LA MENTIRA NO DICHA
Ray Pearson y Hal Winters trabajaban de peones en una granja a cinco kilómetros de Winesburg. Los sábados por la tarde iban al pueblo y deambulaban por las calles con otros tipos llegados del campo.
Ray era un hombre callado y algo nervioso de unos cincuenta años, tenía una barba castaña y los hombros encorvados por el trabajo excesivo. Por su naturaleza, era tan distinto de Hal Winters como se pueda imaginar.
Ray era muy serio y estaba casado con una mujer de rasgos angulosos y voz chillona. Los dos vivían, junto a media docena de niños de piernas delgadas, en una destartalada casa de madera junto a un arroyo en la parte trasera de la granja Wills, donde Ray estaba empleado.
Hal Winters, su compañero, era un tipo joven. No pertenecía a la familia de Ned Winters, que eran gente respetada en Winesburg, sino que era uno de los tres hijos de un anciano llamado Windpeter Winters, que tenía un aserradero cerca de Unionville, a nueve kilómetros de allí, y a quien todo Winesburg consideraba un réprobo recalcitrante.
La gente del norte de Ohio, donde está Winesburg, recordará al viejo Windpeter por su extraña y trágica muerte. Una tarde cogió una cogorza en el pueblo y decidió volver a Unionville por la vía del tren. Henry Brattenburg, el carnicero, que vivía de camino, se lo encontró a la salida de Winesburg y le advirtió de que se encontraría con el tren, pero Windpeter le fustigó con la tralla y siguió adelante. Cuando el tren lo arrolló y lo mató a él y a sus dos caballos, un granjero y su mujer que volvían a casa por un camino vecinal presenciaron el accidente. Contaron que el viejo Windpeter iba sentado en el pescante de su carreta gritando pestes y maldiciones a la locomotora y que casi chilló de alegría cuando los caballos, enloquecidos por los latigazos que les daba, echaron a galopar hacia una muerte segura. Los muchachos, como el joven George Willard y Seth Richmond, recordarán el accidente con claridad porque, aunque todo el mundo en el pueblo dijo que el anciano iría derecho al infierno y que la comunidad estaría mejor sin él, tuvieron la convicción secreta de que el hombre sabía lo que hacía y admiraban su alocado valor. Casi todos los chicos tienen épocas en las que les gustaría tener una muerte gloriosa en lugar de ser vendedores en una verdulería y seguir con su monótona vida.
Pero ésta no es la historia de Windpeter Winters, ni tampoco la de su hijo Hal, que trabajaba en la granja Wills con Ray Pearson. Es la historia de Ray. No obstante, a fin de hacerla más comprensible será necesario hablar un poco del joven Hal.
Hal era un tipo de cuidado. Todo el mundo lo decía. Los Winters eran tres hermanos: John, Hal y Edward, todos fornidos y anchos de hombros, como el propio Windpeter, y todos camorristas, mujeriegos y malas personas.
Hal era el peor de todos y siempre estaba tramando alguna fechoría. Una vez robó un cargamento de tablones del aserradero de su padre y lo vendió en Winesburg. Con el dinero se compró ropa barata y chillona. Luego se emborrachó y, cuando su padre llegó furioso al pueblo a buscarlo, se pelearon a puñetazo limpio en la calle Mayor, hasta que acabaron arrestándolos y metiéndolos a los dos en la cárcel.
Hal había ido a trabajar a la granja Wills porque cerca de allí había una maestra de escuela de la que se había encaprichado. No tenía más de veintidós años, pero ya había estado involucrado en dos o tres «líos de faldas», como se decía en el pueblo. Todo el mundo que sabía de sus aspiraciones respecto a la maestra se mostraba convencido de que la cosa acabaría mal. «Ya veréis cómo acaba comprometiéndola», decía la gente.
El caso es que los dos hombres, Ray y Hal, se encontraban trabajando en el campo un día a finales de octubre. Estaban deshojando maíz y, de vez en cuando, decían alguna cosa y se reían un poco. Luego se hacía el silencio. Ray, que era el más sensible y se preocupaba más por las cosas, tenía las manos agrietadas y le dolían. Las metió en los bolsillos del abrigo y contempló los cultivos. Parecía turbado, como si le afectara la belleza del campo. Quien conozca los alrededores de Winesburg en otoño y sepa cómo se tiñen de rojo y amarillo las colinas de la comarca, comprenderá sus sensaciones. Empezó a pensar en la época en que no era más que un muchacho y vivía con su padre, que era panadero en Winesburg, y salía a pasear por el bosque a recoger nueces, cazar conejos o tan sólo a pasar el rato y fumar una pipa. Su matrimonio había sido consecuencia de uno de aquellos paseos. Había invitado a ir con él a una chica que compraba en la panadería de su padre y había pasado lo que tenía que pasar. Estaba pensando en aquella tarde y en cómo había afectado a toda su vida, cuando despertó en él un espíritu de protesta. Olvidó que estaba en presencia de Hal y murmuró unas palabras.
—El Señor me hizo caer en una trampa, eso es, fue una trampa del destino de la que salí chasqueado —dijo en voz baja.
Como si supiera lo que estaba pensando, Hal Winters le respondió.
—Bueno, ¿ha valido la pena? ¿Qué me dices del matrimonio y todo eso? —preguntó, y luego se echó a reír. Hal trató de seguir riendo, pero él también estaba serio. Empezó a hablar con mucha gravedad—. ¿Es necesario pasar por ello? ¿Hay que permitir que te pongan el yugo y pasar por la vida como un buey?
Hal no esperó una respuesta, pero se puso en pie y empezó a andar de aquí para allá entre las gavillas de maíz. Se fue poniendo más y más nervioso. De pronto se agachó, cogió una mazorca amarilla y la arrojó contra la cerca.
—He dejado embarazada a Nell Gunther —dijo—. Te lo cuento a ti, pero no se lo digas a nadie.
Ray Pearson se puso en pie y lo miró fijamente. Era apenas treinta centímetros más bajo que Hal, y cuando el más joven se volvió y le puso las manos en los hombros, los dos formaron un cuadro digno de ver. Ahí estaban en mitad de un campo vacío con las gavillas de maíz alineadas detrás de ellos y las colinas rojizas y amarillentas a lo lejos, y de ser dos jornaleros indiferentes, pasaron a estar vivos el uno para el otro. Hal lo notó y se echó a reír.
—Vamos, papaíto —dijo en un tono extraño—, vamos, dame algún consejo. He dejado embarazada a Nell Gunther. Tal vez tú hayas pasado por lo mismo. Sé lo que cualquiera me diría que debo hacer, pero ¿qué me aconsejas tú? ¿Me caso con ella y siento la cabeza? ¿Me dejo poner el yugo para que me lleven por la vida como un buey? Tú me conoces, Ray. A mí no hay quien me obligue a hacer nada, pero yo sí puedo hacerlo. ¿Lo hago o le digo a Nell que se vaya al diablo? Vamos, dime. Haré lo que me digas, Ray.
Ray no supo que decir. Se soltó del abrazo de Hal, dio media vuelta y se alejó en dirección al granero. Era un hombre sensible y tenía los ojos llorosos. Sabía que sólo podía decirle una cosa a Hal Winters, hijo del viejo Windpeter Winters, que sólo había una cosa que, por su educación y las creencias de aquellos a quienes conocía, podía aprobar, pero su propia vida le impedía decir lo que sabía que debía decirle.
A las cuatro y media de esa misma tarde, Ray estaba zascandileando en el patio del establo cuando llegó su mujer por el sendero del arroyo y le llamó. Después de su conversación con Hal, no había vuelto al campo de maíz, sino que había estado trabajando en el granero. Había terminado ya todas sus tareas vespertinas y había visto a Hal salir de la granja acicalado para pasar una noche de juerga en el pueblo. Ray anduvo por el sendero detrás de su mujer mirando pensativo al suelo. No acababa de comprender qué era lo que le pasaba. Cada vez que levantaba la vista y contemplaba la belleza del campo a la luz del crepúsculo, le entraban ganas de hacer algo que no había hecho nunca antes, gritarle o chillarle a su mujer, o darle de puñetazos o cualquier otra cosa igual de aterradora e inesperada. Siguió por el sendero rascándose la cabeza y tratando de comprender. Miró la espalda de su mujer, que no pareció darse cuenta de nada.
Sólo quería que fuese al pueblo a comprar verduras y, en cuanto se lo dijo, empezó a regañarle.
—Te pasas el día haciendo el vago —dijo—. Pero ahora quiero que te des prisa. No tenemos nada para cenar, así que tendrás que ir a pueblo y volver cuanto antes.
Ray entró en su casa y cogió un abrigo del gancho de detrás de la puerta. Tenía descosidos los bolsillos y el cuello raído. Su mujer entró en el dormitorio y volvió a salir con un trapo sucio en una mano y tres dólares de plata en la otra. En algún lugar de la casa un niño lloraba amargamente y un perro que había estado durmiendo junto a la estufa se levantó y bostezó. De nuevo, la mujer lo regañó.
—Esos niños no paran de llorar, ¿por qué nunca haces nada de provecho? —preguntó.
Ray salió de la casa y pasó por encima de una valla hasta llegar a un campo. Empezaba a oscurecer y la escena que se extendía ante sus ojos era muy hermosa. Las colinas estaban encendidas de color e incluso los matorrales en las esquinas de las cercas irradiaban belleza. A Ray Pearson le pareció que el mundo entero había cobrado vida, igual que él y Hal cuando se habían mirado a los ojos en el campo de maíz.
La belleza del campo de los alrededores de Winesburg turbó mucho a Ray aquella tarde de otoño. Eso es lo que pasó. No pudo resistirlo. De pronto, olvidó que era un tranquilo peón en una granja, tiró al suelo el abrigo deshilachado y echó a correr a través del campo. Mientras lo hacía, elevó al cielo una protesta contra su vida, contra la vida de cualquiera, contra todo lo que afea la vida.
—No les habíamos prometido nada —gritó a los espacios abiertos que había en torno a él—. Ni yo le prometí nada a Minnie, ni Hal le ha prometido nada a Nell. Lo sé. Si fue con él al bosque es porque quiso. Ella buscaba lo mismo que él. ¿Por qué tengo que pagar? ¿Por qué tendría que pagar Hal? ¿Por qué tiene que pagar nadie? No quiero que Hal se vuelva viejo y decrépito. Se lo diré. No permitiré que lo haga. Lo alcanzaré antes de que llegue al pueblo y se lo diré.
Ray corrió con torpeza y una vez tropezó y cayó al suelo. «Tengo que alcanzarlo y decírselo», pensaba y, aunque estaba casi sin aliento, siguió corriendo cada vez más deprisa. Mientras lo hacía pensó en cosas en las que no había pensado desde hacía años: en que, poco antes de casarse, había planeado ir al oeste con su tío de Portland, Oregón, y en que nunca había querido ser peón, sino que tenía pensado embarcarse de marinero o buscar trabajo en un rancho y cabalgar hasta los pueblos del oeste, gritando, riendo y despertando a la gente con sus gritos. Luego, mientras corría, recordó a sus hijos y le pareció notar que se aferraban a él. Todo lo que pensaba sobre sí mismo se mezclaba con sus pensamientos sobre Hal, y pensó que los niños se aferraban también a él.
—Son accidentes de la vida, Hal —gritó—. No son ni míos ni tuyos. No tuve nada que ver con ellos.
La oscuridad empezó a extenderse por los campos mientras Ray Pearson corría y corría. Su respiración se volvió cada vez más jadeante. Cuando llegó a la valla junto al camino y encontró a Hal Winters, muy acicalado y fumando una pipa mientras andaba con despreocupación, no pudo decirle lo que pensaba o lo que había querido decirle.
Ray Pearson perdió la paciencia y ahí acaba en realidad la historia de lo sucedido. Ya era casi de noche cuando llegó a la valla y se apoyó en ella y se quedó mirando. Hal Winters saltó una zanja y se acercó adonde estaba Ray, se metió las manos en los bolsillos y se echó a reír. Parecía haber olvidado lo ocurrido en el campo de maíz y, cuando cogió con sus manazas a Ray por la solapa de la chaqueta, sacudió al viejo como a un perro que se hubiese portado mal.
—Has venido a decírmelo, ¿eh? —dijo—. Bueno, pues no te molestes. No soy ningún cobarde y ya me he decidido. —Volvió a echarse reír y saltó otra vez la zanja—. Nell no es idiota —dijo—. No me pidió que me casara con ella. Soy yo quien quiero casarme. Quiero sentar la cabeza y tener hijos.
Ray Pearson también se rió. Le entraron ganas de reírse de sí mismo y del mundo entero.
Cuando la silueta de Hal Winters desapareció en la oscuridad que se cernía sobre el camino que conducía a Winesburg, Ray dio media vuelta y anduvo despacio a través de los campos hasta el lugar donde había tirado el abrigo. Mientras andaba, debió de recordar las tardes agradables que había pasado en compañía de los niños de piernas delgadas en la casa destartalada junto al arroyo, pues murmuró estas palabras:
—Da lo mismo. Dijese lo que dijese habría sido mentira —dijo en voz baja, y luego su propia silueta desapareció en la oscuridad de los campos.