Mientras más profundo es el azul, más convoca a los hombres hacia lo infinito, más despierta en ellos el ansia hacia la pureza y lo intangible.
WASSILY K.ANDINSKY



A Jorge Manrique, Nicanor Parra y Erasmo de Rotterdam, mi trío de ases

UNO


El día de San Antonio de Padua, 13 de junio, el presidente decretó una amnistía para los presos comunes.


Antes de soltar al joven Ángel Santiago, el alcaide pidió que se lo trajeran. Vino con el desgaire y la belleza brutal de sus veinte años, la nariz altiva, un mechón de pelo caído sobre la mejilla izquierda, y se mantuvo de pie desafiando a la autoridad con la mirada. Los granizos del temporal golpeaban contra los vidrios tras las rejas y deshacían la gruesa capa de polvo acumulado.

Tras estudiarlo de una pestañeada, el alcaide bajó la vista sobre un juego interrumpido de ajedrez y se acarició largamente la barbilla, pensando cuál sería a esta altura la mejor movida.

–Así que te vas, chiquillo -dijo con un dejo de melancolía, sin dejar de mirar el tablero. En seguida levantó el rey y colocó pensativo la pequeña cruz de su corona en la abertura de sus dientes superiores. Tenía puesto el abrigo, una bufanda de alpaca café, y muchas motas de caspa le pesaban en las cejas.

–Así es, alcaide. Me tuve que tragar dos años adentro.

–Seguro que no vas a decir que pasaron volando.

–No pasaron volando, señor Santoro.

–Pero algo de positivo tiene que haber tenido la experiencia.

–Salgo con un par de proyectos interesantes.

–¿Legales?

El chico jugó a darle leves pataditas a la mochila donde guardaba sus pocas pertenencias. Se apartó una legaña desde la cuenca de un ojo y sonrió irónico borrando con ese gesto la veracidad de su respuesta.

–Totalmente legales. ¿Para qué me mandó a llamar, señor?

–Dos cositas -dijo el funcionario, golpeándose con la figura del rey la nariz-. Yo estoy jugando con las blancas y me corresponde mover. ¿Cuál es el próximo paso para acelerar el jaque mate de las negras?

El joven miró con desprecio el tablero y se rascó displicente la punta de la nariz.

–.Cuál sería la segunda cosita, alcaide? El hombre repuso el rey en el cuadrilátero y sonrió con tan abrumadora tristeza que los labios se le hincharon como si estuviera a punto de llorar.

–Tú sabes.

–No sé.

El alcaide sonrió:

–Tu proyecto es matarme.

–Usted no tiene tanta importancia en mi vida como para que pueda decir que mi proyecto es matarlo.

–Pero es uno de ellos. – No tenía para qué tirarme desnudo la primera noche a esa celda llena de bestias. Eso marca, alcaide.

–Entonces, vas a matarme.

Ángel Santiago aguzó sus sentidos con el súbito temor de que alguien estuviera oyendo esa conversación y una respuesta suya atolondrada pusiera en peligro su libertad.

Precavido, dijo:

–No, señor Santoro. No lo voy a matar.

El hombre cogió la lámpara colgante que pendía sobre el tablero de ajedrez y le dio vuelta para proyectar su luz como un reflector policial sobre la cara del chico. La sostuvo así un largo rato sin decir nada y luego la bajó, impulsándola para que ésta latigueara su haz de una pared a otra.

Tragó saliva y la voz le sonó quebrada:

–En lo que a mí respecta, mi participación esa noche fue un acto de amor. Uno también se vuelve loco de soledad entre estas rejas.

–Cállese, alcaide.

El hombre se puso a caminar por el cuarto, como si buscara en el piso de cemento más palabras. Finalmente se detuvo frente al joven, y con dramática lentitud se despojó de la bufanda. Sin mirarlo a los ojos, se la ofreció con repentina humildad.

–Es vieja, pero abriga.

Ángel la frotó entre los dedos e hizo un gesto de asco.

Para evitar el rostro de Santoro, se detuvo en la foto del presidente de la República, el único adorno en ese muro carcomido por la humedad.

–Es una buena bufanda. De alpaca. Alpaca peruana.

Alentado por un escalofrío, subió la mirada y enfrentó los ojos del muchacho. La frase «acto de amor» había encendido el rostro del muchacho como si hubiera bebido un combustible. Una mancha escarlata le bañaba las orejas.

–¿Puedo irme ahora, señor Santoro?

El hombre hizo ademán de acercársele en actitud de despedida pero la gélida expresión en el rostro de Ángel lo detuvo. Abrió los brazos en un gesto de resignación, como implorando simpatía.

–Llévate la bufanda, muchacho.

–Me repugna tener una cosa suya.

–Vamos, llevátela. Ten un poco de compasión.

El joven decidió que cualquier cosa sería mejor que dilatar su salida. Avanzó hasta la puerta arrastrando la bufanda. Allí se detuvo, y tras humedecerse los labios con saliva, dijo:

–Usted juega peón seis dama, las negras comen peón, usted entonces va con el alfil delante de la dama. Mate.

De inmediato, el alcaide levantó el conmutador y pidió a gendarmería que le trajeran al reo Rigoberto Marín. Mientras lo esperaba, encendió un cigarrillo y expulsó la primera descarga de humo por las narices. Fue hasta el hornillo y puso la tetera encima.

Repartió del tarro de café instantáneo dosis en dos tazas, les puso abundante azúcar, y cuando el agua hirvió, procedió a verterla en los recipientes y revolvió el contenido con la única cucharita que quedaba de la vajilla estatal.

Oportunamente la guardia hizo entrar al presidiario y el alcaide le indicó la silla y el café. Marín tenía el pelo grasoso y desgreñado, la mirada oscura y huidiza, y su cuerpo flaco estaba en un alerta eléctrico. Bebió el primer sorbo de café casi con un gesto clandestino.

–¿Qué tal, Marín? ¿Cómo va eso?

–Igual que siempre, alcaide.

–Lástima que no te beneficiaran con la amnistía.

–Yo no soy un simple robagallinas, señor. A mí me tienen adentro por asesinato.

–Tiene que haber sido muy grave, pues te dieron cadena perpetua. Sí, fueron muy generosos contigo. ¿Cuántos asesinatos cometiste?

–Más de uno, alcaide.

–De modo que las posibilidades de que salgas por buena conducta dentro de algunos años son escasas.

–Más bien nulas. Explícitamente no me fusilaron con la recomendación estricta de que por ningún motivo se me rebajara la condena.

–¿Y no hubieras preferido el pelotón? Porque, al fin y al cabo, esto no es vida, ¿cierto?

–No es vida, pero la vida es la vida. Cualquiera que sea. Ni a un gusano le gusta que lo aplasten.

El alcaide le extendió un cigarrillo y se encendió otro para sí mismo. Marín aspiró profundo, ferozmente ganoso, como un atleta tragaría una bocanada de aire puro.

–Por ejemplo este puchito, alcaide. Con unas pitadas como éstas, ya tengo salvado el día. Dios siempre provee.

Santoro estudió al hombre y le pareció un bandido consecuente. Decidió hablarle claro.

–«Dios siempre provee.» Bien dicho, Marín. Y para probártelo, hoy te tengo un ofertón.

–¿De qué se trata, alcaide?

–Por supuesto que no pude incluirte en la amnistía, pero perfectamente te puedo sacar de aquí unas semanitas para que me hagas un encargo. Nadie va a sospechar de ti porque haremos como que sigues en la cárcel, castigado en el calabozo. Hasta allí no dejamos entrar ni al Santo Padre.

–No le pregunto de qué se trata, sino de quién.

Santoro se reconfortó tragando un sorbo de su café e indicó a Marín que hiciera lo mismo.

–Ángel Santiago.

Marín pestañeó tupido y luego clavó la vista en la taza de café, como leyendo un jeroglífico.

–¿El Querubín? – dijo con voz secreta.

–El mismo.

–Un chico tan lindo. Una rnosquita muerta que no le ha hecho mal a nadie.

–Pero va a matarme.

–¿Lo amenazó?

–Va a matarme, Marín. Y yo tengo una esposa, y dos hijas, y un sueldo de mierda, pero de él vivimos todos.

–Comprendo. Lo que sucede es que no tengo nada contra el muchacho. Excepto envidia. ¡A quién no le gustaría ser tan joven y guapo como él!

–Intenta hacerlo aparecer como una riña de borrachos. 0 cualquier cosa que se te ocurra. Lo importante es que te cerciores de que esté bien muerto.

–Es que en todos los otros casos tuve una buena razón para hacerlo. Ahora…

–Ya se te ocurrirá algo. Después de diez años de cárcel, una puta por día, digamos durante un mes, le dará sentido a tu vida. «Y la vida es la vida», ¿no?

–No voy a putas. Tengo bastantes amigas que me lo hacen por amor.

–Pero te conocen, Marín. Lo siento por ellas, que se perderán el polvo del siglo, pero recuerda que teóricamente tú estás en el calabozo. Cualquier imprudencia que cometas significa que te conmuten la prisión perpetua por el pelotón de fusilamiento. ¿Qué me dices?

–Complicada, la cosa.

–Un mes en las calles, Marín. Por última vez en tu vida.

El alcaide avanzó hasta la puerta del baño y, tras abrirla, le mostró a Marín el hisopo y el jabón espumante.

–Aféitate, hombre.


DOS


En el anexo de la cárcel para adultos, Vergara Grey había mandado comprar gomina al guardia cuando se enteró de la amnistía. Al sacar del armario su traje Boss y probárselo, comprobó que hundiendo un poco la barriga podía cruzar el cinturón. Los cinco años de vida sedentaria en reclusión no lo habían damnificado tanto gracias a unos ejercicios yogas aprendidos en un remoto pasado marinero en Tailandia.


Su brillante pelo gris remataba en dos patillas entrecanas que hacían perfecto juego con los gruesos bigotes serenos y autoritarios, y ante el espejo que el guardia sostenía, se aplicó algunos latigazos de peine sin dudar de que, a pesar del tiempo en cautiverio, la mirada profunda aún podría causarle vértigo a una mujer. Pero desechó esa coquetería de macho con un suspiro triste: él sólo amaba a su esposa Teresa Capriatti, y mucho temía que ella no quisiera ver a su esposo libre, pues no lo había visitado en la cárcel ni siquiera para las Navidades.

Tampoco el hijo de ambos había sido el más afectuoso ni el más frecuente. El muchacho se aparecía sólo los días de su aniversario, la última semana de diciembre, con una invariable agenda del próximo año, y tras escuetas conversaciones sobre la liga profesional de fútbol y la marcha de sus estudios secundarios, se retiraba con un apretón de manos esquivando el beso que Vergara Grey quería estamparle en el pómulo.

Esta repentina amnistía que reducía a la mitad su condena era un regalo de Dios para reconquistar los afectos perdidos. Jamás volvería a delinquir, lo juraba ante Dios, la prensa y las autoridades del presidio, y con el dinero que su socio le adeudaba tras haberse callado la boca en los interrogatorios, llevaría una modesta vida honorable sin esquilmar a nadie y sin trabajarle un peso a persona alguna.

Conocía a un par de influyentes directores de periódicos dedicados a la crónica roja y les suplicaría, como viejo amigo, que no siguieran haciendo ediciones especiales cada vez que se cumplía un aniversario de sus más espectaculares robos. Perfectamente podrían aceptar que en su nueva libertad quisiera mantener un bajo perfil, sólo así lograría recuperar a su familia, y lentamente su dignidad.

Con un palmoteo en la espalda le agradeció al guardia que hubiera sostenido el espejo, y antes de pedirle que lo bajara, sonrió. Era el que quería ser. La sonrisa cálida, fraterna y viril, la luz secreta al fondo de los ojos, los pliegues intensos que dan el dolor y la soledad, y sobre todo las ganas, los deseos de vivir que en otros reclusos se habían licuado en indiferencia. El destino propio les resultaba a la larga tan anónimo como el de los otros.

Echó una última mirada a los muros de la celda y pudo constatar que sólo dos imágenes permanecían sin desmontar: el calendario de la Virgen María con los días marcados por una equis roja hasta el 13 de junio y el afiche de Marilyn Monroe, abandonada con sus senos frutales sobre un manto de terciopelo. El calendario lo puso en la maleta, junto a su vestuario, y tras cerrarla extrajo de su saco una pluma fuente antigua y extendió a lo largo del cuerpo de Marilyn la siguiente dedicatoria: «Donado a mi sucesor por Nicolás Vergara Grey.»

En el camino hacia la oficina del alcaide, un considerable grupo de presos lo escoltó deseándole buenaventura, y alguno lo abrazó con lágrimas rodándole por las mejillas. El hombre se dejó querer con modestia, cuidando de mantenerse erguido y de que nada perturbara su apariencia de príncipe, el pañuelo de seda despuntando del bolsillo superior de la chaqueta de tweed, la corbata atada con un nudo ancho, y el cabello de actor maduro.

El alcaide hizo coincidir su entrada con el descorche de una bulliciosa botella de champagne, y un funcionario escanció el mosto entre guardias y selectos prisioneros que alzaron sus vasos con un estruendoso «salud». Luego la autoridad carraspeó e hizo una histriónica pausa con las manos en el pecho antes de leer un manuscrito elaborado en papel fiscal reglamentario.

–«Estimado profesor Vergara Grey, querido Nico: es con sentimientos encontrados que te vemos hoy partir. Nos alegramos por tu libertad, ya que vuelve para renacer en el mundo de los civiles un caballero de alcurnia y gracia, y nos entristecemos de perder tu grata compañía, el sabor de tus historias, la sabiduría de tus reflexiones, y el estoicismo de tus consejos, con los cuales diste consuelo a reclusos, guardias y a quien habla.

»Es verdad que te marginaste de la ley y no fue injusto el juez que te condenó a diez años por tus espectaculares robos. Pero también es cierto que en ninguna de tus proezas empleaste la violencia, jamás dejaste un herido o un muerto en el camino, y dudo mucho que alguna vez hayas sostenido una arma en tus manos. Estás lejos de esa calaña de malhechores resentidos e inescrupulosos que llenan nuestras cárceles y que abundan en las calles.

»Tus delitos, como lo ha dicho unánimemente la prensa, han sido verdaderas obras de arte, y te han procurado una fama que va más allá de los prontuarios. Con certeza, más de alguno de nuestros narradores escribirá sobre ti y aumentará internacionalmente tu fama. Pero hoy yo no le hablo al “artista”, sino al hombre de carne y hueso que sale de este recinto lleno de vida, íntegro y purificado por la amistad, para decirte un sola palabra que resume lo que todos te deseamos: suerte.»

Avanzó hacia el reo, lo estrechó en un exhaustivo abrazo, y con un suspiro de resignación lo puso al alcance de las efusividades de los otros. Una vez que éstos hubieron agotado sus gestos, palmoteos y lágrimas, se ubicaron en un semicírculo para oír al homenajeado.

–Querido alcaide Huerta, queridos guardias, compañeros reclusos. Si bien, inspirado por las largas noche de tedio que nutren nuestras vidas en la cárcel, alguna vez fui locuaz para contarles con exageraciones mis delitos, en este instante decisivo de mi vida me siento el más parco de los hombres. Hoy pesa en mí una súbita mudez, como la de quien se viera atragantado por una piedra en la garganta. Salgo a las calles lleno de fe en mí mismo, y a nada le temo, salvo a la soledad. Dios quiera que pueda recuperar a mi familia y que a todos ustedes les sea leve la espera. A todos. Sólo Dios decide a la larga quién es culpable o inocente. Que él los bendiga.

En la plazoleta frente a la penitenciaría, Vergara Grey sintió en el cuello el frío de junio y larnentó haber repartido entre los presos su chalina y el abrigo jaspeado de tantas jornadas. El alcaide lo condujo hasta el taxi llevándole servicial la valija, y al abrirle la puerta, le dijo:

–El auto ya está pagado. Entre los muchachos juntamos el dinero.

El hombre se pasó una mano por la sien plateada y sonrió con melancolía.

–El dinero no importa, Huerta. El problema es otro.

–¿Cuál?

–El problema es qué dirección le doy al taxista.

Una vez que el chofer hubo acomodado la valija en el maletero, se hundió en su asiento, y mirándolo por el retrovisor, le asestó la pregunta lapidaria:

–¿Dónde vamos, señor Vergara Grey?

–¿Conoce alguna tienda de artículos de cuero?

–Hay una muy buena en la Alameda. Productos argentinos. Con la crisis, los precios están botados.

–Lléveme allá.

Se había imaginado estos primeros minutos en libertad ávido de lugares, olores, sonidos, gente, pero en cambio, un fuerte proceso introspectivo lo cegó al espacio ciudadano. Al acariciarse la sien, pensó que no estaba en edad para una vida tan precaria. Era una brújula sin otro norte que su familia: por ella había trabajado, delinquido y, bueno, callado. «Boca de adoquín» lo mandó a felicitar su socio. No podía quejarse de su suerte: la amnistía del presidente, fustigado por una prensa que llamaba inhumano el hacinamiento en los presidios, aunque al mismo tiempo se quejaba de que los criminales anduvieran impunes por las callejuelas y las avenidas de la patria, le había hecho justicia divina. De haber hablado cuando calló, se hubiera ahorrado exactos los cinco años que la amnistía le borraba de una plumada. «Tengo suerte», repitió en voz baja.

Le propuso al taxista que lo esperara, y su olfato lo condujo sin vacilaciones a las estanterías con los maletines más finos. Palpó la delicia del cuero de cabritilla de un sólido porta documentos con dos cerraduras enchapadas en oro en cada extremo que se abrirían sólo activadas por una clave, y se concedió una inhalación autosatisfecha al comprobar que su elección había sido la precisa: el maletín era de lejos el más caro entre la numerosa oferta. El empleado le pidió un número para construirle la clave (mejor distintos para la izquierda y la derecha), y no vaciló en combinar su día y año de nacimiento con los de su hijo.

–¿Lo paga con cheque, tarjeta o cash? – dijo el dependiente mientras se lo envolvía.

Levantando las cejas, se preguntó si en verdad se veía tan honorable como para que le ofrecieran esas alternativas. Con cheque o tarjeta le exigirían el carnet de identidad y no le constaba que los trámites de la amnistía se hubieran completado de manera diligente.

–Cash -dijo, extendiendo los billetes sobre el mostrador.

–Hoy es San Antonio -exclamó sorpresivamente el dependiente-. Un santo muy milagroso. Las solteronas ponen sus estatuillas cabeza abajo para que les consiga marido.

–Me consta -dijo Vergara Grey, aceptando el vuelto, y luego la bolsa plástica con la compra. El hombre lo miró curioso, y el ex convicto arriesgó una sonrisa y la pregunta:

–¿Le resulta conocida mi cara?

El dependiente se rascó la cabeza:

–¿Es de la tele?

–¡Oh, no!

–En verdad no lo ubico. Perdone, señor.

–Al contrario. Le agradezco mucho esa delicadeza. ¿Qué edad tiene usted?

–Veinticinco.

–La historia me pasó por encima. Hace cinco años un comerciante como usted me habría pedido un autógrafo o llamado a la policía.


TRES


Así mismo se había imaginado su Santiago: los feroces autobuses, los transeúntes zambulléndose en la escalera de] metro, las motos con sus explosiones, los oficinistas encorbatados cargando sus portafolíos, la marca de mujeres con sus jerséis colorinches y las minifaldas rebanadas poco más abajo del vientre aunque el frío les pusiera los muslos morados, los quioscos salpicados de periódicos, donde anunciaban la cárcel para autoridades del gobierno, y revistas satinadas con mujeres desnudas en sus carátulas.


–¡Mi ciudad! – gritó-.

¡Mi Santiago! Echó a caminar por el centro, y los roces o tropezones con la gente le dieron una nueva energía. Sintió, mientras inhalaba y exhalaba con la maestría de un atleta, una hambre feroz y profunda: podría devorarse dos o tres de esos hot-dogs completos del portal Fernández Concha, donde el pan flauta que contenía la salchicha se repletaba con una torre equilibrista de puré de palta, tomate picado, una línea de ají El Copihue, una masa de repollo agrio, a la alemana, y encima de todo, la frenética coronación de la mayonesa y la mostaza. Eran sándwíches para morderlos con dos bocas, ducharse el pecho de la camisa con sus inestables ingredientes, untarse la nariz y hasta los ojos en el carnaval voluptuoso.

Pero su hambre era inversamente proporcional a su dinero. Las dos monedas que le tintineaban en el bolsillo apenas le alcanzarían para un par de panes, dos tristes marraquetas, desnudas y precarias. Pensó que la pobreza era una segunda cárcel, pero desechó la consideración derrotista con un puñetazo al aire: mejor morir comiendo el smog de las calles que ahogado en la celda. Si el hambre arreciara, robaría. Una manzana en la verdulería, un paquete de galletas Tritón en el almacén. El juez no podría condenarlo. El abogado Fernández, colega de presidio, le había enseñado la fórmula mágica para librarse fácil del castigo. Si lo agarraban tendría que alegar «hurto famélico»: «Robé comida porque de otra manera moriría de hambre.» «Es la única figura jurídica que en Chile favorece a los pobres, todas las otras los hacen picadillo», decía Fernández con un gesto patricio que lucía extravagante entre rejas.

El hambre y el frío lo hicieron caminar más rápido. Avanzó azuzado por los golpes de la mochila en su espalda y la felicidad de sentirse sano, pleno y, sobre todo, de no necesitar la podrida bufanda del alcaide para abrigarse. Esta caminata ponía toda su sangre en ebullición, él mismo era su calefacción portátil, la réplica a la baja temperatura que humillaba el cuello de los transeúntes haciendo que hundieran sus narices prácticamente en sus propios ombligos.

No la nariz de él, no ese espolón altivo que aspiraba el smog de Santiago como si fuera aire puro de la cordillera. Con esa misma gracia y potencia que lo hacía sentir más vivo, más entero, más joven, más hombre, rebanaría alguna vez la yugular del alcaide. No ahora, cuando el depravado contaba con su ataque, pero sí dentro de unas semanas, dentro de un mes, una vez que él se hubiera habituado al miedo y saliera con sus compinches a un bar de mala muerte a beber cañas de vino.

Entonces en el vértigo de una borrachera amarga. El mantel blanco tendría bordados de copihue y las sillas estarían remendadas con cintas de empacar. Buscaría un minuto de soledad, acaso cuando el tabernero entrara al baño, prendería la quijada de Santoro con los dedos enfundados en guantes blancos, y tras dejar expuesta la yugular, le acertaría con la navaja en la artería. Tal vez todos los que se daban vuelta al verlo pasar carecían de un objetivo en la vida. Iban de una anonimilla en otra sin que nada iluminara sus vidas.

No él. No Ángel Santiago. Claro -se apoyó en el poste del alumbrado- que los viejos condenados a perpetua habían ejercido el rito contra él con más perversión que deseo, con más ganas de humillar que de desahogarse. Eran hombres conducidos por un código del resentimiento y la falta de formación. Hacérselo a él, educado en un buen colegio, capaz de recitar un par de versos y sacar el tanto por ciento de un soborno al guardia sin calculadora, era una forma de decirle que su belleza y su cultura les valía hongo. Aquella madrugada en la enfermería no supo sí sobre su cuerpo fluía más sangre que lágrimas, ní cuál de ambas ardía más. Pero de esos materiales estaba hecha su decisión. Nunca sospechó que la amnistía le abreviaría el destino.

Antes de entrar al pasaje céntrico, repleto de peluquerías, cines rotativos, reparadoras de calzados y compraventas, miró con cariño el reloj que Fernández le había puesto en la chaqueta de cuero en la celda: «Tú vuelves a un mundo en el cual podrás cargar cada minuto de significado. Aquí las horas sólo marcan el transcurrir de la nada.»

Le dolía en el hígado tener que desprenderse de ese recuerdo, pero carecía de otra cosa para transar en la compraventa. La voluminosa y desteñida chaqueta, por ningún motivo: no sólo lo protegía del frío, sino que le daba cierta apariencia ruda que le convenía cultivar en una ciudad como Santiago, cada vez más llena de tíos pendencieros. Por otra parte, las chicas se sentían tentadas por el aire desmañado de las prendas de cuero viejo, que les evocaban algunos héroes de la pantalla. Al no tener actores a mano, cuando se topaban con algún chico forrado en cuero y con olor a tabaco negro se hacían la ilusión de vivir una especie de aventura, aunque la única excitación sería probablemente algunos ramalazos de sexo en cualquier motel barato.

Frente a la compraventa se encontraba la escalera que conducía al cine rotativo subterráneo, y encima de la boletería, aún cerrada, un afiche proclamaba las virtudes del film de esa semana: «Una japonesa engañada por su marido se venga de él acostándose con medio mundo.» El título era Emmanuelle en el paraíso de la lujuria, y Ángel se acercó hasta el afiche intrigado, no tanto por la promesa de la película como por una muchacha alta y delgada que había puesto prácticamente su nariz sobre el vidrio para leer los nombres del reparto y que parecía soportar apenas el peso de una mochila sobre un antiguo sobretodo masculino en el cual podría meter dos veces su ligero cuerpo. Allí, junto a ella, experimentó la profunda emoción de percibir otra vez la tibieza y la ternura que emanaba un cuerpo de mujer. Cuando entró a la cárcel, apenas dos incidentes sexuales lo separaban de la virginidad, y las aventuras que soñó tener en su celda durante años fueron en el fondo mucho más excitantes que ese par de revolcones reales a cielo abierto en el campo antes de que sucumbiera en la desgracia.

Puso su mejilla muy cerca de la cara de la muchacha y leyó el reparto japonés como si se tratara de héroes familiares tipo Brad Pitt o Leonardo DiCaprio:

–«Kurni Taguchi, Mitsuyasi Mainu, Katsurrori Hirose.»

La chica se dio vuelta a mirarlo, y acomodándose la mochila sobre el hombro izquierdo, le sonrió. Esa mínima gentileza, prácticamente borrada de su vida desde hacía años, animó al joven a sacar de su chaqueta la cajetilla de cigarrillos y a ofrecerle uno. La chica lo rechazó con un gesto tajante, y él se puso el cigarro en la boca y en un segundo lo tuvo encendido y humeando. «Cuando se sale de la cárcel -pensó-, un tabaco es lo más cercano a un amigo que se puede encontrar.»

–¿Vas a entrar a verla?

–No me tinca. ¿Tú?

El muchacho apartó la bocanada de humo impidiendo que atacara los ojos marrones de ella, y sin leer los nombres del afiche, dijo:

–Un film con Kurni Taguchi, Mitsuyasi Mainu y Katsunori Hirose no puede ser malo.

La sorpresa iluminó los pómulos de la chica.

–¿Córno hiciste para aprenderte los nombres?

–Soy un fenómeno inútil -contestó-. Leo algo y no se me olvida nunca más.

–Ojalá tuviera ese talento. A mí en el liceo me va pésimo justo porque tengo mala memoria.

–¿A qué liceo vas?

–Iba. Estoy suspendida.

–¿Y qué haces, entonces?

–Esperando que abran el cine. Con este frío no hay otro lugar donde meterse. ¿Y tú?

La chica le indicó su abultada mochila.

–Yo vengo de un viaje. Del sur.

–¿Y dónde vives?

–Recién llegué a la estación. Buscaré algo por ahí.

Estiró la cadena elástica imitación oro, se sacó el reloj del reo Fernández y le mostró la esfera. Una mitad la ocupaba un radiante sol guiñando un ojo, y la otra una luna menguante sobre la que reposaba una lechuza. La muchacha se rió:

–¡La parte del sol brilla! – exclamó.-Y si fueran las once de la noche destellarían esas estrellas alrededor de la luna.

–Parece un reloj de Las mil y una noches.

–¿Cuánto crees que me darían por él si lo vendo?

Ella lo pesó en la palma de la mano, como si tuviera experiencia en el asunto.

–Es muy original. No había visto nunca uno así. A lo mejor te pagan una fortuna.

–No creo. Es pura hojalata japonesa. Como la película.

Le hizo un gesto para que lo acompañara a la compraventa y puso el reloj sobre el mostrador de vidrio. El dependiente fichó de dos pestañeadas a la pareja, y recién entonces levantó el objeto y lo hizo balancear como si fuera la cola de una abominable rata.

–Aquí no compramos artículos robados.

El tono del comerciante aceleró la sangre del muchacho e instintivamente metió la mano al bolsillo y apretó la navaja. Pero en seguida aflojó la presión sobre el arma y para calmarse arrastró un rato las suelas de sus zapatillas Adidas sobre el parquet.

–Es un regalo de mi padre cuando cumplí la mayoría de edad.

El hombre tiró el reloj sobre el vidrio simulando un bostezo.

–Todos cuentan lo mismo. Que las medallitas de oro o los relojes tienen para ellos un enorme valor sentimental pero que se ven obligados a venderlos por una urgencia. ¿Es lo que me iba a decir?

–Me robó las palabras de la boca, señor.

El dependiente le sonrió a la chica y lo palmoteó en el hombro.

–Así sí podemos entendernos.

–¿Cuánto me da?

–Treinta mil pesos.

–Mire que es un reloj que separa el día de la noche. Anuncia cuando son las 10 de la mañana o las 22 horas. No hay otro como éste.

–Es una separación estúpida.

–Aunque sea inútil, caballero, es una choreza que otros relojes no tienen. Es un reloj poético. De noche titilan las estrellas.

–Aquí tienes treinta y cinco, chiquillo, y agradéceme que no te pido la boleta del origen de la mercadería.

Ángel Santiago se metió los billetes en el bolsillo y aspiró hondo el soplo de viento helado que se filtraba por el turbio portal. Salieron hasta la calle y él la tomó de un brazo y la fue conduciendo hacia la plaza de Armas.

–En el portal Fernández Concha hay una cafetería donde te sirven los hot-dogs coronados con tantos acompañamientos que tienes que abrir así tanto la boca para mascarlo. Hace más de dos años que sueño con masticar uno de ésos.

–Te acompaño.

–¿Y el cine?

–Es un rotativo. A la hora que llegues funciona.

–¿Vas seguido a él?

–A veces. Es decir, depende…

Él le pasó el brazo por un hombro y la ayudó a cruzar San Antonio.

–¿Depende de qué?

–Apenas te conozco. Depende de tantas cosas.

–¿Por ejemplo de que no estés suspendida del colegio?

La chica se animó con esa excusa que le proponía y contestó con tono alegre:

–Exactamente.

El local se llamaba Ex Bahamondes y el muchacho le preguntó a uno de los doce diligentes mesoneros que hacían volar lomitos, cervezas, pollos dorados y hotdogs completos sobre la muchedumbre de clientes si acaso el ex del título podría significar que los «completos» ya no era tan buenos.

–Mejor que antes, patrón -replicó el dependiente-. Le garantizo que cuando lo muerda la salsa le va a chorrear hasta el ombligo. ¿Quiere dos?

–Yo no -dijo la muchacha.

–¿No tienes hambre?

–No.

–¿No te enojas sí me como uno?

–Al contrario.

Entonces, sobándose las manos y estirando cada vez más la sonrisa a medida que le iba agregando salsas y vegetales, el joven cantó su pedido:

–Un supercompleto. Ponga la vienesa larga dentro del pan, caliéntelo en el microondas, agréguele una línea de chucrut, dos terracitas de palta, un bañado de picadillo de tomates, su resto de puré de papas, y corónemelo con una capa de mayonesa surcada con una hilera de ají rojo y otra de mostaza.

Al primer mordisco, la profecía del garzón se cumplió y el fluido de mayonesa y tomate saltó sobre la chaqueta de cuero. La chica le aplicó una docena de servilletas de papel sobre el cierre metálico y lo alentó con un gesto a que siguiera comiendo. Cada cierto tiempo, Ángel Santiago anunciaba con un dedo que se disponía a decir algo, pero optaba por aplicarle otro mordisco al sándwich y, mientras mordía con apetito, parecía rumiar las palabras que diría más adelante cuando dejara de amasar la exquisita masa sobre su lengua.

Los vidrios del local estaban empañados y la aglomeración de funcionarios haciendo su pausa de almuerzo abrumó la atmósfera de un calor sofocante.

–Necesito aire -dijo la muchacha.

El joven compró dos cartones de leche y atravesaron la calle hacia la plaza de Armas. Se tendieron sobre los bancos de madera y reclinaron los pies sobre sus respectivos bultos: él la mochila con sus pertenencias traídas de la cárcel, ella la cartera con los útiles, libros y cuadernos escolares.

Ella se abrió el abrigo exhibiendo un uniforme liceano con una insignia indescifrable sobre el jumper.

–¿Desde cuándo haces la cimarra

–Desde hace un mes. Me echaron del colegio y todavía no me atrevo a decírselo a mi madre.

–¿Y qué haces?

–Me levanto en las mañanas, hago como que voy a clases, doy vueltas por aquí y allá hasta que abren los cines rotativos. Después veo una o dos películas y vuelvo a casa.

El joven consideró con el entrecejo fruncido la posibilidad de que la lluvia se desatara. Todas las nubes encima eran negrísimas: algunas compactas y abultadas, otras deshilachadas y veloces.

Ella también subió la mirada y aprovechó para peinarse la cabellera con los dedos. Cuando bajaron los ojos, se encontraron en una súbita intimidad. Ella le sonrió, y él estimó atractivo y viril no hacerlo. Simplemente le mantuvo la mirada mientras se apartaba el agua de la frente.

Se llevaron simultáneamente los cartones de leche a la boca, y al beber, un relámpago se desprendió entre las nubes y un feroz estruendo rodó por el cielo. Ambos levantaron la vista hacia esas nubes hostiles, volvieron a mirarse a los ojos y saborearon sus leches como si estuvieran en un primaveral picnic campestre. Ella se limpió con la manga del abrigo la blanca estela que quedó sobre sus labios simulando un bigote, y al advertir que también el joven tenía su nariz embadurnada, se la secó con un dedo.

La lluvia irrumpió con goterones y la chica hundió los hombros, refugiándose en sí misma. Él no le prestó atención al agua que caía y recibió la gracia del sorbo blanco que inundaba su estómago como una bendición.

–Esto es lo que soy -le dijo a la muchacha-. Soy absoluta y totalmente este momento. No tengo casa ni amigos, ni un pasado, ni nada que quiera recordar, ni dinero, pero sé que seré feliz. Soy un estómago con un delicioso supercompleto alojado en mis entrañas, y ésta es mi ciudad de hielo y barro. ¿Cómo te llamas?

–Victoria.

–¿Y te dicen Vicky?

–Sí, pero prefiero que me llamen Victoria. 0 la Victoria; es más alegre.

Ella miró hacia el cielo, secándose el líquido que se le filtraba por la nuca. Al bajar la vista, descubrió que desde el bolso del muchacho se asomaba una bufanda de alpaca marrón, y espontáneamente tiró de ella y se la puso hecha un rebozo sobre el pelo.

–Sácate eso -le dijo el joven, áspero.

–¿Por qué?

–Porque esa bufanda está contaminada.

–¿De qué?

Él no respondió. Se la arrebató en forma brusca y, sin doblarla, la apelotonó de vuelta en la mochila. La sonrisa de ella pareció deshacerse en la lluvia.

–Esa bufanda pertenece a alguien que desprecio. Prefiero que un río de lluvia me arrastre hasta la muerte antes que deberle un favor a esa persona.

–¿Por qué no la tiras, entonces?

–Va a serme útil en algún momento.

Ella se arrancó el espacioso abrigo y lo puso en forma de toldo sobre el cuerpo de ambos. En esa calurosa oscuridad siguieron bebiendo los cartones de leche. Entonces ella se rió, sólo de verlo ahí tan cerca y tan serio, y se acordó de los juegos de infancia con sus primos cuando simulaban que la sábana era una tienda de indios, y ellos hablaban un lenguaje de esquimales rozándose las narices. Y cuando esa risa se expandió en el espacio tan íntimo, Santiago sintió a su vez que el vaho de ese buen humor hacía astillas la coraza de frialdad e indiferencia que le había permitido enfrentar los rigores de los últimos años, y algo espeso y mustio terminó de deshacerse en él con la velocidad de una fiebre.

Palpó la mejilla de Victoria y luego llevó la punta de un dedo hasta sus labios, se los recorrió solemne, y cuando ella advirtió que sus gestos tenían esa concentrada gravedad, paró la risa y se dejó hacer seria y expectante.

–¿Cómo te llamas? – le preguntó en un susurro.

–Santiago. Ángel Santiago -contestó Ángel Santiago con un guiño.


CUATRO


Descendió poco antes de la calle de las Cantinas, pues quería ver cómo el ramo había progresado. Los departamentos de saunas, casas de masaje y bares, donde el cocktail se condimentaba con muchachas enfundadas en cuero y alguna pizca de droga, ya se extendían hasta la Costanera. Sólo lamentó recorrer esa avenida con la maleta colgando de su mano como un turista al cual le han dado mal la dirección.


La maleta llamaría la atención sobre quien la portaba, y a pesar de los cinco años de chirona, sus fotos no dejaban de aparecer en la prensa, aún dichosa ante la habilidad de sus saqueos. Una solución habría sido volarse sus intensos bigotes, pero acometer ese despojo equivaldría a amputarse el total de su virilidad. En la primera esquina, su estrategia de concederse un bajo perfil fue demolida por Nemesio Santelices, un merodeador de segundones y cuidador de autos al que le dejaban caer de vez en cuando una limosna.

–¡Me alegra verte libre, Nico! – dijo caminando a su lado, sin intentar estrecharle la mano o abrazarlo. Le pareció muy estimulante que en el ambiente aún cada rata supiera qué tipo de efusividad se podía permitir.

–No creo que todos se alegren tanto como tú.

–¿Por qué no, muchacho? Todos saben que cerraste la boca.

–Vergara Grey, el Mudo, ¿ah?

–El Mudo de Oro. Mientras estabas en la cárcel prosperaron los negocios. Además, Santiago es ahora una gran metrópolis.

–Me alegro por la cuenta de banco de mi socio.

–Nico, si preparas algo, cuenta conmigo.

–Busca por otro lado, Santelices. Yo me he jubilado.

En esa breve caminata, aun sin darse vuelta supo que muchas miradas aterrizaban sobre su nuca, y pudo ver que un par de transeúntes que caminaban en contra lo quedaban mirando con la boca abierta. Se despidió del acompañante llevándose un dedo a la frente, y antes de entrar al local de Monasterio, puso la maleta en la vereda, se abrió el cinturón, se acomodó la camisa, se subió los pantalones por encima de la panza, respiró profundo y se abrochó la correa eligiendo un ojal más estrecho. Aunque recién había oscurecido, la cantina de su socio estaba casi llena, y a pesar de que las muchachitas lo miraron al entrar, ninguna de esa generación de copetineras enfundadas en modelos de boutiques pareció conocerlo.

Fue a apoyarse al extremo de la barra y desde allí estudió detalles del local hasta que pudo ubicar a Monasterio dando instrucciones a la cajera Elsa. Sólo con la fuerza de su mirada consiguió que el socio levantara la mandíbula y, junto al instantáneo reconocimiento, una mancha de gravedad fúnebre le disolvió la faz. Pero en cuanto echó a caminar hacia Vergara Grey, hizo que su expresión se encendiera en una dicha teatral. Fue el más efusivo en el abrazo, y el ex convicto aceptó esa expansividad con una sonrisa cauta.

El socio apreció el elegante traje, el buen peinado, y el toque dejuventud que le daba la ironía en sus pupilas. Transformando su aspecto en modestia, Vergara Grey dijo:

–La moda cambia en cinco años.

–¡Qué va! Estás elegante como siempre.

–Y la valija ya no cierra. Tuve que repararla con cinta adhesiva.

Monasterio le adjudicó un suave puntapié compinche.

–La maleta de tantas hazañas, Nico. Cuando tengas tu museo, será una de las piezas más preciadas. No te rías. En Londres hay un museo del crimen. Hay una estatua de cera de Jack el Destripador. ¿Champagne?

El hombre quedó esperando lo que su socio inevitablemente habría de agregar, y sonrió cuando el complemento llegó.

–Francés, naturalmente. ¡Eres el mero Vergara Grey!

Le indicó al mozo que llevara la botella, el balde y las copas a un privado al fondo de la sala, y una vez que se sentaron, le palmoteó las mejillas con emoción paternal.

–Al fin libre, viejito

–Afuera el tiempo vuela, adentro se arrastra.

–Quiero pedirte perdón, Nico, por no haberte ido a visitar durante todo este tiempo.

–No me di cuenta.

–Alguna vez quise ir pero…

–Qué raro, tenía la impresión de que habías venido.

–No es que no quisiera verte, pero una visita mía hubiera sido una pista para la policía. No ir nunca fue, por decirlo así, un acto consecuente.

–¿Consecuente con qué?

–Con tu silencio.

–Ese silencio, Monasterio, es ahora todo mi capital.

–Sobre ese tema tendremos que hablar, Nico. No ahora. Éste es el momento de brindar por tu retorno. Es la hora del champagne.

El socio alzó su brazo, pero Vergara Grey no tocó su copa. En cambio, puso la maleta sobre sus rodillas, apretó los metales del cierre y extrajo un sobre.

–Te traje un regalo.

–¿Un regalo para mí?

–Para ti, socio.

Vergara Grey derramó el contenido del sobre encima de la mesa. Uno sobre otro se deslizaron los cinco calendarios con todos los días de los cinco años marcados uno a uno con plumón rojo.

–Nico, todos los meses le hice un giro a tu familia.

El ex reo eligió una entre las hojas desprendidas del calendario y la puso delante de los ojos de su anfitrión.

–2001, el verano más caluroso que se recuerda en Santiago. Las cucarachas andaban tambaleantes sobre las rejas oxidadas.

–Te mostraré tu pieza.

–¿Dónde?

–Tengo un hotelito justo al frente.

–¿Familiar?

–Estamos en crisis, muchacho -intentó suavizar el socio.

–Es un hotel parejero.

–Misceláneo.

–Misceláneo.

–Es por un par de noches, mientras te consigo algo a tu altura.

–No va a ser necesario. Volveré a vivir con Teresa Capriatti.

–Deja que te lleve la maleta.

Sin esperar el asentimiento, cogió la valija y echó a andar hacia la salida. Afuera, la oscuridad y el frío se habían acentuado. La acera mojada reflejaba la inútil alegría de los neones de la calle de las Cantinas.

Al atravesar la calle, Vergara Grey, diez centímetros al menos más alto que su acompañante, se inclinó sobre su oreja de rnodo que lo oyera en el estruendo del tráfico:

–Cuida bien los calendarios, socio. También los puedes exhibir en el museo Vergara Grey.

La pieza tenía un clóset pequeño y moderno. Allí colgó su chaqueta y sacó de la maleta un pullover gris jaspeado. Se lo puso, se sentó en la cama y eligió un par de gruesos calcetines de lana para aliviar el hielo que le hería los pies. Después se tendió en el lecho, sin abrir la colcha, e intentó discernir qué figura semejaban las manchas en el cielorraso.

«Nada -se dijo-, la soledad.» Golpearon a la puerta y se acomodó en el lecho apoyándose en un codo.

–Pase.

Alguien abrió empujando la puerta con la rodilla y, antes de discernir a la persona, el hombre vio la bandeja de metal con el balde, la botella de champagne, y las dos copas aflautadas. La portadora era una mujer de unos veinte años ceñida en un conjunto que le dejaba libre el ombligo y una cabellera de alborotado pelo negro que enmarcaba los labios gruesos untados de fucsia.

–Dice Monasterio que se le quedó esto.

–No hacía falta que se molestara.

–Dijo que sería una pena que se entibiara. Es champagne francés.

–Déjelo sobre la mesa.

La mujer acató las instrucciones, y luego llenó dos copas, le alcanzó una al hombre y ella se sentó con la otra en el borde de la cama.

–¿Por qué Monasterio te mima tanto?

–Es un viejo amigo.

–Tiene muchos viejos amigos. Pero sólo a ti te manda el regalo doble.

–¿Qué es eso?

–El champagne y yo.

–Comprendo. Y ya que estamos en la misma cama, ¿podrías decirme tu nombre?

–Raquel.

–Mira, Raquel…

–Por supuesto que no me llamo realmente Raquel.

–Está claro. Mira, Raquel, encuentro que eres una chica preciosa y que cualquier hombre se sentiría feliz de tener un revolcón contigo. Pero yo sueño con una sola mujer, y como si fuera un adolescente virgen, me reservo para ella.

–Puchacay, ¡que eres delicado!

–No es nada personal, ¿comprendes?

–¡Cómo que nada personal! Si es conmigo personalmente con quien te pasa eso. Yo soy una buena profesional. No te haré daño, chiquillo.

–No dudo de ti; dudo de mí mismo.

–¿Miedo de no funcionar?

–Tengo ya sesenta cumplidos.

–Pero yo me tengo confianza.

Vergara Grey sorbió su champagne y le propuso a la dama con un gesto que lo imitase.

–Me carga el champagne. Me produce dolor de cabeza.

–¿Qué trago te gusta?

–La menta frappé.

El hombre le puso un billete de diez mil en la mano.

–Aquí tienes, para que te compres una botella.

–Nunca le digo no a una buena propina. ¿Pero qué le cuento a Monasterio?

–Dile que agradezco la atención, pero que no acepto regalos. Dile que lo espero en esta pieza con el cincuenta por ciento que me corresponde.

–Me va a retar.

–No creo.

Vació su copa y se limpió con la muñeca los bigotes. Ella le dio unos golpecitos en el dorso de una mano y se puso de pie.

–¿Cómo es que se llama la beneficiada, don?

–Teresa Capriatti.

La mujer sacó un cubo de hielo del balde plateado y se lo puso en la boca. Lo estuvo moviendo de un pómulo al otro con la actitud pensativa de quien está frente a un jeroglífico.

–Eres un pájaro raro -concluyó.


CINCO


Victoria condujo a Ángel Santiago por la escalera de la academia hasta el sótano, y desde allí lo fue llevando hacia la sala de ensayos. La calefacción funcionaba a pleno gusto, y el joven se apoyó contra la pared mientras la chica hablaba con la maestra. Una media docena de adolescentes hacían flexiones apoyadas en las barras, o construían piruetas girando en la punta de los pies. La maestra tenía su pelo gris muy ceñido sobre las sienes y un trazo de rimmel le daba especial peso a las pestañas, que parecían saltar sobre su rostro pálido. Victoria volvió hasta él trayéndole un banquito.


–Te da permiso para que te quedes.

–No sé qué puedo hacer aquí.

–Mirar.

Corrió hacia la otra punta de la sala, se desprendió de la falda y quedó vestida con una malla de bailarina. La profesora puso sobre la tapa superior del piano un manojo de llaves, reunió con una orden al sexteto de muchachas e inició una melodía marcando fuertemente con los pedales los tiempos.

Al principio, el joven se interesó por las figuras y hasta se entretuvo cuando cuatro de las chicas se tomaron con los brazos cruzados e hicieron una coreografía de precisión mecánica. Pero tras media hora, cuando todas se fueron a las barras y sufrieron las correcciones que la maestra les hacía golpeándolas suavemente con un puntero, se aburrió de esa disciplina, y sin tener otra cosa al alcance que el bolsón de la colegiala, se dedicó a hurgar en él.

El cuaderno de matemáticas estaba lleno hasta la mitad, y las operaciones con prácticas de álgebra habían sido corregidas por el maestro con horrorosa pulcritud. La calificación al final de cada página sólo difería entre mala, muy mala y pésima.

El archivador de castellano contenía un poema de Gabriela Mistral al cual Victoria le había aplicado un poderoso marcador amarillo en dos versos: «Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada.»

Ángel siguió hojeando los folios con ejercicios gramaticales y listas de sinónimos y contrarios, y pudo advertir que en cuatro o cinco páginas aparecían los dos mismos versos de la Mistral escritos casi con el tamaño de una consigna y destacados además con marcadores de distinto color.

Al final de un texto de Óscar Castro, «Tarde en el hospital», Laura había escrito «tanta gente en todas partes muriendo». En el cuaderno de música encontró un cancionero con letras de Elvis Costello y algunas líneas de la Novena Sinfonía de Beethoven.

El calor fue secando su ropa húmeda y entonces abrió la mochila para ver con qué arsenal contaba desde ahora en adelante. Derramó todo en el suelo y lo fue ordenando con la punta de un pie descalzo: la bufanda del alcaide, dos camisas, dos slips, un jersey de cuello marinero más su chaqueta de cuero ajada y con el cierre metálico descompuesto. Había dos libros: Corazón, de Edmundo d’Amicis, y Tres rosas amarillas, de Raymond Carver. «Para regalárselos a cierta personita», pensó con una sonrisa.

Luego llegaría la noche y tendría que buscarse un lugar donde dormir. En ese mismo estudio no faltaban colchonetas donde tenderse, y si la calefacción funcionaba hasta la mañana siguiente, el problema estaría resuelto.

La otra cosa sería compartir un hotel parejero con Victoria, idea doblemente absurda, pues no habían intercambiado ni un beso y carecían de dinero para pagar anticipado, como era la costumbre en los volteaderos. También podrían ir directamente a un hotel de alcurnia, y a la mañana siguiente hacerse humo valiéndose de cualquier estratagema. Pero seguro que le pedirían su documento al ingresar, y al otro día tendría a todo el cuerpo de investigaciones tras sus pasos. Pésimo negocio.

Quedaba, por tanto, la opción de los parques, las plazas y la pulmonía. Maldita gracia le haría cambiar la celda de la correccional por un camastro en la Asistencia Pública entre ancianos moribundos.

Victoria vino con la profesora y lo presentó como su hermano de Talca. Ella quiso saber a qué se dedicaba y a él se le ocurrió decir que tenía un terrenito en el campo y que estudiaba agronomia. Total sabía que cerca de esa ciudad pasaba el río Piduco, que en todas partes hay pasto y vacas, y que no faltaban uvas en las parras. La maestra le retrucó que era una carrera con futuro por el tema de las exportaciones a Asia, y él tuvo la gentileza a su vez de halagarla encontrando que la danza era una profesión aún más promisoria, ya que en la tele se veía que todos los chicos y las chicas estaban loquitos por bailar, y todos los que no estaban en la tele luchaban sólo para estar algún día bailando en ella. La profesora le dijo que el baile de esa academia no conducía a la tele, sino a escenarios de prestigio como el teatro Municipal de Santiago, o el Colón de Buenos Aires, siempre y cuando, claro, se tuviera talento para la danza. Ángel Santiago consideró del todo atinado preguntar qué se entiende por tener talento al bailar, y ella le dijo que el talento era la capacidad del cuerpo de reaccionar con precisión a las fantasías originales que cada bailarín tiene para expresar algo que lo obsesiona.

–Por ejemplo, ahora estoy ayudando a tu hermana a inventar una coreografía basada en un poema.

–De la Mistral -exclamó el muchacho.

Victoria lo miró perpleja, dejando caer su mandíbula, y Ángel Santiago se humedeció los labios sonrientes y tuvo la certeza de que su suerte se acrecentaba cada vez más en esa pequeña libertad de un día. Su ángel de la guarda había encontrado la ruta de vuelta a casa y le dictaba los pasos que tenía que seguir regalándole una inspiración tras otra.

–De la Mistral, precisamente -asintió grave la maestra-. Ella quiere bailar nada menos que Los sonetos de la muerte.

–«… te bajaré a la tierra humilde y soleada» -se apuró el joven.

–Se ve que te interesa la, poesía -comentó la maestra, seducida.

–Oh, no. Sólo ese poema. Al fin y al cabo, está muy cerca de la agronomía, ¿no?

La maestra celebró con una sonrisa la ocurrencia y, poniéndose el abrigo, se despidió de ambos con un beso, y antes de salir, les extendió frazadas que sacó de un armario. Victoria fue hasta el hornillo y puso a calentar agua para el Nescafé. Llenó dos jarritas de cerámica y se sentó a horcajadas sobre el piso. El muchacho se quemó la lengua con el primer sorbo, y ella sopló su dosis con cautela.

–¿Quién comienza? – dijo, tras una pausa.

–¿Con qué?

–Con la verdad.

El chico calentó las manos acariciando el pote de café, y al mirar la intensa profundidad de esos ojos marrones, invoco en silencio a su buena suerte. No quería cometer ningún desatino. No quería perderla. Ni esa noche, ni nunca.

–Pregunta.

–Tu nombre. Quiero decir, tu verdadero nombre.

–Ángel Santiago.

–Parece nombre de trompetista de una orquesta de Salsa.

–Bueno, así me pusieron.

–Tus padres.

–0 el cura del pueblo. Estaba muy chico para acordarme.

–¿Y qué haces?

–Por aquí y por allá.

–¿Qué haces por aquí y por allá?

–Nada. No hago nada por aquí y por allá.

–¿Y lo de la agronomía? ¿Tienes algún terreno en ‘Nlca?

–La única tierra que tengo es la de la suela de mis zapatos.

–¿Y de qué vives, entonces?

–Bueno, tengo proyectos.

–¿Cuáles?

–Algunas líneas tiradas para ganar dinero. Mucho dinero.

–Cuéntame.

–Eso es un secreto. Si te lo cuento, quemo el negocio.

Sorbieron en silencio el resto del café y luego Ángel se Sacó los zapatos y los puso cerca de la estufa. Ella se soltó la cincha que cubría su frente y con una sacudida de la cabeza permitió que su cabellera recuperara el alboroto de siempre.

–Ahora, yo -dijo el muchacho.

–Pregunta.

–No quiero hacerte ninguna pregunta, pero tengo tres deseos.

–¿El primero?

–Que cuando bailes en el teatro Municipal me avises.

–¿Por qué?

–Vi una vez una película en la tele donde el novio le manda a su chica que triunfa en el ballet un ramo de flores. Estoy loco de ganas de mandarte un ramo de flores al Municipal.

–Eso no pasará nunca. Ésta es una academia muy modesta. Las chicas de aquí nunca llegan al Municipal.

–Bueno. Si por casualidad llegas algún día al Municipal, de todos modos me avisas.

–Está bien.

–Mi segundo deseo es que mañana vuelvas al colegio y pidas que te dejen entrar.

–Es más posible que baile en el Municipal que vuelva al liceo. Fui expulsada, Ángel.

–A todo el mundo lo expulsan alguna vez de clases, pero luego lo dejan entrar de nuevo.

–Eso ya pasó conmigo. Me suspendieron dos veces y a la tercera me expulsaron.

–¿Pero por qué?

–Porque las dos primeras veces citaron a mi apoderado y mi madre no fue.

–¿No quiso ir.

–No quiero hablar de mi madre.

–Está bien, cálmate.

–Estoy tranquila.

–Estás tranquila. Está bien. Cálmate ahora.

Victoria comenzó a extender y aflojar la cincha elástica entre su manos y prestó largo rato atención a la lluvia que caía sobre las ventanillas del sótano.

–Me echaron del colegio porque me cuesta concentrarme. En clases siempre estaba en la luna. Es decir, pensando siempre en lo mismo.

–¿En qué?

–En mi padre.

–¿Qué pasa con él?

–Cuando mi madre estaba embarazada de mí, la policía detuvo a mí padre en la puerta del colegio donde hacía clases. Todo el mundo pudo verlo. Los agentes actuaron con helicópteros y coches sin patente. Dos días después encontraron su cuerpo degollado en una acequia. Yo nací cinco meses más tarde.

–¿Qué había hecho tu papá?

–Estaba contra la dictadura. Podría haber identificado a algunos secuestradores que hicieron desaparecer gente. Yo creo que fue el último que mataron. Después vino la democracia.

–No tienes que pensar todo el tiempo en él.

–Si yo no lo recuerdo, él va a desaparecer para siempre.

–Pero eso es una obsesión. Te hace mal a la cabeza. Por eso te va mal en el colegio.

–Entré al mismo liceo donde él había trabajado. Todo el mundo fue muy bueno conmigo. Me trataban como sí fuera de cristal y pudiera astillarme en cualquier momento. Me dieron una beca hasta terminar el bachillerato.

–¡No puedes desaprovecharla!

–Mi mamá tiene la ambición de que estudie leyes. ¡Imagínate! ¡Que yo estudie leyes en un país donde mataron impunemente a tu padre!

–Pero es tu madre. Tienes que contarle la verdad, y ella hablará con el rector del colegio y te admitirán de vuelta.

–Mamá tiene una profunda depresión y una total indiferencia. Mientras todo el mundo hablaba de mi padre como un héroe tras su asesinato, ella se quejaba de que la había abandonado. Cuando nací, más que alegrarse por mi vida, se apenaba porque yo le recordaba a su marido. Un día me dijo: «El partido perdió un militante en la guerra; yo perdí un hombre en la casa.»

Santiago quiso improvisar un argumento para arrancarla de ese tono sombrío, pero sintió que ahora le faltaban las palabras, y prefirió reprimir la caricia destinada a la mejilla de Victoria, temiendo darle una compasión que la chica acaso odiaría. Fue hasta las barras de ejercicio y practicó algunas piruetas de gimnasia aprendidas en el liceo. Reanimado por el movimiento, avanzó de vuelta a la muchacha y le dijo:

–Mañana te acompañaré al colegio y yo mismo convenceré a la directora.

Victoria se echó a reír sin burla. De pronto la había agarrado un buen humor irresistible.

–¿Jú? ¿Con qué ropa?

–Soy tu hermano de Talca. Eso me da cierta autoridad ante ti y ante ella.

–Saben que no tengo hermanos. Año tras año, en los discursos de inauguración de las clases, los maestros aluden a mi soledad y a la tragedia superada de Chile. Me da risa la palabra «superada». Nunca la muerte es superada por nada.

–Le diré entonces que soy tu novio y que vamos a casarnos.

–Pero si no tienes plata ni para el autobús ¿Con qué me mantendrías?

–Tengo proyectos te dije.

–¿Cuáles?

–Nada que te interese.

Victoria bostezó y extendió a lo largo del muro una colchoneta. Se sacó la malla de ballet y puso la blusa escolar bien doblada sobre la silla al lado del jumper. Su pecho desnudo le reveló a Santiago los senos firmes y medianos y un archipiélago de pecas infantiles en el espacio entre ambos.

Trajo la otra colchoneta y la puso arrimada a la de Victoria, y cubrió ambos cuerpos con la enorme frazada de lana chilota. La gruesa trama de la tela era una promesa de calor eficaz, y la cercanía del cuerpo de la muchacha le produjo un vértigo. Cuando insertó la rodilla helada entre sus muslos, ésta le dijo con los ojos cerrados:

–Recuerda que eres mi hermano de Tálca.

Pero ya el joven había prendido con la punta de los dedos el slip de la muchacha y con un brusco movimiento se lo bajó hasta los talones, y sin darle tiempo a que ella se los desprendiera del todo, le acercó desde atrás su sexo abultado y con buena fortuna encontró su vagina húmeda, y la penetró mordiéndose los labios, y al oír el suave gemido de la chica no resistió más, y dejó que todo ese espeso líquido acunado en noches de tristeza y fantasías se derramara dentro de ella.


SEIS


Lo despertaron golpes en la puerta, al comienzo tímidos y luego enérgicos. Fue primero hasta el lavatorio a enjuagarse la boca, no sin antes mirar melancólico la botella de champagne casi llena. Veinte 20:años atrás, ni dos de ellas hubieran bastado para amenizar una noche. Se puso los pantalones con parsimonia, y ahora los golpes sonaron casi policíacos.


–Mientras más aporreé la puerta, menos prisa me voy a dar.

El ruido cesó de inmediato, y se dio un tiempo para peinarse el bigote, sin dejar de advertir que el blanco iba ganando la batalla contra el gris. Recién entonces abrió a todo lo ancho la puerta, «es un viejo truco de hampón que no tiene nada que ocultar». Presumía que el furibundo madrugador sería un detective.

Sin embargo, el joven que se manoteaba nervioso la nariz en el pasillo le pareció un debutante, o un junior impertinente. En la mano izquierda portaba un par de libros y el pelo no había tenido trato, con un peine durante meses. Sobre la oreja traía un marcador verde y despedía un aroma trasnochado.

–¿Qué deseas?

El ioven llevó sus manos al pecho en actitud de oración Y tuvo que carraspear antes de que le saliera una palabra.

–Vergara Grey -exclamó por fin-. Estoy delante del mismísimo Vergara Grey, ¡no puedo creerlo!

–No hagas tanto teatro, muchacho. ¿Qué quieres?

–¿Puedo pasar?

–Preferiría que no. Esta habitación es sólo ocasional. Muy por debajo de nuestro nivel.

–Oh, no, maestro. Está perfectamente bien.

El hombre fue hasta la ventana. Corrió la cortina y lo consoló ver un sol filtrado por el inevitable smog de junio, pero al fin y al cabo luminoso. Comparado con el miserable día de gloria de su libertad, ese martes era una fiesta. Levantó las cejas, desdramatizando el gesto adusto que llevaba desde hacía minutos.

–¿En qué te puedo servir, chico?

–Traigo una carta de recomendación para usted.

–¿De dónde?

–De la cárcel. Me soltaron ayer.

–A mí me echaron de la penitenciaría. La misma amnistía, ¿no?

–El destino nos junta -saltó presto el joven.

–¿Es una carta del alcaide?

–¿Por quién me toma, señor? ¡Es de un preso!

–¿De qué preso?

–Del Enano Lira.

–¿Una carta de recomendación de un gángster como Lira? Te sugiero que no pidas trabajo en un banco, chiquillo.

–Ábrala y léala, por favor.

El hombre la puso sobre la colcha, se apartó histriónicamente y la estuvo mirando un rato con el ceño fruncido. El joven la levantó de allí y volvió a entregársela. El otro se limpió los dedos en la polera como si quisiera borrar sus huellas digitales. Rasgó el sobre con las uñas y sacó un esmirriado mensaje que sostuvo en lo alto como la cola de un ratón.

–¿Qué dice? – preguntó ansioso el muchacho, cambiando de mano los libros forrados en papel de cuaderno de matemáticas.

–«Te presento a Ángel Santiago.» Firmado: el Enano.

–¿Eso es todo?

–Eso es todo el contenido de esta obra maestra del género epistolar. El Enano Lira escribe tan poco como su tamaño.

–Era muy comprometedor decir algo más. El resto se lo canto yo.

–Me alegro, joven, porque esta misiva es tan parlanchina como un muro.

–Antes que nada, le traigo de regalo un par de libros. Usados pero buenos.

–Gracias. Ajá Corazón y Tres flores amarillas.

–En Corazón siempre me identifiqué con Garrón. El chico bueno del curso.

–Supongo entonces que tu estadía en la cárcel fue un malentendido.

–No se burle de mí, maestro. En el otro hay un cuento que trata de la muerte de Chéjov. ¿Sabe quién es Chéjov?

–Me suena como un ajedrecista.

–Era un autor ruso.

–Nunca me interesó la política.

–ChéJov es de antes del comunismo.

–Bueno, ya te habrás dado cuenta de que no soy un gran lector. Gracias de todas maneras por los libros. Intentaré hojearlos.

Santiago manoteó despreocupadamente en el aire.

–Oh, no. ¡No hace falta que los lea, profesor! Lo que cuenta en este caso no son los libros, sino los forros.

Vergara Grey se rascó la cabeza y luego se palpó la mejilla sin rasurar.

–Tradúceme.

–En la cárcel no es posible hallar un forro para libros más sofisticado, así que los protegimos con papel de matemáticas.

–Así veo.

–Ordinariez que remediaremos de inmediato.

Uniendo las palabras al hecho, despojó a los textos de sus cubiertas y procedió a aplanarlas sobre la colcha.

–Señor Vergara Grey: el ingenio del Enano Lira es inversamente proporcional a su tamaño.

De una sentada dio vuelta las hojas de papel de matemáticas y en ese reverso apareció un delicado y complejo jeroglífico con la apariencia de un mapa. La miniatura de un plan arquitectónico.

–;Qué es esto?

–Se trata de la estrategia de un Gran Golpe. Diseñado por el Enano paso a paso. Iba a ser su próxima obra maestra cuando cayó preso por una bagatela que no valía ni el décimo de su talento. Se lo manda en señal de admiración y con cordiales saludos.

–Lo siento. Estoy retirado.

–Permítame que se lo explique.

El hombre se tapó las orejas.

–No vale la pena. No quiero oír nada.

–Oiga por los menos esto: se trata de mil doscientos millones de pesos.

–¿En dólares?

–El informal está a 745 comprador, eso vendría dando exactamente un millón seiscientos diez mil trescientos ochenta y dos dólares.

–Escucha tú ahora este otro cálculo: por cada cien mil dólares, un año de cárcel. En un millón seiscientos diez mil dólares cabe cien mil dieciséis veces, por lo tanto, sumarías dieciséis años de chirona. Para echarle mano a esa bonita suma no bastará alzar el brazo y cortarla del parrón como quien saca un racimo de uvas. Una cifra de esa magnitud está siempre bien rodeada de pistolas y guardias. Pongamos que tengas buena suerte y sólo mates a uno de ellos. Por homicidio agrégate… ¿has matado a alguien antes?

–Todavía no.

–Entonces estamos bien. Por un asesinato primerizo te echarán diez años, más los dieciséis que llevamos, estaríamos sumando veintiséis añitos a la sombra. Pongamos ahora que, puesto que eres tan bueno como el Garrón de D’Amicis, te rebajen cinco por buena conducta, llegaríamos a un total de veintiún años. ¿Qué edad tienes ahora?

–Veinte, maestro.

–Saldrías con cuarenta y uno y probablemente con otros papelitos como el de Lira en el bolsillo.

–Si acudo a usted es porque sé muy bien que jamás ha disparado un tiro. Ésa es la belleza de su carrera.

–No soy infalible, chico. Ya viste que me tuvieron cinco años adentro. Hasta me salieron canas en el bigote.

–Pero no lo sorprendieron con el cuerpo del delito. El juez le dio diez años por callarse la boca.

–0 sabes mucho o presumes demasiado.

–En la cárcel no se hablaba más que de usted, profesor Vergara Grey. Por supuesto que el Enano Lira aspira a una comisión.

–Una comisión «pequeña», espero.

–Sus ambiciones son mesuradas. Lira tiene un gran sentido del humor. Nos contaba historias del Enano Monterroso.

–A ver.

–Por ejemplo, ésta: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.»

El hombre se atusó el bigote y fue hasta la ventana para no exhibir la sonrisa. Prefería no admitir que estaba entreteniéndose con el rapaz, y temía que cualquier debilidad lo hiciera sucumbir en una tentación.

–Sería oportuno desayunar. ¿Té o café?

–Yo, café con leche. ¿En serio me va a invitar?

–Pediré que lo suban del bar. En tanto, habría que buscar pancito fresco de la panadería.

–Yo voy.

–Te agradezco la gentileza.

–¿Qué pancitos quiere?

–Surtidos. Tomo un desayuno fuerte pero luego no almuerzo.

–Comprendo.

–Trae dos marraquetas, dos colizas, tres hallullas, tres flautas, cuatro tostadas, tres bollitos con grumos de cebolla y tres porciones de kuchen con fruta confitada y pasas.

–A la orden, profesor. Perdone que lo moleste con una rotería, ¿pero podría pasarme un poco de dinero? Salí de la cárcel planchado.

El hombre extrajo un billete de cinco mil de su cartera y se lo puso a Ángel enrollado en la oreja.

–Ahí tienes.

–Naturalmente el pan corre por mi cuenta. Este préstamo es a cuenta del botín.

–De los mil cien millones.

–De mi parte de los mil cien millones.

El joven se dispuso a salir, pero el hampón le cruzó la pierna por delante.

–¿Cómo se le ocurrió al Enano Lira que tú y yo podríamos trabajar juntos?

–El Enano Lira dijo: «La técnica y la experiencia de Vergara Grey y la energía de Ángel Santiago.»

–Es un elogio bastante melancólico.

El joven indicó el mapa del asalto sobre la colcha.

–¿Qué le parece así, a primera vista?

–Se ve que hay trabajo aquí.

–Sólo tres años. Al comienzo el chico tenía miedo de dejar huellas. No quería dibujar nada, pues temía que le robaran el filón de oro. Así que nos sentábamos en el patio de tierra, y me explicaba una y otra vez el plan dibujando con la ramita de un árbol. Cuando se acercaba un guardia, lo borrábamos con los pies. Les decíamos que estábamos jugando al Gato. Hasta que se me ocurrió forrar los libros con papel de matemáticas. Una idea simple pero luminosa, ¿no cree?

–¿De modo que eres bueno para retener cosas que te dicen una sola vez?

–No me tome por vanidoso, pero justo tengo ese talento. Voy a la panadería y vuelvo.

Avanzó hasta el pasillo y allí lo alcanzó perentoria la voz del hombre:

–Una curiosidad, señor Santiago. ¿Qué es lo que va a comprar?

–Pan, por supuesto.

–¿Cuáles?

El joven pestañeó durante diez segundos, asomó una vez la punta de la lengua entre los dientes y luego dijo, rascándose la nariz:

–Dos marraquetas, dos colizas, tres hallullas, tres flautas y cuatro tostadas, tres bollitos con grumos de cebolla y tres porciones de kuchen con fruta confitada y pasas.

–Ve con Dios, chiquillo.

–Y usted no se olvide de hacer lo suyo.

–¿Lo mío?

–Pedirme el café con leche.


SIETE


Victoria tomó el primer autobús de la madrugada, el mismo que llevaba a los albañiles de los barrios periféricos a la zona de los ricos, y se apretujó contra el asiento, sin conseguir refugiarse del frío. Los hombres iban con el pelo mojado, las bufandas envueltas hasta las narices, y casi todos traían una bolsa de lona donde llevaban un sándwích y un termo con café para el almuerzo.


Al descender en la esquina del colegio, estuvo a punto de sobrevenirle un desmayo: pese a haber leído muchos artículos sobre los riesgos de la anorexia, sabía muy bien que unos gramos de más podían frustrar la inspiración de un bardo o el salto hacia los brazos del partenaire, y prefería el hambre a perder la figura de bailarina. Después del violento desahogo de anoche, Ángel Santiago se había deleitado horas recorriéndole la piel, y ella se sintió más flaca que nunca trabajada por esas manos rudas. Era como si fuera escribiendo algo sobre su piel con sus dedos ásperos, Y ella se dejó hacer, sumisa a ese tacto protector.

Pero esa súbita influencia sobre su vida al mismo tiempo la desequilibraba. Hacía un mes que la habían expulsado del colegio y ahora, en vez de ir a meterse en los cines rotativos tempraneros, estaba de vuelta ante el portón, tiritando y sin saber exactamente qué hacer en cuanto sonara la campana. Los argumentos de Santiago eran más elocuentes que los silenciosos reproches de su madre: estaba en el último año del liceo, a cinco o seis meses del bachillerato, y no podía permitir que le demolieran su vida por una crisis de rendimiento escolar.

«Los maestros están para enseñarte, y si no lo logran, el fracaso es de ellos y no tuyo», había sentenciado Ángel en su oído.

La chica le explicó, sin mirarlo y hablándole a la almohada, que muchas veces era incapaz de expresarse, que para ella desde lo más nimio hasta lo más profundo se transformaba en movimiento. «Puedo bailarte una pena, pero no lloraría.»

«La Escuela Superior de Arte te exige bachillerato para entrar. Ésa debería ser tu meta, la Victoria, o no tendrás otro destino que ser corista de espectáculos frívolos o educadora de párvulos. ¿Te ves enseñándole a bailar “Arroz con leche, me quiero casar” a chiquillos moquillentos y a niñitas con muñecas de trapo? ¿Tú crees que tu padre aprobaría tanta desidia? Seguro que cuando lo mataron, él quería para ti algo grande. ¡Quería la libertad de la gente!»

«Pero en vez de eso dejó a mi madre esclava de mí, viuda, preñada -había dicho Victoria, dándose vuelta-, desinteresada de sí misma, de mí, de la vida. ¡Qué vienes tú a hablarme a mí de libertad.»

Ángel Santiago sonrió ante esa frase. «Es totalmente una minúscula pendejada en la historia del universo que un grupo de maestritos te echen de la escuela pulverizando tu vida y cagándose en el sueño de tu padre. Si es así, significa que los que lo mataron vencieron. Que te ganaron a ti. Que lo borraron del mapa.»

Ella se había cubierto la cabeza con la almohada. No quería oír sermones, dijo. Estaba harta de parlanchines y, sin embargo, ahora iba entrando al liceo con su uniforme azul desenterrado, sucio de jugos de frutas y derrames de lápices Bic- y con el bolso de cuero sobre el lomo y la vista en las baldosas del pasillo.

Fue la primera en llegar al aula. Desarrugó su delantal de cuadritos azules y se lo puso, tratando inútilmente de plancharlo con las manos. Tomó asiento en el mismo banco de siempre y vio nuevamente el nombre del bailarín Julio Bocca, el único que había tallado ella con la punta del compás entre los febriles homenajes que generaciones de chicas habían hecho a sus ídolos o noviecitos de ocasión.

–¿Te perdonaron? – le preguntó la rubia Ducci, al sentarse a su lado.

También las otras chicas la miraban desde sus pupitres.

–No.

–¿Y entonces qué haces aquí?

–Voy a ver qué pasa.

–Te van a echar a patadas. Eso es lo que va a pasar.

–No tienen derecho. Estamos en una democracia y yo quiero estudiar.

El primer wamo era artes plásticas y, según la chica pudo espiar en el cuaderno de croquis de su compañera, estaban estudiando las tendencias pictóricas del siglo XX.

La maestra les había repartido láminas fotocopiadas con una docena de imágenes, y las estudiantes debían explicar a qué escuela pertenecían y fundamentar con una frase por qué. Al pie de la página venía el repertorio de posibilidades: expresionismo, surrealismo, puntillismo, impresionismo, cubismo., abstracto.

–Cézanne es cubista -le sopló la compañera-, porque distorsiona las figuras como si fueran volúmenes geométricos.

–¿Por qué hizo eso? – preguntó Victoria.

–Porque le dio la real gana. Todos los artistas que hacen lo que no se había hecho antes se transforman en fundadores de una escuela.

–¿Y Dalí?

–Ése es surrealista. Por ejemplo, ahí tienes el reloj derretido en el desierto. No es por el calor; es porque el tiempo es inútil, sin frutos, como el desierto. ¿Entiendes?

–¿Dónde aprendiste todo eso?

–Aprendo lo que me interesa. En el número tres anota «Van Gogh». Ése ve primero los colores y después las cosas. Cuando le mete las cosas que ve a los colores es como si las viera por primera vez.

–¿Como el girasol?

–Y eso que es una estúpida fotocopia. Si lo ves en Ámsterdam, te vuelas.

–¿Has estado en Ámsterdam?

–¡Con qué ropa! Anota ahí «Van Gogh».

–¿Qué vas a estudiar cuando termines el liceo?

–Voy a trabajar. Secretariado bilingüe. Mi familia son unos muertos de hambre. Llévale la carpeta a la maestra.

La señora Sanhueza poseía unos bondadosos ojos verdes que rodaban sobre sus mejillas mofletudas, y solía repartirles tareas a las chicas para evitar desplazar su amplio volumen por la sala y ser objeto de los chillidos de espanto que fingían las alumnas cuando su muelle trasero avanzaba entre las hileras de bancos. Mientras ellas trabajaban, la maestra se sumergía en una revista con puzzles dedicados a la carrera de artistas de cine. Compartía con sus alumnas el fanatismo por Hugh Grant, pero se consideraba a sí misma más cercana a un galán maduro tipo Richard Gere.

Una vez había participado en un test televisivo del doble o nada y había estado a punto de ganar cien mil pesos con vida y obra de Jeremy Irons, y justo falló en la pregunta de cuál era el reparto completo de mujeres que lo había acompañado en La casa de los espíritus. Haberse caído justo con un tema chileno la enfermó de reumatismo dos semanas, período en el cual no miró a nadie a los ojos.

–¿Terminaste ya? – se asombró ante la hoja de Victoria.

–Sí, maestra.

Revisó los cuadros y sus comentarios y los marcó con un lápiz Faber.

–Está todo correcto.

Al buscar el nombre de la alumna en el cuaderno de clases para estamparle la nota más alta, encontró que su nombre estaba eliminado con un feroz rayón rojo.

–¡Mijita! – exclamó-. Usted no existe. Vea aquí: «Expulsada por reiterado mal rendimiento el 20 de mayo.»

La chica sonrió inocente:

–Fui y volví, maestra. Y en cuanto a mi rendimiento, usted puede ver que ya no soy la misma.

–Un siete en historia del arte es un golpe a la cátedra, preciosa. Rara vez le doy a alguien la nota más alta.

–Es que he madurado, maestra. Antes no sabía qué hacer con mi vida. Ahora lo único que quiero es estudiar. Ganar una beca. Ir a la universidad.

La maestra asintió, puso otra vez la exitosa hoja sobre el cuaderno de clases y comparó las notas anteriores con ésta.

–¿Y qué le gustaría estudiar, jovencita?

–Pedagogía en artes plásticas -exclamó.

No supo cómo ni de dónde le había salido esa frase, pero le pareció increíble que la hubiera pronunciado. Asoció ese desatino con un recuerdo fugaz de Ángel. ¿Así como la rubia Ducci le había soplado en un santiamén las respuestas correctas, ahora su amigo la había hipnotizado para hacerle pronunciar tamaña barbaridad?. Si el rostro de madame Sanhueza era de suyo dulce, ahora había ascendido a las glorias de lo almibarado.

–¿En serio, chiquita?

–En serio, maestra.

–Nunca nadie en mi larga vida había optado por mi profesión. Quizás porque he sido una mala docente, ¿no?

–Todo lo contrario, maestra. Es justamente su dedicación a nosotras lo que me ha inspirado.

–Como profesora de liceo nunca ganarás plata y te saldrán canas.

–¡Tengo sólo diecisiete! Usted comprenderá que por ahora me puedo reír de las canas. Lo que me importa es seguir mi vocación.

Se puso la mano en el pecho como quien jura fidelidad a la bandera. La señora Sanhueza borró de un manotón la lágrima que despuntó en sus ojos.

A las diez de la mañana era la pausa larga. Las chicas la usaban para bostezar en los corredores, narrar confidencias sobre sus amigos, intercambiar música bajada de sus ordenadores, fumar en los baños, aplicarse ungüentos contra el acné, intentar hacer la tarea pendiente para la clase siguiente, y coquetear con el profesor de francés, apenas cinco años mayor que ellas y con un aire a lo George Clooney que las desestabilizaba epidérmicamente.

En tanto, la señora Sanhueza había invocado cierto reglamento del Ministerio de Educación solicitando que todos los maestros se convocaran en el bufete de la directora para tratar el caso de la alumna Victoria Ponce, un asunto de vida o muerte.

En la oficina, llena de cuadros al óleo de próceres de la patria y rectoras de la institución, la chica fue sentada en el medio, el preciso punto donde brillaba a esa hora una lámpara de lágrimas modesta pero lo suficientemente rellena de bujías como para espantar la miseria de ese invierno.

La maestra expuso sus argumentos con una vivacidad y energía que trajo color a sus mejillas blancas y mofletudas: el castigo que justamente le había aplicado la comunidad académica a Victoria Ponce había causado su efecto, y la oveja negra volvía al redil no sólo compungida por su antigua conducta, sino pletórica de deseos de estudiar, ansias de superación, obediente y cortés con sus profesoras, cordial y solidaria con sus compañeras de pupitre.

No sólo eso: acababa de deslumbrarla con una tarea de historia del arte consumada con tal maestría que, por primera vez en ese año, su pluma había estampado en el libro de clases la máxima calificación en Chile: un siete.

–¿Qué nos quiere decir en definitiva, profesora Sanhueza?

–Creo que para todos está claro que a esta niñita hay que levantarle la expulsión.

La directora hizo girar una sonrisa irónica en el cuerpo docente.

–¿Ha considerado usted que la alumna Ponce fue separada del colegio tras dos suspensiones más el ultimátum de la expulsión? ¿Que sus apoderados ni siquiera se aparecieron por el colegio para notificarse del pésimo desempeño de su hija, floja y rebelde?

La maestra Sanhueza se alzó del asiento con un dedo impugnador.

–Usted bien sabe, señora directora, que su padre no pudo venir porque fue asesinado en la puerta de esta misma escuela, donde fue un gran maestro. Desde entonces parece que todos en el colegio estuviéramos chupados por el miedo.

La directora hizo un gesto de fastidio y miró la lámpara pidiendo paciencia al cielo.

–¡Qué miedo ni qué ocho cuartos! Eso sucedió hace diecisiete años y desde hace diez años hay en Chile democracia. Hasta cuándo le vamos a seguir echando la culpa de todo a Pinochet. ¡Esta niñita ni siquiera conoció a su padre!

Un tono granate y una violenta transpiración estallaron en la frente de la profesora de dibujo.

–¡Pero conoció su ausencia! – jadeando, miró a todos y cada uno de sus colegas y esperó cualquier réplica con la alerta de una fiera a punto de saltar sobre su víctima.

Los profesores bajaron dóciles las miradas y sólo el docente de matemáticas, Berríos, habló mientras controlaba que sus uñas estuvieran limpias y bien cortadas.

–Tengo gran simpatía por su elocuencia algo patética, madame Sanhueza. Pero el rendimiento en mi materia de esta señorita es inferior al de una alumna en la escuela primaria. Dudo que sepa las tablas de multiplicar.

–A ver, mi amor -se dirigió la maestra a Victoria-. ¿Cuánto es nueve por nueve?

–Ochenta y uno, maestra.

La dama hizo una pausa triunfal, del tipo abogado defensor que entrega ahora a su cliente al examen del fiscal.

–Era una forma de decir -suspiró Berríos-. No sabe nada de álgebra.

–¿Sabía álgebra Picasso?

–¡Qué sé yo!

–¿Y Dalí?

–No creo. Ése estaba loco de bola.

–¿Y para qué necesita saber álgebra la alumna Ponce, que sólo aspira a ser una humilde profesora de artes plásticas?

–¡Pero hay un currículum básico, profesora! No tiene la menor importancia que un arquitecto confunda el hígado con el riñón, pero cualquier persona civilizada tiene que conocer el sistema sanguíneo!

–La sangre sabe mejor lo que hace que usted. El aire va y viene por sus pulmones sin que usted se dé cuenta. Los perros y los pájaros no necesitan clases de educación sexual para aparearse.

Berríos se tapó la cara con un pañuelo.

–Me da vergüenza estar aquí. Oír sus argumentos me rebaja, me degrada, profesora Sanhueza.

–Álgebra aprende cualquiera, colega. Pero el Moulin Rouge sólo lo pudo pintar Totilouse-Lautrec.

La directora golpeó las palmas de sus manos interrumpiendo los alegatos. El reloj le indicaba que el recreo terminaría sin que hubiera desayunado. Los otros maestros parecían impacientes.

–¿Qué dicen, colegas? ¿Le damos otra oportunidad a la alumna Ponce?

Entretenidos o abrumados por otro tipo de problemas, los maestros se alzaron de hombros.


OCHO


Durante una semana, Vergara Grey marcó un par de veces al día el número de teléfono de Teresa Capriatti. Cuando le contestaba, él literalmente rezaba su nombre, y ella procedía a cortar la comunicación. Varias veces fue víctima de la misma dosis, y en tres ocasiones su esposa le pidió simplemente que no volviera a llamar nunca más, y culminó el rechazo con un golpe del auricular sobre la tecla.


El desprecio le producía tal desconcierto que no atinaba sino a mezclar el mazo de naipes en su habitación, soñando con un golpe de suerte. Al anochecer atravesaba al local de Monasterio, quien le indicaba al barman que le sirviera a su socio un vodka con jugo de naranja, y pretextando algo urgente que resolver, le farfullaba que la próxima semana hablarían largo y tendido sobre tantas cosas pendientes.

–Sólo una cosa pendiente cuenta -dijo Vergara Grey, cogiéndolo sin amabilidad de la solapa, al mismo tiempo que lo alzaba del piso-. Mitad y mitad. 0 en buen chileno, miti mote. Ése fue el acuerdo y quiero que lo respetes.

–No necesitas recordármelo, Nico. Repartiremos lo que haya fraternalmente.

–Fraternalmente, no, Monasterio. Fifty-fÍfty.

Después se daba algunas vueltas por las calles vecinas y podía comprobar que el repertorio de niñas había cambiado en los últimos cinco años. Casi todas eran frescas, juveniles, y a modo de uniforme, lucían un peto y pantalones jeans, encima de los cuales se asomaban los slips. Entre ambas prendas brillaba una argolla prendida del ombligo que coronaba una piel tersa exenta de gramos. Desde los senos hasta el vientre, la vista de los hombres resbalaba como en una tersa pista de patinaje.

Ése era un barrio para muchachas prolijas. Bebían sólo agua mineral sin gas con sus clientes, y en las pausas se hacían llevar a la mesa un par de hojas de lechuga con un tomate, sin sal, ni aceite, ni vinagre, ni la sombra de un aliño.

Cenaban en trance, mascando lentamente, cual si esa merienda desprovista de calorías fuera caviar.

Las heroínas de su tiempo de hamponaje habían abandonado el campo de batalla heridas por los kilos y las arrugas. De seguro no sabían usar los compact disc, players portátiles ni serían capaces de entonar las canciones de moda en inglés como lo hacían estas bellezas de Providencia que seducían a los prepotentes ejecutivos. Mientras más observaba el ambiente, más lo hería la soledad. Se había imaginado su libertad tan distinta, que hubo alguna noche en que sintió nostalgia de la penitenciaría.

El sábado, después de echarle una mirada al dibujo de un ascensor que incluía el croquis del Enano Lira, tomó resignado el teléfono y digító el número de Teresa Capriatti anticipando el dolor que le provocaría su rechazo. Pero esta vez la mujer no lo cortó, aunque con tono estrictamente desinteresado le preguntó cómo estaba.

–Bien, mi amor. Estoy muy bien.

–Me alegro, Nico. Esta vez no colgué el teléfono porque tú y yo tenemos que hablar.

–Es lo que intento lograr desde hace una semana.

–Se trata de algo importante que te concierne a ti, a mí y a tu hijo.

–Mi trío de ases -sonrió el hombre.

–Lo hablaremos personalmente. Quiero que nos veamos mañana de una vez por todas.

–¿Nos juntamos a almorzar?

–No. Un almuerzo tarda mucho. Es mejor que nosveamos a la hora del té. Es menos complicado.

–¿Dónde?

–Hay un salón de té en Orrego Luco, al llegar a la Costanera. Se llama Flaubert. Iré con Pablito mañana a las cinco.

–¿Seguro que irá?

–Él no quiere verte para nada, pero como se trata de algo importante…

–Es mi hijo. No debería tener esa actitud.

–Le has hecho mucho daño, Nico.

–¿Yo? ¿A él? ¿Al ser que más quiero en el mundo? ¿Yo, daño?

–Trata de calmarte, si no el encuentro no tendrá lugar.

–Está bien. Es mejor que discutamos eso personalmente.

–El Flaubert es un lugar decente. Tómalo en cuenta.

–¿Qué quieres decir?

–Bueno, la gente se fija en cómo uno va vestido.

–Comprendo.

–La moda ha cambiado. En fin, tú sabrás a qué atenerte.

Al colgar, se precipitó escaleras abajo, atravesó la calle hasta el local del socio y le pidió a la cajera que le pasara algo de dinero. Ésta le dijo que a esa hora tempranera no había dinero en los cajones. La plata se encerraba la noche del viernes en la caja fuerte y el lunes venía el furgón de Seguranza a llevarla al banco.

El hombre dijo que quería una cantidad modesta, unos doscientos mil pesos para una chaqueta de corte moderno, una corbata de seda y una buena camisa de rayas, tipo inglés. La cajera apretó el botón electrónico y pudo exhibir que en su registradora no había sino monedas para dar un eventual cambio por compra de cigarrillos o algún vodka sour de un borrachito madrugador.

Acariciándose el bigote, Vergara Grey quiso saber dónde estaba la caja fuerte y cuál era la clave. Sonriendo, la mujer le aclaró que ignoraba meticulosamente los números para abrir el tesoro, pero que el armario metálico, de unos doscientos kilos, se encontraba en la pieza contigua remachada con pernos al piso y la pared.

–Echémosle una mirada -pidió el hampón, guiñándole un ojo.

–Con todo gusto, Nico. Sólo que te puedo asegurar que esa estructura es inviolable.

–No lo dudo. Es sólo por curiosidad.

Frente a la caja de fondos, Vergara Grey suspiró profundo. ¡Cuántas veces se había visto enfrentado a esas estructuras tras filtrarse por corredores laberínticos de bancos o tiendas comerciales y se había tenido que devolver humillado por la derrota, incapaz de acertar con la combinación para abrirla! Ese modelo tenía cierto encanto. Al centro pesaba una suerte de timón tradicional al que habría que maniobrar para que cediese la primera lámina de acero, y por cierto que adentro no faltaría un sistema electrónico, quizás ligado a una alarma, que requeriría una voluntariosa carga de dinamita o acaso la fina digitación de minúsculos destornilladores.

Hizo girar a izquierda y derecha el timón, lo reubicó en su centro, acercó el oído a la caja de combinaciones y comprobó con una sonrisa que la música de ese mecanismo no le era ajena. Si mal no recordaba, estaría frente al mismo modelo Scliloss de la joyería Petzold en el conflictivo mes de setiembre de 1973.

Los dueños habían izado la bandera chilena en el mástil de su tienda para expresar su complacencia con el golpe militar que derrocaba al socialista Allende y se habían ido a su mansión en la costa de Zapallar a esperar que los soldados terminaran de matar izquierdistas por las calles.

Esa misma bandera había sido la inspiración para subirse la noche del miércoles 12 de setiembre con un taladro al techo de la joyería y, sin preocuparse del estruendo que provocaba su perforación -ruido congruente con los bombardeos y balazos que quemaban la ciudad-, abrió un forado que le permitió de un solo salto caer sobre la caja fuerte. Había sido la faena más rápida y mejor cubierta de su vida.

Cuando los dueños fueron a la policía a quejarse de la desaparición de sus joyas más valiosas, el capitán los vejó llamándolos mezquinos mercanchifies que le pedían un mero trámite policial mientras ellos arriesgaban la vida luchando contra los terroristas de Allende. Les dijo que salieran de inmediato de la comisaría si no deseaban ser internados a un calabozo donde la sangre de los torturados empapaba el piso de cemento.

Calculó que con sus tres destornilladores de joyero, más la pequeña pinza dental, podría despanzurrar la caja fuerte de Monasterio en cosa de dos horas, siempre y cuando la cajera y los borrachitos matutinos le permitieran trabajar tranquilo.

–Elsita -le dijo a la cajera-, si yo le entro un par de horitas a la dama aquí presente, ¿qué conducta asumirías?

–Tendría que avisarle a Monasterio, Nico.

–¿Sabes que tu patrón tiene una deuda conmigo?

–Todo el mundo lo comenta.

–¿Ah, sí? ¿Qué dicen?

–Que se trata de mucha plata.

–¿De cuánto?

–Tú te quedaste callado y las especies robadas no se recuperaron. Si fueron bien vendidas en el mercado internacional, debe de tratarse realmente de mucha plata.

–¿Y por qué no encerraron a Monasterio si todo el mundo conoce la historia?

–De eso no quisiera hablar, Nico.

–Han pasado tantos años. Háblame de esto como si fuera una leyenda, una película que alguien te contó.

–Es que no puedo tomarlo tan a la liviana, porque yo misma tuve algo que ver con la historia. Para que me puedas entender: hace diez años, yo tenía diez kilos menos de peso y mantenía a raya las arrugas con maquillajes que me traía mi sobrina del Duty Free del aeropuerto.

–¿Y eso?

–Te quiero decir que Monasterio se fijaba en mí.

–¿Eras su amante?

–¡Ay, ésa es una palabra como tan cochina!

–Eras su amiga.

–Su amiga.-íntima. – Podría decirse. Pocos meses después del Golpe en que caíste, era necesario reducir las joyas. Pero había que hacerlo de manera astuta.

La cajera pareció de pronto advertir que había hablado demasiado. Fue hasta el refrigerador y extrajo dos botellas de agua mineral. Le puso a cada vaso una rebanada de limón de Pica e invitó al hombre a brindar. Después bebió largamente y humedeció la lengua en el líquido que se había posado en sus labios.

–Si te cuento todo esto es por Monasterio. Quiero que lo sepas para que sigan siendo amigos. Eres más que un socio para él. Te considera un hermano.

–¿Qué pasó con las joyas?

–Tuvo el soplo que los detectives vendrían a apretarlo y se le ocurrió la genial idea de adelantárseles. Pidió ver a la primera dama, le llevó la mitad del botín y regaló las joyas para la reconstrucción del país que hacían los militares.

–¡Dios mío!

–Eso le permitió quedarse con la otra mitad sin que volvieran a molestarlo. Yo quiero a Monasterio y no me gustaría que por cosa de pesos más, pesos menos una amistad terminara.

–¡Pesos más pesos menos! ¡Me condenaron a diez años de cárcel!

–Él hizo lo que pudo por ti.

–¿Por ejemplo visitarme en la cárcel?

–Le mandó por vía indirecta todos los meses una suma a Teresa Capriatti.

–¿Qué vía indirecta, Elsa?

–La vía indirecta la estás viendo directamente.

La mujer puso sobre el mostrador un talonario de cheques y detectó la fecha desde un calendario con una imagen de la Virgen María y el Niño Jesús que hacía publicidad a una fábrica de velas: «Luminosas de punta a punta.»

–¿Qué vas a hacer?

–Extenderte un cheque para sacarte del apuro.

–Elsa, soy un hampón, pero no un cafiche. Sólo quiero que Monasterio me entregue lo que legítimamente me pertenece.

La mujer sonrió mientras intentaba sacarle pasta al Bic rayando un periódico.

–¿Qué te causa tanta gracia?

–La palabra «legítimamente», Nico. ¿Con cuánto te las arreglas?

–¡No quiero caridad te digo!

–No es caridad, maestro: es un anticipo.

Vergara Grey se acarició la barbilla, luego el bigote, en seguida una sien, y concluyó solemne:

–Planteado en esos términos, me parece un trato honorable.

–¿Doscientos alcanza?

–Pon ahí trescientos.


NUEVE


«En el mundo de los hampones sólo funciona la violencia o la paciencia. La primera te hará rico o te traerá de vuelta a la cárcel, la segunda te mantendrá pobre pero libre», había dictado cátedra el Enano Lira.


A medida que pasaba el tiempo, la pobreza se le hizo insoportable.

Quería llegar hasta el estudio de ballet y luego invitar a su «hermanita» a algún restaurant chino y enterarse de su aventura en el colegio. Si le había ido bien, le propondría tras la cena una noche de amor. Pero una en forma, con camas y petacas.

Quería borrar esa imagen de amante atolondrado que dispara alocadamente su esperma sin preocuparse de procurarle placer a su amiga. Se consolaba con su autoexplicación: esa descarga era pura energía acumulada en meses de fantasías y deseo sin ver otras mujeres salvo las modelos de revistas satinadas en las paredes de los calabozos. Nadie tenía derecho a pedirle contención. Pero no le había confesado a ella que el viaje de ese día no tardó las cuatro horas del ferrocarril Talca-Santiago, sino las tres horas y dos años desde la cárcel hasta el cine rotativo donde la conoció. Ella podría haberse formado así, con justicia, la idea de un tipo arrogante y grosero.

Además, la chica le gustaba. En segundo lugar, el cuerpo, una pura delicia por donde lo pulsara: esas maravillosas nalgas disciplinadas con los ejercicios baletómanos que evocaban sin esfuerzo a una nativa de Brasil y los palpitantes senos, que se endurecían sólo con el ritmo de su respiración.

Pero antes que nada lo seducía su precariedad, esa indefensión de alumna floja expulsada del colegio que rodaba por cines de barrio, aprovechando la calefacción con mechero y parafina. Allí, hundida en un butacón, se interesaría menos por las hazañas de los karatecas y los sabanazos eróticos que soñando con los ejercicios que haría en la noche cuando llegara a la academia de ballet.

Al verla en ese ambiente estaba claro que la chica deslumbraba y seducía. A su alrededor se encontraban artistas a quienes no les era indiferente un pas de deux milimétricamente preciso o un torniquete de dichosa exaltación. Pero cuando la música paraba y se barría la arena del circo, afuera estaba la calle, la incertidumbre, la madre depresiva, la pobreza, y -sacó la cuenta con precisión- él: Ángel Santiago.

Él. Él era apenas un fulano con quien ella había tropezado. Un entrometido, hambriento, intruso, inseguro de su destino, pero al fin y al cabo alguien con quien había estado en la cama. La había sermoneado, meditó, con la virulencia de un cura de aldea. No para fastidiarla, sino como un acto espontáneo de su corazón: desinteresado afecto. La mandó fletada al colegio.

Necesitaba dinero, aunque fuera para llegar en autobús a la academia, y sentía las manos congeladas tanto por el frío como por el terror de ser sorprendido birlándole la billetera a algún gordiflón en el metro y ser devuelto vía expreso a la correccional, donde el alcaide se sobaría las manos sabiendo que por un par de años podría ahorrarse las pesadillas de su asesinato.

No tenía otra posibilidad que la vía de la prudencia, y tras dos horas de merodear el cajero automático a la salida del Hipódromo Chile, comenzaba a desesperarse y a aburrirse. Se puso alerta.

Una mujer altiva y chillona hizo parar al taxi junto a la vereda, dejó la puerta abierta y le gritó al chofer que la esperara. Entró al pequeño salón jadeando, y digitó el número de su clave dando pataditas de impaciencia contra la máquina. Justo cuando ella recibía el dinero, Ángel Santiago se le acercó inocente y le preguntó si la máquina daba también billetes pequeños. La dama miró su fajo, comprobó que no, y sin despedirse volvió corriendo al taxi. Cualquiera que fuese la prisa que agitaba a la señora, había hecho exactamente lo largamente esperado por el joven: dejar la máquina abierta con la pregunta: «¿Necesita algo más?»

Él apretó la tecla «Sí», y pidió tentativamente cien mil pesos, que el dispensador le dio con prontitud y precisión. Con el bulto en el bolsillo, estimó prudente dejar a la máquina dialogando consigo misma, y no se llevó la tarjeta de la dama sólo para no tentarse en otro tipo de fechorías para las cuales carecía de experiencia.

Al atravesar Vivaceta, un caballo volvía de su apronte, y el chico le hizo un cariño en la crin.

–¿Es manso el rucio?

–¿Mansito? Una taza de leche -replicó el capataz.

–¿Cuántas carreras ha ganado?

–¿Éste? Una, cuando tenía tres años. Pero está a punto de repetir la gracia porque ya cayó al índice 1.

–¿Cuánto pone en mil doscientos metros?

–Uno quince dos. Si baja un quinto esa marca, los gana.

–¿Y en cuánto evalúa el costo del rucio?

–Estaría caro para trescientos mil. Pero mío no es.

–Si le ofrezco cien mil, ¿me lo vende?

–Tampoco ofenda, joven. Hay caballos de seis años que se han compuesto. Si lo vendo sería robo.

–Te lo compro en cien mil.

–No ofenda, caballero. Este caballito tiene futuro.

–índice 1. Ganó una cuando tenía tres años. ¿Cuántos tiene ahora?

–Ochito.

–Ochito. Podría ganar en el desierto de Antofagasta, pero olvídate de Santiago.

–¿Cuánto me dice que me ofrece, señor?

–Ochenta mil.

–¿Precio conversable?

–Conversable. Se lo estás robando al preparador, así que te doy setenta mil y ni una palabra más.

–El preparador lo tiene como seda. Me va a matar.

–Te doy sesenta mil al contado y olvídate de lo demás. ¿Cuánto dijiste que pone en mil doscientos?

–Uno dieciséis. No le puedo mentir a su nuevo dueño.

Camino a la academia, buscó los senderos menos vigilados. Había olvidado preguntar por el nombre del rucio y en cierto modo eso le producía felicidad, pues cuando uno nombra una cosa por primera vez la hace suya. Lo bautizaría con Victoria Ponce en la pila de alguna parroquia. Iba lento por Einstein hacia arriba, atento a la guía de la Virgen del Cerro San Cristóbal. En cuanto le dio largona, el rucio reaccionó dócil y voluntarioso a sus apremios.

No había pasado una semana en libertad y el balance no podía ser mejor: poseía una «especie» de caballo con el cual se disponía a recorrer la ciudad palmo a palmo tal cual lo había hecho en los pastizales de Talca cuando niño. Además, tenía una «especie» de novia, pues aunque no existía nada formal entre ellos, había tenido lugar la apertura del marcador. Era preciso sumar también esa «especie» de hotel que era el estudio al cual entraba clandestino por la noche, tras haberle hurtado una copia de la llave a la maestra.

Y por otra parte, contaba con una «especie» de fortuna que le alcanzaría para llevar a su espigada amiga a comer con palitos en el restaurant Los Chinos Pobres.

De los pocos elementos de su utopía estaba ya al menos en posesión del rucio: un animal derrengado, de pelo opaco, ancho de caderas y gordo de cañas, pero al fin y al cabo, alguien que al igual que él soñó en la infancia ser príncipe en las pistas del mundo, aunque sólo supo desbarrancarse finalmente en una modesta serie índice 1 para bestias de cualquier edad. Si la sociedad a los veinte años les había bajado el telón, Ángel Santiago revertiría la suerte de ambos.

Enumeró otra vez su arsenal para el futuro: mujer, caballo, golpe del Enano Lira y -¡trompeta más redoble de tambores!– don Nicolás Vergara Grey.


DIEZ


Una hora antes de la cita, merodeó el salón de té Flaubert, husmeándolo como un sabueso. Se acodó en la balaustrada de una casa del frente, y estuvo un rato considerando el tipo de clientela, los coches de los cuales descendían y el aire de antiguos parroquianos. Dedujo que no era una clase de local para gente con la cual él conviviría, sino más bien de aquella a la cual solía robarle. Por otra parte, se alegró del buen gusto de Teresa Capriatti, y se atuvo a la convicción de que la educación de su hijo estaba en buenas manos.


Pese a su postura altiva, sabía que podría desmayarse. Tanto había trajinado la cinta roja del regalo que traía para Pedro Pablo que ya se veía deshilachada, como de segunda mano. No quiso verlos entrar antes que él, y huyó hacia la vera del río y fumó dos cigarrillos, contemplando transcurrir el agua turbia sin fijar ningún pensamiento.

Desde hacía años venía preparando el discurso conciliatorio que les probaría que era un hombre digno y que nada en su actitud ni en sus planes lo devolvería a la delincuencia. Lo había intentado todo en la vida, y su decisión por los valores de la ética y el trabajo honesto se fundamentaba nada menos que en la condena por una década. Si eso fuera poco, habría que agregarle que fueron cinco años completos sin su esposa y sólo con fugaces visitas de Pedro Pablo, un colegial que hacía la tarea de visitarlo con un talento insufrible para ocultar su desgano.

A las cinco horas cinco minutos hizo su entrada al Flaubert y el instinto lo llevó directamente al lugar más oculto y lejano del salón de té, aquella mesa del fondo junto a la estufa, donde parecía concentrarse el olor de la pasticería. Si siempre había pensado que Teresa Capriatti era la mujer más bella de su vida, al verla allí de un solo golpe, enfundada en un flexible traje sastre de color negro con el pañuelo perla en la garganta y el prendedor de su boda en la solapa, lo acometió la angustiosa sensación de que no la merecía.

La madurez no le había hecho daño. Al contrarío, las arrugas disfrazadas con el maquillaje y los gramos que rellenaban sus mejillas parecían haber completado su perfección. Y ahora vino, inoportuna, la sospecha de que tendría un amante. Eso hizo que el soberano ex convicto llegara a la mesa con una sombra de dolor que le perjudicó la sonrisa largamente preparada.

Alguien de la mesa vecina se lo quedó mirando, hurgando en su memoria de dónde es que conocía a ese hombre. Vergara Grey, cauto, se inclinó sobre un pómulo de su esposa y depositó con unción su beso. Esto, que para ella era un mero chasquido, para él lo era todo. Pedro Pablo se levantó de la silla y su padre hizo ademán de abrazarlo. El hijo, no obstante, le tendió la mano, separando aguas. Se sentó entre ambos, sin articular durante un minuto nada.

–Nosotros ya pedimos dos aguas minerales.

–¿Agua mineral? ¡Pero si hay que celebrar este encuentro! ¡Qué idea, pedir agua mineral!

–Tú toma lo que quieras, pero nosotros pedimos agua mineral.

–Vean entonces qué quieren comer.

–No tenemos mucho tiempo, Nico. Lo de la comida dejémoslo para otra vez.

–Pero mira esos pasteles. ¿Cómo no se tientan?

El mozo trajo el pedido y encaró al hombre.

–¿Qué se va a servir, señor?

–¿Yo? Un té.

–¿De cuál?

–Un té. Un tecito nada más.

–Es que tenemos una carta con treinta tipos de té.

El mozo se la extendió como proporcionándole una estocada. Al considerarla pudo darse cuenta que esos nombres de infusiones orientales le decían maldita cosa.

–Tráigame la mezcla «Flaubert».

–Si, señor. ¿Algo más?

–No sé.

Hubiera sido deseable pedir algo que detuviera el tiempo, que moderara la velocidad de las cosas, pero no se le ocurrió nada.

–¿Un pastelito?

–Eso es. Un pastelito.

–Tenemos una gran variedad. Aquí tiene la lista. Torta de moca’ de lúcuma, «Selva Negra».

–¿Qué quieren ustedes?

–Estamos bien con el agua mineral.

–Entonces tráigame a mí también una agua mineral.

–¿Con gas o sin gas?

–¿Qué? – se extrañó Vergara Grey, de pronto absorto en los puntapiés impacientes que su hijo le daba al mantel.

–El agua mineral, señor.

–Con gas, si fuera tan amable.

Al retirarse, la ausencia del impertinente garzón había establecido entre ellos un enredoso silencio.

–Yo los quiero -dijo abruptamente el hombre-. Yo he venido para decirles que los quiero mucho, que ustedes son todo para mí.

Teresa Capriatti llevó hasta sus labios gruesos la copa de agua, y luego se secó la humedad de la boca con una servilleta de tela. Su esposo puso el paquete de regalo sobre la mesa y se lo ofreció al hijo.

–Gracias -dijo el joven.

–No. Así no tiene gracia. Tienes que abrirlo, Pablito.

–¿Es necesario? Todo el mundo nos mira.

–Nadie se va a enojar porque abras un regalo.

–Está bien.

El hijo intentó un par de veces destrabar con las uñas el nudo, y al no conseguirlo, cogió el cuchillo del servicio y cortó la cinta de un solo impulso. Apartó desprolijamente el papel y asintió sin emitir juicio.

–¿Qué te parece?

–Está bien.

Vergara Grey atrapó de un zarpazo la mano de su hijo y logró que la depositara sobre el cuero del maletín.

–Pálpalo, hombre. Acarícialo. ¿Sientes la nobleza del cuero?

Él mismo le ilustró con sus dos manos el movimiento que le proponía. Después puso sus dedos sobre la mano del hijo y se la estrechó con cariño.

–Está bien. Es un buen maletín, gracias -dijo el joven, soltándose de la caricia del padre.

–Ahora te voy a enseñar la mejor parte: cómo se abre. Cada cerradura tiene un número clave. Muchos maletines los tienen, pero en este caso las cifras de ambos extremos difieren. Tú tienes que aprenderte de memoria los números, y sólo tú, y nadie más que tú puede abrir el maletín. El número del lado derecho es la fecha del día y del mes de tu cumpleaños, y el del lado izquierdo el día y el mes en que yo nací. Un pacto entre padre e hijo. Ahora ábrelo.

–¡¿Aquí?!

–Quiero ver cómo funciona. Si hay algún defecto tengo la garantía. Puedo devolverlo.

Pedro Pablo se puso a manipular las claves y el padre siguió la ceremonia pronunciando sin volumen los números respectivos a medida que el joven avanzaba.

–Si te olvidas de los números, puedes preguntarme.

–¿Adónde? – intervino Teresa.

El hombre se echó atrás en la silla, estupefacto. Estuvo medio minuto rascándose el bigote, y luego dijo, casi inaudible:

–Es que yo había pensado que tú y yo… Es decir, tú y yo y Pedro Pablo… Tienes razón, Pablito, te anoto la clave en un papel -corrigió, nervioso.

Sacó una hoja de su pequeña agenda e hizo amago de escribir. El hijo lo detuvo.

–No es necesario que lo hagas. Ya aprendí bien las claves. Por el lado derecho…

–Calla -dijo seco el padre, mirando alrededor-. Ése es un secreto entre tú y yo. No lo digas nunca en voz alta. Si nadie se entera de las claves, nunca te podrán robar tus documentos.

Pablo se detuvo con una sonrisa suficiente, y luego se echó a reír a carcajadas, golpeando incluso la silla contra la pared.

–¿De qué te ríes?

–¡Del maletín, hombre! Solamente a un ladrón se le ocurre regalar un maletín tan seguro.

Un repentino temblor sacudió las manos del hombre y se las apretó bajo la mesa, entre las piernas, tratando de controlarse. Se sintió un bobo, cuando atinó a decir:

–¿No te gusta?

–Sí me gusta.

El mozo vino con una taza, el agua mineral y un jarrito de porcelana que contenía la infusión. Pedro Pablo hizo desaparecer el maletín de la mesa, abriendo espacio para que el garzón acomodara su servicio. Teresa Capriatti se sirvió un sorbo de agua y cuando Vergara Grey comenzó a verter su líquido, resumió:

–Nico, hay dos temas.

–Oh, sí. Hablaré con Monasterio para que te suba la cantidad que te gira al mes. Todo en Chile ha subido enormemente.

–¿Cuándo hablarás con él?

–Hoy mismo. ¿Cuál es el otro tema?

Teresa Capriatti miró al hijo, éste se limpió con un rápido dedo la punta de la nariz, se abalanzó confidencial sobre la mesa y extrajo un papel envuelto en plástico del bolsillo de la chaqueta.

–Nico, con la mamá hemos decidido que me voy a cambiar el nombre.

–No entiendo.

–Vergara Grey. Quiero cambiar el nombre Vergara Grey.

–¿Y cómo te quieres llamar?

–Capriatti, como la mami. Es totalmente legal hacerlo.

–Pero tú eres mi hijo, Pablito. ¿Por qué habrías de cambiarte el nombre?

–Trae problemas.

–¿Qué problemas?

–Bueno, cada vez que te preguntan el nombre y tú dices que te llamas Vergara Grey, todos me dicen «Vergara Grey, como…».

El joven hizo con la mano derecha el gesto de birlarle algo a alguien.

–¡Ufl

–Bueno, uno se siente raro. El otro día postulé a un puesto en la Citroén para aprender mecánica. Escribí el nombre y debajo tenía que poner la profesión de mi padre…

–¡Contador! ¡Tengo título de contador!

–Es mejor para mí si me cambio el nombre, Nico.

–¡Pero hay cientos de Vergaras y a ninguno se le ocurre cambiarse el nombre!

–Pero hay un solo Vergara Grey. ¿Por qué tu familia tuvo la idea pretenciosa de usar un apellido doble?

–Para dejar en nuestra herencia el nombre de una famosa inventora inglesa.

–¿Cuál?

–Grey, hombre.

–¿Qué inventó?

Descoordinado, el hombre le puso otra vez azúcar al té y al beberlo hizo una mueca de disgusto.

–¿Qué es esto, hijo? ¿La Prueba de Aptitud Académica?

–¡Le pregunto no más!

–Fue la reparación de una injusticia que se le ocurrió a tu abuelo. Tu bisabuela, Elisha Grey, experimentaba en el campo de las comunicaciones. El día 14 de febrero de 1876 fue hasta la oficina de Propiedad Intelectual para patentar un nuevo invento: el teléfono.

–¿Grey?

–Grey. Pero sólo pocas horas antes Bell había inscrito el mismo artefacto en otra ciudad. La bisabuela perdió el juicio y la patente quedó a nombre de Bell.

–Una historia de perdedores -sonrió el joven.

–Así es.

–Eres muy chileno, Nico. En vez de conmemorar los triunfos, celebras las derrotas. Lo mismo que nuestro héroe Arturo Prat; todo el mundo lo recuerda con cariño porque perdió el combate naval de Iquique contra los peruanos.

Teresa arrebató a Pablo el documento cuidado en una funda plástica y lo extendió sobre el mantel.

–El abogado ya llenó los papeles. Sólo falta tu firma.

La miopía hizo que Vergara Grey se inclinara sobre la mesa, y a medida que iba leyendo, su lengua se fue secando. Al terminar, echó la espalda en el respaldo del asiento y deseó estar en una silla de ejecución y que el alcaide de la cárcel bajara la palanca eléctrica.

Después de carraspear, dijo:

–Te has dado cuenta, muchacho, de que desde que estamos aquí nunca me has llamado «papá»?

El joven se alzó de hombros y Teresa Capritti le extendió la pluma de oro que él le había regalado cuando cumplió cuarenta.


ONCE


Cerdo rnongoliano, Pollo shitan a la almendra, pato laqueado con fideos glasé, congrio fonshul, camarones arrezadas, arrollado primavera, empreineta en baño de soya, anaditas de ostiones, gallina shanghai en su jugo con base de hongos y callanipas, pato cinco sabores, albóndiga con anabás, chopsuí de verduras, y vino Santa Rita Estrella de Oro, khin Carmen y cabernet Undurraga fueron sólo algunos de los platos y vinos que les ofrecieron en Los Chinos Pobres.


Victoria Ponce se inclinó por las bajas caloría, del chopsuí y Ángel Santiago por el furioso fervor del condimentado cerdo mongoliano. Ella fue por el agua mnieral Cacharxtún, él por una botella tres cuartos de tintci. Desde el dio de ballet hasta la plaza Brasil la había llevado sobre su rucio, a tranco lento y noche estrellada y Victoria tuvo que subirse la falda del jumper escolar para montar a horcajadas y después cubrirse desde la cintura y los muslos desnudos hasta los calcetines colegiales con el abrigo, jaspeado en gris.

Desde la ventana del segundo piso, exultante de dragones y farolitos rojos, pudieron mirar al rucios pacientemente atado a la palmera de la plaza Brasil y m’tdisqueando el pasto, mientras algunos chiquilines le acariciaban la crin. Habían pensado dispararse atropellados las novedades de los últimos días en cuanto se vieran, pero la ceremonia de montar el rucio y no tomar autobús, de meterse a un restaurant en vez de masticar un sándwich rápido en la calle, y las inhibiciones propias de quienes comienzan a cuidar lo que dicen porque ya la otra persona les importa y temen desilusionarla o ahuyentarla con un desatino los hizo callar con hermetismo y sonrisas. Cuando los platos estuvieron vacíos, y la ausencia de pan en el restaurant chino evitó que sopearan la salsa para postergar el diálogo, él le preguntó por el colegio.

–Me aceptaron condicionalmente. De aquí a diez días debo rendir un examen satisfactorio que cubra todas las materias en lo que va del año.

–¿Cosas como qué?

–Ciencias naturales, historia universal, historia de Chile, educación cívica, álgebra, física, química, francés, inglés.

–Yo sé algo de inglés.

–Dime.

–One dollar, mister, please.

–¿Dónde aprendiste eso?

–In Valparaíso harbour.

–¿En el puerto? ¿Qué hacías allí?

–Arreglármelas.

La camarera les trajo té jazmín y un par de bizcochos orientales con papelitos en su interior que pronosticaban el futuro del cliente.

–¿Qué edad tenías entonces?

–Siete u ocho.

–¿Y tu padre qué hacía?

–Se iba en los barcos.

–¿Y tú?

–Me quedaba por ahí.

–Con tu madre.

–Con varias madres. Escucha, Victoria. El inglés que sé no lo aprendí en el Grange School, sino en las casas de putas.

La chica jugó a revolver el té con la cucharílla, aunque no le había puesto azúcar.

–Me da pena lo que me cuentas.

–No es necesario que me tengas compasión. Me las he arreglado fenómeno en la vida. Antes que un lápiz para practicar caligrafía tuve un cuchillo en mis manos. Sé cómo pelar una naranja de un solo trazo sin que se raje ni un pedacito.

–Bueno, muchos lo hacen. Yo misma lo hago.

–¿Y sabes también dónde un cuchillazo es más eficaz?, ¿si en el hígado, el pulmón o la vejiga?

–En el corazón, supongo.

–Bueno, ésas son palabras mayores. Si se trata de causarle problemas al cliente sin llegar a matarlo, un cuchillazo en el corazón te puede costar cadena perpetua.

–¿Por qué me cuentas todo esto?

–Para que sepas que sé de todo un poco: anatomía, idiomas, código penal…

–Deberías ir a la universidad.

–Tengo otro plan. Pedí cuatro deseos a Dios porque los tres tradicionales no me alcanzan.

–Dime.

–Hay uno que no te puedo contar.

–Es algo malo.

–Malo, pero no para mí.

–¿Le vas a hacer daño a alguien?

–Algo de eso hay. Aunque «daño» es una palabra muy suave para describirlo.

–Es un eufemismo.

–¡Ahí sí que me pillaste!

–Son figuras del lenguaje. Lo aprendí en castellano. «Eufernismo» es una manera suave de decir algo fuerte. Por ejemplo, tú le dices a un hombre gordo-gordo «qué sanito te ves».

Ángel Santiago se distrajo mirando la estatuilla de un buda sonriente envuelto en guirnaldas de colores.

–Eso sería una «ironía» -dijo después de un rato-. No un eufemismo,

–Se puede usar un eufemismo de forma irónica. No está prohibido. ¿Cuáles son los otros tres deseos?

–Bueno, el caballo ya lo tengo.

–¿Dónde va a vivir?

–Donde yo viva, por supuesto.

–Es decir, ¿dónde?

–Tengo que darle una vuelta a eso. Por mientras, lo ofreceré como caballo carretero en el mercado.

Victoria aceptó una copa de vino y retuvo el líquido un rato en la lengua. Al beberlo sintió que un calorcillo le subía hasta los pómulos.

–Tú no tienes la cabeza en orden, Ángel. Careces de prioridades. Es normal en la vida que una cosa vaya antes de la otra.

–No me des lecciones sobre eso. En tu caso, el colegio debería haber estado siempre primero que los cines rotativos.

–El cine te hace soñar.

–Sí, pero los que se la pasan soñando terminan mal del coco. Si uno no transforma sus sueños en realidad, va a dar al loquero. Menos mal que volviste al colegio.

–Gracias a ti.

–No me gustaría que fueras una amargada porque no pudiste hacer lo que querías.

–Hay que dar ese maldito examen. En la mochila cargo como diez libros. Me los tengo que aprender prácticamente de memoria. Esta noche debo empezar.

–Esta noche, no.

–¿Por qué?

–Ahí estaríamos entrando en el terna del tercer deseo.

Ángel puso su mejor sonrisa en los labios, y tras apoyar los codos sobre la mesa clavó el mentón entre las manos. La joven se arregló el pelo sobre la sien una y otra vez, corno si con esa caricia pudiera calmar las turbulencias en su vida.

No tenía certezas en ningún rubro: claro que su sueño era el ballet, el Municipal, el Colón de Buenos Aires, el Teatro de Madrid, el Metropolítan en New York. Ganas no le faltaban, y podría inmolar todo lo demás para alcanzar esa meta.

Pero para eso necesitaba el bachillerato, dinero, y talento. ¿Quién le aseguraba que tenía talento? La maestra del estudio, que repartía promiscuamente elogios a cada una de sus discípulas como si fueran todas una Tarnara Kasarvina, una Isidora Duncan, una Martha Graham, una Margot Fonteyn, una Pina Bausch, una Anna Pav1ova, estaba más provista de delirio que de objetividad, y su juicio valía callampa.

Cualquier mocosita de barrio de piel lisa, nalgas altivas y ombligo impúdico se sentía una profesional sólo por haber aprendido en su versión más fofa alguna coreografía de Madonna o Shakira, y revoloteaba por los estudios de televisión y las discotecas con la esperanza de que algún productor de la tele la descubriera.

En cambio, nada que implicara el sofisticado ejercicio de años que ella había hecho en la academia tenía la menor posibilidad en el mercado local.

Incluso no asociaba la danza con un trabajo rentado. Había visto a tanta gente venderse y comprarse para sobrevivir -ella misma, en primer lugar- que el baile clásico o moderno le parecía un espacio sagrado que nada del mundo exterior podía corroer: ni su madre depresiva, ni el asesinato del papá, ni los profesores que la despreciaban por su mutismo o desgano, ni la indolencia con que ganaba algunos miles para pagar la academia.

Si algún día llegara a bailar procesionalmente, aunque fuera en la sala cultural de una ínfima municipalidad de provincias, no exigiría un honorario. La gratuidad era el triunfo del arte sobre los bellacos que traficaban muerte y fealdad en todas partes. El comercio no tenía derecho a proteger a las artes.

Si Ángel Santiago quería acostarse otra vez con ella, significaba que no la conocía bien. Habían compartido algunas horas, un revolcón en la colchoneta, y la inspiró, con éxito, para que volviera a clases. Estas nimiedades, en su mundo tan vacío, constituían la relación más intensa que había tenido en años, si acaso no en toda su vida.

Antes de que esa convivencia fuera inevitablemente molida por el desamor, la pobreza, la grosería en su vida que él ignoraba, el estigma de su silencio atónito que sólo en la danza se redimía, acaso más valiera echar ese incipiente amor al tacho de los desperdicios, como esa servilleta arrugada encima de la salsa del chopsuí. «¿Quieres que conservemos una dulce memoria de este amor? Pues amémonos hoy mucho y mañana digámonos ¡adiós!»

–¿Y el cuarto deseo? – dijo muy suave.

–Un campo. Grande. Con todo tipo de animales. Es decir, un zoológico: vacas y burros, pero también pavos reales y cisnes de cuello negro.

–En cambio, yo me veo viviendo en una gran ciudad. París, Madrid, NewYork.

–New York te la hicieron mierda.

–Pero la gente no se va a olvidar de eso. Yo no quiero olvidar lo que me pasó. Siempre recordaré a mi padre.

–Te comprendo. Yo mismo sé muy bien lo que es una obsesión. Pero estoy a un paso de realizar mi sueño.

–¿Cómo?

–Terminaré de convencer a un gran hombre llamado Nicolás Vergara Grey para que se asocie conmigo.

–¿En qué?

–En una sola, única y prodigiosa aventura que nos hará ricos y que quedará en los libros del futuro.

–¿Un asalto?

–No, Victoria Ponce: una obra de arte.

Las vecinas de la plaza Brasil, encantadas con el caballo, le estaban ofreciendo tallos de alcachofa, y la bestia parecía agradecer azotándolas con la cola, una acción que provocaba la dicha de los niños, que le ponían las cabezas para que el rabo se las despeinara.

–¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío? – saludó literaria y versallescamente a su bestia antes de montarlo junto a su amiga, y conducirlo a paso lento hasta el próximo retén de la policía montada. Pidió a los carabineros que le permitieran amarrarlo en su corral, y se despidieron de los guardias y del animal con la promesa de ir a retirarlo al día siguiente.

En la recepción del hotel estaba atendiendo la cajera Elsa, y al ver llegar a la pareja, apagó el pequeño televisor que emitía el realíty show.

–Buscamos alojamiento -dijo Santiago, mostrando los billetes sobre el mostrador.

–¿La niña es mayor de edad?

–Es mi novia desde hace años.

–¿Cuántos tiene?

–Veinte.

–A ver, mijita, ábrase el abrigo.

–¡Con este frío, madame! – protestó Victoria.

–0 lo haces o se van.

La chica se abrió el sobretodo y no tuvo la maña suficiente para disimular el jumper.

–Pero si esta niñita es una escolar. ¿Quieres que me clausuren el hotel?

–En primer lugar, tiene diecisiete cumplidos. Segundo, soy su hermano.

–Peor todavía, pues, mijito.

–Y tercero, venimos por recomendación de Vergara Grey.

La cajera se puso los lentes y miró un momento hacia el televisor apagado como si estuviera funcionando. Abrió el libro de huéspedes y lo extendió para que la pareja inscribiera sus nombres.

–Usted comprenderá que somos del equipo del maestro Vergara Grey. No podemos darle nuestros nombres verdaderos.

–Eso ya lo había cachado.

–Yo lo decía para que no se le ocurriera pedirnos nuestras cédulas de identidad.

–Soy una zorra con años en esta guarida, precioso.

Ángel Santiago puso el registro cerca de Victoria y le hizo una seña de que firmara,

–Pon cualquier nombre.

–¿El de mi profesora de dibujo? Se me ocurre ella por el cariño que le tengo.

–Perfecto. ¿Cómo se llama?

–Sanhueza. Elena Sanhueza. Le gustan mucho las películas con Jeremy Irons.

–Les voy a dar la pieza contigua a Vergara Grey. No sean muy efusivos durante la noche para que el maestro pueda descansar.

La cajera hizo un ademán de alcanzarles la llave, pero recogió el gesto y la puso sobre sus labios haciendo una cruz.

–Tienen que jurarme que si hay control de la policía, ustedes dicen que entraron ilegalmente. Yo a ustedes no los he visto. Yo he visto al señor Enrique Gutiérrez y a la señora Elena Sanhueza, quienes se marcharon tras hacer sus cochinadas con rumbo desconocido. ¿De acuerdo?

–De acuerdo. Páseme la llave, ¿quiere?

En vez de concederle el pedido, la cajera se puso el artefacto sobre la nariz y lo aspiró profundamente.

–¿Es algo grande?

–¿Qué?

–Lo que planean con Vergara Grey.

–Si no fuera algo grande, no trabajaría con él. ¿0 usted me ve apequeñado?

–Por ningún motivo. Pero si es algo verdaderamente grande, me gustaría participar. Dile a Nico que la cajera Elsa te lo pidió.

–Dígaselo usted misma. Yo no soy recadero de nadie.

Ella alzó las cejas, hizo una mueca ofendida y colgó la llave en el casillero.

–Entonces vayan a echarse la cacha al Ejército de Salvación.

Angel Santiago advirtió que Victoria se retiraba humillada hacía la puerta y puso una mano sobre el hombro de la conserje.

–Está bien. Trataré de influir a su favor.

–Porque si de favores se trata, él me debe varios.

–Así se lo diré.

–Primer piso, tercera puerta a la derecha.

–Pregúntame -le ordenó Victoria a las dos de la mañana, justo cuando él lamía el interior de sus muslos.

–Dame una tregua.

–Por favor, cualquier cosa.

–¿Física?

–Está bien.

–¿Qué escribió Stephen Hawking y qué teoría propone?

–Eso fue lo último que repasamos, ¿no?

–Deberías acordarte.

–Hawking escribió Historia del tiempo y dice que el tiempo no tiene comienzo ni fin.

–Perfecto. Apartó la sábana y fue lamiéndole una nalga hasta las inmediaciones del ano.

–¡Para ahí, roto!

El joven siguió su ruta imperturbable y jugó con la nariz entre sus piernas.

–¿Qué pasó en 1989 en la plaza de Tiananmen?

–Hubo una masacre con militares y tanques en Pekín.

Él ascendió con la cabeza hasta su pecho y dibujó círculos alrededor de un pezón.

–¿Qué es y qué forma tiene una aerolámina?

–Son las láminas que sirven para el vuelo. Son planas en la base y curvadas en el tope, y cortan el aire creando presión debajo, lo cual la ayuda a elevarse.

–¿Qué pasaría con nuestros cuerpos si cambiáramos repentinamente de presión atmosférica?

–Estallarían.

–Perfecto. ¿Cuál fue el lema de la vida de Ignacio de Loyola?

–«A mayor gloria de Dios,»

–Correcto. ¿Cómo se llamaba el primer arquitecto de las pirámides de Egipto?

–Inihotep.

–¿Qué es un milagro?

joven, indomable a cualquier por el más rebelde de sus mechones negros.

–Un suceso que ocurre contra las leyes de la naturaleza, realizado por intervención sobrenatural de origen divino.

–¿Cuál es el nombre científico del aromo?

–Acacia farnesiana.

–¿Cuál es el compuesto orgánico que cuando se acumula en el cuerpo produce gota y reumatismo?

–El ácido úrico.

–Es fantástico, Victoria. No has fallado ninguna.

–Estudiando contigo resulta más fácil. Se me graban las materias. ¿Tú sabías todo esto?

–¡Ni idea! Lo aprendí ahora, mientras hacíamos los ejercicios.

La muchacha le tomó el pene y corrió hasta el fondo su piel, dejando expuesto el glande. Se acercó a olerlo y aspiró profundamente su olor.

–Hace una semana ni siquiera existías en mi vida. ¿Qué te atrajo a mí?

–La primera vez no pude controlarme.

–¿Qué quieres decir?

–Me vine rápido y todo eso.

–Eres un tonto. Ésas son bobadas machistas. Las mujeres no le dan tanta importancia.

–Pues a mí sí me importó.

–Se ve que eso te comió el coco. Pero hoy…

–¿De veras acabaste esta noche?

–¿No te diste cuenta?

–En las revistas dicen que las mujeres fingen.

–Dios mío, Ángel Santiago. ¿No te fijas que estamos flotando en un charco?

–Está bien. ¿Qué es la partenogénesis?

–La reproducción de seres vivos con ausencia del elemento masculino. A propósito, ¿usaste condón?

–Esta vez, no. La próxima, seguro.

–¿Y qué pasa si esta vez le acertaste?

–Nunca pienso en cómo resolver un problema hasta que se presenta.

–Es jodido para la mujer.

–Tú…

–No quiero hablar de eso ahora. Geometría.

–¿Qué enuncia el teorema de Pitágoras?

–En el triángulo rectángulo, la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos es igual al cuadrado construido sobre la hipotenusa.

–¿Qué es la bilis?

–La secreción del páncreas.

–Nombre de los hijos machos de Edipo.

–Eteocles y Polinices.

–Síntoma patognómico de la intoxicación por mordedura de la Araña del trigo.

Victoria se montó sobre el miembro de Ángel y comenzó a galoparlo buscando lentamente el roce de su clítoris.

–No lo sé.

–Sí lo sabes.

–Me da vergüenza decirlo.

–¿Y no te avergüenzas de lo que estás haciendo?

–Es que el lenguaje es sagrado. Mira todas esas palabras dando vueltas en el mundo. Me excitan.

–No tienes necesidad de ser tan académica. Puedes perfectamente decir «me calientan».

–Sí, mi amor.

–Atención. Acaba de debutar la palabra «amor».

La chica apretó los dientes, sorbió con los músculos de la vagina el grosor de su pene y lanzó su descarga sobre el vientre del amante.

–Me hiciste acabar, bestia -dijo, derrumbándose sobre su pecho.


DOCE


Según Fresia Sánchez, dueña de la panadería sita en el cruce de las calles Salvador Allende y General ScImeider de la población de San Bernardo, el hombre que cruzó por su puerta en la madrugada, muy pegado a las paredes de adobe, como si tratara de deshacerse en las últimas oscuridades de la noche, era propiamente Rigoberto Marín.


Dijo que lo seguían una docena de perros callejeros olisqueando la tierra y el aire, como si quisieran detectar algún peligro. Los quiltros estaban poseídos de un silencio fantasmal, concentrados en una tarea superior a mojar árboles o los postes de alumbrado.

Era la hora en que los obreros se iban a la esquina de la avenida para esperar los autobuses hacia las construcciones del centro, y fue notorio el contraste que Rigoberto Marín hacía con ellos. Éstos venían comenzando el día; Marín, terminando la noche.

«No me hubiera gustado que entrara a mi tienda», pensó la panadera.

Talupoco tuvo envidia de la persona que le abriera la Puerta. El hombre atraía la muerte como la carroña a los buitres. Terreno que pisaba era propicio para reyerta con cuchillos, hasta que un balazo ponía fin al alboroto y entonces aparecían los carabineros, a envolver en una bolsa plástica al muerto y a interrogar con golpes a los testigos.

Era conocido en el barrio que Marín debería haber enfrentado varias veces el pelotón de fusilamiento y que sólo un decreto emanado de un presidente sentimental le había cambiado el destino por dos o tres perpetuas irrevocables. Si se había fugado de la penitenciaría y buscaba refugio en San Bernardo, pensó Fresia Sánchez, derramando las marraquetas doradas en el horno dentro de un enorme canasto de mimbre, el bandido procedía con astucia. Por una parte, nadie se atrevería a delatarlo, y por otra, un amplio repertorio de mujeres de distintas edades, desde adolescentes a abuelas, que se habían visto beneficiadas por su intensidad sexual se esmerarían por protegerlo. Contaban que poseía un ardor matizado con una violenta ternura que las confundía y las excitaba.

Ella misma había tenido una madrugada de confidencias con la Viuda, quien recordaba con precisión fotográfica que, tras haber descargado su esperma, Marín se había quedado casi una hora acariciándola sin dejar de llorar. Aunque todos lo temían en la población, las damas estarían dispuestas a permitir que sus aprehensiones se licuaran si el hombre las clavaba con la mirada y acertaba con el camino de la insistencia.

Había una excusa práctica para alentar la aventura: ninguna de las víctimas del asesino había sido mujer, aunque en cierta ocasión resultara difunto el marido de una de ellas. Lo que no obstó para que, tras los funerales, la Viuda y Marín tuvieran un revolcón en un hotel parejero de Conchalí, entre flores fúnebres y candelabros con velas a medio consumir. «Porque a ti te quiero, y a él lo respeto», le diJo la mujer tras esparcir el decorado por la habitación.

La fogosidad de Marín despertaba entre los hombres sornas algo menos líricas. Decían que el fulano era tan caliente que planchaba sus camisas con las manos.

Según Fresia Sánchez, fue precisamente en la casa de ladrillos de la Viuda donde el criminal buscó refugio. La prueba concluyente es que más de diez perros se expandieron a rascarse el lomo desde el zaguán de la doña hasta la vereda del frente, molestando el paso de las carretelas que llevaban frutas al mercado y resistiendo sufridos los baldeos de agua helada con que las vecinas trataron de dispersarlos.

En el comedor de la Viuda, aún rigurosamente vestida de luto, había una repisa con san Antonio de Padua, y sobre la mesita redonda cubierta con un hule de motivos campesinos chilenos, un vaso hacía de florero para sostener dos margaritas. Marín lo apartó y dispuso un espacio donde derramó un par de decenas de almejas y dos limones. Abrió los mariscos descerrajando de un solo golpe de puñal las conchas y poniendo una gota cítrica en la presa. Tras comprobar satisfecho que ésta se encogía de frescura, se la puso en la lengua a la Viuda, quien la masticó con deleite antes de tragarla.

–Obsesiones -dijo Marín-. Durante los últimos diez años he soñado con un desayuno como éste.

–¿Con mariscos chilenos?

–Y contigo, Viuda. Te la jugaste conmigo.

–Fue mi cuerpo el que habló. Estaba confundida de dolor y placer. Sé que Dios no me perdonará esta brutalidad.

Marín indicó hacia la repisa del santo con un gesto grave.

–Has sido atenta con él. Todavía guardas esa foto del finado. En cambio, no hay rastros de mí.

–Tú no dejas fotos, Rigo; dejas llagas.

La mujer avanzó hasta el hornillo y trajo agua hervida que volcó en dos tazas de Nescafé. El hombre masticó con deleite otra almeja y apuntó a la Viuda con el puñal, como si fuera una prolongación de su índice.

–Desde que salí a la calle, los pasos me trajeron solitos hasta aquí.

–¿Te fugaste?

–Algo por el estilo.

–¿Cómo es eso, Rigo?

–Me dieron libertad condicional.

–¡A ti! Toda la prensa informó de que tienes dos condenas perpetuas y cinco años y un día. No me puedes mentir a mí. Te fugaste.

–Lo hice por ti, Viuda. Nadie lo aprieta como tú cuando lo tienes dentro.

La mujer puso su mano en la mejilla sin rasurar del delincuente. Se la acarició con ternura y luego le subió el labio de arriba y se quedó mirando divertida la cavidad entre los dos dientes centrales.

–No te voy a delatar.

–Nadie en el mundo debe saber que estoy fuera. Si alguien se entera, soy hombre muerto.

–¿Alguien te ha visto entrar aquí?

–Me vine despacito por las sombras.

–No me gustaría que la gente hociconeara que el asesino de mi marido está en mi propia casa.

–¿Tu propia casa? Si en verdad te hubiera querido, se habría esmerado por sacarte de esta pocilga.

–Tuvo sus buenos momentos, Rigo. Pero el vino y la cesantía lo hundieron. Esta casa es del difunto, y te pido respeto. Si no te gusta, te vas.

–Me quedo callado, entonces.

Cogió las conchas vacías de los moluscos, las agitó en su puño y las hizo rodar sobre el hule como si fueran dados, en este desparramo:

–¿Sabías sacar la suerte?

–Las conchas no sirven para eso. Te puedo leer la baraja.

–No es necesario. Siempre me sale sol de oros.

Llevó el tarro de café a su boca y lo devolvió a la mesa con un gesto de dolor.

–Me quemé la lengua, por la cresta.

La Viuda se lo sopló y le puso una vuelta de agua fría. Revolvió la infusión con una cucharilla y le hizo un gesto invitándolo a que la sorbiese. Marín obedeció sin perder de vista los espaciosos ojos negros de la mujer.

–La verdad es que me soltaron para matar a un tipo, Viuda.

–¿A quién?

–A un pobre pájaro sin prontuario cuyo único delito aún no ha tenido lugar.

–No entiendo.

–Se trata de un chico muy lindo que el alcaide tiró en la celda de los presos rematados para que lo bautizaran. El mismo alcaide se lo montó. Ahora el muchacho está libre y el viejo está seguro de que lo va a matar.

–¿Cómo lo sabe?

–El joven se lo dijo a todo el mundo en la cárcel y el día de la salida se lo prometió en su cara al mismo alcaíde.

–Los chicos de esa edad son fanfarrones. Lo que les falta en experiencia les sobra en labia.

–Éste, no. Éste hace lo que se propone.

–¿Y tú?

–El alcaide me dio un mes de plazo. Está bien pensado, porque todos creen en la cárcel que estoy en la celda de castigo. Nadie podrá sospechar de mí.

–¿Por qué aceptaste hacerlo, Rigo?

–Treinta días, treinta canas al aire. La primera contigo. Me vuelves loco, Viuda.

La mujer le puso la mano en una rodilla y subió la caricia por el muslo hasta merodear su sexo. La llama de la estufa de gas comenzó a ser dominada por la luz que se filtraba desde los bordes de la cortina de cretona.

–¿Qué pasa si te agarran?

–El pelotón de fusilamiento.

Dijo esas palabras como conjurando una maldición y, electrizado, fue hasta la ventana y abrió algunos centímetros la cortina. Los perros seguían ahí, con sus hocicos en el polvo, esperándolo.

–Desde niño me siguen los perros. Se me acercan, me huelen y me acompañan a donde vaya.

La Viuda colocó sus manos frías en el hornillo, luego las llevó hasta sus mejillas y, frotándolas, esparció el calor. La cama estaba en desorden, tal cual había quedado cuando se levantó con prisa al oír los golpes de Marín en la puerta.

–Métase adentro, mijito. Le va a hacer bien un sueño.

–No quiero dormir, mujer. Hay que aprovechar cada minuto de esta libertad.

–La libertad de los perros -sonrió ella. Se arrojó en la cama, se puso de rodillas y con un trabajoso movimiento hizo bajar su panty hasta que sus fuertes nalgas cobrizas quedaron expuestas. Con una mano entre los muslos, desbrozó la enmarañada crin que cubría su pubis, y abriendo sus labios percibió con deleite la abundante secreción y el musculoso palpitar de su vagina.

Rigoberto Marín dejó caer los pantalones y, sin sacarse la raída chaqueta de tweed café, fue hasta la cama y abordó a la Viuda tal cual ella lo provocaba.

Se lo puso desde atrás. Exactamente como ella lo quería. A lo perro.