Al fin y al cabo todas mis historias empiezan con mi nacimiento en Budapest y con el nombre que recibía poco después -algo de lo que entonces no fui consciente-, nombre que por otra parte todavía sigo conservando: János Bátky.
Sin embargo, para abreviar, pienso omitir todo lo ocurrido durante los treinta y dos años que transcurrieron entre el momento de mi nacimiento y el de mi encuentro con el conde de Gwynedd, incluida la guerra mundial. Lo voy a omitir, puesto que el héroe de mi extraordinaria historia no soy yo, sino él.
Empezaré, pues, con el relato de nuestro primer encuentro. Ocurrió al final de la temporada de las fiestas de sociedad, a comienzos del verano, cuando participé como invitado en una velada en casa de lady Malmsbury-Croft. Esa dama me tenía en gran aprecio, desde los tiempos en los que yo había trabajado como secretario científico de Donald Campbell. Añado que mi profesión consiste en estar a disposición de ciertos caballeros ingleses, ya mayores, cuya obsesión es intentar llevar a cabo alguna labor intelectual. Sin embargo, no solamente vivo de eso. Poseo una pequeña fortuna personal, heredada de mi madre, que me permite vivir humildemente en cualquier país que libremente escoja. Mi patria elegida es, desde hace muchos años, Inglaterra. Me encanta el carácter aristocrático del paisaje inglés.
Durante la velada, la anfitriona me cogió del brazo y me condujo delante de un señor alto, de cabeza encantadora y de cabello cano que sonreía, en silencio, en su sillón.
–Señor conde -le dijo ella-, este caballero es János Bátky; se ocupa de los insectívoros ingleses de la Edad Media o de las trilladoras italianas de la Antigüedad, ahora no me acuerdo muy bien. Sólo sé que se trata de algo que a usted le puede interesar mucho.
Con lo que nos dejó solos.
Durante unos momentos estuvimos sonriendo para demostrar nuestra buena disposición mutua. La cabeza del conde era muy atractiva. Cabezas así sólo se ven en el frontispicio de ciertos libros antiguos, siempre ceñidas por una corona de laurel. Hoy en día ya no se encuentran cabezas así.
Yo me sentía un tanto avergonzado, puesto que tenía la impresión de que la definición poco exacta de la noble lady me había presentado bajo una luz un tanto cómica.
–Si usted me permite la pregunta -empezó diciendo el conde-: ¿Qué ha querido decir en realidad nuestra anfitriona?
–Lo más triste es, milord, que ella tiene razón, por lo menos hasta cierto punto. Soy doctor en filología, o sea en ciencias innecesarias, y me ocupo de todo lo que nunca se le ocurriría a un hombre decente.
De esta manera trataba yo de hacer una broma graciosa, en vez de abordar un tema más serio, por ejemplo la respuesta a la pregunta de cuál era mi ocupación. Sabía muy bien que los ingleses se toman a mal que alguien dé muestras de interés intelectual.
Sin embargo, el conde sonrió de una manera un tanto extraña.
–No se preocupe, conmigo puede hablar totalmente en serio. Yo no soy inglés. Soy gales, y eso es prácticamente como si sólo fuera inglés a medias. Un inglés nunca le haría preguntas sobre sus ocupaciones, pues lo consideraría una falta de educación. Sin embargo, yo exijo que me responda, simplemente por mi propia curiosidad intelectual.
Parecía tener una cabeza tan inteligente que le dije la verdad:
–Ahora mismo me ocupo de los teósofos ingleses del siglo XVII.
–¿De verdad? – me preguntó el conde, con cierta excitación-. Entonces lady Malmsbury-Croft acaba de acertar de puro milagro. Siempre lo hace. Si consigue que dos caballeros se sienten uno al lado del otro, creyendo que los dos han ido al College de Eton, entonces puede usted estar seguro de que uno es alemán y el otro japonés, pero ambos son especialistas en sellos liberianos.
–¿Así que milord también se ocupa de lo mismo?
–Ocuparse sería una palabra demasiado comprometedora según el significado del término en nuestra isla. Mientras que ustedes estudian cualquier tema desde un punto de vista científico, nosotros tan sólo tenemos caballos de batalla. Yo sólo me ocupo de los teósofos ingleses como un general retirado se dedica a la historia de su familia. Porque en mi caso el ocultismo pertenece, de alguna forma, a la historia de la familia. Pero dígame, doctor…, la teosofía es un concepto muy amplio. ¿A usted le interesa como fenómeno religioso?
–No, no tengo mucho sentido religioso. A mí, de la teosofía me interesa lo que se llama, en general, ocultismo: las obsesiones de índole enigmática, las manipulaciones de las que los antiguos se valían para convertirse en dueños de la naturaleza. Los alquimistas deseosos de convertir el barro en oro, los secretos de los homúnculos, el brebaje curativo universal, los efectos de las gemas y de los amuletos… La filosofía natural de Fludd, sobre todo lo que concierne a las pruebas de la existencia de Dios partiendo del barómetro.
–¿Fludd? – repitió el conde, levantando la cabeza con curiosidad-. A Fludd no se lo puede mencionar junto a esa gran cantidad de locos. Fludd, caballero, escribió muchas insensateces, porque quería explicar ciertas cosas imposibles de explicar en su época. Sin embargo, sabía mucho más sobre lo esencial que los científicos de hoy en día que ya ni siquiera saben reírse de teorías así. No sé qué opinará usted, pero yo pienso que hoy sabemos muchas cosas sobre ciertos detalles nimios de la naturaleza, pero que en su época la gente sabía más sobre el conjunto. Sobre las conexiones que no se pueden determinar con una pesa, ni ser cortadas en lonchas como el jamón.
Sus ojos eran más vivaces de lo que en la disciplinada Inglaterra se suele permitir a unos ojos. El tema debía de ser el favorito entre sus favoritos.
Parecía sentirse un tanto avergonzado, puesto que sonrió y aligeró el tono de su voz, cuando dijo: -Pues sí, Fludd es mi caballo de batalla. En ese momento, nos interrumpió una señorita encantadora que estuvo diciendo tonterías durante un buen rato. El conde se comportó como un auténtico caballero, escuchándola con enorme paciencia. Estuve muy impaciente, pues me hubiese gustado continuar con nuestra conversación. No hay nada en el mundo que me interese más que la relación sentimental de una persona con algo abstracto: saber por qué cierto señor es tan convencidamente un cristiano anglicano, descubrir por qué cierta señorita se ocupa de los gasterópodos. Un asunto de éstos, altamente estimulante para mí, era saber por qué el conde se entusiasmaba tanto con la persona de Robert Fludd, un médico y mago tan lejano, tan muerto y tan razonablemente olvidado.
Al mismo tiempo, lady Malmsbury-Croft se acercó de nuevo a mí, sin acertar esta vez en sus intuiciones. Me condujo al lado de una señora muy elegante, con aspecto de pieza de museo, que me preguntó sobre la situación de la protección de los animales en Rumania. Por más que yo protestara, ella insistía en complacerme: me contó detalladamente las terribles experiencias adquiridas, en el terreno de los canes, durante su último viaje por Armenia. Había descubierto que muchos perros no tenían dueño y que comían lo que encontraban por las calles.
Por suerte, un amigo mío, Fred Walker, apareció de repente junto a un joven repeinado. Indicándome que me levantara, hizo sentar al joven al lado de la señora, y a mí me condujo lejos de allí. La señora no se dio cuenta del cambio.
–¿Quién es el conde? – le pregunté a Fred.
–¿No lo conocías? Es la única persona digna de interés en toda esta reunión. Es Owen Pendragon, conde de Gwynedd. Un loco muy curioso. Digno de ti.
–Cuéntame su historia.
Uno de los puntos fuertes de Fred era su interés por los chismes.
–All right. El conde quiso, hace algunos años, casarse con una amiga suya cuya fama no era del todo irreprochable, por decirlo así. Cuentan que ella había empezado su carrera en las calles de Dublín, paseando de arriba abajo. Todo el mundo estaba muy escandalizado, pero la señorita cambió de opinión, abandonó al conde y se casó con un anciano millonario, un tal Roscoe, el mejor amigo del padre del conde.
»Lo más gracioso del asunto consiste -dijo para continuaren que el conde es, por otra parte, un aristócrata totalmente quijotesco. Parece ser que en su época de estudiante en Oxford fue miembro de una asociación tan distinguida que sólo había en toda la ciudad tres personas dignas de pertenecer a ella. Con el tiempo, los otros dos acabaron yéndose de Oxford, y el conde se quedó solo en la asociación. Estuvo preguntándose, durante dos años, a quién podría nombrar vicepresidente, pero no encontró a nadie. Al final, él también se fue de Oxford, y la asociación tuvo que disolverse. Por un motivo semejante él nunca ha querido entrar en la Cámara de los Lores.
–Lo siento, Fred, pero no encuentro nada extraordinario en esa historia. Normalmente me sueles contar otras mucho más divertidas. Tratándose de una cabeza tan interesante, yo esperaba una historia mucho más fantástica. Es muy natural que un aristócrata se quiera casar con una joven llegada de los bajos fondos de la sociedad, puesto que su aristocratismo alcanza para los dos.
–Tienes razón, János. No es por eso por lo que te dije que el conde era una persona curiosa. Todo el mundo te puede asegurar que es una persona curiosa y extraña. Sin embargo, las demás historias que escuché sobre él son tan tontas y absurdas que no tengo muchas ganas de contártelas.
–Dímelas, por favor, por más absurdas que sean.
-Well…, por ejemplo…, ¿cómo quieres que califique si no la historia de cuando se hizo enterrar como un faquir, para que al cabo de dos años o de dos semanas, ya no me acuerdo, lo desenterraran sano y salvo? ¿Y la de cuando, durante la guerra, en medio de los ataques con gas se paseaba alegremente sin máscara, sin que le ocurriera nada? Por lo menos eso cuentan… Tiene fama de curandero. La historia más increíble es que supuestamente curó al duque de Warwick cuando los médicos aseguraban que llevaba muerto un día entero. Se dice que en su castillo de Gales tiene un laboratorio enorme donde realiza experimentos de todo tipo con animales. Por lo visto creó un animal nuevo que sólo es capaz de vivir en la oscuridad… pero no quiere hacer el hecho público, porque aborrece el democratismo reinante en el campo de las ciencias. Pero todo esto es absurdo. Lo que sí te puedo asegurar es que, cuando te lo encuentras en sociedad, se muestra muy amable, y no es posible notar nada extraño en él. Sin embargo, se lo puede ver en pocas ocasiones. A veces, no sale de su castillo durante meses.
Se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
–¡Está loco de remate!
Y se fue.
Durante la velada, tuve ocasión de coincidir otra vez con el conde. Parecía que no me consideraba antipático. Me dijo que mi mirada le recordaba la de un médico del siglo XVII cuyo retrato se encontraba en su castillo. Un tal Benjamin Abravanel. Que murió asesinado.
No voy a describir aquí nuestra larga conversación, puesto que fui yo quien más hablaba, respondiendo a las preguntas del conde. No pude resolver el enigma de lo que el conde pretendía con su interés por Fludd, pero la conversación no resultó infructuosa. Parece que me había ganado la simpatía del conde, porque en el momento de despedirnos me dijo:
–Da la casualidad de que algunos libros antiguos sobre el tema que a usted le interesa forman parte de mi legado familiar. Si le apetece, venga a verme a mi mansión de Gales para pasar allí unas semanas… y poder consultar esos libros.
La invitación me complacía y me halagaba, pero soy un hombre más bien perezoso a la hora de viajar, así que no la hubiese tomado en serio si no hubiera recibido, al cabo de unos días, una invitación por escrito que indicaba incluso la fecha de mi visita. Así fue como empezó todo.
Le conté la historia de la invitación a una de mis conocidas, Cecil B. Howard, empleada del British Museum, que se ocupa de estudios parecidos a los míos. Cuando ella escuchó la historia, palideció, y me dijo:
–Usted es un hombre con suerte, Bátky. Sólo los extranjeros pueden tener tanta suerte en este país. Se cuentan maravillas de la biblioteca de la familia Pendragon. Sin embargo, desde hace ochenta y cinco años, cuando Sackville Williams estuvo allí para elaborar los catálogos, ningún experto ha podido entrar en ella. Los miembros de la familia Pendragon son, por tradición secular, personas muy poco amables. Si usted consigue entrar y estudiar los libros que allí se encuentran, se convertirá en el experto con más renombre en el terreno de la teosofía y del ocultismo del siglo XVII.
»¡Dios mío -continuó entre suspiros-, usted será quien escriba la biografía de Asaph Pendragon! Recibirá telegramas de felicitación de sus colegas americanos, y cada año llegarán cinco estudiantes de doctorado alemanes para pedirle consejo. Hasta las revistas especializadas francesas escribirán algunas líneas sobre usted… Además, no es nada desdeñable el que alguien pueda pasar un tiempo como invitado en el castillo de Llanvygan, el más hermoso y más enigmático que existe en todo Gales.
Dejé que mi colega tuviera envidia de mí, puesto que la envidia de los colegas es la única satisfacción que en esta vida puede compensar a los científicos. No le confesé que probablemente no llevaría a cabo ninguna investigación. No le confesé tampoco que mi naturaleza me lleva invariablemente a reunir con mucho empeño el material necesario para alguna gran obra, y a encerrarlo todo a continuación en algún cajón de mi escritorio, para dedicarme a otra cosa bien distinta. Sin embargo, al conde de Gwynedd sí le había contado mi aversión hacia toda «elaboración», y eso era algo que había logrado conquistar su simpatía. Creo incluso que a ello debo el hecho de que me invitara. El conde sabía que mis investigaciones no abocarían en ninguna obra en concreto.
Tampoco le confesé a mi colega -puesto que con ello me hubiese ganado su desprecio de científica- que el conde de Gwynedd, bien vivo, me interesaba muchísimo más que un Robert Fludd muerto. Su rostro, su ser, su personalidad, además de las historias que Fred me había contado sobre él, habían despertado mi imaginación. Veía en él encarnada la historia misma, de una manera mucho más impactante que cuando la magia de los libros nos acerca el pasado. Mi intuición me decía que él era el último ejemplar, raro e ilustrativo, de los aristócratas dedicados a investigar enigmas y a transformar el barro en oro. El último descendiente de Rodolfo II, del castillo de Praga. Un hombre en fin que, en 1933, se interesaba más por Fludd que por Einstein.
Me puse, pues, muy contento con la invitación y, a la espera de la fecha señalada -¿qué otra cosa podía hacer en tal situación un aventurero del espíritu como yo?-, ocupé mi tiempo en estudiar la historia de la familia. Encontré material abundante en el Dictionary of National Biography, y la compilación de los datos me hubiese podido ocupar un mes de trabajo, si la hubiera llevado a cabo concienzudamente.
La familia Pendragon tiene sus orígenes en Llewelyn el Grande, príncipe de Gwynedd, aunque según mi entender la cosa no está tan clara. Según la tradición familiar, son descendientes de Llewelyn ap Griffith, decapitado por el rey Eduardo I que -montado en su caballo bayo- habita la imaginación de los jóvenes húngaros desde quéjanos Arany le hiciera pasear por uno de sus poemas. Los bardos de Gales que en dicho poema se encaminaban a la hoguera sin dejar de cantar habían celebrado las victorias de la casa Pendragon, en lugar de las del rey, y por eso se vieron condenados a morir. Sin embargo, todo esto pertenece a la prehistoria oscura de la familia, a la historia medieval de una familia cuyos miembros de antaño vivían perdidos en las montañas, junto con sus vasallos pastores semisalvajes, y luchaban contra los ingleses de la misma manera estéril que lo hicieron los pieles rojas contra el hombre blanco.
Mis apacibles y sosegados estudios se vieron interrumpidos por un incidente curioso.
Una noche estaba tranquilamente fumando mi pipa en el vestíbulo de mi hotel, en compañía de Fred Walker, cuando me llamaron por teléfono.
–¿János Bátky? – me preguntó una voz masculina.
–Sí, soy yo.
–¿Qué está usted haciendo?
–Estoy hablando por teléfono. ¿Quién es usted?
–Eso no importa. ¿Está hablando desde una cabina cerrada?
–Sí.
–Escúcheme, János Bátky… Haría usted mejor en no entrometerse en los asuntos de gente a quien no conoce. Puede usted estar seguro de que la gente contra quien usted está trabajando conoce todos sus pasos.
–Debe de haber alguna equivocación, señor mío. Yo nunca he trabajado contra nadie. Soy János Bátky.
–Ya lo sé. No olvide que hasta ahora han acabado mal todos los que han metido las narices en los asuntos de las investigaciones del conde de Gwynedd. El doctor McGregor murió en un accidente de tráfico. A usted, doctor Bátky, le puede ocurrir lo mismo.
–¿Quién era McGregor?
–Su predecesor.
–¿Mi predecesor en qué?
–No puedo hablar con más claridad. Si no sabe de lo que se trata, mejor para usted. Sólo le puedo decir una cosa: ¡no se mueva de Londres!
–Pero ¿por qué?
–El aire de Gales no le sentará bien. Rompa todo tipo de contacto con…
Y a continuación dijo algunas palabras más.
–¡Oiga! ¡Oiga!… No entiendo nada, hable con más claridad…
Pero el desconocido ya había colgado. Regresé con Fred Walker, muy alterado, y le conté lo que acababa de ocurrirme.
–Muy extraño -opinó, mientras limpiaba pensativo la ceniza de su pipa, golpeándola contra la reja de la chimenea.
–Por Dios, Fred, ¡deja de ser tan inglés! ¡Dime algo! ¿No tienes alguna explicación?
-Well, ya te he dicho que el conde de Gwynedd es un tipo muy curioso. Todo lo que está relacionado con él también es muy raro. Seguramente vas a tener experiencias extraordinarias en Llanvygan.
Me puse de pie de un salto y empecé a caminar, a un ritmo acelerado, de un lado para otro del vestíbulo. De todas formas, los viajes siempre me sacan de mis casillas. Aunque no me amenacen de una forma tan enigmática.
–¿Quién puede ser ese tal doctor McGregor? ¿Cómo podríamos enterarnos?
–Es difícil. En algunas regiones de Escocia la mitad de los hombres se llaman McGregor, y entre ellos habrá muchos médicos.
Volví a agitarme, totalmente desconcertado. – Dime, Fred, ¿qué me aconsejas? Ya sabes que yo tengo muy poco sentido práctico… Después de todo esto, ¿tú irías a Llanvygan?
Fred me miró muy sorprendido, pero no respondía.
-Well, ¡dímelo de una vez!
–¿Decirte qué? – me preguntó, y luego añadió-: No se me ocurriría ni por un instante no ir. Me avergonzaría si algo así me influyera.
Me avergoncé. «Si eres un hombre, sé un hombre…», me repetía. Pero no me acababa de convencer. Al fin y al cabo, nunca había recibido ninguna llamada de ese pelaje, y todo lo que tuviera que ver con el conde me parecía tan extraño…
–Dime -me dijo Fred-, ¿a quién le has contado lo de tu viaje a Llanvygan?
–Sólo a Howard, la que trabaja en el British Museum.
–¿A Howard? Entonces debe de ser una broma suya. Ella conoce tus… nervios continentales…
–O bien… -le respondí con una exclamación-. A lo mejor quiere impedir que vaya, por simples celos científicos.
–Una científica es capaz de lo que sea. Well, de eso se trata. No hagas caso, viejo.
Hice caso de su consejo e intenté olvidar aquella extraña conversación telefónica.
Al día siguiente continué con mis investigaciones en la biblioteca del museo.
La familia Pendragon irrumpió en la historia de Inglaterra cuando, en la persona de Enrique VII, un gales llegó al trono del reino. Gwyn Pendragon luchó al lado de Richmond, el valeroso, ataviado con una armadura blanca en la batalla de la llanura de Bosworth. Quizás viera las sombras sangrientas que a medianoche se reunieron como una premonición entre las tiendas de campaña de Richmond y de Ricardo III, quizás al día siguiente oyera el atroz grito del rey, corriendo por el campo de batalla, clamando por un caballo, prometiendo a cambio todo su reino… El hecho es que se movía tan a su aire entre los héroes y los monstruos consagrados por los versos yámbicos de Shakespeare como yo me suelo mover entre los lectores de la biblioteca del British Museum. Como reconocimiento a sus servicios, le fue concedido en 1490 el título de conde de Gwynedd, título hereditario que ahora ostentaba mi futuro anfitrión. El primer conde hizo construir la fortaleza de la familia Pendragon que sirvió como hogar a muchas futuras generaciones. Por otra parte, Pendragon significa, en gales, «cabeza de dragón».
En la sala de lectura, unos jóvenes con pasos silenciosos y rostro inexpresivo me traían todos los libros que mi pasión pseudocientífica deseaba. Bajo la enorme bóveda sólo se oía el ruido de las hojas de los libros conforme iban pasando. Cada cual se encontraba en su lugar: en la entrada el vigilante negro con barba y bombín que según creo había sido colocado allí el siglo pasado, en el momento de la inauguración, y por alrededor los bichos raros que pululan por las bibliotecas del mundo entero.
Sin embargo, faltaba alguien.
Yo estaba acostumbrado, desde hacía varios meses, a que a mi derecha siempre estuviese sentada una dama anciana completamente seca que estudiaba la vida amorosa de los pueblos primitivos, con cierto aire de desaprobación en el rostro. Ahora, sin embargo, la dama no estaba, y tampoco su paraguas delataba su presencia. En su lugar había un joven elegante, de aspecto deportivo, que leía el periódico y que echaba, de vez en cuando, una mirada de desconcierto a su alrededor. No tardé mucho en formular mi diagnóstico: aquel joven se encontraba en una biblioteca por primera vez en su vida, y se sentía como alguien que pasa su primer día en un manicomio.
Sentía pena por el deportista desconocido, y también sorna. Se lo merecía: «Para qué demonios se ha hecho deportista, y, ya que se ha hecho deportista, ¿qué viene a buscar aquí?». Él habría tenido seguramente los mismos sentimientos hacia mí si me hubiese visto en un campo de golf. Proseguí con mi lectura.
En mis libros, después de los primeros representantes del linaje de los Pendragon, constructores de la fortaleza familiar, apareció la época de la belleza, la primavera cósmica. Los siguientes condes de Gwynedd fueron cortesanos de Enrique VIII y de la reina Isabel, además de embajadores en lejanas cortes del Lacio renacentista. Escribían poesía, dirigían armadas, freían en aceite a los rebeldes irlandeses, se hacían retratar por excelentes maestros italianos, hacían el amor con las cortesanas, saqueaban conventos, se arrodillaban ante la reina virgen recitándole requiebros maravillosos y de vez en cuando envenenaban a sus esposas, según la costumbre de la época, siempre que ellas no se les hubieran adelantado.
Levanté la vista de mi libro, en medio de mis ensoñaciones. Había por lo menos diez volúmenes delante de mí, mientras que delante de mi vecino deportista no había ninguno: se le notaba cada vez más molesto. Finalmente, se dirigió a mí con un gesto decidido, para preguntarme:
–Perdone… ¿Cómo consigue usted que le traigan tantos libros?
–Pongo el título y la signatura en un papel y lo dejo en una de las cestas colocadas en el mostrador circular.
–Muy interesante. ¿Dice usted la signatura? ¿Y eso qué es?
–Algo que cada libro tiene.
–¿Y cómo se sabe cuál es?
–Se busca en el catálogo. Aquellos álbumes negros enormes son los catálogos.
–¿Y qué tipo de libros se suelen leer aquí?
–Lo que usted quiera. Depende de sus intereses.
–¿Y cuáles son los suyos?
–En este momento me dedico a estudiar la historia de una familia.
–Magnífico. Digamos que yo también me quiero dedicar a estudiar la historia de una familia. ¿Qué tengo que hacer?
–Por favor, hable usted tan bajo como pueda. El vigilante ya nos está mirando… Depende de qué familia le interese.
–Aja… A decir verdad, ninguna. Ya siendo un niño tuve muchos problemas con mi propia familia.
–Entonces ¿qué le interesa?
–¿Que qué me interesa? Por encima de todo el alpinismo.
–Bien. Entonces le pediré un libro que seguramente le va a gustar. Ponga, por favor, su nombre en este papel.
Escribió su nombre -George Maloney- con una letra completamente infantil. Le pedí el Kim de Kipling, y mi nuevo conocido se sumergió en él, muy interesado. Me dejó en paz durante un buen rato.
Todo lo que iba leyendo sobre la familia Pendragon adquiría una perspectiva enigmática a causa de lo que me había contado Fred Walker, de la llamada telefónica y de la persona del propio conde. Estaba estudiando la época de Jacobo I. Ese rey se dedicó a investigar la naturaleza de los demonios. Hasta entonces, la gente había preferido la belleza y la inteligencia visibles, pero a partir de entonces las almas se inclinaron hacia las cosas ocultas, tratando de buscar la Ultima Razón.
El sexto conde de Gwynedd, Asaph Christian, ya no era cortesano, ni escribía sonetos, ni estaba enamorado, ni tampoco dejó tras de sí quince hijos ilegítimos como había hecho el quinto conde, no dejó ni siquiera hijos legítimos, así que el título de conde fue heredado por el hijo de su hermano menor. Asaph pasó su juventud en las ciudades del sur de Alemania, donde las casas inclinadas simulan espiar las calles estrechas, y donde los científicos nunca parecen dormir en el trajín de unas habitaciones alargadas cuyos rincones llenos de telarañas quedan en la sombra, apartados de la luz de la vela. Entre sus extraños alambiques y crisoles, el conde buscaba el Arcanum Magnum, intentando resolver el enigma de la piedra filosofal. Era miembro de la secreta hermandad de los Rosacruces, que apenas se conocía pero de la que se hablaba mucho. Los rosacruces fueron los últimos maestros de las ciencias ocultas, transformaban el barro en oro y ejercían la medicina a través de la magia. Por estas actividades, la cruz con las cuatro rosas enigmáticas llegó a formar parte del escudo familiar. Al regresar a Gales, la fortaleza de la familia Pendragon se transformó en un laboratorio de encantamientos y hechicerías. Llegaban visitantes silenciosos desde tierras lejanas en carrozas con los cristales cubiertos por cortinas. Algunos herejes se refugiaron allí, huyendo de la hoguera; bajaban desde las montañas algunos pastores viejos, conocedores de la sabiduría ancestral de los celtas; aparecían médicos judíos encorvados, expulsados de las cortes regias por aparentar saber más de lo debido; y se dice que había visitado la fortaleza, disfrazado, el rey de Inglaterra y de Escocia, Jacobo I, acechado por los demonios, con el fin de descubrir algunos de los misterios del dueño de la fortaleza en una conversación nocturna. Los primeros rosacruces ingleses iniciaban allí a sus adeptos, y la fortaleza fue el segundo hogar de Robert Fludd, el seguidor más importante del alquimista Paracelso.
Se trataba del mismo Fludd, doctor trismegisto platónico rosacruz, a causa del cual yo había entablado amistad con el conde. Al fin y al cabo, a él debía mi invitación. En aquel momento todavía no podía intuir que esas cosas del pasado, unos nombres que todavía no significaban mucho para mí -el nombre de la fortaleza de la familia Pendragon, el de Asaph Pendragon-, iban a jugar un papel decisivo en mi vida.
En una colección de cuentos populares galeses que contenía las leyendas del norte de Gales me enteré de que Asaph Pendragon se había convertido en personaje legendario poco después de su muerte. La leyenda lo describía como un jinete de la medianoche, puesto que durante el día nunca salía de su fortaleza, sino tan sólo durante la noche, a la cabeza de un séquito muy peculiar, para recoger plantas con poderes mágicos bajo el resplandor de la luna. Sin embargo, el pueblo no se contenta simplemente con una actividad tan aburguesada. Según la leyenda, el jinete de la medianoche también repartía justicia de manera impecable, conservando tal actividad incluso después de su muerte.
Sorprendía durante la noche a los ladrones en sus escondites, mientras se estaban repartiendo el botín, y por las mañanas los despojados descubrían con asombro que sus tesoros habían reaparecido. Su aparición nocturna repentina sorprendía tanto a los pecadores que al día siguiente realizaban presurosos todas sus promesas incumplidas y morían inmediatamente después.
Lo más aterrador era la historia de los tres asesinos, relatada de manera especialmente hábil en el libro sobre las leyendas.
En alguna parte de las montañas de Gales, tres jóvenes nobles asesinaron en una posada a un médico judío, y lo despojaron de todos sus bienes: el médico se encontraba de camino hacia la fortaleza de la familia Pendragon, para visitar al conde de Gwynedd. El tribunal -de marcado carácter antisemita en aquella época- absolvió a los tres jóvenes, y ellos huyeron en barco a Francia. Una noche, los campesinos galeses vieron con sorpresa que el jinete de la medianoche, junto con su séquito, galopaba hacia el sur, subía entre las rocas áridas de Moel-Sych, y proseguía su camino más hacia el sur, volando por los aires. Al día siguiente se encontraron, en el foso de la fortaleza de la familia Pendragon, los cadáveres de los tres jóvenes, con el cuello quebrado y los miembros destrozados. El conde había impartido justicia en honor de su invitado.
A las once, cuando salí a tomar café, mi vecino me siguió.
–Es un libro muy bueno -me dijo, refiriéndose a Kim-, pero que muy bueno. Se nota que el escritor ha estado por allá. Conoce muy bien el lugar.
–¿Usted también ha estado en la India?
–Claro que sí. Crecí allí. Quiero decir también allí. Aparte de en Birmania, Sudáfrica y Rhodesia. Un lugar agradable.
Sentí de nuevo un profundo respeto por lo que significa el Imperio británico. Esta gente se va a Birmania como nosotros a Eger. Sólo que sienten menos curiosidad. Saben que en cualquier lugar del mundo estarán entre ingleses de la misma cepa que ellos.
–Es necesario saber que mi viejo era comandante de un regimiento irlandés -me explicó-. Lo trasladaban constantemente de un lugar a otro. Es por eso por lo que yo me quedé un poco corto de estudios. En lo que a los libros se refiere. Sin embargo, en los países tropicales siempre me las he apañado bien.
–¿También es usted oficial?
–No, no he llegado a formar parte del ejército, puesto que tengo la mala costumbre de suspender todos los exámenes. Ha habido algunos que he intentado pasar hasta cinco veces… No he tenido suerte. Pero dejémoslo. Lo pasado, pasado está. Nosotros, los irlandeses, somos gente de futuro. No he podido entrar en el ejército, no todo el mundo puede. Estuve recorriendo algunos lugares del Imperio por mi propia cuenta. Lugares agradables. ¿Ha oído usted hablar de la expedición Uwinda al este de África?
–Sí, me parece que sí… -le respondí, tratando de conservar mi prestigio.
–Pues yo participé en ella. Llegamos a una altitud de más de nueve mil pies. Fue una escalada excelente. Había una ladera de la montaña que parecía de cristal. Uno daba tres pasos hacia arriba y a continuación se deslizaba cinco. Nos pasamos dos días deslizándonos así, y no podíamos ascender más. Yo le dije al coronel: «Mire, coronel, uno es de Connemara o no es de Connemara», puesto que yo soy de allí -añadió con un profundo respeto hacia su lugar de nacimiento, y prosiguió-: «Bien», me respondió el coronel (un auténtico inglés, un idiota), «también de allí puede llegar gente sensata».
»Well, ya te enseñaré yo quién es más sensato de los dos, pensé para mí, y agarré el gato que teníamos en el campamento, atándole una fina cuerda de alpinista a la cintura. En el rabo, a fin de que corriese, le coloqué unas pinzas de médico. Puse en fila india a todos los negros debajo de la ladera resbaladiza. El gato subió directamente por la ladera, los gatos son muy hábiles en asuntos así.
»Arriba, en la cima de la ladera, había un árbol. El gato subió al árbol, y se enredó con la cuerda entre las ramas. Luego se detuvo, pues la cuerda se había enredado tanto que ya no lo dejaba moverse más. Empecé a tirar de la cuerda y vi que estaba bien sujeta al árbol. Entonces trepé por la cuerda, le quité las pinzas al gato (porque no se debe torturar inútilmente a pobres criaturas que no saben hablar), e hice subir detrás de mí, tirando de la cuerda, a todos los demás miembros de la expedición.
Yo miraba a aquel Münchhausen, y empecé a dudar incluso de que hubiera estado en aquellos países. Sin embargo, era un chico simpático. No tenía mentón, sus brazos eran extremadamente largos y se movía con tanta flexibilidad como si fuera un animal. Se encontraba más cerca de la naturaleza ancestral que el común de los mortales.
Al regresar a los jardines de entrada del British Museum, encontramos a la vieja loca que suele venir cada mediodía a dar de comer a las palomas. Su rostro reflejaba la misma expresión trascendental de siempre, la sonrisa voluptuosa de los santos franciscanos que se elevan por los aires; estaba rodeada de palomas, llena de palomas, tres de ellas se habían posado sobre su cabeza, cinco en cada hombro, y un sinnúmero de ellas se encontraban agarradas a su vestido. Yo estaba seguro de que ella creía ser tan bondadosa como san Francisco de Asís, y la detestaba por ello.
–Podría matarla -le dije a mi nuevo amigo, al subir las escaleras.
Nada más pronunciar estas palabras, él se dio la vuelta de repente y lanzó un guijarro -que había recogido sin que yo me diera cuenta de ello- a la nariz de la mujer, que estaba a unos cincuenta metros. Ella lanzó un grito agudo, dejó caer al suelo los granos que traía para las palomas, éstas salieron volando, y la mujer se desplomó en tierra. Seguramente no se esperaba que un rayo le cayera encima exactamente cuando estaba llevando a cabo la acción más piadosa de su vida. Es probable que se desplomara dentro de ella todo el orden moral del mundo. Maloney siguió su camino sin alterarse en absoluto. Todo ocurrió con tanta rapidez que aparte de mí nadie se había dado cuenta de quién había sido el culpable.
–¿Qué ha hecho? – le pregunté, medio desmayado, cuando ya nos encontrábamos en el vestíbulo del museo, a la sombra de las barbas de un rey asirio de cuatro mil años de antigüedad. – ¿Cómo que qué he hecho? Si usted mismo ha afirmado que la podría matar. Claro, que usted sólo dice eso de boquilla, puesto que no es de Connemara.
Desde aquel mismo momento, empecé a creerme la mitad de las historias imposibles que Maloney me contaba. Tuve que admitir que la gente de Connemara era efectivamente distinta a los demás.
Nos dedicamos otra vez a nuestras lecturas.
El séptimo conde y los siguientes que vivieron en el siglo XVII fueron hombres silenciosos. Como si el gran conde Asaph hubiese proyectado su sombra sobre ellos, manteniéndolos ocultos. El décimo conde de Gwynedd abandonó la fortaleza familiar y mandó construir el castillo de Llanvygan que los libros calificaban de maravilloso, convirtiéndose éste en el nuevo hogar de la familia Pendragon a partir de 1708.
La historia de la familia se vuelve más alegre cuando se despega de la sombría fortaleza familiar. En el curso del siglo XVIII, la familia Pendragon dio a la patria varios almirantes y diplomáticos destacados, además de poetas diletantes, como suele ocurrir en las familias de la aristocracia, y la sombra enigmática de Asaph parecía no cernirse ya sobre el nuevo castillo. Aunque quizás sí un poco. No podemos olvidar al decimotercer conde de Gwynedd.
Este conde, contrariamente al número desafortunado, fue uno de los miembros más divertidos y humanos de la familia. Era el único conde de Gwynedd que tuvo entre sus amantes a varias actrices, el único que bebía y el único que contaba chistes y bromas en sociedad.
Una de sus burlas se hizo especialmente popular entre sus contemporáneos, aunque hoy en día resulta difícil encontrarla divertida. Una noche, mientras estaba jugando a las cartas, se enteró de que su amante -que había sido vendedora de naranjas antes de que él la recogiera- se había fugado con un maestro de esgrima, llevándose además buena parte de las joyas familiares. Entonces se limitó a observar: «Toda buena acción recibe el castigo que merece». Y siguió jugando.
Le habían puesto el nombre de John Bonaventura, puesto que su madre era italiana. Esa mezcla tan particular -John Bonaventura- me obligó a detenerme, porque tuve la sensación repentina de haberme encontrado antes con dicho nombre, u otro muy parecido, en algún lugar. En aquel momento no pude acordarme de dónde, aunque más tarde me vendría a la mente en unas circunstancias muy peculiares.
El resto me lo leí muy por encima: la historia del siglo XIX de la familia Pendragon se caracterizaba por un desarrollo pacífico y honrado bajo el larguísimo reinado de la reina Victoria. El padre del conde actual se había dejado arrastrar por el imperialismo de sus contemporáneos, apenas vivió en su país, sirvió en varios destacamentos en las colonias, llegando a ocupar puestos importantes en distintos puntos del Imperio británico, y murió en 1908, siendo gobernador de una de las provincias de las Indias orientales. La razón de su muerte había sido una enfermedad tropical, una epidemia que causaba estragos en la comarca.
Encontré algunos datos sobre el conde actual, el decimoctavo, en la edición de bolsillo de Who’s Who. Había nacido en 1888, por lo que tenía cuarenta y cinco años, y su nombre completo era Owen Alastair John Pendragon de Llanvygan. Cursó sus estudios en Harrow, Oxford y en el Madeleine College, había servido como oficial en varios destacamentos en las colonias, ostentaba diversas condecoraciones y era miembro de un gran número de clubes. Los tomos de Who’s Who suelen informar sobre el aspecto más importante para los ingleses: el pasatiempo favorito de la persona en cuestión. Pero parece que el conde de Gwynedd no había dado detalles sobre este punto.
Llegó la hora del almuerzo. Devolví mis libros y los de Maloney y me dispuse a salir.
–Bueno, ya tengo otra experiencia más -me dijo Maloney-. Ya sé cómo es una biblioteca. Prefiero los cenagales, son sitios más agradables. Hace por lo menos diez años que no había leído tanto. ¿Dónde va usted a comer?
–En Greek Street, en un restaurante chino.
–¿Se enfadaría mucho si quisiera comer con usted? No me gusta almorzar solo.
Me sorprendieron bastante sus maneras amistosas, o algo así, demasiado apresuradas incluso para la mentalidad continental. Sin embargo, había algo conmovedor en Maloney, parecía un bondadoso chimpancé recién liberado que vagara perdido por las calles de Londres.
–Me encantaría -le respondí-. Pero tengo que decirle que voy a almorzar con un amigo chino. No sé hasta qué punto es usted sensible a los colores, y hasta qué punto es capaz de aguantar a un gentleman amarillo.
–No tengo nada en contra de los amarillos, si no se muestran insolentes. Nosotros, la gente de Connemara, no hacemos distinciones entre los seres humanos. Sólo cuando se muestran insolentes. En una ocasión, uno de mis sirvientes cafres no había lustrado bien mis botas, y cuando se lo hice notar me respondió con insolencia. Por lo que le calcé unos zapatos de niño y tuvo que caminar así durante tres días por el desierto del Kalahari. Es un sitio muy caluroso. Le tengo que decir, caballero, que al tercer día el cafre tenía los pies reducidos a la mitad. Se hubiese podido exhibir en un circo.
Llegamos al restaurante. El doctor Wu-Sei ya me estaba esperando. Al ver que yo iba acompañado de un extraño, se refugió detrás de la sonrisa amable de su rostro amarillo, y se mantuvo en silencio. Maloney, por el contrario, no dejaba de hablar. Volvió a conquistar mi corazón porque no solamente le gustaba la comida china, como a mí, sino que además la conocía muy bien. Yo solía comer en ese restaurante chino dejando la elección de los platos a Wu-Sei, comiéndome sin más lo que me traían, sin enterarme de si la cosa cortada en pedazos pequeños que había ingerido era carne de cerdo, pétalo de rosa o tallo de bambú. Sin embargo, Maloney escogía por sí mismo, como si estuviera eligiendo entre chuletas de ternera o boeuf à la mode. Conocía la diferencia entre las diecisiete variantes del chop-suey, así que se ganó mi más absoluto aprecio.
–¿Qué camino lleva, doctor? – me preguntó después del almuerzo.
Le indiqué la dirección.
–¿Me tiraría algo a la cabeza si quisiera acompañarlo durante un rato?
Yo estaba de verdad muy sorprendido.
–Dígame, caballero -me preguntó por el camino, un tanto perplejo-, usted es un malvado alemán, ¿verdad?
–No. Soy húngaro.
–¿Húngaro?
–Sí, húngaro.
–¿Y eso qué es? ¿Una nación? ¿O está usted burlándose de mi ignorancia?
–¡Qué va! Le juro por mi honor que se trata de una nación.
–¿Y dónde viven los húngaros?
–En Hungría, entre Austria, Rumania, Checoslovaquia y Yugoslavia.
–No me venga con cuentos… Esos países los inventó Shakespeare.
Se rió a carcajadas.
–Bueno…, así que es húngaro… No está nada mal. ¿Y qué idioma hablan los húngaros?
–El húngaro.
–¡Dígame algo en húngaro!
–Mikor az ég furcsa, lila kék,/ S találkára mennek a lyányok,/ Ó, be titkosak, különösek/ Ezek a nyári délutánok» [«Cuando el cielo es raro, entre azul y morado/ y las muchachas acuden a sus citas amorosas,/ ¡oh, qué secretas, qué extrañas/ son esas tardes de verano!] -le dije, citando un poema de Endre Ady, un tanto emocionado. Hacía años que apenas hablaba en húngaro.
–Es un idioma bonito. Pero a mí no me va a engañar. Lo que acaba de decir era una frase en indostaní, y significa «deseo, noble extraño, que todos los dioses bailen en zapatillas sobre tu tumba cuanto antes». Ya me han dicho esa misma frase en otra ocasión… Por otra parte…, ya que nunca había hablado antes con ningún húngaro vivo, le propongo que profundicemos en nuestra ya sólida amistad. Venga a cenar conmigo esta noche. ¡Por favor, venga a cenar conmigo! Si me considera un tanto idiota, eso no importa. Se acostumbrará con el tiempo, como los demás. De todas formas, vamos a ser tres. Le quiero presentar a un joven muy inteligente que acaba de llegar de Oxford y que es sobrino de algún lord. Se trata de un joven muy divertido. Es capaz de pronunciar unas palabras de cinco sílabas que yo nunca he oído con tanta facilidad como si dijera «mu».
Después de vacilar unos instantes, acepté su invitación. Me gusta conocer gente nueva, y de todas formas no tenía nada que hacer. Para ser sincero, también me resultaba atractivo que Maloney me invitara al Savoy, un lugar demasiado elegante como para que yo fuera por mi propia voluntad y por mis propios medios. También empezaba a mirar a Maloney con otros ojos. Está loco, pensé, pero es todo un caballero.
Por la noche nos vimos en el bar del Savoy. Al llegar, encontré a Maloney en compañía de un joven. Era un joven alto, muy delgado, muy atractivo, refinado, y su rostro delataba su inteligencia. Era un tanto afeminado, pero deportista, a la manera atractiva de los estudiantes de Oxford.
–Éste es el honourable Osborne Pendragon -me dijo Maloney, presentándome a su amigo.
–¿Pendragon? – le pregunté lanzando una pequeña exclamación-. ¿Acaso es pariente del conde de Gwynedd?
–El conde es mi tío -me respondió Osborne Pendragon con un tono de voz extraño y estilizado, arrastrando las palabras-. ¿Qué cóctel va a elegir?
¡Qué me importaban los cócteles!
–¿Acaso va a pasar sus vacaciones de verano en Llanvygan? – le pregunté.
–Ha acertado. Pasado mañana me traslado a Gales.
–Yo tampoco tardaré en ir.
–¿Quizás va a ir al balneario de Llandudno? Yo prefiero mi propio cuarto de baño. Hay menos gente y es más distinguido.
–No.
–¿Entonces quizás se propone escalar el Snowdon?
–Tampoco.
–¿Pues adonde más puede ir alguien en el norte de Gales?
–Por ejemplo a Llanvygan.
–¿Cómo?
–El conde de Gwynedd ha tenido la amabilidad de invitarme a su castillo.
En ese momento Maloney irrumpió en la conversación con un grito bélico ancestral, típico de los irlandeses.
–¡Hombre! ¡Vaya, hombre! – gritó, y por poco me rompió el brazo. – ¿Qué?
–¡Podremos viajar juntos! A mí me ha invitado Osborne. ¡Qué casualidad! Además, ¿qué hago yo en la sala de lectura del British Museum?… Uno tiene momentos en los que no sabe qué hacer. En la sala hay por lo menos quinientos monstruos, y yo empiezo a molestar precisamente a este gentleman, y no lo dejo en paz, y resulta que pronto vamos a compartir unas vacaciones. ¡Fantástico! ¡Brindemos por ello!
Era, efectivamente, una casualidad muy extraña. A mí, por poco se me ponen los pelos de punta. La atmósfera misteriosa del castillo de Llanvygan parecía transmitir sus efluvios poderosos hasta el Savoy, casi podía notar una cierta fatalidad, y empecé irremediablemente a sentirme perseguido, a sospechar que en ese mismo instante se estaba preparando algo alrededor de mí, por encima de mí, que las parcas estaban empezando a tejer sus hilos.
Sin embargo, ni el chiflado de Maloney ni el joven aristócrata amanerado parecían llevar el sello del destino sobre su frente, o bien se trataba de un destino altamente humorístico, propio de nuestra época degenerada, repleta de ocurrencias y agudezas.
El joven Pendragon permanecía completamente sosegado.
–Hoy en día hasta la casualidad ha degenerado -observó, levantando la voz al final de la última palabra-. En la época de Lutero, por ejemplo, la casualidad se presentaba bajo la forma de un rayo que caía justo delante de sus narices sin afectarlo. El resultado fue la Reforma. Hoy en día la casualidad se resume en que dos caballeros se van juntos de veraneo. ¿Dónde queda el destino, la fatalidad? ¿Cómo puede experimentarse así dentro de uno la virtud más elevada, el amor fati que mencionaba Nietzsche, si mal no recuerdo?
–Osborne es muy inteligente -observó Maloney.
–Así es. Pero sólo es así porque eso no es usual en Inglaterra. Si yo hubiese nacido en Francia, seguramente me habría convertido en un idiota, por pura rebeldía. ¿Qué les parece si empezamos a cenar?
La cena fue excelente. Hablaba sobre todo Maloney.
Sus aventuras se volvían más atrevidas con cada copa de vino de Borgoña. Al principio, sólo relató sus cacerías, más o menos discretas, de tigres, pero había llegado a incendiar pueblos enteros en Borneo, tratando de demostrar que la gente de Connemara era capaz de prender su pipa incluso cuando corría un fuerte viento, y acabó contando cómo había hecho un nudo en la cola de una cobra real, mientras su fiel mangosta amaestrada, Guillermina, mantenía paralizada la cabeza de la cobra.
–Le tengo envidia a nuestro distinguido amigo -observó Osborne-. Si es verdad tan sólo la cuarta parte de lo que suele contar durante una cena, su vida se puede calificar sin duda como llena de aventuras. Parece que en las colonias todavía ocurren cosas. Un tigre o una cobra podrían despertar en mí cierto thrill, cierto agradable estremecimiento. Mi único deseo es viajar a las colonias. A un sitio alejado de la mano de Dios, donde los aborígenes sigan zampándose a los misioneros.
–¿Por qué no va?
–Lamentablemente, cuando mi abuelo, que en paz descanse, murió de una maravillosa enfermedad tropical, mi tío llegó a la conclusión de que el aire tropical no nos sienta bien, así que me temo que tendré que vivir el resto de mis días en Gales, en nuestros nidos de águila provistos de luz eléctrica, donde ya en la época de la difunta reina Victoria habían exterminado a todos los fantasmas decentes. Debe de saber, caballero, que el último fantasma gales fue atacado, hace tres años, por gente armada con gases lacrimógenos, así que el fantasma del pobre viejo almirante lloraba como un niño pequeño. Si no fuera por mí, todas las supersticiones desaparecerían de Gales. Sin embargo, tengo planes grandiosos para este verano y espero que ustedes dos me ayuden. En Oxford he cosechado éxitos considerables con mis grabaciones de fantasmas y mi minúsculo gramófono. He sido capaz de reproducir lamentos, ruidos de cadenas y larguísimos sermones medievales ingleses en los sitios más inverosímiles. Pero claro, todo esto no son más que juegos. La verdadera aventura ha desaparecido, ha muerto. No pudo aguantar el olor a gasolina.
–Usted tiene ahora mismo dieciocho años, ¿verdad? – le pregunté.
–Sí.
–En el continente, los jóvenes de su edad entienden por aventura otra cosa bien diferente.
–No sé a qué se refiere con sus suaves palabras.
–Me refiero a las mujeres, caballero.
–Yo nunca me refiero a las mujeres, nunca pienso en ellas -me respondió, un tanto colorado-. De lejos, me gustan mucho. Pero si se acercan a mí siento por ellas una ligera repulsión. Tengo la sensación de que si las agarro se descompondrán entre mis manos. Usted es un hombre continental… ¿No ha experimentado nunca nada semejante?
–No, no me acuerdo de ninguna mujer que se me haya descompuesto entre las manos. ¿A usted ya le ha ocurrido?
–Para ser sincero, nunca me he atrevido a experimentar.
–Permítame una observación: creo que es debido a ese aislamiento el que usted tenga la impresión de que su vida carece de acontecimientos. En el continente se suele llamar vida a ocuparse de las mujeres.
–En este caso le tengo que responder con una frase de Villiers de l'Isle-Adam: «En cuanto a la vida, dejemos que nuestros criados se ocupen de ella».
Debido a los efectos de la cantidad de vino de Borgoña ingerida, salí del Savoy con un estado de ánimo muy optimista. «No es verdad que Londres sea una ciudad aburrida», pensé y me felicité por haber conocido a dos jóvenes tan excelentes. «En realidad es una tontería que pase mis días metido entre libros. Debería vivir, sí, vivir.» Interpretaba la palabra vida según su significado continental. «Una mujer… me vendría bien incluso en Londres.»
Maloney nos propuso que fuéramos a un night-club. Los night-clubs son sitios donde está permitido beber toda la noche. Nos aprovechamos abundantemente de ello. Un trago de whisky seguía al otro, cada vez con menos agua. Osborne se mostró un tanto rígido: el ambiente del local de una clase más baja que los que él solía frecuentar le molestaba obviamente, pero era demasiado vanidoso para reconocer su vanidad.
Maloney se puso a contar una de sus historias, que se podía resumir en que había atado a una mujer malaya a un árbol, pero que en el instante decisivo habían aparecido diez parientes de la mujer, armados con sus cuchillos tradicionales. No pudimos enterarnos del resto, porque él se fijó en una mujer sentada en una de las mesas cercanas, lanzó un grito para saludarla con un hello y nos dejó plantados. Yo observaba con tristeza la amable conversación que mantenía con ella: se trataba de una mujer verdaderamente espectacular.
–Es un joven muy extraño este Maloney, ¿verdad? – me dijo Osborne-. Si leyera sus historias en un libro, lo tiraría a la basura.
–¿Usted cree que alguna vez dice la verdad?
–Lo más curioso es que creo que sí. A veces ha llevado a cabo cosas verdaderamente extraordinarias ante mis propios ojos. Hechos verdaderamente incomprensibles según la lógica tradicional. Debo admitir que la noche de hoy también es una de esas ocasiones. Aunque no sería de buena educación hablar de ello.
–¡Cuéntemelo, por favor! Los continentales somos tan indiscretos que incluso un inglés puede permitirse con nosotros cierto grado de indiscreción.
–Bueno… pues mire: ayer Maloney tenía tan sólo tres peniques y medio en los bolsillos. Creo que no tenía más dinero en su haber desde hacía semanas. Sin embargo, hoy nos ha invitado a un restaurante lujoso. Tiendo a pensar, sin tener que hacer mayores esfuerzos para ello, que anoche pudo haber atracado a alguien en una calle oscura. No lo juzgo por ello, claro está. Solamente habrá querido demostrar que la gente de Connemara es perfectamente capaz de atracar a alguien en la calle. Por supuesto, le habrá quitado todo el dinero que llevara encima, para obtener el debido beneficio de su hazaña. Maloney volvió con nosotros.
–¿Me permiten los caballeros que les presente a mi amiga miss Pat O'Brien? Es de Connemara, y con eso sobran las palabras. Ahora mismo trabaja como cantante en el coro del Alhambra. Es una gran artista.
–A mí me encantaría -le respondí con espontaneidad. Sin embargo, Osborne se puso todavía más rígido.
-Well… Debo asegurarle que admiro profundamente a sus paisanos, yo mismo soy de origen celta, o sea casi consanguíneo…, pero tenía entendido que esta noche la íbamos a reservar para estar entre hombres.
–Querido amigo -observó Maloney-, usted es uno de los hombres más inteligentes del mundo, y le aseguro que rompo invariablemente a llorar de emoción cuando me acuerdo de que tengo un amigo así, pero creo que no le vendría nada mal pasar diez minutos cada dos meses en compañía femenina. Le garantizo que se llevaría alguna que otra sorpresa. ¿No es así, doctor?
–¡Claro que sí!
–Bueno, si ustedes dos insisten tanto… -aceptó Osborne, haciendo un gesto de consentimiento.
Maloney ya se acercaba junto con la joven. – ¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo! – dijo la joven, y se sentó esbozando una amplia sonrisa, como para señalar que con su saludo ya había contribuido a la diversión. Puesto que era verano, yo sonreí con su frase. Osborne no estaba dispuesto a hacer el más mínimo esfuerzo.
–Muéstrese ligeramente más contento, joven -le dijo ella levantando su copa, y se puso a cantar una canción que versaba sobre el mismo asunto.
–Haré todo lo posible -declaró solemnemente Osborne.
«Está loco», pensé. La joven era bellísima, pertenecía a esa clase de mujeres niveas e inocentes que constituyen la mejor joya de las Islas Británicas junto con el carácter de sus hombres.
A mí, decididamente me animaba. Escuchaba mis piropos rimbombantes con rendida admiración; los hombres ingleses no tratan muy bien a las mujeres en este terreno. Nosotros, si una mujer nos parece simpática, le decimos: «Te adoro». Un inglés, cuando está mortalmente enamorado, dice: I rather like you. O sea: «Me gustas bastante».
–¡Venga conmigo al continente! – le decía con entusiasmo, mientras acariciaba sus brazos desnudos-. Usted debería vivir en Fontainebleau, y subir y bajar tres veces al día las escaleras construidas por Francisco I, ataviada con un vestido de cola. Seguro que las carpas tricentenarias del estanque se convertirían en animales de sangre caliente nada más verla. La más bella de Francia se moriría de celos en su presencia.
–¡Qué muchacho más simpático! Tiene un acento tan curioso. No entiendo nada de lo que me dice.
Me sentí bastante dolido, puesto que estoy muy orgulloso de mi pronunciación inglesa. Aunque ¡qué sabrá una lassie de Connemara!… Hablaba con un terrible acento irlandés, y yo tampoco entendía mucho de lo que ella me decía. Dejé que se ocupara de Osborne, y Maloney y yo nos dedicamos a beber más whisky.
Maloney estaba ya ligeramente borracho.
–Usted es un hombre divertidísimo, doctor, es una suerte para mí haberlo conocido. Sin embargo, este Osborne… Me encantaría que Pat lo sedujera. Estos ingleses no parecen hombres. Nosotros, los irlandeses de Connemara… ya no somos unos inocentes a esa edad. Pero, dígame, doctor…, ahora que ya nos hemos hecho buenos amigos…, en realidad ¿qué es lo que lo lleva hasta Llanvygan?
–El conde de Gwynedd me ha invitado para que pueda realizar ciertos estudios en su biblioteca.
–¿Estudios? ¡Si usted es ya todo un doctor! ¿O es que le quedan todavía más exámenes a los que hacer frente? Usted es un hombre inteligentísimo, doctor.
–No se trata de ningún examen… Es sólo por mi propio interés. Hay algunas cosas que me gustaría saber.
–¿Las cosas que va a estudiar allí?
–Así es.
–Y ¿qué es lo que va a estudiar?
–Sobre todo la historia de los rosacruces, y en especial la de Robert Fludd.
–¿Quiénes son los rosacruces?
–¿Que quiénes son los rosacruces? Pues… ¿Ha oído usted hablar de los masones?
–Sí. Son una gente que se reúne en secreto para hacer… ¡qué sé yo!
–Así es. Los rosacruces se diferencian de los masones en que se reúnen aún más en secreto, y en que se sabe todavía menos lo que hacen.
–Bien. Pero usted sabe seguramente lo que hacen cuando se reúnen en secreto.
–Se lo voy a decir, pero prométame que no se lo contará a nadie.
–Le juro que mantendré la boca cerrada. ¡Dígamelo!
–Hacen oro.
–¡Qué bueno! Ya sabía yo que estaba usted de broma. ¿Y qué más hacen?
–Acerqúese más. Hacen homúnculos.
–¿Qué?
–Seres humanos.
Maloney se rió y me dio una palmada en el hombro.
–Ya sabía yo que usted era un guarro -me dijo.
–Está loco. No me refería a eso. Pretenden engendrar hombres por una vía artificial.
–O sea que son impotentes.
Los dos estábamos ya bastante borrachos, y nos divertimos mucho con la idea. Yo me reí tanto que tiré sin querer el vaso que tenía delante.
Maloney pidió otra ronda enseguida.
–Dígame, doctor, ¿de qué conoce usted al conde de Gwynedd? Es un hombre muy poco amistoso.
–Yo no he reparado en ello. Lo conocí en casa de lady Malmsbury-Croft, y esa misma noche me invitó a su castillo.
–¿Cómo consiguió ganarse su confianza?
–Con ese asunto de hacer oro.
La conversación empezaba a molestarme. Se parecía demasiado a una típica conversación de Budapest. Yo ya llevaba muchos años viviendo en Inglaterra, y había perdido la costumbre de que me interrogaran de esa manera. Que me interrogaran, ésa era la expresión justa.
De repente empecé a sospechar. La bebida despierta la naturaleza interior de cada uno. En mí, hace que se acreciente mi rasgo de carácter más fundamental: la desconfianza. «Stop! A lo mejor Maloney se quiere aprovechar de mi borrachera para sacarme algún secreto. No sé qué secretos puedo tener yo, pero seguramente debo de tener alguno, puesto que el hombre que me llamó por teléfono así me lo dio a entender.
»Bueno, también se le puede dar la vuelta al asunto. Maloney también está borracho, pues está bebiendo incluso mucho más que yo. A lo mejor le puedo sacar el secreto de cuál es el secreto que él me quiere sacar a mí.»
Con un leve movimiento volví a tirar mi bebida, fingí una carcajada, como si estuviera totalmente borracho, y le dije, balbuceando:
–Vaya con las copas… Cuando me haga mayor, voy a inventar una copa que no se pueda tirar. Y también un sofá que haga brotar bellas mujeres.
No dejaba de observar a Maloney. Me miraba con una visible satisfacción.
–Tiene usted toda la razón, jefe blanco. El único problema es que a veces se pone a hablar en clave.
–¿Yo? No sé a lo que se refiere.
–En todo ese asunto de los rosacruces no hay nada que sea cierto.
–¡No me diga!
–Sé perfectamente que usted es médico.
–¡Maloney! – le espeté-. ¿Cómo ha podido darse cuenta?
–Basta con mirarlo. De todas formas, usted mismo afirma que es doctor. Ya lo ve… Así que no me vaya a negar que entiende perfectamente de enfermedades tropicales.
–Bueno…, es verdad. Me atraen especialmente la enfermedad del sueño y la mosca tse-tsé.
–Y seguro que le interesa todavía más la enfermedad de nombre muy largo a causa de la cual perecieron el padre del conde de Gwynedd y William Roscoe.
–¿Roscoe?
–Sí, Roscoe, el multimillonario. No intente fingir que no conoce ese nombre. Ya le ayudaré yo a refrescar la memoria. – ¡Hágalo, por favor!
–Me refiero al Roscoe que fue asesor financiero del padre del actual conde, en la época en que el padre era gobernador de Birmania o de algún sitio así.
–Aja, se refiere a ese Roscoe… Claro, claro, lo que pasa es que cuando bebo pierdo un poco la memoria. Se refiere al Roscoe que… que después…
–Que después se casó con la lady que estaba comprometida con el actual conde de Gwynedd.
–¡Ya está! Ya me acuerdo de todo. Pero ¿por qué no tomamos otra copa? Después murió, el pobre, a causa de la misma enfermedad que el viejo conde, algo que es bastante extraño.
–Y tan extraño, puesto que se trata de una enfermedad tropical de nombre muy largo, y el viejo Roscoe ya llevaba años viviendo en Inglaterra.
–¡Claro! Para qué se lo voy a negar: es por eso mismo por lo que voy a Llanvygan. Pero ¡por Dios!, no se lo diga a nadie. Dígame una sola cosa más: ¿qué tiene que ver el conde de Gwynedd actual con la muerte del viejo Roscoe?
–Claro, eso a usted no se lo han dicho… Pero como usted ha sido sincero conmigo, yo también lo voy a ser con usted, y se lo voy a decir. Acerqúese más, para que Osborne no nos pueda oír.
–Le escucho.
–En su testamento, Roscoe dispuso que su fortuna pasara a su benefactor, el viejo conde de Gwynedd, o a sus descendientes en el caso de que él falleciera de muerte violenta.
–Eso es absurdo, Maloney. Ni siquiera en Inglaterra se puede hacer un testamento así.
–Pues no es absurdo. El viejo Roscoe tenía la obsesión de que su esposa quería envenenarlo. Por eso lo dispuso así, en secreto.
–¿Y por qué iba a recibir su fortuna la familia Pendragon?
–Porque el viejo Roscoe se lo debía todo al viejo conde. Y también porque le había quitado la novia al conde actual, por lo que luchó toda su vida contra los remordimientos y quiso poner remedio de esa forma.
–Así que ése es el motivo por el cual el conde actual se interesa por esa enfermedad tropical. Porque supone que la enfermedad de Roscoe no se debió a causas naturales, y que por tanto la fortuna de Roscoe le corresponde heredarla a él.
–Así es.
Ya estaba claro. Mi profunda atracción hacia lo inusitado me había conducido ante un enigma colosal que a lo mejor me había estado esperando para ser resuelto. En realidad, me temía que podía entender más de cualquier otro asunto que de enfermedades tropicales, y eso me producía una gran aflicción. También podía intuir que todo estaba estrechamente relacionado con la llamada telefónica. Algo se estaba tramando. Las parcas seguían tejiendo sus hilos.
Llegado este punto, la conversación entre Pat y Osborne se había atascado completamente. Se mantenían sentados en silencio, con una expresión grave. El rostro de la joven reflejaba irritación y el joven parecía decididamente aburrido. Me levanté para sentarme al lado de Pat. Maloney se puso a hablar con Osborne.
–¿Con qué la ha entretenido el honourable? – le pregunté a Pat. – Honourable o no, sólo le puedo decir que es un caballero muy extraño. A mí me importan un comino los títulos, mientras la gente se muestre cortés conmigo.
–¿Por qué dice eso? ¿Es que no se ha mostrado cortés?
–Claro que no. Me estuvo hablando todo el rato de un tal Dante, un alemán que mandaba a todo el mundo al infierno. Y también de una cantante, una colega mía, de quien este Dante escribió que nadaba en… No le voy a decir en qué. Un periodista no debería escribir cosas así de una muchacha decente. Aunque, claro, este joven sólo tendrá amigos así.
–A mí me encantan las muchachas decentes -le dije, cogiéndola de la mano-. Usted es una muchacha decente, yo soy un muchacho decente, así que debemos ayudarnos mutuamente en este mundo vil.
–Claro, me he dado cuenta inmediatamente de que usted es un hombre con buen corazón -observó Pat, tras lo cual me acerqué más a ella y la agarré por la cintura.
–Soy más bueno que el pan -le aseguré con mucho sentimiento.
–Sí, se nota en su mirada que debe de ser un hombre muy agradable cuando se lo conoce de cerca.
Esto me autorizó para besarle el hombro.
–Yo no sé cómo puede ser usted conociéndola de cerca. Pero me gustaría verlo.
Continué haciéndole la corte, aunque no con palabras, sino con actos. ¡Oh, la flexibilidad maravillosa y electrizante de los cuerpos femeninos ingleses! Sólo un poema podría reflejar lo agradable que es acariciar a una muchacha inglesa después de medianoche.
Sin embargo, mi naturaleza retorcida me obligaba, incluso en medio de unos ejercicios corporales eróticos así, a atender a lo que Maloney y Osborne estaban hablando.
Lo que pude oír me sorprendió sobremanera. Creí entender que Maloney comentaba que yo había hecho todo lo posible para poder viajar a Llanvygan. Y decía que yo había ido a casa de lady Malmsbury-Croft sólo porque ya sabía que el conde estaría allí.
Al mismo tiempo, Pat me seguía contando cosas, así que no podía atender bien. A lo mejor los dos estaban hablando de otro asunto, y lo mío eran sólo imaginaciones, puesto que los nervios me empezaban a fallar.
Solté a Pat, y ella se extrañó, ya que las cosas empezaban a ir mucho mejor que bien.
Pero ¿por qué diablos había dicho Maloney una mentira así? ¿Porque era incapaz de decir la verdad o porque no entendía lo que se le decía? O quizás… ¿también con eso pretendía algo, y formaba parte de la conspiración que yo intuía con verdadero pánico?
Osborne escuchaba a Maloney con indiferencia y acabó poniéndose en pie.
–Sorry, pero me tengo que ir. Les veré en Llanvygan.
Desapareció sin darnos la mano, como el gato de Cheshire en aquel relato inglés. Probablemente no aguantara más tiempo sentado a la misma mesa con una mujer.
Maloney se fue a otra mesa, y yo me quedé a solas con Pat. «Lo quiera o no Maloney, yo me voy a llevar a esta muchacha a mi casa», pensé. «Al fin y al cabo, incluso un filólogo es un hombre. Debe de tener un cuerpo blanco y preciosísimo cuando se estira. Durante una hora entera sólo la estaré mirando.»
–¿Le gusta la música? – le pregunté.
–Muchísimo. Debería usted ver lo bien que bailo.
–Sabe qué… Vayámonos de aquí. Venga a mi casa a tomar una taza de té. Le pondré algún disco y bailaremos.
–¿Qué se cree usted? Si lo acabo de conocer.
–No importa. Ya pondremos remedio a eso.
–Si fuera usted inglés, ya le habría dado una buena bofetada.
–Pero como soy extranjero, mejor déme un beso.
–Aquí hay demasiada gente -me dijo como para darme confianza.
La cosa iba bien. Sólo hubiese tenido que levantarme, irme a mi casa y disfrutar de una noche maravillosa en Londres, donde hasta Casanova vivió seis semanas de celibato. Sin embargo, la mala suerte quiso que en ese momento mirara hacia la mesa de Maloney.
No sé si se trató tan sólo del fruto de mi imaginación o si era verdad, no siempre soy capaz de hacer tal distinción. El hecho es que creí ver a Maloney haciéndole señas a la muchacha. La desconfianza brotó en mí con más fuerza que nunca. No era una sospecha normal, sino un pánico enajenador, ancestral y terrible. «La muchacha debe de formar parte de todo el asunto. Estaba previsto por adelantado que nos encontráramos aquí con ella. Si ahora rne la llevo a casa, Dios sabe lo que puede pasar», pensé.
¿Pero qué podía pasar? ¿De qué tenía miedo? ¿Cómo se podía tener miedo de una joven tan esbelta y tan preciosa? No sabía dar respuesta a ninguna de estas preguntas. Por lo que respecta a Maloney…, era fácil imaginar que me asesinara o que me asaltara, pero eso era lo de menos.
En medio de esta maraña de oscuros complejos me imaginaba que si caía en esa trampa, me sumergiría irremediablemente en el misterio sombrío que rodeaba Llanvygan: la llamada telefónica, el jinete de la medianoche y la muerte enigmática de William Roscoe formaban ya parte íntegra de mis miedos. Y el miedo era más fuerte que yo. El miedo es como la pasión.
–Darling -le dije a Pat-, me temo que esta noche no va a ser posible. Me acabo de acordar de que ha venido a verme un sobrino de provincias, y se va a quedar a dormir en casa. Espero que tengamos otra ocasión. Prométeme que nos volveremos a ver.
Pat me miró con un aire de aborrecimiento que ni siquiera intentó disimular.
Me despedí de Maloney, quedando en vernos pronto, y me marché a mi casa.
Al día siguiente estaba muy arrepentido. No dejaba de maldecir mi desafortunada naturaleza, basada en la desconfianza. Otros hombres se vuelven atrevidos e irresponsables con el alcohol, y en mí sólo aumenta la cantidad de bilis negra. Sin embargo, ya era tarde. Nunca más he vuelto a ver a Pat.
Durante los días siguientes continué con mis preparativos intelectuales y espirituales para la aventura en Gales. Repasé los folios que contenían los escritos de Fludd. Tuve dificultades para comprender el texto en latín, plagado de términos cabalísticos en hebreo, si bien creo que aunque lo hubiese leído en húngaro tampoco habría comprendido mucho más. Tomé notas, preso de la sensación de que el conde de Gwynedd me lo aclararía todo.
Me enteré con sorpresa, consultando el libro Medicina Catholica de Fludd, de que el origen de toda enfermedad está en los meteoritos, los vientos y los puntos cardinales, amén de los arcángeles que soplan dichos vientos. También de que el carácter de los seres humanos se descubre por su orina, según nos enseñan los principios de la ciencia de la uromantia.
Estudié la biografía de Fludd escrita por el diácono Craven y releí el maravilloso libro de Denis Saurat sobre Milton y el materialismo cristiano, en el que dedica un capítulo muy interesante a Fludd.
Según su valoración, Fludd, Milton y su entorno intelectual y espiritual nunca creyeron en un alma independiente del cuerpo. Puesto que eran cristianos rigurosos, no dudaron ni por un instante de la inmortalidad, viéndose obligados a llegar a la conclusión de que el cuerpo es inmortal.
Me acordé del lema de los rosacruces: «Creo en la resurrección de los cuerpos». «¿Qué habrá significado esta frase para los antiguos, que interpretaban todo de una manera absolutamente literal?», me pregunté, con un cierto sentimiento inexplicablemente molesto, y lleno de supersticiones. «¿Quién sabe? A lo mejor pensaban que en un futuro cercano volverían a salir de sus tumbas.» Según la leyenda, el jinete de la medianoche lo había hecho para administrar justicia en el caso del médico asesinado.
Maloney me llamó para decirme que no podía acudir a la cita acordada para fijar los últimos detalles de nuestra partida. Así que creí que viajaría solo, pero el último día se presentó en mi casa.
–¡Buenos días, doctor! ¿Nos vamos a Gales?
–Yo, por mi parte, voy a ir con toda seguridad. ¿Y usted?
–Estuve dudando durante unos días, porque me invitaron a Cuba, donde se va a celebrar una pelea de gallos sensacional, la olimpiada internacional de las peleas de gallos. Pero pensé que no le podía fallar a Osborne, ni tampoco permitir que usted vagara absolutamente solo, con esas gafas que lleva, en medio de la Inglaterra más salvaje. Se arriesgaría a perderse y a llegar por casualidad a Escocia, de lo cual Dios lo guarde.
–Entonces saldremos mañana en el tren de la una y cuarto.
–No. Eso es lo que le quería decir. Una conocida mía, muy amable, una tal Mrs. St. Claire, se ha ofrecido a llevarnos en su automóvil hasta la estación de ferrocarril de Chester. Allí tomaremos un tren y después otro hasta llegar a Corwen, donde nos estará esperando Osborne en su coche. ¿Está bien así?
Mi ataque de desconfianza se había disipado, y hasta sentía un ligero remordimiento por Maloney, así que acepté la propuesta con mucho gusto.
–Agradezco mucho a Mrs. St. Claire su amabilidad. ¿Quién es ella? ¿No se sentirá incómoda al tener que viajar junto a un desconocido?
–Al contrario. Le conté algunas cosas sobre usted y, ¡mire por dónde!, me comentó que los húngaros existen de verdad, y que ella los tiene en gran aprecio, porque su historia se parece mucho a la de los irlandeses, es decir a la nuestra. Usted nunca me lo había dicho. Quiere conocerlo y hablar con usted sobre Hungría. En agosto viajará a su país.
La historia parecía bastante creíble, en las mentiras de Maloney siempre había más elementos de pura fantasía, así que nos pusimos de acuerdo para reunimos al día siguiente en el lujoso hotel Grosvenor House, donde ella se alojaba.
Al día siguiente, al llegar al hotel, encontré a Maloney en el vestíbulo.
–Ayer puse un telegrama a Osborne, diciéndole que llegaríamos hoy y que nos esperara. Me mandó una respuesta, diciendo All right. Ella no tardará en bajar.
A los pocos minutos llegó una dama alta y elegante, vestida con una capa de viaje, que no dejaba de sonreír. Cuando se acercó lo suficiente para que yo pudiera apreciar, con mis ojos miopes, la belleza singular e impresionante de su rostro y de su figura, me resultó extrañamente familiar, y mientras nos dábamos la mano y nos decíamos el obligatorio how do you do, ya sabía quién era, y el descubrimiento me provocó unos violentos latidos en el corazón.
Tres años atrás, yo había pasado mis vacaciones en Fontainebleau, con mi amigo Cristofoli, el arqueólogo y poeta. Mi pobre tía Anna acababa de fallecer, así que yo tenía mucho dinero. Nos alojábamos en el Hotel de l'Angleterre et de la France, muy elegante, justo enfrente del parque.
Un día Cristofoli, el hombre más sensible del mundo, se mostró todavía más vivaz que de costumbre. Me anunció que estaba enamorado.
La dama de su elección no tardó en aparecer. Yo ya la había visto el día anterior, a la hora de la comida: iba siempre sola. Era efectivamente muy hermosa, no según las pautas uniformizadas de nuestra época, no parecía una estrella de cine, sino que era bella de verdad, de un modo particular, sin que se la pudiese comparar con nadie.
Cristofoli era un joven muy apuesto y tenía un espíritu emprendedor. Ya había averiguado que la dama se llamaba Eileen St. Claire, que era británica, y que había llegado a Fontainebleau en su propio coche. Nadie sabía nada más de ella. Sólo se la veía durante las comidas, y se pasaba los días conduciendo sola su Hispano por los bosques.
Cristofoli se pasó el día entero recitando a Petrarca, aguardando la llegada de la noche para, en el momento del baile, poder tener la ocasión de presentarse. Sin embargo, Eileen St. Claire no bajó al salón. Cristofoli no durmió en toda la noche y no me dejó dormir tampoco a mí. Empecé a sentir cierta antipatía por aquella mujer.
Los días siguientes fueron más excitantes que una cacería. Cristofoli era inventivo y pegajoso. Al ser poeta, se sentía libre de las ataduras de las convenciones sociales. El automóvil de Eileen St. Claire nunca llegaba al hotel sin que él estuviera allí para abrirle la puerta, brindándole su brazo para ayudarla a bajar. Ella lo agradecía con un movimiento amable de la cabeza y seguía su camino sin decir palabra. Con tanta rapidez y frialdad que Cristofoli no podía ni empezar a recitar el poema que tenía en mente para la ocasión.
El 14 de julio, el efluvio de la Fiesta Nacional que acerca los corazones era su última esperanza. La ciudad entera se encontraba en la calle, bailando, bebiendo, entablando amistad con todo el mundo. Yo me temía que Eileen St. Claire no se iba a rebajar a esa fiesta popular. Nosotros dos lo estábamos festejando cerca del hotel, y habíamos entablado ya amistad con todas las dependientas y con todos los negros de los alrededores, cuando de repente reparamos en la alta figura de Eileen St. Claire.
Cristofoli atravesó, en cuestión de segundos, la multitud enardecida y, con un gesto impulsivo, lleno de ternura, le ofreció lo único que tenía en sus manos: una pequeña trompeta de juguete.
–Thank you -le dijo la dama entre sonrisas y desapareció de forma milagrosa, como un conejo en la chistera de un prestidigitador. Cristofoli rompió su corbata en mil pedazos.
Ya sólo esperaba que se produjera un incendio, para poder así salvar a la dama, en sus brazos, de entre las llamas.
Un día ella no estaba sola. En su mesa había un hombre de rostro verdusco, de aspecto vicioso. El hablaba en voz baja, con mucha rapidez, y ella lo escuchaba alterada. Cristofoli estaba fuera de sí. Cuando se enteró, por boca del camarero, de que el hombre era médico, se calmó un poco. Eileen St. Claire y el médico pasaron la tarde en la habitación de la mujer.
–Se trata, sin duda, de un reconocimiento médico -le aseguraba yo a mi pobre amigo desgraciado, para tratar de consolarlo.
Aquella misma noche ocurrió un desenlace inesperado e incomprensible.
El médico se marchó en el tren de la noche. Lo que ocurrió después sólo he podido reconstruirlo a partir de las confusas palabras que Cristofoli soltaba a borbotones sin querer.
Hacia las once él subió del salón de baile a su habitación. Por el pasillo se encontró con Eileen St. Claire; se detuvo y la miró, sin poder articular palabra. La mujer lo cogió de la mano, sin decirle nada, y se lo llevó a su propia habitación.
A las cinco de la madrugada me desperté porque Cristofoli entró en mi habitación. Su rostro rezumaba una expresión de dicha más allá de lo meramente humano; no era capaz de hablar, sólo recitaba poemas y lloraba. Le dije que se tomara un calmante y que me dejara dormir.
Por la mañana se vistió con tanto cuidado como una muchachita que se prepara para su primer baile. Yo estuve listo media hora antes que él. Cuando bajó a desayunar, yo ya sabía la terrible noticia, y no supe cómo decírsela sin herir sus sentimientos. Tuve que confesarle que Eileen St. Claire se había marchado esa misma mañana, muy temprano.
Nos fuimos inmediatamente a París, a la policía, a varias agencias de detectives, a muchos sitios más. Buscábamos su rastro, pero todo fue en vano.
Los nervios sensibles de Cristofoli no resistieron el golpe. Tuve que llevarlo a un sanatorio, donde estuvo en tratamiento durante tres semanas. Después de curarse, ya nunca más volvió a ser un hombre cabal. Rompió relaciones conmigo, con la arqueología y con la poesía. Perdí su huella y hasta llegué a creer que se había suicidado. Sin embargo, alguien me contó que lo había visto en Persia, donde ejercía de ministro del Aire del gobierno revolucionario.
Y ahora yo tenía delante de mí a Eileen St. Claire. Me sentía incómodo, y estuve dudando durante unos instantes si decirle o no que la conocía. Me pareció más sensato no decirle nada.
Subimos al automóvil. Maloney se puso al volante, y nosotros dos nos sentamos atrás. Mis recuerdos de su historia con Cristofoli aumentaban el enigmático aire de Eileen St. Claire. No hablamos mucho, y nuestras voces sonaban apagadas, lejanas, faltas de interés. Ella sacó el tema que Maloney me había mencionado. Me explicó su punto de vista sobre las semejanzas entre húngaros e irlandeses.
–Ambas naciones se mantuvieron, durante siglos, bajo el yugo asfixiante de unos vecinos más astutos. Los dos pueblos se comportaron de manera extraordinaria mientras se vieron obligados a luchar contra el tirano, pero en el momento de conseguir su independencia, los dos se volvieron taimados y perdieron el rumbo a seguir.
A continuación, me habló de la historia trágica de los irlandeses, de sus mártires, de Kathleen-ni-Hoolihan, una anciana encorvada e inmortal, símbolo fantasmagórico de una Irlanda poblada de fantasmas…
Me contó todas las cosas hermosas y emocionantes que yo ya había oído sobre los patriotas irlandeses, pero lo hacía con tanta frialdad como si estuviera recitando una lección. Yo me preguntaba sorprendido si existía algo en el mundo que para ella no fuera una lección ni una obligación.
En Birmingham tomamos un lunch ligero y continuamos viaje. Habíamos agotado los temas generales sin que se hubiese establecido ningún contacto personal entre nosotros. Confieso que me sentía triste, pero notaba que todo era en vano, que nunca sería capaz de atravesar el muro detrás del cual ella se escondía.
Ya no estábamos muy lejos de Chester cuando se dirigió a mí con estas palabras:
–Quisiera pedirle un favor. Usted va a Llanvygan, al castillo del conde de Gwynedd. El conde fue amigo mío durante muchos años, quizás haya sido mi mejor amigo. Después nos distanciamos irremediablemente, debido a un malentendido. Yo sigo queriéndolo y quiero su bien aun desde la lejanía. No puedo remediar el deseo de llamar su atención sobre el hecho de que sigo existiendo, incluso después de tantos años.
Una confesión lírica. Sin embargo, su tono de voz sonaba, por decirlo así, como si me confesara que estaba muy contenta con su nueva criada. Cuando esa mujer se descubría, resultaba todavía más enigmática que cuando permanecía en silencio.
–Quisiera pedirle que le entregara este anillo. Quizás le parezca extraño que se lo pida a usted, y no a Maloney a quien conozco desde hace años…, pero ya sabe cómo es Maloney. Es un muchacho excelente, procede de una buena familia, y sin embargo no me atrevería a confiarle ni dos chelines. Así que se lo pido a usted, espero que no se moleste.
–Me hace feliz poder serle útil, señorita.
–También le ruego que no le diga al conde quién le ha entregado el anillo. Dígale que lo ha recibido en un sobre sin remite, y que en la carta le pedían que se lo entregara.
–Perdóneme, pero ¿no quería que el anillo le recordara su existencia?
–Sí, pero quiero que sea él mismo el que adivine quién le envía el anillo. Si no es capaz de darse cuenta, no se merece que yo piense tanto en él. Por favor, déme su palabra de honor de que bajo ninguna circunstancia le confesará que yo le he entregado el anillo.
Sin embargo, no me lo pedía de corazón, ni me lo ordenaba, tan sólo pronunciaba la frase con el mismo tono apagado de antes. Constataba sin más que yo iba a dar mi palabra de honor. Me lo decía como alguien que ni siquiera se plantea la posibilidad de que se le pueda contradecir.
Le di mi palabra de honor.
A pesar de ello, había algo dentro de mí que protestaba enérgicamente. Independientemente del fatal halo de gloria que le confería su relación con Cristofoli, no podía olvidar que era una conocida de Maloney. «¿Quién sabe? A lo mejor todo se ha previsto por adelantado y se trata de un complot. Todo lo que resulta sospechoso se encamina en dirección a Llanvygan, componiendo un secreto indescifrable; hasta el secreto de Eileen St. Claire forma parte ya del secreto del conde de Gwynedd, del secreto que mi intuición presiente, del secreto que debo resolver buscando incluso debajo de las piedras, del secreto que me atrae y que al mismo tiempo me repele.» Sin embargo, le di mi palabra de honor. ¿Por qué? Porque Eileen St. Claire era muy hermosa, y porque yo soy muy tímido.
Guardé el anillo.
Llegamos así a Chester. En la estación de ferrocarril bajé del automóvil junto con Maloney, y nos despedimos de Eileen St. Claire.
–Hará lo que le he pedido, ¿verdad? – me preguntó ella-. Cuando regrese a Londres ya me contará la reacción del conde. ¡Adiós!
Me miró, sonrió y se quitó el guante de la mano derecha.
–Sí. Me puede besar la mano.
Tomamos el tren para continuar nuestro viaje. Maloney me pidió que guardara un paquete en mi maleta porque no cabía en la suya. En el tren no ocurrió nada más digno de ser mencionado.
Este se adentró entre los montes del norte de Gales. Más adelante cambiamos de tren. El paisaje se volvía cada vez más romántico, y cuando llegamos a Conven ya era totalmente salvaje. Osborne nos estaba esperando. Nos saludamos y subimos a su automóvil.
El camino discurría en medio de un valle estrecho, entre dos laderas escarpadas. Osborne redujo la velocidad.
–Ahí, a la izquierda está el camino que lleva a la antigua fortaleza de los Pendragon. Ya ven que el camino está muy abandonado. Sólo los turistas se atreven a subir de vez en cuando, a los campesinos no les gustan esos parajes. Le siguen teniendo miedo al viejo Asaph, el sexto conde de Gwynedd, que hacía sus hechizos y encantamientos allí arriba.
Llegamos a otro valle, más ancho, desde donde se podían divisar las ruinas de la fortaleza en la cima del monte. Había sido levantada sobre unas rocas abruptas y áridas, como si formara parte de ellas. Alrededor de su torre de estilo normando, medio derruida, unos cuervos volaban en círculo. Maloney expresó también la impresión que yo sentía cuando dijo:
–Debe de haber sido muy desagradable vivir allí arriba.
Más tarde llegamos por fin a unos parajes más agradables y atravesamos el pueblo de Llanvygan hasta llegar a la verja de hierro forjado del parque. Un ancho camino bordeado por árboles nos condujo hasta el castillo. Era un edificio enorme, esplendoroso y acogedor, no se parecía en absoluto a la imagen que yo había concebido de antemano de él, si bien es verdad que en su interior las salas poco iluminadas, los muebles antiguos y el profundo silencio me resultaron deprimentes.
Mientras me cambiaba de ropa, compuse mentalmente un pequeño speech para saludar al conde. Me condujeron a una sala enorme, donde ya nos esperaba él mismo, que salió a nuestro encuentro, andando con paso rápido, acompañado de una muchacha joven a su lado y de tres lacayos vestidos con librea detrás de ellos. La escena recordaba una recepción regia. El rostro del conde era rígido y solemne y no se parecía al del científico aristócrata que yo había conocido en la velada en casa de lady Malmsbury-Croft. No esperó a que lo saludáramos, sino que nos dio la mano y empezó a hablar como alguien acostumbrado a repartir órdenes.
–¿Usted es Maloney? Pues bien. Pásenlo bien en Llanvygan. Esta señorita es mi sobrina, Cynthia, la hermana mayor de Osborne. Rogers, el mayordomo, ya ha recibido instrucciones de conducirlo a usted, mañana por la mañana, a la biblioteca. Lamentablemente, esta noche no puedo cenar con ustedes. ¿Alguna otra cuestión, doctor?
–Sí. He recibido una carta anónima que contenía este anillo, con el ruego de que se lo entregara a usted. Creo que lo mejor es que se lo dé ahora mismo.
El conde cogió el anillo y su rostro se puso todavía más serio.
–¿Dice usted que no sabe quién le ha enviado este anillo?
–No lo sé, milord.
El conde se dio la vuelta y se fue sin despedirse.
–Es un hombre interesante -observó Maloney.
Yo me sentía incapaz de recuperarme de mi aturdimiento. Estaba desesperado. Mis intuiciones no eran equivocadas. Eileen St. Claire sólo traía problemas. Por ella acababa de perder la disposición favorable del conde. ¡Qué locura! Siempre que le hago un favor a alguien me meto en problemas. Tenía razón John Bonaventura Pendragon: toda buena acción recibe el castigo que merece.
Tomé un baño, me cambié y bajé a cenar. Durante la cena, la señorita del castillo estuvo sentada a mi lado, ataviada con un precioso vestido de noche. No pude contribuir a su distracción: tenía demasiados motivos para mostrarme tímido y sentirme desgraciado.
Por una parte, ella era muy hermosa. Y aunque no hubiese sido hermosa, era descendiente de la familia Pendragon, la dueña del castillo… De todas formas yo sentía que no era digno de abrir la boca. El lector pensará que soy un esnob. ¡Pues que lo piense! Confieso mi convicción secreta de que un conde es superior al resto de los humanos.
Lo que ella le estuvo diciendo a Maloney me retraía todavía más en mi timidez: le contaba que dos años antes la habían presentado en la corte, que pasaba la temporada de vida social en Londres, con su tía, la duquesa de Warwick, en una mansión del barrio de Belgravia, en una calle tan elegante que me hacía llorar cuando pasaba por ella. Le hablaba de garden parties en casa de tal o cual lady, veladas en casa de tal otra, mercadillos en casa de una tercera… Los nombres de sus amigas -todos con tintes históricos, aunque mencionados sin darles importancia- caían como martillazos sobre mi cabeza.
«Acabaré por adelgazar con tantas emociones», pensé, «si tengo que comer y cenar en un ambiente tan señorial». La verdad es que en Inglaterra -debido a mi profesión- me movía bastante entre la alta sociedad. Pero la mayoría de las veces ocurría por mi condición de secretario a sueldo de alguien, y no por mi propia persona. Y la familia Pendragon constituía lo mejor de la más alta sociedad. Y además -last but not least- una joven señorita de la aristocracia era, a mis ojos, alguien mucho más majestuoso e imponente que, por ejemplo, un señor mayor de la aristocracia.
A todo esto se añadía la frustrante sensación de que -debido a las intrigas de Eileen St. Claire- había perdido definitivamente el derecho a ser considerado como un invitado bienvenido en Llanvygan.
En mi desesperación, bebí mucho del magnífico vino del castillo, un caldo de elevada graduación, y esperaba que ello me ayudara a dormir bien. Así llegó mi primera noche en Llanvygan, el comienzo de mis aventuras fantasmales e inexplicables.
Me acosté en mi cama, deprimente de puro histórica (de la época de la reina Ana, me imagino), y me puse a leer. Leía y leía. Una obra de filosofía, puesto que la filosofía ejerce un efecto balsámico sobre mí y me ayuda a dormir. Quizás porque mi conciencia se refugia en el sueño ante tanto aburrimiento. El Sujeto y el Objeto, cuya relación peculiar se describía en el libro, ya iban adquiriendo forma humana en mi estado de duermevela.
–¡Qué viento! – decía Sujeto a Objeto.
–No importa, no es un viento violento -consolaba Objeto a Sujeto, como cuando el hemisferio derecho del cerebro mantiene una conversación con el hemisferio izquierdo…, con lo que yo me desperté.
«¿Qué es eso?»
Me di cuenta de que llevaba un rato oyendo algo. Era un sonido entre humano y no humano, un sonido indefinible. En la oscuridad sólo parecía existir aquel ruido. Primero sonaba como «tap», luego como «tip». A lo que seguía un suspiro indescriptible mediante la palabra humana, un suspiro ahogado, asustado, muy desagradable.
Los sonidos se repetían a intervalos de tres minutos, más o menos. Sin embargo, tampoco se trataba de intervalos regulares, sino más bien aleatorios.
En cualquier caso, encendí la lámpara. La habitación parecía todavía más legendaria que cuando me había acostado, como si hubiese retrocedido doscientos años en el tiempo. Yo sólo había visto habitaciones así en los museos londinenses y en los castillos franceses, pero allí los rótulos y las guías me ayudaban a imaginar las situaciones: imaginaba, por ejemplo, a Napoleón, con las manos juntas detrás de la espalda, o a una señorita muy delgada, hilando sentada detrás de su rueca.
Sin embargo, en esa habitación no había ningún rótulo acerca de los armarios tallados en madera. Nada encadenaba a la imaginación en un dócil carril. «Quizás en esta misma cama haya muerto uno de los antiguos miembros de la familia, qué sé yo, a lo mejor confesando sus inefables pecados entre terribles alucinaciones…», pensé. Al mismo tiempo, los sonidos de «tap» y de «tip» y los suspiros se seguían oyendo desde fuera. Era una sensación muy molesta.
Encendí un cigarrillo. El humo del Gold Flake recorría la habitación danzando, intentando hacerla más acogedora, pero sin conseguirlo. Yo me sentía mortalmente cansado. El viento se escuchaba por el hueco de la chimenea, como si fuera el sonido caótico de una radio imposible de apagar. Se repetían los sonidos de «tip» y de «tap» y también los suspiros.
Tengo que admitir que suponía que era una ventana o algo así lo que producía esos ruidos. Durante otras noches de fuerte viento, ya se habían librado batallas parecidas entre ventanas mal cerradas y mi imaginación.
También sabía que -lo quisiera o no- acabaría saliendo afuera para enterarme de lo que estaba ocurriendo. Me conozco, y no podía calmarme de otra forma.
Me levanté de la cama, me puse la bata y abrí la puerta sin hacer ruido.
La puerta daba a un pasillo. El pasillo estaba totalmente a oscuras, era muy poco acogedor, y había corriente. Volví a mi habitación como quien mete un pie en el agua fría y lo retira enseguida.
En casos así, me suelo amparar en mi revólver, pues para eso lo tengo. Es más propio de una película el dormir con un revólver cargado con todas sus balas, especialmente con mi forma de vida más bien pacífica, pero qué puedo hacer si me he acostumbrado a ello.
Abrí el cajón de mi mesilla de noche, y creí que estaba teniendo visiones. Si hubiese encontrado una tortuga, en vez del revólver, no me habría sorprendido tanto. El revólver no se encontraba en la esquina derecha, donde yo lo había dejado, sino en la izquierda. No había lugar a equivocaciones. Hasta suelo contar los cigarrillos que me quedan antes de guardar la cajetilla en un cajón.
Para la secuencia siguiente, no hacía falta recurrir a la fantasía cinematográfica. Miré el revólver. Estaba vacío. Alguien había sacado todas las balas.
Generalmente me suelen robar tres cosas: cigarrillos, hojas de afeitar y pañuelos de bolsillo. Nunca antes me habían robado las balas de un revólver. Lo más triste era que no tenía más balas. Un día había puesto seis, hacía diez años, cuando compré el arma. Desde entonces me quedaban cinco, ya que había disparado una para probarla. Pensé que me bastarían para toda la vida. Nunca consideré en serio que la fuera a utilizar.
Si digo que la cosa no me hacía ninguna gracia, me quedo muy corto.
Al mismo tiempo, el ruido proveniente del exterior iba in crescendo, en paralelo al empeoramiento de mi estado nervioso. Parecía como si unos altavoces colocados en las sesenta habitaciones del castillo transmitieran los sonidos de «tap», «tip» y «ah»… «Vaya amabilidad hacia los invitados, tener ventanas que no dejan de hacer ruido», dije para mí. «No, no son las ventanas.» Había llegado la hora de la terrible aventura innombrable que llevaba esperando diez años entre angustias y sudores.
A falta de revólver, cogí mi linterna, suspiré profundamente y salí al pasillo de un salto.
La ventana que se encontraba enfrente de mi puerta estaba cerrada. El sonido venía del lado izquierdo, así que me dirigí hacia allí. La ventana siguiente estaba a más de diez pasos, el pasillo hacía una ligera curva. La gente de antaño no se preocupaba demasiado por la iluminación. De repente, para mi mayor tranquilidad, me encontré delante del culpable. Claro que era la ventana. No estaba bien cerrada. Se mecía con el viento como el triste cuerpo de un ahorcado. Me dispuse a cerrarla de inmediato.
Me dispuse, digo, porque la cosa no era tan sencilla. La ventana tenía un cierre complicado, un cierre antiquísimo. En aquel momento comprendí por qué había sido tan inteligente por mi parte haber leído en su día un libro excelente sobre el oficio de los antiguos herreros ingleses. Esta fue una de las pocas ocasiones -dejando a un lado los crucigramas- en que he podido aprovechar, en un sentido práctico, mis conocimientos. Cerré la ventana debidamente, ni una criada de la época de Shakespeare lo habría podido hacer mejor.
Se acabó mi estado nervioso. Me sentía agotado, pero volví muy tranquilo a mi habitación. Había vencido al mayor enemigo, gracias a mi valentía y a mis amplios conocimientos. «Me tomaré un somnífero, y dormiré bien el resto de la noche», pensé. «Dejaré el asunto de las balas del revólver para mañana.» Sin embargo, el destino no lo quiso así. Lo de la ventana había sido sólo un pequeño preludio.
Al llegar a la curva del pasillo, veo una luz delante de mi habitación. Doy dos pasos más hacia delante y -perdiendo por completo mi sentido de la orientación geográfica- empiezo a gritar en tres idiomas.
Delante de la puerta, con una antorcha en la mano, había un gigante de la Edad Media.
Para evitar malas interpretaciones: ni por un instante pensé que se tratara de una aparición o de un fantasma. Es un hecho que los castillos ingleses están llenos de fantasmas, aunque sólo los ven los aborígenes. Ningún natural de Budapest había visto nunca uno.
Lo más sorprendente era, precisamente, que no fuera un fantasma. Porque si en un castillo aparece, en plena noche, el fantasma de un viejo inglés, esto es más o menos normal, y uno está preparado para ello, gracias a sus lecturas. Uno simplemente le promete que pondrá sus huesos, llevando a cabo un entierro religioso, bajo tierra, y ya está.
Lo más fantasmagórico del mundo es que los fantasmas no existen. Todo tiene un sentido, aunque yo lo desconozca. ¿Qué se puede hacer si, a medianoche, uno encuentra delante de la puerta de su dormitorio a un gigante de la Edad Media que no es ningún fantasma? Muy al contrario, tiene buen aspecto, mira con cara de pocos amigos, y pregunta muy cortés:
–¿Ha perdido algo?
–¿Tendría la amabilidad de decirme quién es usted? – le pregunté.
–Me llamo John Griffith, sir.
–Encantado. Seguramente es…
–Sí, sir, estoy al servicio del conde de Gwynedd. ¿Ha perdido usted algo?
Le expliqué lo de la ventana. Mi nuevo conocido me escuchaba con la flema típica de los ingleses. Yo tuve la sensación de que no se creía ni una sola palabra de la historia. Callamos. A continuación me dijo:
–Bueno, entonces todo está bien. Buenas noches, caballero… Si yo estuviera en su lugar… preferiría no salir al pasillo durante la noche… En estos pasillos antiguos… hace mucha corriente. Se lo digo para que lo tenga en cuenta.
Y se fue, antorcha en mano, a un ritmo muy moderno.
El que en su aviso hubiera algo de amenaza, a lo mejor sólo me lo imaginaba yo.
Tras entrar en mi habitación, primero me tuve que corregir. John Griffith no llevaba un vestido medieval: si mi estado de ánimo, un tanto peculiar, me permitía confirmarlo, iba vestido según la moda de comienzos del siglo XVII. Llevaba una vestidura negra de manga ancha, unos pantalones negros igualmente anchos y tenía el cuello de la camisa vuelto hacia abajo, como Shakespeare en los retratos de su vejez. Pero dejémoslo.
Me sentía como el judío aquel de la Biblia, no me acuerdo de su nombre, que se fue a buscar los asnos de su padre, y en su lugar encontró un reino. La ventana que fui a buscar por la alarma de mis nervios sólo era una ventana, pero era un hecho innegable que me habían quitado las balas de mi revólver y que un gigante vestido de manera teatral me cuidaba. Todo eso da que pensar.
Quise cerrar la puerta. Me tuve que fijar en algo que ya había constatado antes pero que no me había sorprendido hasta ahora: la puerta tenía cerradura pero no tenía llave.
De todas formas, me volví a acostar. Estaba cansado, y conseguí de algún modo dejar para más tarde las cosas que me inquietaban. Estaba a punto de dormirme cuando oí que la puerta se abría.
Corría el viento, y entraron en mi habitación todas las amenazas de la noche. Mi corazón dejó de latir, se paralizó en mí la vida consciente, pero mis instintos seguían funcionando: me parecía a san Dionisio paseando por Montmartre con la cabeza cortada en la mano.
Encendí la luz, apunté con mi revólver sin balas a la persona que estaba entrando y le dije:
-Stop.
Parece que una cierta elegancia propia de un detective estaba germinando en mí.
Me di cuenta con tranquilidad de que en la puerta se encontraba Maloney, así que recobré mis constantes vitales. Llevaba un traje negro, muy pegado a su cuerpo, y reparé en que se trataba de un traje de alpinista. Cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado, y me dijo susurrando:
-Hello-ello-ello.
-Hello-ello-ello -le respondí, con un ligero tono interrogante. Guardé el revólver.
–Espero no molestarle -me dijo.
–Usted se muestra muy optimista, como de costumbre -le respondí-. ¿Qué busca aquí? ¿Qué hace vestido así? ¿O es que siempre se viste así cuando sale de paseo?
–Querido doctor, no tenemos tiempo para que yo disfrute de su sentido del humor. En este castillo están ocurriendo cosas muy extrañas.
–Es verdad.
–Si no fuera un hombre de Connemara, diría que es un sitio habitado por fantasmas. Pero, como lo soy, no sé qué decir. Dígame, ¿usted no se ha encontrado, por casualidad…, con…, no sé cómo decírselo…, con una aparición?
–Depende de a qué aparición se refiera.
–Un gigante vestido como los actores de las pantomimas navideñas. Lleva una antorcha en la mano, mira a uno y se va. Es un tipo muy desagradable.
–Hasta he hablado con él. Se llama John Griffith.
-Well, su nombre no es muy fantasmagórico. En Gales, la mitad de los habitantes se llaman Griffith. ¿Pero qué busca merodeando por nuestras habitaciones?
–No tengo ni la menor idea.
–No puedo remediarlo, pero no me gusta que unos tipos así anden alrededor de mi habitación. ¿No ha notado nada más? Por ejemplo, ¿tiene usted llave en la cerradura?
–Pues no.
–Yo tampoco. ¿Y no han rebuscado también entre sus pertenencias mientras cenábamos?
–La verdad es que me han quitado las balas del revólver.
–Ajá. Ahora que me acuerdo. Querido doctor, ¿podría mirar, por favor, si tiene todavía el paquete que pusimos en su maleta?
La idea de que se hubiesen llevado algo de mi equipaje me parecía poco probable, pero me levanté de la cama, abrí mi segunda maleta que todavía no había tocado y me puse a buscar. No había ni rastro del paquete.
–Muy interesante -observó Maloney-. En este castillo andan sueltos unos ladrones o bien unos fantasmas. ¿Qué le parece?
Yo no veía la cosa así de fácil. Si hubiesen sido ladrones, se habrían llevado mi dinero o mi pitillera, no las balas de mi revólver o el misterioso paquete de Maloney. Empecé de nuevo a sospechar de él.
–Dígame, Maloney, ¿qué había en ese paquete suyo? Maloney me miraba con ojos inquisidores.
–¿O sea que usted ha abierto el paquete?…
–¿Está loco? ¿Acaso pretende sugerir que yo mismo haya hecho desaparecer su paquete? ¡Dígame inmediatamente lo que había en él!
–Cosas de alpinistas que usted desconoce. El polvo que ha visto era una especie de polvo de resina. Con eso suelo untar las cuerdas, antes de usarlas.
En ese momento, Maloney se acercó corriendo hasta la puerta y pegó una oreja en ella para escuchar. Yo mismo pude oír unos pasos que se acercaban. Maloney volvió al centro de la habitación, y se puso a cantar sin previo aviso: Happy days are here again, marcando el ritmo con un abrecartas sobre el borde de un vaso. Hacía mucho ruido. Los pasos se alejaron.
–Usted me perdone -me dijo-, de repente me he puesto tan contento. La vida es bella. Este castillo es un lugar casi tan excitante como la jungla. Me acuerdo de una vez en Labuan, jugando tranquilamente al póquer con el mayor, cuando entra, de repente, un policía local y nos dice que se está acercando una banda organizada de orangutanes que ya han estado robando en tres casas. Los orangutanes, organizados así, son muy desapacibles. En el grupo siempre hay una hembra adulta, y si uno consigue matarla, los demás se retiran. Claro que ¿cómo distinguir dentro de la banda de monos peludos cuál es la lady más vieja? Le digo al mayor que no se preocupe, que me los deje a mí. Yo conozco el idioma que hablan. Salgo y me encuentro a esos monos riéndose a carcajadas…
Yo no tenía paciencia para escuchar la historia de Maloney hasta el final. De repente, tuve la absoluta certeza de que detrás de su falta de habilidad y de sus manías se escondía algo, una oculta intención, algo que él intentaba esconder bajo la toga de su locura, como ocurría con Bruto en nuestras lecturas del Liceo.
Es verdad que soy suspicaz, pero estaba totalmente seguro de que Maloney se había puesto a cantar, en el momento justo en que alguien pasaba delante de mi puerta, para tener una coartada. Para demostrar que se encontraba en mi habitación, que se encontraba bien y que no estaba preparando nada malo, sino que estaba simplemente cantando…
–Sorry -le dije-, vamos a dejar a la hembra adulta de los orangutanes para mejor ocasión. Por favor, explíqueme por qué, siendo noche cerrada, va vestido con traje de alpinista. Debo recordarle que en las películas los ladrones que roban en los hoteles suelen llevar una vestimenta así… Por otra parte, todavía no me ha dicho qué ha venido a buscar a mi habitación.
–Pues es muy sencillo. Cuando llegamos me fijé en que en este mismo piso hay un balcón con unas estatuas que sostienen sobre su cabeza el balcón de más arriba. Enseguida me entraron ganas de escalarlas. Nunca he escalado unas estatuas barbudas. No podía dormir, me inquietaba el hecho de que el conde nos hubiese recibido con tanta animosidad. Escalar siempre me viene bien. Y escalar por la noche es mi especialidad. Así que me he vestido, y he salido al balcón.
–¿Y ha escalado las estatuas?
–No exactamente, y de eso se trata. Nada más salir al balcón veo que todo el castillo está rodeado.
–¿Cómo?
–Sí. Delante del castillo había un jinete con una antorcha. Me vio y empezó a gritarme cosas.
–¿Qué decía?
–No lo sé. Tenía un acento muy extraño. La verdad es que sólo pronunciaba una palabra, pero no la comprendí. De todas formas, me pareció una palabra muy desagradable. Así que me metí dentro.
–¿Qué ocurrió entonces?
–Quise regresar a mi habitación y por el pasillo me encontré con esa… con esa aparición. Me sorprendió mucho. Así que pensé que debería venir a verlo. Usted es un hombre muy inteligente, y me interesaba saber su opinión acerca de estas cosas. ¿Qué opina?
–¿Qué puedo opinar? «Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía.»
–¿Por qué me llama Horacio? ¿Es un cumplido o es un insulto?
–Según lo quiera interpretar. Y ahora le tengo que desear buenas noches.
–Buenas noches, doctor. Y no sueñe con gigantes de vestidos tétricos.
Maloney se retiró. Yo regresé de nuevo a mi cama, agotado como un náufrago arrojado por las olas a la consabida isla desierta.
No podía dormir. Estuve acostado durante lo que me parecieron varias horas; agotado, sin poder pensar, en un estado de sorda inquietud, si es que eso existe. Algo estaba ocurriendo. Algo estaba ocurriendo. Las parcas seguían tejiendo sus hilos. El fatum del castillo de Llanvygan parecía revelarse en alguna de sus salas, y la historia de la casa Pendragon se encontraba de nuevo ante un grave giro.
«Y aquí estoy yo, acostado sin poder dormir, János Bátky de Budapest, con mis eternos presentimientos, con mis temores, sin poder hacer nada, sin saber nada, engañado y a merced de los acontecimientos, en medio de una historia que no entiendo.»
De pronto, oí un ruido repentino que me hizo saltar de la cama y asomarme por la ventana.
Maloney no me había mentido. Debajo de la ventana, un jinete vestido de negro iniciaba el galope, con su antorcha y su alabarda, y enseguida desapareció en la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sol brillaba tan suavemente sobre el fabuloso césped verde del parque que otra vez le di las gracias a Dios por estar en Inglaterra. En Inglaterra, el sol brilla en pocas ocasiones, pero cuando brilla es tan magnífico como si brillara por primera vez encima de un mundo nuevo.
Estaba afeitándome cuando Osborne entró en mi habitación. Su presencia después de una noche tan poco amistosa me resultó tan reconfortante como el brillo del sol. Todo su ser emanaba juventud, el principal tesoro de los británicos, imposible de encontrar en otro lugar. «No puede haber nada malo en un castillo donde este joven se siente tan magníficamente bien», pensé.
–Hello, doctor. Espero que haya pasado bien la noche. Según se dice, todo lo que uno sueña durante la primera noche se cumplirá.
-Well, para decirle la verdad he pasado una noche muy interesante, y no estoy seguro de qué es lo que vi de verdad y de qué se me apareció en sueños. Me alegro de poder hablar con usted a solas. Ya le digo, han ocurrido cosas un tanto peculiares.
–¿Cosas un tanto peculiares? Lamentablemente, hace doscientos años que no ocurre nada peculiar en Llanvygan. Antes sí, en la época en que todavía vivíamos allí arriba, en la fortaleza de los Pendragon. Llanvygan es el lugar más aburrido y aburguesado del Reino Unido.
–Yo tengo otro concepto de lo aburrido y de lo aburguesado.
–Venga, cuénteme sus aventuras.
–¿Cómo podría empezar? Primero: ¿no opina usted que el conde nos recibió de manera un tanto indiferente, por decirlo así?
–No, en absoluto. Ya sabe, en Inglaterra la costumbre dicta ocuparse lo menos posible del invitado, para que se sienta como en su casa. A lo mejor mi tío ha exagerado un poco.
Se quedó reflexionando y continuó así:
–Bueno, tengo que reconocer que hasta cierto punto tiene usted razón. Mi tío no recibe invitados casi nunca, y usted debe de haberle cautivado para que lo invite así sin más. Cynthia y yo recibimos la noticia de su llegada con alegría. Albergábamos la esperanza de que el carácter tan cerrado del tío se abriera algo. Ambos quedamos sorprendidos de que no lo recibiera con mayor júbilo.
–¿Puede usted explicarme por qué?
–Claro que sí. El es de ese tipo de gente que antes se llamaba de carácter melancólico. A veces es muy amable, puede parecer el hombre más amable del mundo entero. Luego se encierra otra vez en sí mismo. Una vez compartimos con él seis semanas en el castillo sin que nos dirigiera la palabra. No estaba enfadado en absoluto. Suele encerrarse en su laboratorio, donde nosotros tenemos prohibido entrar. Toda la segunda planta es de su uso exclusivo.
–¿Con qué se entretiene en tales ocasiones? – Creo que está investigando con sus animales mágicos. Mi tío es una especie de biólogo aficionado. Sin embargo, no habla de ello nunca con nadie. A veces, baja a pasear al parque, se mantiene callado, creo que ni siquiera nos reconoce. Está prohibido dirigirle la palabra. Una vez, después de haber curado supuestamente al duque de Warwick, vino a verlo un periodista, pero él lo amenazó y lo obligó a subirse a un árbol. Se ve que ayer tuvo un día malo. No debe tomarlo demasiado en serio. Siéntase como en su casa en Llanvygan, al menos todo lo que le sea posible.
–Gracias. Pero dígame: ¿qué le parecería si delante de su puerta hubiese estado velando durante toda la noche un gigante vestido al estilo medieval? Osborne se rió.
–Dear old man… Usted es demasiado sensible. Durante las noches, los criados de Llanvygan parecen todos gigantes vestidos al estilo medieval. Una vieja ley ordena que el conde de Gwynedd debe obligatoriamente disponer en su castillo de treinta alabarderos como guardianes nocturnos. Hasta su uniforme está estrictamente reglamentado. No hay nada de extraño en eso. Inglaterra se caracteriza por estas normas de tipo feudal. Los treinta alabarderos suponen, en todo caso, menos problemas que los soldados con coraza que uno de mis nobles antepasados debía tener dispuestos constantemente. O que el corneta que debe estar dando la señal sin cesar cuando su señor se encuentra de caza en compañía de un determinado aristócrata. Sin hablar del montón de nieve que un noble escocés debe presentar cada año en la corte. ¿Ya está usted más tranquilo?
–No del todo. Ya que he empezado, se lo voy a contar todo.
–¿Acaso han ocurrido otros horrores más? Doctor, empiezo a sentir envidia. ¡Qué suerte tienen los extranjeros! Yo llevo tres años viviendo aquí, y ni siquiera una miserable mesa se ha puesto a bailar en mi presencia.
–Por favor, no pierda la serenidad. Han sacado las balas de mi revólver. De mi maleta ha desaparecido un paquete que me había confiado Maloney. Enfrente del castillo, he visto a un jinete con una antorcha en la mano. ¿Suele ocurrir todo esto a menudo?
Osborne reflexionó. No me respondió hasta que yo le insistí. Entonces me preguntó, dándose un aire de importancia:
–Dígame, doctor: ¿se enseña geografía en Hungría?
–Claro que sí -protesté contrariado-, y mucho mejor que en Inglaterra.
–Entonces usted debería haber aprendido que los galeses son todos unos locos de atar. Esto lo sabe en Inglaterra hasta el niño más pequeño. No sé lo que le estará ocurriendo a mi tío, pero tampoco me voy a romper la cabeza para adivinarlo. De todas formas, un loco raras veces puede adivinar los pensamientos de otro loco. Además, a lo mejor ni sabe nada de todas esas cosas. El mayordomo también está loco, y los criados tampoco están completamente cuerdos. Hace falta una cierta dosis de locura para poder vivir en Llanvygan. Incluso por tradición. Por eso me he atrevido a invitar a Maloney.
–Y el conde a mí. Thank you.
–Yo no me preocuparía tanto por esas nimiedades. Puede estar seguro de que esta noche todas sus balas estarán de nuevo en su lugar. Probablemente habrá sido una apuesta entre el mayordomo y el cocinero. No es la primera vez que ocurre. El jinete, lo habrá soñado. Porque, si no, yo lo debería saber, ¿o no? Por favor, créame, puesto que llevo años viviendo aquí, créame que en Llanvygan no ha ocurrido nada especial desde hace doscientos años; unas pequeñas travesuras, como mucho, sin ninguna consecuencia, algo que lamento profundamente.
Bajé a desayunar más tranquilo. En la mesa encontré a Maloney que no dijo nada sobre nuestro encuentro nocturno.
Cynthia Pendragon, ataviada con un vestido de corte deportivo, no me causó tanta impresión como la noche anterior. La miré con sosiego. Si no hubiese tenido detrás de ella a los Pendragon y Llanvygan, además de unos cuantos siglos de la historia inglesa más apasionante, también la habría considerado atractiva.
Lo más hermoso de ella era su frente. Una frente limpia y alta que dominaba su rostro un tanto picaro. Un rostro amplio, inteligente y honrado, con unos enormes ojos azules. Su labio superior sobresalía por encima del inferior, y esto le confería un aspecto aristocrático, lleno de gracia femenina.
Después del desayuno, Osborne y Maloney se fueron a jugar al golf, y yo me dispuse a desplazarme a la biblioteca. El mayordomo, con una barba parecida a la del emperador austrohúngaro Francisco José, me esperaba con expresión rígida. Para mi sorpresa, Cynthia no se había ido a jugar al golf, algo que le hubiese quedado muy apropiado a su vestimenta, sino que se unió a mí. Me comunicó que me iba a acompañar. No digo que estuviera del todo contento con la noticia. Hasta los mahometanos dejan a las mujeres fuera del paraíso. Yo las dejaría fuera de las bibliotecas, especialmente a las guapas. Con su mera presencia me impiden concentrarme en la lectura.
–¿Le gustan los libros? – le pregunté en un tono ingenuo.
–Los libros son mi hobby, mi caballo de batalla. Y las tradiciones galesas. En el fondo me hubiese gustado ser maestra, para trabajar en algún pueblo perdido entre las montañas y pasar mi vida recogiendo datos sobre el folclore gales. Pero mi tío no estuvo de acuerdo con la idea. No tenía problemas con el folclore, pero sí con lo de trabajar de maestra.
Ese hobby no se correspondía exactamente con la idea que yo tenía sobre la sobrina de un conde. Hubiese preferido que me confesara que no sabía ni siquiera escribir sin faltas de ortografía. Pero, en fin…, parece que la oscura herencia de la casa Pendragon incluye también la inteligencia.
Entramos en la biblioteca. Era una sala estrecha, muy larga, con los muros cubiertos por estantes llenos de libros, todos encuadernados de igual manera y todos marcados con el sello de la casa Pendragon, con los símbolos rosacruces.
Me entregué de lleno al incomparable sentimiento de placer que suelo experimentar al estar entre libros. Me gustaría bañarme en ellos, chapotear, respirar el olor a polvo de los viejos tomos, acercarme a los libros con todos los sentidos.