Menipo se detuvo y sonrió.

—¡Veo que eres avispado! —respondió—, pero una vez más debo contradecirte. No, de ninguna manera puede compararse al Panteón de todos los dioses. No se trata de una síntesis, ni de una suma. Es un templo destinado a dar gloria y a invocar a la misma Santidad allí donde esté y proceda de donde proceda.

Dicho esto, reflexionó durante algún tiempo y después me pidió que lo acompañara hacia uno de los laterales de la nave. Allí había una gran ara de mármol y, tras ella, una soberbia escultura que representaba a Augusto divinizado, junto a otros emperadores en similar actitud.

—Mira —dijo—. Ahí tienes al divino Augusto y a otros emperadores asistidos por la divinidad. Cuando el patriarca Gaius Accius Hedychrus mandó edificar este templo, hace ahora casi cien años, nuestra religión no era aún bien vista por las autoridades. Tuvimos que sufrir algunas persecuciones, pero aquel santo padre y los demás sacerdotes, mis antecesores, se esforzaron por hacer ver tanto aquí como en las demás comunidades del Imperio que nuestra religión no era una amenaza para la sociedad, sino todo lo contrario. Entonces las divinidades del culto oficial se deificaron en todos los mitreos. Cuanto hay de santo en el mundo tiene cabida en este templo. Ahora ocupamos un lugar privilegiado entre los cultos de Roma: el tiempo nos ha dado la razón.

Después, Menipo me mostró a Esculapio y a Mercurio y ponderó la santidad que hay en las actividades humanas que conducen al hombre hacia el progreso, como la medicina, el comercio y las comunicaciones. También estaba representado el océano, con la navegación junto a él: faros, puertos y ciudades.

—Como ves, la santidad orla la naturaleza y las obras de los hombres. Todo es reminiscencia del dios y espera retornar a él, para ser perfeccionado definitivamente y confundirse con su esencia.

—¡Pero si el dios se confunde con el mundo, no es una persona! —repliqué—. Tenía entendido que el vuestro era un dios personal.

—Dios, querido Félix, es misterio.

El centro de la basílica lo ocupaba una representación de Cronos, dios del tiempo infinito, con una gruesa serpiente enrollando su cuerpo en espiral y un inquietante carnero a sus pies. Vimos también a Júpiter Ammón y a Venus. Los techos estaban repletos de representaciones de los vientos, las nubes, los ríos y los continentes.

Cuando por fin llegamos al final del templo, era ya mediodía y la luz entraba como un inmenso chorro por la abertura redonda que ocupaba el centro de la cúpula. Los rayos bañaban la estatua dorada de Mitra, situada justamente debajo. Frente a ella, los sacerdotes hicieron las invocaciones y derramaron el incienso en los braseros. El humo blanco ascendió, tiñendo de blanco el chorro de luz y se escapó hacia el cielo. Mientras resonaban los cánticos, Menipo se acercó a mi oído y dijo:

—Helios, Baal, Apolo, Mitra... Luz de luz.

El sumo sacerdote extendió un cáliz y uno de los sacerdotes acercó hasta él una crátera dorada para llenarlo de vino; después lo elevó hacia Mitra e invocó al dios invicto. Bebió él y luego hizo una libación a los pies de la imagen. El dios, de radiante aspecto juvenil, tenía la mirada perdida en el vacío.

—Éste es el culto público —dijo Menipo—. Se celebra aquí en la nave central del templo y cualquiera puede venir a presentar sus ofrendas y sus intenciones. Pero la comunidad se reúne en la cripta, a la cual se desciende por una escalera que hay bajo el tabernáculo, a los pies del pedestal que sostiene al dios.

Cuando terminó la ceremonia, el sumo sacerdote abandonó el templo por los pasillos interiores que conducían a la casa de Mitra. Nosotros salimos al exterior y tuve que esperar en el vestíbulo a que Menipo anunciara al patriarca mi visita. Regresó para comunicarme que me recibiría y ambos tuvimos que aguardar todavía un buen rato en el atrio porticado, ocupado en su centro por un estanque de mármol.

El pater nos recibió en una inmensa sala pavimentada con un impresionante mosaico de fondo azul, en el que se representaba el universo de Mitra, con las fuerzas de la naturaleza que lo gobiernan y las actividades humanas. Al final de la estancia, sobre un estrado, el patriarca ocupaba una sede sobredorada, tocado con la mitra y sosteniendo un caduceo largo cuyas cabezas de serpiente se miraban. Un sacerdote recogió las monedas en su nombre y yo recibí la bendición. Menipo me despidió en el atrio.

—Aquí tienes tu casa —dijo—. Si alguna vez deseas conocer más profundamente al dios, no dejes de venir a buscarme.

15

Eolia me dominaba, aunque entonces no me daba cuenta. Me movía a su antojo, como una pluma transportada por el viento. Lo que a ella le parecía bueno era bueno para mí, y pronto no tuve otra forma de pensar ni otros criterios que los que salían de su mente versátil y de su corazón vanidoso. Vivía poseída por una especie de ansia que la hacía estar continuamente en movimiento. Cuando no había fiestas adonde acudir las inventaba ella, y el pobre Hiberino, aunque era un juerguista redomado, llegaba un momento en que no podía ya seguirla. Pero mi tío no se quejaba, estaba tan cautivado que se le podría haber visto haciendo cualquier cosa por complacerla. Por eso, Eolia se permitía hacer lo que a ninguna otra mujer de su condición se le hubiera ni tan siquiera ocurrido: recorría las tabernas de la ciudad y bebía vino hasta emborracharse; incluso se jactaba de ello. En este momento puedo comprender por qué gozaba de tan mala reputación. Porque, aunque hiciera tales cosas cuando Hiberino estaba presente (es lógico que un abogado frecuente los lugares donde abundan los pleitos), no podía sustraerse a su deseo de salir cuando su marido, rendido, se negaba a continuar la diversión. Así entré yo en el juego. Cuando vi lejos aquel turbio asunto de la noche de los coribantes, olvidé todos los consejos que me dieron mientras estuve herido, y volví a frecuentar con mi tía los ambientes sórdidos y peligrosos de la noche.

El verano estaba ya avanzado y el aroma de los jazmines y de las plantas nocturnas llenaba el aire vaporoso que subía desde el río. En aquella época cenábamos en las terrazas, pues el calor era sofocante dentro de la casa. Veíamos atardecer mientras las interminables bandadas de garcetas blancas retornaban a pernoctar en las islas desde los campos. Eolia se volvía entonces inquieta y ocurrente, pues la noche era su ámbito favorito. Cuando oscurecía encendía las lámparas, pedía el vino que se refrescaba abajo en los pozos, y se disponía animadamente a la tertulia.

—¡Por la Magna Cibeles, hoy no, Eolia! —se quejaba Hiberino con gesto fatigoso—. Mañana tengo tribunal muy temprano y no quiero dormirme en los estrados.

—Bien, acuéstate tú, si quieres —decía ella—, pero no pretendas que los demás nos retiremos tan temprano por culpa de tus obligaciones.

Hiberino aguantaba cuanto podía, pues en el fondo no quería perderse la velada; pero cuando lo vencía el sueño se despedía, obligado como estaba a madrugar al día siguiente. Entonces Eolia y yo nos quedábamos conversando hasta bien tarde.

Una de aquellas noches, tras irse mi tío a acostar, Eolia me propuso que diéramos un paseo por la muralla. Estuve un poco remiso, pero insistió y, como en otras ocasiones, cedí a su capricho.

—Vamos, esto no es Metellinum —comentó—. Aquí las mujeres viven una vida propia, y si quieren salen independientemente de sus maridos. Aunque, naturalmente hay malpensados, como en cualquier otra parte, ¿Te da miedo que alguien pueda llegar a murmurar?

—No, no es eso —dije—. Pero me había propuesto eludir las tabernas. Mi padre no quiere que pase en ellas demasiado tiempo.

—¡Pero bueno! ¿Qué quiere, que sigas siendo siempre un niño? Además, he dicho que será

sólo un paseo. ¿Acaso no confías en mí?

Salimos por las traseras de la casa y bajamos a lo largo de la muralla meridional, por un camino pedregoso que serpenteaba entre los olivares y que conducía directamente hasta el amplio canal que servía de aliviadero al puente. Desde siempre había escuchado que aquellos lugares eran poco recomendables, pues en las orillas se amontonan las casillas de barro y las chozas de los que no tenían sitio en la ciudad: bárbaros, libertos sin recursos, vendedores ambulantes, prostitutas y maleantes. Entre el agua y la calzada, se alineaban las tabernas repletas de lámparas colgadas donde se despachaba vino y se reunían los hombres para hacer sus tratos, jugar a los dados o apostar en los combates de osos. Había visto otras veces aquel lugar, pero siempre de lejos y antes de la caída de la tarde. No habíamos llegado a las primeras luces cuando me detuve. Eolia iba delante y caminaba con resolución. Al verme vacilar se volvió

y dijo:

—Querido, ¿qué puede pasarnos? Créeme, este lugar no es tan terrible como te habrán dicho. En la vida hay que conocer las cosas para poder hablar de ellas. Eolia se adentró en aquel sitio con la soltura de quien tiene costumbre, como si aquel ambiente le fuera familiar. Hablaba con unos y otros, y era evidente que todo el mundo la conocía. Pidió al tabernero una jarra de vino y bebió con aquella ansiedad que la poseía algunas veces. Bebí también, y pronto fuimos ajenos a lo que sucedía a nuestro alrededor. Me fijaba en los ojos de Eolia, en su cuello, en los dulces movimientos de sus manos. Me sentía afortunado por tenerla allí, para mí solo, sin que estuviera Hiberino, ni sus amigos, ni nadie de nuestro entorno habitual. Entonces empecé a desear mostrar mis sentimientos. Estábamos sentados en un banco de madera, algo retirados de los demás.

—Me gustaría decirte lo que siento —dije, por fin.

—Aquí estoy —dijo, inclinándose hacia mí—. ¿De qué se trata?

Sus ojos estaban brillantes, quizá por el vino; parecían llenarlo todo. El corazón me golpeaba el pecho como si fuera a comenzar la carrera en el circo. Las risas de aquella gente resaltaban en la noche y sus voces me hicieron mirar en derredor, como si hubiera alguien que nos escuchara.

—Vamos, están a lo suyo —dijo Eolia.

—Lo que quiero es que sepas que soy muy feliz a tu lado —dije al fin.

Me miró dulcemente, pero como solía hacer otras veces, en las que su mirada me hacía sentir como un niño.

—¿Sí? —repuso—También tú me haces feliz a mí. Es ya tiempo de que tú y yo nos conozcamos mejor.

Alargó entonces la capa que cubría sus hombros y me atrajo hacia sí, cubriendo también mi espalda con ella. Ambos permanecimos un rato en silencio. Sentía el calor de su cuerpo y la piel delicada de sus brazos desnudos junto a los míos. Algo me empujó entonces a besarla, pero apartó los labios y tuve que conformarme con rozar sus mejillas. Entonces se irguió y me miró de nuevo fijamente.

Temí haberme precipitado y que se hubiera ofendido, pero lo que dijo a continuación no guardaba relación alguna con aquel momento.

—¿Sabes por qué soy tan devota de Cibeles? —preguntó.

—No —dije con voz apenas audible.

—Me fascina la imagen de la diosa en todo su poder, esplendor y sabiduría, sintiéndose atraída por un joven mortal, rindiéndose ante la belleza humana y renunciando casi a la divinidad. Tras escucharla permanecí en silencio. Me sentí aliviado al ver que sus palabras no tenían nada que ver con lo que había sucedido hacía un momento. Notaba el agradable sopor del vino; me encontraba a gusto. La recordé entonces entrando en la escena del teatro, emulando a la diosa, me deleité en aquella imagen y de nuevo me sentí afortunado.

—Mira a esta gente —dijo, volviéndose para mirar hacia los que estaban en torno a los toneles de la taberna—. Me encanta venir aquí porque puedo sentir que son escoria. Me gusta tanto descender desde la vía Lautitia hasta este basurero y regresar cuando me place...

—¿Vienes con frecuencia? —pregunté.

—Las veces necesarias para divertirme y para que me conozcan, pero no lo suficiente para que me consideren como algo suyo.

—¿Hiberino no te acompaña?

—Ah, pobre Hiberino, se está haciendo viejo. Antes disfrutaba en cualquier parte; ahora ya no se mueve de la comodidad.

Eché una mirada alrededor. Ciertamente, aquel rincón tenía su propio encanto: sonaba una fístula de barro, entonando una melodía monótona; de vez en cuando se arrancaba una bailarina para mover las manos y hacer sonar los cimbeles; los hombres eran de aspecto basto, de rasgos primitivos y oscuros; se voceaba, se gruñía, se hacía casi reventar los cubiletes de los dados al chocar con fuerza contra las mesas.

Mientras contemplaba la escena, Eolia empezó a recorrerme el cuello con sus labios y a trazar ondulaciones con sus dedos en mis cabellos. Deseé de nuevo besarla, pero me contuve por miedo a que se apartara otra vez. Me sentí desconcertado y a la vez invadido por un dulce placer.

—Querido, son basura —me decía al oído—. Qué distintos son a ti. Apestan, apenas saben hablar, no tienen dónde caerse muertos y se mueren de envidia al verte con una mujer como yo. Ése es el encanto de este lugar; sentirse superior, sentirse como un dios contemplando a seres inferiores, absurdos, desgraciados...

—No digas eso, Eolia —repuse—. No es bueno querer ser como los dioses; a ellos les enoja...

—¿Los dioses? —repitió, frunciendo el ceño—. ¿Crees en los dioses?

—Claro. ¿Es que tú no crees?

—Cariño, pobrecillo... A ver, ¿puedes decirme para qué sirven los dioses? ¿Qué hacen los dioses? ¿Dónde están?

—Pero... No te comprendo... ¡Si acabas de decir que eres devota de Cibeles y que te entusiasmaba! —dije desconcertado.

Eolia soltó una fuerte carcajada y luego me besó varias veces en las mejillas y la frente.

—Félix, querido, no creo en otro dios que mi propio cuerpo. Cibeles es sólo una imagen. La representación alegórica de lo que los hombres sentimos, vivimos, añoramos... Eso son los dioses. Tú eres Atis para mí, no hay más dios que tu juventud y tus ganas de vivir. ¿Por qué

pasar la vida pendiente de alguien que ni tan siquiera nos tiene en cuenta? Vamos, esos dioses de las alturas son sueños de niños.

—Me asusta eso que dices, Eolia.

—No estés abatido. Bebe y disfruta, los dioses son para divertirse, para sentirse como ellos. Mira a esos pobres mortales arrastrándose sobre sus miserias...

Se puso de pie y se abrió paso hasta donde estaba el tabernero. Vi cómo le hablaba al oído. Al momento el tabernero dejó lo que estaba haciendo y se dirigió hasta una muchacha joven que estaba junto al flautista; le dijo algo y ambos me miraron. La muchacha caminó hasta mí

mientras Eolia sonreía, recostada en uno de los toneles. Cuando estuvo a mi lado vi que era una chiquilla, apenas tendría catorce años, pero estaba bien desarrollada; era una de esas esclavas traídas del interior, de miembros fuertes y pelo cobrizo, hermosa en su conjunto. Se sentó sobre mis rodillas y empezó a moverse como suelen hacerlo, tal y como les han enseñado para contentar a los clientes. El contacto con ella me incomodó: estaba fría, al contrario que Eolia. Pero me mantuve a su lado, pues no deseaba hacer una escena. Eolia hizo entonces una seña a los músicos y salió a danzar. Los demás se pusieron alrededor palmeando y aullando de emoción. Yo no la perdía de vista. La muchacha intensificó entonces sus maniobras, tal vez al comprobar que yo no le hacía ningún caso.

Eolia bebía con la misma avidez que los hombres que la rodeaban, les hacía gestos provocativos y luego los apartaba violentamente de su lado si se animaban en exceso. La música era cada vez más frenética y ella adoptaba ademanes delirantes, lo cual iba causando furor y arrobamiento en sus espectadores. Recordando la noche de los coribantes, temí que se formara algún tumulto peligroso, pero aquellos hombres la respetaban, tal vez por miedo al poder de Hiberino. Yo la contemplaba por encima de los hombros de la muchacha, que se pegaba a mí como una lapa.

Eolia miró hacia mí súbitamente y enarcó las cejas con gesto furioso. De un salto se plantó

frente a nosotros y agarró a la muchacha por los cabellos, la golpeó con fuerza en la mejilla y la arrojó a un lado. Luego tiró de mi brazo y ambos corrimos hacia la salida. Nos perdimos en la oscuridad subiendo la cuesta, entre los olivares. Detrás se escuchaban las voces y las quejas de aquella gente, pero nadie nos seguía.

Al llegar a la muralla se detuvo. Apoyó la espalda contra las piedras que guardaban aún el calor del sol de la tarde y empezó a reír a carcajadas. Me recosté a su lado, desconcertado.

—Un día de éstos te va a pasar algo —dije.

—Me encantan estos numeritos —repuso, jadeando por el esfuerzo de la cuesta—. ¿Has visto la cara que han puesto? Es como en una comedia, sólo que... Sólo que es realidad.

—Sí, pero jugar con gente así puede ser peligroso.

—¡Bah! La gente es más fácil de dominar de lo que piensas; basta con anteponerse siempre a sus reacciones, resultar imprevisible. ¿Comprendes? Es la forma de que todo gire a tu alrededor. Es como viajar en el carro de Apolo y bajarte a flirtear con Dionisos cuando una quiere. Cuando se es dueño de la situación se puede retornar siempre al carro, aunque pase volando.

—No hables así, Eolia —le dije mirándola directamente a los ojos.

Sonrió. Su rostro brillaba por el sudor, y la luz de la luna dejaba reflejos en sus cabellos. Sabía pasar de la exaltación a la ternura sin que sus gestos resultaran afectados. Habló con tono dulce, como si fuera capaz de leer mis pensamientos.

—Oh, Félix, contigo es distinto. A ti te quiero de verdad. ¿Crees que podría jugar contigo?

Sería incapaz de verte sufrir.

—Pero, antes, cuando me mandaste aquella muchacha...

—¡Por Cibeles! Quería tan sólo divertirme y que lo pasaras bien. Pero luego, al verla sobre ti, me pareció que disfrutaba con lo que estaba haciendo y la ira se apoderó de mí. Créeme, cuando la arranqué de ti no estaba actuando. Hacía lo que el corazón me dictaba. Pensé: «Ahora no está fingiendo; es mía de verdad.» La abracé y se cobijó en mi pecho. No tuve ya miedo de besarla y no apartó los labios cuando lo hice.

—¡Cuidado, viene gente! —dijo.

Unos borrachos subían la cuesta en dirección a la puerta de la muralla, cantando y hablando a voces. Eolia me tomó de la mano y nos adentramos en las sombras.

16

Los días siguientes los viví deseando que cayera la noche, para que llegara el momento de quedarnos los dos solos en la terraza o de pasear por los exteriores. Más adelante, nos íbamos por las mañanas más allá del río o nos acompañaban los esclavos con comida, y permanecíamos casi toda la jornada en los campos. Eolia decía a mi tío: «Vamos, Hiberino, te sentará bien el campo, acompáñanos.» Pero bien sabía ella que en la forma de vida de mi tío no cabía perder el día por ahí, por lo que aquella fingida invitación era siempre rechazada. Pronto empezó a resultarnos molesto incluso cuando cenábamos en su mesa, en su propia casa. Las pasiones ofuscan, ciertamente. Quizás éramos los únicos que permanecíamos ajenos al revuelo que se iba formando a nuestro alrededor. Pero llegó un momento en el que había que estar ciego para no darse cuenta de que la situación se estaba enrareciendo. Un día, cuando estábamos sentados a la mesa, los ojos de Hiberino me parecieron distintos. Me di cuenta de refilón, pues hacía tiempo que evitaba encontrarme con su mirada. Eolia hablaba sin parar, reía y traía a colación chismes de la ciudad con frases de doble sentido y agudas ocurrencias sobre personas conocidas. En otras ocasiones, mi tío había reído con gusto aquellas gracias y las habría secundado con otras semejantes. Pero en aquel momento parecía no escuchar; apenas comía y tenía la mirada perdida, en unos ojos enrojecidos y tristes. Súbitamente, se puso en pie y se retiró del triclinio, perdiéndose tras las cortinas que separaban el comedor del peristilo. Eolia y yo nos miramos, atónitos. Luego ella se levantó y salió tras él. Les oí discutir durante un largo rato, pero no entendí nada de lo que se decían mutuamente. Al rato regresó Eolia, con gesto enojado, y volvió a ocupar su lugar. Pidió vino y bebió a grandes tragos después de llenar también mi copa. Bebí yo y permanecí en silencio. Hasta ese momento no había presenciado nada semejante en aquella casa. Al poco rato regresó

Hiberino y abrazó por detrás a Eolia, que estaba de espaldas a la entrada. Mi tío sollozaba y grandes lágrimas caían por sus mejillas. Ella permanecía firme, con aspecto airado y sosteniendo su copa, como si la escena no la preocupara. Me levanté de la mesa espantado.

—¿Sucede algo? —pregunté nervioso.

Los dos me miraron. Eolia gritó:

—¡Esto no va contigo!

—¿Por qué no decírselo? Es un hombre y tiene derecho a saber algo que le afecta —repuso Hiberino.

—¡Bah! —dijo ella—, son cosas de la gente. Chismes a los cuales no se ha hecho nunca caso entre nosotros pero que ahora preocupan a tu tío. Y es que se está haciendo viejo...

—Por favor. Siéntate y hablemos —propuso mi tío.

Me senté en el diván y tomé de nuevo el vino que puso el criado en mi mano. A continuación, mi tío ordenó a los dos sirvientes que abandonaran la sala.

—Eolia tiene razón —añadió—. En esta casa nunca se ha prestado atención a los cuentos de la calle. La gente es envidiosa, ya se sabe. Pero esta mañana han aparecido unas frases escritas con carbón a la entrada de mi despacho y en algunos otros lugares de los alrededores y, sinceramente, me he preocupado...

—Pero, cariño —interrumpió Eolia—, todo el mundo sabe que tienes enemigos. Un abogado influyente como tú ha contribuido a que muchos sinvergüenzas vayan a la cárcel o pierdan sus bienes. Debe de ser todo una venganza bien tramada. Busca algo que pueda hacerte daño de veras.

—Sí, ya lo sé; es una reacción lógica de alguien que quiere actuar contra mí. Otras veces he soportado agresiones semejantes. Pero, a media mañana, un confidente me ha asegurado que toda la ciudad se hacía eco de que vosotros dos me la pegabais desde hacía meses. Y lo peor... bueno, lo peor es que dos ediles de mi confianza me han confirmado luego el rumor. El corazón me dio un vuelco. Eolia se levantó enfurecida y comenzó a arrojar contra el suelo cuanto había sobre la mesa.

—¡Malditos envidiosos! ¡Víboras! ¡Hijos de ramera!—gritaba. Hiberino se fue hacia ella para calmarla, pero Eolia se encaró entonces con él.

—¡Idiota, idiota, idiota! —gritó—. ¡Te crees lo que te dice el primero que pasa! ¡Has ofendido nuestro amor con esa maldita desconfianza!

—Pero, querida, yo... Yo no los he creído, tan sólo me he preocupado... Es normal, ¿no?

Los días siguientes me parecieron eternos. Por precaución frecuenté lo menos posible la casa de mi tío. Pero lo que de verdad me preocupaba era que mi padre pudiera llegar a enterarse. Viví casi encerrado durante algunas semanas en nuestra casa de vía Lautitia, que estaba varios números más abajo, en la misma línea que la de Hiberino. Más adelante pensé: «No, encerrarse no es acertado; es como dar la razón a la gente.» Volví a frecuentar entonces las tabernas. Salía con Lico y buscábamos muchachas; bebíamos y yo fingía una euforia des-medida. Pero estaba insatisfecho. Al regresar cada noche a casa reparaba en que no me había divertido: lo único que deseaba de verdad era estar con Eolia.

Una mañana llamaron a la puerta. Me asomé a la calle desde la terraza y vi la litera de Hiberino. Venía a recogerme para que los acompañara a pasar el día en el campo, en las alamedas que crecen junto al río. Accedí a ir con ellos. Parecía que las cosas estaban más calmadas.

Extendimos los manteles sobre la hierba, comimos, bebimos y nos estuvimos remojando en la orilla, como si nada hubiera sucedido. Parecía que todo era nuevo entre nosotros, pero algo extraño flotaba en el ambiente.

Lo que pasó después sucedió muy deprisa; como si una fuerza invisible estuviera empeñada en llevar las cosas hasta su límite. Mi tío se echó bajo un álamo para dormitar y Eolia y yo emprendimos un paseo por la orilla, sin pretender alejarnos demasiado. Caminábamos presurosos, sin hablar entre nosotros, como si ya estuviera todo dicho. Hasta que nos detuvimos en un pequeño claro y ambos nos abrazamos, guiados por una extraña excitación. Nos besamos con tan extrema voracidad que casi nos hicimos daño.

Lo demás debió de contemplarlo todo mi tío desde la orilla, porque se escuchó de pronto el ruido de sus pisadas sobre las ramas secas, y cuando alcé la cabeza lo vi con el rostro desencajado, abalanzándose sobre nosotros, enrojecido de furia y resoplando. De momento me aparté a un lado, mientras que Eolia y él se enzarzaban en una pelea, golpeándose salvajemente con pies y manos. Luego me metí en medio y empujé a Hiberino, que cayó de espaldas. Entonces aparecieron sus criados y se echaron sobre mí. Eolia corrió. Yo conseguí desembarazarme de los esclavos y corrí tras ella. Cuando le di alcance, la sujeté y vi que sangraba por un corte que tenía en el labio inferior.

—¡No, déjame! —dijo—. ¡Márchate a casa! ¡Ya arreglaré yo esto a mi manera!

Esa noche y las siguientes las pasé en la casa de Lico, junto al circo. Lloré sobre sus hombros y le conté todo lo que había sucedido. Me parecía que todo el universo se iba a desplomar sobre mi cabeza.

—No dirás que no estabas advertido —dijo Lico con severidad. Aun así, trató de consolarme como pudo.

Creo que estuve tres noches sin poder pegar ojo. Al cuarto día, mi padre mandó recado desde la casa de la vía Lautitia. Había llegado a Emerita y me ordenaba presentarme inmediatamente ante él. Lo encontré junto a la piscina que había en la trasera. Me habló de espaldas. Supongo que evitaba mirarme a la cara para no lanzarse sobre mí y matarme en aquel mismo momento. Había meditado bien sus palabras. Le temblaba la voz. Dijo:

—Os he dado cuanto tengo a ti y a tus hermanos. Ellos me traicionaron poniéndose de parte de su madre y tú, en quien tenía puestas todas mis esperanzas, te has obstinado en desobedecerme. Te pedí que te apartaras de la mujer de mi hermano y creí explicarte con claridad las razones. Hay cientos de mujeres en Emerita y jamás se me hubiera ocurrido prohibirte que fueras con ellas. Tan sólo te supliqué que no hicieras daño a Hiberino. Él es lo único que tengo, la única persona que ha estado siempre a mi lado. Jamás podré perdonarme tener un hijo que lo ha destrozado. —Yo permanecía en silencio; mi mente daba vueltas perdida en un laberinto—. Bien, ahora recoge tus cosas y márchate —añadió—. No quiero verte nunca más en mi casa ni en mis propiedades. Debería matarte ahora mismo, pero deseo que los dioses te hagan sufrir tanto como tú me has hecho sufrir a mí.

17

El río Anas llevaba poca agua, pero corría transparente, como suele suceder en verano. Desde el puente podía verse el fondo cubierto de piedras redondeadas y grandes peces oscuros que se movían lentamente, dejando brillar a veces sus vientres plateados. Me detuve y apoyé los codos en la barandilla para contemplar el paso de las aguas, y permanecí así largo rato, con la mente perdida en el vacío. Era una forma de hacer tiempo, pues no deseaba llegar a casa de mi abuelo para tener que contarle todo lo sucedido.

Una vez en la casa, los acontecimientos se desarrollaron más favorablemente de lo que yo había imaginado. Mi abuelo había sido informado ya de todo, y se mostró muy comprensivo. Me hizo pasar a su escritorio y me habló con franqueza.

—Has actuado dejándote arrastrar y con el ánimo cautivo; es lo propio de tu edad. Has vivido siempre en el campo, rodeado de cosas simples, y la seducción de la ciudad ha sido más fuerte que tu voluntad. Por eso temí cuando decidiste introducirte en el complejo círculo de tu tío Hiberino. Pero ya no es momento de lamentarse: debemos mirar hacia delante y buscar lo que es mejor para ti.

—¿Qué puedo hacer ahora? Ya sabes cómo es mi padre; tardará años en olvidar.

—Sí, ya lo he pensado. No es oportuno que intentes permanecer en tu casa. Además Hiberino es vengativo y cuenta con notables influencias. Seguro que te haría la vida imposible.

—¿Y bien?

—Creo que lo mejor es que desaparezcas por un largo período de tiempo. En Emerita, sin la ayuda de tu padre y con la oposición de Hiberino te será difícil prosperar. Con la edad que tienes, debes aprovechar para continuar tus estudios en otro lugar. La vida es larga. Quién sabe lo que el destino puede tenerte reservado.

Cuando terminó de decir estas palabras, mi abuelo se sentó frente al escritorio y comenzó

una carta. Después escribió dos más y plasmó su firma y su sello en cada una de ellas.

—Supongo que los destinatarios de estas cartas aún vivirán —dijo—. Ocupan puestos importantes y me deben favores. En todo caso, si hubieran muerto, podrás acudir a sus descendientes. La primera es para mi primo Julio Quieto, de Tarraco. Él cuidará de que puedas llegar a Roma sin dificultades. Las otras dos cartas son para eminentes juristas romanos. Con cualquiera de ellos podrás proseguir el estudio de las leyes.

—¿Roma? —pregunté, sorprendido.

—Sí, puesto a viajar, te dará igual detenerte en un lugar o en otro. Pero Roma es el centro del mundo; en ninguna otra ciudad podrán multiplicarse las posibilidades como en ella. Créeme, es doloroso para mí alejarte tanto; desde que murió tu madre eres lo único que me queda. Presiento que tu tío Silvano estará retirado mientras no le permitan volver sus remordimientos. No sé el tiempo que necesitarás para concluir tu carrera, pero si cuando regreses me he marchado, cuenta con que tienes tu lugar en mi testamento. Ya he nombrado albacea y he dispuesto todo para que no haya problemas.

—¡Abu! —exclamé. Era como lo llamaba cuando niño.

—Déjame terminar —dijo, poniéndose en pie junto a mí. Aunque se esforzaba por mantenerse firme, la voz le temblaba—. La vida no tiene ningún sentido para mí. ¡Ojalá terminara mañana mismo! Pero estoy dispuesto a afrontar el final sin ser una carga para nadie. Márchate tranquilo y haz tu vida a tu manera, pues sólo tú eres el responsable de ella. Yo también tuve mis oportunidades y no debería quejarme, pero no puedo evitar este vacío de sentido...

Ambos nos abrazamos entonces. Recordé los días pasados junto a él en la infancia, el palomar, la caída de los tordos en el río y los viejos recuerdos de aquella casa. Después de aquel doloroso momento, estuvimos conversando con más ánimo y comimos juntos. Esa misma tarde dispuso todo lo necesario para que pudiera partir al día siguiente hacia Gades, y desde allí embarcarme con destino a Tarraco.

A la puesta del sol fuimos a llevar flores a la tumba donde reposaban mi madre y mi abuela. Por la noche, abrió uno de los cajones de su mesa y extrajo una importante suma de dinero.

—No necesitas nada —dijo—; el dinero es el mejor equipaje.

Aunque tenía una honda tristeza, una vez en el lecho, me embargó un doble sentimiento: por otro lado, estaba emocionado y deseoso de comenzar aquella nueva vida. Como en otras ocasiones, me vi transportado en volandas por el capricho de algún dios. Por la mañana, antes de que amaneciera, estaba ya camino de Hispalis por la vía de la Plata. Recordé entonces que no me había despedido de mis hermanastras ni de Lico, e imaginé

a mi abuelo encargándose de dar las explicaciones oportunas. La luz en el horizonte crecía, mientras Emerita se iba haciendo pequeña al quedarse atrás, atrás, como toda mi vida de niño.

18

Siempre imaginé el mar como un inconmensurable volumen de agua, sometido al movimiento de las olas, según había visto en los mosaicos y pinturas que lo reflejaban. Pero nunca supuse que la línea del horizonte se elevaría en la lejanía dando la sensación de que el agua estaba sostenida en vertical, ni que no pudiera divisarse ni tan siquiera una hilera de montañas de las tierras que había más allá, acostumbrado como estaba a los embalses cercanos a Emerita.

Pero aún me sorprendió más el puerto de Gades, por la gran cantidad de naves que abarrotaban los muelles y la grandiosidad de las velas desplegadas en el cielo azul. Nunca pensé que los barcos marítimos fueran tan diferentes a las barcas que había varadas en las orillas del río Anas.

Gades era un caos al borde del mar, semejante a otras ciudades portuarias que he conocido a lo largo de mi vida, pero originalmente impregnada, por la proximidad de Mauritania, del ambiente meridional y africano. Las calles partían del mismo muelle con estudiada perpendicularidad, pero su orden formal cobijaba a una muchedumbre confusa que se movía apresurada por la angostura que dejaban la multitud de talleres, tiendas y vendedores ambulantes. Creí que no sabría valerme entre aquella complicada aglomeración de gentes y animales, pero pregunté y fui conducido hasta las explanadas que hay frente a los diques, donde se congregaba la inmensidad de comerciantes, marineros y viajeros. Los patronos voceaban los puertos de destino e iban concentrando junto al muelle a las personas con las que concertaban el viaje, hasta que completaban el cupo. El muchacho que me condujo hasta allí se acercó a preguntar y regresó, después de recoger información para decirme:

—El trirreme que llega hasta Tarraco y Roma no saldrá hasta pasados veinte o veinticinco días. Si no quieres esperar puedes avanzar hacia Cartago Nova, pero tendrás que hacer varias escalas.

—No me importa —contesté—; busca algo que salga cuanto antes.

Pasado un rato, vi que me hacía señas desde uno de los montones de mercancías que se levantaban en el malecón. Detrás había una nave ligera que comenzaba a cargar en ese momento.

—Éste es Flecto, el patrono —dijo el muchacho—. Va directamente a Malaca, pero no tiene destino fijo. Si tienes suerte y carga con destino a Cartago Nova no necesitarás tomar otra embarcación.

Fijamos el precio y el muchacho cobró su comisión. Más tarde supe que había pagado una cantidad desorbitada y que se habían aprovechado de mi inexperiencia, pero ya estaba hecho. Compré panecillos, dulces, pescado salado, fruta fresca y una manta ligera, advertido de que habría de pasar las noches en cubierta. Por la tarde fui a las termas y me dispuse después a esperar el amanecer, echado en el mismo muelle, junto a los demás viajeros. Nadie me había avisado de que uno se marea en los barcos. El primer día fue angustioso y vomité a cada momento; tumbado en la popa, no me percaté de que la brisa marina disimulaba el calor del sol y me abrasé la piel de la cara y los brazos. Ni una gota de líquido aguantaba en mi estómago; mucho menos cualquier alimento. Para colmo, la nave, al ser oneraria, fue recalando en los puertos intermedios, para aprovechar mejor el viaje. Tentado estuve de bajarme en Carteia y continuar el viaje por tierra, pero el gasto estaba ya hecho y, en todo caso, el barco acortaba las distancias.

En Malaca nos detuvimos dos días para esperar un cargamento de vino. Una vez dejado aquel puerto, no volvimos a tener oportunidad de desembarcar, por lo que divisamos a lo lejos Sex y Abdera. De noche doblamos el cabo y vimos la luz del faro. Desde entonces cambió el viento y me sentí mejor. Hice amistad con un joven de Olisipo y ambos compartimos lo que llevábamos para comer.

Resultó muy agradable ver la hermosa ciudad de Cartago Nova, resplandeciendo entre los collados pardos y el agua azul. Cuando desembarcamos era en torno al mediodía y mi nuevo amigo y yo nos dispusimos a matar el tiempo, pues no zarpábamos hasta la mañana siguiente. Bebimos en las tabernas y disfruté a mis anchas de la libertad que se siente viajando por el mundo. Al caer la tarde, vimos llegar la flota de guerra al puerto atestado de embarcaciones. Eran seis trirremes imponentes, que entraban de espaldas con los remos elevados hacia el cielo y las velas desplegadas. Me fijé en los espolones y arietes y recordé lo que había escuchado narrar a mi padre acerca de las batallas navales.

Por la mañana, al embarcar de nuevo, lamenté tener que enfrentarme otra vez al oleaje, aunque el movimiento no volvió a ser tan violento como en las proximidades del estrecho. Fuimos todo el tiempo navegando en paralelo a la costa de Levante, y alguien mencionó la gran vía de Hércules que sube hacia el norte. El cielo era inmensamente azul y se confundía con el mar en el horizonte. Flecto avisó a voces desde la popa de que podíamos divisar delfines; poco después aparecieron saltando sobre el agua a los lados de la nave. Busqué en mi mente a quién poder contar todo aquello a mi regreso.

Tarraco es una ciudad luminosa. Da la impresión de que el refinamiento y la voluntad de terminar bien las cosas se han detenido allí para configurar espacios elegantes, donde abundan las bellas formas sin que nada esté de sobra. Recoge los influjos de la Galia y los constantes cambios y novedades que llegan desde la atmósfera cosmopolita de Roma, pero ha sabido tamizar su estilo, desechando la superficialidad y la inconsistencia. La gente habla bajo en las calles y en las plazas; cuidan el aspecto exterior, pero evitan los excesos en el boato; saben mantener limpio su entorno; se atienen al orden en los horarios y, a pesar de ser tan diligentes, saben divertirse con naturalidad, sin reparar en el uso de las cosas.

Me fue muy fácil localizar a mis parientes. El hermano de mi abuelo había muerto hacía tiempo, pero su hijo, mi tío Saturo Mario Trusa, gozaba de una posición elevada y vivía cercano al ambiente político y a los círculos de influencia del gobierno provincial. Cuando pregunté su nombre, en el mismo puerto, uno de los comerciantes de golosinas cerró rápidamente el tenderete y se ofreció a conducirme hasta donde podía encontrarlo.

La residencia de mi tío estaba junto al mar, en un promontorio, rodeada de árboles y de medianas casitas para la servidumbre. Nada más llegar a su presencia, pude reconocer rasgos que me eran indudablemente familiares. A él debió de sucederle lo mismo, pues, siendo poco efusivo en el trato, se manifestó sin embargo sonriente y dispuesto a ayudarme en todo lo que necesitara.

—¡Félix, nieto de Quirino! —exclamó—. Desearía ahora que viviera mi padre para que pudiera conocerte. Han pasado más de veinte años desde la última vez que vi a tu abuelo, cuando regresó de Roma para retirarse definitivamente en la Lusitania. No puedes ocultar tu parecido con la familia Quintilia. Sé bienvenido a esta casa.

La villa era suntuosa, sin que un solo hueco no estuviera cubierto por pinturas o mosaicos. En una amplia sala circular, Saturo me estuvo mostrando sin prisas los recuerdos de la familia, y las numerosas esculturas que él mismo había ido adquiriendo para formar una colección singular.

Durante el tiempo que estuve en Tarraco, lo acompañé diariamente a sus múltiples ocupaciones. Conocí Barcino y algunas de las grandes y magníficas villas de la costa; asistí a la salida de la reunión del Concilio Provincial y pude contemplar junta a toda la aristocracia de la Hispania Citerior; presencié espectáculos públicos especialmente refinados: carreras, mimos y luchas de gladiadores en el anfiteatro que, aunque de modestas dimensiones, resultaba hermoso en su conjunto y espectacular por la inmediatez de la arena.

Cuando hube conocido a toda la familia, llegó el momento de partir para Roma. Tarraco era muy interesante, pero no era mi destino. Así se lo comuniqué a mi tío Saturo mientras recorríamos los jardines una mañana.

—Roma ya no es lo que la gente de las provincias imagina —dijo con gesto preocupado—. Yo, hace años, la visitaba con frecuencia; ahora el ambiente es confuso y es difícil manejarse sin conocer a fondo su intrincamiento.

—¿Tan grande es la urbe? —pregunté inocentemente.

—No, no se trata de su magnitud; es a sus gentes a lo que me refiero. Hace tiempo que se cuida poco el acceso a la ciudad y pululan todo tipo de oportunistas y extraños personajes venidos de todas partes. Ya te he dicho que hace años que no voy allí, pero corren rumores de que las cosas andan muy enrevesadas en la capital. Hay frecuentes asesinatos de personajes públicos, revueltas y desórdenes. Antes de que el poder formal llegara al jovencito Gordiano, Roma vio, en el curso de unos cuatro meses, cinco emperadores elevados al trono y luego derribados. Finalmente, del actual se dice que es un fantoche en manos de los pretorianos y de las tropas del Rin.

—Entonces, ¿quién gobierna el Imperio?

—¡Ah!, querido sobrino, esa pregunta es muy difícil de contestar. La masa soldadesca, indisciplinada e inconstante en sus deseos voltea o proclama emperador según su capricho. El Senado difícilmente puede mantener un papel directivo en el Estado en tales condiciones. Las ciudades importantes de las provincias mantienen una unidad meramente formal con el Imperio; algunas, como las de las Galias, incluso se manifiestan abiertamente como independientes. En el caso nuestro, los tarraconenses no rompemos los lazos porque nos interesa mucho la conexión con el puerto de Ostia, que nos abre al mundo; pero empezamos a estar hartos del desorden y de la barbarie de Roma. Sinceramente, no creo que hayas escogido un buen momento para trasladarte allí.

Ambos permanecimos en silencio durante un rato. El rumor de las olas subía desde el mar y el cielo era intensamente azul. En el horizonte, los barcos desplegaban sus velas para iniciar su regreso a las costas.

—De no ir a Roma, ¿qué podría hacer? —pregunté.

—El Concilio Tarraconense ofrece puestos bien retribuidos. Basta conocer bien la escritura y desenvolverse mínimamente en la oratoria. Podrías quedarte y continuar aquí tus estudios. Con el tiempo, tomar en matrimonio a una de tus primas y prosperar. ¿Qué mejor cosa que permanecer en la propia familia? Piénsatelo, teniendo en cuenta que no es momento para intentar nada en Roma, aquí puedes hacerte un sitio...

Di vueltas a mi cabeza con aquella proposición de Saturo. Para un joven de mi edad, con el deseo de aventura y de conocer mundo sembrado ya en el alma, la idea de un futuro tan determinado era poco atractiva. Además, mis primas eran flacas, de aspecto relamido y poco simpáticas. Me seducía mucho más la idea de sumergirme en el mundo cosmopolita y multiforme de Roma.

Por la mañana, al día siguiente de nuestra conversación, fui al despacho de Saturo; pero decidí ocultarle el verdadero motivo de mi decisión para no herirle.

—Tío, he pensado en lo que me dijiste ayer sobre el viaje a Roma—dije.

—¿Y bien?

—Te agradezco mucho que quieras ayudarme, pero deseo ser fiel a lo que prometí a mi abuelo: que marcharía a Roma para continuar mis estudios en la escuela de Ulpiano. A él le hacía mucha ilusión.

—Pero, Félix, tu abuelo es ya anciano. Debe de estar poco informado de los cambios que se han producido.

—Sé que tienes razón en cuanto me has dicho acerca de la situación de Roma, pero ya te conté que rompí la relación con mi padre; no me gustaría ahora tener que contrariar la voluntad de mi abuelo, que me apoyó desde el principio.

—Está bien; cada uno es el único dueño de su vida. Desde Tarraco a Roma hay tres jornadas y media de viaje; dispondré lo necesario para que tu viaje sea lo más confortable posible. Lo que lamento es no poder entregarte ninguna recomendación adecuada. Conozco a algunos hombres influyentes en la capital, pero no me atrevo a ponerte en sus manos, tal y como están las cosas. En fin, esperemos que salga todo bien y puedas realizar tus aspiraciones sin ninguna complicación. Aun así, si tuvieras algún problema no dudes en regresar aquí cuanto antes.

Saturo me aconsejó después que eludiera la política y con ello puso fin a sus recomendaciones. Luego llamó al administrador y le hizo el encargo de que buscara una nave adecuada.

Mi tío quiso ahorrarme dificultades en el viaje. Concertó el pasaje en un imponente trirreme, conocido por el Sardus, propiedad del fisco imperial, que se ocupaba de los viajes oficiales, aunque admitía viajeros con la recomendación expresa de alguna autoridad. Era una nave suntuosa que había pertenecido a la flota de guerra y se había quedado anticuada; conservaba aún el saliente del espolón, camuflado por un gran puño cerrado que sostenía un enorme caduceo dorado. Desde la altiva cubierta, vi tambalearse junto al muelle de carga a la frágil barcaza oneraria de Flecto y celebré no tener que volver a navegar en ella. Aquella misma tarde, el Sardus estuvo en el medio del mar, sin que divisáramos costa alguna en el horizonte. Hicimos noche bajo unos toldos de piel y arribamos pronto a Sardinia, donde nos detuvimos por unas horas. Atravesando el estrecho que se abre entre sus costas y las de Corsiga, nos vimos de nuevo en alta mar, donde nos fuimos cruzando con numerosas naves y adelantamos a otras que eran más lentas. Así, por la información que iba recibiendo de otros viajeros más experimentados, fui aprendiendo un montón de cosas sobre los barcos, y comprobé el desconocimiento del que solemos adolecer los hombres de tierra adentro en materia de navegación, instruidos tan sólo por los escultores y pintores que generalmente tampoco han conocido el mar. Comprendí en aquel viaje la importancia de la navegación para el abastecimiento de Roma, y cómo el comercio depende de ella, y vi la capacidad del transporte naval, que da cien vueltas a las posibilidades terrestres.

19

Desde que era niño me acostumbré a escuchar que todas las ciudades del mundo son el reflejo de la única verdadera: Roma. El uso de la razón me hizo imaginar la capital del Imperio como una Emerita aumentada e idealizada, comparando en mi mente el Tiber con el Anas y las colinas romanas con las suaves ondulaciones de los cerros lusitanos. No podría describir en este momento la impresión que sentí al divisar la ciudad a lo lejos, en la carretera que conduce hacia ella desde el puerto, a cuyos lados se elevaban soberbias villas semiocultas entre espesos y umbríos jardines. Todo son bosques hasta donde se pierde la vista, y en medio de ellos emergen los inmensos muros rojizos tras los que asoman los blancos edificios de piedra y las colinas rematadas por las redondeadas copas de los pinos. Al final de la vía está la puerta Ostiense, que abre la ciudad al constante ir y venir de personas, vehículos y animales que transitan por la carretera portuaria. Sobrecoge la marmórea pirámide de Cayo Cestio y los grandes monumentos funerarios que hay en su entorno.

Frente a la misma puerta sufrí las consecuencias de mi inexperiencia y mi candidez provinciana, y fui víctima de una estafa que trastocó por completo mis planes. Junto a mí se puso a caminar un hombre maduro, bien vestido y de aspecto distinguido, acompañado por dos esclavos que portaban lo que parecía su equipaje. Ya en la explanada del muelle se había hecho el simpático, tras escuchar cómo me despedía del patrón de la nave, adivinando mi procedencia por el acento.

—¡Un hombre de la Hispania! —exclamó con gesto sorprendido— ¿De qué diócesis?

—De la Lusitania, de Emerita—respondí.

—¡Ah! Magníficos caballos. Ya hacía tiempo que no me encontraba con alguien de por allí.

¿Es la primera vez que vienes a Roma, amigo?

—Sí.

—¿Negocios, quizá?

—No, quiero continuar mis estudios de leyes en una de las escuelas romanas.

—¡Magnífico! Tengo amigos abogados influyentes. Bien, encaminémonos a la ciudad antes de que sea tarde.

Sin que me diera cuenta, aquel hábil embaucador fue llevándome a su terreno y por el camino, pregunta tras pregunta, se informó bien de mi origen familiar y de otros detalles que necesitaba para completar la trampa que había de tenderme más adelante. Habló de espectáculos, de cosas intrascendentes y, queriendo hacerme ver que me instruía sobre los peligros y las dificultades de la capital, me dio consejos de todo tipo en tono paternal. Cuando llegamos al puesto de recaudación, extraje las monedas de entre mis ropas para pagar el impuesto y él hizo lo propio, fijándose disimuladamente en mi dinero.

—¡Por Mercurio! —exclamó—. Pero hijo, ¿no sabes que esas monedas están fuera de curso?

Yo lo miré extrañado.

—Claro, claro; en las provincias aún no estáis al corriente de las nuevas disposiciones —

añadió—. Hace ya tiempo que las piezas antiguas fueron recogidas en Roma por la autoridad para fundirlas.

—Entonces, ¿mi dinero no es válido? —pregunté, sin poder asimilar aún lo que estaba pasando.

—¡Ca! Déjame ver—dijo extendiendo la mano.

—Hummm... me temo que no; son viejos antonianos de Caracalla. ¿Tienes áureos y piezas de bronce?

Sin pensarlo extraje la bolsa y le mostré cuanto llevaba.

—Me lo temía —dijo—. Son todo monedas sin curso legal. Amigo, lo siento pero estás sin dinero. Es algo que les está sucediendo a muchos forasteros en estos tiempos de confusión. El dinero sigue corriendo en provincias en las viejas acuñaciones, mientras que en Roma sólo tienen valor las nuevas piezas.

Creí que el mundo se me caía encima. Mi cabeza se quedó en blanco. Mientras, se acercó

otro hombre, también de buen aspecto.

—Amigos, perdonadme pero no he podido evitar oír la conversación que traéis —dijo cortésmente—. Veo que os preocupa el mismo problema que acucia a muchos ciudadanos de provincias.

—Se trata de este joven —dijo el otro—; su dinero ya no es de curso legal.

—¿Puedo verlo? —preguntó con firmeza el recién llegado.

Miré a mi compañero de camino, buscando su aprobación, confiado en que él tendría más experiencia.

—Vamos —dijo mi fingido protector al otro—, no es asunto que te incumba.

—Me incumbe, señor, puesto que soy cambista con licencia —dijo el otro mostrando un documento aparentemente oficial.

—¡Ah! Siendo así quizá puedas ayudar a mi joven amigo.

—¿Y bien? —dije mirando a mi consejero.

Éste me apartó a un lado y me dijo:

—Es la única solución. El dinero que llevas sólo tiene valor como metal. Créeme, soy negociante y entiendo bien de esto. Lo mejor que puedes hacer es acudir a un cambista para revalorizar tus monedas cambiándolas por las de curso legal. Éste tiene autorización. Yo te pagaré el impuesto de entrada y te acompañaré hasta su establecimiento para asesorarte y evitar que al tasar te perjudiquen.

—No sé cómo podré agradecértelo. Vayamos —dije, convencido de que era mi salvador. Mi fingido amigo pagó la tasa al recaudador de la puerta y los tres cruzamos. El cambista tenía su oficina junto a la misma muralla, al lado de otros establecimientos de empeño, compraventa y legalización de documentos. El destacamento de guardia estaba justo enfrente y aquello daba seguridad. Nos sentamos en torno a una mesa cubierta por un tapete de color rojo y extendí todo mi dinero sobre ella. El cambista lo fue ordenando por valores y un empleado comenzó a hacer las cuentas. Yo miraba a uno y a otro esperando la valoración. Cuando estableció las equivalencias, dijo la cantidad total del dinero que me correspondía.

—¡ Ah, no! —exclamó entonces mi protector—. Al menos debes darle dos áureos más, y diez antonianos.

Discutieron durante un rato más y al final quedaron de acuerdo. El empleado extrajo la cantidad de un arca y la depositó en mi bolsa, después de que yo examinara el total. No vi motivo para estar descontento, sino todo lo contrario, ya que el total era casi el mismo que había entregado. Sentí un gran alivio y mis nervios se tranquilizaron.

Ya en la puerta, quise recompensar a mi falso amigo, pero él se negó. «Aún queda gente buena en este mundo», pensé. Nos despedimos y allí mismo contraté una litera para ir a la dirección que me había indicado mi abuelo. Qué gusto sentí contemplando la Roma inmensa, bellísima y bulliciosa, como un verdadero señor, llevado en andas y palpando la seguridad de la bolsa que llevaba bajo mi toga.

La carta de recomendación de mi abuelo era para la vieja escuela de Ulpiano, rehabilitada por sus alumnos varios años después de que fuera asesinado, una vez que se hubieron calmado las cosas. Pero como los bienes del maestro fueron expoliados, la casa ya no estaba en la dirección que yo traía —en un lugar céntrico, junto al estadio de Domiciano—, por lo que, al llegar a los antiguos locales, me encontré con que había un almacén de telas. Cuando me indicaron allí mismo la nueva dirección de la escuela, tuve que volver sobre mis propios pasos y dirigirme hacia el pie del Aventino, a unos huertos cercanos al lugar donde había contratado la litera. Al llegar tuve que discutir con los porteadores, pues el precio me parecía desorbitado. Me recibió un tal Junio Casio que era ahora el dueño de la academia. Leyó la carta sin decir palabra y luego me miró de arriba abajo.

—¿Traes ahí los áureos de los que habla tu abuelo en la carta? —preguntó.

—Naturalmente —respondí.

—Déjame verlos —pidió.

Su actitud me pareció desconfiada, pero abrí la bolsa sin rechistar; comprendí que eran tiempos difíciles. Miró las monedas y dijo:

—No, éstos no, me refiero a los que te dio tu abuelo en la Lusitania.

—¡ Ah, el viejo dinero! Por eso no te preocupes, ya me encargué de cambiarlo al llegar a Roma.

—¿Cómo? —dijo abriendo los ojos sobresaltado— ¿Lo has cambiado? ¡Déjame ver lo que te han dado!

Abrí las otras dos bolsas y le mostré el resto de los áureos y los antonianos de plata.

—¿Eso es todo? —dijo con estupor.

—Claro, es su valor en la nueva moneda.

—¡Pobre ignorante! —exclamó—. Has caído en la estafa más simple y vulgar de las que urden para los ciudadanos de provincias.

—Pero... No comprendo. ¿Es dinero legal, no?

—¡Claro que es legal!, pero enormemente depreciado con respecto al que tú traías. ¿Es que no sabes que las monedas de Roma se fabrican desde los tiempos de Macrino como si fueran galletas de sésamo? Ya Caracalla disminuyó el peso del áureo y creó el antoniano de plata que terminó por suplantar al denario casi por completo. Las nuevas piezas ya no llevan ni cobre, sino aleaciones de cinc, estaño y plomo. Has cambiado tus viejas monedas, que eran un tesoro, por tosco metal pulido.

—Pero... son legales... sirven para comprar.

—Con ese puñado de chatarra sólo podrás comprar dos o tres meses de vida romana. La inestabilidad de nuestros gobiernos hace que se fabriquen graneros enteros de monedas para contentar a los soldados. Eso hace que el valor de las piezas baje de un día para otro. Podrías haber sido rico con tu saco de viejo dinero, el que de verdad tiene valor para ser atesorado; pero no ha querido la Fortuna que así fuera.

—Entonces, ¿mis estudios...?

—Créeme que lo siento, pero cuesta mucho sostener una escuela como ésta. Tu abuelo, que era muy sabio, debió advertirte de que las malas artes y la picaresca acechan en las calles de Roma.

Dicho esto cerró la puerta delante de mí, sin despedirse. En aquel momento tan sólo pensé

en dar con los estafadores que se habían llevado mi dinero, por lo que corrí desesperado por aquel laberinto de calles en dirección a la puerta Ostiense que estaba próxima a aquel lugar. Por fin di con el barrio de los cambistas y con el establecimiento de aquel embaucador. Entré

sofocado y me encontré allí a los dos individuos que, como era de suponer, estaban compinchados.

—¡Mi dinero! —grité.

El esclavo se adelantó y me cerró el paso.

—¡Quiero mi dinero enseguida! —volví a gritar forcejeando frente al mostrador. Uno de los cambistas salió corriendo a la calle, mientras que yo me abalanzaba hacia el otro, apartando al esclavo de un golpe.

—¡Guardias! ¡Socorro! —oí gritar detrás de mí.

Enseguida aparecieron en el establecimiento los soldados del puesto de enfrente. El oficial se dirigió a mí con el bastón en alto.

—¡Eh, tú, quédate quieto! —gritó.

—¡Tienen mi dinero! —exclamé.

—¡No lo conocemos! ¡Pretendía robar! —se apresuraron a decir los estafadores. Al momento aparecieron allí varias personas gritando a nuestro alrededor.

—¡Oficial, lo hemos visto todo! ¡Es un ladrón! ¡Entró en el establecimiento avasallando para llevarse esas monedas! —decían.

En mis manos estaba mi bolsa. La rabia me cegó al ver a todas aquellas personas en torno a mí acusándome injustamente. En mi impotencia, un impulso irreflexivo me llevó a golpear con furia la cabeza del cambista con la bolsa de las monedas. Gruesas gotas de sangre cayeron al suelo y el estafador se desplomó delante de mí. Entonces los guardias se abalanzaron y descargaron los bastones sobre todo mi cuerpo. Sufrí los secos impactos hasta que un denso zumbido acudió a mis oídos y se me nubló la vista. Cerré los ojos y permanecí inmóvil para que así cesaran de golpearme. Sentí que me arrastraban por los pies sobre los adoquines durante un largo trecho. Alguien corrió detrás y gritó:

—¡No, a la cárcel no! El juez podría buscarnos complicaciones.

Después me empujaron y rodé por un terraplén hasta que me detuve sobre unas húmedas plantas. Es lo último que recuerdo, pues perdí el conocimiento.

Cuando recobré el sentido era ya noche cerrada. Noté la sangre seca en mi cabeza, y por toda la cara, y apenas pude abrir un ojo. Me faltaba el manto, los zapatos y, por supuesto, la bolsa y los documentos que llevaba. Caminé al azar, con pasos vacilantes, por una especie de vertedero fangoso hasta una amplia vía, a cuyos lados se veían hogueras encendidas, distanciadas unas de otra, con gente calentándose. Por la calzada transitaban apresuradamente bestias de carga, carreteros y todo tipo de vehículos de los que se usan para aprovisionar las ciudades, siguiendo la ley que estaba vigente por entonces en Roma y que sólo permitía el tránsito de estos vehículos desde la caída de la noche hasta el amanecer, para evitar el colapso de las calles en las horas del día.

Empujado por el frío, me acerqué para buscar el calor de una de aquellas hogueras. A un lado había dos carreteros, jugando a los dados, y al otro tres prostitutas calentándose las manos y charlando entre ellas. Cuando me acerqué al fuego me miraron los cinco, extrañados.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces? —dijo uno de los hombres—. Esta leña ha costado dinero. Nadie te ha invitado a esta reunión.

Aturdido como estaba, no hice caso de aquel rechazo. Entonces el carretero cogió el látigo y se dirigió a mí en actitud amenazante.

—¡No le hagas daño! —exclamó una de las mujeres—. ¿No ves que está herido?

—¡Y a nosotros qué! —repuso el hombre—. ¡Que se vaya a otra parte con sus heridas!

Mientras esté aquí con ese aspecto, no se acercará nadie a vosotras.

Cuando parecía que el carretero iba a golpearme, la mujer se interpuso y se quedó frente a mí. Al verla, iluminada por las llamas, envuelta en un suave velo claro, tuve la certeza de que entraba en mi vida un ser excepcional. Sus ojos eran profundos y sombríos, en una cara pálida y de pómulos salientes. Su mirada estaba clavada en mí, de pronto llena de la misma sorpresa que había causado su belleza en mi alma.

—Parece un joven caballero —dijo por fin a las otras.

—¡Que se vaya! —volvió a gritar el carretero.

—¡Calla, estúpido! —replicó una de las otras mujeres—. La leña es nuestra; si quieres calentarte, deja que nosotras decidamos quién puede acercarse.

Aquel hombre bajó entonces la cabeza, dejó a un lado el látigo, y fue otra vez a sentarse junto a su compañero. Pude ver entonces a las otras dos mujeres, maduras, profusamente maquilladas y con estudiados abalorios, como suelen ir tales mujeres para cumplir con su oficio. En cambio, la joven que me miraba era apenas una muchacha de atuendo sencillo.

—¡Harmonia, acércame el vino! —ordenó, mientras extraía un pañuelo del bolso. Retiró cuidadosamente la sangre de mi rostro y después me pasó la jarra para que bebiera. Mientras, no dejaba de mirarme.

—¡Por Antinoo! ¡Qué bello eres! —exclamó.

Entonces se acercaron las otras dos.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó una de ellas.

—Los guardias me golpearon —respondí.

—¡Ah, Roma es de los pretorianos! —declaró.

—¿Puede saberse por qué te hicieron esto? —preguntó la joven.

—Unos cambistas me estafaron junto a la puerta Ostiense y, cuando fui a reclamar lo que era mío, los guardias se pusieron de parte de aquellos sinvergüenzas.

—¡Por Hebe! ¡Es un forastero hispano! —dijo una de las prostitutas al adivinar mi acento—. Cariño, te creo; hace tiempo que los recién llegados sufren los atropellos de esa gente poco honrada.

—Es mal momento para entrar en Roma —observó la otra—. Los militares corruptos controlan los accesos a la ciudad. Pero, pobrecillo, ¿cómo podías saberlo?

—¡Oh, se me está partiendo el corazón de la pena! —comentó entonces, irónico, el carretero; y él y su compañero rieron a carcajadas.

—¡Vamos, marchaos ya! Es hora de que recojáis vuestra carga, las puertas del barrio central hace tiempo que se abrieron —les apremió la mujer.

Los carreteros se echaron el manto y arrearon las mulas, que tiraron estrepitosamente de las carretas.

—¡Hasta mañana! ¡Qué vuestro Ganímedes os dé suerte para el negocio! —se despidieron. La joven se acercó entonces a una casilla de tablas que había allí cerca y trajo una capa con la que me cubrió las espaldas.

—Ahora voy a marcharme hacia el centro de la ciudad y tú te vendrás conmigo —me anunció—. Hace frío y las calles no son seguras.

Al poco rato, apareció un hombre alto.

—Aquí tienes a tu esclavo —dijo una de las prostitutas.

—Bien, queridas —se despidió la joven—, os dejo.

Besó a ambas mujeres y echó a andar detrás del esclavo. Yo me quedé impávido viéndola partir. Una de las mujeres me empujó entonces.

—¡Vamos! ¡Síguela! —ordenó.

Obedecí aquellas palabras, sin saber por qué. Caminé un rato detrás de la joven, que a su vez iba tras el alto esclavo. Fuimos pasando delante de otras hogueras, donde había otras mujeres semejantes.

—¡Adiós, Salus! ¡Buenas noches! ¡Que Isis te acompañe! —saludaban a nuestro paso. Al final de la vía, frente al Circo Máximo, subimos los tres a una meda, que esperaba al pie del acueducto Aqua Appia. El carro tomó una amplia calzada al pie del Palatino, cuyos palacios brillaban azulados a la luz de la luna. Al fondo, me sobrecogió la inmensidad del Anfiteatro Flavio y, al circundarlo, la colosal estatua de bronce erigida por Nerón. Después, pasamos junto a los grandiosos templos, iluminados por multitud de antorchas y lámparas de aceite. Los foros imperiales me parecieron dorados. Desde allí subimos hacia el Quirinal y nos detuvimos en una calle estrecha que discurría entre altos muros cubiertos de oscura hiedra. Tras cruzar un denso portón, descendimos de la raeda y recorrimos un amplio huerto poblado de cipreses, hasta llegar a un pequeño templo rematado por un friso de estilo griego.

—Hemos llegado —dijo la joven—. Detrás del templo está mi casa.

Me dejé conducir en silencio por entre las columnas, hasta el interior, que permanecía a oscuras. Al final, había algunas velas colocadas desordenadamente en unas gradas. El esclavo prendió una antorcha y abrió una puerta por la que pasamos a otro jardín. Por fin llegamos a una casa pequeña. La joven despidió al esclavo y encendió las lámparas. Cuando dejó caer el velo pude ver de nuevo su cara, iluminada intermitentemente por las llamas que aún no habían cobrado fuerza.

—Estás muy callado —dijo.

—¿Qué puedo decir? Hoy he vivido un día tan extraño...

—¿Cuánto tiempo llevas en Roma?

—Arribé a Ostia esta misma mañana.

—Pobrecillo, la urbe no ha sido acogedora contigo. Ahora es mejor que descanses. Mañana la claridad del día pondrá en orden tu mente. Duerme sin temor en esta casa. Dicho esto, cruzó una cortina hasta una estancia contigua y regresó con un jergón y unas mantas. Allí mismo me tendí y tardé en conciliar el sueño, hasta que, rendido, mis ojos se cerraron y dejé de contemplar aquel rostro dulce que permanecía, velando, a mi lado.

20

Cuando desperté, la luz entraba por una de las ventanas y, al no reconocer aquella estancia, tardé un buen rato en recordar dónde estaba y lo que había sucedido el día anterior. «Estoy en Roma —pensé—, en una casa desconocida, a la que llegué por no tener adónde ir, sin dinero, sin documentos, sin nadie conocido que pudiera auxiliarme.» Qué lejos estaba cuanto había imaginado que sería mi llegada a la capital. No conservaba ni tan siquiera la toga viril que me había regalado mi padre, ni conocía otra dirección que la de la interesada escuela de Junio Casio, donde me rechazaron cuando mi dinero les pareció depreciado. Recordé los fieros y despectivos rostros de los pretorianos que me golpearon la tarde anterior y cómo había deseado gritarles: «¡Cuidado, soy el hijo del tribuno Trásilo Turno, nieto del senador Quirino Mario, sobrino de Hiberino Turno el jurista. Mi casa está en la vía Lautitia, junto a la de los más notables lusitanos!» Pero ¿quién podría haber acreditado en aquel momento mi procedencia, rodeado como estaba de rapaces a los que no les importaba otra cosa que mis viejas monedas de provincia? Y, aunque hubieran sabido mi nombre, ¿qué era un noble provinciano en aquella Roma feroz y pretoriana, capaz de llevarse por delante incluso a sus emperadores?

Recordé entonces a la joven que se había compadecido de mí la noche anterior y miré hacia la silla donde la había dejado antes de que el sueño me la arrebatara; pero estaba vacía. Me levanté y salí al exterior. La encontré trabajando con afán en el huerto. Creo que jamás podré

olvidar aquel rostro limpio y brillante bajo el sol de la mañana. El esclavo que trabajaba junto a ella fue el primero en advertir mi presencia y se incorporó sin decir palabra. La joven me vio entonces y alzó la cabeza sonriendo.

—Has dormido como si no hubieras tenido un lecho desde hace tiempo, joven de Hispania

—dijo.

—En la cubierta de los barcos cuesta mucho conciliar el sueño —observé.

—Ven, quiero mostrarte el templo —dijo, dejando apoyada en un árbol la azada. La seguí, y ambos ascendimos las gradas. Mis miembros se movían pesadamente por el cansancio y el largo sueño. Cuando la vista se hizo a la oscuridad del interior, aparecieron tres grandes imágenes, de pie sobre sus peanas. La joven tiró de mí, me colocó bajo una de ellas y dijo:

—Esta diosa es Higia, la hija de Asclepio. La imagen es tan vieja como el templo, aunque estaba dedicada a Salus. El emperador Adriano quiso personificar en ella a la conservación y arregló el edificio, hace ahora cien años.

La diosa era muy bella, representada de pie delante de la estatua de Asclepio, barbado y de aspecto bondadoso, sosteniendo el bastón con la serpiente enroscada.

—Me llamo Salus en honor a esta diosa —dijo la joven.

Al otro lado del ara central había un dios representado como un glorioso joven de diecinueve o veinte años, de pie, con la mirada perdida hacia el frente.

—Es Antinoo divinizado —dijo Salus—. Desde que Adriano mandó poner aquí su imagen se le rinde culto junto a la diosa que protege la eterna juventud. Desde entonces una chica y un chico se ocupan del templo.

—¿Tú eres esa chica? —pregunté.

—Sí. El sacerdote que me eligió creyó que mi aspecto era más adecuado para representar a la diosa que el del resto de las jóvenes candidatas.

—¿Y el joven?

—Ahora no hay ninguno. El anterior era muy hermoso y lo mataron una noche, aquí mismo. Probablemente lo hizo un pretendiente rechazado. Ahora, el puesto está vacante, hasta que se encuentre a alguien digno. Pero eso debe decidirlo el sacerdote.

—¿Cuál es tu misión?

—Cuido del templo, me ocupo de los jardines y, lo más importante, atiendo con cariño a quien necesita algo de la diosa.

—¿Conoces la medicina?

—Sé algo, pero no es mi trabajo. Para eso están los médicos de la isla tiberina.

—Entonces, no eres una prostituta.

Salus bajó la cabeza tímidamente y por un momento dejó de sonreír.

—¿Hubiera sido peor si lo fuera? —preguntó.

—No, pero no comprendo qué hacías anoche en la calle con aquellas mujeres.

—Quizás estaba esperándote...

—Así lo creo. Si no te hubiera encontrado me pregunto qué habría pasado, y dónde estaría ahora. No sé cómo puedo agradecerte lo que has hecho por mí, pero no quiero serte gravoso, hoy mismo me marcharé.

—¡No! —gritó, cambiando repentinamente su expresión, que se volvió triste—. Bien, quiero decir que es pronto aún, tus golpes no están curados y no tienes adónde ir.

—Pero no tengo dinero... De alguna manera tendré que pagar mi estancia en esta casa,

¿no?

—No debes preocuparte por ello. Las ofrendas que recibe este templo son muy generosas. Además, creo poder ofrecerte una ocupación para que puedas salir adelante, aunque ahora no puedo decirte de qué se trata.

Me dejé convencer, porque estaba tan confuso que no sabía cómo empezar mi vida en Roma. En el fondo, a pesar de lo que me había sucedido el día anterior, me sentí afortunado por haber encontrado aquel lugar. Salus y yo nos sentamos a comer juntos aquella misma mañana, y charlamos de asuntos referentes a la ciudad. Le conté mi viaje y le contesté a cuantas preguntas me hizo sobre mi vida. Aunque al principio me importunaba un poco su curiosidad, pronto me acostumbré a ella y tuve la sensación de que la conocía desde siempre. Su belleza era tan dulce y sus atenciones tan constantes que se me hizo inevitable empezar a amarla enseguida.

En cuanto estuve repuesto me incorporé a las faenas del templo, por contribuir de alguna manera. Pero, más adelante, me sentí empujado por una especie de inercia que me llevaba a poner verdadero empeño en aquella ocupación. Ayudaba a Salus en el cuidado de los jardines, limpiaba las imágenes y retiraba la cera y las lámparas cuyo aceite se había agotado. Pero lo que constituía un misterio para mí era lo que hacía mi benefactora cuando se encerraba con los fieles en una estancia contigua al templo. Hasta ahora, cuando le preguntaba sobre ello o sobre otras cosas que no entendía me contestaba siempre lo mismo: «Todo a su tiempo.» El esclavo del templo era muy discreto y, aunque siempre me acompañaba a todas partes, no hablaba más de lo indispensable.

Aquel comienzo de mi estancia en Roma no fue pues tan desagradable, a pesar de las dificultades que encontré a mi llegada; pero pasadas las primeras semanas, empecé a ver que mi vida carecía de sentido. Por eso, una mañana me armé de decisión y me encaminé hacia el Aventino, para hablar de nuevo con Junio Casio y ver si había alguna posibilidad de continuar los estudios de leyes.

El maestro se sorprendió al verme y, después de mirarme con gesto distante, dijo:

—¡Vaya! Sigues en Roma, ¿eh? Pensé que habías decidido regresar a Hispania con el dinero que te quedaba. ¿Has solucionado tu problema?

—No —respondí—. No tengo nada de dinero.

—¿Y bien? Creí haberte explicado que sin dinero no podemos llegar a entendernos.

—Sólo quiero tu consejo en algunos asuntos. No conozco a nadie más en Roma. Me gustaría saber qué puede hacer un joven como yo para ganarse la vida.

—Hummm... Depende de cuáles sean sus necesidades. En tu caso es difícil que puedas mantener aquí el régimen de vida que tuviste en tu ciudad. Pero dime, ¿ qué has hecho hasta ahora desde que nos vimos?

—Vivo en el templo de Salus.

—¿Cómo? —exclamó extrañado—. ¡Oh, ya comprendo! Un joven de tu aspecto puede resultar ideal para un puesto así. Pero ¿estando allí tienes problemas de dinero?

—Creo que te equivocas —dije—. Aunque vivo allí, no soy el joven del templo.

—¿Conoces ya al sacerdote de Esculapio?

—No, hay una joven que se ocupa de todo.

—Bien, ya lo conocerás; creo que cuando te vea estará conforme contigo. Ahora márchate, tengo mucho que hacer. Si tu oficio te permite reunir el dinero suficiente no tendré inconveniente en admitirte.

Creí comprender de sus palabras que el oficio de servidor del templo de Salus podría ser productivo. Pero hasta ahora Salus no me había hablado de ello en ninguna ocasión. Por el camino, decidí comentarle el asunto esa misma mañana.

Cuando llegué la encontré en el jardín exterior, despidiendo a uno de los fieles. La llevé

aparte y le hablé con franqueza:

—He estado en la escuela de Junio Casio, ya te dije que iría a hablar con él.

—¿Qué te ha dicho?

—Que me admitiría si consigo el dinero suficiente. Pero eso no es todo. Me ha insinuado que yo podría ocupar en el templo el lugar del joven asesinado. Es más, él ha creído que yo ya ocupaba dicho cargo.

A Salus se le iluminó el rostro. Me abrazó sin ocultar su alegría y exclamó:

—¡Ha sido el dios! Cuando te vi aquella noche, todo magullado y con la cara cubierta de sangre, supe que era un signo. Después, cuando limpié las heridas y vi tu rostro fue como si el mismo dios me hablase. Ahora mismo mandaré dar aviso al sacerdote y tú y yo iremos a verlo esta misma tarde.

El sacerdote vivía en la isla tiberina. En cuanto me conoció alabó mi belleza y se entusiasmó

con la idea.

—Bien, bien—dijo—, hay muchos fieles que echan de menos la comunicación con el dios. Será bueno que tú, Salus, lo instruyas desde hoy mismo. Pero, recuerda, no quiero ningún error, ni que nadie salga descontento; ya hemos sufrido suficientes perjuicios con el anterior joven. Es muy importante la prudencia.

Así me convertí en el «joven del templo», como si aquel cargo me hubiera estado esperando. No obstante, no comprendía aquella forma de religión y no sabía todavía en qué consistiría más concretamente mi misión. Pero confiaba en Salus, que fue desde aquel día mi maestra.

21

Los misterios del templo de Salus cautivaron pronto mi espíritu. Por primera vez en mi vida encontraba un fondo religioso que daba sentido a las incógnitas que descubría en la existencia, sin tener que recurrir a los dioses que había heredado de mis mayores. Había escuchado tantas quejas, sobre todo a mi abuelo Quirino, acerca de los defectos, males y problemas del mundo que nos rodea, sin que nadie me diera jamás ningún indicio aceptable de sus causas, que me fascinó aquella visión de las cosas.

Mi aprendizaje comenzó en un agradable paseo por el jardín, en el que mi compañera comenzó por hacerme consciente de que vivimos en un mundo hostil y violento que causa nuestra perdición. No le fue difícil: le bastó con recordarme mi fracaso al llegar a Roma y la frustración de mis pretenciosos proyectos. Según ella, la causa de los males del mundo estaba en el universo; el mundo material todo, incluida la parte carnal del hombre, se había generado por la desviación pecaminosa del Uno o dios único. Había pues una oposición irreductible entre la realidad superior, divina o espiritual, y la inferior, material.

—Creo que te comprendo —la interrumpí—. Alguien me habló una vez de algo semejante pero como una oposición entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

—Sí, eso mismo. Si quieres puedes también pensar en salud-enfermedad, placersufrimiento, vida-no vida o divinidad-mundo. Lo importante es comprender que el ser humano es un reflejo de todo el universo. La parte superior procede de Dios; su parte inferior viene de la materia, y se halla sujeta a sus leyes. Ésa es la raíz del dolor, de la vejez y de la muerte.

—Pero me cuesta entender el porqué de esa separación.

—Es para conocer la angustia que sufren inevitablemente los seres espirituales cuando son encerrados en la condición carnal, estacionados en el tiempo y enredados en un cosmos material.

—Entonces... ¿quién decide esa separación?

—Nadie, está ahí, con que sepas que existe basta. Nadie es responsable de tal orden de cosas. Ni los dioses, ni los hombres. Lo importante es conocer cómo se resolverá ese problema.

—Creo que no lo entiendo —dije entristecido—. De manera que existe el dolor, la angustia y la muerte y no podemos conocer el porqué. Al menos, la religión antigua hablaba de seres malévolos, diablos y espíritus inmundos...

Salus se detuvo junto a un banco de piedra, se sentó en él y tiró de mi brazo para que yo hiciera lo mismo. Luego extendió sus blancas manos y colocó tiernamente mis sienes entre ellas, acercando su cara a la mía.

—Querido Félix —dijo—. Lo importante es conocer que existe la «salus», la salvación, la liberación definitiva. La parte superior o espíritu es consustancial con la divinidad. Debe intentar retornar al Uno para fundirse con él y escapar de la perversión de la dualidad presente. Esta liberación se produce por medio del recto conocimiento, de lo que los griegos llaman «gnosis».

—Y ¿cómo se alcanza tal conocimiento?

—Lo proporciona la divinidad misma, a través de la revelación, a quien le interesa que lo que procede de ella vuelva a su lugar. Es como cuando estás enfermo y afligido por el dolor, sólo entonces recuerdas la salud perdida, de la cual no tienes conciencia cuando estás sano.

—Por esta misma razón, quienes reconstruyeron este templo unieron esta sabiduría a la imagen de Salus, diosa de la salud—dije.

—Eso mismo. La salvación es la idea central que preside el culto de este templo. Y la salvación consiste en una ascensión del espíritu al mundo superior, liberándose del inferior, malo y perverso.

—Pero lo que no comprendo es qué pintan en todo esto los jóvenes del templo, es decir, tú y yo.

—La juventud y la belleza del ser humano son un signo y una evidencia de la divinidad. Nada puede representar mejor a la salud que un cuerpo joven en su plenitud.

—¿Somos, pues, imágenes vivientes?

—No, no se trata de eso. Es algo más complejo que irás entendiendo a medida que ejerzas en el templo. Los fieles que acuden son personas que están ya en un estadio elevado del conocimiento, gente influyente y muy culta en general, espíritus que, iluminados por la gnosis, se preguntan: «¿Quién soy yo?» «¿De dónde procedo?» «¿A quién pertenezco?» «¿A dónde y cómo he de volver?» Para ayudar, o mejor, para iluminar este proceso, el mundo superior se sirve de la estructura visible, en este caso de nosotros.

—¿Y qué puedo yo aportar a gente tan sabia?

—Tu presencia y tu amor desinteresado, que no es poco; tu juventud y una sincera actitud de cariño. Tú serás como la contrapartida celeste de todos los espíritus de los hombres. Ellos desean salir en las mejores condiciones de su decadencia actual para reintegrarse en el Pleroma divino, su patria original antes de los tiempos y del espacio. Es gente que vive el drama de la vejez o la enfermedad bajo la iluminación del conocimiento. Compartir un espacio del tiempo que les queda con un joven hermoso los ayuda a salir del letargo y el adormecimiento que les ha producido la materia. Es como el signo de su unión definitiva con la divinidad. Un anticipo de lo que el dios les tiene reservado.

—No sé si podré cumplir con acierto mi papel. ¿Cuándo he de empezar?

—Todavía es pronto, ahora te conformarás con cuidar del templo y del jardín. Yo recibiré a las visitas en nombre de los dos, como he hecho hasta hoy. Mientras llega el momento, te dedicarás a profundizar en la revelación.

Desde aquel mismo día me inicié en la gnosis, entregado de lleno a los libros que Salus guardaba y que me confió después de aquella conversación. Me fascinó el conocimiento y hallé

en él la razón de mi estancia en Roma, por lo cual me olvidé por completo de la escuela de Junio Casio y de mi propósito de estudiar leyes, y empecé a acudir a las clases de filosofía que impartían en el cercano templo del Sol los sacerdotes de Emesis.

Pasados varios meses, me adentré en el conocimiento de la astrología y de las tradiciones de Hermes Trimegisto, iniciador de los secretos del mundo. Por otra parte, la metafísica me presentó unos rasgos que me acercaron más aún al fondo de mi nueva religión: el convencimiento de que entre el mundo y el hombre, entre el macrocosmos y el microcosmos, había una relación de simpatía y de semejanza, que hacía a ambos necesitados de salvación. Pronto estuve impregnado de una certeza: la parte más auténtica y mejor del ser humano es el espíritu, una centella divina consustancial a la divinidad de que procede. Pero tuve que cultivar también intensamente mi cuerpo para reflejar en él la belleza del alma y hacer más evidente su supremacía sobre la materia carnal.

Entonces llegué a comprender completamente cuál habría de ser mi papel en el templo: un ser divino desciende del ámbito superior; con su revelación recuerda al hombre que posee en sí

la chispa divina y lo instruye sobre el modo de hacerla retornar al ámbito del que procede. Si conseguía reflejar esa realidad, estaría preparado para comenzar mi misión. Al entregarme en cuerpo y espíritu a esta tarea, que ocupó desde entonces mi tiempo, entendí por qué Salus había causado en mí tanta fascinación desde nuestro primer encuentro. Era una criatura que reflejaba un hondo abismo interior hecho de enigmas. Desde el principio, me sorprendí contándole muchas cosas sobre mí mismo, mi pasado, mis proyectos y mis deseos. Ella constituía para mí una llamada permanente hacia el interior de mi conciencia y, en nuestras conversaciones, aparecían mis interrogantes internos, mis temores y mis ansias acumuladas. Estaba perfectamente preparada para asumir las inconfesables derrotas que la vida inflige al ser humano. Deseé ardientemente parecerme a ella para ahondar en el mundo sumergido de los hombres y conservar la calma y la alegría de carácter que siempre manifestaba.

Por otra parte, el interior de los muros del templo era un remanso frente a la confusión que dominaba las calles de Roma. La ciudad era hermosa, pero estaba inmersa en una amarga y convulsiva enfermedad política donde crecían las conspiraciones y las revueltas. La autoridad se había entregado a la fuerza bruta y gobernar era un oficio tan temible que muchos posibles candidatos, espantados, se escabullían del entusiasmo de las tropas para no ser elegidos, pues aceptar suponía la condena a muerte. En aquella tempestad tan terrible, se vieron extrañas figuras sobre el trono, como Maximino, aquel hijo de godos, grande como un gigante y del que se escuchaba en las calles que bebía veinticinco litros de vino cada día, y que rompió de un puntapié las patas de su caballo cuando le hizo caer en el foro delante de la gente. Sin embargo, el actual Gordiano el Joven despertaba mayor simpatía entre el pueblo. De cualquier modo, el rumor de que algún motín o complot pudiera quitarlo de en medio era generalizado. Resultaba así que Roma pertenecía, pues, a un poder ciego, incontrolable, que se guiaba sólo por sus pasiones y por sus bajos intereses. Los pretorianos sólo querían oro y todo el mundo sabía que se hacían con él a costa de lo que fuera. Por eso, las legiones acuarteladas en las fronteras estaban furiosas y se levantaban cada dos por tres contra la urbe. Y todo esto tuvo sus consecuencias: las rentas disminuyeron, faltaron los víveres y se hizo patente la escasez en la ciudad. Se intentó entonces tasar los productos de necesidad vital; pero el mercado negro se burlaba y operaba con cambios ocho o diez veces superiores a los precios oficiales. Para la población, en general, esto supuso vivir en la miseria o la servidumbre. A veces se tenía la sensación de que todo iba a la deriva.

En el templo, sin embargo, no faltó de nada. Había una especie de corriente externa que fluía hacia nosotros cargada de bienes y de dinero. Entonces comprendí que a Junio Casio le pareciera productivo mi puesto de joven del templo. Contemplando lo difícil que resultaba por entonces vivir en Roma, me sentí afortunado por haber encontrado aquella casa.

22

Deseaba terminar mi aprendizaje y consagrarme al servicio del templo. Sentí que había nacido para ello. Comprendí que la iniciación suponía renunciar a mí mismo y convertirme en instrumento del dios; pero mi cuerpo traicionaba mi ánimo porque, a medida que mi espíritu se adentraba en los misterios de la divinidad, me iba enamorando más de Salus. «Ella es sólo un reflejo, la sombra de algo eterno», me repetía a mí mismo, pero mi deseo era tan real que empecé a sufrir al tener que enfrentarme con aquella interna contradicción. Llegó la primavera, y reinó con esplendor en los arriates del templo. Igual que todas aquellas flores se desplegaron premiando nuestros trabajos de jardineros, los conocimientos recibidos durante tantos meses florecieron dentro de mí. Contemplaba el mundo de otra manera. Llegó

pues el momento de la consagración.

Acudí a la ceremonia ilusionado, convencido de que recibiría algún tipo de iluminación, o algo sobrenatural que despejaría para siempre mi mente. Y no voy a decir que sufriera un desencanto, pero la manera de celebrar aquel acto fue el reflejo de lo que se vivía por entonces en Roma. Los sacerdotes nos convocaron en el vecino templo del Sol, consagrado a Baal de Emasa. El barboteo de innumerables lenguas penetraba en mis oídos. De repente empecé a sentir todo aquello como algo ajeno, pues al mirar a mi alrededor sólo vi a extraños sacerdotes vestidos con los histriónicos ropajes de los diversos cultos, histéricos eunucos y toda la parafernalia oriental que se desplegaba entonces en cualquier ceremonia religiosa. Entre los melifluos cantos egipcios, oía tan sólo los suaves acentos de Siria y los incomprensibles murmullos de las lenguas del este. Soporté, con una ecuanimidad que ahora no comprendo, aquel delirante espectáculo. Me dejé ungir con aceites perfumados y coronar con floridas guirnaldas. Después me abrazaron, me sobaron múltiples manos y me besuquearon aquellos labios febriles. Entre el humo de los inciensos y de las resinas sagradas, el calor sofocante que despedía aquella multitud y el vino fuerte y dulzón que se bebió durante el rito, me vi transportado a un estado confuso, donde se mezclaba el dulce sopor con cierta repugnancia y rechazo. Cuando todo terminó, Salus y yo retornamos a nuestro jardín. Nos sentamos debajo de la acacia, como solíamos hacer. Permanecí en silencio.

—¿No estás contento? —preguntó ella.

—No lo sé —respondí.

—Cuando regresábamos, entre el gentío, he oído como alguien decía: «Mira, los jóvenes del templo de Salus. ¡Qué hermosos son!»

—Yo también lo escuché —dije.

—¿Y eso no te agrada? ¿No eres feliz?

—Hay cosas que aún no comprendo. Quisiera vivir sólo el presente y no preocuparme de nada más. Pero delante de mí hay un vacío hecho de incógnitas.

—¿Y bien? —dijo ella, sujetándome las manos.

—Temo entristecerte.

—No olvides que soy la muchacha del templo. Estoy preparada para oír las voces internas que turban la paz de los hombres.

—Me preocupa el futuro. Ahora somos jóvenes, pero este cargo del templo no es eterno, y nadie me ha hablado de ello. ¿Qué pasará cuando seamos mayores y decline nuestra belleza?

—Eso ahora no es importante. Para el dios el tiempo no existe.

—¡Pero para mí sí! —grité—. Quiero saber qué pasará. Tengo derecho a saberlo.

—Tendremos que dejarlo los dos —respondió Salus.

—Entonces, si nuestra entrega no es de por vida, ¿por qué no podemos amarnos?

—No insistas en ello, Félix. Ya lo hemos hablado muchas veces. Si nos entregáramos el uno al otro ya nada sería igual. No olvides que nos debemos en exclusividad a esta causa, y que el amor entre un hombre y una mujer...

—¡Ya! —interrumpí—. Lo he escuchado muchas veces.

—Bien, ahora es mejor descansar. No olvides que mañana tendrás que atender por primera vez a un fiel.

Por la mañana, me preparé para cumplir con mi obligación. Entré en el templo y me situé

bajo la estatua del dios, como me habían enseñado. La mujer con la que tenía que hablar era gruesa y madura, de aspecto refinado. El esclavo encendió las lámparas y cerró las puertas. La mujer estaba de pie, frente a mí. Yo debía permanecer en silencio, esperando a que me reclamaran (algunos tan sólo se conformaban contemplando). Estuvo mirándome un rato y después rompió a llorar con amargura. Me hablaba directamente, como si yo fuera el dios.

—Esto ya es demasiado tiempo —decía—. Te he servido cuanto he podido; sabes que no voy a quejarme en tu presencia, pero el mundo es ya para mí una carga. Sólo tú puedes liberarme de este lastre, de este cuerpo que se desmorona con los años. Tras un buen rato de lamentaciones, se acercó hasta mí y estuvo acariciándome los cabellos. Luego tiró de mi mano y me condujo hasta la estancia contigua. Allí se sentó a mi lado y siguió llorando desconsoladamente sobre mi pecho. Por fin se dirigió a mí:

—Muchacho, qué hermoso eres. ¿Cómo te llamas?

—Félix —respondí—. ¿Por qué sufres tanto?

—Soy sacerdotisa de Helios. La vida ha sido dura para mí y deseo unirme con el dios. Le di ánimos y la mujer se sintió más confortada. Después me abrazó y me besó. Cuando se marchó dejó una moneda de oro en mi mano. Al salir, el esclavo me dijo que aquella mujer era hermana de Julia Donna, la esposa del emperador Septimio Severo.

Creí que mi misión consistía en hacer más o menos lo mismo que aquella mañana. Pero, al día siguiente, se complicó todo. Se presentó un senador que debía de ser uno de los benefactores más importantes del templo. Llegó acompañado del sacerdote y lo recibieron con todo tipo de atenciones. Luego solicitó que Salus y yo fuéramos con él a la estancia contigua al templo. Allí habló con nosotros durante un buen rato. Salus sostuvo casi todo el tiempo el diálogo, que discurrió por la filosofía y la gnosis. Era un hombre instruido y de modales delicados, pero enseguida se manifestó su deseo de llevar las cosas a su terreno. Se situó en medio de los dos en el diván y empezó a acariciar y besar a Salus, mientras jadeaba y decía cosas incomprensibles entre dientes. Soporté aquello hasta que no pude más y después me levanté de un salto.

—¡Félix! —gritó Salus.

—No, déjale —dijo él—. La soberbia pertenece al dios. —Se puso de pie frente a mí, mirándome directamente a los ojos—. Tendrás que aprender a dominarte. ¿Crees que vas a ser siempre joven? Esa seguridad que confiere la plenitud de la vida es la falsa apariencia de creer que somos los únicos dueños de nuestra existencia.

—Perdónalo —suplicó Salus—. Es nuevo y aún no sabe tratar a los fieles.

—Sí —dijo él—, lo comprendo. Pero no os preocupéis, quienes escogimos esta forma de dar culto al dios sabemos que vuestra tarea es complicada.

Aquel hombre se acercó entonces a mí y, atrayendo a Salus de un tirón, se abrazó a los dos, como si no hubiera pasado nada. Sus gestos y su actitud eran los de alguien que busca el desahogo del cuerpo. Se me llenó de bilis la garganta. Empujé a aquel viejo y fue a dar contra una lámpara de pie que rodó con él por el suelo. Después salí corriendo de la estancia.

En el huerto, me recosté en el tronco de la acacia invadido por una sensación de repugnancia y vaciedad. Sentí sobre mis hombros una mano frágil y temblorosa. Era Salus, que había corrido detrás de mí. Hizo ademán de abrazarme, pero la aparté violentamente.

—¡ Ah, de modo que se trataba de esto! —le reproché.

—No lo comprendes... No has entendido nada...

—¿Es que hay algo que comprender? Creo que está todo muy claro: los ricos y poderosos de Roma, saciados de placeres, quieren satisfacer sus deseos de divinidad, sin renunciar a los deleites del cuerpo. ¡Qué refinado todo! ¡Qué bien montado!

—Estás confundido, y es comprensible. La primera vez suele pasar.

—¿La primera vez? Creí que consolabas el espíritu de esas personas. Nunca pensé que consolabas también sus bajos deseos. ¿Qué diferencias hay entre ti y las prostitutas de la vía Appia?

Salus se vio por fin afectada por mis palabras y la furia acudió a sus ojos.

—¡Ninguna! —gritó—. ¿Por qué crees que me encontraste allí? Algunas de aquellas mujeres fueron antes las muchachas del templo. Sí, mis predecesoras. Cuando hubieron cumplido su misión ellas mismas escogieron ese camino. Yo acudo allí algunas noches para aliviar sus espíritus y solventar sus necesidades. No creas que tú y yo valemos más que ellas.

—¿Y eso es lo que nos pide el dios? ¡Pues haber empezado por ahí! Yo no he venido a Roma para acabar de esa manera.

—Entonces... ¿todo lo que has aprendido acerca del dios...? —sollozó.

—Sí, he aprendido mucho..., pero nunca me contaron el fondo del asunto.

—Pertenece al misterio...

—Pues para mí ya no hay ningún misterio —dije, zanjando la cuestión.

Corrí hasta la casa y tomé mi capote, mi toga y las pocas cosas que tenía. Al pasar por el camino central del huerto, vi a Salus junto a la acacia, llorando. Me miró y sentí sus ojos desvalidos implorando desde su abismo infinito.

23

Salí del recinto del templo asqueado y confuso. Al encontrarme con el bullicio exterior de las calles romanas se despejó mi mente, y fue como si despertara de uno de esos sueños empalagosos donde me veía de niño, hastiado de golosinas. Palpé entonces la bolsa y di con el áureo que me había dado aquella gruesa y llorona mujer en el templo. Por un momento deseé

arrojarlo lejos, pues representaba una experiencia cargada de repugnancia; pero pensé: «Es el salario de una desilusión.» Corrí hacia una taberna empuñando la moneda, decidido a olvidarme enseguida de todo.

Como era el final de la jornada, en la taberna se amontonaban los hombres: comerciantes, rudos montañeses ilirios, celtas, galos, griegos de aspecto refinado y soldados de todas las procedencias. Volví a la realidad. Roma era de todo el mundo antes que de ella misma. Podía haber escogido cualquier otra ciudad del Imperio y a buen seguro me habría ido mucho mejor. Pero estaba allí, y era difícil decidir lo que hacer a partir de aquel momento. Como otras veces, los acontecimientos parecían sucederse con su propia lógica. Había allí

un grupo de jóvenes romanos bebiendo un vaso detrás de otro y hablando a voz en grito, como suele hacerse en tales ocasiones, por lo que me enteré de que eran aurigas. Aparté a un lado a uno de ellos y le pregunté:

—Perdona, amigo. ¿Sois aurigas del Circo Máximo?

—Eso mismo, forastero —respondió—. Oh, no lo he dicho bien. Lo éramos, pues ahora seremos aurigas del ejército romano.

—¿Cómo es eso?

—Bien, es largo de contar... —respondió con desgana.

—Yo soy auriga del circo de Emerita, en la Lusitania—dije.

—¡ Ah! He oído que es casi tan grande como el de Roma. Pero... Bebe con nosotros. ¡Eh, compañeros! Este joven dice ser auriga del famoso circo de la capital lusitana.

—¡Veamos si el Imperio es tan grande como se dice! —exclamó el que parecía ser el mayor de ellos—¿Conoces a Trásilo Turno, el tribuno?

Quedé petrificado. Aquel hombre conocía a mi padre.

—Es mi padre —respondí.

—¡Por Júpiter! Pensé que lo conocerías, pues es cuidador de buenos caballos, pero esto es el colmo. Tu padre me metió en esto del circo. Era mi tribuno en la legión; yo serví en la séptima y ahora pertenezco al regimiento de carros.

Aquel hombre me echó su pesado brazo por encima de los hombros y me puso un vaso lleno de vino en la mano. Bebimos y bebimos. Le conté todo lo que había sido de mi padre, al que, según dijo, estaba muy agradecido y recordaba con devoción.

—Pero, dime, ¿qué haces en Roma? —preguntó.

—He venido para estudiar las leyes, pero... No me ha ido muy bien y ahora estoy sin dinero y sin sitio donde vivir.

—Si de verdad eres un buen auriga, en Roma lo puedes tener fácil. El emperador ha convocado a todos los que son hábiles con el carro para formar una división poderosa. Podrías presentarte mañana junto con nosotros.

—¿En el ejército?

—Claro. Eres un caballero; estarás instruido en el manejo de los caballos y en el uso de la espada. Tu padre era un militar de carrera. Ahora el ejército está lleno de bárbaros y de faccio-nes traídas de más allá de los limes; alguien de la orden ecuestre tiene muy fácil el ascenso. Deberías intentarlo.

—Nunca lo había pensado...

—Pues no hay mejor momento que éste. El rey Sapor, de los persas, ha puesto en jaque el imperio donde antes dominaban los partos. Su fuerza se basa en los arcos, en los carros y en la caballería acorazada. El emperador Gordiano quiere hacer frente a esa amenaza con la misma arma que Alejandro utilizó contra Darío: los carros rápidos. Requiere aurigas hábiles, y acude a los circos para convocar a los jóvenes experimentados en la carrera. Podrás conocer el mundo. Además, estarás mejor pagado que el competidor del circo más famoso. Los militares gobiernan hoy el Imperio. Con un poco de suerte puedes hacerte rico como tu padre y regresar a casa para no depender de nadie.

Con la edad que yo tenía, un joven no necesita que le den más ánimos que los de aquella conversación. Se me llenó la cabeza de pájaros y vi por fin con claridad la solución a todos mis problemas. Al día siguiente, de mañana y con el cuerpo estragado por el vino, me sumé a los numerosos jóvenes que hacían cola frente a la entrada del Circo Máximo para someterse a las pruebas del alistamiento. Y, como no había olvidado nada de mi habilidad, desde aquel mismo día pasé a formar parte de la nueva división de carros organizada por el ejército imperial.

24

El prefecto de la guardia pretoriana era Cayo Furio Timesiteo y, en realidad, era él quien gobernaba en Roma, pues el emperador era muy joven y algo apocado e inepto, según el rumor generalizado. Por entonces Gordiano no estaba en Roma, sino en el Danubio, luchando contra la tribu dacia de los carpos, que había saqueado la provincia de Mesia. El prefecto del pretorio dirigía personalmente la vida económica y política. Timesiteo era un hombre instruido y, al mismo tiempo, fuerte. Sabía manejar con destreza al Senado y al ejército, y gozaba de autoridad y prestigio entre los mandos militares. Como había iniciado su carrera política ya bajo Caracalla y había disfrutado de la confianza de Máximo, el tiempo lo había dotado de una cierta aureola de inviolabilidad, y de la honrosa reputación de haberle devuelto un poco de orden a Roma tras los desórdenes de la época de Pupieno y Balbino. El ambiente que encontré en el pretorio era el que correspondía al período que sigue a una guerra civil: se buscaba a toda costa la lealtad y se pretendía reconstruir la guardia con caballeros fieles al viejo espíritu pretoriano. Pero esto era muy difícil, pues los veteranos estaban acostumbrados a cambiar de simpatías y antipatías con gran facilidad, arrojándose ciegamente de un extremo a otro, según las regalías y sueldos que se les prometieran. Aun así, en el cuartel se obedecía y se admiraba a Timesiteo, y había un incipiente deseo de luchar contra la corrupción que había dominado hasta entonces.

Creo que fueron éstas las razones que hicieron que nos mimaran tanto a los que nos alistamos en aquel llamamiento. Desde el principio me sorprendí. Había escuchado tantas historias acerca de la dureza de la vida castrense que nada se me hizo difícil. La comida era aceptable y el alojamiento dispuesto en el castro, mejor de lo que se suponía que serían las instalaciones para soldados.

Lo primero que hicieron fue acostumbrarnos al orden y a la sistemática del ejército romano. Pude sentir que en aquel espíritu radicaba la extensión y la antigüedad del Imperio. Pero, desgraciadamente, no todos los soldados de nuestra época estaban recibiendo el mismo tipo de instrucción que nosotros: en las fronteras y en las provincias limítrofes se incorporaban cada vez más tropas auxiliares formadas por bárbaros; se reclutaba a cualquiera y el ejército ya no era lo que fue, sino un refugio para mercenarios y oportunistas. Por eso el prefecto quería recuperar el viejo estilo, para hacer retornar las cosas a sus gloriosos orígenes. Al principio nos tuvieron sin paga. Era la forma de evitar que los aprovechados se fugaran nada más recibir el primer sueldo, pues las asignaciones eran muy generosas. Pasados tres meses se sabría quién iba a permanecer. Mientras tanto, el mejor adoctrinamiento eran las historias que contaban los veteranos y el engolosinamiento de los relatos de pingües ganancias obtenidas en los botines de las ricas ciudades orientales. Aquella mezcla de aventuras y codicia tenía su propio encanto. Pasaron los meses y llegué a sentirme como en casa; pensé que había nacido para este tipo de vida. La nueva guardia iba tomando forma, aunque aún no nos dejaban vestir la armadura. Nos familiarizamos con las órdenes y con la trompeta; saltábamos sobre los carros y nos poníamos en movimiento como un solo hombre; ensayábamos maniobras envolventes, fulminantes ataques y rápidas retiradas. La división se desplegaba o replegaba con la precisión de un coro de danzarines en la escena.

Cuando el general Lauricio Panphilio estuvo convencido de que habíamos comprendido la sistemática, nos lanzó un emocionante discurso desde un estrado, y luego apareció una carreta cargada de monedas, por la que fuimos pasando en orden para recibir la soldada. Las armas las entregaba el mando. Recibimos la espada corta y los venablos, pero el casco, los escudos y la armadura corrían por nuestra cuenta. Ésa era la tradición del pretorio. Solían encargarse a los armeros que tenían sus establecimientos en torno al acuartelamiento, pero los precios eran elevados y por el momento había que conformarse con una de cuero.

Recordé dónde podía conseguir una espléndida armadura sin gastar un denario: en una de las aras del templo de Salus había una, depositada como ofrenda por algún militar retirado. Cuando serví en el templo me fijé en ella. La catapharta era de mallas entrelazadas, con

phaleras doradas y una imagen de Minerva en relieve, lanzando un venablo. Entonces pensé

que si fuera soldado desearía llevar una armadura como aquélla. La primera noche que pudimos salir del castro, salté los muros del templo y tomé la coraza, el casco y el escudo que estaban junto a ella. Antes de salir, me fijé en los ojos del dios, que parecían mirarme. Le dije con el pensamiento: «No me negarás esto; me lo merezco por el tiempo que te dediqué.» Al día siguiente, el armero pulió la armadura y le puso correas nuevas.

—Es perfecta para un auriga —dijo—. Bien cerrada, y ligera. Ha debido de costarte una fortuna. Ninguno de los centuriones lleva una mejor.

El prefecto puso especial empeño en la vistosidad y el equipamiento de nuestra cohorte. Mandó reforzar los carros, cambiando los frontales de madera por otros acorazados, más altos y mejor guarnecidos. Hacía tiempo que el ejército los usaba sólo en los desfiles y las carreras, por lo que resultaban ligeros y decorativos, pero inseguros en el combate. Cuando estuvieron terminados perdieron velocidad, pero su aspecto era imponente.

La división se componía de cincuenta carros, protegidos por dos alas de sesenta jinetes cada una. En cada biga iba un auriga para gobernar el carro y un arquero de los que esperaban en Antioquía para incorporarse a nuestra llegada.

Cuando todos aquellos preparativos hubieron finalizado, se nos anunció la próxima llegada del emperador para celebrar sus bodas con Tranquilina, que era hija del prefecto Timesiteo. Con ello, el jefe de los pretorianos aseguraba su dominio sobre la situación, al convertirse en suegro del soberano.

Una tarde formamos frente a la Puerta Pretoria. Los tambores redoblaban con fuerza y la tubas anunciaron la entrada de la comitiva. Gordiano llegó a caballo. Era muy joven; apenas un muchacho imberbe de piel rosada y aspecto delicado. Pasó revista a la caballería y a los carros y luego hicimos una exhibición de los movimientos que habíamos aprendido. Esa misma tarde pronunciamos el sacramento para jurar fidelidad. Luego nos entregaron nuestras lacernas y nos convertimos súbitamente en la nueva guardia del emperador. Con ello se cumplía el compromiso al que se había llegado entre los pretorianos, amotinados tras el asesinato de Pupieno y Balbino, y el Senado, que exigía la renovación del Pretorio, a fin de cuentas formado por rebeldes. Para que Gordiano pudiera escapar a la suerte de sus antecesores, Timesiteo no tenía otro remedio que rodearlo de escuadrones nuevos, con otro aire, sin la influencia de los viejos y resabiados. Los antiguos se licenciaron en su mayoría o aceptaron los cambios, recibiendo una suculenta indemnización.

Después de la boda del emperador se precipitaron las cosas: se supo que Antioquía había sido asediada, casi por sorpresa, y que apenas había tenido tiempo de cerrar sus puertas. Los ciudadanos que disfrutaban de una representación teatral vieron caer una lluvia de flechas sobre ellos. En cuanto la noticia llegó a Roma, comenzaron los preparativos para la partida de nuestro regimiento hacia Siria.

25

Antioquía es una ciudad entre dos mundos. Está situada en una región de paso, que abre el mar Mediterráneo al Oriente más genuino: por allí se llega a Siria, tras haber evitado la cadena del Tauro en Issos, como lo hizo Alejandro Magno, que unió a griegos y orientales, bordeando primero la costa para atravesar luego el monte Amanus Dag en Belén. El Orontes permite el paso de norte a sur, y el desfiladero entre colinas, más al norte, sirvió siempre a la ruta de Asia, hacia Alepo, Harran y el Eufrates. La ciudad fue construida entre el río y la montaña de Silpos, desde donde domina su ciudadela majestuosa. La llanura se extiende por la otra orilla, hacia los contrafuertes del Tauro.

Precisamente, por ser ciudad libre y de paso, reúne una población abigarrada, frivola y turbulenta que, por su número, la convierte en la cuarta ciudad del mundo, después de Roma, Alejandría y Ctesifonte. El miedo a los terremotos, los confusos ritos mistéricos y el desmesurado afán de dinero configuran su ser ardoroso, desasosegado y violento, que acababa de llegar al paroxismo con el reciente pánico ante los persas sasánidas. La arribada a las costas fue a la caída de la tarde, con el mar en calma y el cielo amarillo por el polvo levantado por la muchedumbre que, a pie y a caballo, venía apresurada y jubilosa para ver la llegada de las naves. No había sido el mismo Sapor el que había asediado la ciudad, sino una masa de armenios y campesinos envalentonados por el empuje del nuevo rey persa entronizado en Ctesifonte, junto al Éufrates. La visión de la flota imperial en el horizonte, y el avance de la caballería y la infantería auxiliares desde Alejandría y Palestina, pusieron en retirada a aquellos primeros invasores. La población antioqueña se vio entonces libre del asedio y corrió hacia la costa para recibir al emperador. Todo el puerto fue acordonado por los legionarios para que el gentío no estorbara en las maniobras de desembarco. Cuando descendimos de las galeras nos alcanzó el griterío de la multitud que esperaba contenida. La última en entrar a puerto fue la nave imperial. Antes, el tribuno nos formó frente a la ensenada y nos pasó revista con minuciosidad. Al llegar a mí se detuvo, me miró un rato y dijo:

—Siendo tan joven, no has podido ganar esas phaleras en campaña; ¿o es que las heredaste de tu padre?

Como sólo me había puesto aquella armadura dos veces, nadie me había advertido de que las phaleras eran condecoraciones destinadas a los centuriones, y que no las podía lucir, a no ser que las hubiera heredado de mi padre.

—Mi padre es tribuno retirado en la Lusitania, sirvió en la séptima —respondí

mecánicamente—. Mañana las quitaré de mi armadura, no sabía que no podía llevarlas.

—¡Vaya! Eres hijo de tribuno y no lo habías dicho. Si hubieras servido en el regimiento de tu padre habrías conseguido distinciones y rápidos ascensos. ¿Qué haces aquí, en la guardia pretoriana? Al verte, te confundí con un ilirio; está de moda entre los ilirios acudir a Roma para alistarse. Pero, un lusitano...

—Fui auriga en el circo y me sedujo la idea del nuevo regimiento de carros.

—Bien; si estuviéramos en Roma te ordenaría quitarte esa armadura tan ostentosa, pero esto es Siria y aquí las cosas funcionan de otra manera. El carro del emperador debe ir flanqueado por otros dos carros al entrar en Antioquía y, con ese aspecto, no veo a nadie más apropiado para acompañarlo. Las gentes de estos lugares se maravillan con la pompa y el boato.

De este modo determinó la armadura del templo de Salus el lugar que yo había de ocupar en el desfile. Pensé que aquella circunstancia era un signo de que el dios aceptaba que le hubiera quitado su ofrenda y me sentí protegido dentro de la coraza. Pero de momento no sabía que el tribuno había dispuesto que en la comitiva yo figurara justo a la derecha del soberano. El desfile se puso en marcha: delante la infantería; a continuación las centurias de caballería, con los estandartes y las insignias rematadas por las victorias aladas; los músicos; los carros recién llegados de Roma; los generales y los jefes de los ejércitos auxiliares de árabes, capadocios y palmiros; y, por último, debía ir el emperador en su carro, flanqueado, a la izquierda, por un auriga tracio de aspecto imponente y, a la derecha, por mí. Mientras toda aquella fila iba situándose y avanzando por la carretera que conduce a la ciudad, el emperador aún no había descendido del trirreme. El tribuno esperaba junto a nosotros al pie de la nave. Un momento antes nos dio las instrucciones.

—Id siempre al lado de su carro. Cuando la vía se estreche, al cruzar la puerta, el de la izquierda pasará delante de él y el de la derecha detrás. Si se detiene a saludar, haced lo mismo, pero jamás os apartéis de su lado.

No podía dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Pensé en mi padre y en todos sus conocidos y deseé que pudieran verme allí, junto al emperador, entrando en Antioquía. Recordé

las imágenes de los soberanos en los foros de Emerita y las plegarias de los ritos del culto imperial. Había sido todo tan rápido... Como si me hubieran transportado en volandas hasta allí. Una vez más, sentí en mi vida que algo, fuera de mí, dirigía los acontecimientos. El emperador descendió por la rampa, vestido con una brillante armadura dorada, envuelto en el manto púrpura y tocado con el yelmo rematado con laureles de oro. En su carro esperaba un esclavo, pero las riendas debería manejarlas él mismo. Subió con pies poco firmes y agitó las correas para arrear a los caballos. Enseguida me di cuenta de que quizá sería un buen jinete, pero no tenía estilo de auriga. Al arrancar se tambaleó, pero logró mantenerse en pie. Luego miró a derecha e izquierda y nos sonrió, buscando justificación.

Pero el pueblo de Antioquía veía al emperador. A lo largo de la calzada, la multitud se apretaba, enardecida, para ver de cerca al soberano. Para ellos era la parusía, la venida gloriosa del rey. Frente a los muros estaban dispuestos los estrados, con las autoridades de la ciudad y los sumos sacerdotes de todos los cultos que se unieron a la comitiva. Ascendimos por el cardo máximo hasta los foros imperiales, desde donde los turiferarios incensaron al emperador, que ocupó el trono instalado delante de la imponente columnata roja. Detrás del foro, la montaña del Silpos y la ciudadela, edificada en terrazas robadas a las laderas, eran como un escenario, ideal para aquel recibimiento. Allí el emperador era el emperador, y nada podía alterar aquel sagrado estado. Se acercaban a él como a un dios. Depositaron ofrendas, entonaron himnos y alabanzas de sabor oriental y se fueron postrando en su presencia los representantes de las diversas comunidades religiosas. Se leyeron discursos, se presentaron innumerables regalos y todo empezó a hacerse pesado y empalagoso. Gordiano bostezaba, pero, aunque lleváramos muchos días de viaje, aquélla era la forma del ceremonial sirio y había que respetarla. Por fin, el emperador se retiró a los palacios y pudimos nosotros tomar posesión de la ciudad. Antioquía se derrama desde las laderas hacia la llanura del Orontes en un abigarrado y multiforme conjunto de barrios cuyas calles huelen a especias y a vino, excepto cuando pasa una procesión o se está junto a algún templo, porque entonces el denso humo del incienso se come los demás olores. No he visto jamás tantas tabernas juntas, ni a la gente divertirse con la euforia de aquellos días.

Me entregué con fruición a la tarea de familiarizarme con mi nuevo ambiente. ¿Cómo no hacerlo? En toda la ciudad se respiraba el aire de la fiesta, y las calles trepidaban al ritmo de la música y de las danzarinas sirias que se movían convulsivamente en todos los rincones. Tener veinte años, lucir aquella armadura y haber sido visto por la multitud al lado del rey máximo era un infinito placer que debía saborear en su justa medida. En cualquier lugar que entrábamos, hasta los heraldos y los oficiales de los otros regimientos nos saludaban con respeto y nos cedían los lugares de preferencia. Íbamos juntos un grupo de jóvenes aurigas y algunos pretorianos más, y en ningún sitio tuvimos que pagar el vino que nos sirvieron. Era una sensación extraña aquella de tener dinero abundante y de disfrutar de las cosas sin gastarlo. A la caída de la tarde fuimos a una amplia plaza donde se celebraban sacrificios en acción de gracias. Las víctimas acababan de ser consumidas y las brasas humeaban extendidas por el suelo. La gente bebía y danzaba frenéticamente alrededor de las hogueras, y se entonaban cánticos que me parecieron gemidos de pordioseros. Aquello despedía como una llama de ansiedad de la que todos nos contagiamos.

Cuando llevábamos allí un buen rato, como absortos, aparecieron en la plaza unos nobles que, con gestos y expresiones griegas, nos pidieron que los siguiéramos hasta una especie de corralón donde se amontonaban mujeres y efebos.

Elegí a una joven que me recordó a Salus, aunque en nada se le parecía; pero cuando me acerqué a ella, me vi enseguida entre dos cuerpos ardorosos y perfumados. Cuando desperté, al día siguiente, estaba junto a unos establos, envuelto en una manta y con la mente confusa. Sentada junto a mí, una muchacha de cabellos rubios y espesos dormitaba con la cabeza entre las rodillas.

—¡Eh, muchacha! —dije despertándola—. ¿Dónde estoy?

Me miró con ojos oscuros y asustados.

—En los establos de mi señor Erios —respondió—. Anoche perdiste la razón, tras apurar sin mesura varios vasos de vino. Aquí es pecado introducir a alguien en una casa extraña sin la formalidad de la invitación, y mi señor me pidió que te cubriera y que vigilara tu sueño. Aquí

desvalijan a los que el vino rinde, ¿sabes?

Eché mano a la bolsa; estaba llena. Alargué unas monedas a aquella muchacha y recogí la armadura que alguien me había quitado y dejado a un lado. En mi camino hacia el castro me tropecé con numerosos soldados de pasos vacilantes y con otros signos claros de haber bebido en exceso. Los gallos se contestaban desde los corrales y las hojas de las palmeras brillaban bajo el sol de la mañana. Los mercaderes comenzaban a extender sus productos: puñales con vainas doradas, figuras, cabezas de caballo, vasijas, telas, frutas, especias, carnes secas, dulces y amuletos. Era el primer día de la semana.

Al pasar por uno de aquellos barrios, me encontré con dos de los aurigas de mi sección.

—¡Eh, compañeros! —dije—. ¿Adónde vais?

—Éste el barrio de los cristianos —respondió uno de ellos, al que llamaban Niceo—. Vamos a celebrar el día del Señor a la casa del obispo.

—¿Ah, sois cristianos?

—Sí. Puedes acompañarnos si lo deseas.

Vacilé un momento, pero pensé: «Hasta la caída de la tarde no he de regresar al campamento. Estos muchachos son buenas personas y no tengo nada mejor que hacer.»

—Bien, os acompaño —declaré—. Pero no conozco nada de los cristianos; espero no meterme en ninguna situación comprometida.

—No te preocupes. Se cantará, se recitarán oraciones y hablará el obispo, pero no hay nada extraño entre los cristianos. Quedarás contento después de la reunión. Aquélla fue la primera vez que tuve contacto con cristianos. En Emerita había conocido a algunos, pero sólo de vista. Mi padre era tajante en ese asunto: ni cristianos ni judíos. Sabía que celebraban el primer día de la semana, que su dios venía de Jerusalén, que en varias ocasiones se habían enfrentado al gobierno, que habían sufrido la persecución de las autoridades y poco más. En Emerita no eran muchos por aquel entonces y su vida se desenvolvía al margen, según tenía entendido.

En Antioquía, como en otras grandes ciudades, era distinto. Los cristianos tenían sus propios barrios, sus centros de reunión, sus cementerios y sus autoridades, que eran tenidas en consideración por el gobierno de la ciudad, pues representaban a una amplia comunidad. En aquella reunión pude comprobar la importancia que tenían los cristianos entre los antioqueños. Su obispo se llamaba Babilas, y gozaba de una veneración y un afecto singular entre el pueblo. Cuando se hubieron leído las escrituras y unas cartas, habló con tono pausado sobre la «verdad». Dijo que Cristo era la verdad misma y que los cristianos tenían el deber de custodiarla hasta el fin de los tiempos, cuando apareciera él sobre la tierra para esclarecer las cosas y relucir a los ojos de todos los hombres. Por eso, los cristianos debían estar vigilando atentamente, para que otras «verdades» no vinieran a suplantar el lugar que correspondía a Cristo en el mundo. Según él, los pitagóricos, los platónicos, las gnosis procedentes de los persas, los indos, los egipcios y los caldeos eran un peligro para el conocimiento verdadero de la revelación. Advirtió especialmente frente a las ideas de un tal Saturnilo, que había enseñado en Antioquía confundiendo a muchos fieles cristianos. Dijo que lo importante para los cristianos no era tener muchos conocimientos, ni indagar en la sabiduría de los hombres, sino amarse de verdad y esperar el día de la resurrección.

Lo que dijo Babilas no me convenció del todo, pero sonó bien a mis oídos, saturados por las complicadas y extraordinariamente fantásticas doctrinas que recibí en Roma, cuando mi servicio en el templo de Salus.

Fue una mañana luminosa aquella del segundo día de mi estancia en Antioquía. Sentía ese placer de poder hacer lo que quisiera y escuchar a quien quisiera, porque allí era libre del todo y no me sentía atado por ningún orden interno de cosas, ni por la prohibición de acercarme a ninguna idea, por lejana o exótica que pareciera.

26

Los deleites de Antioquía se acabaron pronto. Tiflis, Metilene, Daza y la propia Edesa habían sufrido ya las incursiones de los pueblos vasallos del rey sasánida, entre ellos los kusana, los hunos blancos y los armenios, cuya caballería disfrutaba de gran fama. Oíamos hablar de esos pueblos y se nos antojaban formados por extraños seres; pero todo el mundo sabía que no tenían nada que hacer frente al ejército del Imperio. En el Eufrates, hasta entonces, el único adversario había sido el reino parto: vecino turbulento y enemigo inalcanzable en las estepas, pero vulnerable y mal organizado. Hasta que el padre de Sapor, rey de la Pérsida, extendió su poder sobre Ispahán y Kirman y asesinó con sus propias manos al parto Artaban IV. Ardacher había reinado hasta ese mismo año en Ctesifonte. Cuando murió, su hijo Sapor extendió la leyenda de que eran descendientes de Darío y se llamaban a sí mismos Fratadara, es decir, guardianes del fuego. Los observadores hablaban de un poderoso ejército formado por una gran caballería que le había proporcionado la concentración de los nobles iranios, carros, elefantes e innumerables arqueros; pero nadie podía ni tan siquiera imaginar un ejército superior al nuestro. Nos concentraron en las llanuras de Coele, donde comenzaron los interminables ejercicios y maniobras para conseguir que todos los regimientos supieran actuar con cohesión en los combates que se avecinaban. Después fuimos avanzando pesadamente a lo largo del Éufrates, a la espera de que se incorporaran las ciudades de los estados federados, como los arqueros de Palmira que, según decían, eran los mejores.

Me asignaron un arquero de Bitinia: un muchacho de apenas dieciséis años, hábil con su arco y abnegado, pero poco conversador. Desde el primer momento se hizo bien al carro y lanzaba sus flechas con seguridad, como si siempre lo hubiera hecho. En los desplazamientos iba detrás, en un caballo robusto y de cortas patas; y, cuando maniobrábamos, se situaba sin entorpecer en la plataforma, atento siempre a mis órdenes.

Durante mucho tiempo, no vimos ni rastro de los enemigos. Pero era lógico; ninguna de las hordas vasallas de los persas podía atreverse contra aquel imponente ejército. Al llegar a las ciudades que hay en las orillas del gran río, nos encontrábamos con que ya habían sido saqueadas o despertaban de la pesadilla del largo asedio. Cuando dejamos atrás las colinas y los altos y umbrosos árboles, se levantaron unos vientos ardientes, como si en algún sitio se hubiera abierto un horno inmenso. En ese momento sólo había que avanzar, por las arenas que descienden por la otra orilla, hasta Kirkésion, para esperar a que Sapor se sintiera amenazado y lanzase su ejército regular.

Se podía conocer a todo tipo de gente entre los soldados. La campaña había atraído a hombres de todos los rincones del Imperio, y el ejército era un hervidero de extrañas filosofías y múltiples creencias. Muchos vinieron por el botín, pero no todos; había quienes se unieron a la campaña para conocer las doctrinas mazdeístas y acercarse a los vientos de salvación que soplaban por entonces desde Oriente. Había una incoherente inspiración que procedía de la mezcla del mitraísmo con la astrología, el neoplatonismo y los cultos de Emesa. Por eso, los magos, los caldeos y los sacerdotes seguían a los soldados, porque bullía una especie de deseo enloquecido de creer. Por las noches se contemplaba el cielo, y aquellos maestros hablaban del destino y llevaban las almas a comulgar con el misterio del mundo o a invocar a la divinidad. En una de aquellas reuniones conocí a Plotino, un maestro alejandrino que había sido discípulo del famoso Ammonio de Saccas, al que llamaban el Sócrates de Alejandría. Era un hombre extraño, pero hablaba de cosas que sosegaban el espíritu. Creo que por eso se acercaban incluso los generales a escucharlo todas las noches, cuando disertaba junto a la hoguera acerca del hombre y de Dios; al contrario que los magos y los sacerdotes caldeos, que hacían zozobrar con sus historias sobre demonios y ocultas presencias que pugnaban por hacerse con el alma de los hombres.

Creo que Plotino era sincero; al menos, de su interior emanaban palabras llenas de convencimiento. Era un sirio menudo, con el pelo y la barba muy oscuros, apretados en diminutos rizos. Su voz no era potente, pero su acento egipcio le daba misterio y dulzura. Con poco más de treinta años, nadie podría dudar de su sabiduría ni del origen auténtico de sus conocimientos, pues Alejandría tenía entonces en su poder el sello de la verdadera filosofía. Las noches de Mesopotamia son frescas, a pesar del verano, y acompañadas del croar de las ranas, más ronco y fuerte que el que yo recordaba en el río Anas. La leña utilizada en los fuegos nocturnos eran finos y quebradizos sedimentos arbóreos, arrastrados por las aguas en las crecidas y depositados luego en las orillas, por lo que ardían restallando y lanzando encendidas pavesas hacia el cielo. De vez en cuando se podía escuchar alguna flauta, o el golpeteo de algún pandero árabe.

La mayoría de los soldados latinos se distribuía entre los altares situados en la periferia del campamento, para escuchar a los caldeos o a los sacerdotes de Baal, antes de retirarse a dormir. Pero algunos iban con los griegos y los alejandrinos, sobre todo los oficiales más preparados, y se acercaban para escuchar a Plotino.

No sé lo que impulsaría a aquel filósofo a unirse a la campaña contra los persas, pero sospecho que fue su propia concepción del mundo como una tensión entre dos polos, que, por estar entonces de moda, atraía a numerosos oyentes. Hoy creo que su misión allí era contrarrestar el fanatismo religioso que producían los ecos de la doctrina del predicador Mani, llevado desde la India por el rey Sapor a su corte, y cuyos adeptos se distribuían por todo el Oriente y suponían un grave peligro para el Estado romano. En efecto, el maniqueísmo, en su visión fantasmagórica, hablaba de contraposiciones entre la Luz y las Tinieblas, Ormuz y Ahriman, como él los designaba. Tal lucha de reinos había calado profundamente entre los hombres de aquel tiempo y, entre ellos, aterrorizaba a los soldados con oscuras supersticiones. Sin embargo, el método de Plotino era intelectual y práctico a la vez. Buscaba la realidad inteligible para alcanzar la felicidad. En cierta manera venía a ser una justificación erudita del sistema religioso tradicional. Por eso agradaba a las autoridades del Imperio; porque les daba lustre intelectual a los viejos mitos. Además, criticaba también el cristianismo con acritud. Le disgustaba la visión de Pablo y, en definitiva, la Iglesia.

La primera vez que oí hablar a Plotino disfruté de verdad. Todo lo que decía era comprensible, irreductiblemente lógico. Y sabía decirlo en el momento adecuado, en el lugar adecuado y frente a los oyentes adecuados. Me pareció que hablaba directamente a mi espíritu, porque acababa de visitar los improvisados altares donde se consumían las víctimas y había participado rutinariamente del vino del culto, mezclado con sangre, y empezaban a repugnarme aquellos ritos impregnados de grasa quemada y de invocaciones suplicantes que desgarraban el alma. El maestro alejandrino me pareció diferente.

Uno de mis compañeros, de nombre Elintos y originario de Palestina, me convenció para que asistiera a su charla.

—No es un predicador—dijo—. Plotino es sencillamente un maestro que da explicación a las cosas reales. Te sentirás bien después de escucharlo.

Plotino estaba frente a la hoguera, con un pie sobre uno de los troncos que se amontonaban para ser quemados. Sonriente, conversaba con algunos de los que se habían concentrado a su alrededor. Por fin, elevó la voz sobre la reunión y empezó a hablar.

—Hoy he venido a hablaros acerca de esta hoguera —dijo mirando en derredor.

—¡Vamos, Plotino! —interrumpió uno de los oficiales viejos, un poco borracho—. ¿Para eso hemos venido?

—¡Habla de los dioses! —gritó otro.

—¡Dejadle hablar! —dijo alguien.

La gente había bebido aquella noche. Todos habíamos bebido. El camino había sido largo y desde allí comenzaban las llanuras bajas del curso inferior. Se percibía que de un momento a otro la cosa podía ponerse peligrosa. El ambiente estaba tenso. Durante un rato, Plotino permaneció en silencio. Se escucharon los carraspeos y los siseos hasta que el auditorio quedó

en calma.

—Hoy he venido a hablaros acerca de esta hoguera —empezó de nuevo Plotino—. Y quiero que la miréis, que os fijéis en ella, pues representa al Uno. ¿Qué hay a su alrededor? Vuestros rostros, vuestros cuerpos iluminados, vuestras vestiduras. Ahora bien, lejos de ella, en los extremos, ¿qué hay?... La oscuridad. La noche está iluminada ahora en un gran radio alrededor de esta hoguera, pero a medida que te alejas crece la oscuridad. Si te alejas más, tan sólo verás un puntito en la noche. Y si continúas alejándote de la hoguera, la luz ya no te llegaría...

—¿Y esto figura en tus libros, Plotino? —dijo el oficial viejo con sorna, y su voz sonó aún más entonada por el vino—. Pues yo debo de ser un filósofo muy sabio, pues hace mucho tiempo que me había fijado en eso mismo.

Plotino se rió y los demás también.

—Querido centurión Dositeo —contestó al veterano—. Tú eres de Alejandría y sabes como yo que el faro se ve desde la tierra y desde la mar aunque te desplaces dos jornadas, pero llega un momento en que la luz se pierde en el horizonte o detrás de las montañas.

—Claro, no iba a llegar hasta Roma... —añadió otro.

—Pues hay una luz que llega a todo lo que existe, aunque a algunos sitios tenuemente —dijo Plotino con suavidad—. Es la luz del Uno. En todo lo que existe hay algo de su misterio divino. Pero lo que más cerca está de él son las ideas eternas, ante todo, el alma del hombre, que es como una chispa de esa luz; como una chispa de esta hoguera que ahora nos ilumina y que hace que veamos las caras, o como un rayo del gran faro de Alejandría, capaz de conducir a las embarcaciones. Lo que arde es Dios, y la oscuridad exterior a él, lejana y fría, es la materia que nos envuelve y oprime.

—¿Somos pues algo de Dios? —pregunté alzando la voz, y sentí que hablaba mi espíritu. Plotino me miró directamente y, tras esperar a que su vista se hiciera a la oscuridad que había donde yo estaba, dijo:

—Todo es uno, porque todo es Dios. Pero donde más está Dios es en nuestra propia alma, en la de los hombres.

—Entiendo —dije—, Sócrates enseñaba que las imágenes humanas de los dioses son sólo las sombras de la verdad, pero que el hombre debía mirar más allá, sin quedarse en ellas. ¿Cómo podemos, pues, acceder a ese conocimiento sin quedarnos en lo de aquí?

Plotino me contempló entonces con fijeza, como intentando identificarme.

—Mediante un conocimiento adecuado y una purificación —respondió firmemente—. Pero es un ascenso gradual. No hay escultura alguna, ni pintura, que pueda representar al Uno; ni fórmula religiosa o mágica que pueda atraer a la divinidad. Es sólo el hombre el que puede acercarse a ella, a través de lo divino que hay en él.

Recordé entonces las enseñanzas del templo de Salus y la sutil carnalidad de su doctrina, que pretendía enseñarme que se puede acceder a la divinidad desde la belleza.

—¿Entonces, ninguna criatura puede llevarnos a Dios? —volví a preguntar.

—Todo tiene algo del misterio divino, y la belleza, por ser eterna, pertenece a él. Pero desengáñate, amigo, el placer y lo caduco terminan atando más al hombre a este mundo. Sólo el alma puede trascender y elevarse hasta su encuentro con el Uno.

Cuando dejamos aquella reunión, Elintos caminaba a mi lado en silencio. Alguien se apresuró detrás de nosotros hasta que estuvo a nuestra altura. Era el general Lauricio Panphilio.

—¡Eh, auriga! —llamó—. Eres joven para tener conocimientos de esa altura. En estos tiempos de supercherías una mente bien templada por la filosofía es de gran utilidad en el ejército.

—Gracias —dije.

—¿Dónde has aprendido?

—Tuve maestros en Lusitania y también estudié en Roma, antes de alistarme.

—¿Cómo te llamas?

—Félix, general.

—Bien, quiero que estemos en contacto.

Cuando se marchó, Elintos me palmeó la espalda en señal de felicitación.

—Tienes suerte —dijo—. Hoy los que tienen conocimientos son apreciados y suben pronto. Los generales te han escuchado. Pronto estarás cerca del mando. El joven emperador es más una figura que un jefe, y Lauricio Panphilio es quien manda en el ejército.

27

Nada más poner los pies en esas tierras, llegó el momento de iniciar los combates. Aquellos pueblos nos vigilaban desde lejos, mientras no nos acercáramos a las tierras ricas que hay entre los ríos, donde los persas les permitían vivir a sus anchas como vasallos. Pero cuando vadeamos el Eufrates empezaron a incordiar.

Sufrimos inesperadas lluvias de flechas y algunos ataques a la retaguardia. Una noche degollaron a unos quinientos soldados que formaban uno de los campamentos que protegían las alas; hombres de Heliópolis en su mayoría, que se habían incorporado tarde y que solían estar mal organizados, según dijeron después. A los generales aquellas pequeñas escaramuzas no les preocupaban; en un ejército tan grande como el nuestro eran como mosquitos en torno a un león. Mientras no pudiéramos ponernos frente al ejército persa, detenerse a perseguir a tantas tribus inconexas habría supuesto un retraso.

Cuando llegamos frente a las inmensas plantaciones que hay en torno a Babilonia se complicó todo. Eran interminables campos extendidos por diques, donde la cebada, el trigo y otros cultivos esperaban su segunda cosecha. Se dieron las órdenes y toda la tropa se dispuso para la siega. Al mismo tiempo, salieron destacamentos para requisar los rebaños. En los poblados de campesinos sólo había mujeres, ancianos y niños. Se pensó que los hombres se habían quitado de en medio para evitar problemas, y todo el mundo se entregó a un desenfrenado deseo de apoderarse de tanta riqueza, pero nadie pensó que si aquellos bienes estaban allí, a pesar de que los persas reinaban junto a ellos, era porque sus dueños estaban empeñados en defenderlos a costa de lo que fuera. Los hombres de Mesopotamia estaban acostumbrados a ser vasallos porque eran tan distintos entre ellos que se sentían incapaces de formar un estado uniforme; pero eso no quería decir que se dieran a cualquiera sin oposición. Cuando se contempla la saña del saqueo, se comprende el porqué de las guerras. Con la ayuda de los guías que conocían bien las tierras, el ejército se distribuyó en las zonas por saquear, estableciéndose una jerarquía que otorgaba los valles más ricos a los destacamentos más reputados. Los hombres salían eufóricos a emprender la tarea de hacerse con todo lo aprovechable y destruir lo que no interesase.

La primera jornada transcurrió en los poblados, compuestos por habitáculos construidos con cañas trenzadas, algunas de cuyas formas eran muy elaboradas. Como había un afán de castigar la servidumbre prestada a los persas, se justificaba todo: se violaba a las mujeres, se tomaban esclavos y se quemaban las casas después del saqueo. Nada quedaba en pie. Nuestro destacamento fue el más privilegiado, y recibió Babilonia y sus alrededores en el reparto. Llegamos hacia el mediodía y nos encontramos ante un vasto espacio cultivado de cereales y un sinfín de huertos regados en las vegas. Estaba todo en silencio y tan sólo se escuchaban de vez en cuando los vagos lamentos del chorlito. Emprendimos un sendero entre palmeras y árboles altos que conducía hacia las aldeas que había en los alrededores de las altas murallas. No se veía a nadie trabajando en los campos o de camino hacia los poblados. Al llegar frente a las primeras casas, las mujeres y los ancianos salieron forzando la sonrisa, haciendo reverencias y ofreciendo comida y regalos. Una avanzadilla de soldados entró para explorar y, cuando hubieron comprobado que no había obstáculos, regresaron entusiasmados anunciando lo que podíamos llevarnos. El tribuno dio entonces la orden y comenzó el despiadado expolio. Nunca podré olvidar el espantoso griterío de aquellas gentes y los quejidos lastimeros que dejábamos atrás después de repetir aquella cruel ceremonia en cada pueblo. Pero un hombre termina por acostumbrarse a todo, y hasta el oficio más infame llega a convertirse en rutina. En Babilonia no había nada. Sus altas y oscuras murallas guardaban sólo ruinas y el ajado esplendor del pasado perdido. Recorrimos los vacíos palacios, los jardines colgantes, semiocultos entre la maraña de enredaderas, y los templos inquietos y ennegrecidos por los aceites quemados en una infinidad de lamparillas que se amontonaban por doquier en su interior.

Cuando salimos por los puentes de aquella inmensa ciudad abandonada, alguien bromeó