Cynthia me enseñó con orgullo los principales tesoros de la biblioteca, entre ellos unos códices galeses. Se mostró especialmente orgullosa de los que estaban escritos en gales, en vez de en latín.

–Ya ve: esto podría ser una meta en mi vida -me dijo-. Publicar en ediciones críticas estos manuscritos únicos en el mundo. Sería una gran aportación a la historia de la literatura celta.

–Seguramente. Pero… ¿sabe usted la cantidad de trabajo que supone preparar una edición de ese tipo? Es un trabajo para un viejo profesor, no para una señorita aristocrática tan joven y tan guapa como usted.

Cynthia se ruborizó.

–Ya veo que usted cree que soy como la mayoría de las jóvenes inglesas: oh yes, oh no, un baile, una preciosa sonrisa detrás de la cual no hay absolutamente nada.

–¡Por Dios! – protesté-. Con tan sólo verla se nota que es usted muy inteligente.

Al decir esto, estaba yo mintiendo. Ella era demasiado guapa como para que yo pudiera suponer tales detalles. Pero, como parecía que la inteligencia era su hobby, había que hacerle la corte desde este lado. Algo que para mí resultó más fácil que si sólo le hubiesen interesado los deportes.

Me mostró unos códices persas que uno de los Pendragon había conseguido para la biblioteca en un viaje realizado a finales del siglo pasado. Yo sabía algo acerca de esos códices, porque había investigado el tema tras la exposición sobre los Persas en el Burlington House de Londres.

Había una veintena de códices persas, y yo estaba en trance. En ese momento no me imaginaba qué papel tan activo iban a tener todos esos manuscritos en mi propia historia personal. Entusiasmado por encontrarme entre unos libros tan maravillosos, olvidé la regla básica de la buena educación inglesa que prohibe expresamente el más mínimo tono didáctico. Le resumí a Cynthia todo lo que sabía sobre los códices persas y las características de sus ilustraciones, y ello no me pareció excesivo.

Cynthia me escuchaba totalmente entregada. No creo que le interesaran demasiado los detalles técnicos que yo le explicaba, pero era obvio que se lo estaba pasando bien. Probablemente no le ocurría a menudo que alguien le contara unas cosas tan serias y tan aburridas, así que se sentiría halagada.

En aquellos momentos yo no pensaba en nada de eso. No estaba completamente en mis cabales, me encontraba en un estado de éxtasis bibliofílico. Cynthia me parecía un hada de una isla mágica, y nuestra amistad parecía aumentar de repente, como cuando a medianoche se toma champán en una fiesta.

Pero ¡qué son unas cuantas copas de champán en comparación con esos incunables! Yo tenía en una mano un libro editado por Caxton y dos de Wynkyn de World en la otra, sin olvidar los incunables y los dos tomos de Aldina que se encontraban en un estante aparte.

¡Qué cosa más maravillosa es un libro! Está allí, en el estante, sin aparentar nada en especial, sin llamar la atención. Entonces lo abres y sigues sin saber nada, puesto que los incunables no tienen página de portada. A continuación miras el colofón, en la parte de atrás, y ves que tienes en la mano un libro de Caxton, de un príncipe, de un papa. ¿Hay, acaso, alguien que sepa llevar la discreción a esas cimas de la perfección?

Pasé la mañana presentándome personalmente a los libros más ilustres. Una campanilla me avisó de la hora del almuerzo. Me sentía tan feliz que le canté una alegre canción magiar a Cynthia.

–Ustedes, los continentales, son tan diferentes… -observó ella con un aire soñador.

–Yo he conocido a algunos ingleses que aman los libros.

–No me refiero a eso. Ustedes conservan todavía algo de… pasión.

Y se puso muy colorada.

Durante el almuerzo, Osborne y Maloney hablaron de golf, y estuvimos haciendo planes para realizar excursiones. El conde no se presentó.

Nos encontrábamos tomando café y coñac cuando anunciaron la llegada del reverendo del pueblo, Dafyd Jones. El reverendo resultó ser una persona muy inestable, parecía nervioso, con la mirada asustada.

–Perdonen la molestia. En realidad hubiese deseado ver al señor conde, pero no me ha querido recibir.

–¿A usted tampoco? – preguntó Cynthia, sorprendida.

–Creo que no está en casa -opinó Osborne.

–Por la mañana lo vieron pasear cerca de la fortaleza -añadió el reverendo-. Creí que para la hora de la comida ya estaría de vuelta. ¡Qué lástima! Bueno…, me tendré que ir…

Soltó un suspiro y se sentó.

–¿Ocurre algo malo en Llanvygan? – preguntó Cynthia.

–Malo…, pues no, nada malo… Sólo es una superstición, esa enemiga ancestral de nuestro pueblo. Parece que no hay manera de erradicarla de las montañas que nos rodean -añadió con un retintín profesional.

Osborne se interesó por lo que el reverendo decía y se dirigió a él:

–Vamos a ver, padre, beba usted un poco y cuéntenos lo que ha ocurrido. ¿Acaso ha vuelto a bailar la mesa de su estimada hermana?

–Eso no es una superstición, sino un experimento científico muy serio. Usted mismo puede comprobarlo cuando quiera. El problema es otro: el pueblo entero se ha vuelto loco.

–Me complace oír esto. Por favor, expóngame los detalles.

–¿Conoce usted al viejo Pierce Gwyn Mawr?

–¿El vidente Habakuk? Claro que sí. Es uno de los recuerdos más bonitos de mi infancia. Últimamente no había oído hablar de él, creí que estaba muerto.

–¡Qué va a estar muerto! ¡Muy al contrario! Esta mañana ha empezado a manifestar otra vez sus presagios.

–Muy bien. Ahora bajaré a escucharlo. Pero… ¿cuál es el problema?

–Se ha reunido el pueblo entero, y todos están fuera de sí. Se ha paralizado toda actividad.

–¿Y qué es lo que dice Pierce?

–Pues según él lo más importante es que todos hagamos penitencia, porque está próximo el fin del mundo.

–¿Y cómo lo sabe el viejo Habakuk? ¿Quizás han aparecido señales en el sol y la luna?

–Dice que todavía no, pero que pronto ocurrirá. De momento…

-Well

–Sólo han llegado los jinetes del Apocalipsis. Los ha visto esta noche, alrededor del castillo, y luego los vio alejarse al galope hacia la fortaleza.

–Yo también los he visto -declaró Maloney y preguntó-: Pero ¿cómo se sabe que son ésos los jinetes del Apendicitis o comoquiera que se llamen?

–La cosa empieza a ponerse interesante -observó Osborne levantándose-. También el doctor ha visto a los jinetes, y eso que en él no hay ni la menor inclinación hacia tales delirios.

El rostro pálido del reverendo se puso todavía más agitado.

–También mi hermana oyó el ruido de los cascos de los caballos… La pobre tuvo una noche muy intranquila, como siempre que sopla el viento. Creí que eran imaginaciones suyas… Mister Osborne, ¿cómo explica usted todo esto?

–De momento no tengo ninguna explicación. De todas formas…, ¿qué hay de extraño en que aparezcan algunos jinetes alrededor de Llanvygan?

–Entonces… entonces… -balbuceó el reverendo, agarrándose a su silla, y continuó así-: entonces usted mismo reconoce que hay algo de cierto en lo que dice el viejo Pierce…

All right… -respondió Osborne-, pero estará usted de acuerdo, padre, en que hace falta una exagerada dosis de amor a la patria chica para suponer que los jinetes del Apocalipsis inician su viaje exactamente en Llanvygan. Para mí sería más probable que aparecieran en Londres o en París, en algún lugar importante, o tal vez en Roma, donde en el trono del papa se encuentra sentado el Anticristo.

–No se trata de eso, señor… Yo me estoy refiriendo a otra cosa bien distinta…, a algo que sólo puede ocurrir en Llanvygan… Pero me es muy difícil hablar de ello.

–¿Por qué?

–Pues por respeto a… a la familia.

–¿Qué familia?

–La familia Pendragon.

–No puedo ni imaginarme a qué se refiere -confesó Osborne tras una larga reflexión.

El reverendo se frotaba las manos. Empezó a contar las cosas como si estuviera recitando una lección.

–Todos conocemos perfectamente la tradición local y familiar, los cuentos y leyendas relativos a la persona de Asaph Christian, el sexto conde de Gwynedd. Tales leyendas, además de…

–¡El jinete de la medianoche! – exclamó Cynthia, incorporándose de un salto.

–Pues sí… -concluyó el reverendo con una inclinación, y prosiguió así-: la señorita Pendragon y yo mismo llevamos tiempo recogiendo todo lo relativo a su persona. Según las creencias supersticiosas del pueblo llano, el sexto conde, muerto, reaparece cada vez que el país o la casa Pendragon se encuentran ante un gran acontecimiento o cambio. La última vez fue visto en 1917, cuando los alemanes iniciaron su campaña con submarinos contra Gran Bretaña.

–Pues sí… -intervino Cynthia, para añadir-: pero ya habíamos aclarado que debió de haber sido una patrulla militar a caballo, camino de la costa.

–Así es… -respondió el reverendo, pensativo, para continuar eufórico y ruborizado-: ¡Qué va a ser así! ¡Y una porra! En diez años que llevo aquí no hemos aclarado nada de nada, al contrario… Perdonadme. Perdonadme. Últimamente estoy muy nervioso. Lo lamento…

Hizo un ademán como para hacer olvidar su vergüenza.

–De todas formas, yo me voy a ver al viejo Habakuk -concluyó Osborne y añadió-: ¿Quieren ustedes acompañarme?

Bajamos andando al pueblo.

El vidente se encontraba sentado en un sillón, delante de su casa, rodeado de mucha gente que escuchaba atenta las palabras pronunciadas en voz baja por el anciano. El aspecto del hombre recordaba casi el de un profeta: llevaba una larga barba.

Sin embargo, su modo de hablar no era el típico de los adivinos o augures, no se parecía a los gritos histéricos a los que yo me había acostumbrado en Hyde Park o en las asambleas del Ejército de Salvación. No entornaba los ojos, ni tampoco utilizaba palabras raras como sus colegas norteamericanos, que han hecho de las falsas profecías un negocio sumamente rentable. Hablaba de manera sosegada, como cualquier anciano que contara sus experiencias.

–Todo esto seguirá igual, mientras no cambiéis vuestra manera de vivir. Yo no estoy en contra de nadie, ya sabéis que sólo hablo en vuestro propio interés. Pero ya podéis ver todo lo que está ocurriendo en Gales, en Pembroke y en Carnarvon, donde se han cerrado todas las minas. Miles y miles de personas se han quedado sin trabajo, y la falta de actividad es el nido del mismísimo diablo. Hace poco llegó alguien de Rhiul y rae contó que ya ni siquiera el mar es como era antes. En Anglesea, los marineros han pescado un hada que tenía el aspecto de una niña y decía que se acercaba una hambruna… Yo no sabía cómo interpretar todo esto, hasta que me encontré, hace quince días, con el Perro. Estuve allí arriba, en una de las laderas del Moel-Sych, y se estaba haciendo de noche. De repente vi que más arriba, en un prado, a unos cien pasos de donde yo me encontraba, estaba el Perro. Su pelo era blanco como la nieve, sus orejas rojas como la sangre, al igual que en los viejos cuentos que mi abuelo, Owain Gwyn Mawr, me había referido. El Perro estaba escarbando en el suelo sin descansar. Yo no me atrevía a acercarme a mirar qué estaría escarbando… De todas formas sé que estaba escarbando una tumba para alguien, para una persona sumamente importante. Morirá mucha gente en Gales y en Inglaterra, gente que cree que tendrá una larga vida en la tierra…

Sacó de su bolsillo una Biblia y leyó unos párrafos del Apocalipsis donde se habla de la estrella de la mañana. A continuación, siguió relatando de memoria, destacando las partes más importantes.

–Sacaron el libro sellado con siete sellos que nadie era capaz de abrir, sino un Cordero, blanco como la nieve. Cuando éste abrió los sellos, el ángel hizo sonar su trompeta y aparecieron los jinetes. El primer jinete cabalgaba sobre un caballo blanco y llevaba un arco con flechas en la mano y una corona en la cabeza. El segundo jinete -el que tenía el poder de quitar la paz de la tierra- iba montado en un caballo bermejo. El tercer jinete estaba sentado sobre un caballo negro y tenía un peso en su mano. El cuarto montaba un caballo amarillo y su nombre era Muerte… El que no lleve la señal en la frente morirá aplastado por el terrible peso de la Ira de Dios. Todas las islas serán movidas de su lugar y no se volverá a ver ni un solo monte. Esta noche he visto a los jinetes. Las cabezas de los caballos eran cabezas de león y arrojaban fuego y azufre por la boca. Se ha cumplido la profecía. Reflexionad y haced penitencia, antes de que sea tarde. La piedad de Dios es infinita. Y si no lo hacéis, los días de los vecinos de Gales estarán contados.

La segunda noche empezaba mejor que la primera. No soplaba viento, y pude dar un largo paseo con Cynthia recorriendo el parque iluminado por el resplandor de la luna; mis pensamientos se presentaban mucho más agradables que la noche anterior.

Cynthia me contó cosas de su infancia, algo que no me resultaba muy divertido pero que interpreté como una buena señal. Cuando alguien quiere entablar amistad con una persona del sexo opuesto, le suele contar detalles de su infancia, para hacerlo partícipe y compartir algo, para que no parezca tan extraño, tan advenedizo.

Me dormí con facilidad y estuve durmiendo sin despertarme hasta la una de la madrugada. Entonces me desperté porque oía gente charlando en el pasillo: eran voces de hombres y de mujeres. En un primer momento me sentí ultrajado por la molestia.

«Han tenido que reunirse exactamente delante de mi puerta para montar una fiesta», pensé en un estado de duermevela. «Los habitantes de Ceilán consideran un pecado despertar a un perro dormido. En el futuro, viajaré a Ceilán.»

Sin embargo, ya no podía seguir durmiendo. El ruido era cada vez más fuerte e inquietante. Según pude oír, estaban hablando en gales, así que yo no entendía nada de nada.

Me levanté, me vestí a medias y salí al pasillo. Encontré a John Griffith, a quien había conocido la noche anterior, junto a otros dos gigantes vestidos de manera semejante, además de dos doncellas del personal, ligeramente uniformadas. La escena no tenía nada de idílico, ni nada de inmoral. John Griffith no me inspiraba ni el más mínimo temor. Su camisa de estilo shakesperiano estaba abierta a medias y dejaba entrever su camisón de dormir, y él parecía más bien asustado. Su colega llevaba una alabarda en la mano, pero la mantenía al revés, como si fuera una escoba.

–¿Qué ocurre? – pregunté.

Me miraron, pero no me respondieron. Siguieron hablando en gales, sin que yo pudiera entenderlos, y pronto desaparecieron corriendo.

Los seguí. La excitación se había apoderado de mí.

Nos detuvimos en una gran sala casi vacía, y nos mantuvimos en actitud de escucha. Desde lejos, nos llegaban unas voces muy extrañas. Era como si alguien estuviera rezando una melodía.

Pasamos a la habitación contigua, donde las voces se oían mejor. John Griffith se dirigió a mí:

–Señor, las voces hablaban en inglés, pero ahora utilizan otro idioma distinto. Quizás usted lo entienda y nos pueda decir qué quieren.

Me concentré mejor y efectivamente comprendí aquellas palabras.

–Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra…

Era el padrenuestro en latín, recitado con la entonación típica de una misa.

–¿Quién está celebrando misa? – pregunté.

–¿Misa? ¡Dios mío! – gritó una de las sirvientas, y rompió en llanto.

Los metodistas de Gales siguen considerando el catolicismo como obra del diablo.

–Llevamos así toda la noche -me dijo Griffith-. Las voces rezan y gimen en varios idiomas. Hace poco empezaron a cantar algo así…

Y se puso a tararear La Marsellesa.

–Pero… ¿de quién se trata?

–No se sabe. No hemos alcanzado a verlo. Lo hemos buscado por todas partes. No se ve a nadie.

De repente se oyeron unos pasos que se acercaban. Las muchachas se escondieron entre gritos de pavor en uno de los rincones más alejados. El alabardero levantó su arma y montó guardia en la puerta.

Esta se abrió. Entró Cynthia, vestida de amazona, con un revólver en la mano. Se notaba que disfrutaba con su papel de guerrera imperturbable.

–¡Arriba las manos! – nos gritó.

Alzamos las manos. Ella nos reconoció. Bajamos las manos. Cynthia se ruborizó y nos pidió perdón.

–¿Ustedes también pueden oírlo? – nos preguntó, y añadió-: ¿Qué es esto?

Al mismo tiempo, las voces dejaron de oírse. Griffith contó sus experiencias a Cynthia, quien lo observaba sin saber qué decir.

–Canta La Marsellesa y celebra misa. Se trata de motivos nuevos en la historia de la familia. Son elementos absolutamente desconocidos en el folclore del norte de Gales. En todo caso habría que tomar notas.

Se volvieron a oír unos pasos apresurados, y entró otro criado.

–¡Está en la biblioteca! ¡En la biblioteca! ¡Se lo aseguro!

Nos dirigimos a la biblioteca. Griffith y los demás se detuvieron, muy sorprendidos, delante de la enorme puerta de roble. Una puerta cerrada puede resultar especialmente amenazadora.

La voz se oía con toda nitidez.

–…cuando éste abrió los sellos, el ángel hizo sonar su trompeta y aparecieron los jinetes… El primer jinete cabalgaba sobre un caballo blanco y llevaba un arco con flechas en la mano y una corona en la cabeza…

La aparición hablaba en un tono metálico, con pronunciación galesa, de la misma manera que hablan el húngaro los alemanes que viven en Hungría: pronunciando «p» en vez de «b», «t» en vez de «d», y también pronunciaba mal la «s», como suelen hacer los campesinos galeses.

–¡Pero si es Pierce Gwyn Mawr! – concluyó de repente Griffith.

Así era, efectivamente. Y decía exactamente lo mismo que había dicho el vidente aquella misma tarde.

–Imposible… -dijo el alabardero-. Todas las puertas del castillo están cerradas, no puede haber entrado de ninguna manera.

–Dios mío… -dijo una de las sirvientas-, pero si los fantasmas entran hasta por el ojo de la cerradura.

–No puede ser el fantasma del viejo Pierce, puesto que él está vivo -observó la otra.

–Puede ser su álter ego. Como ocurrió una vez con mi tío, que estaba durmiendo tranquilamente en su casa mientras que su álter ego se emborrachó en la Taberna del Elefante, y al día siguiente él tuvo que pagar toda la consumición.

–Vamos a entrar -propuse. Ya intuía de lo que se trataba.

Sólo Cynthia y yo nos atrevimos a entrar. Al encender las luces, la voz se apagó. Cynthia tenía una expresión un tanto asustada y muy grave.

–Ha llegado el momento solemne -le dije-. Usted va a presenciar el nacimiento de una leyenda familiar.

Rebuscamos por la biblioteca entera, descorrimos todas las cortinas. Entraron también los demás, para ayudarnos, pero todo fue en vano. Pasó media hora, y la voz no se volvió a oír. Entonces urdí un plan estratégico.

–Vamos -les propuse-, no se encuentra aquí, sino en la sala superior. La voz baja por el hueco de la chimenea, por eso suena como si viniera de la biblioteca.

Griffith y los demás salieron deprisa. Yo me las apañé para quedarme atrás, al lado de Cynthia. Cuando llegamos a la puerta, los demás se habían alejado por el pasillo. Retuve a Cynthia en la biblioteca, le indiqué que se mantuviera callada y apagué la luz.

En el instante de quedarnos a oscuras, la voz se volvió a oír. Continuó relatando el Apocalipsis allí donde lo había dejado.

Cynthia sintió miedo y se agarró de mi brazo, así que yo me sentí como un hombre fuerte y poderoso, capaz de protegerla, y la agarré por la cintura. Con la otra mano le acaricié el cabello, para darle ánimos. Ella se dejaba.

Yo bendecía mi fortuna en nombre del fantasma del castillo, por haber hecho posible que experimentáramos aquellos instantes íntimos que se convertirían en una base sólida para nuestra futura intimidad y ternura. Estaríamos así unidos por un recuerdo en común, por un secreto compartido.

Cogí a Cynthia de la mano, y caminando de puntillas la conduje a la chimenea. No había duda alguna: la voz procedía de allí.

Me incliné y encendí la linterna que llevaba. Era tal como me lo imaginaba. En la chimenea estaba sentado Osborne, en posición fetal, con el magnetófono en el regazo, con la cinta en donde la voz de Pierce Gwyn Mawr proseguía con el relato del Apocalipsis.

–Vaya, Osborne… -dije-. ¡Qué sorpresa! ¡Salga de ahí, jovencito!

Osborne salió, lleno de hollín, pero muy satisfecho.

–A que estuvo bien, doctor… Estoy muy contento con la voz del vidente. La he grabado esta misma tarde. Si ustedes no se lo cuentan a nadie, mañana tendremos otra leyenda familiar. Mañana mismo, el reverendo y su hermana explicarán, con métodos metapsíquicos, cómo pudo haber sonado la voz del vidente en el castillo de Llanvygan, y en cien años se habrá forjado una leyenda de lo más interesante para la Cynthia de entonces, una leyenda más que estudiar y que presentar en The Brython. Ahora les propongo que vengan a mi habitación para tomarnos una copa de Hennesy por el susto.

Subimos a la habitación de Osborne que yo veía por primera vez. Era una habitación de lo más peculiar. Creo que Osborne pretendía imitar un bungalow tropical. No había cama, sólo una hamaca, todos los muebles eran de mimbre y había multitud de cosas colgadas de las paredes. Alrededor de éstas había un pequeño canalón con agua.

–Es para que no puedan pasar las serpientes -me aclaró Osborne-. Bebe, Cynthia, bebe por el amor fraternal. Al fin y al cabo, somos colegas. Yo fabrico las leyendas, y tú las apuntas. ¡Doctor! Usted probablemente no sepa que mi hermana es una destacada investigadora del folclore local. Ya tiene publicados dos artículos sobre el tema.

–¡Cállate! – gritó Cynthia.

Osborne cogió una revista llamada The Brython. Buscó un artículo de unas veinte líneas que llevaba como título «Danzas folclóricas navideñas en el condado de Merionethshire». Firmado por Cynthia Pendragon de Llanvygan.

La felicité desde el fondo de mi corazón. Cynthia se sentía avergonzada y orgullosa a la vez. Seguramente no cambiaría el artículo publicado por nada. Así son las mujeres.

–No apruebo en absoluto tu comportamiento, Osborne -dijo, muy seria-. Si sigues así, arruinarás mis investigaciones sobre el folclore. Ya nunca podré saber qué hay de verdad en las leyendas y qué es mentira.

–Muy bien -observó Osborne-. Así ha sido siempre: mitad milagro, mitad broma.

–¿El jinete de la medianoche también era usted? – le pregunté.

En ese mismo instante se oyó un disparo.

–¿Qué ha sido eso? – exclamó Cynthia-. ¡Un revólver!

–¡Qué va! – objetó Osborne-. ¿Un revólver en Llanvygan? Habrá sido una puerta que alguien ha cerrado.

–No, no. Ha sido un revólver -insistió Cynthia-. Vengan rápido. Vamos a ver qué ha ocurrido.

Salimos al pasillo a toda prisa. Atravesamos corriendo algunas salas.

Las mismas salas que parecían pacíficas durante el día, por la noche presentaban un aspecto que inspiraba pánico. Los muebles parecían haberse hecho más grandes, y de debajo de las alfombras salían unos garfios oscuros que intentaban agarrar nuestros pies. Se oían pasos por doquier, y los criados asustados corrían como locos… Esa noche parecía haber doscientas personas como mínimo en Llanvygan.

En el primer piso no encontramos nada de nada. Nos topamos con Maloney que salía de su habitación, vestido con su pijama, despeinado.

–¿Lo han oído? Me pareció oír un disparo…

Se presentó Rogers, el mayordomo, para tomar el mando de la operación.

–No podemos excluir que el disparo haya sonado allí arriba, en la segunda planta. Nos vemos obligados a entrar en el laboratorio del señor conde.

Todos pensamos lo mismo… Cynthia estaba pálida como una muerta. El conde… quizás había perpetrado un suicidio. Habría llegado al fondo mismo de su melancolía, a un callejón sin salida. Las profecías estaban en lo cierto…

Subimos las estrechas escaleras que constituían la única manera de llegar al laboratorio del conde. Nos detuvimos ante una enorme puerta de hierro que llevaba grabada la cruz ornada con la rosa, el símbolo de los rosacruces, propio de los Pendragon.

–¿Cómo vamos a entrar? – preguntó Osborne-. Esta puerta está siempre cerrada.

Rogers sacó una llave.

–De acuerdo con las disposiciones del conde, yo puedo entrar cuando sea necesario, sir.

Abrió la puerta, y entramos todos.

Tras atravesar dos salas vacías, Rogers se detuvo.

–Los criados deberán quedarse aquí -dispuso-. Basta con que entremos nosotros.

La habitación contigua ya pertenecía a los laboratorios secretos del conde. Se encontraba sumergida en una leve luz verdosa, dando la sensación de estar en una cueva subacuática.

La verdad es que nos encontrábamos en una cueva subacuática. Junto a las paredes, todo en derredor, había unos enormes acuarios salpicados de rocas artificiales incrustadas. Entre las mismas, había unas extrañas plantas submarinas de tallos larguísimos, entrelazados. Sobre las rocas y en medio de las plantas nadaban unos animales terribles que nunca podré olvidar. Me persiguen hasta en mis sueños, pero es peor cuando me acuerdo de ellos en vigilia, en medio de la oscuridad.

Tenían forma de lagartos, pero eran mucho más grandes. Medían un metro, y hasta había algunos más creciditos, y ninguno tenía ojos…

Sus cuerpos parecían ser muy blandos, mortecinos, de tonos blancos, grandes y gelatinosos, transparentes. Tenían en la sien una excrecencia llena de colorido y agitaban sus patas delanteras, las únicas que tenían al lado de la cabeza. Daban vueltas, nadando muy despacio, entre las rocas artificiales.

La habitación siguiente era fría como una tumba: se trataba de una cámara frigorífica. Al lado de las paredes se veían unos armarios de plomo, con cajones. En el centro había una mesa blanca de disección, con tres de esos animales encima, inmóviles. En la mesa había también varios instrumentos médicos: bisturíes, guantes de plástico, frascos y jeringuillas. El conde debía de haber estado trabajando allí.

En un momento dado, se abrió la puerta de enfrente, y apareció el conde, vestido de bata blanca.

Nos miró con cara de pocos amigos, sin decir palabra.

Al final, habló Rogers:

–Usted nos disculpará, milord… Hemos oído un disparo.

–Claro -respondió el conde-. Pero no por ello deberían haberse presentado todos.

De inmediato pareció darle cierta vergüenza, y se dirigió a nosotros con una leve sonrisa:

–No me interpreten mal…, no estoy acostumbrado a recibir visitas aquí. Vamos a pasar a una habitación menos austera.

Nos condujo a una habitación próxima, amueblada normalmente.

–Siéntense, por favor.

–¿Qué ha sido eso? – preguntó Cynthia-. Me he asustado mucho.

–Bueno, la verdad es la verdad -respondió el conde-. Me han disparado.

Cynthia soltó una exclamación. El conde se acercó a ella y le acarició el rostro.

–Ya ves que no me ha ocurrido nada de nada. En el momento del disparo me incliné a recoger un bisturí que se me había caído. Creo que si llego a permanecer en pie… Bueno, lo mismo da.

Estábamos todos agitados, gritándole al conde, olvidándonos por completo del debido respeto hacia su persona.

–¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde?

–Siéntense, por favor. No sé nada en absoluto. Rebusqué por el laboratorio entero, y no encontré a nadie. ¿La puerta de hierro estaba cerrada?

–Sí, milord -respondió Rogers.

–No entiendo nada de esta historia. Lo único que pudo haber ocurrido es que me dispararan por la ventana abierta… Bueno…, esto parece imposible, a no ser que quien me disparó supiera volar… Pero Cynthia…, y también vosotros…, ¡calmaos ya! No ha ocurrido nada grave, ni siquiera se ha dañado el mobiliario. Si no tienen inconveniente, yo rae voy a la cama.

–¡Por Dios! – exclamó Osborne-. Pero si el asesino debe de estar por aquí cerca, escondido en algún lugar del laboratorio. Permítanos revisarlo todo.

–Qué va, hijo, no puede ser. Rogers y quizás Ifan se pueden quedar, y con ellos dos volveré a revisarlo todo. Id a dormir y estad absolutamente tranquilos. Los miembros de la familia Pendragon tienen siete vidas…

Al decir esto, me pareció que se estaba fijando en mí y en Maloney. No estaría pensando que nosotros…

Con esto nos dejó ir.

Ésta era la segunda noche. Nos quedamos despiertos durante largas horas, intentando aclarar algo. Maloney tenía algunas ideas excelentes, inspiradas en historias de detectives, que nos exponía mezcladas con anécdotas de los trópicos. Yo, por mi parte, acabé renunciando a poder dormir en Llanvygan.

Al día siguiente me enteré de todo. O por lo menos de muchos detalles. Maloney y Osborne se entregaron a su instinto de detectives de pacotilla. Constataron que mientras los criados habían estado ocupados con la historia del fantasma del magnetófono de Osborne, uno de los portones del castillo se había quedado sin cerrar, y alguien pudo haberse metido a hurtadillas en el interior. Quizás hubiera abierto la puerta de hierro con una llave maestra, y la hubiese vuelto a cerrar al salir.

Cynthia y yo nos fuimos a la biblioteca. Nos dedicamos a hojear algunos libros, pero ya sin el entusiasmo del día anterior. Yo no había dormido lo suficiente, me sentía melancólico e inquieto. Ya no tenía duda alguna: mis presentimientos habían sido absolutamente fundados, me encontraba de repente en medio de una aventura oscura y peligrosa, en el centro de un castillo asediado. Me hubiese gustado huir. «¡Qué tengo que ver yo con ese conde a quien alguien pretende asesinar!» Hubiese preferido volver al British Museum, para encontrar de nuevo la paz inquebrantable entre los libros…

«Cuando hablan las armas, callan las musas», recité el verso clásico. Tuve la sensación de haber llegado a Llanvygan en el momento menos apropiado. Me sentía un extraño, un intruso, testigo involuntario de los problemas de la familia Pendragon. El conde ni siquiera me había dirigido una mirada desde que me encontraba allí. No debía de estar muy contento con mi presencia… Decidí volver a Londres. Le dije a Cynthia que sólo pretendía que nuestra amistad…, si podía llamarse así…, permaneciera.

–Si de verdad se considera usted mi amigo -objetó ella-, no se vaya todavía. Si no es por otra cosa…, si usted considera que aquí no existe un ambiente apropiado para sus estudios…, quédese unos días más, aunque sólo sea por complacerme a mí.

Hice, sin querer, un gesto como para acariciarle el cabello. Cynthia se alejó de mí, asustada.

–Lamento que me interprete usted mal. Ahora mismo, su presencia aquí es indispensable. Digamos que yo lo necesito, que necesito a alguien en quien confiar.

–En ese caso me quedaré hasta que me echen por la fuerza. Pero…, discúlpeme…, no puedo ni imaginarme en qué podría ayudarla. Al fin y al cabo, para serle sincero, no entiendo mucho de folclore.

–¡Qué me importa el folclore ahora! Se trata de otra cosa. De la vida de mi tío.

–¿Cómo? ¿Usted cree que el suceso de anoche se repetirá?

–No es que lo crea. Lo sé con toda certeza.

My dear… Usted se encuentra todavía impresionada por el susto que pasó anoche.

–Doctor, usted no sabe nada de nada. Nunca le hubiese hablado de estas cosas, pero ahora sí que se lo tengo que contar todo. Esta ha sido la tercera ocasión, en un mes, en que alguien ha intentado asesinar a mi tío.

–¿De veras?

–Sí.

–¿Cómo han ocurrido?

–La primera vez estaba yo presente, y por poco me matan también. ¡Escúcheme! Mi tío y yo nos encontrábamos en Llandudno, en la playa. Estábamos volviendo a casa, en el Delage descapotable, abierto, que yo misma conducía. De repente, mi tío me gritó, diciéndome que me detuviera, y sin esperar a que yo reaccionara, él mismo accionó el freno del vehículo, de manera que por poco salimos disparados al exterior. Nos bajamos del coche. A unos diez metros de distancia había un cable metálico, atado entre dos árboles que bordeaban el camino, justo a la altura donde se encuentran las cabezas de los que viajan en un coche. Si hubiésemos seguido, corriendo a la velocidad a la que avanzábamos, el cable nos habría decapitado…

Me estremecí.

–Lo más extraño fue -continuó ella- que mi tío tuviese esa intuición. Ya le digo, estaba oscureciendo, nadie podía haber visto el cable. Él tampoco supo explicar cómo había ocurrido. Dice que fue el hada familiar, Tylwyth Teg…, pero sólo lo dice en broma, para burlarse de mis manías folcloristas.

–¿Cómo fue la segunda ocasión? – le pregunté.

–No podría explicárselo con claridad. No fue aquí, sino en Londres, en la casa de los Pendragon. Unos días después de haberlo conocido a usted en casa de lady Malmsbury-Croft, mi tío regresó a casa de manera inesperada. Mucho antes de lo previsto. Me dijo a mí, y sólo a mí, que habían intentado asesinarlo… Todo esto resulta tan extraño…

–¿Por qué?

-Well, usted puede pensar lo que quiera. Mi tío afirma que alguien intentó llenar su habitación con un gas venenoso. Pero…, cómo decirlo…, a él no le afectan los gases… Ya durante la guerra…

Naturalmente, no pude dar crédito a lo que ella me contaba acerca de esta segunda ocasión. El conde, como otras personas demasiado enfermizas, parecía tener la idea fija de que lo querían asesinar con gas venenoso. Era una suerte que, según otra idea fija suya, eso no le pudiera perjudicar.

–Dadas las circunstancias, no es de extrañar -observé- que su tío no tenga ni las más mínimas ganas de charlar conmigo sobre el ocultismo del siglo XVII. Creo que cualquiera hubiese anulado la invitación.

–Eso no resultaría muy gentlemanlike.

–Ahora ya comprendo otra cosa también -dije de repente-. ¿Usted sabe que Maloney y yo estamos siendo aquí constantemente vigilados?

–Son imaginaciones suyas -sugirió Cynthia.

–Claro. Las tengo constantemente. Pero ahora le estoy hablando de hechos. Han sacado las balas de mi revólver. Han rebuscado en mi equipaje. La verdad es que hubiese tenido que partir inmediatamente después de haber llegado. Pero de alguna manera… todo me resultaba tan inverosímil que no podía tomarlo en serio.

Cynthia me miraba desesperada.

–¡Dios mío! ¡Qué horror! Pero, por favor, trate de comprender que nos encontramos en medio de una situación extraordinaria… y quién sabe qué peligros acechan todavía al conde… De todas formas, yo le rogaría que se quedara. Ya sé el sacrificio que supone para usted permanecer en un lugar donde existen terribles sospechas relativas a su persona… pero hágalo por mí. Es preciso que sepa que yo, como miembro de la familia Pendragon, le confiaría mi vida. Creo en mis intuiciones… También mi tío afirma que quien ama los libros no puede ser mala persona. Usted verá qué pronto se aclarará todo, y mi tío le recompensará con creces. En todo caso -añadió, agarrándome de la mano-, le ruego de verdad que no me abandone ahora. No tengo a nadie. Mi tío es una persona que se aisla de los demás. Con Osborne no puedo contar. Doctor…, yo paso miedo en el castillo de Llanvygan.

Le acaricié las manos y le prometí que permanecería a su lado. Sabía perfectamente que no me parecía en absoluto a los jóvenes héroes de las películas americanas, quienes se lían a golpes con los matones de los bajos fondos neoyorquinos para salvar a su bienamada en peligro…, pero se trataba fundamentalmente de un apoyo moral: no dejar sola a Cynthia con sus temores, ayudarla a resolver el enigma.

–Cynthia -le pregunté-, ¿sospecha quién intenta asesinar al conde?

–No tengo ni la más mínima idea. Ni la más mínima.

–¿Y los herederos de Roscoe? – pregunté de repente, guiado por una intuición repentina. Me acordé de algunos detalles oscuros que me había contado Maloney, durante aquella noche llena de sospechas, en aquel night-club de Londres.

–¿Quiénes? – me preguntó ella, muy sorprendida.

–¿Cómo? ¿Usted no ha oído hablar de William Roscoe?

–Claro que sí. Era un amigo de mi tío, un hombre extremadamente rico. Espere… Sí, ya me acuerdo: mi tía, la duquesa de Warwick, me pidió en una ocasión que no mencionara ese nombre delante de mi tío… Ya recuerdo el porqué. ¿Qué sabe usted, doctor? ¡Dígamelo ya!

–La verdad es que no sé nada de nada, y sólo me baso en las palabras de una persona de poco fiar…

–De todas formas, ¡cuéntemelo todo, por favor!

–Parece ser que William Roscoe dispuso en su testamento que su fortuna, destinada a su esposa, debía llegar a manos del conde de Gwynedd en el caso de que él falleciera a causa de una muerte violenta, pues sospechaba que su esposa pretendía acabar con su vida.

–¿Y entonces?

–Más adelante, William Roscoe falleció debido a una enfermedad tropical, la misma que su abuelo de usted, el decimoséptimo conde de Gwynedd. La herencia acabó en manos de su esposa, y de no sé quién más. Ahora, los herederos piensan que el actual conde de Gwynedd pretende demostrar que la enfermedad tropical que acabó con la vida de William Roscoe había sido provocada de manera violenta por esos herederos. Si su tío pudiera demostrarlo, esa enorme fortuna le correspondería a él. Los herederos piensan que las investigaciones secretas que su tío lleva a cabo en su laboratorio van encaminadas en tal dirección. Quizás intenten asesinar al conde por temor.

Cynthia se quedó pensativa.

–¡Tonterías! – concluyó-. Las investigaciones biológicas del conde son de carácter puramente teórico. Una vez me lo aclaró. Se ocupa del problema fundamental de la biología, investiga sobre la esencia de la vida. Pretende saber con exactitud en qué consiste la diferencia entre un ser vivo y otro que no lo es, y conocer los distintos matices entre esos dos estados.

–Sin embargo, eso no anula los temores de los herederos de Roscoe.

–Es verdad. Pero yo no puedo imaginar… no puedo comprender las razones del conde para conseguir esa herencia. La verdad es que no somos gente pobre. Sería absolutamente indigno del conde de Gwynedd hacer el más mínimo esfuerzo por aumentar su fortuna. Es algo totalmente contrario al carácter de mi tío. Una fortuna sólo se consigue por herencia, por herencia de algún familiar.

–Quizás pueda haber otras razones…, venganza, justicia o Dios sabe qué.

–Todo esto me parece absurdo. Debe de haber otro secreto, doctor. Quién sabe qué venganza ancestral…, es que parece que todos nuestros antepasados se hubiesen presentado estos días por aquí… Pierce Gwyn Mawr habla de destrucción en sus augurios, y también se ha visto al jinete de la medianoche…

–¿Tiene el conde algún enemigo?

–No lo sé. Sé muy poca cosa acerca de él. Osborne y yo llevamos viviendo sólo tres años en Llanvygan, desde que murió nuestra madre. Antes, veía al conde en contadas ocasiones. Sólo sé que es la persona más maravillosa que hay en el mundo entero. Los antiguos caballeros deben de haber sido así: ellos demostraron en su época, con su mera existencia y sin haber hecho o dicho nada para ello, que existe una vida más hermosa más allá de la vida. No se puede saber por qué todo el mundo tiene un profundo respeto por mi tío. Sin embargo, si la sangre de la nobleza tiene algún sentido profundo, éste se encarna en su persona. No puedo ni imaginar que tenga enemigos. El se encuentra por encima de la gente común, no puede tener ninguna contrariedad con nadie en absoluto. Por eso es por lo que no tiene amigos.

Yo pensaba del conde lo mismo que Cynthia. Existen ciertas personas nacidas para que otros les sirvan con toda felicidad.

Es difícil explicar estas cosas, comprender la simpatía sin razón alguna, toda la magia tan compleja que me retenía atado a Llanvygán. Había en ello algo de esnobismo, algo de curiosidad espiritual y también algo de amor. También anidan en el alma de uno algunos sentimientos de verdadera pasión de carácter feudal: servicio, respeto, entrega.

Si hubiese sido yo un caballero andante, habría propuesto mis servicios al señor del castillo, y le habría pedido una cinta a la doncella de la torre, para llevarla atada a mi escudo. ¡Ojalá hubiera sido un caballero andante!

Le besé la mano a Cynthia, y ella me miró conmovida, como si fuera la doncella de la torre, mirando desde su ventana gótica a su caballero. Balbucí unas palabras inconexas, una verdadera confesión de amor e incluso algo más: la feliz sublimación de mi mejor parte que se alzaba sobre la resaca de los años. Es una verdadera lástima que algunos instantes sean tan fugaces, esos instantes en que uno se revela absolutamente puro y noble, parecido a los ángeles, instantes tan fugaces que sólo dejan atrás un Yo cualquiera, un Yo del que sólo se puede hablar con ternura y con una leve ironía.

De una manera maravillosa, los días siguientes transcurrieron tranquilos y agradables. No ocurrió nada especial, y yo dormía bien por las noches. No se habló más del jinete de la medianoche.

El verano seguía en su apogeo, y el parque era un parque muy agradable donde yo daba paseos en compañía de una joven. Jugaba al tenis, me bañaba, tomaba el sol, o sea que pasaba mis días con absoluta tranquilidad, a la sombra de las amenazas, de la misma forma que lo hace la gente rica en las laderas de los montes altos y nevados bajo la amenaza de las avalanchas.

Poco a poco me fui acomodando en la biblioteca de Llanvygan y continué mis estudios allí donde los había dejado en el British Museum.

En la biblioteca había unos volúmenes importantísimos del siglo XVII. Yo consultaba tratados sobre ocultismo que sólo conocía por referencias bibliográficas, puesto que esos tomos no se encontraban ni siquiera en el British Museum.

Entre los libros del siglo XVII había muchos tomos escritos en alemán. Tenía yo entre las manos la Naometría de Simón Studion, los originales de Paracelso, de Weigel, de Johann Valentín Andreae; libros que Asaph Pendragon había traído de Alemania en su juventud, libros que él había consultado junto con su amigo Robert Fludd, escritos en caracteres góticos y que revelaban muchos secretos del carácter mágico de la naturaleza. Sentado en aquella penumbra, me sentía como una motita de polvo a la sombra de unos enormes estantes llenos de libros, mientras siglos y siglos de historia desfilaban ante mis ojos. ¿Dónde estarían ya los Estuardo, dónde estaría ya Cromwell?… Sin embargo, quedaban los libros, y la eterna sed humana por desvelar sus misterios.

Me parecía que tan sólo tenía que abrir una puerta para aparecer en plena época de Asaph Pendragon. A veces me embargaba una extraña felicidad salpicada de dolor. Tenía la sensación de ser un viejo, como si se me hubiese dejado allí, olvidado, desde la época de los incunables, para que yo observara la gente de la época contemporánea sin poder comprenderla.

Me sentía preso de la poesía. Escribía sonetos en inglés. Escribía, por ejemplo, que estaba enamorado de Cynthia. Pretendía reflejar así la realidad, a través de una doble mentira. Porque no estaba enamorado, y mucho menos de Cynthia.

No suelo enamorarme, algo así sólo me había ocurrido en mi más tierna juventud. Incluso suponiendo que se pudiera llamar enamoramiento a la sensación de agradable solemnidad que yo sentía en las venas, no estaba enamorado de Cynthia, sino de la doncella del castillo de Llanvygan.

El valor de una mujer reside en su entorno, en su buena o fama, en sus ex amantes, en el país extranjero de donde ella procede. El amor es como un paisaje pintado a la antigua: una diminuta figura en el primer plano, la dama amada, y detrás de ella los montes y los ríos, un paisaje rico, pleno de significado, un paisaje amplio.

El paisaje de Cynthia era Llanvygan y Pendragon, el folclore galés y la historia de Inglaterra. El que se casara con Cynthia, se convertiría en pariente, aunque lejano, de los versos eternamente maravillosos de Shakespeare y Milton.

La Cynthia de verdad, sin embargo, era una persona absolutamente sencilla, bondadosa y directa, como suelen ser los verdaderos aristócratas vistos de cerca. No era para nada una dama mundana, no tenía nada del carácter exigente de las señoritas mimadas. Debido a la muerte de su madre, su vida social había empezado un poco tarde, y ella apenas frecuentaba la sociedad.

Estaba sinceramente contenta de que yo permaneciera en Llanvygan, donde ella había pasado tanto tiempo en soledad, así que nuestra amistad se hacía cada día más íntima. Le gustaba el deporte, pero no le apasionaba, y, sin embargo, le encantaba pasear, como a mí, y me mostraba los sitios más destacados de los alrededores, mientras me apabullaba, encantada, con sus conocimientos sobre el folclore del lugar.

Se mostraba muy comunicativa. Poco a poco, llegué a familiarizarme con los garden parties que ella frecuentaba, y conocí a fondo a todas sus amigas. De ellas no me transmitía muy buena opinión, porque ninguna se interesaba por el folclore. Sólo adoraba a una amiga suya, una señora cuyo nombre no quiso revelarme. Rodeaba su amistad con una aureola secreta que me provocaba celos.

Unos celos absolutamente fundados, puesto que al hablar de su amiga su voz se teñía con los tonos de la pasión amorc sa. La inocencia de Cynthia ni siquiera intentaba disimular si sentimientos, puesto que se trataba de una mujer. Esa amistac despertaba muchas fantasías en mí, con lo que ella, para fastidiarme, se volvía todavía más enigmática.

Vino a verme a la biblioteca en varias ocasiones, aunque siempre por poco tiempo. No quería molestarme en mis estudios, y yo no le revelaba el carácter pasional de los mismos, porque intentaba salvaguardar mi reputación.

Llegó a descubrirme en una ocasión, cuando yo me encontraba rodeado de varios libros antiguos, en un estado de duermevela, en una especie de trance, mirando el escudo con los símbolos de los rosacruces, grabados en la encuademación de uno de los libros.

–¿Qué está haciendo? – me preguntó, un tanto asustada.

–El símbolo de los rosacruces… -balbucí.

–Hace ya tiempo que tenía yo ganas de pedirle que me contara cosas sobre los rosacruces. Sólo sé que mis antepasados lo eran.

–Nadie sabe mucho más sobre ellos, Cynthia. Todas las fuentes concuerdan en que se trata de una sociedad secreta, predecesores de los masones, y que desarrollaban sus actividades en la Alemania del siglo XVII. Sin embargo, al contrario de los masones, ellos no tenían metas de carácter humanitario. Pretendían fabricar oro. Desde Alemania, el movimiento de los rosacruces llegó a Inglaterra, y sus líderes fueron Robert Fludd y ese antepasado suyo, Asaph Christian, sexto conde de Gwynedd. Afirmaban ser invisibles, y hasta hoy les rodea un cierto secretismo. Cuando uno cree haberlos descubierto, resulta que se trata de falsificaciones o de fantasías… Descartes, su contemporáneo, viajó por toda Alemania para encontrar a un solo rosacruz, sin haberlo conseguido…

–Sin embargo, usted debe de saber todo sobre ellos, doctor.

–Gracias, es usted muy amable al suponerlo. Sin embargo, no se puede saber nada del todo cierto. Mire: tengo aquí, delante de mí, los cuatro libros que por lo menos sus contemporáneos consideraban como auténticos documentos rosacruces. Este, por ejemplo, es el Chymische Hochzeit Christiani Rosencreutz.

Dear me… Tiene una calavera grabada en la portada. ¿De qué se trata?

–De una novela de carácter alegórico. Su autor acabó afirmando que se trataba de pura mistificación, una obra que pretendía burlarse de los hacedores de oro. Sin embargo, puede ser que fuera en serio.

–¿Y éste?

–Es un conjunto formado por dos tratados cortos. Son sumamente interesantes, la primera edición es de Kassel y data de 1614. Uno de los tratados, titulado Allgemeine Reformation, tiene, sin duda alguna, un carácter satírico, su autor se burlaba de los rosacruces y de toda su historia. Nos queda el otro, la Fama Fraternitatis R. C., o sea Rosae Crucis, es decir «la Fama de la Fraternidad Rosacruz». Este libro iba en serio, pero ¿quiénes lo escribieron? Aquí está el tercer tomo, la Confessio Fraternitatis R. C. Éste también iba en serio, pero está plagado de tonterías.

–Dígame, doctor, ¿quién era el Rosacruz? ¿O es que ya me lo ha explicado?

–Se trataba de un médico y alquimista, quien, según la Fama Fraternitatis, había traído consigo, desde Arabia, toda la sabiduría oculta de la Ciudad Secreta donde vivían los sabios árabes. Sin embargo, es sólo una leyenda. No sabemos siquiera si llegó a vivir de verdad. Se dice que murió y lo enterraron, y es entonces cuando la leyenda cobra verdadero interés.

–¡Cuéntemelo! Ya sabe que las leyendas son mi hobby.

–No se trata de ninguna leyenda popular. Tiene un ambiente muy particular. A mí me deja perplejo, y no puedo explicarle el porqué. Tiene que saber, Cynthia, que después de la muerte del primer rosacruz sus discípulos se encargaron de velar por la Casa del Espíritu Santo que él había hecho construir. Muchos años después, el Maestro de entonces quiso llevar a cabo unas reformas en el edificio… Le traduciré del alemán el pasaje pertinente: «…entonces encontró unas tablas de cobre donde estaban grabados los nombres de los miembros de la fraternidad y de algunos más. Quiso trasladar las tablas a una habitación contigua donde consideraba que estarían más seguras. Los detalles relativos a la muerte del Frater Rosacruz, la fecha y el lugar de la misma, permanecían ocultos ante los antiguos y tampoco eran conocidos por nosotros. La tabla, por su parte, tenía también un clavo incrustado, y cuando quisieron sacarlo por la fuerza, se desprendió una de las losas incrustadas en la pared, que ocultaba una puerta que se hizo visible, para nuestra sorpresa, pared que desmontamos llenos de ilusiones y de esperanzas, así que apareció una puerta. Tenía escrito esto: POST CXX ANNOS PATEBO (Me abriré al cabo de 120 años). Tenía también una fecha grabada. Aquella noche dejamos las cosas como estaban… y por la mañana abrimos la puerta. Encontramos al otro lado una sala que tenía siete lados y siete ángulos, cada lado medía cinco pies de ancho y ocho de altura. En esa sala, aunque el sol no podía penetrar en ella, todo estaba iluminado por otro sol que había conseguido su luz con el sol verdadero, iluminándolo todo desde el mismísimo centro de la estancia. En el centro de la misma se encontraba una tumba con un altar redondo, cubierto por una placa de cobre que llevaba la siguiente inscripción: A. C. R. C. HOC UNIVERSI COMPENDIUM VIVUS MIHI SEPULCHRUM FECI (He construido esta tumba para mí, en mi vida, a semejanza del Universo)…».

–¿Qué significa todo esto?

–El suelo de la habitación estaba dividido de manera que representaba los imperios terrestres, mientras que la bóveda simulaba las esferas celestes. En la misma sala encontraron los libros ocultos donde los rosacruces tenían recogida su máxima sabiduría, además de todos los instrumentos que ellos necesitaban para llevar a cabo sus prácticas.

–¿Qué más?

–El relato de la Fama Fraternitatis se interrumpe en este punto, y aborda otras cuestiones. Deja entrever que sabría contar muchas cosas más, pero que se trata de cosas que no son apropiadas para el común de los mortales… Al mismo tiempo, otros escritos rosacruces, menos auténticos, cuentan que, cuando se abrió la tumba, se encontró en ella el cuerpo incorrupto de su Maestro, un anciano que se encontraba allí íntegro, como si estuviera vivo y tan sólo durmiera.

–Creo comprender por qué lo cautiva esta historia… A mí también me resulta sumamente familiar. No se vaya a reír de mí, pero considero que se parece a las leyendas galesas. Los habitantes de Gales nunca han sido capaces de aceptar que muriera alguno de sus grandes. Existen muchas leyendas sobre gente que sigue viva en la tumba, sobre gente que se levantaría en la hora final. Así lo esperaba el rey Arturo en la isla de Avalon, así dormía, encantado, el mago Merlín, así se preparaba para la siguiente batalla, vestido con su coraza completa, Owain el Sangriento…

–Dios mío… -le dije-, no son sólo los habitantes de Gales… Resulta muy difícil imaginar que alguien pueda morir…

–Dígame, doctor, ¿usted no ha pensado nunca que… digamos que la muerte… el estar muertos… es sólo un estado transitorio del cuerpo, como el sueño, como la enfermedad, como la juventud…, y que si supiéramos cómo conservar el cuerpo ese estado quizás resultaría pasajero? Piense usted en la clavellina.

–No puedo.

–¿Por qué?

–Porque no sé qué es una clavellina.

–Una especie de animal acuático, transparente, parecido a los lirios marinos. Si las condiciones no le son favorables, poco a poco van desapareciendo sus órganos vitales, su cabeza, su corazón, su estómago, y el animal se reduce, poco a poco, a un pequeño montón insignificante. Cuando las circunstancias se vuelven otra vez favorables, la clavellina deja crecer otra vez sus órganos.

–¡Qué curioso! – observé, y añadí-: La metafísica de Fludd se parece sobremanera a ese animalito insignificante. Él afirma que el espíritu, la vida se retira a veces de la materia. La materia misma se hizo cuando Dios, quien se expandía al principio por todas partes, se retiró a Sí mismo, y el espacio dejado libre es la materia.

–¿Verdad que sí? ¿No puede ser acaso que la vida se retire a un punto determinado del cuerpo, mientras que todo lo demás se encuentra muerto… hasta que vuelve a despertar? Ya sabe, como afirma nuestro lema: «Creo en la resurrección de los cuerpos». Pero ya veo que este tema no le apasiona en absoluto. Yo soy demasiado celta. Se dice que los celtas se rebelan constantemente contra la tiranía de los hechos… Pero, dígame, por favor, ¿qué pretendían, en realidad, los rosacruces?

–Pues sólo con lo que dicen sus libros no se puede llegar a saber bien. Prometían maravillas a los que se unían a ellos. Estaban especialmente orgullosos de cuatro de sus ciencias: de la transformación de los metales en oro, del alargamiento voluntario de la vida, de la visión clara de las cosas alejadas y de un método cabalístico con la ayuda del cual eran capaces de desvelar todos los misterios. Al mismo tiempo -continué diciendo-, no se puede decir que fueran especialmente populares. En el año 1623, por ejemplo, se desató en París una verdadera epidemia, un pánico a los rosacruces. En los mesones y tabernas de entonces aparecieron algunos clientes que, a la hora de pagar, desaparecían, o bien pagaban con monedas de oro que se transformaban en barro después de que ellos se fueran. Los habitantes de la ciudad se despertaban por las noches y se encontraban a un desconocido misterioso, sentado al lado de sus camas, que desaparecía sin más. Los parisinos reaccionaban de la manera usual: maldiciendo a los extranjeros. Me temo que algunos de éstos se llevaron incluso alguna que otra paliza…

–¿Ha estado usted en Francia, doctor?

–Claro que sí, en más de una ocasión.

–¿Habla francés igual que inglés?

–Más o menos.

Estaba oscureciendo. Sin embargo, yo podía ver con toda claridad que Cynthia me miraba con mucha admiración.

–Doctor…, usted es como la Enciclopedia Británica… Lo sabe todo.

–Sé muchas cosas -observé, muy nervioso.

–Seguro que hasta habla sánscrito…

–Perfectamente -le dije. Cynthia se lo creyó.

–Seguramente conoce a los novelistas rusos. Cuénteme algo de Dostoievski o de Béla Bartók. Tengo una amiga que habla de ellos constantemente.

–A Bartók, no lo he conocido -le mentí, sorprendido por su falta de cultura-. Sin embargo, al viejo Dostoievski lo conocía bastante bien. Iba a la misma escuela primaria que mi padre, y venía a menudo a casa para cenar. Tenía una barba parecida a la de Pierce Gwyn Mawr.

–¡Qué envidia! Usted ha conocido, desde su más tierna infancia, a personas célebres. Estoy segura de que hasta sabrá explicarme por qué Aix-la-Chapelle se llama Aachen en alemán.

No se lo expliqué. Por una parte porque no lo sabía, y por otra parte porque de repente llegué a ver a Cynthia tal cual era en el fondo de su alma, y me enfadé conmigo mismo. Las mujeres siempre consiguen engañarme. Hay algunos instantes en que las mujeres se comportan exactamente como si fueran seres humanos. En estos casos, un filólogo bonachón como yo empieza a explicarles cosas y se cree que la mujer en cuestión se interesa por lo que él está contando. Sin embargo, nunca jamás una mujer se ha interesado por nada espiritual en sí mismo. Sólo pretende complacer al hombre prestando atención, o bien quiere instruirse, y eso es todavía peor. Algunas mujeres pretenden conseguir dinero, otras quieren adquirir sabiduría, pero siempre por puro interés: para engalanarse con la sabiduría de una mujer culta, como si fuera una preciosa capa de vestir.

Me levanté y empecé a andar en círculos, muy enfadado. Cynthia me contemplaba, con aire soñador, desde su sillón; su mirada aristocrática se perdía en la lejanía, parecía un hada de los cuentos galeses, de ese país de las hadas adonde uno siempre desea volver tras haber estado allí en sueños.

En ese momento, tras habérseme revelado la ausencia de valores espirituales de Cynthia, me sentí aliviado. Me volví a fijar en lo guapa y joven que ella era. Nunca he sido capaz de sentirme atraído por ninguna mujer que considerara muy inteligente. Me parecería una forma de homosexualidad. Sin embargo, al darme cuenta de que ella también era medio tontita, comencé inmediatamente a hacerle la corte.

–Cynthia -empecé diciéndole-, me da mucha pena haber pasado tanto tiempo entre libros. La vida transcurre con rapidez, ya ve usted, yo mismo me he hecho adulto sin darme cuenta, y de la misma manera me haré viejo. Y no quedará absolutamente nada. Mi memoria se deteriorará, y yo olvidaré todo lo que he aprendido en los libros. Recordaré mi vida, y tendrá que reconocer que siempre he estado solo.

La habitación estaba a oscuras. Yo me encontraba al lado de la ventana, mirando un sugestivo crepúsculo, prometedor de ámbitos muy placenteros. Las frases llenas de sentimentalismo tienen doble efecto en tales circunstancias, tanto según los testimonios literarios como según mis propias experiencias. En este punto empecé a contarle cosas más personales.

–Nunca he encontrado a nadie que me comprendiera. Usted es la primera mujer, Cynthia, ante quien me muestro como soy. Me parece como si usted hubiese sido mi hermana o mi esposa.

El viejo Goethe se revolvía en su tumba.

Cynthia se levantó del sillón, soñadora, y se acercó a la ventana para estar a mi lado. Ésta era la señal que yo esperaba. Ya sabía que no me iba a dar una bofetada. Sin embargo, antes de que pudiera reunir mis fuerzas y pasar a la acción, Cynthia me preguntó, con una voz emocionada:

–Dígame, doctor…, ¿también sabe usted de logaritmos?

–Por supuesto -le respondí, y la atraje hacia mí.

La besé, y ella no se apartó. Yo veía ante mis ojos unos días soleados de primavera, lagos de aguas purísimas, cielos azules, como si estuviera mirando por la ventanilla de un tren que corriera a toda velocidad. La vida me parecía bellísima.

Terminó apartándose de mis brazos. Me miró muy emocionada, y a continuación observó:

–Todavía no me ha dicho por qué Aix-la-Chapelle se llama Aachen en alemán…

Eran las diez y media de la noche. Yo me encontraba en mi habitación, en una easy-chair comodísima, más bien tumbado que sentado. Sentía demasiada pereza para irme a la cama, y mi atención estaba demasiado dispersa para leer.

Los acontecimientos de los días anteriores se diluían ante mis ojos como en una bruma dorada, salpicada por unas chispas amenazadoras e incomprensibles: la atmósfera centenaria del castillo de Llanvygan, los monstruos acuáticos del conde de Gwynedd, los rosacruces y Cynthia… Pensaba en Cynthia como en la diosa de la luna, en la reina de los cielos, en mi recién conocida y quizás futura amante…, así llamaban los poetas a Isabel de Inglaterra: «Cynthia»… Por sus venas corría la sangre de los condes de Gwynedd, llena de misterios seculares, la elegancia ancestral de una familia aristocrática, un destello de luz resplandeciente. Yo me felicitaba a mí mismo por haber besado ese destello de luz, a esa Isabel de Inglaterra, ese soneto antiguo. Alguien tocó a mi puerta, y entró Osborne. A él también le tenía yo en gran estima.

–Usted me perdonará, doctor… He visto que tenía la luz encendida.

–Siéntese -le dije-. ¿Ocurre algo para que esté tan serio? Acaso el conde de Gwynedd…

–Mi tío lleva varios días sin mostrarse ante nosotros. Ahora se trata de otra cosa. Si esto sigue así, yo mismo llegaré a creer en las supersticiones. ¿Sabe usted, doctor, que el viejo vidente desapareció al día siguiente de revelar sus profecías apocalípticas? – Sí, ya me lo han contado. El reverendo me dio unas explicaciones totalmente fantásticas.

–Yo he encontrado al viejo… Pero ¿para qué voy a contarle nada? ¿No tendrá usted ganas de dar un pequeño paseo? Yo, por mi parte, no he podido llegar a ninguna conclusión válida…

–Me voy a poner mi abrigo.

–Avisaré también a Maloney, si no está durmiendo. La cosa le gustará.

En la habitación de Maloney había luz. Tocamos a la puerta y entramos tras oír que nos invitaba a ello.

La luz estaba encendida, pero no vimos a Maloney. Yo me acordé de los rosacruces que se hacían invisibles.

–¿Dónde está este hombre? – preguntó Osborne-. Si nos acaba de invitar a entrar…

–Ya voy -dijo Maloney. Su voz sonaba distante, como si no estuviera en la habitación.

Pasados unos instantes, aparecieron unas piernas colgando por el hueco de la ventana, y detrás de ellas apareció también Maloney, que saltó dentro de la habitación, vestido de negro.

–Estaba entrenando -dijo impasible.

–¿De noche? – le pregunté.

–Pues sí… Nosotros, la gente de Connemara, siempre escalamos de noche. Cuando uno no puede ver, tiene que fiarse obligatoriamente de sus instintos, y los instintos nunca engañan. Y cuando no hay rocas que escalar, siempre puede haber algún muro o algunos árboles en el parque.

All right. Venga con nosotros a ver qué está haciendo el viejo vidente. Traiga consigo sus cuerdas de escalar.

Nos subimos al Delage, y avanzamos unos veinte minutos por la carretera iluminada por la luna. Osborne se detuvo de repente.

–Desde aquí iremos andando, para no molestarlo. No hace falta que nos vea. Ayer tampoco me vio.

Seguimos avanzando un buen rato por la carretera, sin decir palabra. El profundo silencio, las montañas altas y oscuras de los alrededores, la luz plateada de la luna nos dejaba impresionados. Por encima de nosotros se levantaba, en una altura impresionante, la enorme roca en cuya cima se encontraban las ruinas de la fortaleza de los Pendragon.

Osborne se desvió de la carretera, y empezamos a andar entre matorrales. Estuvimos avanzando a duras penas, apartando las ramas, bajando por pendientes pronunciadas, y tras unos quince minutos nos encontramos delante de un alto muro de piedra.

–Son las ruinas del muro que antaño protegía la fortaleza de los Pendragon -dijo Osborne-. ¿Dónde estaba aquel hueco? ¿A la derecha o a la izquierda?

Tras unos breves instantes, encontramos el hueco.

–Observen con atención, por favor -nos dijo Osborne-, y verán que este hueco ha sido abierto hace poco. Antes, había que dar la vuelta al muro para poder llegar a la puerta de la fortaleza. ¿Quién habrá abierto este hueco y por qué? Por favor, síganme en absoluto silencio, sin hacer el más mínimo ruido.

Maloney avanzaba muy rápido, sin hacer el más mínimo ruido. Bajo mis pies, sin embargo, no dejaban de crujir las ramas caídas, así que mis acompañantes me lanzaban miradas asesinas.

Llegamos ante otro muro de piedra, muy abrupto. – Vamos a tener que trepar -nos dijo Osborne-. Desde arriba, podremos ver el paisaje entero, incluso el lago, sin ser vistos.

Antes de poder preguntarme cómo íbamos a trepar hasta tan alto, me di cuenta de que Maloney ya se encontraba arriba. Desató la cuerda que llevaba alrededor de la cintura, y nos hizo subir a los dos: a Osborne con facilidad y a mí con dificultad.

–Usted no serviría para ser mono -me dijo con desprecio. Debajo del peñasco, al otro lado, se veía un lago bañado por la luz de la luna. Nunca había visto yo nada más fantasmagórico. Por los alrededores, se veían árboles que bordeaban el lago de aguas tranquilas, enfrente se veía la enorme roca con la fortaleza en su cima. El lago parecía ilustrar un cuento de hadas, con el castillo de coral de la reina en el fondo. En medio del lago, en una pequeña embarcación, se encontraba sentado el viejo Pierce Gwyn Mawr. Tenía los brazos cruzados, y apoyaba la cabeza en ellos, de modo que su larga barba cubría su regazo. Estaba inmóvil, con la mirada fija en las aguas. Tenía los ojos medio cerrados. A lo mejor estaba durmiendo. – ¿Qué está haciendo el viejo? – preguntó Maloney, nervioso. – No lo sé -confesó Osborne-. Quizás esté esperando al hada que habita en el fondo del lago. Lo único seguro es que está esperando. Vamos a esperar nosotros también.

Esperamos durante un buen rato, tumbados sobre el peñasco. Maloney se mostraba nervioso, proponía arrojar algo al lago para despertar al viejo, o bien irnos de allí. El ambiente peculiar del lugar provocaba en él los mismos efectos que los fantasmas en los perros.

Sin embargo, Osborne y yo contemplábamos aquel fenómeno legendario sin poder quitarle los ojos. Aquello parecía una ilustración de algún cuento de Andersen. Me acordé de mi infancia: me parecía oír el sonido lejano de unos violines.

En un momento dado, el viejo levantó los brazos y empezó a cantar. Su extraña voz de anciano no llegaba a entonar una verdadera melodía, sólo salían de su boca unos sonidos quebrados e interrumpidos, seguidos por otros, que nada tenían que ver con los anteriores y que no llegaban a transformarse en una melodía. Yo no entendía las palabras: cantaba en gales.

Entonces, de repente se abrieron los matorrales que se encontraban en el lado opuesto del lago. Alguien salió de entre ellos y llegó hasta la orilla. El viejo dejó de cantar, se volvió hacia el recién llegado y se inclinó profundamente, aunque sin levantarse.

El otro ya se encontraba encima de una pequeña piedra, bañado por la luz de la luna que dejaba ver sus rasgos.

Era un anciano gigante, bastante más alto que un hombre común, y llevaba una vestimenta negra, de corte español. La misma que llevaban los guardianes nocturnos del castillo. Sólo el cuello era distinto: un cuello blanco y redondo, parecido a una piedra de molino. Su rostro recordaba… el rostro de una estatua, un rostro ancestral, atemporal, un rostro noble y maravilloso, un rostro muy poco humano. El rostro de una deidad nórdica, rudo e insensible.

El desconocido empezó a hablar en gales, en un tono de voz penetrante. Pierce empuñó los remos y se dirigió a la orilla del lago. Saltó de la embarcación y la ató a un árbol. A continuación, le besó la mano al anciano. Luego desapareció entre los matorrales. El extraño se quedó un rato más.

Lentamente se dirigió hacia el peñasco donde nos encontrábamos. Nos miró fijamente, como si pudiera vernos. Maloney se agarró de mi brazo, muy asustado. Aquellos ojos tenían algo terrible. Pensé que no podía más, que saldría a su encuentro. Maloney emitía unos sonidos raros, guturales.

El anciano se dio la vuelta y desapareció entre los árboles.

–Ya nos podemos ir -dijo Osborne.

Bajó del peñasco, nosotros le seguimos. Atravesamos los matorrales, el muro, y salimos a la carretera.

Maloney estaba preocupado.

I say… Vamos a ver por lo menos a dónde han ido a parar.

Pero Osborne negó con la cabeza.

Nos dirigimos al Delage casi corriendo: el coche nos esperaba en la carretera donde lo habíamos dejado. Después del lago, el muro, los ancianos fantasmales, el coche tenía un aspecto absolutamente pacífico, significaba la victoria de la técnica, representaba el siglo XX, tan familiar.

Regresamos a casa a un ritmo acelerado. De repente, Osborne paró el vehículo en medio de una curva.

–Miren aquello -dijo, señalando la fortaleza de los Pendragon que se veía perfectamente.

En la torre más alta de la fortaleza se veía luz, claramente y sin duda alguna.

–¿Quién vive allí arriba? – pregunté.

–Desde hace doscientos años no vive nadie allí arriba, por lo menos que yo sepa -me aclaró Osborne al poner de nuevo el coche en marcha. Se notaba que estaba muy preocupado, y no quiso hablar más para no descubrir su estado de ánimo. Llegamos al castillo de Llanvygan en silencio.

–Vengan a mi habitación a tomar una copa -nos propuso Osborne.

Tras haber ingerido una cantidad considerable de whisky en vasos de agua -algo que nos parecía bien merecido-, Osborne se mostró menos tenso.

–Siéntense, por favor. ¿Qué les ha parecido todo esto? – preguntó.

–Se trata de saber qué le ha parecido a usted -observó Maloney-. Yo creo que usted conoce a aquel anciano atractivo. Tienen un gran parecido. Debe de ser un tío suyo o el fantasma de su estimado abuelo.

–No lo he visto nunca -confesó Osborne.

–Y sin embargo el anciano parecía saber que nosotros estábamos allí. Nos miraba como si nos estuviera viendo. No sé por qué, pero el hecho es que todo aquello me resultaba muy, pero que muy desagradable.

–¿Dónde habrán ido? – se preguntaba Osborne-. Desde el lado opuesto del lago, el camino no lleva a ningún lugar. Unos veinte metros detrás del lago se alza la roca en cuya cima se encuentra la fortaleza. No puedo imaginar otra cosa sino algún camino secreto que suba a la cima. Cuando nosotros llegamos a la curva donde nos detuvimos, ellos ya estaban arriba, con la luz encendida en la torre.

–Eso suena más que probable -observé-. Nunca he leído nada sobre ninguna fortaleza antigua que no tuviera una puerta secreta. Así ocurre también en la vida real. Se trata de uno de esos casos raros en que se descubre una relación orgánica entre vida y literatura.

–En este caso, nuestra tarea parece sumamente sencilla -concluyó Maloney-. Mañana, a la luz del día, podremos examinar bien el otro lado del lago. Apuesto cualquier cosa a que encontraré la puerta secreta. Nosotros, la gente de Connemara, somos infalibles en asuntos de esa índole.

–En todo caso, vamos a tener que subir también a la fortaleza -observé-, para ver quién está allí viviendo.

-Well, Well -musitó Osborne, no estoy del todo de acuerdo con este plan. Porque supongamos que el anciano que acabamos de ver vive efectivamente allí arriba… Ahora bien, sea hombre, sea fantasma, está claro que se trata de un gentleman. ¿Tenemos acaso el derecho de presentarnos en su fortaleza sin haber sido previamente invitados?

–Entiendo perfectamente lo que quiere decir -le aseguré-. My home is my castle, o sea mi fortaleza. Sin embargo, no olvide que la fortaleza es, hasta cierto punto, también su hogar de usted, como futuro heredero del título de conde de Gwynedd. Usted tiene más derecho que otros a entrar en esa fortaleza, sin contar al actual conde de Gwynedd.

–Hay algo de verdad en eso -opinó Osborne-. Consultaré con la almohada.

–Otra pregunta… -le dije-. ¿Cómo es que se le ocurrió ir al lago? No me había mencionado que le gustaran los paseos nocturnos…

–Es que no me gustan en absoluto. Por las noches prefiero dormir, por más conformista y aburguesado que esto pueda parecer. Sin embargo, el haberme trasladado a los alrededores de la fortaleza tiene su explicación. Miren esto, por favor. Abrió el cajón de su escritorio y sacó un trozo de papel.

–Ayer encontré esto fijado en el limpiaparabrisas de mi coche.

Miré el trozo de papel. Tenía algo escrito, con unos caracteres extraños que parecían muy antiguos, como los que se ven en los manuscritos del siglo XVII del British Museum. Hoy en día ya no se ven este tipo de caracteres. Nuestras manos ya no serían capaces de trazarlos.

En el trozo de papel figuraba la frase siguiente: Pendragon, forte si vellis videre Petrum senem vade ad lacum castelli media nocte ubi et aliorum rerum mirabilium testis eris.

–Está en español -dijo Maloney-, y yo, lamentablemente, no hablo ese idioma.

–¡Qué va a ser español! Está en latín -aclaró Osborne y tradujo la frase: Pendragon, si quieres ver al viejo Pedro (es decir a Pierce), vete al castillo (o sea a la fortaleza) a medianoche, y allí serás testigo de otras cosas maravillosas.

–Supongo que habrá sido el anciano atractivo quien redactó esta nota, y ello me lleva a la conclusión de que se trata de un profesor, en cuanto a su profesión, porque si no… ¿por qué se habría molestado en ponerlo en latín? De todas formas, debe de ser un engreído.

–Quizás no sepa inglés -observó Osborne.

–O bien… -grité de repente, pero me callé enseguida. La idiotez de mi idea superaba la demostrada por Maloney.

Mi idea era que quizás el que hubiera redactado la nota, aquel anciano del lago, era tan anciano que no se entenderían sus palabras escritas en inglés antiguo. Por esto tuvo que recurrir al único idioma eterno, al latín. Claro, no llegué a contarles tal tontería que sólo pudo habérsele ocurrido a un filólogo.

–¿Ayer también llegó usted a ver al anciano? – preguntó Maloney.

–No -le respondió Osborne-, ayer sólo vi al viejo vidente, sentado en su embarcación, igual que hoy. El otro no vino. O a lo mejor sí vino pero yo ya no estaba.

Pronto nos fuimos a dormir, mientras cada uno intentaba explicar las cosas según su peculiar manera. Maloney debió de estar pergeñando alguna maniobra para capturar ancianos.

A la mañana siguiente llegó del pueblo un muchacho que preguntaba por mí. Lo había enviado el reverendo Dafyd Jones. Me entregó una carta que decía que el reverendo deseaba hablar conmigo sobre un tema confidencial y con la mayor urgencia. Me pidió que me reuniera con él a las diez en punto, en el pequeño cementerio que se encontraba detrás del templo; se excusaba por molestarme y me aseguraba que se trataba de un asunto sumamente importante.

No podía ni imaginarme de qué se trataría. ¿Contra qué horrores inexistentes pretendería pedirme ayuda ese hombre nervioso, con ganas de huir, ese visionario? Me acordé de los sucesos del lago de la noche anterior, y me dirigí al pueblo a toda prisa.

No me fue muy difícil encontrar el pequeño cementerio detrás del templo, con sus preciosos árboles que parecían invitar al descanso eterno. El reverendo estaba allí, paseando de arriba abajo. No se dio cuenta de que me estaba aproximando. Estaba gesticulando, hablando consigo mismo. No parecía demasiado excitado, gesticulaba con dulzura, en armonía con su dignidad eclesiástica y con Inglaterra. Yo pensaba que se estaba preparando para su sermón del domingo.

Cuando le dirigí la palabra, se estremeció de tal manera que me asustó a mí también.

–Sí, sí, sí, señor -me dijo-, usted es un médico de mucho renombre.

–Señor mío, no soy ni médico, ni nada de renombre -le respondí, muy sorprendido. Me pareció que todos se habían puesto de acuerdo para nombrarme médico.

–Ya entiendo -dijo el reverendo-. Se trata de un secreto. El conde pretende mantener en secreto sus investigaciones. Pero no puede. En absoluto. Porque he aquí que se revela todo. Todo y más. ¿Sabe usted, señor mío, lo que se ha encontrado esta mañana en el lago de la fortaleza?

–¿En el lago de la fortaleza? ¿El qué?

El reverendo me miraba con una expresión triunfal, como si me hubiese descubierto.

–Come along.

Con paso apresurado me condujo a una pequeña cabana, donde se guardaban los utensilios del sepulturero. Se trataba de un lugar inhóspito, oscuro y húmedo. En uno de los rincones había una pequeña mesa que tenía algo encima, algo que yo no podía ver bien pero que me provocaba una sensación muy poco agradable.

–Esto es lo que se ha encontrado -me dijo el reverendo, arrojando luz con su linterna.

Uno de los monstruos del conde se encontraba sobre la mesa, muerto.

Ya no era transparente. Era una masa indecisa, de contornos poco precisos, una especie de gelatina en descomposición. Me pareció abominable.

–¿Lo reconoce? – me preguntó el reverendo.

–Sí. Es uno de los animales misteriosos del conde… Pero ¿cómo ha ido a parar al lago?

–Eso lo tiene que saber usted.

–¿Yo?

–Sí, y a usted me dirijo para que haga algo. Esto no puede seguir así. Yo no puedo hacer nada. Dependo por completo del conde. Usted es quien debe hacer algo. Ya es bastante escandaloso que el conde haga tales experimentos, totalmente contrarios a la voluntad del Señor, en su castillo, como para que ahora empiece a repoblar los lagos de Dios con estos monstruos suyos.

–¿Dónde exactamente se ha encontrado el monstruo?

–Se lo diré. ¿Sabe usted que Pierce Gwyn Mawr ha desaparecido? Alguien, un campesino medio loco, me contó que había visto el fantasma de Pierce, subido en una embarcación, en medio del lago. No estaba solo…

El reverendo se agarró a mi brazo, miró a su alrededor y me susurró al oído:

–No estaba solo. Había alguien más con él. Un gigante, así lo afirma el campesino, vestido de negro, al igual que los guardianes nocturnos del castillo. Al principio pensé…, sí, llegué a la conclusión de que… se trataba del jinete de la medianoche. Pero ahora ya sé quién ha sido. Este monstruo lo ha delatado.

–¿Quién ha sido?

–No pudo haber sido otro que el mismísimo conde de Gwynedd. El fue quien arrojó el monstruo al lago. Yo fui al lago al alba. Las olas lo habían arrojado a la orilla…

«No fue el conde», pensé para mí, «se le parecía, pero no era él. O quién sabe…».

Sin embargo, no dije nada de mis experiencias de la noche anterior. No quería mezclarme en el asunto… Al fin y al cabo, soy János Bátky, de Budapest, y no tengo nada que ver con nada… La mía es una curiosidad puramente científica…

–Usted es un médico de renombre… -repitió el reverendo, en un tono totalmente cambiado, digno de un sermón-. Su juramento hipocrático como médico le obliga a no hacer el mal, sino a ayudar a los que sufren. Y yo, en mi calidad de médico de las almas, le ordeno que abandone inmediatamente sus terribles investigaciones.

–Señor…, está usted completamente equivocado…

–No estoy para nada equivocado. El animal se llama ajolote, vive en México y lo trajo consigo el conde cuando estuvo viajando por América. Allí son mucho más pequeños. El conde, con unas prácticas secretas, contrarias a las leyes de la naturaleza y al mandato divino, aumenta su tamaño hasta multiplicarlo por diez. Utiliza para ello extractos de tiroides de buey… ¡Qué horror!

–Y ¿por qué le parece tan horroroso?

–…Sé también lo que hace el conde con esos animales. Interrumpe sus funciones vitales. Los congela. Los envenena. Y después los resucita. Tiene algunos ejemplares que han muerto y resucitado más de diez veces.

–¡Qué maravilla!

–También sé por qué el conde hace todo esto.

–¿Por qué? – le pregunté, agarrándolo por el brazo.

–El lema de los Pendragon, o sea la maldición de la familia, es: «Creo en la resurrección de los cuerpos». En esta creencia perecieron los mejores miembros de la familia: Asaph Pendragon, Bonaventura Pendragon y el conde Owen Alastair.

–Pero… ¿cómo puede uno perecer por una creencia?

–El conde estuvo estrujándose tanto el cerebro para comprenderlo que llegó a perder el sano juicio. ¿No entiende la relación? Él quiere tener el poder de resucitar a los muertos… A sus antepasados que están descansando en la fortaleza.

En este punto, yo ya estaba seguro de que tenía delante a un loco. «Hace falta una cierta dosis de locura para poder vivir en Llanvygan», como me había dicho Osborne.

–Disculpe, reverendo, que le interrumpa… ¿Suele comentar el conde con usted algunos detalles de sus investigaciones?

–¿El conde? ¿Conmigo? ¿Qué se cree? El conde me toma por un idiota. A eso debo mi parroquia. Él no aguantaría a un clérigo inteligente a su lado.

–Entonces… ¿cómo sabe usted todas esas cosas?

–Me las contó el pobre del doctor McGregor.

–¿Quién?

–El doctor McGregor.

«¿McGregor?… ¿De qué me suena ese nombre? Ya lo sé: es el nombre que me citó aquel hombre misterioso que me llamó por teléfono al hotel.»

–¿Quién era el doctor McGregor?

–¿No lo sabe? Pues aquel médico joven que estuvo aquí hace unos meses, ayudando al conde en sus investigaciones. Era un escocés muy honrado y muy simpático, dejando a un lado sus experimentos. Pero… tuvo un final muy triste. Falleció en un accidente de coche. Murió en el acto. Era su predecesor, así que usted debería reflexionar, todavía tiene tiempo para rectificar. Señor mío, piense usted en su alma. Puedo contar con usted, ¿verdad? Estoy seguro de que usted tiene un corazón muy noble bajo ese aspecto tan rudo que tiene… Prométame, se lo ruego…

«¡Dios mío! ¡Ojalá este loco me dejara en paz! ¿Qué tengo yo que ver con todo esto, con el castillo, con la fortaleza, con esos bichos asquerosos?… Me iré de aquí esta misma tarde.»

–Reverendo… Le juro por mi honor que no soy médico. Ni nunca lo he sido. Mis papás y mis tías querían que estudiara medicina, pero yo no tenía talento para ello.

–¿No es médico? – preguntó el reverendo, muy sorprendido-. Entonces ¿qué es?

–Bueno… Sería difícil definirlo. Vamos a decir que soy historio-sociólogo. O algo así. Pero en ningún caso soy médico. Se lo juro. En mi vida he visto una autopsia.

El reverendo se puso nervioso.

–Más complicaciones… Historionosequé… Entonces, ¿por qué me ha dejado contarle todo esto? Todos estos secretos tan abominables… Usted perdone… Encantado de haber charlado con usted…

–Lo mismo digo…

Respiré profundamente y me fui rápido de allí.

Por la tarde nos pusimos en camino para visitar la fortaleza de los Pendragon.

Al pasar por el pueblo, nos encontramos con el reverendo Dafyd Jones. Nos detuvimos unos momentos para charlar, por pura cortesía.

–Dígame, padre, ¿cuándo estuvo usted por última vez en la fortaleza? – le preguntó Osborne.

–Hace muchísimo. Hará unos cinco meses que vinieron unos arqueólogos a quienes tuve que acompañar.

–¿No ha oído usted mencionar que alguien se haya instalado entre las ruinas?

–Pues sí… -reconoció tras una breve pausa, muy nervioso-. Hay quienes han visto luz en la torre.

–¿Qué se cuenta? ¿Quién está viviendo allí?

–Pues no se sabe gran cosa. Últimamente el conde sube con frecuencia a la fortaleza. Quizás él mismo pase algunas noches allí arriba. Quizás tenga algún invitado. De todas formas, no sería de buena educación investigar.

Miraba delante de sí, bastante confuso.

–En cualquier caso -insistió Osborne-, no me parece probable que un hecho así de extraño no se comente en el pueblo. Dígame con toda claridad lo que se dice.

–Señor Osborne -respondió el reverendo, ruborizándose-, no pensará usted que yo atiendo el chismorreo de la gente… De todas formas, la fortaleza pertenece al conde, así que él puede hacer allí lo que le dé la gana. Sin embargo, me resulta difícil imaginar que el conde, un auténtico gentleman, aloje a sus invitadas en un lugar tan poco hospitalario…

Osborne se rió.

–¿A sus invitadas? No creo que se trate de eso. Los miembros de la familia Pendragon sólo se relacionan, y sólo por obligación, con mujeres después de haber contraído matrimonio con ellas… Nosotros hemos decidido subir a la fortaleza y ver lo que pasa allí. ¿Nos acompaña, padre? Quizás se le necesite para espantar el mal… El reverendo se puso pálido. – No me diga, Osborne, que pretende subir a la fortaleza en serio…

–Pues sí… No veo razón para no hacerlo.

–¡Dios mío! – exclamó el reverendo frotándose las manos, y añadió-: No puede ser… No puede ser… Como usted sabe, mi hermana tiene facultades paranormales…

–Sí, lo sé.

–Esta misma mañana me dijo que…

-Well?

–Que usted corría un peligro mortal si subía a la fortaleza…

–¡Fantástico! ¿Y cómo lo sabe?

–No se le vaya a olvidar que ella sabía por adelantado que alguien iba a atentar contra la vida del conde. Sin embargo, yo no dije nada, porque no confiaba del todo en las facultades de mi hermana, y no quise alarmar a nadie, ni parecer supersticioso. Claro, después he tenido serios remordimientos de conciencia.

–Dígame, padre… ¿No sería posible que habláramos directamente con miss Jones?

–Claro que sí. Eso sería lo mejor. Sería un honor para nosotros que nos visitaran en nuestra humilde morada.

Nos bajamos del coche. La casa del reverendo estaba a unos metros de distancia. Entramos en la casa.

Miss Jones se encontraba sentada al lado de la ventana de la sala de estar. Se disculpó por no levantarse al recibirnos. Aquella mujer diminuta estaba completamente envuelta en mantas, de modo que sólo se veía su rostro, muy feo y alargado. Sus ojos de miope reflejaban la actitud visionaria de una persona introvertida.

–Escucha, Jane -le dijo el reverendo, muy nervioso-, Osborne quiere subir a la fortaleza…

El rostro de la mujer quedó desfigurado, como si alguien la hubiese abofeteado. Dejó caer unos gruñidos. Poco a poco fue recobrando su capacidad para el habla, y dijo esto:

–Querido Osborne, no vaya usted a la fortaleza. Porque allí se encuentra el mismísimo infierno. La familia y la casa Pendragon se encuentran ante unos cambios terribles, todos ustedes corren un serio peligro de muerte. Usted en especial, claro, si sube a la fortaleza…

–Le agradezco que se preocupe por mí, miss Jones. Sin embargo, tanto en mi calidad de interesado como en mi condición de persona intrigada por los augurios, le ruego que me explique cómo puede saberlo con tanta certeza como si lo hubiese leído en el periódico…

La vieja dama se serenó y tranquilizó.

–¿Creen ustedes en los sueños? – nos preguntó.

–Yo no -respondió Osborne y continuó así-: Si creyera en los sueños, hubiese tenido experiencias terribles con las mujeres. Sueño a menudo con una dama que resulta no tener rostro. También sueño a veces que quiero subir unas escaleras, pero me resbalo. Sin embargo, nunca me he resbalado en la vida real.

–Yo, por mi parte, sí que creo en los sueños -confesé.

–Ya lo ven -observó la anciana.

–Desde el punto de vista del psicoanálisis.

–¿Cómo dice? – me preguntó miss Jones, un tanto atrasada en sus conocimientos de la vida moderna.

-Well, se trata de una cosa de mal gusto que sólo vale la pena explicar a señoritas muy jóvenes.

–Bueno, crean ustedes en los sueños o no -concluyó miss Jones-, si no creen, cometen un grave error.

No nos atrevimos a gastarle más bromas, se veía que la anciana se iba a enfadar muchísimo si no la tomábamos totalmente en serio.

–Le ruego, miss Jones, que nos cuente usted su sueño y que nos lo interprete, por favor -le dijo Osborne.

La expresión de la anciana reflejaba una honda satisfacción.

–Acerquen sus sillas, por favor, y atiendan bien. La noche pasada soñé que era una jovencita y que paseaba a orillas del lago. Llevaba un sombrero florentino de ala ancha, vuelta hacia abajo.

Aquello resultaba difícil de imaginar.

–Y Arthur Evans… ¿Han conocido ustedes a Arthur Evans? No, no, no lo han conocido… Bueno, no les contaré todo, me limitaré a lo más importante… Bueno, pues yo le decía a Arthur que avanzara solo, que yo ya le alcanzaría… Y de repente vi que se encontraba a mi lado el Perro… ¿Lo comprenden? El Perro.

La anciana empezó a toser tan fuerte que daba verdadera pena.

–Usted perdone…, ¿qué Perro? – preguntó Osborne cuando miss Jones dejó de toser-. ¿Este? – añadió, señalando al caniche que se encontraba sentado a los pies de la anciana.

–¡Qué va! Este no es un perro, es un angelito. El Perro, ¿no entiende? El Perro de pelo blanco y de orejas rojas.

–Ajá.

–Me asusté mucho. Pero no pude huir, por más que intentara salir corriendo. Entonces el Perro me miró y me preguntó: «¿Qué has almorzado?». Yo le respondí: «Coliflor», y añadí, porque no quise engañarlo: «También tomé café y me comí un trozo de tarta de fresa». El Perro me respondió: «Hay que comer cosas frescas. Mucha verdura. Muchos brotes. Es muy sano. Yo comeré brotes frescos». «¿Dónde los tienes?», le pregunté. Y él me respondió: «En la cabeza». Y efectivamente, tenía un brote verde en la cabeza. Me asusté tanto que me desperté.

–Una historia muy instructiva y muy interesante -observó Osborne-. Sobre todo lo de la tarta. Di la verdad y te romperán la cabeza. Lo que no entiendo es qué tengo que ver yo y qué tiene que ver la fortaleza con todo esto.

–¿No entiende? ¿De veras que no lo entiende? Sin embargo, está más claro que el agua. El Perro era, y usted lo sabe muy bien, Osborne, Cwn Annwn, el perro guardián del infierno, y el brote verde que se iba a comer era usted mismo, el brote más joven de la familia Pendragon. Y la cabeza del Perro, la cabeza del Cwn Annwn, es Pen-Annwn, puesto que pen significa «cabeza» en gales, y la fortaleza de los Pendragon se llama, en gales, Pen-Annwn. Los sueños siempre hablan en gales.

–Ya lo entiendo.

–Bueno…, en este caso…, querido Osborne…, prométame que nunca subirá a la fortaleza.

Osborne dudó durante unos segundos, y para sorpresa de todos acabó prometiéndolo. Nos despedimos del reverendo y de su hermana y subimos al coche. Osborne salió del pueblo y se dirigió a la fortaleza.

–¿Qué hacemos? – preguntó Maloney-. ¿No subimos?

–Claro que sí -aclaró Osborne-. Se lo tuve que prometer. Conozco bien a la hermana del reverendo, sé que se preocuparía tanto que podría incluso morir. De todas formas, lleva ya tres años muñéndose. A mí me tiene mucho cariño. Por otra parte… sería algo sensacional si de verdad muriera en la fortaleza. La premonición se habría cumplido. Me convertiría en leyenda, como mis antepasados que vivieron en épocas más interesantes. Me convertiría en un héroe como los personajes de Homero, cuya muerte se anuncia siempre por adelantado. ¡Sería fantástico!

Detuvo el coche en una curva del camino. Celebramos un consejo de ministros para saber si deberíamos buscar la puerta secreta o bien subir a la fortaleza por el camino de siempre. Al final, se aceptó mi proposición: considerando que los habitantes de la fortaleza construyeron la puerta secreta para no ser descubierta, no teníamos muchas esperanzas de encontrarla, o sólo la encontraríamos por pura casualidad. Resultaba más sencillo subir por el camino de siempre. Así lo hicimos.

El antiguo camino, ya abandonado, por donde solían cabalgar los jinetes hasta la fortaleza, no era muy escarpado. Pudimos subir en coche casi hasta la entrada. Sólo tuvimos que bajarnos del vehículo al llegar a las ruinas, y seguir subiendo por unas escaleras en mal estado, cubiertas de moho.

De la fortaleza, sólo quedaban en pie las paredes, las habitaciones estaban casi todas destruidas por el paso de los siglos. El suelo de piedra estaba ya cubierto de tierra y de hierba, las paredes se erguían sin que tuvieran utilidad alguna, como si fueran decorados de teatro, y el techo era simplemente el cielo.

Pasamos por espacios amplios y descubiertos, lugares que antaño habían constituido las enormes salas. Sólo habían permanecido en su lugar los marcos de las puertas y de las ventanas, sin cristales, pero que conservaban sus líneas góticas, con las formas peculiares del gótico inglés, los arcos ojivales.

Cruzamos el ala oeste, la parte mejor conservada de la fortaleza, cubierta por un techo. Atravesamos varias estancias, parecidas a cuevas, habitadas por murciélagos que despertamos al llegar; tras lo cual llegamos de repente a un pequeño patio en donde se alzaba la torre.

Ésta permanecía intacta. A su alrededor había una serie de ventanas minúsculas que se abrían al exterior. La torre había servido probablemente como prisión, al igual que en la mayoría de las fortalezas de la época, así que la iluminación no importaba demasiado. Las paredes, con su aspecto árido, causaban un efecto terrorífico sobre nosotros.

Dimos la vuelta a la torre, examinando cualquier detalle, pero no encontramos ni la más mínima señal de que allí hubiese indicios de vida humana. Además, tampoco encontramos la entrada a la torre.

–¿Cómo es esto? – preguntó Maloney-. ¿Acaso sus antepasados entraban por los aires?

–Pues sí, por lo menos en las ocasiones más festivas -respondió Osborne-, pero creo que tiene que haber una entrada para los días de diario. Me acuerdo vagamente de haberla visto.

Conducidos por Osborne, volvimos al ala oeste, y tras una breve búsqueda encontramos unas escaleras de piedra. Bajamos y llegamos a un pasillo iluminado por unas rendijas en el techo.

–Este pasillo atraviesa el espacio existente debajo del patio y conduce a las escaleras que suben -nos comunicó Osborne.

Fuimos andando a lo largo del pasillo y nos detuvimos ante una enorme puerta de roble. Estaba reforzada por unas bisagras de hierro y parecía estar sellada.

–No me acuerdo de esta puerta -confesó Osborne-. Cuando vine, no estaba o bien estaba abierta.

La puerta estaba cerrada, como suponíamos.

–Bueno, hasta aquí hemos llegado -sentenció Osborne-. Lo más interesante está del otro lado, pero no podemos acceder a ello. Así es mi destino.

–Deberíamos intentar abrir. Quizás lo consigamos -propuso Maloney-. Yo tengo cierta práctica en abrir puertas de todo tipo. Los de Connemara tenemos talento para estas cosas. Aunque ésta parece muy, pero que muy bien cerrada. La cerradura semeja una especie de reloj de precisión.

–Vamos a dejarlo -opinó Osborne-. No me parece probable que pueda usted abrirla, y en todo caso… probablemente la cerraron para que no se pueda abrir. Vamos a ser discretos.

Nos dimos la vuelta y nos dispusimos a salir.

Al llegar a las escaleras, dije:

–Vamos a ver la estancia que hay al lado de las escaleras. A lo mejor encontramos algo interesante.

Entramos en una sala abovedada, vacía y oscura. íbamos a salir cuando, acostumbrado ya a la penumbra, me percaté de algo conocido, grabado en la pared.

–¡El símbolo de los rosacruces!

En la pared estaba grabada la cruz, con una rosa en cada punta. La miramos emocionados.

De repente, habló Maloney:

–¿Se dan cuenta de que la piedra en la que está tallada la cruz es distinta de las demás?

–Pues claro que sí -dije-. Naturalmente. Es un relieve. Fue colocada encima de la puerta con posterioridad.

–Sí, pero a lo mejor… a lo mejor… -balbució Maloney y, sin darnos más explicaciones, se acercó a la cruz, la tocó y he aquí que la cruz se movió. Maloney le dio la vuelta, muy lentamente.

Al mismo tiempo, se movió también una parte de la pared, deslizándose hacia atrás, como una puerta que se abre. Teníamos ante nosotros la boca de la entrada secreta.

–¿Bajamos? – nos preguntamos.

No se veía lo que había detrás de la pared abierta, puesto que todo estaba a oscuras.

Maloney sacó su linterna.

–Vamos a bajar. Quién sabe… A lo mejor encontramos hasta tesoros. Síganme. Confíen en mi instinto de escalador.

Atravesamos un pasillo estrecho y húmedo y llegamos a una antigua escalera de caracol. Empezó la bajada. La escalera tenía una columna de piedra en el centro, y estuvimos girando a su alrededor según descendíamos durante algún tiempo.

Al final, llegamos abajo.

Nos encontramos en otra sala abovedada, tan grande que no pudimos ver el lado opuesto. A la luz de la linterna sólo podíamos ver que la sala estaba repleta de mesas largas, rectangulares. Cuando nos acercamos, nos dimos cuenta de que no eran mesas, sino catafalcos, todos ornamentados con el escudo de los Pendragon y los símbolos de los rosacruces. Nos encontrábamos en la cripta.

Avanzamos a lo largo sin despegarnos de las paredes. La cripta era enorme. Quien la hizo construir albergaba seguramente la esperanza de tener una descendencia muy numerosa. Quiso asegurarse de que todos los miembros de su familia tuvieran su lugar en la cripta.

–Esta cripta ya no se utiliza, ¿verdad? – le pregunté a Osborne.

–No. No sabía ni que existiera. Desde el siglo XVIII, los difuntos de la familia Pendragon se entierran en el parque de Llanvygan.

–Creo que deberíamos volver -opiné.

No lo lamenté. La escalera de caracol y la cripta ya me habían impresionado lo suficiente. Me sentía angustiado y anhelaba volver a ver la luz del día cuanto antes. Las expediciones subterráneas no tenían un alto atractivo para mí.

–Vamos a ver -dijo Osborne-. Al dar la vuelta, he visto otra cruz igual. A lo mejor esconde otra puerta. Quizá mis antepasados utilizaban cruces en vez de picaportes.

Encontramos la cruz con las cuatro rosas, aunque era ligeramente distinta a la de arriba. Tenía también una inscripción.

Al leerla, me quedé impresionado, así que me eché hacia atrás y si Maloney no me sujeta, me caigo.

–¿Qué pasa? ¿Qué ha visto? – me preguntaron, asustados.

–¡De esto se habla en aquel libro! – exclamé en húngaro, y me sorprendió que no me entendieran-. POST CXX ANNOS PATEBO. Me abriré al cabo de 120 años. ¡Dice lo mismo que en la tumba del Rosacruz!

Maloney deshacía el nudo de mi corbata.

–No, no, no hace falta. Déjeme. No me pasa nada -le dije al volver en mí-. He leído cosas sobre este lugar, sé todo sobre él, y estoy seguro de que debe de haber una puerta. Y detrás de ella el milagro.

Examinamos mejor la pared y acabamos por encontrar una rendija en ella. Maloney estuvo manipulando la cruz hasta que consiguió abrir la puerta.

Los tres retrocedimos, asustados. Por la rendija vimos una luz, muy fuerte, mucho más potente que la de un foco.

Del otro lado… todo aparecía como lo descrito en el libro.

Llegamos a una sala heptagonal. El suelo estaba cubierto por signos misteriosos que representaban los distintos imperios de la tierra. El techo, por su parte, estaba decorado con las esferas celestes.

En el centro de la sala había algo que irradiaba aquella luz potente, el sol subterráneo, la eterna lámpara que mencionan los libros antiguos.

Como si hubiese estado ya allí, conduje a mis compañeros hasta el centro de la sala. Les enseñé el altar y la inscripción: