II

Glidden y yo nos encontramos en la oficina de DuBois a las seis y media, y cerramos el trato en cincuenta y seis mil. DuBois era un hombre bajo de rostro curtido, con una larga cabellera blanca. Mantuvo su oficina abierta a aquella hora debido a mi insistencia en que el trato quedara cerrado aquella misma tarde. Pagué con dinero en efectivo, fueron firmados los papeles, me metí las llaves en el bolsillo, y nos despedimos con un apretón de manos. Mientras avanzábamos por la calle en dirección a nuestros respectivos vehículos, dije:

—¡Maldita sea! ¡Me he dejado la pluma sobre su escritorio, DuBois!

—Se la haré enviar. ¿Seguirá usted en el Spectrum?

—Me temo que voy a tener que irme inmediatamente.

—Puedo enviársela a la casa en Nuage.

Meneé la cabeza.

—La necesito esta noche.

—Entonces tome esta —me ofreció la suya.

Mientras tanto, Glidden había subido a su vehículo y ya no podía oírnos. Le hice una seña y dije:

—Se trataba tan solo de un pretexto. Deseo hablar con usted en privado.

El incipiente disgusto que se había reflejado en sus negros ojos dejó paso a la curiosidad.

—De acuerdo —dijo, y regresamos al edificio y abrió de nuevo la puerta de su oficina—. ¿De qué se trata? —preguntó entonces, sentándose de nuevo en su sillón tras el escritorio.

—Estoy buscando a Ruth Laris —dije.

Encendió un cigarrillo, lo cual ha sido siempre un buen medio de ganar un poco de tiempo.

—¿Para qué? —preguntó.

—Es una vieja amiga. ¿Sabe donde está?

—No —dijo.

—¿No resulta un poco… inusual, llevar los asuntos de una persona cuyo paradero ni siquiera se conoce?

—Sí —dijo—. Yo también opino lo mismo. Pero así es como se me exigió.

—¿Por parte de la propia Ruth Laris?

—¿Qué quiere decir con esto?

—¿Se lo pidió ella personalmente, o alguna otra persona que actuaba en su nombre?

—No acabo de ver en qué pueda importarle esto a usted, señor Conner. Me temo que voy a tener que poner fin a esta conversación.

Pensé durante un segundo, luego tomé una rápida decisión.

—Antes de que haga usted nada —dije—, quiero explicarle que el único motivo que me ha impulsado a comprar esa casa ha sido el buscar en ella indicios del paradero de su anterior propietaria. Tras lo cual, cederé a un capricho y la convertiré en una hacienda, ya que no me gusta la arquitectura de esta ciudad. ¿Qué piensa usted al respecto?

—Que está usted un poco loco —observó.

Asentí con la cabeza.

—Un loco que puede pagarse caprichos como ese. Es decir, un chiflado que puede causar un montón de problemas. ¿Cuánto cree que vale este edificio? ¿Un par de millones?

—No lo sé —parecía un poco incómodo.

—¿Qué ocurriría si alguien lo comprara para convertirlo en un edificio de apartamentos, y tuviera que buscarse usted otra oficina?

—Mi contrato no es tan fácil de cancelar, señor Conner.

Solté una risita.

—¿Y si —dije— se viera sometido repentinamente a una investigación por parte del Colegio de Abogados local?

Saltó sobre sus pies.

—Está usted loco.

—¿Está seguro? Todavía no sé de qué se le podría acusar —dije—. Pero usted sabe que una simple investigación le traería bastantes problemas… y si además tiene dificultades para encontrar otra oficina… —Nunca me ha gustado actuar así, pero no podía perder tiempo. Así que—: ¿Está usted seguro? ¿Está usted realmente seguro de que soy un loco? —rematé.

—No —dijo finalmente—. No lo estoy.

—Entonces, si no tiene usted nada que ocultar, ¿por qué no me dice cómo se ultimó ese trato? No estoy interesado en la sustancia de los acuerdos privados, simplemente en las circunstancias bajo las cuales fue puesta en venta la casa. Me sorprende que Ruth no haya dejado ningún tipo de mensaje.

Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, y me estudió a través del humo.

—El acuerdo fue hecho por teléfono…

—Ella podía estar drogada, bajo amenaza…

—Eso es ridículo —dijo—. De todos modos, ¿cuál es su interés en el asunto?

—Como le he dicho, se trata de una vieja amiga.

Sus ojos se abrieron más de lo habitual, luego se entrecerraron. Muy poca gente sabía quién había sido uno de los viejos amigos de Ruth.

—Además —proseguí—, recibí recientemente un mensaje de ella, pidiéndome que viniera a verla para un asunto de mucha urgencia. Ella no está aquí, y no hay ningún mensaje, ninguna otra dirección. Esto suena raro. La encontraré, de la manera que sea, señor DuBois.

Él no era ciego para no darse cuenta del corte de mi traje y por lo tanto de su precio, y quizá mi voz tenía aún algo del tono autoritario adquirido tras tantos años de dar órdenes. Fuera como fuese, no hizo ningún gesto para tomar el teléfono y llamar a la policía.

—Todos los tratos se realizaron por teléfono y a través del correo —dijo—. Sinceramente, no sé donde está actualmente. Tan solo me dijo que abandonaba la ciudad, y que quería que yo me encargara de vender la casa y todo lo que hay en ella, depositando el dinero en su cuenta en el Artists Trust. Así que acepté el asunto, y encargué de las gestiones de venta a Rayodesol. —Miró hacia otro lado, luego volvió a mirarme a mí—. Bueno, me dejó un mensaje, pero dirigido a otra persona, por si esa persona venía a pedírmelo. Si no, debía transmitírselo a esa misma persona transcurridos los treinta días sin que hubiera acudido a buscarlo.

—¿Puedo preguntarle la identidad de esa persona?

—Esto, señor, es un asunto privado.

—Tome el teléfono —dije— y llame al 73737373 en Glencoe, a cobro revertido. Pida un persona-a-persona con Domenic Malisti, el director de las Empresas Nuestro Objeto en este planeta. Dése a conocer, dígale: «Bee, bee, oveja negra», y pídale que identifique a Lawrence John Conner para usted.

DuBois hizo lo indicado, y luego colgó el teléfono, se puso en pie, cruzó la oficina, abrió una pequeña caja de seguridad en la pared, sacó un sobre, y me lo tendió. Estaba sellado, y en la cara anterior llevaba el nombre «Francis Sandow» escrito a máquina.

—Gracias —dije, y lo abrí.

Luchando contra mis sentimientos, contemplé las tres cosas que contenía el sobre. Había otra foto de Kathy, en distinta pose, con un fondo también ligeramente distinto; una foto de Ruth, más vieja, pero tan atractiva como siempre; y una nota.

La nota estaba escrita en pei’ano. Su encabezamiento estaba a mi nombre, e iba seguido por un pequeño signo que es usado en los textos sagrados para designar a Shimbo, el Sembrador de Truenos. Iba firmado «Verde Verde», seguido por el ideograma de Belion, que no era uno de los veintisiete Nombres vivientes.

Estaba perplejo. Muy pocas personas conocían las identidades de los portadores de Nombres, y Belion es el tradicional enemigo de Shimbo. Es el dios del fuego que vive bajo la tierra. Él y Shimbo transcurren su tiempo despedazándose mutuamente entre cada una de sus resurrecciones.

Leí la nota. Decía: Si deseas a tus mujeres, búscalas en la Isla de los Muertos. Bodgis, Dango, Shandon y el enano te esperan también allí.

Allá en Tierralibre estaban las tridis de Bodgis, Dango, Shandon, Nick, Dama Karle (a la que podría calificar como una de mis mujeres), y Kathy. Esas eran las seis fotos que había recibido. Ahora se les añadía la de Ruth.

¿Quién la añadía?

No conocía a nadie llamado Verde Verde, por mucho que retrocediera en mis recuerdos, pero por supuesto conocía la Isla de los Muertos.

—Gracias —dije de nuevo.

—¿Hay algo que no va, señor Sandow?

—Sí —dije—, pero ya se arreglará. No se preocupe, usted no está involucrado en ello. Olvide mi nombre.

—Sí, señor Conner.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

Entré en la casa en Nuage. Atravesé el vestíbulo, los distintos salones. Encontré su dormitorio y lo exploré. Todo el mobiliario estaba en su lugar. Varios armarios y cajones estaban llenos de ropas, así como de toda clase de pequeños objetos personales que uno no deja atrás cuando se marcha de un sitio. Resultaba sorprendente andar por aquella casa que había reemplazado a la otra casa y encontrar aquí y allá algún objeto familiar —un reloj antiguo, un cuadro, una caja de cigarrillos repujada— que me recordaba cómo la vida redistribuye las cosas que en su tiempo tenían un sentido mezclándolas con otras que serán para siempre extrañas, matando su magia personal, preservada hasta entonces en los recuerdos que uno guarda del tiempo y del lugar donde ha vivido, hasta que uno las encuentra de nuevo, se siente brevemente turbado por ellas, surrealistamente turbado, y entonces esa magia desaparece mientras, perforadas por el encuentro, las emociones que uno había olvidado son drenadas del cuadro que todavía subsiste en su cabeza. Al menos, esto es lo que me ocurría a mí mientras recorría la casa en busca de indicios de lo ocurrido. Las horas iban transcurriendo, una a una, mientras rastreaba el lugar en un atento escrutinio, y poco a poco la convicción que había afrontado en la oficina de DuBois, la sensación que no me había abandonado desde el día de la llegada de la primera foto, allá en Tierralibre, completó su circuito: del cerebro a los intestinos, y luego de nuevo al cerebro.

Me senté y encendí un cigarrillo. Aquella era la habitación donde había sido tomada la foto de Ruth; la suya no tenía el mismo fondo de rocas-y-cieloazul de las otras. Había buscado por todas partes y no había encontrado nada; ninguna señal de violencia, ningún indicio que identificara a mi enemigo. Pronuncié las palabras en voz alta: «Mi enemigo», las primeras palabras que formulaba desde el «Buenas tardes» al repentinamente cooperativo abogado de cabellos blancos, y las palabras sonaron extrañas en aquel inmenso acuario que era la casa. Mi enemigo.

Ahora actuaba abiertamente. Me buscaba, para algo de lo que no estaba seguro. Pero a primera vista deseaba mi muerte. Me hubiera ayudado el poder saber cuál de mis muchos enemigos estaba detrás de todo esto. Busqué en mi mente. Consideré la extraña elección que había hecho mi enemigo del lugar de reunión y del campo de batalla. Recordé mi sueño relativo a aquel lugar.

Era un lugar absurdo para que alguien pensara atraparme en él, a menos que no supiera nada de mi poder cuando pongo el pie sobre cualquiera de los mundos que he hecho. Todo sería mi aliado si volvía a Illyria, el mundo que puse allí donde está ahora, hace muchos siglos, el mundo que alberga la Isla de los Muertos, mi Isla de los Muertos.

… E iba a regresar. Lo sabía. Ruth, y la posibilidad de Kathy… Todo aquello requería mi regreso a aquel extraño Edén que había edificado hacía tanto tiempo. Ruth y Kathy… Dos imágenes que no me gustaba yuxtaponer, pero que debía hacerlo. No habían existido nunca simultáneamente para mí, y este sentimiento de ahora no me gustaba. Pero iría, y aquel que había preparado la trampa tendría un breve tiempo para arrepentirse antes de quedarse en la Isla de los Muertos para siempre.

Aplasté mi cigarrillo, cerré la puerta del rojizo castillo, y me dirigí al Spectrum. De pronto, sentía hambre.

Me vestí para comer y descendí al vestíbulo. Había visto un pequeño restaurante con buen aspecto fuera, a la izquierda. Desgraciadamente, hacía unos pocos minutos que acababa de cerrar. Así que pregunté en recepción dónde podía encontrar un lugar que estuviera abierto y en el que pudiera comer con unas ciertas garantías.

—En las Torres Bartol, en la Bahía —dijo el portero de noche, ahogando un bostezo—. Todavía estará abierto varias horas.

Me indicó la dirección que debía tomar, y salí, y así es como moví una pieza en el negocio de las pipas de brezo. Ridículo es una palabra mejor que extraño, pero todo el mundo vive a la sombra de Gran Árbol, ¿recuerdan?

Conduje hasta allí, y aparqué el deslizador junto al uniforme que me encuentro en todos los lugares donde voy, con un rostro sonriente sobre él, abriendo ante mí puertas que puedo abrir por mí mismo, tendiéndome una toalla que no necesito en absoluto, tomando un portadocumentos que no tengo la menor intención de llevar conmigo, con la mano derecha preparada al nivel de la cintura, dispuesta en cualquier momento a girar la palma hacia arriba al primer destello del metal o al primer crujido del papel de tipo apropiado, con amplios bolsillos para guardar todo eso. Me ha seguido durante más de mil años, y no es realmente el uniforme lo que me irrita. Es esa condenada sonrisa, desencadenada tan solo por una única cosa. Mi coche fue llevado un poco más allá y aparcado entre dos líneas pintadas en el suelo. Porque todos nosotros somos turistas.

Hubo un tiempo en que las propinas servían tan solo para corresponder a los servicios que uno quería ver lógicamente realizados con eficiencia y prontitud, y servían como suplemento a la escala más baja de salarios para algunas clases de empleados. Era algo comprendido y aceptado. Luego vino el turismo, en el siglo de mi nacimiento, y a resultas del cual se estableció en los países subdesarrollados el hecho de que todos los turistas eran piezas de caza, y eso sentó el precedente, que luego se extendió a todos los países, comprendidos los de los propios turistas, de las propinas que había que dar a todos aquellos que llevaban uniforme y te rendían con una sonrisa un servicio que tu no deseabas ni les habías pedido. Ese fue el ejército que conquistó el mundo. Tras su pacífica revolución ocurrida en el siglo veinte, todos nosotros nos hemos convertido en turistas desde el minuto mismo en que ponemos el pie fuera de nuestras puertas, ciudadanos de segunda clase, despiadadamente explotados por las sonrientes legiones que han ganado completa y solapadamente la supremacía.

Ahora, en cada ciudad por la que me aventuro, los uniformes llueven sobre mí, sacuden el polvo del cuello de mi chaqueta, meten un folleto en mi mano, me recitan el último informe meteorológico, rezan por mi alma, cubren los charcos para que yo pase, limpian mi parabrisas, despliegan una sombrilla sobre mi cabeza los días de sol o un paraguas los días de lluvia, conectan un foco ultra-infra ante mí los días nublados, retiran un hilo de mi botón abdominal, cepillan mis hombros, peinan los cabellos de mi nuca, suben la cremallera de mi bragueta, limpian mis zapatos y sonríen —siempre antes de que yo pueda protestar—, con la mano derecha al nivel de su cintura. Qué lugar malditamente feliz sería nuestro universo si todo el mundo llevara brillantes y crujientes uniformes. Todos nos veríamos obligados a sonreímos los unos a los otros.

Tomé el ascensor hasta el piso sesenta, donde estaba el restaurante. Entonces me di cuenta de que debería haber llamado para reservar una mesa. Estaba repleto. Había olvidado que el día siguiente era festivo en Driscoll. La camarera tomó mi nombre y me dijo que tendría que esperar unos quince o veinte minutos, así que me dirigí a uno de los bares y pedí una cerveza.

Miré a mi alrededor mientras bebía, y a través de la tamizada luz creí ver en el otro bar un grueso rostro que me pareció familiar. Me puse unas gafas especiales que actúan como telescopios y estudié aquel rostro, ahora de perfil. La nariz y las orejas eran las mismas. El color del cabello era distinto, y su piel más oscura, pero esas son cosas fáciles de obtener.

Me levanté para dirigirme hacia allá, y un camarero me detuvo y me dijo que no podía llevarme el vaso de allí. Cuando le dije que iba al otro bar se ofreció, sonriendo, a llevarme la bebida, con la mano al nivel de la cintura. Imaginé que no iba a salirme más caro el pedir otra, así que le dije que si quería también podía bebérsela por mí.

El hombre estaba solo, con un pequeño vaso de algo brillante entre sus manos. Me quité las gafas y las guardé mientras me acercaba a su mesa, y dije con voz de falsete:

—¿Puedo sentarme con usted, señor Bayner?

Se estremeció, tan solo ligeramente, una breve crispación de su piel que hizo retemblar sus grasas por un instante. Me fotografió con sus ojos de urraca en el siguiente segundo, y supe que la maquinaria en su cabeza estaba empezando a girar como una bicicleta de ejercicios impulsada por un demonio.

—Creo que se ha equivocado… —empezó, y entonces sonrió, y luego frunció el ceño—. No, soy yo quien se equivoca —se corrigió—, pero hace tanto tiempo, Frank, y ambos hemos cambiado.

—… en nuestros atuendos de trabajo, sí —dije con mi voz normal, sentándome junto a él.

Llamó a un camarero con la misma facilidad de quien echa un lazo, y me preguntó:

—¿Qué vas a tomar?

—Cerveza —dije—. Cualquier marca.

El camarero me oyó, asintió, se fue.

—¿Has comido?

—No, estaba esperando una mesa en el otro bar cuando te he visto.

—Yo ya he comido —dijo él—. Si no hubiera sucumbido al deseo de tomar un vaso antes de irme, no nos hubiéramos visto.

—Extraño —dije; y luego—: Verde Verde.

—¿Qué?

Veri Veri, Grün Grün.

—Me temo que no te sigo. ¿Es algún tipo de código que se supone debo reconocer?

Me alcé de hombros.

—Digamos que es una plegaria para confundir a mis enemigos. ¿Qué hay de nuevo?

—Ahora que estás aquí —dijo—, debemos hablar, por supuesto. ¿Puedo acompañarte?

—Naturalmente.

Así, cuando llamaron a Larry Conner, nos sentamos a una mesa en uno de los incontables comedores que llenaban aquel piso de la torre. La vista de la bahía debía ser agradable en una noche clara, pero el cielo estaba cubierto, y el ocasional resplandor de algunas balizas y el desagradable y rápido haz de un faro era todo lo que se podía ver sobre la oscura masa del océano. Bayner decidió que su apetito estaba volviendo, y encargó otra comida. Había engullido ya un plato de spaghetti y una ración de sangrientas salchichas antes de que yo hubiera llegado a la mitad de mi bistec, y pasó a una tarta de queso y café.

—¡Ah, estaba estupendo! —dijo, e inmediatamente ensartó un mondadientes en la parte superior de la primera sonrisa que le veía en al menos cuarenta años.

—¿Un cigarro? —ofrecí.

—Encantado, gracias.

El mondadientes fue echado a un lado, encendimos los cigarros, llegó la cuenta. Siempre empleo este método en los lugares llenos de gente, cuando la cuenta tarda en llegar. La llama de un mechero, una bocanada de humo azulado, e inmediatamente aparece el camarero.

—Es para mí —dije, tomando la cuenta.

—Oh, no. Tu eres mi huésped.

—Bueno… si insistes.

Después de todo, Bill Bayner es el cuarenta y cinco entre los hombres más ricos de la galaxia. No todos los días tengo la suerte de cenar con gente que ha tenido éxito en la vida.

Mientras salíamos, me dijo:

—Vayamos a algún lugar donde podamos hablar. Yo conduciré.

Así que tomamos su coche, dejando tras nosotros un uniforme y un ceño fruncido, y pasamos unos veinte minutos dando rodeos por la ciudad para despistar a los hipotéticos seguidores, y finalmente llegamos a un edificio de apartamentos a unas ocho manzanas de las Torres Bartol. Al entrar al vestíbulo, Bayner saludó al portero de noche, que hizo una inclinación de cabeza.

—¿Sabe si lloverá mañana? —preguntó.

—El cielo está claro —dijo el portero de noche.

Entonces subimos a la sexta planta. Las paredes del pasillo estaban incrustadas con piedras preciosas artificiales, algunas de las cuales debían ser ojos espía. Nos detuvimos, y golpeó una puerta de aspecto normal: tres golpes, pausa, dos golpes, pausa, dos golpes. Mañana cambiaría la contraseña, ambos lo sabíamos. Un hombre joven de rostro cansado vistiendo un traje negro abrió la puerta, asintió, y se fue cuando Bayner le hizo un gesto con el pulgar por encima de su hombro. Luego cerró y aseguró la puerta, no sin que yo pudiera ver por el canto una gruesa placa de metal embutida entre los dos revestimientos de falsa madera. Durante los siguientes cinco o diez minutos, chequeó la habitación con una sorprendente variedad de equipos de detección, tras hacerme una seña de que me mantuviera inmóvil, tras lo cual puso en funcionamiento un cierto número de interferidores de todas clases como precaución adicional, suspiró, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla, se giró hacia mí y dijo:

—Ahora ya podemos hablar. ¿Tomarás algo?

—¿Estás seguro de que la bebida será segura?

Pensó en ello unos momentos, y luego dijo:

—Sí.

—Entonces un bourbon con agua, si tienes.

Fue a la habitación de al lado, y regresó un minuto después con dos vasos. El suyo estaba probablemente lleno de té, si pensaba hablar de negocios conmigo. Por mi parte eso era lo que menos me preocupaba.

—Bien, ¿de qué se trata? —pregunté.

—Maldita sea; entonces, ¿son ciertas todas esas historias que corren acerca de ti? ¿Cómo lo has sabido?

Me alcé de hombros.

—Pero no me cogerás esta vez, no lo harás como lo hiciste aquella otra vez con las franquicias mineras de Vega.

—No sé de qué me estás hablando —dije.

—Hace seis años.

Me eché a reír.

—Escucha —le dije—, no presto mucha atención a lo que hace mi dinero, mientras tenga a mi disposición el que necesito. Tengo montones de gentes que se preocupan de ello por mí. Si saqué una buena tajada en el sistema de Vega hace seis años, fue debido a que alguno de los buenos elementos de que dispongo supo hacer lo que tenía que hacer. Yo no paso mi tiempo incubando mi dinero como haces tu. Tengo delegados para ello.

—Claro, claro, Frank —dijo—. Por eso estás aquí de incógnito en Driscoll, y te las apañas para caer sobre mí la noche antes de la transacción. ¿A quién has comprado de mis colaboradores?

—A nadie, puedes creerme.

Me miró con aire vejado.

—Mira, te lo juro, no voy a echarlo —dijo—. Tan solo lo enviaré a un lugar donde no pueda causarme problemas.

—Realmente no estoy aquí para negocios —dije—, y nos hemos encontrado por pura casualidad.

—Bueno, no sé lo que estarás tramando esta vez, pero te advierto que no te va a resultar —dijo.

—Pero si no estoy aquí para nada de lo que piensas. Palabra.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Todo estaba yendo tan bien! —Se golpeó la palma de su mano izquierda con su puño derecho.

—Ni siquiera he visto el producto —dije.

Salió de la habitación y regresó poco después, mostrándome una pipa.

—Hermosa pipa —dije.

—Cinco mil —me confesó—. Y es barata.

—Realmente, nunca he sido fumador de pipa.

—Te ofrezco el diez por ciento, ni una pizca más —dijo—. He preparado esto personalmente, y tu no me lo vas a estropear.

Y entonces me volví loco. Aparte de comer, lo único que aquel bastardo sabía hacer era pensar en acumular más riquezas. Automáticamente había supuesto que yo estaba malgastando mi tiempo de la misma forma, tan solo porque un montón de las hojas del Gran Árbol decían «Sandow». Así que:

—Quiero un tercio, o cerraré el trato yo mismo —dije.

—¿Un tercio?

Saltó en pie y se puso a gritar. Afortunadamente, la habitación estaba insonorizada y desprovista de micrófonos de escucha. Hacía mucho tiempo que no oía expresiones como aquellas. Su rostro estaba enrojecido a reventar, y daba zancadas de un lado a otro como una fiera enjaulada. Yo, por mi parte, permanecía sentado en medio de mi amoralidad, de mi indiferencia por el dinero y de mi despreocupación, mientras pensaba en que podía ser aquel asunto de las pipas.

Un tipo con una memoria como la mía tiene montones de los hechos más diversos en su cabeza. En mi lejana juventud, allá en la Tierra, las mejores pipas estaban hechas de espuma o de brezo. Las pipas de tierra se calientan demasiado, y las de madera se parten y se queman muy rápidamente. Las de maíz son peligrosas. A finales del siglo veinte, posiblemente a causa de toda una generación crecida a la sombra de los informes médicos sobre las enfermedades de las vías respiratorias, el fumar en pipa conoció algo así como un renacimiento. Cuando llegó el cambio de siglo, las reservas mundiales de brezo y espuma hacía tiempo que se habían agotado. La espuma, o silicato de magnesio hidratado, es una roca sedimentaria que se presenta en estratos compuestos en parte por conchas marinas que se han aglomerado a lo largo de los siglos, y cuando se agota, se agota para siempre. Las pipas de brezo estaban hechas de la raíz del erica arbórea, que crecía tan solo en unas pocas áreas del Mediterráneo, y que debía tener como mínimo cien años antes de poder ser utilizado. El brezo fue sometido a una extracción incontrolada, sin que nadie se preocupara de crear un plan de repoblación. Consecuentemente, sustancias como la pirolita de carbono satisfacen hoy las demandas de los fumadores de pipa, pero la espuma y el brezo yacen tan solo en las memorias de los buenos fumadores y en algunas pocas colecciones. Algunos pequeños depósitos de espuma han sido descubiertos en algunos mundos, y se han convertido en fortunas de la noche a la mañana. Pero en ningún otro lugar excepto en la Tierra ha sido encontrado el erica arbórea o algún otro sustituto válido. Y en la actualidad la moda es fumar en pipa, de modo que DuBois y yo formamos parte de los excéntricos. La pipa que Bayner me había mostrado era una hermosa y bien tallada pipa de brezo. Así que…

—… Quince por ciento —estaba diciendo Bayner—, lo cual no me deja más que un pequeño beneficio…

—¡Tus huevos! ¡Esas pipas valen diez veces su peso en platino!

—¡Me pones un cuchillo sobre el corazón si me exiges más de un dieciocho por ciento!

—El treinta.

—Sé razonable, Frank.

—Entonces hablemos de negocios en lugar de decir tonterías.

—Un veinte por ciento es lo máximo que puedo ofrecerte, y te costará cinco millones…

Me eché a reír.

Lo zarandeé sin piedad durante la siguiente hora, por pura perversión, para vengarme de la forma en que me había juzgado sin querer creer en mi palabra. Finalmente, claudiqué yo también. Un veinticinco y medio por ciento por cuatro millones de inversión, lo cual requirió que telefoneara a Malisti para que dispusiera los fondos de financiación. Lamenté realmente tener que despertarlo.

Y así fue como moví una pieza en el negocio de las pipas de brezo en Driscoll. Ridículo es una palabra mejor que extraño, pero todo el mundo vive a la sombra del Gran Árbol, ¿recuerdan?

Cuando todo hubo concluido me dio una palmada en el hombro, y me dijo que yo era un contrincante de categoría, y que prefería tenerme a su lado que contra él; tomamos otra ronda, me sondeó para ver de robarme a Martin Bremen, como si él no fuera capaz de encontrar por sí mismo a un buen chef rigeliano, y me preguntó una vez más quién me había dado el soplo.

Me llevó de nuevo a las Torres Bartol, el uniforme movió mi coche unos pocos centímetros y abrió su portezuela por mí, recibió su propina, borró su sonrisa y desapareció. Conduje hasta el Spectrum, lamentando no haber comido allí mismo y haberme ido inmediatamente a la cama en lugar de perder la noche poniendo mi autógrafo en nuevas hojas.

La radio del coche tocaba un dixieland que hacía siglos que no oía. Esto, junto a la lluvia que empezó a caer un instante después, creó en mí un sentimiento de soledad y algo más que un poco de tristeza. El tráfico era escaso. Pisé el acelerador.

A la mañana siguiente, envié un espaciograma a Marling de Megapei, diciéndole que permaneciera tranquilo con la seguridad de que Shimbo acudiría a él antes de la quinta estación, y preguntándole si conocía a un pei’ano llamado Verde Verde, o algo equivalente, y que tuviera algún tipo de asociación con el Nombre Belion. Le pedí que me respondiera por espaciograma, a cobro revertido, y que enviara su respuesta a Lawrence J. Conner, c/o Tierralibre, y lo envié sin firmar. Planeaba abandonar Driscoll en dirección a Tierralibre aquel mismo día. Un espaciograma es la forma más rápida y también una de las más caras de enviar un mensaje interestelar; y pese a ello, sabía que transcurriría al menos un lapso de unas dos semanas antes de que recibiera una respuesta.

Sabía también que estaba corriendo un cierto riesgo de quemar mi falsa identidad en Driscoll, enviando un mensaje de aquel tipo con la respuesta solicitada a Tierralibre, pero me iba aquel mismo día, y deseaba dejar las cosas terminadas.

Pagué la cuenta del hotel y conduje hasta la casa en Nuage, para dar una última inspección, deteniéndome por el camino a tomar mi último desayuno en Driscoll.

Solo había una cosa nueva en el Palacio Frambuesa. Había algo en el buzón. Lo saqué: era un sobre, sin señas de remitente.

El sobre iba dirigido a «Francis Sandow, c/o Ruth Laris». Entré en la casa con él, y no lo abrí hasta que me hube cerciorado de que no había nadie a la vista. Entonces me metí de nuevo en el bolsillo el delgado tubo, capaz de producir una muerte instantánea, silenciosa y aparentemente natural, que había sacado, me senté, y abrí el sobre. Sí.

Otra foto.

Era de Nick, mi viejo amigo Nick, Nick el enano, el difunto Nick, gruñendo tras su barba y dispuesto a saltarle al fotógrafo desde la cornisa rocosa donde estaba de pie.

«Ven a visitar Illyria», decía la nota, en inglés. «Todos tus amigos viven allí». Encendí mi primer cigarrillo del día. Malisti, Bayner y DuBois sabían quién era Lawrence John Conner.

Malisti era mi hombre en Driscoll, y lo pagaba lo suficientemente bien como para situarlo por encima de cualquier soborno, o al menos eso creía yo. De acuerdo, pueden ejercerse otras presiones sobre un hombre… pero no había conocido mi verdadera identidad hasta el día anterior, cuando la contraseña Bee, bee, oveja negra le dio la clave que le permitió decodificar las instrucciones especiales. No había pasado tanto tiempo como para poder ejercer una presión.

Bayner no tenía realmente el menor motivo para traicionarme. Habíamos compartido una empresa que representaba tan solo una gota de agua en un lago. Eso era todo. Nuestras fortunas estaban a un nivel en el cual, aunque surgieran ocasionales conflictos de intereses, estos se planteaban tan solo en un plano completamente impersonal. También quedaba descartado.

DuBois no me daba tampoco la impresión de ser el tipo de persona capaz de entregar mi nombre, no después de la forma en que le hablé en su oficina, respecto a mi decisión de acudir a los grandes medios para obtener lo que deseaba.

Nadie en Tierralibre sabía adonde había ido, excepto S.& A., de cuya memoria había borrado el dato antes de mi partida.

Consideré una alternativa.

Si Ruth había sido raptada y obligada a escribir la nota que había escrito, entonces su raptor sabría con seguridad que yo la había recibido si respondía a ella, y si no, él no arriesgaba nada.

Aquello parecía posible, probable.

Y significaba que había alguien en Driscoll cuyo nombre me hubiera gustado conocer.

¿Valía la pena quedarme para averiguarlo? Con Malisti a la tarea, no podía presentar muchos problemas el descubrir el remitente de la última foto.

Pero si se trataba de un hombre movido por otro hombre, y este era listo, era probable que su subordinado supiera tan solo muy poco, quizá que estuviera incluso al margen de todo. Resolví poner a Malisti sobre la pista, y hacer que me enviara todos sus resultados a Tierralibre. Pero usaría otro teléfono distinto al que tenía ahora junto a mi mano derecha, de todos modos.

Dentro de unas pocas horas, no importaría quién supiera que Conner era Sandow. Yo ya me habría ido, y Conner no regresaría nunca a aquel lugar.

—Todo lo miserable del mundo —me había dicho Nick en una ocasión— proviene de la belleza.

—¿No de la verdad o de la bondad? —había preguntado yo.

—Oh, también ayudan. Pero la belleza es la principal culpable, el verdadero principio del mal.

—¿No la riqueza?

—El dinero es hermoso.

—Cuando uno no lo posee en cantidad suficiente, como los alimentos, el agua…

—¡Exactamente! —exclamó, golpeando con tanta violencia el sobre de la mesa con su jarra de cerveza que una docena de cabezas se giraron en nuestra dirección—. ¡La belleza, maldita sea!

—¿Y qué hay con los chicos de buena apariencia?

—O se convierten en unos bastardos porque saben que lo son, o se sienten avergonzados porque saben que los demás odian su apostura. Los bastardos se dedican a aplastar a sus semejantes, y los avergonzados se aplastan a sí mismos. ¡Habitualmente así es como sucede, por culpa de esa condenada belleza!

—¿Y qué hay con los objetos hermosos?

—Hacen que la gente robe, o se sienta enferma cuando no los puede poseer. ¡Maldita…!

—Espera un minuto —dije—. No es culpa de un objeto el ser hermoso, como no es culpa de un chico el tener una buena apariencia. Sencillamente, las cosas ocurren así.

Se encogió de hombros.

—¿Culpa? ¿Quién ha dicho nada de culpas?

—Tu estabas hablando del mal. Eso implica un sentimiento de culpabilidad en algún lugar a lo largo del razonamiento.

—Entonces la belleza es la culpable —dijo—. ¡Maldita sea!

—¿La belleza como un principio abstracto?

—Sí.

—¡Eso es ridículo! La culpa requiera una responsabilidad, algún tipo de intento de…

—¡La belleza es la responsable!

—Tómate otra cerveza.

Lo hizo, y eructó de nuevo.

—Mira a ese tipo bien parecido allá en el bar —dijo—, ese tipo que intenta ligarse a la chiquita del vestido verde. Algún día alguien le partirá la cara. Lo cual no ocurriría si fuera feo.

Nick corroboraría más tarde su punto de vista partiéndole la cara la tipo en cuestión, después de que este le llamara Chiquito. Así que quizá hubiera algo de verdad en lo que decía. Nick medía aproximadamente un metro veinte. Poseía los hombros y los brazos de un poderoso atleta. Podía batir a cualquiera en la lucha cuerpo a cuerpo. Tenía una cabeza de tamaño normal, llena de rizado cabello rubio en cráneo y barba, con un par de ojos azules sobre una aplastada nariz desviada hacia la derecha, y una sonrisa socarrona que normalmente revelaba tan solo media docena de sus amarillos dientes. Estaba atrofiado de cintura para abajo. Provenía de una familia que apestaba a soldados profesionales. Su padre había sido general, y todos sus hermanos y hermanas excepto una eran oficiales en uno u otro cuerpo. Nick había crecido en un ambiente que rezumaba artes marciales. Ningún arma le era desconocida, sabía cómo emplearlas todas. Sabía utilizar la espada, el rifle, montar a caballo, colocar cargas explosivas, partir ladrillos y cuellos con sus manos, vivir sobre el terreno, y fracasaba en todos los exámenes físicos de la galaxia porque era un enano. Yo lo había contratado como cazador de fieras, para destruir mis experimentos fallidos. Nick detestaba todas las cosas que eran más grandes que él.

—Aquello que yo creo que es hermoso y que tu crees que es hermoso —le dije— puede parecerle horrible a un rigeliano, y viceversa. La belleza es algo relativo. Así que no puedes condenarla como principio abstracto si…

—¡Estupideces! —dijo—. Hieren, roban, violan y destruyen bajo diferentes conceptos, pero siempre es la belleza la que exige esas violaciones.

—¿Pero cómo puedes culpar a un objeto individual…?

—Habíamos empezado con los rigelianos, ¿no?

—Sí.

—Entonces puede traducirse. Ya he dicho bastante.

Luego el apuesto tipo del bar que intentaba ligarse a la muñequita del vestido verde pasó por nuestro lado en dirección a los lavabos, y llamó a Nick Chiquito al pedirle que apartara su silla fuera de su camino. Aquello puso fin a nuestra velada en aquel bar.

Nick decía siempre que él moriría con las botas puestas, en algún safari exótico, pero halló su Kilimanjaro en un hospital en la Tierra, donde lo curaron de todo lo que lo aquejaba excepto de la neumonía galopante que pilló en aquel mismo hospital.

Esto ocurrió hace aproximadamente doscientos cincuenta años. Yo eché la primera paletada de tierra sobre su tumba.

Aplasté mi cigarrillo y regresé al deslizador. Si había algo allí en Midi, ya lo sabría más tarde. Ahora era tiempo de irme.

Los muertos nos hacen demasiada compañía.

Durante dos semanas, mezclé todo aquello que sabía e intenté sacar alguna conclusión. Cuando entré en el Sistema de Tierralibre, mi vida se vio complicada por el hecho de que Tierralibre había capturado un satélite suplementario, cuyo origen no era en absoluto natural.

QUE INFIERNOS PASA, EXCLAMACIÓN, transmití en código.

UN VISITANTE, me llegó la respuesta. Pedido permiso para ATERRIZAR STOP. DENEGADO STOP. ANCLADO EN ÓRBITA STOP. DlCE QUE ES UN ENVIADO DE LA INTELIGENCIA DE LA TIERRA STOP.

DEJADLE ATERRIZAR, dije, MEDIA HORA DESPUÉS DE MI LLEGADA. STOP.

Me llegó el acuse de recepción, y entonces rompí mi órbita y empujé la Modelo T hacia abajo y luego más hacia abajo.

Tras el recibimiento de los animales, me dirigí a mi casa para una ducha, borré mi apariencia Conner, y me vestí para cenar.

Parecía que finalmente había ocurrido algo lo suficientemente serio como para que el más rico de los gobiernos existentes se decidiera a autorizar el viaje de algún funcionario civil mal pagado en uno de los vehículos interestelares más económicos existentes.

Me prometí que al menos lo alimentaría bien.