielo de una vez, niña, y es que el hielo todavía no está hecho, entonces pon no más el agua helada en un guatero, ya así va bien, ¿ve?, métale el termómetro en la boquita, pobrecita, mírele los labios, ¿le ve esa pátina blancuzca?, pobrecita ella, tan indefensa, otra vez cuarenta coma cinco, ¿ve usted?, cuarenta coma dos, métale la tableta en la boca, oblíguela a que tome líquido, juguito de naranja, mi amor, si ya va a estar bien, si se la bajamos a cuarenta, la salvamos, si no le puede dar encefalitis, ¿conoce eso?, es la inflamación de la sustancia cerebral, ni Dios quiera que le pase, mírela, don Nico, ¿qué dice, qué dice que no la entiendo yo?, ¿eso que habla qué es? ‘ como que fuera otra lengua, pobrecita, cuarenta coma uno, apura el guatero con el agua fría, chiquilla, tómele la mano, joven, que se sienta acompañada, ¿usted qué es de ella, joven?, ¿su novio, su amigo, su hermano?, mire la pobrecita cómo mueve las manitas, quieta, mi niña, quieta.


Vamos, un, dos, tres, cuatro y ya: grand rond dejambe en llair, muy bien, así, sí, muy bien, más altiva mi pequeña, y dos y tres, muy bien, y ahora, et alors, vamos con el arabesque croisée, carita arriba, el cuerpo enfrentando en ángulo oblicuo al público, muy bien, así, así estás bien, y ahora la pirouette en dehors, levanta los dos brazos al nivel del pecho, así, así, y gira, trés bien, et maintenant le Pas de Chat, mantén el torso erecto, llévalo adelante levemente desde la línea de la cadera, deja caer los hombros, abdomen adentro, levanta el diafragma y muévete suavemente en demiplié, tres bien, sigamos con la jeté en tournant, da la vuelta en el aire y simultáneamente extiende ambos brazos, y ponle mucha energía con la pierna izquierda para darle ímpetu a la vuelta, sí, así’ está bien, pero estira ambas piernas lo más que puedas desde las caderas hasta los dedos del pie, y ahora quiero que te animes a la grandjeté, arriba, tres bien, y ahora fíjate en el descenso, cae sobre tu pie derecho y aprieta los glúteos y las caderas para descender suavemente, eso, eso es, desciende sobre el pie izquierdo demi-plié, eso, que los dedos toquen el piso antes que el talón, vamos ya mismo, un, dos, tres, cuatro, con la emboité en tournant, haz varias medias vueltas seguidas saltando de un pie al otro, cambiando la posición de las piernas en el aire, y moviéndote a la derecha, muy bien, excellent, y vamos viendo ahorita el sobresa un saltito de los dos pies sobre los dos pies, entra el abdomen, torso adelante, ejecuta el demi-plié, bien, basta de ejercicio, ya entraste en calor, ya puedes bailar libremente, mientras más ligero sientas el cuerpo, más y más estarás disponible para tu personaje, el que quieras, Coppelia, o si gustas Giselle, deshoja la margarita y vendrá Albrecht-Loys a proponerte amor y consuelo, o si quieres El espectro de la rosa, el vaho sutil te puede inspirar tu coreografía sobre la Mistral, baila, Victoria, hasta deshacerte como la rosa, como su fantasma, es decir, baila su aroma, baila, vamos, pas emboité, muy bien, tres bien, tres prks de la morte.

El doctor Ortega dispuso que la introdujeran al cuarto y le aplicaran de inmediato la máscara de oxígeno. Lo acompañaba otro profesional, canoso, pequeño y robusto, quien procedió a tomarle el pulso y luego auscultó su corazón con el estetoscopio. Ambos se consultaron a orillas de la cabecera y el médico más joven fue hacia Vergara Grey y Ángel Santiago, atrincherados en el ángulo más oscuro de la pieza.

–La pobre anciana que yacía aquí murió. Ordené que la llevaran a la morgue para concederle a la señorita Ponce un espacio.

Cuando pudo sacar la voz, Vergara Grey lo hizo con el tono humilde de un campesino.

–¿Está muy mal, doctorcito?

–Entre la vida y la muerte, caballero.

–¿Pero tiene esperanzas?

–En estas circunstancias, todos los que tienen menos de veinte se pueden permitir más esperanza que quienes ya han cumplido los ochenta.

–¿Se sanará?

–La situación se complicó porque los estreptococos son bacterias muy agresivas, pero si el antibiótico alcanza a entrar en acción, estamos al otro lado.

–¡Al otro lado! – empalideció Ángel.

–En un sentido positivo, muchacho. Al otro lado quiere decir en este caso en el lado de acá, en la vida.

El joven se miró las manos, hizo con ellas dos puños y luego abrió y cerró los dedos como si quisiera descargarlas de tensiones.

–Perdone que lo haya sacado de la sala de urgencia, doctor. Pero era yo quien la tenía tomada de la mano cuando Victoria me dijo que la soltara, que no le siguiera hablando, que tenía un trabajo que hacer en la muerte. Y me asusté.

–Hiciste bien en salir a buscarme. Hay delirios que conducen al coma.

–¿Qué significa eso exactamente?

–Es un sueño del que no se despierta, muchas veces es el último episodio de una enfermedad.

–Me rogó que no la detuviera. Me dijo algo de un baile de sombras.

–No me hace sentido lo que me cuentas. ¿Qué hora es?

Vergara Grey levantó la punta de la manga de su chaqueta de tweed y espió la hora en un gordo reloj de pulsera enchapado en plata.

–Son casi las ocho.

–Perdone la pregunta, pero la posta de urgencia es un infierno que no tiene límites. ¿Son las ocho de la noche o de la mañana?

El viejo sonrió y simultáneamente extrajo la cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno.

–Las ocho de la noche.

–¿Sabe cómo terminó el Real Madrid -Juventus?

Tanto don Níco como el joven negaron con la cabeza y el médico salió a hacer la misma pregunta al pasillo con el cigarrillo entre los labios. Ángel Santiago se quedó mirando fijo el rostro de Vergara Grey, hasta que éste tuvo conciencia del acecho y le devolvió la mirada con gesto interrogativo.

–¿Qué fue?

–Gran reloj, profesor. Si lo hubiéramos vendido antes del mediodía, nos habríamos ahorrado todo esto.


VEINTINUEVE


Alberto Parra Chacón, es decir, Rigoberto Marín, le encargó a la Viuda que le consiguiera una maleta antigua, preferentemente de color café desvaído, con correas en ambos extremos, y además, un cesto de mimbre dentro del cual metiese unos dulces chilenos de La Ligua, algunos huevos cocidos, dos o tres panes amasados, y acaso un par de peras.


A la hora precisa en que se retira la noche y rompe la claridad, se bajaron de un taxi en la calle de las Tabernas y tocaron la campanilla del hotelucho de Monasterio. El tiempo había sido elegido con exactitud: a esa altura de la madrugada se iban a sus cuarteles los carabineros que mantenían el orden en la noche, convencidos de que todos estaban demasiado borrachos como para acertarle un tiro al prójimo en caso de riña, y los policías de recambio aún se estaban afeitando pulcramente ante los espejos de las comisarías antes de asumir el turno mañanero, y tardarían algunos minutos en tomar café y montarse a los radiopatrullas.

Envuelta en un chal color rosa, Elena llenaba crucigramas en la recepción, y al ver tras los cristales a la pareja apretó el conmutador para abrirles la puerta- Los dos entraron encogidos de frío y él puso ostentosamente el canasto artesanal sobre el mostrador, una señal, según había calculado, de que venían recién del campo.

–Quisiéramos una pieza con calefacción -dijo la Viuda.

–¿Por horas o por la noche?

–Por un día entero -sonrió Rigoberto Marín-. Aquí con la señora tenemos un pleito pendiente.

–Ya veo -dijo la mesonera-. ¿Llegaron en tren?

–Con cinco horas de atraso.

–¿De visita en Santiago?

–De visita en su hotel, madame. Allá, en la provincia, todo el mundo vive ojo al charqui, y mi amor aquí presente está casada.

–Yo no le he preguntado eso. Si fuera por exigir papeles de matrimonio, aquí no entraría nadie, y mi patrón estaría con un tarrito pidiendo limosna a la salida del metro.

–Mi amor y yo le agradecemos que sea tan discreta. Compramos dulces chilenos en La Ligua, ¿se sirve uno?

–Con mucho gusto. Me encantan los empolvados.

–A mí, los príncipes -dijo la Viuda-. Son más blandos y traen más manjar.

Mientras masticaba el pastelito, Elena les dio la espalda y tomó del tablero de llaves la de la habitación once. Con las cejas, Marín le advirtió a su acompañante que el casillero vecino tenía un papelito pegado con cinta scotch que decía «Nico». La Viuda aceptó conforme esa seña y el delincuente confirmó una vez más que tenía la pistola Browning con silenciador en el bolsillo.

–¿Quieren que les suba el desayuno a alguna hora?

–No queremos dilatarnos en eso.

–Lo único que les pido es que no sean bullangueros. El otro día tuvimos una dama que se gritó el orgasmo como cantante de ópera, y aunque usted no lo crea aquí se alojan un par de personas honorables.

Rigoberto Marín apuntó al colgador de llaves y señaló aquello que le había llamado la atención.

–¿Como el señor Nico?

La cajera se dio vuelta, sorprendida por la pregunta, hasta que recordó que ella misma había puesto el papelito en señal de afecto, y se dio vuelta hacia el par, sonriendo.

–Exacto. Aunque su vecino no está esta noche.

–¿Dónde está?

–¡Qué sé yo! Es un hombre de pocas palabras. Perdone que le cobre, pero aquí se paga adelantado.

–¿Ya cuánto desciende la cuenta?

–A cuarenta mil la noche.

–Pero nosotros la ocuparemos de día. Viera el manso sol que viene punteando por la cordillera.

–Parece un día de verano -complementó la Viuda-. La lluvia de ayer debe de haberse llevado el smog.

–De todas maneras son cuarenta mil.

–Aquí tiene. Gracias.

–Gracias a ustedes por el pastelito.

–No hay por qué. ¿No le gustaría también un huevito duro?

–Me encantan. ¡No me diga que tiene!

La Viuda sacó un huevo del cesto de mimbre junto a un pequeño cambuchito de sal y se lo extendió.

–Va a tener que descascararlo.

–Así me entretengo en algo. Con tantos años de nochera me sé todos los trucos para rellenar los crucigramas. Son siempre las mismas leseras. Te ponen treinta días y tú escribes «mes». Divinidad egipcia, dos letras, entonces pones «Ra». 0 te escriben H20 y la respuesta es «agua».

–Bueno, ha sido un placer conocerla, señora.

–Me llamo Elena.

–Y yo Alberto Parra Chacón.

–¿Como Violeta Parra y Arturo Prat Chacón?

–Sí, pero no les llego ni a los talones a esos genios.

–¿Y a qué se dedica usted?

Rigoberto Marín se cubrió con el índice la cicatriz que le surcaba la piel desde la sien izquierda hasta el labio superior y, pintando sus ojos con una chispa de niño malulo, miró largo rato a la Viuda, y recién entonces contestó:

–Al amor.

Los amantes descorcharon una botella de vino tinto y lo sirvieron en los vasos de plástico que había en el baño.

Marín despellejó un huevo y lo aliñó con mucha sal, y la Viuda mordió la pera y algo de su jugo saltó sobre su blusa negra. Tenía el primer botón abierto y el brassre henchido daba eficaz cuenta del apretado volumen de los senos que lo rellenaban.

El hombre se alivió de la chaqueta y antes de colgarla expuso la pistola y el puñal sobre la colcha.

–Te agradezco la compañía, Viuda. No me hubiera atrevido a meterme solo en la madriguera del conejo.

–Está bien, huachito. Usted sabe que cuando vuelva a la cárcel ya no lo volveré a ver. ¿0 no, dice usted?

–Tenís razón. Después de esta viuda no hay otra.

Destrabó las correas de la ajada maleta de cartón imitación cuero, y desde el interior de una camisa sucia hecha un bulto, extrajo un puñado de balas y se sentó en el extremo del lecho a cargarlas en la pistola.

–¿Lo vái a matar aquí mismo?

–Mientras menos circule yo, mejor.

–¿Y si no viene?

–Espero. Tú podís irte si querís.

–Me quedo contigo, Marín. Pero no quiero estar en el hotel cuando lo mates.

–Te hallo toda la razón.

El hombre terminó su faena, le puso el seguro al arma y apuntó hacia una polilla que revoloteaba alrededor de la ampolleta.

–¿Te vái a echar al viejo y al cabro? – preguntó la mujer.

–Al cabro no más. Pero como el chiquillo viene al hotel donde está Vergara Grey, habrá prensa abundante sobre el asesinato.

–¿Y eso?

–Me conviene. Así Santoro se enterará de la mejor manera de que seguí sus consejos y de que me deshice de su obsesión.

La mujer se tendió sobre el lecho y abrió las piernas. Tanto la vagina de ella como la mano de él estaban calientes.

–¿No te da cosa, Marín, echarte a un gallo que no te ha hecho absolutamente nada?

–Así son las cosas por encargo, Viuda. Si uno se pone sentimental, caga.

La mujer sintió que el bochorno le subía desde los muslos hasta la frente. Apartó con un dedo la parte de la tela del cuadrito que le cubría el vientre, y sin demorar en sacárselo, desbrozó los pelos que le tapaban el clítoris, y exponiéndolo en toda su majestad, le ordenó al criminal:

–Muérdamelo como usted sabe, perrito.


TREINTA


La noche en la Asistencia Pública fue pendular.


Un latido del corazón traía a Victoria a la vida, el otro se la retiraba. La respiración le entraba en turbulencias. Su cuerpo era agitado por el delirio, y éste no se mitigaba con los susurros de aliento que Vergara Grey y eljoven Santiago inyectaban en sus oídos. Sus violentas taquicardias llevaban al par de hombres a desesperarse, aljoven doctor Ortega a volver, y al reloj de pared a avanzar camino a la madrugada. El último dictamen de la medicina fue -en los joviales pero no menos dramáticos postulados de Ortega- que el «partido estaba reñido», que los «rivales se daban con todo», y que «el desenlace era incierto».

Esta misma incertidumbre fue la que descentró a Santiago: supo que, si seguía un minuto más en ese cuarto sería él quien colapsaría. Levantó la cortina, atisbó la calle y vio que el sol despuntaba en la cordillera: un fuego no entorpecido por nubes que dibujaba sobre la ciudad, hoy sin smog, una promesa casi primaveral.

–¿Qué piensa, profesor?

–Tú ya oíste el veredicto. El partido está empatado.

–Usted debería irse a la casa y dormir un poco.

–No te preocupes. Emergencias como ésta me suben la adrenalina.

–¿Vio el tremendo día que está abriendo?

–Sí, ¿por qué?

–Nadie puede morirse en un día como éste, ¿no es cierto, don Nico?

–Sería un contrasentido.

–Si la Victoria muere…

–Ni lo pienses. Ni lo digas. Sácate eso de la cabeza.

El muchacho arrancó de su mochila un cartón de jugo de frutas, rompió la punta con las uñas y lo puso en las manos del viejo. Éste bebió un sorbo largo, hizo un gesto de disgusto y se lo ofreció a Ángel.

–Estos jugos funcionan recién salidos del refrigerador. Así, tibios, son purgativos.

Asintiendo, el joven apartó el líquido y sacó de la mochila la bufanda que le había regalado Santoro. Parecía haber envejecido en esos pocos días. En la habitación blanca, los potentes tubos fluorescentes revelaban algunos trozos de biografía de la prenda que el chico no había sabido observar: un pequeño orificio, tal vez producto de la brasa de un cigarrillo no apagada oportunamente, una mancha de vino tinto, algunos flecos de tono amarillento en ambos bordes, y un cartelito de seda que decía «Confecciones Arequipa».

–Quiero pedirle otro favor más, maestro.

–¡El Golpe, no!

–Tal vez el último favor que le pida en la vida.

–¡Qué les ha dado a todos hoy que hablan como letristas de tango!

Ángel Santiago puso la mano vertical e hizo que el hombre leyera lo que había escrito en la piel.

–Éste es el número del teléfono de esta pieza. Yo saldré por un par de horas y a las ocho en punto lo llamaré.

Mientras decía esta frase miró el crucifijo que colgaba sobre la cabecera del lecho y se frotó las manos en la bufanda.

–¿Qué vas a hacer a esta hora, muchacho? ¡La ciudad esta vacía!

Ángel Santiago apuntó con la barbilla hacia el demacrado Cristo sufriente, cuyas articulaciones se habían descoyuntado, permitiendo que la cabeza cayera derrotada sobre el pecho.

–En primer lugar, darle tiempo al Caballero ahí colgado para que trabaje por Victoria. En segundo lugar, voy a hacer algo de lo que no quiero hablarle.

–¿Un asalto?

–Mejor me callo, profesor. Dentro de dos horas sonará puntual el teléfono, ¿de acuerdo? Le preguntaré si Victoria vive o muere.

–¿Qué harás en ese caso?

–Usted mismo me prohibió ponerme en ese caso.

–Es que quiero saberlo antes de dejarte ir.

–En ese caso, dejaría la cagada, maestro.

–¿Qué harías?

–¡Alguien tiene que pagar por todo esto!

–¿Pero quién?

–Tengo mis ideas al respecto.

Vergara Grey lo tomó de la chamarra de cuero, lo atrajo con violencia y lo sacudió como a un monigote.

–Escucha, tontorrón. Nadie es culpable ni de la vida ni de la muerte de nadie. Es el destino que es así. Por mucho que hagas, no puedes cambiarlo.

Sorpresivamente, una leve y brillante sonrisa abrió los labios del muchacho por primera vez ese día.

–¿Quién es el que está cantando tangos ahora?

Disfrutó de la faz atónita de Vergara Grey y salió de la habitación arrastrando, sin darse cuenta, la punta de la bufanda. El hombre se asomó al pasillo y se concedió un largo suspiro para recuperar su aplomo.

–¿Ángel Santiago?

–¿Profesor?

–Si a las ocho de la mañana estuvieras vivo, ¿serías tan amable de pasar por el hotel y traerme una camisa de muda y mi escobilla de dientes? Me siento como un cerdo flotando en mierda.

–Con mucho gusto, maestro.

En ese momento, el chico pareció recapacitar y, golpeándose los bolsillos, hizo un gesto de disgusto.

–Qué lata, maestro. ¿Pero no podría prestarme cien pesos para la telefoneada?

Vergara Grey le alcanzó la moneda y lo miró severo a los ojos, apretando al mismo tiempo los dientes.

–¿Te das cuenta de que te lo estás jugando todo al cara y sello?

–Es la filosofía que le enseñaron a Victoria en el colegio. Muerte o vida. No hay nada más entremedio.

–¡No seas idiota! Entremedio está el magnífico y abigarrado espectáculo de la existencia.

Por toda respuesta, el joven se limitó a señalar con el índice el lecho donde yacía febril Victoria Ponce.


TREINTA Y UNO


Dale, rucio, casco y fuego, dale herradura y arena, coz y barro, avanza, corcel y cabalga, cuadrúpedo de aire y besos,jamelgo hecho de cielo, semental y centinela, trota, cabalga y llévarne, esparce arena, traga tierra, rema barro, mi rocín de pezuñas tristes, cae la cola y baja hecha un cometa, se alza la crin y trepida el herraje, cabalga y corre, corre, que te pilla la vieja de la guadaña, que te muerde las ancas con sus encías desdentadas, arranca, que te chupa la cincha, que tironea de tu montura, que quiere galoparte a pelo la vieja arrecha, dale lista y látigo, rucio del alma, guarda con la araña y la escoba mocha, mira que a tantos los ha barrido la bestia negra riéndose con el ojo bizco, corre, mi rocín, que ella te quiere mojar de luto, reventarte un sacristán borracho quiere la anciana, un esfuerzo más, mi boquiduro, mi boquifresco, y te libraré del bozal cuando podamos gritar que ella vive, hazle una aureola de aire con tus coces, enfríala con un galope de nubes, unta su fiebre con las nieves de la cordillera, dale, mi rucio, no me falles, mi mohíno, mi matungo, no te pongas percherón ni te redomes, corcovea y desbócate, porque mil caninos de perros te rasgan ya las grupas, son los mastines, los aullidos de los esqueletos que crujen cuando tú los aplastas, mi jadeante boquiabierto, mi grande de fauces, mi príncipe, mi rucio oración, aleteado y chicoteado de ángeles, que no se te quiebre el espinazo, que no me revientes en sangre, guarda con la guadaña que siega y ciega, coletea las avispas que te clavan en el sudor del lomo, Llévame de aquí, caballito mío, llévame al pueblo donde yo nací, la muerte en carretela de bueyes negros te espera ese recodo de nubes turbulentas derramadas en el cielo, sáltala como batiendo vallas, mófate de ella, sométela al escarnio, si tú corres, Victoria respira, si despliegas tus alas, mi centauro, ella se encenderá de estrellas, dame de vuelta lo único que tengo, no te alagartes ni bufes, brama libertad, haz brillar tus herraduras de plata entre las piedrecillas, socava los guijarros como si buscaras oro, corre que ya te pilla, que ahora te alcanza la muerte con su moganga, su vejiga de coágulos, sus ubres fláccidas de lecho, negra, córrete, córrala, córrele, por el cerro, por la arpor el esterito abajo, por la quebrá, dale, potrillito de flema y nervio, dale corazón y redoble, dale tensos los ijares, al tas las orejas y triunfal el esternón de atleta, no te que sin aliento, muere y resucita tranco a tranco, salto y corre por ella, llévala a un mundo sin riendas, al desboque y el desfogue, no te pares, caballito de mierda, ay, no caigas en la nadita, rucio de mis sueños, no jadees agónía pedazo de bestia, no te encabrites, te lo ordeno y te ruego, yo, tu dueño sin títulos ni cetro, guarda, que ya no va tocando esa murga de fantasmas, ya te maman la sangre los murciélagos, ya llega la muerte a mano airada, ya te trae el duelo de paladines grises y te roen los pies los duendes y sus cancerberos, ya tu manta se transforma en mortaja, ya las trompetas de los cazadores emiten fanfarrias fúnebres, ya estás en este umbral de llanto, Victoria Poncel tan exangüe, tan exánime e inanimada, ya salen expulsados del cine los babosos con sus sudarios, los lamedores amortajados, los espectros de saliva en ascuas, no te detengas, no te pares, rucio, respira profundo, mi reina, llena tus huesos de gracia, santa María, ruega por ella, rucio mío, gana la carrera, cualquiera que sea el tiempo que pongas, gánala.



TREINTA Y DOS


En la pista de arena del Hipódromo Chile, uno de los,jinetes que aprontaba vio aparecer a su lado como una exhalación al rucio de Ángel Santiago y galopó a su flanco izquierdo, tratando de sujetarlo de las riendas. El joven que lo montaba le pareció tan exhausto como el animal, y el jockey se extrañó de que en esas pistas de profesionales aprontara un muchacho que no cumplía las mínimas instrucciones de seguridad: ni casco, ni montura reglamentaria, ni fusta, ni compasión con una bestia que había dado a todo escape más que cinco vueltas la distancia de fondo que se corría en el Gran Premio. Cuando logró frenar al potro pensó en llamar a su jinete criminal o asesino, mas se privó de todo insulto al advertir la mirada del chico extraviada, igual que si hubiese bebido un cocktail de drogas.


–Hombre, no se hace eso con un caballito. ¿Quería que reventara en sangre?

Ambos iban al trote y Santiago deseó tener un gorrito con visera que le tapase la luz chillona del sol.

–Sería muy largo explicarle, amigo.

–Está bien, pero esta pista es para profesionales. Estamos relojeando aprontes y usted puede causar un accidente.

–Ya me voy. Sólo quería devolverle el caballito a su preparador.

–¿Quién es?

–Ni idea. ¿Sabe cómo se llama este caballo?

El hombre pasó una mano por la mancha blanca que se extendía a lo largo de la nariz del rucio y se agachó un poco para examinar una protuberancia de la piel en el reinyo posterior derecho.

–Éste es el Milton. Se lo habían robado. ¿Dónde lo encontró?

–Pasteando pa’allá pa’l aeropuerto.

–Charly de la Mirándola se va a alegrar de verlo.

–¿Quién es ése?

–El preparador.

–¿Por dónde arriendo para encontrarlo?

–Métase por esta pista y siga derecho hasta topar con Vivaceta.

Cuando el Charly vio que entraba a sus pesebreras el joven sobre los lomos de Milton, se restregó los ojos como quisieran engañarlo con un truco de magia. Dejó caer, balde y el trapo con que le sacaba lustre a la crin de un midillo y fue hacia el rucio con aspecto desconfiado y una sonrisa dubitativa.

–Me han dicho que este caballito es suyo, don Charly,

–Así mismo es. Me lo robaron hace un par de semanas.

–Se lo encontré pasteando pa’llá pa Renca y viéndolo solito me lo agarré con la idea de encontrar a su dueño.

–Yo soy su preparador, pues, joven. Y esa pesebrera es el lugar donde dormía.

Ángel Santiago desmontó, y la bestia, siguiendo su hábito, entró al pesebre y empezó a mordisquear la paja derramada en la tierra.

–Se ve que es verdad lo que me cuenta. El rucio se siente aquí como chancho en barro.

–No es gran cosa el bicho, pero nunca se enferma y sabe ganarse la avena acumulando premios de placer. Una vez, hace corno tres años, ganó pagando más de cien veces la plata. «Subieron bandera -tituló-: Súper batatazo en el Hipódromo Chile. Milton probó que en el país de los tuertos el ciego es rey.»

–Aquí tiene de vuelta a su campeón, don Charly.

–Parece un fantasma de lo que era.

–Tuve que exigirlo mucho esta mañana. No sé aún con qué resultado.

–¿Cómo así?

–¿Qué hora es, señor De la Mirándola?

–Faltan cinco para las ocho.

–¿Me prestaría el teléfono?

–Tengo celular, no más.

–Con eso alcanza.

El preparador destrabó el cierre del aparato y lo dejó en condiciones de funcionan El joven leyó el número en la palma de su mano, lo digitó en el teclado, y antes de apretar el botón enviar, tuvo que superar un vahído que lo desestabilizó. Apoyó la espalda en una de las columnas del corral y lanzó la llamada.

Cada uno de los pitidos que pedían respuesta le pareció la cuenta fúnebre del árbitro de boxeo ante el púgil caído. Cinco, siete y hasta nueve veces se repitió la exasperante musiquilla hasta que obtuvo la comunicación.

–¿Profesor?

–Soy yo, hombre.

–Nadie contestaba.

–¿Y.?

–Uno se hace ideas…

–Dijiste que llamarías a las ocho. Aun faltan un par de minutos.

Ángel Santiago aprovechó esa frase para tragar la saliva que le impedía hablar. Agolpadamente.

–¿Vive? – imploró.

Hubo un silencio al otro lado de la línea y el joven amarró esta vez al palo del corral, envolviéndolo en los brazos. «No juegue conmigo, maestro. No ahora, por favor» quiso decir, pero antes de que las palabras salieran, una voz de mujer llegó a su auricular:

–¿Ángel? Soy yo, la Victoria.

El muchacho corrió hasta la puerta del establo y miró fijo la bola del sol.

–¿Cómo estás? – dijo en un susurro.

–Bien.

–¿Cuán bien?

–Bien. Estoy tomando desayuno.

–¿Cómo dijiste?

–Estoy tomando desayuno.

El chico avanzó hasta don Charly sopesando el teléfono en sus manos como si fuera una joya inconmensurable.

–Dice que está bien, don Charly. Dice que está tomando desayuno.

–¿Quién?

–Usted no la conoce. No se me ocurre qué decirle ahora

–Pregúntele qué está tomando de desayuno.

–¿Por ejemplo, qué?

–Si le sirvieron café con leche, tecito, cualquier cosa.

El joven dio grandes zancadas sobre la paja del corralón con una velocidad inversamente proporcional a su lengua.

–¿Qué estás tomando de desayuno, Victoria?

–Té, yoghourt, tostadas con mermelada, y huevitosa la copa.

–¿Huevitos a la copa?

–Huevitos a la copa.

–Espera un momento. Por favor, no me cortes.

Fue hasta el lado de De la Mirándola y como un colegial aplicado le repitió la información:

–Té, yoghourt, tostadas con mermelada y huevitos a la copa.

Con la quijada, el preparador hizo un gesto asintiendo y luego miró al chico, preocupado.

–¿Es ésa una mala noticia?

–¿Cuál?

–La del desayuno.

–¡¿Cómo pésima, don Charly?! ¡Excelente!

–¿Y por qué llora, entonces?

–¿Quién?

–Usted, pues, señor.

Ángel se pasó la mano por las mejillas y constató atónito lo que el preparador le había dicho. De pronto se dio cuenta de que aún seguía con la llamada en línea y de que no atinaba a ninguna palabra.

–¿Qué más le digo?

–Cualquier cosa. Pregúntele por el gusto de la mermelada.

–¿El gusto de la mermelada?

–Claro. Si tiene sabor a fresa, durazno, papaya…

De un manotón se secó otras lágrimas que habían buscado salida por la nariz.

–¿De qué sabor es la mermelada?

–¿Qué importancia tiene eso?

–No tiene la menor importancia.

–Por si te preocupa, es de naranja. Amarguita. Don Nico quiere hablar contigo.

El muchacho cambió de oído el auricular, como si esa ceremonia correspondiera al nuevo interlocutor.

–La mermelada de naranja es amarguita, muchacho. Como la vida.

–La salvamos, don Nico.

–¿Nosotros?

–No, el Caballero ahí colgado se portó. Bueno, yo hice lo mío.

–¿Cómo así?

–Galopé y galopé hasta que le gané a la muerte.

–Cuando regreses al hospital convendría que al médico te revisara el mate. Te vendría de maravillas un encefalograma.

–¿Qué es eso?

–Es una radiografía del cerebro donde pueden verse por dónde te patina el coco. Ya les ganamos la batalla a las bacterias, ahora tenemos que ver qué haremos con la presión.

–Eso déjemelo a mí, maestro.

–¿Qué piensas hacer?

–Algo grande. Tan grande que ni usted, mi profesor, padrino y confidente, puede saberlo.

–Te prohíbo que hagas algo antes de hablar conmigo.

–Siento el mayor respeto y admiración por usted, pero a partir de hoy sé exactamente qué hacer con mi vida.

–Excelente. Me preocuparé entonces de tenerte un epitafio.

–A mí me gusta «Voy y vuelvo».

–A propósito de vuelta: cuando pases por el hotolito tráete también las dos chaquetas de jeans. Están colgadas. en el armario.

Ángel Santiago se dejó caer deslizándose por la columna del pilar de madera hasta asentar sus nalgas en la parva de heno. Oyó el pitido del fin de enlace al otro lado de la línea y, ausente, le extendió el artefacto a Charly de la Mirándola. Éste lo miró con intensa severidad y su cuerpo rechoncho se balanceó incómodo para evitar la bosta de un caballo.

–¿Qué le pasó ahora, joven?

–Nada, don Charly.

–¿Y por qué crestas sigue llorando, entonces?


TREINTA Y TRES


Las primeras sombras caen rápido en Santiago. Alguien entra al almacén de la esquina y al salir está oscuro. Los viernes por la tarde, los ricos que tienen casa en la playa parten a la costa temprano. Las esposas y los niños esperan en los negocios o las oficinas con las mochilas de los escolares listas y bolsas del Jumbo con comestibles para el fin de semana.


Entre Santiago y el océano Pacífico hay apenas dos horas de viaje. Los pobres se quedan pululando en el centro, nimbados por el smog. Soportan los balazos de los tubos de escape y se inclinan ante el feroz manto gris de las calles. Esa niebla los induce a citas clandestinas con hembras de senos largos y faldas cortas en bares mal calefaccionados que huelen a vino áspero o bien a jugar dados y naipes con los amigotes del colegio o de los viejos barrios. Los santiaguinos se aferran a esas relaciones antiguas. En el camino de la vida, la dictadura convirtió la incertidumbre de las nuevas amistades en probables umbrales de traición.

Ese atardecer, Santoro se llevó otra vez a casa las llaves de la celda con doble reja donde fingía que estaba castigado Rigoberto Marín. «Hasta nueva orden, la condena es a pan, agua y silencio», había dispuesto con mueca agria. Esperó fumando con desgano un último cigarrillo y timbró su tarjeta de salída justo a las siete.

Con el cuello del abrigo subido, enfrentó la helada que siguió al día de tantos trechos azules. Después de una mañana iluminada de sol, las tinieblas en Santiago son gélidas, con el reflejo de los neones en las caras de los obreros que vuelven a casa arrumbados y exangües en las micros.

En una de aquellas micros trepó el alcaide tras comprar La Segunda en el quiosco de la esquina. Entre los sobresaltitos del asfixiante vehículo, sólo pudo fijar la vista en algunos titulares: agentes del gobierno eran investigados sobresueldos ilegales, Chile conseguía triunfos internacionales en tenis, acaso Marcelo Salas el Matador tierarido de Italia a Buenos Aires, una ex reina de belleza se presenta candidata de los derechistas para la alcaldía del elegante balneario.

Varios de los pasajeros tosían o estornudaban a la vez pero nadie se atrevía a abrir una ventanilla. Preferían un contagio que el hielo de ese aire purulento.

Ese que viajaba en el asiento del fondo, en el barrio más largo, el único que está después de la bajada aquel en el que caben apretujados hasta seis personas, el recibe con mayor impacto las caídas en los hoyos de la avenida, el lugar donde los pasajeros no tienen cómo sujetarse cuando los neumáticos pelones frenan en las calles raidas y ruedan por el pasillo si están distraídos, ése, uno ellos, uno de esos seis, justamente el que se cubría la cabeza con un jockey de cuero y orejeras y se envolvía la mandíbula en una raída bufanda de alpaca peruana marca Arequip ese mismo individuo que asediaba al alcaide con expresión, torva y sabía recoger diestro los ojos hacia el piso cuando el funcionario miraba hacia atrás, ése, ése era Ángel Santiago

Las rodillas apretadas para caber en el rincón, recorrió la lengua untando los labios con saliva mientras la boca se le iba poniendo más seca a medida que la micro avanzaba hacia el poniente, y luego rumbo a Independencia, y finalmente. llegaba a la calle Einstein, y frenaba un rato para permiitirle al alcaide bajar en la esquina de la carnicería Darc.

Los faroles de aquellas calles antiguas y deterioradas apenas diluían las penumbras, y los dos hombres, separados por un largo trecho, se internaron en la avenida central hasta tomar a la izquierda un pasaje menor. La postura de ambos difería: grande, cansino, más ancho en su abrigo de piel de camello, el alcaide avanzaba como si bostezara. Iba pensando en sacarse los zapatos, calzarse las pantuflas, brindar con su mujer por el fin de semana con un vaso de vino tinto, y cabecear una ínfima siesta mirando la telenovela de la Televisión Nacional. Así esperaría la cena y acaso tuviera que darle autorización a sus hijas adolescentes para que fueran a sus fiestas de weekend, y enfatizar que las quería antes de la una de vuelta en casa.

El otro hombre no se desplazaba con tamaño olvido y naturalidad. La cabeza más gacha de lo necesario para que el jockey de cuero le cubriera la nariz, iba buscando la línea junto a la pared donde las sombras protegían su clandestinidad. No podía dilatar más esa caminata, pues el alcaide doblaría en la próxima calle, avanzaría por ese callejón de tres árboles, y en un santiamén estaría introduciendo la llave en la casa azulina. Aunque temía que acelerando el Paso podría llamar la atención de su víctima, decidió confiar en sus muelles zapatillas de basketball, y tras cerciorarse de que no había nadie al alcance, saltó felino sobre el hombre antes de que tomase el último recodo.

Se arrancó de un tirón la bufanda que lo cubría y ocultaba, y tirándola por sobre Santoro como un chicotazo de sombra, como un sorprendente murciélago, frenó su marcha sin dar tiempo a que el alcaide alcanzase a defenderse de la brutal presión con que comenzó a estrangularlo. La asfixia lo dejó indefenso y levantó los ojos despavoridos hacia el muchacho, queriendo gritar «perdón» y logrando sólo un barboteo ininteligible.

De rodillas junto al joven, piso todas las Palabras que no pudo decir en la súplica de sus ojos. Ahora el muchacho había dejado caer el jockey, y el rebelde pelo castaño que lo hacía lucir como un ángel de estampas parroquiales se le derramó encima de los hombros. Al sentir que el alcaide se desvanecía, optó por soltar la presión, y le metió la mano por debajo de la chaqueta, le sustrajo la Pistola que cargaba en la cartuchera sobre el corazón. La tiró lejos y el arma hizo un ruido metálico al chocar contra los fierros del desagüe. Ahora podía mover al hombre, casi inconsciente, con la destreza que cambiaba el rumbo de su caballo. Lo arrastró, como si la bufanda fuera una brida, hasta apoyarlo en el tronco del árbol sin hojas.

Aflojó después la presión, seguro de que el hombre no atinaría a nada, paralizado ya por la asfixia y el terror. La primera palabra que dijo fue «piedad», con un tono y un volumen que parecía haber ensayado en muchas pesadillas. En todas esas fantasmagorías se había imaginado que el joven Santiago entraba a un bar de la calle Puente y le clavaba un puñal en la garganta cuya punta reaparecía en la nuca. Siempre había un arma entremedio, pero no una bufanda. No la prenda que él le había regalado con estrategia, pero también con afecto.

–Yo te estimo, chiquillo. Nunca quise hacerte daño. No merezco morir por una locura ocasional -jadeó.

–¿En serio, alcaide?

–Fue una noche extraña. Estábamos todos como náufragos.

–Como bestias, Santoro.

–Es la vida, es esta vida de mierda que todos llevamos.

–Si piensa así -dijo Ángel Santiago, apretando un poco más la bufanda-, ¿por qué se aferra a ella?

–Por los afectos que uno va creando. Tengo mi esposa, dos hijas adolescentes. Me necesitan, Santiago. No es justo que me mates a metros de mi casa.

El joven cogió la cara del alcaide y la estrelló contra el tronco del árbol. Luego, apretando su cabeza desde el cráneo, restregó su faz contra la corteza hasta que la sangre brotó entre los arañazos. Al alzarle el rostro, pudo advertir que los rasgos del funcionario se habían desfigurado. Trozos de astillas y cortezas se le habían adherido a la sangre y al sudor, y sus labios deformados temblaban.

–Esa noche tuvieron que llevarme al hospital para hacerme una transfusión.

–Yo mismo viajé contigo en la ambulancia. ¿No te acuerdas de eso?

–«Hemorragias múltiples», escribió el médico de turno.

–Pero te sanaste, chiquillo. Estás fuerte, eres libre, tienes la vida por delante. ¿Qué le agregas a tu vida si me matas?

–Dignidad.

El joven puso aun más presión en la bufanda y fue tensándola hasta que los ojos del hombre rodaron por sus córneas. Sólo entonces tiró de la alpaca y fue a apoyarse contra la pared para recuperar el aliento.

–¿Me oye, alcaide?

–Sí, muchacho -susurró Santoro, jadeando y masajeándose simultáneamente el corazón.

–Entonces oiga bien lo que tengo que decirle.

–Te escucho.

–No he venido a matarlo.

–No te creo.

–Como sea, no lo voy a matar ahora.

–Te lo agradezco, Ángel Santiago. ¿Y cuándo vas a matarme?

–Nunca.

–¿Hablas en serio?

–Totalmente en serio. Por razones que usted jamás entendería, he cambiado mis planes. Mi futuro no incluye una rata como usted, ni siquiera para exterminarla.

Un transeúnte pasó entremedio de los dos hombres y, precavido, siguió de largo, fingiendo que no los había visto. También en la casa del frente una anciana había corrido la cortina de su ventana, y al ser sorprendida por Ángel Santiago la volvió a cerrar.

–Te agradezco la piedad.

–No es piedad, alcaide. Es frialdad. Es mi cabeza lúcida, que separa desde hoy la paja del trigo.

–¿Y tu historia de la dignidad perdida?

–Ya no es tema. Si hubiera apretado la bufanda un minuto más, usted ahora no estaría filosofando. Me doy por satisfecho.

–Mis preguntas no son gratuitas, muchacho. ¿Cómo puedo saber si tu perdón de hoy no es más que un arrebato generoso y que mañana no te aparecerás frente a mí en cualquier bar y me atravesarás la garganta con un cuchillo?

–No pretenderá que le dé un papel firmado y con timbre fiscal de que no lo haré.

–Está bien, Ángel Santiago. Te creo.

El corpulento hombre se aferró al tronco del árbol y fue alzándose dificultosamente hasta quedar de pie. Se sacudió el abrigo y quiso avanzar hasta la pistola depositada sobre la reja del alcantarillado. El joven se adelantó y se la puso en el bolsillo de la chaqueta de cuero.

–Ésa se la voy a pedir emprestada por mientras, alcaide.

–¿Qué tienes entre manos?

–Nada que a usted le concierna.

–Pregunto porque me daría mucha pena verte de vuelta en mi cárcel.

–¿Me trataría igual que antes?

–No, chiquillo. Te trataría como a un príncipe. Pero si vas a usar el arma, conviene que aprendas cómo funciona.

Los dos se quedaron un largo rato callados, casi inmóviles. Una brisa desprendió algunas hojas secas del árbol y Ángel agarró una al vuelo y se entretuvo raspando su quebradiza textura. El alcaide se sobó el cuello magullado y fue hasta el chico con la mano extendida.

–Si me permites, voy a despedirme. Me esperan en casa.

–Vaya no más, alcaide.

Se estrecharon las manos, pero algo retuvo a Santero en ese lugar Limpiándose con un par de dedos el barro adherido a sus cejas, se animó finalmente a su pregunta:

–Si en verdad no querías matarme, ¿para qué viniste?

Ángel Santiago quebró la hoja que tenía en la mano derecha y luego la fue moliendo hasta pulverizarla.

–Para devolverle la bufanda, alcaide.


TREINTA Y CUATRO


Pasadas las diez de la noche parece que los semáforos de la calle de las Tabernas tuvieran tres luces verdes. Los conductores no les prestan atención a las señales del tráfico cuando se divierten estudiando a las chicas sentadas en las vitrinas de los cafés o a quienes conversan en pequeños grupos con abrigos de piel, medias caladas bajo la minifalda y maquillaje rojo entre las cejas y las pestañas.


Al ingresar en la zona, el joven no pudo impedir que la felicidad lo desbordara. Era como si una ducha de pistones, semejante a aquella que usan para pintar la carrocería de los autos, le hubiera barrido el sarro que acumulaba en sus entrañas. Se sentía limpio, ligero, y al darse cuenta de que estaba a punto de ejercer en plena calle una cabriola de baile, entendió por primera vez a aquellos héroes de los musicales de Hollywood que se ponían a cantar o a bailar cuando caían en éxtasis.

Se había descargado de tantas mochilas que le doblegaban el lomo que ahora se sentía un animal liviano y flexible, ágil de mente y rápido de pezuñas. Dúctil, y tan transparente que le parecía que todo el mundo se daría cuenta de la doble fuente de su felicidad: eso que sentía por Victoria Ponce era muy probablemente lo que en el cine y las canciones llamaban «amor», y la indicación de Vergara Grey de que recogiese del hotelucho las chaquetas jeans de la Schendler sonaba como una señal de que el Golpe había prendido en su alma.

Desde la madrugada, cuando había galopado al rucio ganando su carrera, sentía que la suerte le llovía a raudales, que a su alrededor una patota de ángeles le agenciaban milagros y le provocaban lucideces imprevistas. Esos escurridizos y etéreos señores, diligentes y benévolos, cuidaban de que nada malo le pasara, de que aflojase, por ejemplo, la presión de la bufanda en el cuello de buey del alcaide, librándolo así de un asesinato.

No sólo de ese crimen, sino de ese otro repetido fantasmalmente en noches de insomnio en la celda, cuando se veía enterrándole a Santoro un cuchillo cocinero en la garganta. ¿Por qué el viejo le había cantado esa imagen? Exactamente la figura de su sueño. ¿Acaso la angustia en vez de confundir a los hombres los transforma en videntes? ¿Habían soñado la víctima y él, su verdugo, el mismo sueño?

«Nada malo me puede pasar», se dijo, justo en el momento que pasaba al borde de un auto color cereza, desde donde lo espantaron de su dicha con un bocinazo. La ventanilla del chofer se abrió y por el encuadre del vidrio apareció la cabeza del cuidador de autos.

–¿Cuándo me vái a pagar las dos lucas, cabrito?

Santiago estaba acostumbrado a ver a Nemesio Santelices con un fieltro amarillo señalizándoles a los conductores cómo estacionar su auto en la calle tan concurrida, pero jamás habría pensado que algún día ese tipo iba a estar sentado al volante. No pudo evitar una sonrisa.

–Falta su resto, amigo -dijo, disponiéndose a seguir alegremente su tranco hacia el hotel.

El cuidador abrió la puerta trasera del coche y le hizo un gesto conminatorio de que entrara. Tras obedecer y tomar asiento, identificó a su lado a la recepcionista Elsa.

–¿Te acuerdas de mí, chiquillo?

–Claro que sí, la nochera.

–¿Y qué es de Elena Sanhueza?

–Ése era el nombre falso de mi novia. Está bien, recuperándose de un accidente en la Asistencia Pública. ¿Para qué querían que subiese al auto?

–Aquí nadie nos ve -dijo el cuidador.

–¿Y qué tiene que nos vean?

El hombrecito se hundió el sombrero hasta las cejas como si al decir la frase se pusiera en evidencia.

–Una vez te vi salir volando del primer piso y caíste vivo.

–Fue una broma de Vergara Grey.

–Ahora queremos evitar que salgas volando del primer piso, pero muerto.

El muchacho se frotó las rodillas y quiso vislumbrar la escena alrededor del hotel a través del vidrio empañado. Elsa se preparó un cigarrillo, abrió una franja la ventanilla y exhaló por allí la primera bocanada.

–Dentro del hotel hay un caballero, no muy distinguido, que te anda buscando para matarte.

–¿A mí?

–A ti o a Vergara Grey. No he llegado tan lejos en mis investigaciones. Tú me eres bastante indiferente desde que vapuleaste a Monasterio. Pero tú también eres la pista a través de la cual el caballero puede llegar a Nico. Y ése sí que sería un funeral al que no me gustaría asistir.

–¿Quién es el tío?

–Dice que se llama Alberto Parra Chacón, pero no es su nombre.

–¿Cómo lo sabe?

–¡Bah! Cuando tú entraste por primera vez al hotel sabía perfectamente que no te llamabas Enrique Gutiérrez.

–Usted me puso ese nombre.

–Les pongo ese nombre a todos para no olvidarlo ni entrar en contradicciones si algún día me interroga la policía. También a Alberto Parra Chacón lo inscribí como Enrique Gutiérrez.

–¿Y si alguien lo llama por teléfono?

–Eso es problema de Gutiérrez y del que llama, no mío.

Ángel Santiago sacó una peineta de su mochila y aprovechó el espejo retrovisor para darse un par de manos en la melena.

–¿De dónde sacó que ese tío nos quiere matar?

–Una deducción muy simple. ¿Por qué un hombre toma la habitación vecina a la de Nico? ¿Por qué desde que entra no sale de ella y está echado en camiseta sin mangas sobre el sofá con una Browníng calibre 38? ¿Por qué cuando mandé a la mucama a hacer la habitación de Vergara Grey salió despavorido al pasillo con el arma en la mano?

–No sé de nadie que me quiera matar, señora Elsa.

–¿No le has comentado a alguna persona lo que preparas con Vergara Grey?

–Todo el mundo cree que preparo algo con el profesor, pero él ya no quiere guerra. Lo único que desea es vivir como un jubilado con su familia.

–Conozco bien a Teresa Capriatti y sé que si no le lleva plata a la casa no va a volver a entrar allí.

–¿Pero adónde la llevan todas estas reflexiones?

–A lo siguiente: Alberto Parra Chacón es alguien que quiere o matarlos o participar en el Golpe.

–¡¿Qué Golpe, por la cresta!

–Si muestra pistola es porque sabe que lo que ustedes están preparando requiere, además de robaburros y artistas de la ganzúa, cojones para matar, si es necesario. Debe de saber que el Golpe no es cosa de mariquítas.

–Por decirme eso mismo casi estrangulo a su amante, doña Elsa.

–Lo digo en un sentido figurado. Me consta que le diste una paliza en la cama a la señorita Sanhueza. Pero si el Flaco no fuera un ladrón, la víctima que busca tendrías que ser tú.

–¡Yo! Lo único que tengo en mi prontuario es haberme robado un caballo. Nadie me va a matar por eso.

–¿Y la colegiala?

–No entiendo.

–La muñeca que te estás vacilando, ¿no tendrá otro amante, por si acaso?

–Doña Elsa: ¡las telenovelas le tienen comido el coco!

–¿O un padre que quiera vengar el honor de su hija?

Ángel Santiago apretó la manilla del auto y la abrió con furia.

–Voy a sacar un par de cosas de don Nico de la pieza.

El cuidador de autos se le cruzó en el camino impidiéndole que avanzara. Con un llavero de control remoto hizo saltar la tapa de la maletera.

–En esa valija están todas las pilchas de Vergara Grey.

–¿Por qué?

–No queremos que el maestro entre en el hotel y el gángster le haga daño. Y a ti tampoco. Si sabes dónde está, llévale sus cositas.

El joven se frotó algunos segundos los párpados y quiso recapitular en ese relampagazo lo que había sido su vida insomne en las últimas cincuenta horas. ¿Lo querrían así sus ángeles o debía mandar al carajo a esa vieja mitómana? Dejó entonces que la boca hablara antes de que se pronunciara la razón.

–Está bien. No entraré al hotel. Yo le llevo la valija.

El cuidador la levantó de la maletera, se la pasó, y simultáneamente hizo una señal a un taxi para que frenara. La sonrisa del hombrecito reveló esta vez que le faltaba el canino derecho. Igual que un comediante actuando el rol de portero de un hotel de lujo, Nemesio Santelices abrió la puerta del taxi, introdujo la maleta y luego a Ángel Santiago tomándolo del codo. Después puso la mano en el bolsillo de la chaqueta, produjo dos billetes de mil y se los enterró en la palma de la mano.

–Me estaría debiendo cuatro lucas, concha’e tu madre.


TREINTA Y CINCO


Hay discusiones acerca de si la idea original fue de Vergara Grey o de Ángel Santiago. No cabe duda, sin embargo, que ambos planes fueron desarrollados en la Academia de Ballet Coppella, una vez que su propietaria y docente resultara estimulada con un honorario de treinta mil por el mes corriente y otro por parecida cantidad a cuenta de las deudas originadas por Victoria Ponce en el trimestre anterior.


La sorpresiva aparición de ese patrimonio hizo que la dama, quien se presentó ante don Nico, con golpes de pestañas dignas de una vampiresa, como Ruth Ulloa, proporcionara a los socios sendas colchonetas, par de frazadas, y hasta una lamparilla que ambos declararon necesitar para estudiar el plan en la noche.

Por cierto, la bien mantenida ex bailarina fue puesta en conocimiento por los dos varones del plan A, visible para quien quisiera fisgar sobre la mesa de arquitecto que a título de préstamo aportó el arquitecto Charlín del estudio vecino, pero se le mantuvo en riguroso incógnito sobre el plan B del Enano Lira, que incluía parcial movilización en los eficientes ascensores de origen alemán marca Schendler.

Victoria fue depositada -«a plazo», le dijo seco Ángel Santiago a la viuda Ponce- en la humilde casa de la madre, quien no reaccionó con ningún tipo de sorpresa ni de alarma cuando vio bajar del taxi a la colegiala acompañada de un hombre de bigotes grises pespuntado por canas y a un jovenzuelo hiperkinético y arrogante, quien fue hasta la pieza de la muchacha como si le perteneciera.

Preguntada la señora sobre si había notado la ausencia de su niñita en los últimos días, replicó que en efecto, a la hora del desayuno, había advertido que la sopa de minestrones que le había aliñado con perejil para la cena de la noche anterior seguía sin consumir en el microondas.

Vergara Grey le expuso que Victoria había tenido un pequeño desmayo, que él la había recogido en la calle y llevado al hospital, que había pasado una noche en observación, que no era nada grave, y que ahora iba a quedar un par de días en reposo antes de que se recuperara plenamente. La madre quiso contar algo de la fatídica historia que pesaba sobre la familia pero fue detenida por el joven y cambió de discurso, opinando que su hija padecía de anorexia, enfermedad que afecta a las bailarinas y a los jinetes, quienes deben mantenerse en los huesitos para rendir profesionalmente.

Efectivamente ése era el caso, decretó conciliador Vergara Grey. Y le pasó un kilo de carne para cazuela envuelta en papel de diario con instrucciones de que le preparara una sopita de vacuno donde no faltara ni una papa cocida, ni el trozo de zapallo, ni un trecho de choclo, y hasta algo de ají y cilantro, mezcla que seguro devolvería el color a las mejillas de la señorita Ponce.

Pasado mañana la pasarían a recoger a ella y a la hija tipo nueve de la noche, y cuando la mujer le indicó plañidera que ella nunca salía de noche por causa de su depresión, don Nico le dijo que mucha depresión para arriba y mucha depresión para abajo, pero si mañana no estaba lista a las nueve, vestida con su mejor traje sastre y su medio kilo de colorete en las mejillas, él personalmente la iba a sacar a rastras de la casa aunque estuviera -«perdone estas palabras inusuales en mí, señora»- en pelotas.

Por su parte, Victoria Ponce, tendida en el lecho junto a una limonada y dos aspirinas, no parecía darse cuenta de las turbulencias que había enfrentado para estar viva. Acariciándose una y otra vez el pelo con la mano derecha, se limitó a dar una información y una pregunta, de suyo contradictorias: una, que no quería vivir, y dos, si la profesora de ballet la admitiría en su academia esa noche.

El joven dejó pasar la primera pensando que era un coletazo inevitable de la degradación que había llevado a la chica a querer autodestruirse, pero se interesó vivamente en la segunda, y afirmó que la maestra la esperaba mañana en la noche con la coreografía de la Mistral.

Desprovistos hasta de monedas para el autobús, los socios rumbearon a pie por la noche hacia la academia de ballet, y para hacer más tolerable la caminata se detuvieron ante el edificio donde Canteros y sus guardias guardaban el tesoro de sus chantajes, y estuvieron fumando un cigarrillo mientras los pesados camiones de la Municipalidad de Santiago descargaban los enormes basureros grises de basura y la molían.

Vergara Grey bromeó calculando que uno de esos toneles de plástico, lleno de billetes, podría llegar a pesar unos treinta kilos y un millón de dólares. «¿Usted cree que el gordo Canteros tiene tanto en el buche?», preguntó esperanzado su socio. Y el profesional le dijo con tono didáctico que, por menos de eso, no valdría la pena dar el Golpe. «Pero -agregó- ése es el plan B. Atengámonos al tema A, que es el que urge por ahora.»

El plan A convocó esa misma noche a Ruth Ulloa, Ángel Santiago y Nicolás Vergara Grey sobre la mesa del arquitecto Charlín en la academia de ballet, después de que las últimas alumnas habían terminado sus ejercicios en la barra y abandonado el local. Al centro de la tabla lisa y bien pulida, el profesor extendió un papel de gran formato y lápices de diferentes colores que le permitieran resaltar claramente la misión de cada cual.

Responsabilidad de la profesora Ulloa sería el transporte de su radio Zenith verde con los dos enormes parlantes, así como el CD que incluía la música de Luis Addis, notablemente distinta de su Canto para una semilla sobre las Décimas de Violeta Parra. La compositora de Gracias a la vida al fin y al cabo era sureña, chillaneja, por más señas, y la Mistral venía de los valles del desierto próximo a Vicuña.

Amenizó la jornada un termo de café que se repartió a pequeñas dosis, pues la noche era larga, los detalles muchos, y la táctica incierta. La maestra Ruth les contó a los hombres que, enterada de que la historia de su propio padre había inspirado a Victoria a acudir a Los sonetos de la muerte de Gabriela Mistral, ella decidió a su vez contratar al compositor Addis, quien procedió a elaborar la pieza para ballet tomando como motivo un fenómeno del norte chileno llamado «el desierto florido».

Repentinamente, producto de una lluvia insólita en esos parajes, la riqueza de minerales y sales de esos espacios yermos hace que la tierra, la arena y hasta los montes revienten de la noche a la mañana en la vegetación de un alucinante vergel, algo semejante a un fugaz paraíso. Según el compositor, la textura de su melodía combinaba esa mutación con la idea de la poeta que arranca el cuerpo del amado desde el féretro al cálido lar del universo: «Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada.»

En nueve minutos y cuarenta segundos la contracción de una penitente comenzaba lentamente a poblarse de ternura mientras la llovizna iba despertando las flores profundas del desierto hasta hacer de todo el paisaje la casa común de los hombres: la luz tendría a su vez que ir desde la oscuridad a la penumbra, de ésta a la sombra vaga, de allí al gris con perfiles, hasta que un rayo verde, o una modesta franja naranja, haría parir en la bailarina el cuerpo del amado que transportaba a la gracia.

Cuando la maestra terminó su relato, los dos socios (del plan A y B) miraban hondamente en sus pocillos de café, y la mujer tuvo la sospecha de que no habían entendido ni un rábano.

–Es decir -quiso iluminarlos-, toda la trama de la música y la danza es una metáfora. ¿Me entiende, don Nico?

Vergara Grey se metió un dedo en la oreja y se la rascó profundo, como si arrancando un poco de cerumen el significado de esa lección le resultara permeable.

–Sí -dijo, con una sonrisa de disculpa, porque la respuesta era «no».

Impulsivo, Ángel Santiago proclamó que, conociendo el temple pacifista del maestro, él se haría cargo del arsenal, y al mismo tiempo de las Fuerzas Armadas, vale decir en este caso, del cabo de la comisaría de Güechuraba, Arnoldo Zúñiga. Y anticipando su voluntad de que nada impidiera el buen desenlace del plan, estableció sobre el mesón de dibujo tanto el revólver que le había birlado al alcaide Santoro como la palidez de la aún buena moza coreógrafa Ruth Ulloa.

Con un disimulado puntapié que Vergara Grey acertó en la rodilla al muchacho, minimizó la ofensiva bélica de éste, y arrojando a la vez con una falsa risa el arma al canasto de basura y mirando su reloj, propuso que suspendieran las bromas, pues el tiempo apremiaba.

El acelerado muchacho tendría que hacerse cargo sólo de convencer al cabo, mientras que él hablaría -anotó vía lápiz verde en el papelote- con la maestra de dibujo doña Elena Sanhueza, con la socia de Monasterio, doña Elsa -que tan bien les cuidaba a ambos el pellejo-, y hasta con el mismísimo alcaide Huerta.

Ahorrativo, Ángel Santiago decidió abstenerse del taxi, y viajó apiñado en micro, rumbo a la comisaría de Güechuraba. Esperó en el establo, dándole cariño a los animales, hasta que uno a uno éstos fueron montados por los carabineros que salían a hacer sus rondas. Con los cascos de los caballos que se alejaban se produjo quietud e intimidad en la comisaría. Sólo el encargado del libro de partes transcribía algunas infracciones de tránsito logrando que la esforzada caligrafía le hiciera salir la punta de la lengua entre los labios. Se presentó delante de Zúñiga imitando el saludo militar de llevarse dos dedos al quepis que no tenía.

–¿Se acuerda de mí cabo Zúñiga?

Dos segundos apenas tardó el uniformado en pasar de la extrañeza al reconocimiento. Se levantó efusivo para abrazarlo al tiempo que le decía:

–¡Pero cómo me voy a olvidar del dueño del rucio! ¿Qué es de esa joyita?

–Seguí su consejo, pues. Lo llevé al hipódromo y está inscrito para la Primera del Chile.

–¡Recacha, la mansa ni sorpresa!

–El Charly de la Mirándola le tiene harta confianza.

–No será para tanto. ¿Cuánto me dijo que ponía en los mil doscientos?

–Uno quince, uno dieciséis…

–Ojalá que llueva, hay caballitos que se afirman mejor en el barro. ¿Y cuál es la gracia del animal?

–Milton.

–¿Como el locutor de fútbol Milton Millas?

–Eso.

–Voy a pasar a la sucursal a jugarle un boleto.

–El Charly le tiene confianza.

Un ordenanza le llevó al uniformado su paila de jamón con huevos revueltos, y tras echarle abundante sal, se la fue sirviendo con alegre apetito. Le indicó al joven una banana sobre el escritorio:

–Sírvasela.

–Gracias, mi cabo. Ya desayuné.

Después de algunas cucharadas que culminó limpiándose con una toallita Nova, el carabinero se echó satisfecho sobre el respaldo del asiento y miró amable al muchacho.

–¿Y qué lo trae por aquí, joven

Esa pregunta trivial y cotidiana desencadenó tal rubor en Ángel que sintió que sus manos comenzaban a mojarse por la súbita transpiración.

–¿Se acuerda cuando me dijo que cualquier problema que tuviese diera su nombre?

–«Cabo Zúñiga, comisaría de Güechuraba, para servirlo.»

El joven tragó la saliva acumulada y echándose el pelo hacia atrás levantó la barbilla y dijo con tono trascendente:

–Bueno, pues, necesito su ayuda.

El oficial entendió sin más palabras que venía una confidencia, golpeó con una uña algunas migas caídas sobre el escritorio y fue a cerrar sin ruido la puerta.

–Dígame.

–Me imagino que usted, con su experiencia de ese lado de la ley, ya se habrá formado una idea de mí.

El uniformado se sentó en el borde del escritorio y cruzó los brazos.

–En primer lugar, que usted está al otro lado.

–Rehabilitándome.

–Nadie es perfecto en este barrio, y en Chile mucho menos. ¿Y en qué puedo servirlo?

–¡Puchacay! ¿Cómo se lo dijera pa’que entendiera?

–Anímese. Hablar no es un delito. Siempre y cuando no sea un intento de soborno -recapacitó-; ahí los carabineros somos inflexibles.

–No, mi cabo, se trata más o menos de lo contrario.

–¿Qué sería?

–Un préstamo.

El cabo Zúñiga saltó del escritorio, cogió la banana y, mientras hablaba, no dejó de golpearla contra la palma de una mano. Sonrió casi con piedad.

–Ahí sí que la embarró, amigo. Pedirle plata prestada a un carabinero es como asaltar la alcancía de un mendigo. Tenemos los peores sueldos de Chile. Si no fuera por el seguro de salud y la oficina de bienestar que nos regala leche Nido para las guaguas, más nos valdría ser cesantes. Participaríamos en las protestas tirándoles piedras a los pacos.

El hombre se rió con franco buen humor y, envalentonado por esa buena racha, Ángel Santiago buscó su proximidad y le dijo, confidente:

–En verdad no es un préstamo en metálico. Se trata de una ayuda que sólo usted puede darnos.

–¿Darnos?

–Humm

–¿Es una historia larga?

–Si tuviera la bondad de escucharla con paciencia…

–¿Tan larga que mientras me la cuenta podría comerme el plátano?

–Un cacho entero de bananas.

–Voy a escucharla, pero si me aburro lo corto.

–De acuerdo.

–¿Cómo se llama ella?

–¿De dónde se dio cuenta de que se trataba de eso?

–Cachativa policial. ¿Nombre?

–Victoria Ponce.

–¿Edad?

–Diecisiete años.

–¿Prontuario?

Ángel hizo rodar un cigarrillo entre los dedos, y aflojándole así un poco el tabaco, fue hasta la ventana, miró la cordillera, y tras pedir fuego contó la historia de la muchacha sin omitir detalle. A las diez llevaba quince minutos de relato y pudo advertir que el carabinero estaba tan inmerso en éste que cuando sonó el teléfono dijo brusco «que llamen más tarde», y colgó de un hachazo.

Siguiendo esa intuición que le inspiraba la visión del cielo abierto, las nubes deshilachadas por la brisa y el rodar de las carretelas en el empedrado rumbo a La Vega, hizo una síntesis completa de su vida desde la salida de la cárcel, omitiendo dos puntos que no concernían en absoluto a su petitorio: el Golpe de Lira y el bufandazo propinado la noche anterior al respetable alcaide de la Cárcel Central.

En los tres últimos minutos, bajando aun más el tono confidencial, entró a terreno dinamitado, y le planteó la petición, diciendo que si bien no esperaba de él una reparación institucional para la muchacha -«de eso se encargarán tarde o temprano otras generaciones o las leyes»- sí quería su ayuda para el éxito de su proyecto en el nivel de su sencillo corazón de chileno uniformado, de abnegado servidor público y de padre de familia.

Cuando el joven terminó su discurso, el cabo Zúñiga había adelantado los labios y los tenía unidos fuertemente con dos dedos, en señal de meditación. Su mirada se perdió en la muralla como si tratara de descifrar alguna figura en la mancha café producto de la humedad. Deshizo su postura y revisó la posición de todos los objetos que tenía en el escritorio. Al descubrir la cáscara de la banana, de un solo manotazo la hizo aterrizar en el papelero.

–¿Y? – se animó finalmente Ángel, hablando como si estuviera en puntas de pies.

El cabo Zúñiga dispuso de medio minuto para abrocharse un botón más apretado el recio cinturón reglamentario, y luego dijo con una sonrisa sin alegría:

–Vamos a dejar la cagada.


TREINTA Y SEIS


Vergara Grey fue directo a la sala de profesores del liceo y estuvo describiéndole el plan A a la profesora de dibujo, quien aceptó encantada participar, siempre y cuando se le permitiera tomar más iniciativas que las propuestas; a saber, dibujar las tarjetas de invitación con una Gabriela Mistral, alta y ruda, bailando hacia el sol. Ella iba a poner las cartulinas, el papier maché, los materiales gráficos, los sobres de Librería Nacional, las estampillas de Correos de Chile _«no hay tiempo para eso, maestra, ni aun por expreso llegarían a sus destinatarios»-, «y hablaré personalmente con el crítico de El Mercado para que asista».


La tarjeta, se expresó obviamente la maestra de arte y no el lego Vergara Grey, debería ser una cosa de trazos luminosos, como por ejemplo La paloma de Picasso, algo que en la dinámica de unas pocas líneas sugiriera un poema que baila. Sin más, procedió a rayar tres ejemplos en su cuaderno de croquis, y tras la aprobación encandilada del ladrón se decidió por el «proyecto uno» y se comprometió firmemente a tener listo el envío para su distribución vía courier -término inexistente en el registro del hombre en un par de horas.

Puesto que la fotocopiadora de color costaba una fortuna para una futura cesante, la maestra preguntó si Vergara Grey no podría poner a su disposición un pequeño fondo, que llamó «caja chica», con objeto de cubrir algunas de sus expensas. Elocuente, quien le encomendaba la artística y fraternal misión se dio vuelta los bolsillos sin que cayera otra cosa que el boleto del autobús con que había llegado hasta el liceo. Buscando un buen pretexto para abordar a Teresa Capriatti y contribuir a acercarla a Vergara Grey, la cajera Elsa se hizo con la chequera del socio Monasterio y la alivió de un cheque por cien mil pesos sin tener certeza de si la suma tendría o no respaldo bancario. Esta vez fue en taxi hasta la casa de la mujer, y con la esperanza de que la invitara a sentarse, compró algunos dulces chilenos, entre otros, príncipes, que se complementarían de maravillas con el eventual té al que la hostil esposa de su amigo debería, hospitalaria, ofrecerle.

Adjunto al cheque llevaba la invitación: la señora Sanhueza había agregado sobre el nombre Teresa Capriatti un espolvoreado de oro semejante a aquel con que untan la curva de sus senos las vedettes. Puesto que las otras invitaciones, incluida la suya, carecían de ese aditamento, la cajera dedujo que el Nico se había ido de confidencias sentimentales con la artista.

Tras tocar el timbre y olerse en mitad del pecho, hizo su aparición en la puerta del departamento Teresa Capriatti, quien abrió apenas un hilito y emitió con desgano la siguiente cortesía:

–Ah, es usted.

La mujer no se amilanó, extrajo de su bolso atigrado la obra de arte y se la mostró por el deslumbrante lado de la carátula.

–Vergara Grey le manda esta invitación.

Su esposa le dedicó una mirada con los labios férreamente fruncidos y luego alzó la vista.

–Explíqueme.

–Son buenas noticias. Su Nico ha conseguido trabajo como promotor de espectáculos. Se ha transformado en una suerte de agente de artistas.

–A juzgar por el polvo de estrellas con que cubrió mi nombre, debe de traficar con aspirantes a vedettes frívolas. Esas que bailan con una estrellita de oro en las puntas de los pezones y una pluma de cisne en el poto.

–Teresa, usted sabe que Vergara Grey es un hombre sobrio. Se trata nada menos que de baile clásico.

–¿Qué entiende él de eso? Un día me llevó a ver El lago de los cisnes y tuve la impresión de que le hubiera dado lo mismo que lo bailaran patos.

–Esta vez se va a llevar una sorpresa. Se trata de una coreografía inspirada en Gabríela Mistral.

–«Piececitos de niños, azulosos de frío. ¿Cómo hay quien os ve y no os cubre, Dios mío?»

–Me gusta más la versión de Nicanor Parra.

–No la conozco.

–«Piececitos de niños, azulosos de frío. ¿Cómo hay quien os ve y no os cubre, Marx mío?»

–¿Y para traerme esta cursilería se tomó la molestia de venir hasta aquí?

La cajera acarició con fingida modestia el cierre de su carterita con motivos de tigresa y dijo como avergonzada:

–No. Es que también le traigo un cheque.

–Pase -dijo Teresa Capriatti abriendo la puerta.

Una vez en el living room apareció el paquete con los pastelillos, y la dueña de casa se retiró un minuto a la cocina a calentar el agua para el tecito. Elsa hizo uso de esa tregua para estudiar las paredes del cuarto con atención. Una vuelta en redondo le reveló que la presencia de Vergara Grey había sido meticulosamente expurgada de ese salón. En los días de gloria, lucía sobre la pared de leve amarillo una impresionante foto de Teresa y Nico el día de la boda, acompañados nada menos que por el cardenal de entonces, un santo hombre que tenía relaciones familiares lejanas con la novia, pero que ésta consiguió acercar, implorando una bendición, que a todas luces no tuvo efecto sobre su matrimonio.

Cuando vino de vuelta con las dos tazas de té, sacaron los príncipes del paquete y los mascaron sin darle mucha importancia a las migas azucaradas que cayeron sobre la alfombra.

–Teresita…

–Odio que me llame así.

–Perdone. ¿Se acuerda que hace años nos tuteábamos?

–No hay nada de ese período que extrañe ni que quiera reivindicar ahora. ¿Me habló de un documento?

–Sí, claro que sí -dijo Elsa, como si lo hubiera olvidado. Pero a pesar de esta afirmación, no abrió la cartera, igual que si una idea extravagante que no quisiera reprimir la urgiera a distraerse-. Sabe que Vergara Grey la ama con locura, ¿cierto?

–Ésas son frases para adolescentes. Lo que caracteriza a alguien que ama es que es capaz de mantener dignamente a su familia. Yo he comenzado a hacer costuras. Me da vergüenza. Imagínese: «Teresa Capriatti, costurera.»

–Es que usted no le deja salida.

La mujer estuvo a punto de retirar sus palabras antes de que sonasen, pero algo le dijo que todo el esfuerzo de su acción valdría un rábano si no hablaba ahora que ya estaba en la madriguera del animal. Con todo, bebió un sorbo de té, mientras su última frase aliñaba la curiosidad de su interlocutora.

–¿Qué quiere decir?

–Vergara Grey está torturado por una gran contradicción. Cuando estaba en la cárcel soñaba con vivir a su lado, y ahora que está en libertad usted no se lo permite.

–No veo ninguna contradicción. En ninguno de los dos casos contó conmigo. Ni ahora, ni antes.

–¡Pero le exige que la mantenga!

–¡Qué menos! Si tiene un cheque para mí, pásemelo.

–Usted sabe que el Nico es capaz de hacer un Golpe genial. Todo el mundo en el ambiente lo espera. Pero se contiene nada más que, porque si fracasa, volvería a la cárcel y usted no querría verlo nunca más. Pero si tiene éxito, sus apreturas económicas tendrían fin.

–¡Por Dios! Desenrédese, mujer.

–Más claro echarle agua. Mire, Teresa, lo único que puede hacer Vergara Grey hoy en día es dar un Golpe maestro. Nadie le va a ofrecer ni un trabajo de junior a los sesenta años. Tampoco, con su prontuario, puede irse a ofrecer a Canteros para su equipo de guardias de seguridad.

–Está bien. Pero ahora es representante de artistas.

Elsa extrajo el cheque y le puso con actitud desafiante la cantidad delante de los ojos.

–¡Cien mil! – exclamó Teresa-. Pero si con eso no me alcanza ni para el alquiler del mes.

Elsa se puso de pie dispersando con el barrido de una mano las migas que manchaban su falda.

–Tome decisiones, amiga.

–Encantada. Pero ¿cuáles?

–Dele una pizca de ternura, y ese hombre irá al fin del mundo por usted. Pase lo que pase, no tiene nada que perder, Si él muere en la acción, dejará de verlo para siempre, pero como de todas maneras nunca lo ve, todo seguiría igual. Si va a dar a la cárcel, puede privarse de la obligación de visitarlo, cosa que ya hizo durante estos años, e insisto, todo seguiría igual. Y si triunfa, el dinero le llegaría a raudales, y como todo el mundo sabría que ese Golpe no pudo sino haber sido hecho por Vergara Grey, tendría que pasar a la clandestinidad, usted no lo vería nunca, y otra vez la misma conclusión: todo seguiría igual, pero con plata para sus necesidades.

La dueña de casa dudó un momento entre la incomodidad de que alguien la aconsejara sin su autorización y el deseo de hallar soluciones para tanta precariedad.

–Usted sabe que durante todos estos años no he tenido otros hombres. Ni siquiera un amante ocasional.

–Su mérito. Pero también el de Nico.

–¿Qué quiere decir?

–Encontrar a un ser humano como él en estos días es imposible. Cualquiera luciría como un monigote frente, a su recuerdo.

–Fue un buen amante. Pero la fiesta duró hasta que se acabó.

–Eso lo dice su orgullo. Pero quién sabe qué diría su corazón si lo dejara hablar.

–No sé qué diría mi corazón, pero sí lo que díce la boca. Váyase de aquí, Elsa.

La cajera, de todas maneras, ya había avanzado hacia la salida. Miró con algún interés los dos príncipes que imploraban atención sobre la mesa, mas se contuvo, pues hubiera sido grosero llevárselos de vuelta.

–¿Va a venir al ballet?

–No creo.

–Está bien. En todo caso, no rompa la invitación. El detalle del polvo dorado se le ocurrió a Nico para halagarla.

–¿Qué hago, Elsa?

La cajera tamborileó sobre la manilla de la puerta dando por primera vez señales de fastidio.

–Desenrédate, Teresita Capriatti.

Al tercer día de estar encerrado en la pieza del hotelucho, Rigoberto Marín tuvo la convicción de que algo no funcionaba de acuerdo a sus planes. Aprovechando que la rnucarna que limpiaba la pieza de Vergara Grey había descendido a la recepción para contestar el teléfono, se introdujo a su habitación y de dos o tres zarpazos abrió el armario, dio vuelta el colchón y se puso debajo del catre a palpar el piso por si hubiera alguna tabla floja que sirviese de escondite.La habitación estaba vacía como estadio en día de semana. Al palparse la barba crecida, observó que en el baño no había ni una hoja de Gillette ni espuma para afeitarse.

Alguien había evacuado a Vergara Grey y al Querubín en un momento de sopor. Era un cuarto en el primer piso. Aunque estaba seguro de haberse mantenido alerta día y noche con la lucidez de un búho, perfectamente el ajuar de Vergara Grey podría haber sido sacado por la ventana.

De probarse esta conjetura, correspondía dejarle una cicatriz a la recepcionista como premio por su diligencia y su intuición. ¿Lo habría reconocido a pesar de sus nuevos atuendos y de su falso nombre? No era imposible, pues si la madame era adicta al viejo ladrón podría tener el dossier completo de prensa del maestro, y en esas mismas páginas no le habían mezquinado a él ni fotos ni espacio. Rigoberto Marín era el sello perverso de la cara risueña de la moneda Vergara Grey.

Cuando Elsa volvió de la visita a Teresa Capriatti pudo ver de espaldas a Rigoberto Marín, tallando con una navaja la cubierta de su mesón de recepcionista. Por el espejo advirtió que el hombre ya la había visto entrar y que todo intento de fuga carecía de sentido: un par de pasos y el tipo le clavaría el hígado para dejarla desangrarse sobre el choapino de entrada.

–Buenas tardes, señor Parra Chacón -saludó animosa, al mismo tiempo que detuvo la vista sobre las figuras que había hendido su cliente en la madera. Se trataba de una serie de banderitas chilenas, identificables por la distribución del rectángulo y los espacios cuadrados con la estrella en la parte superior izquierda.

–Buenas tardes, señora Elsa.

–Veo que le gusta el arte del grabado.

–No especialmente, pero en algo tengo que entretenerme.

–Me imagino que es muy patriota. Hizo seis bande chilenas.

–Lo que dibujé o no carece de importancia. Más que sobre estos modestos monítos infantiles quería llamarle, la atención sobre el instrumento con que los realicé.

Expuso sobre el mesón la respetable navaja con la hoja totalmente abierta.

–En este barrio uno aprende a apreciar una arma, como ésta. ¿En qué puedo servirlo, don Alberto?

La mujer hubiera querido sacarse el abrigo, pero se contuvo, reflexionando que si la puntada iba al corazón la gruesa tela invernal podría amortiguarla.

–Diciéndome la verdad sobre un par de cositas.

–Usted pregunta y yo respondo.

El criminal desclavó la navaja y estuvo gesticulando con ella como si se tratara de un simple lápiz Faber.

–Vergara Grey vive aquí, ¿cierto?

–Ya que todo el mundo sabe que está en libertad legal beneficiado por la amnistía, no tengo por qué negarlo. Sólo quiero corregirle un detalle. Él vivía aquí.

–¿Cuándo se fue?

–Corno anda corto de fondos se retiró discretamente dejándome clavada con todas sus facturas.

–Tan discretamente que salió que nadie se diera cuenta. Hábil.

–Usted sabe que tiene fama de serlo, pero no es Mandrake eI Mago»

Entonces avanzó hasta ella y la empujó dejándole oler la navaja. A¡egerlo,

–¿Qué quiere?

r

@Í es Por,Ipara el

–Saber dónde está Vergara Grey.

–1Oís servic no se preocupe. Sólo quiero ofrecerle lta a su Golpe que prepara. legunda %”) lgunos

Elsa no tuvo necesidad de darle uIO e apartara barrio discurso. Era preciso ofrecerle algo (Ii ejilla. El’ s traficentímetros esa punta penetrante de s0 estafadol os protenía trato con putas, borrachos, ratero @i con asesío cantes de drogas fight y heavy, pero profesionales. ra Chac0 cucbi-

–¿Qué va a hacer conmigo, señor Y @ue dé, ul’@

–Depende de la información que @mujo. ¡lada en el corazón o un rasguño e” el Y,catriz.

igura@ a por unaeJad las -No me gustaría quedar desf 1 y a esta modo Tengo la piel suave, una bonita se:PrIrisi’* atraiga. mujeres necesitamos conservar algoo qué’ e mate. que, si quiere ser amable, prefiero que t@

–¿Dónde está el profesor? – Preparando el Golpe. Ogar lo -¿Dónde? tic tenga -Ahora no lo sé, pero después de voy a saber.

–¿Por qué? inbre. – Porque me lo prometió y es m”y hJ -¿De cuánto dinero se trata?


289


–Sobre un millón de dólares.


–¿Quién es la víctima?

–No me dijo ni una palabra.

Alberto Parra Chacón apartó la navaja y volvió hacia mostrador. Había dejado inconclusa una séptima banderita chilena y comenzó a hender el mesón con la navaja para imprimirla.

–¿Cuándo sería el Golpe? – preguntó, afanándose obsesivo en su obra.

–Mañana, pasado, a más tardar el martes.

Parra Chacón limpió con una manga la viruta que iba dejando su faena.

–¿Qué relación tiene usted con Vergara Grey, señora?

La mujer se acarició el cuello y ensayó lo que poco antes había definido como una «bonita sonrisa».

–Menos pregunta Dios y perdona.

–Comprendo. ¿Usted sabe quién soy yo realmente?

–No lo sé, Pero Alberto Parra Chacón, no. Mire el, registro; aquí lo inscribí como Enrique Gutiérrez.

–¿Por qué hizo eso?

–Es un nombre que retengo con facilidad en caso dé que haya algún interrogatorio. Me imagino que no le importará…

–Me da lo mismo. Vamos a quedar en lo siguiente: yo le respeto el cutis, y cuando usted reciba su botín me pasa un cachito.

–¿Cuánto?

–Soy modesto. No tanto que le dé pena ni tan poco que me ponga nervioso.

–Trato hecho. ¿Hay algo más en que podría servirlo señor Parra Chacón?

–Si me pudiera cocinar una sopita. Hace dos días que no como.

En la madrugada de la misión, mucho antes de que su esposa llevara al jardín infantil a sus dos niños, el cabo Zúñiga despertó a su esposa Mabel, y abrazándola muy estrecho bajo el calor de las sábanas rústicas y las gruesas frazadas que recibían gratis de la Oficina de Bienestar, le dijo que quería pedirle su consejo. Ella se interesó con instantáneo buen humor, como si no la hubiera despertado una hora antes de que sonara la alarma, e incluso, temiendo una confesión conflictiva, pasó una mano por debajo del cuello de su marido y se mantuvo acariciándole la nuca.

–¿Qué pasaría contigo si yo hiciera algo que no fuera legal?

–¿Como qué?

–Nada grave.

–¿Ni un robo, ni un crimen?

–Nada de eso. Simplemente, una acción que no estoy autorizado para hacerla por la autoridad y, sin embargo, la hago.

–¿De qué se trata?

–Es algo difícil de explicarte, Mabel. Es algo que no está bien, pero que yo siento en el fondo de mi corazón que tengo que hacerlo.

–Puchacay, ¡qué misterioso!

–Es que no quiero influirte en tu consejo.

–Si no cuentas, no puedo aconsejarte.

–Déjame darle una vuelta por otro lado.

La mujer se acomodó apoyando el codo en el colchón y puso la barbilla en una mano. Su marido se humedeció los labios. Tenía puesta una camiseta de franela de esas con tres botoncitos sobre el pecho.

–Dime.

–Nunca te lo he preguntado antes. A lo mejor es una estupidez, pero necesito saberlo. ¿Tú no te sientes incómoda de estar casada con un paco?

–¡Qué cosas dices! Yo no te veo como un policía. Siempre has sido mi marido, Arnoldo.

–¿Y antes?

–Bueno, eras mi novio Arnoldo Zúñiga, y antes que eso eras mi pololo, y después te transformaste en el padre de nuestros niños Delia Zúñiga y Rubén Zúñiga. Que seas paco o astronauta no significa nada especial para mí.

–No te creo.

–¿A qué te refieres?

–A lo que dice la gente. Como estamos siempre ahí cuando hay protestas y a veces los golpeamos…

–Eso pasa sólo a veces. Son las reglas del juego. En todas partes del mundo hay policía.

–Pero no en todas partes del mundo los pacos hicieron lo de Chile.

–¿Qué quieres decir?

–¡Puchas! Las torturas, las violaciones, los detenciones, los desaparecidos.

–¿De qué estás hablando? Hace treinta años tú no habías nacido.

–Pero oíste lo que dijo el senador anoche en la tele. Hay una culpa institucional.

–¡Claro que sí! ¡Pero los que tienen que pedir perdón son los que ordenaron matar, no tú, que entonces estabas en el vientre de tu madre!

–¿Nunca…? Contéstame sinceramente…

–Dime.

–¿Nunca tuviste problemas porque yo soy carabinero?

–Un par de veces. Cuando nos apedrearon los vidrios. La vez que tu tío no quiso quedarse en la fiesta del matrimonio de tu hermano cuando te vio entrar…

–¿y cómo te mira la gente?

–A veces hay gente que te mira raro.

–¿Y nunca te pasó nada que yo no supiera, algo que preferiste no contarme?

–Hubo algo… Pero pasó hace diez años…

–¿Qué fue?

–¿Qué te importa todo eso?

–¿Qué pasó, Mabel?

–Tiraron un balde de mierda sobre la puerta.

–¿Por qué no me lo dijiste?

–¡Tener que tragarme limpiar esa cagada y además sufrir el dolor de apenarte a ti! ¿Y justo un mes antes de que naciera Rubén?

–En la tele dicen que el país está reconciliado. ¿Tú crees eso?

–No, Arnoldo. No creo eso.

–Entonces, ¿qué falta para que nos reconciliemos?

–Gestos. Gestos de los militares que muestren arrepenntimiento.

–¿Y los carabineros?

–Los carabineros también.

–Entonces -Zúñiga se levantó de un salto y corrió la cortina justo cuando se oyó el cacareo del gallo del vecino-, si yo hago un gesto hacia una persona que sufrió mucho por culpa nuestra, tú no te enojarías conmigo.

Su esposa también saltó del lecho y fue hacia él alarmada.

–Tú no vas a hacer nada de nada, ¿me escuchas?

–Así que predicas, pero no practicas.

–¿Qué vas a hacer?

–Ponerme en claro conmigo mismo.

–¡Te van a echar!

–No tienen por qué enterarse.

–Si se enteran, te echarán.

–Busco algún otro trabajo.

–¡Medio mundo está cesante! ¿Qué te da tanta risa?

–La vida, la vida me da risa. Es como un partido de fútbol. Puedes estar los noventa minutos metido en el área del rival y nunca te cae la pelota. Y de repente viene un corner, el balón te aterriza prácticamente en la frente, y tú todo lo que tienes que hacer es golpearlo un poquito con la cabeza y meterlo adentro. Así de sencillo: gol.

La mujer lo prendió de la camiseta y uno de los botones saltó hasta el piso. Él quiso recogerlo, pero ella lo sujetó con determinación.

–¡Toda la vida andas con los botones sueltos! Cuéntame de una buena vez lo que vas a hacer.

Arnoldo Zúñiga la apartó con delicadeza y con un tono amable le dijo:

–Tomemos juntos el desayuno y te lo cuento.

Mabel retrocedió lentamente hacia la cocina.

–Tengo miedo, Arnoldo.

–No, mujer. Ya verás que es una ridiculez.

Y ahora sí se inclinó para recoger el botón, extrajo del armario hilo y aguja y se dispuso a coserlo, tal cual le había enseñado su madre.


TREINTA Y SIETE


«Son cinco minutos, la vida es eterna en cinco minutos», había cantado Víctor Jara en Te recuerdo, Amanda, y ésa fue la melodía que durante toda la tarde Ángel Santiago silbó entre dientes. Claro que ellos necesitaban un poco más: exactamente diez minutos. Tanto como se extendía la pieza musical del compositor Addis. Pero durante ese ínfimo lapso en la historia de la galaxia debería estar «todo pasando», según la expresión que habían acuñado los jóvenes en Chile en la última década.


El dinero salió de alcancías, colchones, cuentas de ahorro, recortes a la lista del almacén, préstamos no autorizados de la caja chica del bar, colecta entre los cuidadores de autos de la calle de las Tabernas, anticipo sobre el desahucio de la profesora de dibujo, visita a la casa de empeño de Vergara Grey con el anillo nupcial que otrora Teresa Capriatti había calzado en su dedo previo al beso santificado por Dios, renuncia al cine dominical de Mabel Zúñiga y vástagos, aporte de De la Mirándola, quien donó uno de los billetes azules con que apostaría por Milton el sábado, e innumerables detalles, entre los que acaso habría que destacar el obsequio de corbatas de seda italiana al elenco masculino de la conspiración que hizo la deliciosa viuda Alia Chellew en su tienda de Providencia.

El elenco se reunió en el café Poema de la Biblioteca Nacional, donde todos posaron de fanáticos lectores hasta que a las diez de la noche Vergara Grey pudo constatar que no faltaba ninguno de los cómplices y comensales. El viejo profesor de delitos les había encarecido elegancia y puntualidad, y nadie había defeccionado.

Fue decidido hacia la columna del fondo. Allí se apoyaba Victoria Ponce con el espinazo muy vertical, la cabeza erguida, una pierna cruzada sobre la rodilla de la otra, en la posición del cuatro que le exigen a la gente para saber si pueden conducir el coche aun después de haber bebido mucho: el rostro limpio, ni una gota de maquillaje, sólo la tenaz palidez herencia de su reciente enfermedad.

–¿Te sientes bien, chiquilla?

–Maravilloso, Vergara Grey.

–¿No crees que después de todo lo que hemos trotado juntos ya podrías tutearme y llamarme Nico?

–Por ningún motivo, maestro. Me gusta pronunciar su apellido y mantener el respeto del usted. Vergara Grey suena como el nombre de un político, o de un filósofo. Así como Ortega y Gasset.

–Mi familia está vinculada a la inventora del teléfono Miss. Grey. Pero le robaron la patente en secretaría.

–¿Cómo seguimos de aquí en adelante, profesor?

–Es tu vida. Después, nosotros tenemos que poner en marcha la nuestra.

–¿Quiénes?

–Ángel Santiago y yo.

–¿Dan el Golpe?

El hombre miró alrededor cauteloso y volvió severo a la muchacha.

–Una cosa después de la otra. Si sale bien la chilindririada de esta noche, a lo mejor lo interpretarnos como una buena señal.

–¿Cuánto falta?

–Cinco minutos.

Ángel Santiago dio la orden de salir a calle Moneda y caminaron hasta Mac Iver, siguieron hacía San Antonio, doblaron en dirección a Agustinas y allí, a media cuadra, divisaron el radiopatrulla de la comisaría de Güechuraba con las luces de señalización parpadeando y la sirena del techo tirando ciclos rojos sobre el asfalto húmedo.

En cuanto el grupo se juntó con el cabo Zúñiga, éste desenfundó ante todo el mundo el revólver de su cartuchera, y fue el primero en hacer su entrada por el acceso de artistas seguido de los invitados, que se anudaron compactos en torno a Vergara Grey. Cuando el carabinero puso el revólver a centímetros del guardián, Ángel palpó el arma del alcaide Santoro en su bolsillo y decidió fulminantemente que no vacilaría en usarla llegado el caso.

–¿Qué pasa? – preguntó el funcionario, haciendo ademán de coger el teléfono.

–Mientras menos pregunte, más rápido nos iremos.

Vamos a allanar el teatro.

–¿Allanarlo?

–íbamos a hacerlo hace una hora, pero decidirnos esperar que saliera hasta el último espectador de la vermouth.

–¿De qué se trata?

–Tenemos información de que entre el público que había hoy en la ópera se encontraban dos terroristas.

–¡No me diga!

–Y nos consta que pusieron una bomba para volar el Municipal. Nosotros venimos a desarticularla.

–¡Qué horror, mí teniente. ¿Y por qué alguien querría atentar contra este templo del arte?

Ángel Santiago se adelantó y expuso convincentemente el revólver a centímetros de la nariz del guardia.

–Justamente porque hay personas que sienten que la que aquí está ocurriendo es una profanación. Una ópera,, sobre ese bandido chileno, Joaquín Murieta, que nos desprestigió en Estados Unidos, escrita por el comunista Pablo Neruda, compuesta por el comunista Sergio Ortega, etcétera. ¿Me entiende?

–¿Y usted quién es, joven?

–Detective Enrique Gutiérrez, de la Brigada de Homicidios.

Se tocó la chaqueta una fracción de segundo para que el guardia no alcanzara ver que bajo la contrasolapa no había más que el carnet falso de la Schendlen

–¿Y qué debo hacer ahora?

–Usted y el personal, ponerse a salvo. ¿Quiénes quedan aún?

–El técnico de la caseta de iluminación, los acomodadores, el personal de limpieza.

–Dígales que vengan urgente a portería sin darles más detalles.

–Sí, mi teniente. ¿Debo llamar al alcalde?

–Por ningún motivo. No queremos que un hecho que tiene intención política desborde el aspecto policial.

–Le quieren bajar el perfil.

–Exactamente.

Las ampulosas cortinas de lujosa felpa fueron corridas manualmente por el propio Ángel Santiago, la coreógrafa Ruth Ulloa ubicó la radio Zenith sobre una bañadera de la escenografía de Fulgory muerte de Joaquín Murieta, y precisó el punto adecuado de volumen para no dilatarse cuando la Joma ballerina estuviese dispuesta, el cuidador de autos Neniesio Santelices pudo acertar con la palanca que encendió hasta la última lágrima de la portentosa lámpara sobre las cabezas del auditorio, y por su parte, con la misma técnica que empleaba para palpar las intimidades de las cerraduras de las cajas fuertes, Vergara Grey dio con los botones que en el control de mando le permitieron concentrar un spot en el centro del escenario.

El resto de los aficionados al ballet se sentaron solemnes en la quinta fila de platea, lejos en todo caso del lugar donde podría estar la eventual bomba terrorista -bromeó el cabo Zúñiga-, y tras intercambiar palabras de mutua felicitación por los esfuerzos en elegancia e ingenio que les habían permitido el ingreso al templo de las artes, todos se callaron simultáneamente cuando la bailarina Victoria Ponce se posó delicadamente en el epicentro del foco de luz otoñal, y con el gesto afirmativo que usa una soprano para indicarle a la pianista acompañante que ataque, le dio la orden a su maestra de que apretara la tecla de la radio con la música compuesta especialmente para ella por el señor Addis.

Ángel se mantuvo en una punta del escenario, deseoso de compartir la misma visión que su amada tendría de la sala cuando iniciara el baile, y al sentarse apoyado en el cortinaje que había abierto con destreza, puso el arma a la vista de todo el mundo, como un mensaje tácito de que si alguien intentaba interrumpir el espectáculo, debería atenerse a las consecuencias.

Tampoco Vergara Grey se ubicó en la fila de los privilegiados. Por mucho que la inminente culminación de un sueño que el azar le había puesto en el camino estuviese por efectuarse, su responsabilidad de coautor material del delito lo hizo permanecer de pie frente a la puerta, en caso de que policías reales o funcionarios histéricos quisieran interrumpir la velada.

Y entonces don Nemesio Santelices bajó la palanca del lamparón y gradualmente las lágrimas se apagaron, y no hubo otra luz en la sala que la que caía tenue sobre la muchacha, quien recibió el primer acorde del piano en cuclillas, como orando por el amado ausente.

Eran las veintidós horas cuarenta y cinco minutos cuando comenzó el recital de danza a cargo de Victoria Ponce en el teatro Municipal de Santiago de Chile.


TREINTA Y OCHO


En el periódico El Mercado apareció al día subsiguiente esta nota del especialista en artes musicales Sigfrido von Haseanhausen.