«LA TORRE DE HIELO»
La oscura bestia con forma de caballo se detuvo en mitad del camino cubierto de hielo. Tras girar la cabeza a la izquierda y hacia arriba, contempló el castillo situado en la cima de la reluciente montaña, tal y como hacía su jinete.
—No —dijo el hombre finalmente.
La oscura bestia continuó su camino mientras el hielo se resquebrajaba bajo sus cascos metálicos y la nieve volaba a su alrededor.
—Comienzo a sospechar que, después de todo, no existe ningún camino —anunció la bestia al cabo de un rato—. Ya hemos rodeado más de la mitad del lugar.
—Lo sé —repuso en voz baja el jinete de las botas verdes—. Podría escalarla, pero eso supondría tener que dejarte atrás.
—Demasiado arriesgado —replicó la montura—. Ya sabéis de mi valía en cierto tipo de situaciones, especialmente en aquellas a las que os exponéis.
—Eso es cierto, pero si se trata de nuestra única opción…
Continuaron avanzando durante un tiempo deteniéndose de vez en cuando para estudiar el promontorio.
—Dilvish, había una parte de la pendiente, a cierta distancia a nuestras espaldas, donde era menos escarpada —anunció la bestia—. Si logro sostenerme bien sobre ella podría ascender con vos un buen trecho. No podría llevaros hasta la cima pero sí acercarme bastante a ella.
—Si ese resulta ser el único camino, iremos por él, Black —le respondió el jinete mientras su aliento formaba una pequeña nube antes de ser barrido por el viento—. Aunque primero podríamos continuar nuestra inspección un poco más. ¡Vaya! ¿Qué es…?
Una oscura silueta descendió a toda velocidad por la ladera de la montaña. Justo cuando parecía que iba a estrellarse contra el hielo situado ante ellos extendió lo que parecían dos alas de murciélago de color verde pálido y se elevó por los aires. Describió un círculo en el aire hasta que ganó altura y se precipitó en picado sobre ellos.
Al instante, la espada de Dilvish se encontraba en su mano, sostenida en vertical ante él firmemente. Dilvish se inclinó hacia atrás y clavó la mirada fija en aquella criatura, la cual, al ver el arma, se desvió para volver a atacar de inmediato. Dilvish descargó una estocada pero falló, y la criatura escapó volando de nuevo.
—Parece evidente que nuestra presencia ya no es ningún secreto —comentó Black girándose para encarar a aquella criatura voladora.
Ésta se abalanzó sobre ellos una vez más y Dilvish intentó alcanzarla con la espada. La criatura giró en el último momento y recibió una estocada en pleno costado. Cayó a tierra, agitó las alas y se elevó nuevamente por el cielo describiendo círculos. Luego se elevó un poco más y se alejó volando en dirección a la Torre de Hielo.
—Pues sí, parece que ya no vamos a poder contar con el factor sorpresa —dijo Dilvish—. Aunque, a decir verdad, pensé que nos descubrirían antes.
Envainó la espada.
—Vayamos en busca de ese camino. Si es que lo hay.
Prosiguieron la marcha alrededor de la montaña.
Mientras tanto, el rostro blanco y verde de aspecto cadavérico observó su alrededor desde la superficie del espejo a pesar de que no había nadie frente a él que provocase dicho reflejo. Por detrás del rostro, sin embargo, podía apreciarse el reflejo de un amplio salón de piedra, tapices raídos que colgaban de las paredes, varios ventanucos y una larga y pesada mesa sobre cuyo extremo más alejado titilaba la luz de un candelabro. El viento provocaba un continuo lamento al descender por la chimenea, y al hacerlo avivaba y sofocaba las llamas de un enorme fuego.
El rostro parecía estar observando a los comensales. Por un lado, había un joven delgado, de cabello y ojos oscuros, vestido con un jubón negro forrado de verde que jugueteaba con la comida y que, con gestos nerviosos, no hacía más que llevarse la mano una y otra vez hasta el pesado anillo de metal negro que, adornado con una piedra de color rosado, le colgaba de una cadena que le rodeaba el cuello. Por otro, había una joven cuyo cabello y ojos eran del mismo color que los del joven y cuyos carnosos labios esbozaban unas extrañas y huidizas sonrisas mientras comía con algo más de apetito. Llevaba una capa roja y marrón echada sobre los hombros cuyas puntas se hallaban recogidas en su regazo. Sus ojos no eran tan hundidos como los del joven y no lo escudriñaban todo con nerviosismo, tal y como hacían los de él. El ser reflejado en el espejo movió sus pálidos labios.
—La hora se acerca —anunció con una voz profunda y completamente desprovista de emoción.
El joven se inclinó hacia delante y cortó un trozo de carne. La joven levantó su copa de vino. Durante un instante, algo pareció revolotear al otro lado de una de las ventanas.
Desde algún lugar situado en el largo pasillo que quedaba a la derecha de la joven resonó una voz agonizante:
—¡Liberadme! ¡Oh, por favor, no me hagáis esto! ¡Por favor! ¡Duele tanto…!
La joven bebió un sorbo de vino.
—La hora se acerca —repitió la criatura del espejo.
—¿Me pasas el pan, Ridley? —pidió la joven.
—Aquí lo tienes.
—Gracias.
Ella partió un pedazo de pan y lo mojó en la salsa. El joven la observó como si le fascinase la manera en que ella comía.
—La hora se acerca —volvió a decir la criatura del espejo.
De repente, Ridley dio un golpe sobre la mesa. Sus cubiertos repiquetearon. Unas gotas de vino cayeron sobre su plato.
—Reena, ¿no puedes cerrarle el pico a esa maldita cosa? —le preguntó.
—¡Vaya! Pero si has sido tú quien lo ha invocado —repuso la joven con dulzura—. ¿No puedes mover tu varita mágica o chasquear los dedos y decir las palabras apropiadas?
El joven dio otro golpe sobre la mesa y se incorporó en su silla.
—¡No permitiré que nadie se burle de mí! —exclamó—. ¡Haz que se calle!
Ella negó lentamente con la cabeza.
—Ésa no es la clase de magia que yo suelo hacer —dijo con menos dulzura esta vez—. Yo no juego con esas cosas.
Nuevos lamentos resonaron por todo el salón.
—¡Eso duele! ¡Por favor! ¡Duele tanto…!
—Ni con esa otra —añadió ella con severidad—. Además, en su momento me dijiste que tenía un propósito útil.
Ridley se dejó caer nuevamente en su silla.
—En aquel entonces yo… no era yo mismo —dijo él en voz baja mientras asía su copa de vino y la apuraba.
Un personaje con rostro de momia y ataviado con una librea negra surgió de repente del oscuro rincón que había junto a la chimenea y le llenó la copa.
Débilmente, como desde una considerable distancia, se oyó algo parecido a un entrechocar de cadenas. Una forma oscura pasó revoloteando frente a otra de las ventanas. Ridley pasó sus dedos por el collar que llevaba colgado del cuello y bebió un nuevo trago.
—La hora se acerca —anunció el rostro cadavérico del espejo.
Ridley le arrojó su copa de vino. Ésta se hizo añicos, pero el espejo permaneció intacto. Quizá una ligera sonrisa afloró en los labios de aquel rostro tan espectral. El sirviente se apresuró a llevarle otra copa al joven.
Más gritos resonaron por el salón.
—Perdemos el tiempo —afirmó Dilvish—. Ya hemos dado una vuelta completa y sigo sin ver ningún acceso que nos permita subir con cierta facilidad.
—Ya sabéis cómo pueden llegar a ser los hechiceros. Especialmente éste.
—Cierto.
—Deberíais haber consultado al hombre lobo con el que nos encontramos hace un rato.
—Ya es demasiado tarde. Si continuamos avanzando, no tardaremos mucho en llegar a esa cuesta que mencionaste antes, ¿verdad?
—Supongo que sí, antes o después —contestó Black avanzando con dificultad—. Sería capaz de beberme un cubo entero de zumo de diablo. Incluso me conformaría con un poco de vino.
—Ya me gustaría a mí tener un poco de vino. Por cierto, no he vuelto a ver a esa criatura alada.
Dilvish alzó la mirada y escudriñó el cielo, cada vez más oscuro del anochecer, hasta donde se erigía el castillo cubierto de hielo y nieve. Encontró iluminada una de sus ventanas.
—A menos que la haya visto revolotear por allí arriba —dijo—, es difícil de decir con tanta nieve y tantas sombras cubriéndolo todo.
—Me resulta extraño que no haya enviado algo mucho más mortífero.
—Sí. Yo he pensado lo mismo.
Continuaron la marcha durante un buen rato. El perfil de la ladera fue haciéndose menos escarpado y la pared de hielo menos inclinada a medida que avanzaban. Dilvish reconoció la zona como una por la que ya habían pasado antes a pesar de que las huellas de los cascos de Black se habían borrado por completo.
—Os quedan pocas provisiones, ¿verdad? —le preguntó Black.
—Así es.
—En tal caso será mejor que hagamos algo pronto.
Dilvish estudió la pendiente a medida que avanzaban por su nacimiento.
—Se hace más llevadera un poco más adelante —señaló Black. Luego añadió—: Ése hechicero que conocimos, Strodd, sabía lo que se hacía.
—¿A qué te refieres?
—A que él se dirigió al sur. Odio este clima tan frío.
—No pensé que te incomodase tanto.
—Hace mucho más calor en el lugar de donde procedo.
—¿Preferirías volver allí?
—Pues ahora que lo decís, la verdad es que no.
Unos minutos más tarde rodearon un montículo helado. Black se detuvo y giró la cabeza.
—Ésa es la ruta que yo seguiría. Por allí. Podéis apreciarlo mejor desde aquí.
Dilvish recorrió la pendiente con la mirada. Faltaban por recorrer aproximadamente tres cuartos del camino que conducía al castillo. Al final se elevaba la muralla, alta e inexpugnable.
—¿Hasta dónde crees que podrás llevarme? —preguntó Dilvish.
—No tendré más remedio que detenerme cuando lleguemos a un tramo que sea totalmente vertical. ¿Podréis escalar el resto del camino?
Dilvish se puso la mano a modo de visera y entornó los ojos.
—No lo sé. No tiene buena pinta. Pero por otro lado tampoco la cuesta tiene buena pinta. ¿Estás seguro de que puedes llevarme hasta tan lejos?
Black guardó silencio durante un rato y a continuación dijo:
—No, no estoy seguro. Pero hemos rodeado toda la zona y este es el único camino por el que creo que tenemos una posibilidad.
Dilvish bajó la mirada.
—¿Y cuál es tu opinión?
—¡Hagámoslo!
—¡No entiendo cómo puedes quedarte ahí sentada comiendo de ese modo! —exclamó Ridley tirando a un lado su cuchillo—. ¡Es repugnante!
—Uno debe mantenerse fuerte en tiempos de calamidades —respondió Reena volviendo a llenarse la boca—. Además, la cena está excepcionalmente buena esta noche. ¿Quién la ha preparado?
—No tengo ni idea. No soy capaz de distinguir a unos sirvientes de otros. Me limito a darles órdenes.
—La hora se acerca —dijo el espejo.
Algo revoloteó de nuevo junto a la ventana y se quedó allí parado, suspendido en el aire, como una negra silueta. Reena suspiró, dejó a un lado sus cubiertos y se puso en pie. Rodeó entonces la mesa y se acercó a la ventana.
—¡No pienso abrir la ventana con este tiempo! —gritó—. ¡Ya te lo dije antes! ¡Si quieres entrar, puedes hacerlo por una de las chimeneas! ¡Y si no, pues no lo hagas!
La joven escuchó durante un momento un chillido que sonó al otro lado de la ventana.
—¡No, ni por esta vez ni nunca! —gritó—. ¡Te lo advertí antes de que salieses!
La joven se volvió y regresó a su silla hecha una furia mientras su sombra bailaba sobre los tapices a la temblorosa luz de las velas.
—¡No, por favor! ¡Oh, no! ¡No! —se oyó gritar por todo el salón.
La joven se acomodó de nuevo en su silla, tomó un último bocado y bebió un trago de vino.
—Tenemos que hacer algo —dijo Ridley acariciando el anillo que pendía de su cadena—. ¡No podemos quedarnos aquí sentados como si nada!
—Pues yo estoy muy cómoda aquí —dijo la joven.
—Tú estás metida en esto tanto como yo.
—De eso nada.
—Pues él no va a opinar lo mismo que tú.
—Yo no estaría tan segura.
Ridley soltó un gruñido.
—Tus encantos no te ayudarán a salir de ésta.
La joven movió el labio inferior en una mueca de burla.
—Ahora, encima, insultas mi feminidad.
—¡Me estás provocando, Reena!
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no?
—¡No! —exclamó el joven descargando el puño contra la mesa—. ¡No lo haré!
—La hora se acerca —repitió el espejo.
El joven se cubrió el rostro con las manos y agachó la cabeza.
—Tengo… miedo del… —dijo en voz baja.
Ahora que él no la veía, la joven entornó los ojos y adoptó una expresión de preocupación.
—Tengo miedo… del otro —dijo él.
—¿Y no se te ocurre ninguna otra manera de solucionarlo?
—¡Haz algo! ¡Tú tienes poderes!
—No de tal magnitud —repuso ella—. El otro es el único en quien puedo pensar que sea capaz de tener alguna opción.
—¡Pero no se puede confiar en él! ¡No puedo prever sus actos!
—Pero cada vez es más fuerte. Y puede que pronto sea lo suficiente…
—No sé… No estoy seguro.
—¿Quién nos metió en todo este lío?
—¡No es justo!
El joven bajó las manos y alzó la cabeza justo cuando se oyó un ruido en el interior de la chimenea. Restos de hollín comenzaron a caer sobre el fuego.
—¡Vaya! ¡Justo lo que faltaba! —exclamó la joven.
—Ése viejo murciélago loco —dijo el joven girando la cabeza.
—Bueno, eso tampoco está bien decirlo —dijo Reena—. Después de todo…
Un puñado de cenizas salió despedido por la chimenea cuando un pequeño cuerpo se estrelló contra los troncos que ardían en el hogar y, tras rebotar en ellos, se puso a dar saltos por toda la estancia mientras agitaba unas largas y membranosas alas verdes y se sacudía a golpes las chispas que se le habían quedado prendidas al cuerpo. Tenía el tamaño de un mono pequeño y una cara arrugada y casi humana. Chillaba mientras saltaba, y algunos de sus chillidos sonaban como extrañas maldiciones humanas. Finalmente se quedó quieto, levantó la cabeza y dirigió hacia los dos jóvenes la ardiente mirada de sus ojos.
—¡Mira que intentar prenderme fuego a mí! —exclamó con una especie de piar agudo y estridente.
—¡Oh, vamos! Nadie ha intentado prenderte fuego —replicó Reena.
—¡Dijisteis que entrase por la chimenea!
—Esto está lleno de chimeneas —dijo Reena—. Resulta una estupidez colarse por una que despide humo.
—¡No es una estupidez!
—¿Y de qué otra manera quieres llamarlo?
La criatura tomó aire por la nariz varias veces, afligida.
—Lo siento —dijo Reena—, pero ya podías haber tenido más cuidado.
—La hora se acerca —dijo el espejo.
La criatura giró la cabeza y le sacó la lengua.
—Te crees muy listo, ¿eh? —dijo—. Él… ¡me ha pegado!
—¿Quién? ¿Quién te ha pegado? —preguntó Ridley.
—El vengador —respondió. Luego, señalando hacia abajo con un amplio y dramático gesto de su ala derecha, añadió—: Está ahí abajo.
—¡Oh, no! —gimió Ridley poniéndose pálido—. ¿Estás seguro?
—Él me pegó —repitió la criatura; dio unos cuantos saltos por el suelo, batió sus alas y voló hasta el centro de la mesa.
En algún lugar resonó un entrechocar de cadenas.
—¿Cómo sabes… que es el vengador? —preguntó Ridley.
La criatura se puso a dar saltos por encima de la mesa, partió el pan con sus garras, se metió un pedazo en la boca y lo masticó ruidosamente.
—Mis pequeños, mis preciosidades… —comenzó a canturrear al cabo de un rato mientras su mirada iba de un lado para otro de la estancia.
—¡Para de una vez! —le gritó Reena—. ¡Responde a la pregunta! ¿Cómo sabes que es él?
La criatura se tapó los oídos con las alas.
—¡No chilléis! ¡No chilléis! —lloriqueó—. ¡Lo he visto! ¡Lo sé! ¡Me dio un golpe con su espada! Oh, mi pobre costado… —se quejó. Luego guardó silencio durante un momento para envolverse en sus propias alas—. Yo solo fui para echarle un vistazo de cerca —añadió—. Mi vista ya no es tan buena… ¡Cabalga a lomos de una bestia demoníaca! ¡Y daban vueltas y más vueltas alrededor de la montaña! ¡Vienen hacia aquí!
Ridley le lanzó una mirada a Reena. La joven apretó los labios y sacudió la cabeza.
—A menos que pueda volar, nunca podrá llegar hasta la torre —dijo la joven—. Ésa bestia no tenía alas, ¿verdad?
—No. Era un caballo —respondió la criatura arrancando otro pedazo de pan.
—Antiguamente había una rampa cerca de la cara sur —dijo Ridley—. Pero no, no creo. Ni por ésas. No con un caballo.
—Un caballo demoníaco, recordad.
—¡Pues ni con un caballo demoníaco!
—¡Qué dolor! ¡Qué dolor! ¡No puedo soportarlo más! —se oyó gritar.
Reena alzó su copa de vino y, al ver que estaba vacía, la posó de nuevo sobre la mesa. El hombre con cara de momia salió corriendo de entre las sombras para llenarla.
Durante unos instantes los dos jóvenes observaron cómo la criatura alada comía.
—Esto no me gusta nada —dijo entonces Reena—. Ya sabes lo astuto que él puede llegar a ser.
—Sí, ya lo sé.
—Y calza botas verdes —gimió la criatura—. Botas élficas. Hechas especialmente para caer siempre de pie. Vos me habéis quemado y él me golpeó… ¡Pobre Meg! ¡Pobre Meg! ¡Él vendrá también a por ti…!
Se bajó de la mesa de un salto y comenzó a dar tumbos por el suelo.
—¡Mis pequeños! ¡Mis preciosidades! —los llamó la criatura.
—¡Aquí dentro no! ¡Sal de aquí! —le gritó Ridley—. ¡Transfórmate o vete! ¡No dejes que lleguen hasta aquí!
—¡Pequeños míos! ¡Preciosidades! —se le oyó decir mientras echaba a correr por el pasillo en la misma dirección de la que procedían los gritos.
Reena removió el vino en su copa, bebió un trago y se pasó la lengua por los labios.
—La hora ha llegado —anunció de repente el espejo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Reena.
—No me encuentro bien —contestó Ridley.
Cuando llegaron al pie de la pendiente, Black se detuvo y se quedó quieto como una estatua durante largo rato mientras la estudiaba. Seguía nevando y el viento arrastraba lejos los copos de nieve.
Al cabo de unos minutos Black avanzó y, para comprobar la inclinación de la pendiente, ascendió unos cuantos pasos dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre el terreno que pisaba, clavando y hundiendo los cascos en él, pero manteniendo siempre la cabeza baja.
Por último, retrocedió sobre sus pasos y se apartó un poco.
—¿Y bien? ¿Cuál es tu veredicto? —le preguntó Dilvish.
—Deseo intentarlo. Mi estimación de nuestras posibilidades de éxito no ha variado. ¿Habéis pensado ya en lo que vais a hacer si, o mejor dicho, cuando lleguéis a la cumbre?
—Meterme en líos —contestó Dilvish—. Defenderme en todo momento. Golpear rápido si me encuentro con el enemigo.
Black comenzó a alejarse lentamente de la montaña.
—Casi todos vuestros hechizos son de naturaleza ofensiva —dijo Black—, y la mayoría de ellos son demasiado terribles para que los uséis a no ser que se trate de un caso de extrema necesidad. Deberíais dedicar algo de tiempo a aprender algunos hechizos menores, ¿no os parece?
—Lo sé. Menudo momento has escogido para sermonearme sobre la situación en la que se encuentra mi dominio de las artes mágicas.
—Lo único que intento deciros es que si os atrapan ahí arriba sabréis cómo arrasar el lugar entero con vos en su interior. Pero, sin embargo, no sabéis cómo conseguir que se abra una cerradura…
—El hechizo capaz de hacer eso no es tan sencillo como tú te piensas.
—Nadie ha dicho que lo sea. Tan solo llamo vuestra atención sobre vuestras carencias.
—Pues es un poco tarde para eso, ¿no crees?
—Me temo que sí —repuso Black—. Pero ahora escuchadme: por lo general existen tres hechizos de protección contra un ataque mágico. Vos sabéis tan bien como yo que vuestro enemigo puede contrarrestar cualquiera de ellos. No obstante, los más poderosos tal vez consigan ralentizar su respuesta lo suficiente como para que vos tengáis oportunidad de hacer algo. No puedo permitiros subir ahí sin que contéis con la protección de, al menos, uno de ellos.
—Entonces enséñame el más poderoso de los tres.
—Eso me llevaría un día entero.
Dilvish denegó con la cabeza.
—¿Con el frío que hace? Ni hablar. Eso es mucho tiempo. ¿Qué hay de los otros dos?
—El primero podemos descartarlo por considerarlo insuficiente contra cualquier hechicero medianamente decente. En cuanto al segundo, lleva casi una hora realizarlo, pero os servirá de protección durante aproximadamente medio día.
Dilvish guardó silencio durante un instante.
—Probemos con ése, pues —dijo a continuación.
—Muy bien. Aun así, debe tener sirvientes que se hagan cargo del lugar. Probablemente os encontréis en inferioridad numérica.
Dilvish se encogió de hombros.
—Puede que no sean tantos —dijo—. Al fin y al cabo, tratándose de un lugar tan inaccesible como este no necesitan una dotación especialmente grande de centinelas. Asumiré ese riesgo.
Black se situó en el lugar que consideró lo bastante alejado de la pendiente. Luego dio media vuelta y se puso de cara a la torre.
—Descansad ahora mientras preparo vuestra protección —dijo—. Probablemente no volváis a tener oportunidad de hacerlo en mucho tiempo.
Dilvish suspiró y se echó hacia delante. Black empezó a hablar en una lengua extraña. Sus palabras parecían crujir al entrar en contacto con el aire helado.
El último grito cesó después de quedar reducido a un débil quejido. Ridley se levantó entonces, cruzó el salón hasta una de las ventanas y frotó el cristal empañado con rápidos movimientos en círculo. Entonces acercó el rostro a la parte del cristal que acababa de limpiar y contuvo el aliento.
—¿Qué ves? —le preguntó finalmente Reena.
—Nieve —masculló él—. Hielo…
—¿Algo más?
—Mi propio reflejo —respondió apartándose de la ventana con enojo.
Comenzó a pasear por el salón. Cuando pasó junto al rostro del espejo, los labios de este se movieron.
—La hora ha llegado —dijo.
Ridley replicó con un comentario obsceno. Luego continuó paseando con las manos enlazadas a la espalda.
—¿Crees que Meg vio realmente algo ahí abajo? —preguntó.
—Sí. Incluso el espejo ha cambiado de cantinela.
—¿Y de qué crees que puede tratarse?
—De un hombre a lomos de una montura muy extraña.
—A lo mejor no se dirige aquí. Tal vez se encuentre de paso hacia otro lugar.
La joven soltó una suave risita.
—Sí, claro. Va de camino a la taberna del pueblo para tomar un trago —dijo.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡No puedo pensar con claridad! ¡Estoy demasiado alterado! Supongamos… Supongamos tan solo que consigue llegar hasta aquí. No se trata más que de un hombre.
—Si, pero armado con una espada. ¿Cuándo fue la última vez que tú tuviste una en la mano?
Ridley se pasó la lengua por los labios.
—Y debe de ser bastante fuerte —prosiguió la joven— para llegar hasta aquí atravesando estas tierras baldías.
—Tenemos a los sirvientes. Ellos me obedecerán. Y dado que ya están muertos, a ese hombre le resultará difícil aniquilarlos.
—Eso es lo que cabría esperar. Pero, por otro lado, son un poco más lentos y torpes que la gente normal… Y es posible despedazarlos.
—Darle ánimos a alguien no es precisamente tu fuerte, ¿sabes?
—Intento ser realista. Si ahí fuera hay realmente un hombre que calza botas élficas, es posible que consiga llegar hasta aquí arriba. Y si es lo bastante resistente y, además, un espadachín medianamente decente, entonces es probable que consiga cumplir la misión para la que ha sido enviado.
—¿Y seguirás burlándote de mí mientras él me rebana la cabeza? Recuerda que la tuya también acabará rodando.
Ella sonrió.
—Yo no soy en absoluto responsable de lo que ocurrió.
—¿Y crees que él será de la misma opinión? ¿Crees que le va a importar?
La joven desvió la mirada.
—Tuviste una oportunidad —dijo lentamente— para ser uno de los verdaderamente grandes. Pero no te conformaste con que las cosas siguiesen su curso normal. Tenías demasiadas ansias de poder. Te precipitaste. Te arriesgaste. Provocaste una situación doblemente peligrosa. Pudiste haber explicado el encierro como un experimento que salió mal. Pudiste haberte disculpado. Él se habría enfadado, pero al final lo habría aceptado. Sin embargo, ahora que ya no puedes cambiar lo que hiciste, ni tan siquiera intentarlo, él va a descubrir lo que realmente ocurrió. Sabrá que estabas intentando incrementar tus poderes hasta poder desafiarlo. Ante tales circunstancias ya puedes imaginarte cuál será su respuesta. Y yo casi puedo simpatizar con él. Si yo estuviese en su lugar, me vería en la obligación de hacer lo mismo, es decir, acabar contigo antes de que te apoderes del otro. Te has convertido en un hombre demasiado peligroso.
—¡Pero si no tengo poderes! ¡Soy incapaz de hacer nada! ¡Ni siquiera puedo cerrarle la boca a ese condenado espejo! —exclamó echándose a llorar y señalando el rostro que acababa de hablar una vez más—. ¡En el estado en el que me encuentro no supongo amenaza alguna para nadie!
—Aparte de la mala pasada que le jugaste cortándole el acceso a una de sus fortalezas —dijo ella—, tiene que tener en cuenta la posibilidad de que si sigues aprovechándote o, dicho de otro modo, si llegas a obtener el control del otro, te convertirás en uno de los hechiceros más poderosos del mundo. Como aprendiz suyo (o mejor dicho, exaprendiz) que parece haberle usurpado parte de sus dominios, lo único que puede pasar es que se suceda un duelo entre hechiceros en el que tendrás la oportunidad de acabar con él. Puesto que tal duelo no ha comenzado todavía, o bien se ha dado cuenta de que no estás preparado o bien cree que estás jugando a dejar pasar el tiempo. Como resultado, ha decidido enviar a un vengador humano en vez de correr el riesgo de encontrarse con que has convertido este lugar en alguna especie de trampa encantada.
—Todo podría haber sido solo un accidente. Él debería considerar también esa posibilidad…
—Dadas las circunstancias, ¿correrías tú el riesgo de asumir eso mismo y esperar? Tú conoces la respuesta. Preferirías enviar a un asesino.
—He sido un buen ayudante. He cuidado de este lugar en su ausencia…
—Asegúrate de pedirle clemencia por ese motivo la próxima vez que lo veas.
Ridley se detuvo y se retorció las manos.
—Podrías intentar seducirlo. Eres lo bastante atractiva…
Reena volvió a esbozar una sonrisa.
—Le seduciría sobre un iceberg sin pensármelo dos veces —repuso—. Le daría más placer del que sería capaz de experimentar durante el resto de su vida si eso lograse sacarnos del atolladero. Pero tratándose de un hechicero como él…
—No me refiero a él, sino al vengador.
—Oh…
La joven enrojeció súbitamente. Luego negó con la cabeza.
—No puedo creer que alguien que venga de tan lejos permita que lo disuadan de sus propósitos a cambio de un pequeño escarceo, por mucho que sea con una mujer que posea encantos tan evidentes como los míos. Y eso por no hablar del castigo que le impondrían por fracasar en el desempeño de su misión. No. Estás eludiendo la situación otra vez. No tienes más que una salida y sabes muy bien cuál es.
El joven bajó la mirada y acarició el anillo que pendía de su cadena.
—El otro… —murmuró—. Si yo tuviese pleno control sobre el otro, todos nuestros problemas estarían resueltos…
Contempló entonces el anillo como si estuviese hipnotizado por él.
—Es cierto —dijo ella—. Es la única oportunidad que tienes.
—Pero ya sabes a qué le tengo miedo…
—Sí. Yo también se lo tengo.
—A que si no funciona… ¡el otro obtenga el control sobre mí!
—Sea lo que sea, estás perdido. Recuerda tan solo que hay un camino cierto. El otro… Por ese camino todavía queda una posibilidad.
—Sí —dijo el joven sin mirarla—. Pero tú no sabes lo espantosa que dicha posibilidad resulta.
—Me lo puedo imaginar.
—¡Pero tú no tienes que pasar por ello!
—Tampoco yo provoqué esta situación.
El joven le dirigió una mirada fulminante.
—¡Estoy harto de oírte decir que eres inocente simplemente porque tú no creaste al otro! ¡Me dirigí a ti antes que a nadie y te conté cuáles eran mis propósitos! ¿Acaso intentaste convencerme de que no lo hiciera? ¡No! ¡Tú también pensaste en lo que podíamos llegar a ganar con ello! ¡Tú permitiste que lo hiciese!
La joven se cubrió la boca con la mano y bostezó con delicadeza.
—Querido hermano —dijo—, supongo que tienes razón. Pero eso no cambia nada, ¿no es cierto? Se hará lo que se tenga que hacer…
El joven rechinó los dientes y se volvió de espaldas.
—No lo haré. ¡No puedo!
—Puede que cambies de opinión cuando él llame a tu puerta.
—Tenemos muchas maneras de enfrentarnos a un hombre solo. ¡Incluso tratándose de un hábil espadachín!
—Pero ¿es que no lo ves? Aunque lo venzas no harías más que retrasar la decisión. No resolverías el problema.
—Pues necesito ese tiempo. Tal vez así se me ocurra alguna manera de ganarle algo de ventaja al otro.
Las facciones de Reena se suavizaron.
—¿De veras crees eso?
—Supongo que cualquier cosa es posible.
Reena suspiró, se puso en pie y se acercó a él.
—Ridley, te estás engañando a ti mismo —le dijo—. Nunca conseguirás ser más fuerte de lo que eres ahora.
—¡No! ¡Eso no es cierto! —gritó él, poniéndose a pasear de nuevo por la estancia.
Un nuevo lamento resonó por todo el salón y el espejo repitió su mensaje.
—¡Primero tenemos que detener a ese hombre! ¡Luego me preocuparé del otro!
Se volvió y salió corriendo de la estancia. Reena bajó la mano que había extendido hacia él y regresó a la mesa para apurar su copa de vino. La chimenea siguió emitiendo largos suspiros.
Black concluyó el hechizo y los dos permanecieron inmóviles durante un breve lapso de tiempo.
—¿Ya está? —preguntó Dilvish.
—Ya está. Ahora contáis con protección de segundo nivel.
—No noto ninguna diferencia.
—Así es como tiene que ser.
—¿Hay algo especial que haya que hacer para que el hechizo surta efecto si me veo en un aprieto?
—No. Se trata de un hechizo que actúa de manera automática. Pero no permitáis que eso os haga bajar la guardia. Todo sistema tiene su punto débil, pero esto es lo mejor que he podido ofreceros en el escaso tiempo del que disponemos.
Dilvish asintió y miró hacia la Torre de Hielo. Black levantó la cabeza y lo imitó.
—Entonces ya hemos terminado con los preliminares —dijo Dilvish.
—Eso parece. ¿Estáis preparado?
—Lo estoy.
Black comenzó a avanzar. Al mirar hacia abajo, Dilvish se percató de que sus pezuñas parecían ser ahora más grandes y planas. Pensó en preguntarle sobre ello, pero el viento comenzó a soplar cada vez con más fuerza según aumentaban la velocidad, por lo que decidió que era mejor no malgastar el tiempo con palabras. La nieve le azotaba las mejillas y las manos. Entornó los ojos y se inclinó un poco más hacia delante.
Mientras todavía iban por terreno llano, el ritmo de Black fue creciendo gradualmente. Uno de sus cascos golpeó una piedra del camino y produjo un sonido metálico similar al tañido de una campana. No tardaron en moverse a más velocidad de la que cualquier caballo puede alcanzar, de tal manera que todo cuanto pasaba a cada lado acabó convirtiéndose en una imagen borrosa y cubierta de nieve. Dilvish intentó no mirar hacia delante con el fin de protegerse el rostro. Se agarró con fuerza y pensó en el rumbo que había seguido su existencia.
Había escapado del mismísimo infierno después de dos siglos de tormento. La mayoría de los humanos que había conocido habían muerto hacía mucho tiempo y el mundo estaba algo cambiado. Sin embargo, aquel que le había desterrado, aquel que le había echado una maldición, todavía seguía allí: el viejo hechicero Jelerak. Durante los meses siguientes a su regreso se había dedicado a buscarlo, pero no sin antes haber cumplido con un antiguo deber ante las murallas de Portaroy. Ahora, se dijo a sí mismo, no vivía más que para cumplir su venganza. Y aquella Torre de Hielo, una de las siete fortalezas de Jelerak, era lo más cerca que había llegado a estar de su enemigo. Del infierno se había traído consigo una colección de Horribles Conjuros, hechizos de una potencia tan letal que eran capaces de poner en peligro a quien los ponía en práctica tanto como a su víctima si no se conjuraban a la perfección. Desde su regreso solo había recurrido a esos conjuros una vez, y en aquella ocasión había acabado arrasando por completo una pequeña ciudad. El estremecimiento que entonces le recorrió se debió al recuerdo de aquel día y no a las heladas ráfagas de viento que en ese momento lo azotaban.
Un cambio en la postura de su montura le indicó que Black había alcanzado la pendiente y comenzado el ascenso. El viento rugía a su alrededor. Dilvish agachó la cabeza para proteger su rostro del hielo. Podía sentir como los cascos de Black crujían una y otra vez al chocar contra el suelo y como su paso se mantenía firme y seguro mientras cada uno de sus movimientos rebosaba de una fuerza extraordinaria. Sabía que si Black llegaba a resbalar eso significaría el fin para él… Le diría adiós al mundo por segunda vez y Jelerak no recibiría su castigo.
A medida que la brillante superficie de la ladera pasaba velozmente bajo sus pies, Dilvish intentó apartar de su mente todos los pensamientos relacionados con Jelerak, la muerte y la venganza. Mientras oía el aullido del viento y el continuo crujido del hielo, sus pensamientos se alejaron del presente y retrocedieron en el tiempo hasta dejar atrás sus días de infortunio y los años transcurridos entre campañas y viajes para ir a posarse en el recuerdo de una brumosa mañana en la tierra de los Elfos, cierto día en que había salido a cazar por las inmediaciones del castillo de Mirata. El sol era grande y dorado, la brisa era fresca y cuanto había alrededor era verde y frondoso. Casi pudo apreciar el olor de la tierra y sentir la textura de la corteza de los árboles. ¿Volvería a ver todo aquello algún día, tal y como había hecho una vez?
Un grito ahogado se le escapó de entre los labios y fue a estrellarse contra el viento, contra el destino y contra la misión que él mismo se había impuesto. Entonces maldijo y, tras notar que su equilibrio peligraba al ir haciéndose la pendiente cada vez más inclinada, apretó aún más las piernas contra su montura.
Los cascos de Black golpeaban el suelo un poco más despacio. Dilvish sintió como las manos, los pies y la cara se le entumecían. Se preguntó a qué altura estarían ya. Se arriesgó a echar un vistazo al frente pero todo cuanto alcanzó a ver no fue más que veloces ráfagas de nieve. Pensó que ya debían de haber recorrido un largo trecho. ¿Dónde acabaría aquello?
Evocó el recuerdo que tenía de la pendiente tal y como esta se veía desde abajo en un intento por calcular su posición. Habían recorrido ya la mitad del camino. Quizá incluso más…
Contó los latidos de su corazón primero y los pasos de Black después. Sí, parecía que la gran bestia comenzaba a reducir la marcha…
Intentó echar un nuevo vistazo al frente.
Ésta vez alcanzó a vislumbrar claramente la torre ante él, tan brillante en mitad de la noche que parecía que estuviese hecha de cristal puro y transparente. Ocultaba el cielo casi por completo, por lo que dedujo que ya debían de estar cerca.
Black siguió reduciendo la marcha. El rugido del viento perdió algo de fuerza y la nieve que los envolvía comenzó a azotarlos con menor intensidad.
Dilvish miró atrás por encima del hombro y pudo ver la larga pendiente que descendía a sus espaldas. Relucía como los mosaicos de los baños de Ankyra. Al contemplar aquello Dilvish se dio cuenta de que, efectivamente, habían recorrido una enorme distancia.
Black redujo la marcha aún más. Dilvish podía ahora oír con la misma claridad con la que podía sentir el crujir de la nieve y el hielo bajo sus pies. Aflojó un poco las riendas, se echó ligeramente hacia atrás y levantó la cabeza. Allí, ante ellos, mucho más cerca ya, se encontraba el último piso de la torre, que relucía en la oscuridad.
El viento cesó de golpe. Dilvish resolvió que la mole del edificio debía de estar bloqueándolo. La nieve caía con mucha menos fuerza allí arriba. Black había reducido el paso a un medio galope a pesar de que avanzaba con no menos empeño que antes. El viaje a través del túnel blanco de la nieve estaba llegando a su fin.
Dilvish acomodó de nuevo su postura con el fin de estudiar mejor el terreno. A aquella altura la superficie se había convertido en un crisol de texturas. Por entre las sombras acertó a discernir montículos y grietas. Grandes rocas desnudas asomaban por todas partes. Dilvish se puso a trazar mentalmente todas las posibles rutas que condujesen hasta la cima.
Black aminoró más la marcha hasta dejarla reducida a un leve trote a pesar de que para entonces se encontraban muy cerca del lugar en el que la pendiente se hacía más pronunciada. Dilvish escudriñó los alrededores en busca de un lugar en el que posarse.
—¿Qué te parece esa cornisa de la derecha, Black? —preguntó.
—No me gusta demasiado —respondió la montura—, pero hacia ahí es hacia donde nos dirigimos. Lo más difícil será detenerse en la cornisa. No os soltéis todavía.
Dilvish se aferró con fuerza mientras Black avanzaba primero cien pasos y a continuación otros cien más.
—Parece más ancha desde aquí de lo que parecía desde allí abajo —comentó.
—Sí, y también más alta. Ten cuidado. Si resbalamos aquí la caída será muy larga.
Black aceleró un poco el paso a medida que se acercaba a la cornisa, que sobresalía por encima de la pendiente casi tanto como la altura de un hombre y cuya anchura era de varios palmos sobre la cara del acantilado.
Black dio un salto.
Sus patas traseras chocaron contra una elevación que llegaba a la altura de la cintura, un pliegue de roca helada que se extendía en horizontal justo por debajo de la cornisa. No obstante, la velocidad que llevaba le permitió sortear el obstáculo y continuar avanzando. La elevación se desprendió y cayó al vacío, pero para entonces Black había ya posado las patas delanteras sobre la cornisa y enderezado las traseras con un pequeño brinco. Tras trastabillar ligeramente sobre la cornisa, consiguió recuperar el equilibrio.
—¿Estáis bien? —le preguntó a Dilvish.
—Sí, estoy bien —contestó éste.
Lentamente, los dos giraron la cabeza al unísono para mirar abajo, hacia donde los vientos seguían todavía arrojando potentes ráfagas blancas que eran como nubes de humo que se deslizaban sobre un brillante camino de hielo. Dilvish estiró el brazo y le dio a Black unas cuantas palmaditas en el costado.
—Buen trabajo —le dijo—. Aunque te confieso que estaba un poquito preocupado.
—¿Acaso creéis que erais el único que lo estaba?
—No, claro que no. ¿Crees que podremos bajar por aquí?
Black asintió con la cabeza.
—Sí, aunque tendremos que avanzar mucho más despacio de lo que lo hicimos al subir. Quizá incluso tengáis que caminar a mi lado y agarraros bien a mí. Pero eso ya lo veremos. Ésta cornisa parece alejarse un poco del castillo. Exploraré el terreno mientras vos os ocupáis de vuestros asuntos. Puede que haya una ruta mejor para bajar. Claro que eso es algo que debería resultar más fácil de averiguar desde aquí arriba.
—Muy bien —dijo Dilvish desmontando por el lado que daba a la pared del acantilado.
Se quitó los guantes e intentó calentarse las manos frotándolas primero, echándoles su aliento después y, finalmente, poniéndoselas bajo las axilas durante un rato.
—¿Habéis decidido ya por dónde vais a subir?
—Sí. Por la izquierda —respondió Dilvish señalando con la cabeza—. Ésa grieta de ahí llega casi hasta la cima y es algo irregular en ambos lados.
—Parece una buena elección. ¿Cómo llegaréis hasta ahí?
—Empezaré a escalar aquí mismo. Éstos salientes parecen lo bastante seguros para agarrarse a ellos. Alcanzaré la grieta en ese punto de ahí.
Dilvish se desabrochó el cinto de la espada y se lo colgó a la espalda. Acto seguido se frotó las manos con fuerza y se puso los guantes.
—Será mejor que me ponga en marcha ya —dijo—. Gracias por tu ayuda, Black. Nos vemos.
—Está bien que llevéis puestas esas botas élficas —le dijo Black—. Si resbaláis, al menos sabréis que al final de vuestra caída caeréis de pie.
Dilvish soltó un gruñido y echó mano del primer saliente.
Ataviada con un traje oscuro y arrebujada con un mantón de color verde, la vieja bruja se hallaba sentada sobre un pequeño taburete en una esquina de la larga cámara subterránea. Había en aquel lugar antorchas humeantes que ardían en un par de huecos de la pared, derritiendo desde donde estaban la parte de la corteza de hielo que cubría el techo y las paredes. Una lámpara de aceite ardía cerca de los pies de la mujer, sobre la paja que cubría el suelo de piedra. En cuanto a ella, tarareaba algo entre dientes mientras acariciaba una de las hogazas de pan que guardaba en su mantón.
Frente a la mujer había tres pesadas puertas hechas de tablas de madera unidas entre sí por bandas de metal oxidado y en cada una de las cuales se abría un pequeño ventanuco atravesado por barrotes. Unos cuantos ruidos apagados se dejaron oír tras la puerta del centro, pero la bruja no les prestó atención. El agua que rezumaba a través del irregular techo de piedra había formado pequeños charcos que se extendían por la paja y la empapaban por completo en algunos puntos. El ruido de la gotera acompañaba el canturreo de la bruja con un ritmo sincopado.
—Mis pequeños, mis preciosidades… —canturreaba—. Venid con Meg. Venid con mamá Meg.
Súbitamente, algo correteó entre la paja de la esquina envuelta en sombras que quedaba junto a la puerta de la izquierda. Con un rápido ademán, la bruja partió un pedazo de pan y lo arrojó en aquella dirección. Se oyó un ligero crujido y algo se movió levemente. La bruja asintió con la cabeza, se recostó en su asiento y sonrió.
Desde el otro lado de la estancia (posiblemente desde detrás de la puerta del centro) llegó un débil gemido. La mujer ladeó la cabeza durante un momento, pero entonces se hizo el silencio.
La bruja arrojó otro pedazo de pan hacia la misma esquina. Los ruidos que se produjeron entonces fueron más rápidos e intensos. La paja se elevó y volvió a caer. La vieja arrojó un nuevo pedazo, frunció los labios y profirió un ruido similar al piar de un pájaro.
Arrojó nuevos trozos de pan.
—Mis pequeños… —volvió a canturrear mientras una docena de ratas se acercaban a ella, saltaban sobre el pan, lo mordisqueaban y lo engullían. Más y más ratas comenzaron a salir de todos los rincones para sumarse al festín y pugnar por la comida. Poco a poco los que comenzaron siendo unos pocos chillidos aislados fueron haciéndose cada vez más frecuentes hasta convertirse paulatinamente en un verdadero coro de chillidos.
La bruja se rio y arrojó algo más de pan, más cerca esta vez. Ahora había unas treinta o cuarenta ratas peleando por la comida.
De la puerta del centro llegó un tintineo de cadenas seguido por un nuevo gemido, a pesar de ello, la atención de la bruja siguió concentrada en sus pequeñas amiguitas.
La mujer se inclinó hacia delante y movió la lámpara hasta dejarla junto a la pared que quedaba a su derecha. Partió entonces otro pedazo de pan, lo desmenuzó, y tiró las migajas al suelo. Los pequeños cuerpos se revolvieron entre la paja, acercándose cada vez más. El volumen del coro de chillidos aumentó.
Se oyó entonces un fuerte entrechocar de cadenas y un gemido mucho más alto que los anteriores. Algo se movió dentro de la celda y chocó contra la puerta. Ésta tembló, y un nuevo gemido se elevó por encima de los chillidos de las ratas.
La bruja giró la cabeza en aquella dirección y frunció el ceño ligeramente.
El siguiente golpe que cayó sobre la puerta retumbó con especial fuerza. Por un momento algo que parecía un enorme ojo se asomó entre los barrotes del ventanuco.
Un nuevo gemido se dejó oír en toda la estancia, un gemido que parecía tomar identidad en forma de palabras.
—¡Meg…! ¡Meg…!
La mujer se incorporó en su asiento y contempló fijamente la puerta de la celda. El golpe que resonó a continuación fue el más fuerte de cuantos se habían oído hasta ese momento e hizo que la puerta se estremeciese de arriba abajo. Para entonces las ratas rodeaban las piernas de la mujer e incluso se levantaban sobre sus patas traseras como si estuviesen bailando. La bruja se inclinó para acariciar a una de ellas, luego a otra… y así hasta que acabó teniendo a los roedores comiendo de sus manos.
Los lamentos volvieron a resonar desde el interior de la celda, convertidos esta vez en extraños sonidos articulados.
—Mmmmegg… Mmmeg… —se escuchaba decir.
La bruja levantó la cabeza una vez más, miró en aquella dirección e hizo un gesto como para levantarse, pero justo en ese momento una rata se plantó de un salto sobre su regazo. Otra escaló por su espalda y se le posó en su hombro derecho.
—Hola, preciosas… —dijo mientras se frotaba la mejilla contra esta última y acariciaba a la otra—. Mis preciosidades…
De repente se oyó el sonido de una cadena al romperse, seguido de un terrible golpe contra la puerta que la mujer tenía ante sí. Ésta, no obstante, no hizo el menor caso, pues sus preciosidades estaban en ese momento jugando a su lado y bailando para ella…
Reena empezó a sacar del armario un vestido tras otro. Su habitación estaba llena de vestidos, capas, bufandas, sombreros, abrigos, botas, guantes y piezas de ropa interior. Estaban esparcidos por la cama, las sillas e incluso un par de bancos que había junto a la pared.
Sacudiendo la cabeza, se puso a girar lentamente en círculo mientras inspeccionaba los montones de ropa que la rodeaban. Durante la segunda vuelta recogió un vestido de uno de los montones y se lo colgó del brazo izquierdo. Entonces tomó un grueso chal de piel que colgaba de una percha. Luego le entregó ambas prendas a un hombre alto y silencioso que permanecía de pie junto a la puerta y cuyo rostro cetrino, todo surcado de arrugas, recordaba al del hombre que les había servido la cena: un rostro inexpresivo y de mirada vacía.
El hombre tomó las prendas y comenzó a doblarlas. A continuación Reena le entregó un segundo vestido, un sombrero, un par de medias, algo de ropa interior y un par de guantes. El hombre aceptó también un par de gruesas mantas que Reena bajó de una estantería. Más medias… El hombre fue guardándolo todo en una especie de petate.
—Tráelo. Y también otro vacío —le ordenó la joven mientras se dirigía hacia la puerta.
La joven salió de allí, recorrió un pasillo y llegó a unas escaleras por las que comenzó a bajar. El sirviente la siguió con el petate cogido con una mano. Llevaba un segundo petate, debidamente doblado, bajo el otro brazo, que colgaba tieso pegado a su costado.
Reena recorrió varios pasillos hasta llegar a una cocina grande y desierta en la que, al otro lado de una rejilla, un fuego ardía todavía. El viento silbaba con fuerza al descender por el conducto de la chimenea.
Pasó de largo junto a la tabla de cortar y giró a la izquierda para meterse en la despensa. Una vez allí, comprobó las estanterías, los cubos y los armarios, deteniéndose tan solo para mordisquear una galleta mientras inspeccionaba el lugar.
—Entrégame el petate —le dijo al hombre—. No, ese no. El que está vacío.
Abrió el petate de una sacudida y comenzó a llenarlo con embutidos, quesos, botellas de vino y barras de pan. Luego se detuvo un momento, miró a su alrededor y añadió un saco de té y otro de azúcar, así como una olla pequeña y otros utensilios de cocina.
—Encárgate también de llevar este —ordenó finalmente dando media vuelta y saliendo de la despensa.
La joven avanzó ahora con más cuidado mientras el sirviente la seguía pegado a sus talones cargado con un petate en cada mano. Se detenía en las esquinas y escaleras para escuchar y asegurarse de que no había nadie antes de continuar. Lo único que oyó, no obstante, fueron los gritos procedentes de arriba.
Finalmente llegó a unas largas y angostas escaleras que descendían hasta desaparecer en la oscuridad.
—Espera —dijo en un susurro.
Entonces levantó las manos, las colocó ante su rostro y sopló suavemente sobre ellas sin perderlas de vista.
Una ligera chispa pareció brotar entre sus manos, se desvaneció y apareció otra vez mientras ella susurraba en voz baja.
Sin dejar de mover los labios, Reena apartó las manos. La pequeña luz se quedó flotando en el aire delante de ella y comenzó a crecer cada vez más. Era de color blanco azulado y brillaba con la misma intensidad que varias velas encendidas.
Reena pronunció una última palabra y la luz comenzó a moverse escaleras abajo. Tanto ella como el sirviente la siguieron.
Descendieron durante un largo rato. La escalera, que era de espiral, parecía no tener fin. La luz era lo único que los guiaba. Las paredes se tornaron cada vez más húmedas y frías, hasta el punto de quedar cubiertas por una pátina de escarcha. Reena se acomodó la capa sobre los hombros. Los minutos fueron transcurriendo.
Finalmente llegaron a un rellano en el que las paredes apenas resultaban visibles debido a la oscuridad que reinaba más allá de la luz. La joven giró entonces a la izquierda y la luz giró con ella.
Recorrieron un largo pasillo que descendía ligeramente hasta que, al cabo de un rato, llegaron a otra escalera situada en un lugar en el que las paredes se extendían a cada lado y el techo de piedra mantenía su altura, si bien solo para desaparecer en la oscuridad a medida que descendían.
Resultaba imposible apreciar las verdaderas dimensiones de la cámara en la que entraron en ese momento. De hecho, parecía más bien una caverna que una habitación. El suelo era menos regular que cualquier otro que hubieran pisado hasta el momento y el lugar era, con mucho, el más frío que se habían encontrado.
Manteniendo su capa cerrada y con las manos bien abrigadas bajo ésta, Reena se internó en la cámara moviéndose hacia la derecha y en sentido diagonal.
Finalmente apareció ante ellos un gran trineo de cuyo patín izquierdo colgaba una especie de trapo que parecía hecho de cera. Se encontraba colocado cerca de la pared, junto a la boca de un túnel del que brotaba el ensordecedor rugido de un viento helado. La luz se quedó suspendida en el aire, justo sobre él.
Reena se detuvo y se volvió a su sirviente.
—Déjalos ahí, en la parte de delante —le ordenó con un gesto.
La joven suspiró mientras cumplían sus órdenes. Luego se inclinó y cubrió los petates con una manta blanca de piel que se encontraba cuidadosamente doblada sobre el asiento del trineo.
—Muy bien —dijo mientras se daba la vuelta—. Ahora será mejor que regresemos.
Señaló el camino por el que habían llegado hasta allí y la luz se movió en la dirección indicada.
En la sala circular que ocupaba el último piso de la torre más alta, Ridley pasaba una tras otra las páginas de un enorme libro. El viento aullaba como un alma en pena sobre el tejado inclinado, haciéndolo vibrar en ocasiones con la fuerza de su empuje. Aunque, a decir verdad, era la torre entera la que parecía balancearse bajo el efecto del viento.
Ridley masculló ligeramente mientras acariciaba las cubiertas de piel con el dedo y deslizaba los ojos por las hojas amarillentas. Ya no llevaba puesta la cadena de la que colgaba el anillo. Ésta descansaba ahora en lo alto de una pequeña cómoda situada junto a la puerta. Su piedra se reflejaba con un destello pálido sobre un espejo alto y estrecho que colgaba de la pared.
Sin dejar de mascullar, Ridley se entretuvo pasando una página tras otra hasta que, de repente, se detuvo. Cerró los ojos durante un instante, apartó la vista y dejó el libro sobre un atril. Entonces fue hasta el centro exacto de la habitación y se quedó allí un buen rato, en medio de una especie de diagrama de color rojo que había dibujado en el suelo. Continuó mascullando.
En un momento dado, se volvió bruscamente y se acercó hasta la cómoda. Una vez allí cogió la cadena y el anillo. Entonces desabrochó la cadena y sacó de ella el anillo.
Tras sostener el anillo entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha, extendió el dedo índice de su mano izquierda y se lo colocó en él. Casi inmediatamente se lo quitó y aspiró hondo. Entonces contempló su propia imagen en el espejo. Una vez más, se puso el anillo, esperó unos instantes y se lo volvió a quitar, si bien esta vez lo hizo más lentamente.
Ridley le dio vueltas al anillo entre sus dedos y lo estudió. La piedra parecía brillar con algo más de intensidad ahora. Se lo puso en el dedo una vez más, se lo quitó, esperó, se lo volvió a colocar, se lo quitó de nuevo, esperó, se lo puso de nuevo, se lo quitó a medias… y así estuvo una y otra vez durante un buen rato.
Si hubiese estado contemplando su propio reflejo en el espejo quizá hubiese advertido que cada vez que se ponía o quitaba el anillo la expresión de su rostro cambiaba. Se debatía entre la confusión y el placer, el miedo y la satisfacción…
Finalmente se lo quitó, lo dejó sobre la cómoda y se frotó el dedo. Se contempló entonces en el espejo, miró luego hacia abajo, se quedó contemplando fijamente la piedra y se pasó la lengua por los labios.
Ridley se giró, dio unos cuantos pasos sobre el dibujo del suelo y se detuvo. Se volvió de nuevo y contempló el anillo. Regresó sobre sus pasos, lo recogió y lo sopesó en la palma de su mano derecha.
Se lo puso una vez más y se quedó allí de pie, con el anillo puesto y firmemente aferrado con los dedos de la otra mano. Ésta vez tenía los dientes apretados y el ceño fruncido.
Mientras permanecía allí, el espejo se nubló y una nueva imagen comenzó a tomar forma en su superficie. Había rocas y nieve. Y algo que se movía entre ellas. Era un hombre, un hombre que se arrastraba por la nieve… Claro que… ¡No!
¡El hombre estaba en realidad sujetándose a asideros! ¡Y avanzaba hacia arriba, no hacia delante! ¡Estaba escalando, no arrastrándose por el suelo!
La imagen cobró nitidez.
Mientras el hombre escalaba y pugnaba por encontrar un asidero para sus pies, Ridley se percató de que este calzaba botas de color verde.
Ridley dio una brusca orden. Se produjo entonces un efecto distanciador en la imagen. El hombre se hizo más pequeño y la cara del acantilado más ancha y alta. Allí, por encima del hombre que escalaba, se encontraba el castillo, aquel castillo… ¡con su única luz brillando en la ventana de aquella torre!
Soltando una maldición, Ridley se quitó el anillo del dedo. La imagen desapareció inmediatamente del espejo y fue reemplazada por el reflejo de su propia expresión enfurecida.
—¡No! —exclamó Ridley dirigiéndose a grandes zancadas hacia la puerta—. ¡No!
Abrió la puerta con furia y salió disparado escaleras abajo.
Dilvish descansó durante un rato con brazos y piernas apoyados contra los laterales de la chimenea de piedra y los guantes sobre el regazo mientras intentaba calentarse las manos frotándoselas y echando su aliento sobre ellas. La chimenea contra la que descansaba terminaba un poco más arriba, por encima de su cabeza. No habría más posibilidades de descansar hasta llegar a la cima, y después… ¿quién podía predecir lo que se iba a encontrar?
Unos cuantos copos de nieve pasaron flotando ante él. Dilvish oteó el cielo oscuro tal y como había hecho varias veces durante el ascenso por si la criatura voladora regresaba, pero no vio nada. La sola idea de que esta pudiera aparecer y le sorprendiese en una posición vulnerable le preocupaba considerablemente.
Siguió frotándose las manos hasta que estuvieron calientes y se puso los guantes para conservar la temperatura. Luego echó la cabeza hacia atrás cuanto pudo y miró hacia arriba.
Había ascendido ya unas dos terceras partes de la pared vertical. Buscó y localizó nuevos asideros mientras oía como los latidos de su corazón recuperaban poco a poco su ritmo normal. Entonces, despacio y con mucho cuidado, estiró el cuerpo y aferró el siguiente asidero.
Ascendió un poco más. Al separarse de la chimenea agarró un saliente y subió otro poco. Sus pies encontraron apoyo y él aprovechó para estirar una mano en busca de un nuevo asidero. Se preguntó si Black habría encontrado algún camino de bajada que resultase mínimamente practicable. Y pensó también en la última comida que había hecho, seca y fría, casi helada. Recordó entonces ciertas comidas que había llegado a degustar en tiempos pasados y sintió que la boca se le hacía agua.
Llegó a una zona resbaladiza pero se las arregló para continuar avanzando. Entonces se preguntó por la extraña sensación que le había asaltado antes al pensar que alguien pudiera estar observándolo. Había escudriñado el cielo apresuradamente, pero la criatura voladora no se dejaba ver por ninguna parte.
Poco después alcanzó un amplio saliente rocoso y sonrió al ver que, desde aquel punto, la pared se inclinaba hacia dentro. Apoyó entonces los pies y comenzó a trepar.
Avanzaba ahora más deprisa, por lo que no tardó mucho en ver un saliente que muy bien podía ser la cumbre. Se arrastraba hacia allí a medida que la pendiente se hacía más inclinada y dedicaba todos sus pensamientos a alcanzar la cumbre.
Trepó cada vez con mayor rapidez hasta que, finalmente, cuando la pendiente se hizo más suave, comenzó a avanzar en cuclillas. Cuando se encontró muy cerca de lo que parecía ser la cumbre, aminoró la marcha de su ascenso y se tendió de bruces a escasos metros del borde. Permaneció allí durante un rato, escuchando con atención, pero los únicos sonidos que oyó fueron los que producía el viento.
Con sumo cuidado, y sujetando los guantes con los dientes, Dilvish se quitó el tahalí de su espada, que todavía llevaba a la espalda, lo desabrochó y lo puso sobre el suelo. Entonces se ajustó las ropas y se puso de nuevo el tahalí, con lo que la espada volvió a colgar junto a su cintura.
Dilvish avanzó muy despacio hacia la cima. Cuando finalmente asomó la cabeza por encima del borde sus ojos quedaron cegados ante la resplandeciente blancura del castillo, que se erigía no muy lejos de allí como una construcción hecha de blanquísimo azúcar.
Transcurrieron varios minutos mientras Dilvish estudiaba el entorno. Nada más que la nieve se movía allí. Buscó con la mirada una puerta lateral, una ventana baja o cualquier otro acceso indirecto…
Cuando por fin creyó encontrar lo que estaba buscando, sorteó la cima de la montaña y echó a caminar hacia el castillo.
Las antorchas parpadeaban, las paredes rezumaban humedad, Meg cantaba y las ratas bailaban. La mujer animaba a los animales con trocitos de pan. Los acariciaba, les rascaba los lomos y les sonreía.
Un nuevo golpe descargado sobre la puerta del centro resonó en la estancia. Ésta vez la madera se astilló ligeramente en torno a las bisagras.
—¡Mmmeg…! ¡Mmmeg…! —se oyó decir al otro lado de la puerta al tiempo que, una vez más, el enorme ojo asomaba por detrás de los barrotes.
La bruja levantó la vista y sus ojos se encontraron con aquella mirada húmeda y azul. Una expresión preocupada cubrió su rostro.
—¿Sí? —dijo en voz baja.
—¡Meg!
Se oyó un nuevo golpe. La puerta se estremeció y asomaron grietas por sus bordes.
—¡Meg!
Otro golpe más. La puerta crujió y se salió del marco. Las grietas se ensancharon.
La bruja sacudió la cabeza.
—¿Sí? —repitió algo más alto esta vez y con un deje de nerviosismo en la voz.
Las ratas saltaron de su regazo, hombros y rodillas y echaron a correr de un lado a otro por el suelo cubierto de paja.
El siguiente golpe arrancó la puerta de sus bisagras y la lanzó casi medio metro hacia afuera. Acto seguido una garra enorme y mortalmente pálida apareció por allí y se aferró al marco. De su muñeca colgaba una cadena que golpeó ligeramente contra la pared y la puerta…
—¿Meg?
La bruja se puso en pie de repente, dejando caer el resto del pan que llevaba oculto bajo el mantón. Un considerable número de pequeños cuerpos negros y peludos se precipitó sobre aquellos restos profiriendo chillidos ahogados. La bruja avanzó por entre ellos.
La puerta recibió otro golpe que la envió más lejos todavía. Entonces una enorme cabeza blanca completamente desprovista de pelo y dotada con una nariz que sobresalía como si fuese una zanahoria se asomó al exterior. Su cuello tenía tal anchura que parecía llegar de uno a otro de los extremos de los hombros sobre los que se asentaba. Los brazos eran tan gruesos como los muslos de un hombre, y su piel, de color blanco, estaba cubierta de manchas grasientas.
Aquél ser empujó la puerta con el hombro y salió de la celda por fin. Tenía la espalda doblada en un ángulo poco natural, el cuello estirado hacia delante y se desplazaba sobre piernas que parecían columnas. Llevaba puestos los restos de lo que antaño habían sido una camisa y unos calzones que, como su dueño, habían perdido todo vestigio de color. Sus húmedos ojazos azules, que no paraban de parpadear, se clavaron en Meg.
—¿Mack? —preguntó ésta.
—¿Meg?
—¡Mack!
—¡Meg!
Ella corrió a abrazarse a aquella mole de músculos blanca como la nieve. Sus ojos se humedecieron de emoción cuando él le devolvió el abrazo con dulzura. Mientras se abrazaban, se susurraron mutuamente palabras llenas de ternura.
Finalmente la bruja tomó aquel brazo enorme con su minúscula mano.
—Ven conmigo, Mack. Ven —le dijo—. Aquí tienes algo de comer. Algo caliente. Ven. Acércate y disfruta de tu libertad.
Olvidando por completo a sus preciosidades, lo condujo hacia la salida de la cámara.
Totalmente ignorado, el sirviente de piel de pergamino se movía por los aposentos de Reena sin hacer el menor ruido mientras recogía prendas de ropa que se hallaban tiradas por todas partes y las iba metiendo de nuevo en los armarios y cajones. Reena se encontraba sentada ante su tocador cepillándose el cabello. Cuando el sirviente hubo terminado de ordenar la habitación se acercó a ella y se detuvo a su lado. Ella levantó entonces la vista hacia él y repasó la habitación con la mirada.
—Muy bien —le dijo—. Ya no te necesito. Puedes regresar a tu ataúd.
Obediente, la oscura figura vestida de librea dio media vuelta y abandonó la habitación.
Reena se puso en pie y sacó una palangana de debajo de la cama. Acto seguido la llevó a la mesilla de noche y vertió en ella el agua que contenía un cántaro azul que allí había. Luego regresó al tocador, cogió una de las velas que había junto al espejo y la puso a la izquierda de la palangana. Entonces se inclinó y contempló la superficie del agua.
Las imágenes comenzaron a aparecer allí. Y mientras ella las contemplaba, estas fluían, se separaban y se volvían a juntar.
El hombre se hallaba ya muy cerca de la cumbre. La joven se estremeció ligeramente cuando lo vio detenerse para quitarse la espada que llevaba colgada a la espalda y colocársela alrededor de la cintura. A continuación lo vio ascender un poco más hasta alcanzar la mismísima cima. Luego lo vio contemplar el castillo durante un largo rato, al final se puso en pie y echó a caminar por la nieve ¿Adónde se dirigiría? ¿Y por dónde intentaría entrar?
El hombre se encaminó hacia la fachada norte, allí donde se encontraban las ventanas del oscuro almacén situado en la parte trasera del edificio. ¡Por supuesto! Era allí donde la nieve acumulada alcanzaba mayor altura y donde era más dura y compacta. Por ahí le resultaría posible alcanzar el alféizar de una ventana y encaramarse a él. No le llevaría más que un momento practicar un agujero cerca del marco con el puño de su arma, introducir la mano y descorrer el pestillo. Luego tardaría todavía algunos minutos en despegar, valiéndose de la espada, la capa de hielo que cubría el marco. Necesitaría también algo más de tiempo para entornar la ventana. Y también algunos momentos adicionales para localizar la abertura situada entre las contraventanas interiores, introducir la hoja de la espada entre ellas, levantarlas cuidadosamente y descorrer el cerrojo… Hecho esto, el hombre se encontraría desorientado en una habitación oscura llena de trastos, obstáculos que le llevaría todavía algunos minutos salvar.
La joven sopló suavemente sobre el agua y la imagen desapareció de la superficie recién alborotada. Luego tomó la vela, la llevó de vuelta a la mesilla de noche y la dejó donde había estado. Devolvió también la palangana a su sitio.
Tras sentarse frente al espejo, Reena cogió un minúsculo pincel y una pequeña cajita metálica y comenzó a aplicarse un poco de color en los labios.
Ridley levantó a uno de los sirvientes y lo llevó consigo al piso de arriba para que lo acompañase a la habitación de donde los gritos seguían brotando. Tras detenerse ante la puerta, localizó la llave adecuada en un llavero que llevaba colgado del cinturón y abrió la puerta con ella.
—¡Por fin! —dijo la voz de quien había dentro—. ¡Por favor! Ahora…
—¡Cállate! —repuso Ridley apartándose y tomando al sirviente por el brazo y conduciéndolo hacia la puerta abierta que había justo al otro lado del pasillo.
Sin el menor miramiento, empujó al sirviente hasta el interior de aquel cuarto oscuro y le ordenó:
—Échate a un lado y quédate ahí quieto. Eso es, ahí —prosiguió indicándole que se adentrase en la estancia un poco más—. Quienquiera que se acerque por este lado no podrá verte, pero tú sí podrás verlo a él. Ahora toma esta llave y escucha con atención. Si alguien viene por aquí para averiguar qué son esos gritos tú debes estar preparado. Tan pronto como empiece a abrir esa puerta deberás acercarte a él por detrás, golpearlo con fuerza y meterlo a empujones en esa habitación. Cuando esté dentro, cierra la puerta rápidamente y echa la llave. Hecho eso podrás regresar a tu ataúd.
Ridley lo dejó allí y salió al pasillo, donde, tras titubear por un instante, echó a correr hacia el comedor.
—La hora ha llegado —anunció el rostro en el espejo justo cuando él entraba.
Ridley se acercó hasta él y se quedó mirando fijamente aquel sombrío rostro. Entonces cogió el anillo y se lo puso.
—¡Silencio! —exclamó—. Ya has realizado tu misión. ¡Ahora vete!
El rostro se desvaneció justo cuando sus labios se disponían a pronunciar la repetida sentencia una vez más. Ridley se quedó contemplando su propio y oscuro reflejo rodeado por el marco labrado.
Ridley sonrió con suficiencia durante un instante, pero su rostro se tornó serio de repente. Entornó los ojos y su imagen titubeó. El espejo se empañó y volvió a aclararse. Entonces el joven se encontró contemplando al hombre calzado con botas verdes que, de pie sobre el alféizar de una ventana, intentaba romper el hielo que la cubría…
Ridley se puso a darle vueltas al anillo. Lo giraba lentamente una y otra vez mientras se mordía el labio. Entonces, de un tirón, se lo sacó del dedo y emitió un profundo suspiro. La misma sonrisa de suficiencia de antes apareció en su rostro y se reflejó en el espejo.
Ridley giró sobre sus talones y atravesó la habitación. A continuación se introdujo por un panel movedizo primero, por una trampilla después, y finalmente descendió por una escalera de mano. Moviéndose con rapidez, y utilizando todos los atajos que conocía, se dirigió nuevamente a los aposentos de los sirvientes.
Tras empujar a un lado las contraventanas, Dilvish entró en la estancia. La escasa luz que se filtraba por la ventana situada a sus espaldas le mostró parte de cuanto había allí dentro. Así que dedicó unos momentos a memorizar la disposición de todos aquellos objetos y a continuación se volvió y cerró la ventana, pero no lo hizo del todo. Los paneles de vidrio congelado bloqueaban la mayor parte de la luz, pero no deseaba correr el riesgo de quedar atrapado por culpa de ninguna corriente de aire que pudiese delatarlo.
Dilvish se movió con sigilo siguiendo el mapa que había trazado mentalmente en su cabeza. Había envainado la espada y ahora blandía solo una daga. Antes de llegar a la puerta tropezó con la pata de una silla, pero se movía tan despacio que no hizo ruido alguno.
Abrió la puerta unos centímetros y miró a la derecha. Allí había un pasillo oscuro.
Salió al pasillo y miró a la izquierda, de donde provenía algo de luz, así que decidió encaminarse hacia allí. Conforme avanzaba se percató de que dicha luz procedía de la derecha, o bien de un corredor lateral o bien de una habitación abierta.
El aire fue tornándose más caliente a medida que se aproximaba, aquella sensación fue la más agradable que había experimentado en semanas. Se detuvo entonces un instante, tanto para permanecer a la escucha de cualquier sonido delator como para deleitarse con la calidez del lugar. Al cabo de unos segundos se produjo un leve ruido metálico al otro lado de la esquina. Se acercó y esperó, pero el sonido no se repitió.
Blandiendo su cuchillo, Dilvish avanzó y descubrió que se trataba de la entrada a una habitación. Cuando se asomó a su interior vio a una joven sentada que leía un libro junto a una pequeña mesita sobre la que descansaba un vaso con alguna clase de bebida. Tras mirar a ambos lados y comprobar que la mujer se hallaba sola, Dilvish entró en la estancia.
—Será mejor para vos que no gritéis —le dijo.
La joven bajó el libro y lo miró fijamente.
—No lo haré —respondió—. ¿Quién sois?
Él dudó un instante y luego contestó:
—Llamadme Dilvish.
—Yo me llamo Reena. ¿Qué deseáis?
Dilvish bajó un poco el cuchillo.
—He venido hasta aquí para matar a alguien. No os interpongáis en mi camino y no os haré daño. Pero haced lo contrario y lo pagaréis caro. ¿Qué puesto ocupáis en este castillo?
Ella palideció y estudió su rostro.
—Soy una… prisionera —respondió.
—¿Y por qué motivo lo sois?
—El camino de salida está bloqueado, al igual que el camino habitual de entrada.
—¿Cómo ocurrió eso?
—Fue una especie de… accidente. Pero supongo que si os lo contara no me creeríais.
—¿Y por qué no iba a creeros? Los accidentes ocurren.
La joven le dedicó una extraña mirada.
—Eso es lo que os ha traído hasta aquí, ¿verdad?
Dilvish negó lentamente con la cabeza.
—Me temo que no entiendo lo que queréis decir.
—Cuando él descubrió que el espejo no podría traerlo de nuevo hasta este lugar os envió a vos para asesinar al responsable de ello, ¿no es cierto?
—A mí no me ha enviado nadie —repuso Dilvish—. Si he venido aquí, ha sido por mi propia voluntad y deseo.
—Ahora soy yo quien no entiende nada —dijo Reena—. Por un lado, vos decís que habéis venido hasta aquí para matar a alguien, y por otro Ridley espera que alguien venga a matarlo. Si aplicamos la lógica…
—¿Quién es ese tal Ridley?
—Es mi hermano, el aprendiz de hechicero que guarda este lugar para su maestro.
—¿Vuestro hermano es un aprendiz de Jelerak?
—¡Por favor, no pronunciéis ese nombre!
—¡Estoy harto de tener que susurrarlo! ¡Jelerak! ¡Jelerak! ¡Jelerak! —gritó—. ¡Si puedes oírme, Jelerak, ven aquí para echar un vistazo de cerca! ¡Estoy preparado! ¡Terminemos con esto de una vez por todas!
Los dos permanecieron en silencio unos momentos como si esperasen una respuesta o algún otro tipo de manifestación. Pero no ocurrió nada.
Finalmente Reena se aclaró la garganta.
—Entonces vuestra disputa… ¿es únicamente con el maestro y no con su sirviente?
—Así es. Las obras y actos de vuestro hermano no tienen nada que ver conmigo siempre y cuando no interfieran en mis propósitos. Aunque tal vez lo haya hecho sin pretenderlo si le ha bloqueado a mi enemigo el camino de acceso a este lugar. Aun así, no veo en tal acción motivo alguno para la venganza. ¿Qué es eso que habéis dicho de un espejo que podía traerlo hasta este lugar? ¿Lo ha roto vuestro hermano?
—No —contestó la joven—. El espejo está físicamente intacto. Aunque podía haberlo roto. Lo que ha hecho ha sido poner en suspenso el conjuro para transportarse a distancia a través de él. Veréis: el espejo es una puerta de acceso del maestro. La utilizaba para venir hasta aquí, y podía usarla para transportarse también desde aquí a cualquiera de sus otras fortalezas. Y probablemente también a más sitios. Ridley la cerró en un momento en el que, digamos, no era él mismo.
—Quizá podamos convencer a vuestro hermano de que vuelva a dejarlo como estaba. Así, cuando Jelerak venga para averiguar la causa del problema, yo estaré aquí esperándolo.
La joven negó con la cabeza.
—Eso no es tan sencillo —repuso—. Pero debéis de estar incómodo ahí de pie y con ese cuchillo en la mano —añadió cambiando de tema—. El simple hecho de veros así me hace sentir incómoda a mí también. ¿No queréis sentaros? ¿Os apetece una copa de vino?
Dilvish miró hacia atrás por encima de su hombro.
—No os lo toméis como algo personal, pero prefiero seguir estando de pie.
No obstante, envainó la daga y se acercó hasta un aparador sobre el que descansaban una botella de vino abierta y varias copas.
—¿Es esto lo mismo que estáis bebiendo vos?
La joven sonrió, se puso en pie y recorrió la habitación hasta ponerse a su lado. Cogió entonces la botella y llenó dos copas.
—Servidme una, señor.
Dilvish cogió una copa y se la entregó a la joven con una cortés inclinación de cabeza. Las miradas de ambos se encontraron cuando ella la aceptó, la levantó y se bebió su contenido.
Dilvish sostuvo la otra copa ante sí, la olió y probó el vino.
—Muy buen vino.
—Procede de la bodega de mi hermano —repuso ella—. A él solo le gustan los mejores vinos.
—Habladme de vuestro hermano.
La joven se volvió y se recostó contra el aparador.
—Lo escogieron como aprendiz de entre muchos candidatos por sus grandes cualidades innatas para la hechicería. ¿Sabíais que en sus niveles más altos la hechicería requiere la asunción de una personalidad formada de manera artificial? Es decir, basada en un entrenamiento meticuloso, en una férrea disciplina y capaz de adaptarse como un guante a cada circunstancia.
—Sí. Lo sé —contestó Dilvish.
La joven lo miró de soslayo y añadió:
—Ridley, sin embargo, siempre se diferenció de la mayoría de la gente en que él ya poseía de por sí dos personalidades. La mayor parte del tiempo es afable, listo e interesante. En otras ocasiones, sin embargo, su otra naturaleza aflora a la superficie, y entonces se convierte en todo lo contrario: cruel, agresivo y astuto. Cuando se introdujo en las artes más elevadas de la hechicería su otro yo se mezcló de alguna manera con su personalidad mágica. Así, cada vez que alcanzaba el estado mental y emocional necesario para emprender su labor, esa otra personalidad se manifestaba. Hacía importantes progresos para convertirse en un hechicero estupendo, pero cada vez que se ponía a practicar acababa convirtiéndose en algo de lo más desagradable. Aun así, esto no representaba un problema demasiado importante si lograba imponerse a esa otra personalidad con la misma facilidad con la que esta aparecía. Y esto lo conseguía gracias a un anillo que él mismo había forjado para tal propósito. Sin embargo, pasado un tiempo el otro comenzó a hacerse cada vez más resistente a los cambios. Ridley llegó a pensar que el otro quería asumir el control de su persona.
—He oído hablar de casos así, en los que alguien tiene más de una naturaleza o personalidad —dijo Dilvish—. ¿Qué ocurrió al final? ¿Qué parte de su personalidad acabó imponiéndose?
—En realidad la lucha continúa todavía. Ahora mismo es su yo bueno. Pero teme enfrentarse a su otro yo, que ha acabado convirtiéndose en una especie de demonio particular.
Dilvish asintió con la cabeza y apuró su vino. La joven le señaló entonces la botella y él rellenó su copa.
—Así que su otro yo era el que ostentaba el control cuando se anuló el conjuro del espejo —dijo Dilvish.
—Así es. Al otro le gusta dejarle trabajos inacabados con el fin de que él no tenga más remedio que recurrir a él.
—Pero cuando él era este otro, ¿dijo por qué había hecho eso con el espejo? Lo pregunto porque tengo la impresión de que todo eso no es más que parte de una lucha mental. Él debe haberse dado cuenta de que, a causa del espejo, corría el riesgo de invitar a fuerzas de lo más peligrosas procedentes de alguna otra parte.
—Él sabía lo que estaba haciendo —aseguró la joven—. El otro es un ser sumamente egocéntrico. Piensa que ya está preparado para enfrentarse al maestro en una lucha por el poder. Lo del espejo no fue sino una especie de desafío. De hecho, él mismo me dijo en ese momento que estaba concebido para resolver dos problemas de un solo golpe.
—Creo que puedo adivinar cuál es el segundo de dichos problemas —dijo Dilvish.
—Comprendo —dijo ella—. El otro piensa que si gana la batalla se convertirá también en la personalidad dominante.
—¿Y vos qué pensáis?
Reena dio unos cuantos pasos por la estancia y se volvió hacia él.
—Tal vez sea así —dijo—, pero no creo que él gane.
Dilvish apuró su copa de vino, la dejó a un lado, y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Hay alguna posibilidad de que Ridley obtenga el control sobre el otro antes de que tal conflicto llegue a producirse? —preguntó.
—No lo sé. Lo ha intentado, pero le tiene un miedo atroz.
—¿Y si lograse superar ese miedo? ¿Creéis que entonces tendría más probabilidades?
—¿Quién puede decirlo? Yo desde luego que no. ¡Estoy harta de toda esta historia y odio este lugar! ¡Me gustaría estar en algún lugar cálido como Tooma o Ankyra!
—¿Y qué haríais allí?
—Me gustaría ser la cortesana mejor pagada de la ciudad, y cuando me canse de eso quizá casarme con algún noble. ¡Cómo me gustaría llevar una vida de indolencia, lujo y tranquilidad lejos de tantas luchas entre hechiceros!
La joven se quedó mirando a Dilvish.
—Vos tenéis sangre élfica, ¿no es cierto?
—Así es.
—Y parecéis saber bastante de todo este asunto. Supongo que venís con algo más que una espada para enfrentaros al maestro.
Dilvish esbozó una sonrisa.
—Le traigo un regalo procedente del mismísimo infierno.
—¿Acaso sois un hechicero?
—Digamos que mis conocimientos en esa clase de materias se encuentran altamente especializados. ¿Por qué lo preguntáis?
—Estaba pensando que si tenéis la habilidad suficiente para reparar el espejo, yo podría emplearlo para salir de aquí y quitarme de en medio.
Dilvish negó con la cabeza.
—Los espejos mágicos no son mi especialidad. ¡Ojalá lo fueran! Resulta de lo más descorazonador haber hecho tan largo viaje en busca de mi enemigo y acabar descubriendo que su camino para llegar hasta aquí se encuentra bloqueado.
Reena se echó a reír.
—No pensaréis que algo así lo va a detener, ¿verdad?
Dilvish miró al techo, bajó los brazos y miró a su alrededor.
—¿Qué queréis decir?
—Es cierto que aquel a quien buscáis estará sin duda muy molesto ante esta situación. Pero ello no supone una barrera insuperable para él. Simplemente dejará su cuerpo atrás.
Dilvish comenzó a pasear por la estancia.
—En ese caso, ¿qué lo retiene? —preguntó.
—En primer lugar, tiene que recuperar su poder. Si viene hasta aquí en estado incorpóreo se encontrará en ligera desventaja en cualquier conflicto en el que pudiese verse envuelto. Necesita hacer acopio de mucho poder para compensar esa carencia.
Dilvish giró sobre sus talones y, situándose de espaldas a la pared, miró fijamente a la joven.
—Aborrezco esta situación —dijo—. Prefiero algo que pueda cortar con mi espada y no un espectro. ¿Cuánto tiempo creéis que necesitará para hacer acopio de todo ese poder? ¿Y cuándo podría llegar aquí?
—No lo sé. No soy capaz de percibir vibraciones a un nivel tan alto.
—¿Hay alguna manera de conseguir que vuestro hermano…?
Un panel de la pared se abrió justo detrás de Dilvish y un sirviente con cara de momia que apareció por allí armado con un palo le propinó un golpe en la cabeza. Algo aturdido, Dilvish dio media vuelta. El sirviente levantó el palo y volvió a descargarlo sobre él. Dilvish cayó de rodillas y se desplomó sobre el suelo de inmediato.
Ridley apartó a un lado a su sirviente y entró en la estancia. El sirviente que blandía el palo y otro más entraron detrás de él.
—Muy bien, hermanita —dijo Ridley—. Muchas gracias por entretenerlo aquí para que nos diese tiempo a encargarnos de él.
Ridley se arrodilló, sacó de su vaina la larga espada que había caído junto a Dilvish y la arrojó al otro lado de la habitación. Luego, dándole la vuelta a Dilvish, desenvainó también la daga y la sostuvo en alto.
—Será mejor que termine el trabajo.
—¡Estúpido! —le gritó Reena saltando a su lado y sujetándole la muñeca—. ¡Éste hombre podría haber sido nuestro aliado! ¡No te busca a ti! ¡Es al maestro a quien quiere matar! Tiene un asunto personal pendiente de saldar con él.
Ridley bajó la daga, pero su hermana no le soltó la mano todavía.
—¿Y te has creído eso? —le dijo él—. Has pasado demasiado tiempo aquí arriba. El primer hombre que pasa por aquí y tú vas y te crees…
Ella le propinó una bofetada.
—¡No tienes por qué hablarme así! ¡Él ni siquiera sabía quién eres! ¡Podía habernos ayudado! ¡Ahora ya no confiará en nosotros!
Ridley contempló el rostro de Dilvish y a continuación volvió a ponerse en pie. Entonces soltó la daga y, de un puntapié, la mandó al otro lado de la habitación. Solo entonces su hermana le soltó la muñeca.
—Quieres salvarle la vida, ¿eh? —le preguntó Ridley—. Muy bien. Pero si él ya no confía en nosotros tampoco nosotros podremos confiar ya en él.
Ridley se volvió hacia sus sirvientes, quienes permanecían inmóviles a sus espaldas.
—Lleváoslo de aquí —les ordenó—. Arrojadlo a las mazmorras para que le haga compañía a Mack.
—No haces más que agravar los problemas —le dijo Reena.
Ridley la fulminó con la mirada.
—Y yo ya estoy harto de tus burlas —le dijo—. Te he regalado su vida. Dejemos las cosas tal y como están antes de que cambie de opinión.
Los sirvientes se agacharon y, entre los dos, cogieron el cuerpo inerte de Dilvish y lo arrastraron en dirección a la puerta.
—Tanto si estoy en lo cierto como si no en lo que respecta a ese hombre —dijo Ridley con un ademán—, estoy seguro de que nos atacarán. Y tú lo sabes. De una manera o de otra eso es lo que sucederá, y probablemente pronto. Tengo preparativos que disponer y deseo no ser molestado.
Dicho esto, se volvió con intención de marcharse.
Reena se mordió el labio.
—¿Cuánto te falta para alcanzar algún tipo de… acuerdo? —preguntó finalmente.
Ridley se detuvo en seco.
—Llegados a este punto, mucho más de lo que yo había pensado —respondió sin volverse—. Aun así, presiento que tengo una oportunidad para conseguir el poder. Es por ello que no puedo permitirme correr ningún riesgo ni tolerar más interrupciones o retrasos. De hecho, regreso a la torre ahora mismo.
Se dirigió hacia la puerta por la que acababan de retirar el cuerpo de Dilvish.
Reena agachó la cabeza.
—Buena suerte —le dijo en voz baja.
Ridley salió a toda prisa de la habitación.
Los sirvientes arrastraron a Dilvish en silencio a lo largo de un lúgubre pasillo. Cuando llegaron a cierta hendidura en la pared se detuvieron y lo dejaron en el suelo. Uno de ellos se internó en la grieta, accionó una trampilla y regresó hacia donde yacía el cuerpo para ayudar al otro a levantarlo. Juntos movieron a Dilvish con los pies por delante y lo metieron por el agujero que acababa de quedar al descubierto. Entonces lo soltaron y el cuerpo desapareció de la vista. Uno de los sirvientes cerró la trampilla y, acto seguido, los dos dieron media vuelta y se alejaron por el pasillo.
Dilvish fue consciente de que descendía por una superficie inclinada. Por un momento le asaltó la idea de que Black había resbalado durante su ascenso por la montaña. Pero pronto comprendió que lo que estaba haciendo en realidad era descender por el interior de la Torre de Hielo, y que cuando llegase al final…
Dilvish abrió los ojos y, nada más hacerlo, le asaltó una repentina sensación de claustrofobia. Pese a todo, comenzó a moverse en la oscuridad. Tras girar en un recodo comenzó a tantear la pared. Hasta que comprendió que era tal la velocidad a la que descendía que si estiraba los brazos lo suficiente esta acabaría arrancándole la piel de las manos.
¡Sus guantes! Los llevaba puestos bajo su cinturón, bien seguros entre este y su cuerpo…
Rápidamente los sacó y se los puso. Mientras lo hacía miró hacia delante. Una débil línea de luz parecía brillar en algún punto por delante de él.
Estiró los brazos y las piernas al mismo tiempo.
Tocó la pared deslizante con el talón derecho al mismo tiempo que con las palmas de las manos. Luego lo hizo también con el talón izquierdo.
Aunque la cabeza le palpitaba de dolor, aumentó la presión en aquellos cuatro puntos. Las palmas de las manos se le calentaron con la fricción, pero consiguió frenar un poco la caída. Empujó con más fuerza y pegó los pies a las paredes, con lo que frenó la caída un poco más.
Entonces decidió emplear toda su fuerza. Los guantes comenzaron a ceder. El izquierdo se rompió y notó que la mano le ardía.
Frente a él un pálido cuadrado de luz comenzó a hacerse cada vez más grande. Dilvish se dio cuenta de que no podría frenar del todo antes de alcanzarlo, aun así empujó una vez más. Entonces, de repente, le llegó una especie de hedor a paja podrida. Unos segundos más tarde alcanzó el final de la pendiente.
Aunque cayó de pie, se desplomó instantáneamente sobre el suelo, si bien el dolor de la mano izquierda le impidió desmayarse.
Respiró el fétido aire que lo rodeaba. Todavía estaba mareado y la parte posterior de la cabeza le dolía espantosamente. No lograba recordar nada de lo sucedido.
Se quedó allí, tumbado y jadeando, mientras los latidos de su corazón iban recuperando su ritmo normal. El suelo estaba frío y húmedo. Entonces, poco a poco, comenzaron a llegarle los recuerdos…
Recordó su ascenso al castillo y cómo había entrado en él… Recordó a una mujer llamada Reena… Había estado hablando con ella…
Una intensa furia inflamó su pecho. Aquélla mujer lo había engañado, lo había engatusado hasta que llegó alguien que se hizo cargo de él…
A pesar de ello, la historia que le contó estaba tan bien elaborada y llena de tantos detalles innecesarios que Dilvish dudó por un instante. ¿No sería aquello algo más que una simple traición?
Suspiró profundamente.
Todavía no era capaz de pensar con coherencia. ¿Dónde se encontraba?
Algunos ruidillos apagados le llegaron de entre la paja. Aquél lugar seguramente fuese una especie de celda. ¿Habría acaso algún otro prisionero?
Algo correteó por su espalda.
Dilvish se incorporó de golpe pero volvió a caer al suelo, quedando esta vez tendido de lado. Desde allí pudo ver las pequeñas formas oscuras a la escasa luz reinante. Ratas. Una de ellas era lo que había corrido por su espalda. Desde donde estaba observó la mitad de la celda que alcanzaba a ver, pero no vio nada más.
Rodó hacia el otro lado y vio que allí, ante él, había una puerta rota.
Se sentó, esta vez con más cuidado que antes, y se frotó la cabeza mientras parpadeaba mirando hacia la luz. Una rata escapó veloz cuando él se movió.
Consiguió ponerse por fin de pie y se sacudió las ropas. Tanteó en busca de sus armas y no le sorprendió encontrarse con que ya no las llevaba consigo.
Un ligero mareo se apoderó de él pero desapareció de inmediato. Cuando se sintió mejor se acercó a la puerta rota y la tanteó.
Se apoyó en el marco y echó un vistazo a la enorme sala de paredes heladas. Había antorchas encendidas en cada extremo. Había también una puerta abierta justo enfrente de él. Más allá reinaba la oscuridad.
Cruzó el umbral de la puerta sin dejar de mirar a su alrededor. No había más ruidos que los producidos por las ratas que acababa de dejar atrás y el producido por una gotera que caía en alguna parte.
Dilvish contempló las antorchas por un momento. La que quedaba a su izquierda era un poco más grande que las demás. Se acercó a ella y la sacó de su soporte. Acto seguido se encaminó hacia la otra puerta abierta.
Una fría corriente de aire agitó la antorcha cuando cruzó el umbral. Se encontraba en otra cámara, una más pequeña que la que acababa de dejar. Delante pudo ver unas escaleras. Se dirigió a ellas y comenzó a subirlas.
Las escaleras giraron a un lado. Cuando llegó al final, se encontró con una pared desnuda a su derecha y un ancho pasillo de techo bajo a su izquierda. Echó a caminar por el pasillo.
Al cabo de aproximadamente medio minuto llegó hasta lo que parecía ser un rellano dotado de un pasamanos que discurría a lo largo de la pared. Al acercarse un poco más vio que dicho pasamanos sobresalía de una abertura. Con sumo cuidado Dilvish cruzó el rellano, escuchó atentamente y se asomó por la abertura.
No había nada allí. Ni nadie. Tan solo unas largas y oscuras escaleras que conducían hacia arriba.
Dilvish se cambió la antorcha de mano y comenzó a subir algo más rápido esta vez. Aquéllas escaleras eran mucho más altas que las anteriores y ascendían en espiral durante un largo trecho. Cuando por fin llegó al final de las mismas, dejó caer la antorcha y apagó las llamas de un pisotón.
Después de permanecer un rato escuchando en lo alto de las escaleras salió a una especie de vestíbulo provisto de una larga alfombra y de multitud de adornos en las paredes. Grandes cirios ardían en candelabros por todas partes. A su derecha quedaban unas amplias escaleras que conducían hacia arriba. Se acercó al pie de las mismas con la certeza de haber llegado a una parte del castillo que era mucho más frecuentada.
Se sacudió las ropas de nuevo. Luego se quitó los guantes y se los volvió a colocar bajo el cinturón. Se pasó una mano por el cabello mientras miraba a su alrededor en busca de algo que pudiese servirle como arma, pero al no ver nada apropiado decidió comenzar a subir.
Al llegar al siguiente rellano oyó un alarido procedente de arriba que le heló la sangre en las venas.
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡No soporto este dolor!
Dilvish se quedó helado con una mano sobre la barandilla y la otra buscando una espada que no estaba en su sitio.
Transcurrió un minuto completo. El alarido no volvió a repetirse. De hecho, no se escuchó ruido de ninguna clase procedente de aquella dirección.
Siempre alerta, Dilvish reanudó la marcha pegado a la pared y comprobando cada escalón antes de depositar todo su peso sobre él.
Cuando llegó a lo alto de las escaleras echó un vistazo a ambos lados del pasillo. Parecía vacío. Aquél alarido parecía haber provenido de algún lugar situado a su derecha. Así que decidió ir en esa dirección.
A medida que avanzaba comenzó a oír un ligero sollozo procedente de algún punto situado a su izquierda y al frente. Entonces, se acercó a una puerta apenas entreabierta de la que dichos sollozos parecían provenir. Se agachó y acercó su ojo a una cerradura de considerable tamaño. Había luz en el interior, pero nada quedaba a la vista excepto una sección de pared completamente desnuda y el borde inferior de una pequeña ventana.
Dilvish se incorporó y se volvió en busca de algún arma.
El corpulento sirviente, que se había acercado a él por detrás sin hacer el menor ruido, se alzó de repente ante él y descargó un golpe con su palo.
Dilvish detuvo el golpe con el antebrazo izquierdo. Su atacante, sin embargo, cayó hacia delante por pura inercia y chocó contra Dilvish, empujándolo contra la puerta, la cual se abrió de par en par hacia dentro.
Mientras pugnaba por levantarse, Dilvish oyó un grito a sus espaldas. Al mismo tiempo oyó como alguien cerraba la puerta y como una llave giraba en la cerradura.
—¡Una víctima! ¡Él me envía una víctima cuando lo único que quiero es que me deje en libertad! —exclamó una voz acompañando sus palabras con un suspiro—. Muy bien…
Nada más oír aquella voz Dilvish dio media vuelta. Su memoria lo transportó automáticamente a otro lugar.
Tenía el cuerpo de un color rojo brillante y extremidades largas y delgadas con dedos terminados en garras, orejas puntiagudas, cuernos y un par de ojos rasgados y amarillos. Se hallaba acurrucado en el centro de un pentáculo y arrastraba los pies sin cesar de un lado a otro en un intento por alcanzarlo.
—¡Estúpida criatura! —le dijo Dilvish con brusquedad en otro idioma—. ¿Acaso pretendes destruir a tu libertador?
El demonio echó los brazos atrás mientras que se le dilataban las pupilas.
—¡Hermano mío! —exclamó en mabrahoring, la lengua de los demonios—. ¡No os había reconocido bajo esa apariencia humana! ¡Perdonadme!
Dilvish se puso en pie muy despacio.
—¡Debería dejar que te pudrieras aquí por este recibimiento! —le dijo mientras recorría la cámara con la mirada.
Dilvish pudo ver que la estancia se hallaba bien amueblada y que todo se encontraba en su sitio. Sobre la pared más alejada había un enorme espejo engastado en un marco de metal trabajosamente elaborado.
—¡Perdonadme! —le suplicó el demonio con una reverencia—. ¡Ved cómo me humillo ante vos! ¿Podéis liberarme? ¿Lo haréis?
—Antes habrás de decirme cómo has acabado en este estado tan lamentable —le dijo Dilvish.
—¡Oh, eso…! Fue el joven hechicero que vive en este lugar. ¡Está loco! Incluso ahora puedo verlo en su torre regodeándose en su propia locura. ¡Son dos personas en una! Un día de estos uno de ellos tendrá que vencer al otro, pero mientras tanto no hace más que emprender trabajos que luego deja sin acabar, como por ejemplo convocarme en este maldito lugar, encerrarme en este maldito pentáculo y largarse de esta maldita habitación sin dejarme marchar. ¡Ojalá fuese libre de una vez para partirlo en dos! ¡Por favor! ¡Éste dolor es insoportable! ¡Liberadme!
—También yo he tenido mi ración de dolor —le dijo Dilvish—, así que sé que podrás soportarlo durante un poco más mientras te hago algunas preguntas.
Entonces señaló la pared con un gesto.
—¿Es ese el espejo que se utiliza para transportarse?
—¡Sí! ¡Así es!
—¿Podrías repararlo?
—No sin la ayuda de quien realizó el conjuro, pues es demasiado potente.
—Está bien. Ahora recita tu juramento de despedida, que yo me encargaré de hacer lo que haga falta para liberarte.
—¿Juramento? ¿Entre nosotros? ¡Ah, ya veo! ¡Teméis que sienta envidia de vuestro cuerpo! Bueno, quizá tengáis razón… Pero como queráis. Mi juramento…
—En él debes incluir a todos los moradores de este castillo —interrumpió Dilvish.
—¡Ah! —gruñó el otro—. ¡Pretendéis privarme de mi venganza contra el hechicero loco!
—Todos ellos son ahora asunto mío —repuso Dilvish—. ¡Así que no te molestes en intentar negociar conmigo!
Una astuta mirada afloró a los ojos del demonio.
—¡Oh! ¡Ya veo! —dijo—. Así que son asunto vuestro, ¿eh? Bueno, al menos me queda el consuelo de que alguien se vengará de ellos. Confío en que cuando eso ocurra tendrán grandes dosis de dolor y sufrimiento. Me conformaré con eso. Sabiéndolo a uno le resulta mucho más fácil renunciar a su derecho a reclamar venganza. En cuanto a mi juramento…
El demonio comenzó su espeluznante letanía y Dilvish escuchó con atención por si se desviaba del juramento original. Pero no lo hizo.
Dilvish comenzó a pronunciar las palabras de despedida. El demonio se encogió sobre sí mismo y agachó la cabeza.
Cuando terminó, Dilvish volvió la mirada hacia el pentáculo. El demonio ya no estaba en aquel lugar pero seguía estando en la habitación. Se encontraba de pie en un rincón con una halagadora sonrisa dibujada en el rostro.
Dilvish ladeó la cabeza.
—Eres libre —dijo—. ¡Vete!
—¡Un instante, gran señor! —dijo el otro encogiéndose aún más—. Es estupendo ser libre y os lo agradezco. Pero también sé que, en ausencia de un hechicero humano, solo uno de los grandes del inframundo hubiera sido capaz de liberarme. Así que me postro ante vuestros pies y os ruego que me concedáis un momento para advertiros de algo. Quizá vuestra forma humana haya entumecido vuestros sentidos, pero permitidme que os advierta que siento vibraciones procedentes de otra dimensión. Algo o alguien terrible se dirige hacia aquí, y a menos que forméis parte de sus designios, o él de los vuestros… En fin, creí mi deber advertiros de ello, mi señor.
—Sí, ya lo sabía —dijo Dilvish—. Pero te agradezco que me lo hayas dicho. Si eres tan amable de hacerme un último favor, destruye la cerradura de la puerta. Luego puedes irte.
—¡Gracias! Acordaos de Quennel en vuestros días de ira. Y recordad que él os sirvió en este lugar.
El demonio se volvió y, acompañado por una especie de rugido amortiguado, pareció disolverse como la niebla en los brazos del viento. Un momento más tarde se oyó un agudo chasquido procedente de la puerta.
Dilvish cruzó la habitación y vio que la cerradura estaba destrozada.
Abrió la puerta y miró afuera. El pasillo se encontraba vacío. Vaciló un instante mientras decidía qué dirección tomar. Luego, tras encogerse ligeramente de hombros, optó por el de la derecha.
Al cabo de un rato llegó a un gran salón vacío en cuya chimenea ardía todavía el fuego y por la que el viento se colaba desde el exterior con un suave silbido. Manteniéndose siempre pegado a la pared, Dilvish rodeó la estancia pasando por delante de las ventanas y el espejo hasta regresar al punto de partida. Durante su inspección pudo comprobar que ninguno de los nichos que albergaban las paredes contenía puertas que diesen a otras dependencias.
Dilvish dio media vuelta y regresó al pasillo. Mientras lo hacía oyó que alguien pronunciaba su nombre en un susurro y se detuvo en seco. La puerta situada a su izquierda se hallaba ligeramente entornada. Dilvish giró la cabeza en aquella dirección. La voz había sido una voz de mujer.
—Soy yo. Reena.
La puerta se abrió un poco más y Dilvish la vio allí, de pie, sosteniendo una espada en la mano. La joven extendió el brazo.
—Aquí está vuestra espada. ¡Tomadla! —le dijo la joven.
Dilvish cogió la espada, la inspeccionó y la enfundó en su vaina.
—Y aquí tenéis vuestra daga.
Dilvish hizo con esta lo mismo que había hecho con la espada.
—Lamento mucho lo ocurrido —dijo la joven—. A mí me sorprendió tanto como a vos. Todo fue cosa de mi hermano. Yo no tuve nada que ver con ello.
—Creo que deseo creeros —repuso él—. ¿Cómo me habéis encontrado?
—Esperé hasta que estuve segura de que Ridley había regresado a la torre. Entonces bajé a las mazmorras a buscaros, pero ya no estabais allí. ¿Cómo lograsteis escapar?
—Salí de allí caminando sin más.
—¿Queréis decir que os encontrasteis la puerta abierta?
—Así es.
Dilvish vio como la joven aspiraba aire con fuerza y ahogaba un grito.
—Eso no quiere decir nada bueno —dijo—. Significa que Mack ha escapado.
—¿Quién es Mack?
—El predecesor de Ridley como aprendiz aquí. No sé muy bien lo que le ocurrió, si es que intentó algún experimento que no salió bien, o si su transformación se debió a un castigo impuesto por el maestro a causa de alguna indiscreción. Sea lo que fuere, se transformó en una bestia torpe y estúpida y tuvimos que encerrarlo allí abajo a causa de su fuerza descomunal y a que de vez en cuando recordaba algún hechizo de consecuencias peligrosas. Su mujer se volvió loca después de aquello y todavía ronda por aquí. Ella misma fue en su día una alumna aventajada. Pero ahora tenemos que salir de aquí.
—Puede que tengáis razón —dijo Dilvish—, pero antes terminad la historia.
—Oh… He estado buscándoos por todas partes desde entonces. Mientras lo hacía me di cuenta de que el demonio había dejado de chillar. Así que me acerqué por allí para investigar y vi que había sido liberado. Estoy más que segura de que Ridley seguía en la torre, por lo que tuvisteis que ser vos, ¿no es cierto?
—En efecto. Yo lo liberé.
—Entonces, mientras pensaba que todavía debíais andar cerca, oí que alguien se movía en este salón. Así que me escondí aquí para ver de quién podía tratarse. Os he traído vuestras armas para demostraros que no os deseo mal alguno.
—Y os lo agradezco. Ahora estoy intentando decidir qué hacer a continuación. Aunque estoy seguro de que vos tenéis alguna que otra sugerencia.
—Así es. Tengo la impresión de que el maestro llegará aquí pronto y aniquilará a todo ser viviente que se encuentre bajo este techo. Prefiero no estar aquí cuando eso ocurra.
—Efectivamente, estará aquí muy pronto. El demonio me lo dijo.
—Resulta difícil discernir lo que sabéis realmente y lo que no, lo que sois capaz de hacer y lo que no —le dijo la joven—. Es evidente que tenéis conocimientos de las artes ocultas. ¿Tenéis intención de quedaros aquí y enfrentaros a él?
—Ése era mi propósito al venir hasta aquí desde tan lejos —respondió Dilvish—. Pero esperaba encontrármelo en forma corpórea, y si finalmente no lo encontraba aquí tenía la intención de utilizar los medios mágicos de transportación que pudiese haber aquí para buscarlo en el resto de sus fortalezas. Pero ahora no sé cómo le afectarán mis habilidades mientras él se encuentre en su forma incorpórea. Por lo pronto sé que mi espada no servirá de nada.
—Lo más inteligente sería vivir para poder luchar contra él en otro momento —le dijo la joven tomándolo del brazo.
—Sobre todo si vos necesitáis mi ayuda para escapar de aquí, ¿verdad? —le preguntó él.
Ella asintió con la cabeza.
—No sé qué clase de disputa tenéis pendiente con él —le dijo apoyándose en él—. Sois un hombre extraño e impredecible, pero no creo que podáis vencerlo en su terreno. Supongo que al esperar encontrarse lo peor habrá acumulado una gran cantidad de poder. Entrará con mucho, mucho cuidado. Pero puede que yo conozca una manera de salir de aquí si vos me ayudáis. Debemos darnos prisa. Él podría incluso estar ya aquí. Él…
—Muy astuto por tu parte, jovencita —se oyó decir a una voz seca y ronca que procedía del vestíbulo por el que Dilvish había llegado hasta allí.
Dilvish reconoció aquella voz y se volvió inmediatamente. Una figura ataviada con un hábito oscuro se encontraba de pie justo ante la entrada del salón.
—Y vos, Dilvish, de la estirpe de Selar —añadió—, sois alguien de quien resulta condenadamente difícil deshacerse a pesar de que haya pasado tanto tiempo desde que nos encontramos por última vez.
Dilvish desenvainó su espada. Uno de los Horribles Conjuros brotó de sus labios, pero se contuvo de pronunciarlo al darse cuenta de que no estaba muy seguro de que lo que veía era realmente una presencia física.
—¿Qué nuevo tormento puedo concebir para vos? —preguntó el recién llegado—. ¿Una transformación? ¿Una degeneración? ¿Una…?
Dilvish comenzó a avanzar hacia él haciendo caso omiso de sus palabras.
—Volved… —oyó susurrar a Reena a sus espaldas.
Pero él siguió avanzando hacia la silueta de su enemigo.
—Yo no suponía ninguna amenaza para vos… —empezó a decirle Dilvish.
—Pero interrumpisteis un rito de gran importancia.
—Y vos me quitasteis la vida. Urdisteis contra mí una venganza terrible con la misma indiferencia con la que alguien se sacude un mosquito de encima.
—Estaba tan enfadado como cualquiera puede llegar a estarlo con un mosquito.
—Me tratasteis como a un simple objeto y no como a un ser humano. Y eso es algo que no puedo perdonaros.
Una suave risa resonó debajo del hábito.
—Y, por lo que parece, ahora debo volver a trataros de la misma manera en defensa propia.
La figura alzó una mano y señaló a Dilvish con dos dedos.
Dilvish echó a correr levantando la espada en alto y pronunciando el hechizo de protección de Black en vez de uno de su propia cosecha.
Los dedos que la figura tenía extendidos parecieron brillar durante un instante y Dilvish sintió que una especie de viento lo atravesaba. Eso fue todo.
—¿Acaso no sois sino una aparición más de este lugar? —preguntó el otro mientras comenzaba a retroceder con un ligero temblor en la voz por primera vez.
Dilvish blandió su espada pero no encontró nada más que el vacío. La figura ya no se encontraba ante él. Ahora estaba entre las sombras del rincón más alejado del salón.
—¿Es esto cosa vuestra, Ridley? —se oyó a sí mismo preguntar de repente—. Si así es, os elogio por sacar a la luz algo que no deseaba recordar. Pero eso no me apartará del asunto que me ha traído hasta aquí. ¡Mostraos ante mí si os atrevéis!
Dilvish oyó el sonido de algo que se deslizaba a su izquierda. Cuando miró en aquella dirección vio que un panel acababa de abrirse en la pared. De él emergió la delgada figura de un joven que llevaba puesto un anillo en el índice de la mano izquierda.
—Muy bien. Dejémonos de tanto teatro —dijo Ridley. Parecía que le faltaba un poco el aire y que le costaba mantener el control—. Yo soy el único señor de mí mismo y de este lugar —continuó diciendo. Entonces se giró hacia Dilvish y le dijo—: En cuanto a vos, me habéis servido bien, pero ya no tenéis absolutamente nada más que hacer aquí, pues esto es algo exclusivamente entre nosotros dos. Os doy permiso para que os marchéis y asumáis de nuevo vuestra forma natural. Podéis llevaros a la joven con vos como pago por vuestros servicios si así lo deseáis.
Dilvish titubeó.
—¡He dicho que os marchéis! ¡Ahora mismo!
Dilvish salió de la estancia.
—Ya veo que has dejado a un lado todos tus remordimientos y que has adquirido la tan necesaria dureza de carácter. Esto va a resultar interesante —le oyó decir a Jelerak.
Dilvish vio entonces como una pequeña muralla de fuego se elevaba de repente entre los dos. Oyó risas procedentes del vestíbulo, si bien no estuvo seguro de a quién podían pertenecer. En ese momento una especie de chisporroteo resonó por todas partes y una nube de olores extraños invadió el lugar. De repente, la estancia se vio inundada de luz y, con la misma rapidez, volvió a quedarse sumida en la oscuridad. Las risas seguían oyéndose, y junto a ellas Dilvish alcanzó a oír el ruido que hacían los azulejos al desprenderse de las paredes y caer al suelo.
Dilvish dio media vuelta. Reena se encontraba todavía donde él la había dejado.
—Lo ha conseguido —dijo la joven en voz baja—. Ahora ostenta el control sobre el otro. Lo ha conseguido…
—Muy bien, pero aquí ya no podemos hacer nada más —dijo Dilvish—. Tal y como él mismo dijo antes, esto es ya un asunto entre ellos dos.
—¡Pero puede que sus fuerzas, por muy renovadas que estén, no sean suficientes!
—Sospecho que eso ya lo sabe él, y que por esa razón desea que os saque de aquí.
El suelo tembló bajo sus pies. Un cuadro se descolgó de una pared cercana.
—No creo que deba dejarlo aquí, Dilvish.
—Reena, tal vez vuestro hermano esté sacrificando su vida a cambio de salvar la vuestra. Puede que haya dedicado sus nuevos poderes a reparar el espejo o a escapar de este lugar por algún otro medio. Ya habéis oído lo que ha dicho. ¿Acaso vais a despreciar su regalo?
Los ojos de la muchacha se inundaron de lágrimas.
—Puede que él no llegue nunca a saber cuánto deseaba yo que triunfara —dijo.
—Tengo la sensación de que sí lo sabe —le dijo Dilvish—. Ahora decidme, ¿cómo puedo salvaros?
—Venid por aquí —dijo ella tomándolo del brazo al tiempo que un espantoso grito y un trueno que pareció zarandear todo el castillo resonaron por el vestíbulo.
Mientras la joven y Dilvish avanzaban por el pasillo, luces de todos los colores comenzaron a centellear a sus espaldas.
—Tengo un trineo cargado con provisiones escondido en una caverna situada en las profundidades del castillo —dijo Reena.
—Pero ¿cómo…? —comenzó a decir Dilvish, si bien guardó silencio y se detuvo en seco alzando la espada ante sí.
Ante ellos, en lo alto de las escaleras, se hallaba plantada una anciana que tenía los ojos fijos en Dilvish, cuya mirada, no obstante, acababa de quedarse clavada en la enorme y pálida mole que, detrás de la anciana, ascendía lentamente en ese momento los últimos peldaños de las escaleras con el rostro vuelto hacia ellos.
—¡Ahí lo tienes, Mack! —gritó la anciana de repente—. ¡Ése es el hombre que me golpeó y me dejó todo el costado dolorido! ¡Hazlo picadillo!
Dilvish enfiló la garganta de la criatura con la punta de su espada.
—Si me ataca lo mataré —advirtió Dilvish—. No deseo hacerlo, pero no me queda otra opción. Vos elegís. Puede que él sea grande y fuerte, pero ya he visto cómo se mueve y no es ni rápido ni ágil. Lo ensartaré con mi espada y su sangre manará a borbotones. Tengo entendido que en otros tiempos vos lo amasteis, señora. ¿Cuál es vuestra decisión?
En el rostro de Meg surgieron emociones olvidadas.
—¡Detente, Mack! —gritó—. ¡No es él! ¡Yo estaba equivocada!
Mack se detuvo.
—¿No… es… él? —preguntó.
—No, no lo es. Yo… me equivoqué.
La anciana dirigió la mirada entonces hacia el vestíbulo, donde llamaradas de fuego relampagueaban y desaparecían alternativamente y donde continuos gritos, como los de dos ejércitos enfrentados en plena batalla, retumbaban por todas partes.
—¿Qué es eso? —preguntó la anciana con un gesto.
—El joven maestro y el viejo maestro están luchando —explicó Reena.
—¿Por qué seguís teniendo miedo de pronunciar su nombre? —le preguntó Dilvish—. Él está ahí, al final del pasillo. Es Jelerak.
—¿Jelerak? —preguntó Mack señalando hacia la estancia mientras una nueva luz asomaba a sus ojos—. ¿Jelerak?
—Así es —contestó Dilvish.
Al oír aquello la pálida criatura echó a andar arrastrando los pies en dirección al lugar de la contienda.
Dilvish buscó a Meg con la mirada, pero esta había desaparecido. Entonces oyó un grito que resonó por encima de su cabeza.
—¡Muerte a Jelerak!
Dilvish miró hacia arriba y vio a la criatura de alas verdes que le había atacado (¿cuánto tiempo hacía de eso?) volando también en aquella dirección.
—Probablemente vayan al encuentro de la muerte —dijo Reena.
—¿Cuánto tiempo pensáis que llevan esperando una oportunidad como ésta? —dijo Dilvish—. Estoy seguro de que hace tiempo que saben que han perdido esta batalla, pero el simple hecho de poder tener una oportunidad ya supone para ellos una victoria.
—Mejor eso que ser atravesado por vuestra espada.
Dilvish se dio la vuelta.
—No estoy del todo convencido de que él no me hubiese matado —dijo—. ¿Por dónde vamos ahora?
—Por aquí.
La joven lo guió escaleras abajo y por un nuevo pasillo que conducía al extremo norte del edificio. Todo el castillo comenzó a estremecerse conforme avanzaban. Los muebles se volcaban, los cristales estallaban en pedazos, una viga se desplomó… Luego, durante un rato, volvió a reinar la quietud, que los dos aprovecharon para avanzar más deprisa.
Cuando se acercaban a las cocinas, el castillo se estremeció de nuevo con tal violencia esta vez que ambos cayeron al suelo. Una fina capa de polvo flotaba ahora por todas partes y empezaron a aparecer grietas en las paredes. En las cocinas se encontraron con que las cenizas calientes habían salido despedidas de los hornos y yacían desparramadas y humeantes sobre el suelo.
—Suena como si Ridley estuviese vendiendo cara su piel.
—Eso parece —repuso ella esbozando una sonrisa.
Las ollas y las sartenes chocaban entre sí con estruendo, saltaban por los aires y salían disparadas hacia las escaleras. La cubertería bailaba en los cajones.
Los dos se detuvieron en la puerta que conducía a las escaleras justo en el momento en que un prolongado e inhumano quejido recorría el castillo entero. Una gélida corriente de aire lo siguió al cabo de unos instantes. Una rata salió corriendo de la cocina y pasó como una bala por entre los dos.
Reena ordenó a Dilvish que se detuviese y, apoyándose contra la pared, levantó las manos hasta ponerlas frente a su rostro y susurró unas palabras. Al cabo de un momento una pequeña llama apareció ante la joven y se quedó allí flotando, suspendida en el aire. Entonces ella extendió las manos y la llama se dirigió hacia las escaleras.
—Venid —le dijo a Dilvish, y emprendió el descenso.
Dilvish la siguió y, de vez en cuando, las paredes crujían inquietantemente a su alrededor. Cuando esto ocurría la llama parpadeaba unos instantes y, en ocasiones, llegaba a languidecer brevemente. A medida que descendían, los ruidos de los pisos superiores fueron amortiguándose cada vez más. Dilvish se detuvo para apoyar la mano contra la pared.
—¿Queda lejos ese lugar? —preguntó.
—Sí. ¿Por qué?
—Las vibraciones son fuertes todavía —respondió Dilvish—. Y eso que debemos de estar ya muy por debajo del castillo. Yo diría que ya nos hemos adentrado en la montaña.
—Es cierto —repuso la joven doblando otro recodo del camino.
—Al principio temí que fuesen capaces de derrumbar el castillo sobre nuestras cabezas…
—Probablemente acaben destruyéndolo si la situación se prolonga demasiado —dijo la joven—. Estoy muy orgullosa de Ridley… a pesar de todo.
—No era eso exactamente lo que he querido decir —dijo Dilvish mientras continuaban descendiendo—. ¡Cuidado! ¡La cosa va a más!
Dilvish extendió un brazo para mantener el equilibrio mientras las escaleras se estremecían con una nueva sacudida.
—¿No tenéis la impresión de que es la montaña entera la que se estremece? —preguntó.
—Sí, tenéis razón —contestó la joven—. Entonces debe ser cierto.
—¿A qué os referís?
—He oído decir que, hace siglos, cuando sus poderes estaban en su punto álgido, el maestro… es decir, Jelerak, levantó esta montaña por medio de un conjuro.
—¿Y bien?
—Si le oponen la resistencia suficiente en este lugar supongo que podría verse en la necesidad de tener que deshacer esos antiguos hechizos con la intención de obtener más poder. En cuyo caso…
—La montaña entera podría derrumbarse junto con el castillo.
—Cabe esa posibilidad. ¡Oh, Ridley! ¡Resiste!
—¡A nosotros no nos vendrá muy bien que resista demasiado mientras sigamos estando aquí abajo!
—Eso es cierto —dijo la joven apresurando el paso—. Comprendo vuestro punto de vista puesto que no se trata de vuestro hermano. Aun así, debe de complaceros ver a Jelerak contra las cuerdas.
—Así es —admitió Dilvish—. A pesar de todo, debéis estar preparada para cualquier eventualidad.
La joven guardó silencio durante un momento.
—¿Os referís a la muerte de Ridley? —preguntó—. Sí. Hace tiempo que comprendí que las posibilidades de que eso ocurra son bastante altas, fuese cual fuese la naturaleza de su enfrentamiento. Aun así, acudir al enfrentamiento dando muestras de tanto valor… Eso en sí ya es algo, ¿sabéis?
—Sí —convino Dilvish—. Yo también he pensado eso mismo muchas veces.
Súbitamente llegaron al final de las escaleras. Sin mayor demora, Reena condujo a Dilvish hacia la boca del túnel mientras el suelo rocoso temblaba bajo sus pies y la luz comenzaba a parpadear una vez más. Desde algún lugar llegó el estruendo de algo que se derrumbaba, que se prolongó durante al menos diez segundos. Los dos se adentraron en el túnel apresuradamente.
—¿Qué haréis vos? —preguntó ella sin detenerse—. Si Jelerak sobrevive, ¿seguiréis yendo en su busca?
—Así es —respondió Dilvish—. Tengo la certeza de que posee al menos otras seis fortalezas. Y tengo una idea muy aproximada de dónde se encuentran varias de ellas. Así que las registraré una a una, tal y como hice con este lugar.
—Yo he estado en tres de ellas —dijo Reena—. Si salimos de esta puedo daros detalles acerca de ellas. Aun así, no será tarea fácil entrar en ninguna.
—Eso no importa —dijo Dilvish—. Nunca pensé que sería fácil. Si Jelerak vive, lo buscaré de fortaleza en fortaleza. Y si no lo encuentro en ninguna de ellas las destruiré una a una hasta que él se vea obligado a venir a mí.
El estruendo del derrumbe volvió a resonar por todas partes. Fragmentos de rocas comenzaron a caer alrededor de ellos. Mientras esto sucedía, la luz que les había acompañado hasta allí desapareció.
—No os mováis —dijo Reena—. Fabricaré otra.
Unos instantes más tarde una nueva luz comenzó a brillar entre sus manos.
Continuaron avanzando mientras el ruido dejaba de oírse durante un rato.
—¿Qué haréis si Jelerak muere? —preguntó Reena.
Dilvish guardó silencio durante unos instantes.
—Visitar mi tierra natal —respondió al fin—. Llevo mucho tiempo sin ir por allí. ¿Y qué haréis vos si conseguimos salir de aquí?
—Tooma, Ankyra, Blostra… —respondió la joven—. Aunque, como ya os dije, siempre que logre encontrar algún gentil caballero al que le apetezca venir conmigo.
—Creo que eso puede arreglarse —repuso Dilvish.
Cuando ya estaban acercándose al final del túnel, un potente temblor recorrió toda la montaña. Reena tropezó, pero Dilvish logró sujetarla a pesar de que el temblor los lanzó a los dos contra la pared. Dilvish pudo sentir en sus hombros la potencia de las vibraciones que recorrían la piedra. Detrás de ellos comenzó a caer una auténtica lluvia de rocas.
—¡Deprisa! —exclamó Dilvish animándola a seguir.
La luz comenzó a revolotear alocadamente por delante de ellos. Finalmente entraron en una fría y húmeda caverna.
—Es aquí —dijo Reena señalando con la mano—. El trineo está allí.
Dilvish vio el trineo y, agarrando a la joven por el brazo, se dirigió hacia él.
—¿A qué altura de la montaña nos encontramos? —preguntó Dilvish.
—Más o menos a dos tercios del camino —respondió la muchacha—. Estamos algo por debajo del punto en el que la pendiente se vuelve casi vertical.
—Eso quiere decir que ahí fuera no hay lo que se dice una pendiente suave —dijo Dilvish deteniéndose junto al trineo y poniendo una mano sobre él—. ¿Cómo pretendéis hacer bajar este trasto hasta la llanura?
—Ésa será la parte más difícil —respondió Reena metiendo una mano dentro de su corpiño, del que sacó un trozo de pergamino doblado—. He arrancado esta página de uno de los libros que se guardan en la torre. Cuando ordené que mis sirvientes construyeran este trineo sabía que necesitaría algo fuerte y resistente que tirase de él. Éste es un hechizo bastante complicado, pero nos proporcionará una bestia que hará lo que le ordenemos.
—¿Puedo echarle un vistazo?
Reena le entregó el pergamino. Dilvish lo desdobló y lo sostuvo cerca de la luz que les acompañaba.
—Éste hechizo requiere preparativos demasiado largos —dijo al cabo de un instante—. Teniendo en cuenta que todo este lugar se está viniendo abajo me temo que no disponemos de tanto tiempo.
—Pero es la única oportunidad que tenemos —repuso Reena—. Necesitaremos estas provisiones. ¿Cómo iba yo a prever que toda esta maldita montaña iba a empezar a derrumbarse? Simplemente tendremos que correr el riesgo que pueda acarrearnos el retraso.
Dilvish sacudió la cabeza y le devolvió el pergamino.
—Esperadme aquí —dijo—. ¡Y no empecéis a formular ese conjuro todavía!
Dilvish dio media vuelta y se internó en el túnel surcado por gélidas corrientes de aire cuyo suelo se hallaba plagado de cristales de hielo. Después de torcer un único recodo divisó la amplia boca de la caverna, más allá de la cual brillaba una tenue y pálida luz. Allí el suelo se encontraba cubierto por una gruesa capa de nieve.
Dilvish fue hasta la entrada y se asomó al exterior. El trineo podría deslizarse por el borde de una cornisa situada a sus pies hasta posarse sobre un plano inferior que quedaba a su izquierda. A partir de ahí sería cuestión de despegar y alcanzar una velocidad letal mucho antes de llegar al pie de la montaña.
Dilvish avanzó hasta el mismísimo borde y miró hacia arriba. Un saliente le impedía ver lo que quedaba por encima de su cabeza. Entonces se desplazó media docena de pasos a la izquierda y miró en todas direcciones. Luego fue hasta el extremo derecho de la cornisa y miró hacia arriba cubriéndose los ojos con la mano para protegerlos de una ráfaga de viento en la que flotaban cristales de hielo.
¿Estaría allí?
—¡Black! —gritó al divisar una zona oscura situada hacia un lado algo más arriba—. ¡Black!
La sombra pareció moverse. Dilvish juntó las manos alrededor de la boca y gritó otra vez.
—¡Diiil…viiish! —resonó su nombre cuesta abajo una vez que su propio grito se hubo apagado.
—¡Aquí abajo!
Levantó los brazos y los agitó por encima de su cabeza.
—¡Ya… os… veo!
—¿Puedes bajar hasta aquí?
Aunque aquella vez no se oyó respuesta alguna, la sombra se movió. Se separó de la pared y comenzó a descender lenta y trabajosamente hacia donde Dilvish se encontraba.
Dilvish se mantuvo donde Black pudiese verlo sin dejar de agitar los brazos.
Pronto la silueta de Black pudo apreciarse mejor por entre los remolinos de nieve. Avanzaba con paso firme y seguro.
Cuando por fin llegó junto a Dilvish, Black aumentó la temperatura de su cuerpo durante varios segundos, de manera que la nieve que lo cubría se derritió y se escurrió goteando por sus costados.
—Ahí arriba están haciendo unos hechizos verdaderamente increíbles —dijo—. De los que merece la pena ver.
—Pues mejor será que lo hagamos de lejos —dijo Dilvish—. Puede que esta montaña esté a punto de venirse abajo.
—No me extrañaría —confirmó Black—. Ahí arriba algo o alguien está recurriendo a una serie de conjuros muy antiguos y elementales relacionados con este lugar. Resulta de lo más instructivo. Ahora montad sobre mí y yo os bajaré de aquí.
—No es tan sencillo.
—¿Cómo decís?
—Dentro de esta cueva que ves a mis espaldas hay una chica y un trineo.
Black plantó sus patas delanteras sobre la cornisa y se aupó hasta ponerse justo al lado de Dilvish.
—En ese caso será mejor que vaya a echar un vistazo —dijo—. A propósito, ¿qué tal os fue ahí arriba?
Dilvish se encogió de hombros.
—Lo que está sucediendo ahora hubiese tenido lugar igualmente sin mí —dijo—, pero al menos me queda el consuelo de ver cómo alguien le está haciendo pasar un mal rato a Jelerak.
—¿Es él quien está ahí arriba?
Los dos se internaron en la cueva.
—Su cuerpo está en otro sitio, pero su lado más venenoso ha decidido venir de visita por aquí.
—¿Y contra quién está luchando?
—Contra el hermano de la joven a quien estás a punto de conocer. Por aquí, por favor.
Juntos sortearon el recodo y llegaron al interior del túnel. Reena seguía allí, de pie junto al trineo. Se había envuelto en una manta de piel para combatir el frío. Los cascos metálicos de Black resonaron sobre el suelo de roca.
—¿Queríais una bestia demoníaca? —le dijo Dilvish—. Black, esta es Reena. Reena, te presento a Black.
Black inclinó la cabeza.
—Encantado —dijo—. Su hermano me ha tenido muy entretenido mientras estaba ahí fuera esperando.
Reena sonrió y extendió el brazo para acariciarle la cabeza.
—Gracias —dijo—. Encantada de conoceros. ¿Podréis ayudarnos?
Black se dio la vuelta y contempló el trineo.
—Solo si camino de espaldas —dijo al cabo de unos instantes—. Si me atáis de cara a él yo podría retroceder un poco y dejar que me precediera montaña abajo. Los dos tendríais que caminar a mi lado sujetándolo. No creo que pueda hacerlo si vais subidos a esta cosa. Será difícil incluso de la manera que digo, pero no veo otra opción.
—En ese caso será mejor que lo empujemos fuera y nos pongamos en marcha —dijo Dilvish mientras la montaña volvía a estremecerse.
Reena y Dilvish sujetaron el trineo cada uno por un lado mientras Black se colocaba en la parte de atrás. El vehículo comenzó a moverse.
Tan pronto como alcanzaron la nieve que cubría el suelo de la entrada de la cueva el trineo comenzó a avanzar con mayor facilidad. Finalmente lo giraron junto a la entrada de la cueva y engancharon a Black a los correajes.
Con mucho cuidado y suavidad, colocaron la parte trasera del vehículo sobre el borde izquierdo de la cornisa, que era el que quedaba más bajo, mientras Black avanzaba lentamente manteniendo tensos los correajes.
Los patines del trineo golpearon la pendiente y Black fue depositando el vehículo poco a poco sobre la nieve hasta dejarlo por completo sobre ella. A continuación, con suma cautela, siguió tirando con fuerza hacia arriba para sostener el peso durante los últimos metros.
—Muy bien —dijo—. Ahora bajad y sujetadme cada uno por un lado.
Dilvish y Reena siguieron a Black y ocuparon sus posiciones. Black comenzó a avanzar muy despacio.
—Esto no resulta fácil —dijo Black mientras avanzaba—. Algún día inventarán términos que describan las propiedades de los objetos, como por ejemplo la tendencia de las cosas a moverse una vez que se las pone en movimiento.
—¿Y para qué serviría eso? —le preguntó Reena—. Todo el mundo sabe ya que eso es lo que ocurre.
—Ya, pero alguien podría cuantificar la cantidad de materia implicada, así como la cantidad de fuerza que hace falta ejercer para moverla, y realizar con todo ello unos asombrosos y útiles cálculos.
—Eso suena a mucho trabajo y poco beneficio —repuso la joven—. Resulta mucho más fácil emplear la magia.
—Puede que estéis en lo cierto.
Descendieron con paso firme y seguro mientras los cascos de Black se clavaban con un crujido en la corteza de hielo. Al cabo de un rato, cuando por fin llegaron a un lugar desde el que podían divisar el castillo, pudieron ver que tanto la torre más alta como algunas de las más bajas se habían desmoronado. De hecho, una parte del muro del castillo se derrumbó mientras ellos miraban hacia allí. Unos cuantos cascotes del mismo cayeron sobre la cornisa, pero por fortuna rodaron pendiente abajo a cierta distancia de donde ellos se encontraban.
Por debajo de la nieve, la montaña temblaba ahora sin cesar. De vez en cuando rocas y pedazos de hielo caían por la pendiente y pasaban rebotando a su lado en un imparable descenso.
Continuaron avanzando durante lo que pareció una eternidad. Black hacía descender el trineo más y más con cada paso que daba, mientras Reena y Dilvish caminaban pesadamente a su lado con los pies entumecidos por el frío.
Cuando ya tenían cerca el final de la pendiente, un terrible estruendo resonó por todas partes y los envolvió por completo. Al mirar hacia arriba contemplaron que lo que todavía quedaba en pie del castillo se derrumbaba hasta quedar reducido a un montón de ruinas.
Black aceleró la marcha peligrosamente mientras una verdadera lluvia de escombros comenzaba a caer sobre ellos.
—Cuando lleguemos abajo —dijo— soltadme inmediatamente, pero mientras lo hacéis procurad colocaros en el lado del trineo que quede más alejado de la montaña. Yo situaré el trineo de lado cuando lleguemos. Luego, si podéis volver a atarme a toda prisa, hacedlo. No obstante, si la lluvia de cascotes se intensifica agachaos junto al trineo y yo me quedaré delante para hacer de escudo. Pero si a pesar de todo podéis atarme de nuevo, montad rápidamente y agachad las cabezas.
Se deslizaron durante la mayor parte del trecho que aún les quedaba por recorrer y por un momento, mientras Black maniobraba para ponerlo de lado, pareció que el trineo iba a volcar. Entonces Dilvish, entrando rápidamente en acción, comenzó a manipular el arnés.
Reena se situó detrás del trineo y miró hacia arriba.
—¡Dilvish! ¡Mirad! —gritó.
Dilvish alzó la vista mientras terminaba de soltar los correajes que mantenían atado a Black.
El castillo había desaparecido por completo y enormes fisuras comenzaban a surcar la pendiente. Sobre la cumbre de la montaña se elevaban ahora dos columnas de humo, una oscura y otra más clara, que se hallaban completamente inmóviles a pesar del viento que en ese momento debía estar azotándolas.
Black se volvió y se introdujo marcha atrás entre los correajes. Dilvish le colocó de nuevo el arnés. Los escombros rodaban pendiente abajo, ligeramente a la derecha de donde ellos se encontraban.
—¿Qué es eso? —preguntó Dilvish.
—La columna de humo de color oscuro es Jelerak —explicó Black.
Dilvish continuó con lo que estaba haciendo, pero, al ver que las dos columnas comenzaban a moverse lentamente la una hacia la otra, no perdió de vista cuanto allí ocurría mientras trabajaba. Las dos columnas no tardaron en juntarse, si bien no se mezclaron ni se retorcieron como harían un par de serpientes enzarzadas en plena lucha.
Dilvish terminó de sujetar el arnés.
—¡Subid! —le gritó a Reena mientras otra parte de la montaña se desplomaba.
—¡Vos también! —le dijo Black.
Dilvish subió de un salto y se sentó junto a la joven.
Enseguida empezaron a moverse y a aumentar de velocidad. La cima de la mole de hielo se desmoronó, pero aun así las columnas de humo seguían rodando sobre ella enzarzadas en pleno combate.
—¡Oh, no! Ridley parece estar perdiendo fuerzas —dijo Reena mientras huían de allí a toda velocidad.
Dilvish observó como la columna oscura parecía doblegar a la clara y la empujaba hasta las entrañas de la montaña.
Black aligeró el paso mientras más y más escombros seguían cayendo a su alrededor. Los dos combatientes pronto desaparecieron de la vista, perdidos en las alturas. Black avanzó aún más deprisa en dirección sur.
Transcurrió quizá un cuarto de hora sin que se produjesen cambios en cuanto dejaban a sus espaldas, salvo el hecho de que cada vez todo iba quedando más lejos. Agachados y cubiertos con pieles, Dilvish y Reena seguían mirando mientras un aire de expectación parecía haberse apoderado de todo el paisaje.
Cuando por fin ocurrió, la tierra se estremeció y lanzó el trineo dando botes de un lado a otro. Los temblores se prolongaron durante largo rato.
La cima de la montaña explotó de repente salpicando el cielo con una oscura nube que comenzó a extenderse con rapidez. Luego, la oscura mancha, azotada por el viento, se dividió en surcos y nubes más pequeñas, que semejaban enormes dedos que comenzaron a desplazarse lentamente hacia el oeste. Al cabo de un rato una potente onda expansiva pasó por encima de ellos.
Algo más tarde, una nube aislada y de bordes encrespados (la más oscura de todas) se separó de las demás. Dejando tras de sí un reguero de plumas desgarradas y empujada por el viento, se movía igual que un anciano que camina a trompicones. Pasó a lo lejos en dirección sur sin detenerse.
—Ése es Jelerak —dijo Black—. Y está herido.
Los tres contemplaron la maltrecha columna hasta que desapareció a lo lejos por el sur. Entonces se volvieron hacia las ruinas que ahora se erigían al norte y se quedaron contemplándolas hasta que desaparecieron también de la vista. La columna blanca, en cambio, no volvió a elevarse más.
Finalmente Reena agachó la cabeza y Dilvish le rodeó los hombros con su brazo. Mientras tanto, los patines del trineo se deslizaban por la nieve con un suave murmullo.