El anciano escuchó lo sucedido en el cementerio con suma atención. Al término del relato, asintió gravemente e indicó a Max que tomase asiento junto a él. – ¿Puedo hablarle con franqueza? – preguntó Max.
–Espero que lo hagas, jovencito -respondió el anciano-. Adelante.
–Tengo la impresión de que ayer no nos explicó usted todo lo que sabe. Y no me pregunte por qué creo eso. Es una corazonada -dijo Max.
El rostro del farero permaneció imperturbable. – ¿Qué más crees, Max? – preguntó Víctor Kray.
–Creo que ese tal Dr. Caín, o quien quiera que sea, va a hacer algo. Muy pronto -continuó Max-. Y creo que todo lo que está sucediendo estos días no son más que signos de lo que ha de venir.
–Lo que ha de venir -repitió el farero-. Es un modo interesante de expresarlo, Max.
–Mire, señor Kray -cortó Max-, acabo de llevarme un susto de muerte. Hace ya varios días que están sucediendo cosas muy extrañas y estoy seguro de que mi familia, usted, Roland y yo mismo corremos algún peligro. Lo último que estoy dispuesto a aguantar son más misterios.
El anciano sonrió.
–Así me gusta. Directo y contundente -rió Víctor Kray sin convicción-. Verás, Max, si os expliqué ayer la historia del Dr. Caín no fue para divertiros ni para recordar viejos tiempos. Lo hice para que supieseis lo que está sucediendo y os andaseis con cuidado. Tú llevas unos días preocupado; yo llevo veinticinco años en este faro con un único propósito: vigilar a esa bestia. Es el único propósito de mi vida. Yo también te seré franco, Max. No voy a echar por la borda veinticinco años porque un chaval
Max quiso protestar, pero el farero alzó la mano, indicándole que no abriese la boca.
–Lo que os conté es más de lo que necesitáis saber -sentenció Víctor Kray-. No fuerces las cosas, Max. Olvídate de Jacob Fleischmann y quema estas películas hoy mismo. Es el mejor consejo que puedo darte. Y ahora, jovencito, largo de aquí.
Víctor Kray trató de apartar de su mente el amargo recuerdo de toda una existencia unida a aquel personaje siniestro, desde el sucio suburbio de su infancia hasta su prisión en el faro. El Príncipe de la Niebla le había arrebatado al mejor amigo de su infancia, a la única mujer que había amado y, finalmente, le había robado cada minuto de su larga madurez, convirtiéndole en su sombra. Durante las interminables noches en el faro acostumbraba a imaginar cómo podría haber sido su vida si el destino no hubiese decidido cruzar en su camino a aquel poderoso mago. Ahora sabía que los recuerdos que le acompañarían en sus últimos años de vida serían sólo las fantasías de la biografía que nunca vivió.
Su única esperanza ahora estaba en Roland y en la firme promesa que se había hecho a sí mismo de brindarle un futuro alejado de aquella pesadilla. Quedaba ya muy poco tiempo y sus fuerzas no eran las que le habían sustentado años atrás. En apenas dos días se cumplirían los veinticinco años de la noche en que el Orpheus había naufragado a escasos metros de allí y Víctor Kray podía sentir cómo Caín cobraba mayor poder a cada minuto que pasaba.
El anciano se acercó a la ventana y contempló la silueta oscura del casco del Orpheus sumergido en las aguas azules de la bahía. Todavía quedaban unas horas de sol antes de que oscureciese y cayera la que podía ser su última noche en la atalaya del faro.
Aunque el trato que el farero le había dispensado le había dolido, Max no sentía resentimiento alguno hacia él. Tenía la certeza de que el farero ocultaba algo; pero estaba seguro de que, si procedía de aquel modo, tenía una poderosa razón para
Tal vez debía seguir los consejos de Víctor Kray y olvidar todo el asunto, aunque fuera sólo por unas horas. Miró en la mesita de noche y vio que el libro de Copérnico seguía allí, después de unos días de abandono, como un antídoto racional a todos los enigmas que le circundaban. Abrió el libro por el punto en que había dejado su lectura e intentó concentrarse en las disquisiciones sobre el rumbo de los planetas en el cosmos. Probablemente, la ayuda de Copérnico le habría venido de perlas para desbrozar la trama de aquel misterio. Pero, una vez más, parecía evidente que Copérnico había elegido la época equivocada para pasar sus vacaciones en el mundo.
En un universo infinito, había demasiadas cosas que escapaban a la comprensión humana.
Tal vez debía seguir los consejos de Víctor Kray y olvidar todo el asunto, aunque fuera sólo por unas horas. Miró en la mesita de noche y vio que el libro de Copérnico seguía allí, después de unos días de abandono, como un antídoto racional a todos los enigmas que le circundaban. Abrió el libro por el punto en que había dejado su lectura e intentó concentrarse en las disquisiciones sobre el rumbo de los planetas en el cosmos. Probablemente, la ayuda de Copérnico le habría venido de perlas para desbrozar la trama de aquel misterio. Pero, una vez más, parecía evidente que Copérnico había elegido la época equivocada para pasar sus vacaciones en el mundo.
En un universo infinito, había demasiadas cosas que escapaban a la comprensión humana.
A lo lejos, más allá de la bocana del puerto, los pocos barcos de pesca que formaban la flota local ponían proa mar adentro para no volver hasta el crepúsculo. El panadero y su hija, una rolliza jovencita de mejillas rosadas que hacía tres de su hermana Alicia, saludaron a Max y, mientras le servían una deliciosa bandeja de bollos recién horneados, se interesaron por el estado de Irina. Las noticias volaban y, al parecer, el médico del pueblo hacía algo más que poner el termómetro en sus visitas a domicilio.
Max consiguió volver a la casa de la playa mientras el desayuno todavía conservaba el calorcillo irresistible de los pasteles aún humeantes. Sin su reloj no sabía a ciencia cierta qué hora era, aunque imaginaba que debían de faltar pocos minutos para las ocho. Ante la poco deseable perspectiva de esperar a que Alicia se despertase para poder desayunar, decidió adoptar un astuto ardid. Así, con la excusa del desayuno caliente, preparó una bandeja con las capturas del horno, leche y un par de servilletas, y subió hasta el cuarto de Alicia. Llamó a la puerta con los nudillos hasta que la voz somnolienta de su hermana contestó en un murmullo ininteligible.
–Servicio de habitaciones -dijo Max-. ¿Puedo pasar?
Empujó la puerta y entró en la habitación. Alicia había sepultado la cabeza bajo una almohada. Max echó un vistazo a la habitación, la ropa colgada sobre las sillas y la galería de objetos personales de Alicia. La habitación de una mujer siempre resultaba un fascinante misterio para Max.
El rostro de su hermana asomó bajo la almohada, olfateando el aroma de la mantequilla en el aire.
–Desde hace tres horas. Uno de los pescadores del pueblo iba a desguazar el bote para hacer leña, pero le he convencido y me lo ha regalado a cambio de un favor -explicó Roland. – ¿Un favor? – preguntó Max-. Yo creo que el favor se lo has hecho tú a él.
–Puedes quedarte en tierra si lo prefieres -replicó Roland en tono burlón-. Venga, todo el mundo a bordo.
La expresión «a bordo» resultaba un tanto inapropiada para la nave en cuestión, pero pasados quince metros, Max comprobó que sus previsiones de naufragio instantáneo no se cumplían. De hecho, el bote navegaba con firmeza al comando de cada boga de remo que Roland imprimía enérgicamente.
–He traído un pequeño invento que os va a sorprender -dijo Roland.
Max miró una de las cestas tapadas y alzó la cubierta unos centímetros. – ¿Qué es esto? – murmuró.
–Una ventana submarina -aclaró Roland-. En realidad es una caja con un cristal en la base. Si lo apoyas en la superficie del agua, puedes ver el fondo sin sumergirte. Es como una ventana.
Max señaló a su hermana Alicia.
–Así al menos podrás ver algo -insunuó, con tono burlón.
–Si llamas bucear a lo que hiciste el otro día, no -bromeó Alicia, sin recoger el hacha de guerra.
Roland siguió remando sin añadir cizaña a la discusión de los dos hermanos y detuvo el bote a unos cuarenta metros de la orilla. Bajo ellos, la sombra oscura del casco del Orpheus se extendía en el fondo como la de un gran tiburón tendido en la arena, expectante.
Roland abrió una de las cestas y extrajo un áncora oxidada unida a un cabo grueso y visiblemente desgastado. A la vista de tamaños aparejos, Max supuso que todos aquellos saldos marinos venían con el love que Roland había negociado para salvar el mísero bote de un fin digno y apropiado a su estado.
Roland dejó que la corriente arrastrase el bote un par de metros y ató el cabo del áncora a una pequeña anilla que pendía de la proa. El bote se meció suavemente con la brisa y el cabo se tensó, haciendo crujir la estructura del bote. Max echó un vistazo sospechoso a las junturas del casco.
–No se va a hundir, Max. Confía en mí -afirmó Roland, sacando la ventana submarina de la cesta y colocándola sobre el agua.
–Eso es lo que dijo el capitán del Titanic antes de zarpar -replicó Max.
Alicia se inclinó para mirar a través de la caja y vio por primera vez el casco del Orpheus descansando en el fondo. – ¡Es increíble! – exclamó ante el espectáculo submarino.
Roland sonrió complacido y le tendió unas gafas de buceo y unas aletas.
–Pues espera a verlo de cerca -dijo Roland, colocándole su equipo.
La primera en saltar al agua fue Alicia. Roland, sentado al borde del bote, dirigió una mirada tranquilizadora a Max.
–Tranquilo. La vigilaré. No le va a pasar nada -aseguró.
Roland saltó al mar y se reunió con Alicia, que esperaba a unos tres metros del bote.
Ambos saludaron a Max y, segundos después, desaparecieron bajo la superficie.
Alicia y Roland nadaron a lo largo del buque hundido. Se detenían de vez en cuando para ascender a tomar aire y contemplar con calma el barco, que yacía en la medialuz espectral del fondo. Roland intuía la excitación de Alicia ante el espectáculo y no le quitaba el ojo de encima. Sabía que para bucear a gusto y con tranquilidad, debía hacerlo solo.
Cuando se zambullía con alguien, especialmente con novatos en la materia como lo eran sus nue158 ";'F*iP$PKí^^ vos amigos, no podía evitar asumir el papel de niñera submarina. Con todo, le satisfacía especialmente compartir con Alicia y su hermano aquel mágico mundo que durante años le había pertenecido sólo a él. Se sentía como el guía de un museo embrujado acompañando a unos visitantes en un paseo alucinante por una catedral sumergida.
El panorama submarino, sin embargo, ofrecía otros alicientes. Le gustaba contemplar el cuerpo de Alicia moverse bajo el agua. A cada brazada, podía ver cómo los músculos del torso y las piernas se tensaban y su piel adquiría una palidez azulada. De hecho, se sentía más cómodo observándola así, cuando ella no advertía su mirada nerviosa. Subieron de nuevo a recuperar el aliento y comprobaron que el bote y la silueta inmóvil de Max a bordo estaban a más de veinte metros. Alicia le sonrió eufórica. Roland correspondió a su sonrisa, pero interiormente pensó que lo mejor sería volver al bote. – ¿Podemos bajar al barco y entrar? – preguntó Alicia, con la respiración entrecortada.
Roland advirtió que los brazos y las piernas de la muchacha estaban recubiertos de piel de gallina.
–Hoy no -respondió-. Volvamos al bote.
Alicia dejó de sonreír, intuyendo una sombra de preocupación en Roland. – ¿Pasa algo, Roland?
Roland sonrió plácidamente y negó. No quería hablar ahora de corrientes submarinas de cinco grados. En aquel momento, mientras Alicia daba sus primeras brazadas en dirección al bote, Roland sintió que el corazón le daba un vuelco. Una sombra oscura se movía en el fondo de la bahía, a sus pies. Alicia se volvió a mirarle. Roland le indicó que siguiese sin detenerse y sumergió la cabeza para inspeccionar el fondo.
Una silueta negra, semejante a la de un gran pez, nadaba sinuosamente alrededor del casco del Orpheus. Por un segundo, Roland pensó que se trataba de un tiburón, pero una segunda mirada le permitió comprender que estaba equivocado. Continuó nadando tras Alicia sin apartar la mirada de aquella forma extraña que parecía seguirlos. La silueta serpenteaba a la sombra del casco del Orpheus, sin exponerse
Rogando que Alicia no la hubiese visto, aferró a la muchacha por el brazo y se lanzó a nadar con todas sus fuerzas hacia el bote. Alicia, alertada, le miró sin comprender. – ¡Nada al bote! ¡Aprisa! – gritó Roland.
En el agua, Roland empujó a Alicia hasta sentir que la muchacha había tocado el casco del bote. Max se apresuró a asir a su hermana bajo los hornbros y tirar de ella hacia arriba. Alicia batió las aletas con fuerza y con su impulso consiguió caer sobre Max en el interior del bote. Roland respiró profundamente y se dispuso a hacer lo mismo. Max le tendió su mano desde la barca, pero Roland pudo leer en el rostro de su amigo el terror ante lo que veía tras él. Roland sintió cómo su mano resbalaba por el antebrazo de Max y tuvo la corazonada de que no volvería a salir con vida del agua. Lentamente, un frío abrazo le agarró las piernas y, con una fuerza incontenible, le arrastró hacia las profundidades.
Superados los primeros instantes de pánico, Roland abrió los ojos y contempló qué era lo que le llevaba consigo hacia la oscuridad del fondo. Por un instante creyó ser presa de una alucinación. Lo que veía no era una forma sólida, sino una extraña silueta formada por lo que parecía ser agua concentrada a muy alta densidad. Roland observó aquella delirante escultura móvil de agua que cambiaba constantemente de forma y trató de revolverse de su abrazo mortal.
La criatura de agua se retorció y el rostro fantasmal que había visto en sueños, el semblante del payaso, se volvió hacia él. El payaso abrió unas enormes fauces plagadas de colmillos largos y afilados como cuchillos de carnicero y sus ojos se agrandaron hasta adquirir el tamaño de un plato de té. Roland sintió que le faltaba el aire. Aquella criatura, fuera lo que fuese, podía moldear su apariencia a capricho y sus intenciones parecían claras: llevaba a Roland hacia el interior del buque hundido.
Mientras Roland se preguntaba cuánto tiempo sería capaz de contener la respiración antes de sucumbir y aspirar agua, comprobó que la luz había desaparecido a su alrededor. Estaba en las entrañas del Orpheus y la oscuridad circundante era absoluta.
Max tragó saliva mientras se colocaba las gafas de buceo y se preparaba para saltar al agua en busca de su amigo Roland. Sabía que el intento de rescate era absurdo. De entrada, él apenas sabía bucear y, aun en el caso de que supiera, no quería ni imaginarse qué sucedería si una vez bajo el agua aquella extraña forma acuosa que había atrapado
Cualquier teoría era mejor que aceptar que lo que había visto arrastrar a Roland a las profundidades era real.
Antes de zambullirse intercambió una última mirada con Alicia. En el rostro de su hermana se leía claramente la lucha entre la voluntad de salvar a Roland y el pánico de que su hermano corriese idéntica suerte. Antes de que el sentido común les disuadiese a ambos, Max saltó y se sumergió en las aguas cristalinas de la bahía. A sus pies, el casco del Orpheus se extendía hasta donde la visión se nublaba. Max aleteó hacia la proa del buque, en el lugar en que había visto perderse la silueta de Roland bajo el agua por última vez. A través de las fisuras del casco hundido, Max creyó ver luces parpadeantes que parecían desembocar en un débil remanso de claridad que emanaba de la brecha abierta por las rocas en la sentina veinticinco años atrás. Max se dirigió hacia aquella abertura del barco. Parecía que alguien hubiese prendido la llama de cientos de velas en el interior del Orpheus.
Cuando estuvo situado en vertical sobre la entrada a la nave, subió a la superficie a tomar aire y se sumergió de nuevo sin detenerse hasta alcan –
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La claridad parecía provenir del interior de las bodegas y Max siguió aquel rastro que revelaba el fantasmal espectáculo del buque hundido y lo hacía aparecer como una macabra catacumba submarina. Recorrió un pasillo en el que jirones de lona raída flotaban suspendidos como medusas. En el extremo del corredor Max distinguió una compuerta semiabierta, tras la cual parecía ocultarse la fuente de aquella luz. Ignorando las repulsivas caricias de la lona podrida sobre su piel, asió la manilla de la compuerta y tiró con toda la fuerza que fue capaz de reunir.
La compuerta daba a uno de los depósitos principales de la bodega. En el centro, Roland luchaba por zafarse del abrazo de aquella criatura de agua que ahora había adoptado la forma del payaso del jardín de estatuas. La luz que Max había visto emanaba de sus ojos crueles y desproporcionadamente grandes para su rostro. Max irrumpió en el interior de la bodega y la criatura alzó la cabeza y le miró.
Max sintió el impulso instintivo de huir a toda prisa, pero la visión de su amigo atrapado le obligó a enfrentarse a aquella mirada de rabia enloquecida. La criatura cambió de rostro y Max reconoció al ángel de piedra del cementerio local.
El cuerpo de Roland dejó de retorcerse y quedó inerte. La criatura le soltó y Max, sin esperar la reacción de la criatura, nadó hasta su amigo y lo cogió por el brazo.
Roland había perdido el conocimiento. Si no lo sacaba a la superficie en unos segundos, perdería la vida. Max tiró de su amigo hasta la compuerta. En aquel momento, la criatura en forma de ángel y rostro de payaso de largos colmillos se lanzó sobre él, extendiendo dos afiladas garras. Max alargó el puño y atravesó el rostro de la criatura. No era más que agua, tan fría que el solo contacto con la piel producía un dolor ardiente. Una vez más, el Dr. Caín estaba mostrando sus trucos.
Max retiró su brazo y la aparición se desvaneció y con ella, su luz. Max, apurando el poco aliento que le quedaba en los pulmones, arrastró a Roland por el corredor
La agonía de aquellos últimos diez metros de ascenso se hizo eterna. Cuando finalmente emergió a la superficie, había nacido de nuevo. Alicia se lanzó al agua y nadó hasta ellos. Max inspiró profundamente varias veces, luchando con el dolor punzante que sentía en el pecho. Subir a Roland al bote no fue fácil y Max advirtió que Alicia, al luchar por levantar el peso muerto del cuerpo, se desgarraba la piel de los brazos contra la madera astillada del bote.
Una vez consiguieron izarle a bordo, colocaron a Roland boca abajo y presionaron su espalda repetidamente, obligando a sus pulmones a expirar el agua que habían inhalado. Alicia, cubierta de sudor y con los brazos sangrando, asió a Roland de los brazos e intentó forzar la respiración. Finalmente, inspiró aire profundamente y, tapando los orificios nasales del muchacho, exhaló todo el aire enérgicamente en la boca de Roland. Fue necesario repetir esta operación cinco veces hasta que el cuerpo de Roland, con una violenta sacudida, reaccionó y empezó a escupir agua de mar y a convulsionarse, mientras su amigo trataba de sujetarle.
Finalmente, Roland abrió los ojos y su tez amarillenta empezó a recobrar muy lentamente el co166 lor. Max le ayudó a incorporarse y a recuperar poco a poco la respiración normal.
–Estoy bien -balbuceó Roland, alzando una mano para intentar tranquilizar a sus amigos.
Alicia dejó caer sus brazos y rompió a llorar, gimiendo como nunca Max la había visto hacerlo. Max esperó un par de minutos hasta que Roland pudo sostenerse por sí mismo, tomó los remos y puso rumbo a la orilla. Roland le miraba en silencio. Le había salvado la vida. Max supo que aquella mirada desesperada y llena de gratitud siempre le acompañaría. ifc sle
–Se va a poner bien. Está agotado, eso es todo -dijo Max.
–Él lo hubiera hecho por mí -dijo Max, que prefería evitar el tema. – ¿Cómo te encuentras? – insistió su hermana. – ¿La verdad? – preguntó Max.
Alicia asintió.
–Creo que voy a vomitar -sonrió Max-. En toda mi vida no me he encontrado peor.
Alicia abrazó a su hermano con fuerza. Max se quedó inmóvil, con los brazos caídos, sin saber si se trataba de una efusión de cariño fraternal o una expresión del terror que su hermana había experimentado minutos atrás, cuando intentaban reanimar a Roland.
–Te quiero, Max -le susurró Alicia-. ¿Me has oído?
Max guardó silencio, perplejo. Alicia le liberó de su abrazo fraternal y se volvió hacia la puerta de la cabana, dándole la espalda. Max advirtió que su hermana estaba llorando.
–No lo olvides nunca, hermanito -murmuró-. Y ahora duerme un poco. Yo haré lo mismo.
–Si me duermo ahora, no me vuelvo a levantar -suspiró Max.
Cinco minutos después, los tres amigos estaban profundamente dormidos en la cabana de la playa y nada en el mundo hubiera podido despertarlos.
Capítulo catorce Al caer el crepúsculo, Víctor Kray se detuvo a cien metros de la casa de la playa, donde los Carver habían fijado su nuevo hogar. Aquella era la misma casa donde la única mujer a la que había amado realmente, Eva Gray, había dado a luz a Jacob Fleischmann. El ver de nuevo la fachada blanca de la villa reabrió heridas en su interior que creía cerradas para siempre. Las luces de la casa estaban apagadas y el
El farero recorrió el trayecto hasta la casa y cruzó la cerca blanca que la rodeaba. La misma puerta y las mismas ventanas que recordaba perfectamente relucían bajo los últimos rayos del Sol. El anciano cruzó el jardín hasta el patio trasero y salió al campo que se extendía tras la casa de la playa. A lo lejos se alzaba el bosque y, en su umbral, el jardín de estatuas. Hacía mucho tiempo que no volvía a aquel lugar y se detuvo de nuevo a observarlo de lejos, temeroso de lo que se ocultaba tras sus muros. Una densa niebla se esparcía en dirección a la vivienda a través de los oscuros barrotes de la verja del jardín de estatuas.
Víctor Kray estaba asustado y se sentía viejo. El miedo que le carcomía el alma era el mismo que había experimentado décadas atrás en los callejones de aquel suburbio industrial, donde oyó por vez primera la voz del Príncipe de la Niebla. Ahora, en el ocaso de su vida, aquel círculo parecía cerrarse y, a cada jugada, el anciano sentía que ya no le quedaban ases para la apuesta final.
El farero avanzó con paso firme hasta la entrada del jardín de estatuas. Pronto, la niebla que brotaba del interior le cubrió hasta la cintura. Víctor Kray introdujo la mano temblorosa en el bolsillo de su abrigo y extrajo su viejo revólver, cargado concienzudamente antes de partir, y una potente linterna. Con el arma en la mano, se adentró en el recinto, encendió la linterna y alumbró el interior del jardín. El haz de luz reveló un panorama insólito. Víctor Kray bajó el arma y se frotó los ojos, pensando que estaba siendo víctima de alguna alucinación. Algo había ido mal, o al menos, aquello no era lo que esperaba encontrar. Dejó que el haz de la linterna rebanase de nuevo la niebla. No era una ilusión: el jardín de estatuas estaba vacío.
Al tiempo que trataba de restablecer el orden en sus pensamientos, Víctor Kray percibió el murmullo lejano de una nueva tormenta que se aproximaba y alzó la vista hacia el horizonte. Un manto amenazador de nubes oscuras y turbias se extendía sobre el cielo como una mancha de tinta en un estanque. Un rayo escindió el cielo en dos y el eco de un trueno llegó a la costa como el redoble premonitorio de una batalla. Víctor Kray escuchó la letanía del temporal que se fraguaba mar adentro y, finalmente, recordando haber contemplado aquella misma visión a bordo del Orpheus veinticinco años atrás, comprendió lo que iba a suceder. ·.:·· Max despertó empapado en sudor frío y tardó unos segundos en averiguar dónde se encontraba. Sentía su corazón palpitar como el motor de una vieja motocicleta. A pocos metros de él, reconoció un rostro familiar: Alicia, dormida junto a Roland; y recordó que estaba en la cabana de la playa. Hubiera jurado que su sueño apenas había durado más de unos minutos, aunque en realidad había dormido por espacio de casi una hora. Max se incorporó sigilosamente y salió al exterior en busca de aire fresco, mientras las imágenes de una angustiosa pesadilla de asfixia en la que él y Roland quedaban atrapados en el interior del casco del Orpheus se desvanecían en su mente.
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Max intuía que tras los acontecimientos de los últimos días se escondía alguna lógica. La sensación de un peligro inminente se palpaba en el aire y, si se detenía a pensar en ello, podía trazarse una línea ascendente en las apariciones del Dr. Caín. A cada hora que pasaba, su presencia parecía adquirir mayor poder. A los ojos de Max, todo formaba parte de un complejo mecanismo que iba ensamblando sus piezas una a una y cuyo centro convergía en torno al oscuro pasado de Jacob Fleischmann, desde las enigmáticas visitas al jardín de estatuas que había presenciado en las películas del cobertizo a aquella criatura indescriptible que había estado a punto de acabar con sus vidas aquella misma tarde.
Habida cuenta de lo sucedido aquel día, Max comprendía que no podían permitirse el lujo de esperar un nuevo encuentro con el Dr. Caín para acA tuar: era preciso anticiparse a sus movimientos y tratar de prever cuál sería su próximo paso. Para Max sólo había un modo de averiguarlo: seguir la pista que Jacob Fleischmann había dejado años atrás en sus películas.
Sin molestarse en despertar a Alicia y a Roland, Max montó en su bicicleta y se dirigió hacia la casa de la playa. A lo lejos, sobre la línea del horizonte, un punto oscuro emergió de la nada y empezó a expandirse como una nube de gas letal. La tormenta se estaba formando.
De vuelta en la casa de los Carver, Max enhebró el rollo de película en la bobina del proyector. La temperatura había bajado ostensiblemente mientras cubría el trayecto en bicicleta y seguía descendiendo. Los primeros ecos de la tormenta podían escucharse entre las ráfagas ocasionales de viento que golpeaban los postigos de la
Tras un par de minutos en la planta baja, la película trasladaba al espectador al piso superior.
Una vez en el umbral del pasillo, la cámara se aproximaba hasta la puerta del extremo, que conducía a la habitación ocupada por Irina hasta el accidente. La puerta se abría y la cámara penetraba en la estancia sumida en la penumbra. La sala estaba vacía y la cámara se detenía frente a la puerta del armario en la pared.
Transcurrieron varios segundos de película sin que nada sucediese y sin que la cámara registrase movimiento alguno en la estancia desocupada. Repentinamente, la puerta del armario se abría con fuerza y golpeaba la pared, balanceándose sobre los goznes. Max forzó la vista para dilucidar qué es lo que se entreveía en el interior del armario oscuro y observó cómo una mano enfundada en un guante blanco emergía de entre las sombras, sosteniendo un objeto brillante que pendía de una cadena. Max adivinó lo que venía a continuación: el Dr. Caín salía del armario y sonreía a la cámara. Max reconoció la esfera que el Príncipe de la mebla tenía en sus manos: era el reloj que su padre le había regalado y que él había perdido en el interior del mausoleo de Jacob Fleischmann. Ahora estaba en poder del mago, que de algún modo se había llevado consigo su más preciada posesión a la dimensión fantasmal de las imágenes en blanco y negro que brotaban del viejo proyector.
La cámara se acercó al reloj y Max pudo ver nítidamente cómo las agujas de la esfera retrocedían a una velocidad inverosímil y creciente hasta que se hizo imposible distinguirlas. Al poco, la esfera empezó a desprender humo y chispas y finalmente el reloj prendió en llamas. Max contempló hechizado la escena, incapaz de apartar sus ojos del reloj ardiente. Un instante después, la cámara se desplazaba bruscamente hasta la pared de la habitación y enfocaba un viejo tocador sobre el que se distinguía un espejo. La cámara se acercaba a él y se detenía para revelar con toda claridad la imagen de quien sostenía la cámara sobre la lámina de cristal.
Max tragó saliva; por fin se enfrentaba cara a cara con quien había filmado aquellas películas años atrás, en aquella misma casa. Podía reconocer aquel rostro infantil y sonriente que se estaba filmando a sí mismo. Había en él unos años menos, pero las facciones y la mirada eran las mismas
La película se encalló en el interior del proyector y el fotograma atascado frente a la lente empezó a fundirse lentamente en la pantalla. Max apagó el proyector y apretó los puños para detener el temblor que se había apoderado de sus manos. Jacob Fleischmann y Roland eran una misma persona.
La luz de un relámpago inundó la sala en sombras por una fracción de segundo y Max advirtió que tras la ventana una figura golpeaba en el cristal con los nudillos, haciendo señas para entrar. Max encendió la luz de la sala y reconoció el semblame cadavérico y aterrorizado de Víctor Kray, que a juzgar por su aspecto parecía haber presenciado una aparición. Max se dirigió a la puerta y dejó entrar al anciano. Tenían mucho de qué hablar.
Capítulo quince
1
Víctor Kray estaba tiritando y Max no sabía si atribuir aquel estado al viento frío que traía la tormenta o al miedo que el anciano parecía ya incapaz de ocultar. – ¿Qué estaba haciendo ahí afuera, señor Kray? – preguntó Max.
–He estado en el jardín de estatuas -contestó el anciano, recobrando la calma.
Víctor Kray sorbió un poco de té de la taza humeante y la dejó reposar en la mesa. – ¿Dónde está Roland, Max? – preguntó el anciano nerviosamente. – ¿Por qué quiere saberlo? – replicó Max en un tono que no enmascaraba la desconfianza que le inspiraba el anciano a la luz de sus últimas averiguaciones.
–Max, algo terrible va a suceder esta noche si no lo impedimos -dijo finalmente Víctor Kray, consciente de que su afirmación no sonaba muy convincente-. Necesito saber dónde está Roland. Su vida corre gran peligro.
Max guardó silencio y escrutó el rostro implorante del anciano. No creía una sola palabra de cuanto el farero acababa de decir. – ¿Qué vida, señor Kray, la de Roland o la de Jacob Fleishmann? – interpeló, esperando la reacción de Víctor Kray.
El anciano entornó los ojos y suspiró, abatido.
–Creo que no te entiendo, Max -murmuró.
–Yo creo que sí. Sé que me mintió, señor Kray -dijo Max clavando una mirada acusadora en el rostro del anciano-. Y sé quién es Roland en realidad. Nos ha estado usted engañando desde el principio. ¿Por qué?
Víctor Kray se incorporó y caminó hasta una de las ventanas, echando un vistazo al exterior, como si esperase la llegada de alguna visita. Un nuevo trueno estremeció la casa de la playa. La tormenta estaba cada vez más próxima a la costa y Max podía escuchar el sonido del oleaje rugiendo en el océano.
–Dime dónde está Roland, Max -insistió una vez más el anciano, sin dejar de vigilar el exterior-. No hay tiempo que perder.
–No sé si puedo confiar en usted. Si quiere que le ayude, primero tendrá que contarme la verdad -exigió Max, que no estaba dispuesto a permitir que el farero le dejase de nuevo a media luz.
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–Está bien, Max. Te contaré la verdad, si eso es lo que quieres -murmuró.
Max se sentó frente a él y asintió, dispuesto a escucharle de nuevo.
–Casi todo lo que os conté el otro día en el faro era cierto -empezó el anciano-. Mi antiguo amigo Fleischmann había prometido al Dr. Caín que le entregaría su primer hijo a cambio de conseguir a Eva Gray. Un año después de la boda, cuando yo ya había perdido el contacto con ambos, Fleischmann empezó a recibir las visitas del Dr. Caín, que le recordaba la naturaleza de su pacto. Fleischmann trató por todos los medios de evitar aquel hijo, hasta el extremo de destrozar su matrimonio. Después del naufragio del Orpheus, me creí en la obligación de escribirles y liberarles de la condena que durante años les había hecho desgraciados. Yo confiaba en que la amenaza del Dr. Caín había quedado sepultada para siempre bajo el mar. O al menos, fui tan insensato como para convencerme a mí mismo de ello. Fleischmann se sentía culpable y en deuda conmigo y pretendía que los tres, Eva, él y yo volviése180 mos a estar juntos, como en los años de la universidad. Aquello era absurdo, claro está. Habían sucedido demasiadas cosas. Aun así, tuvo el capricho de hacer construir la casa de la playa, bajo cuyo techo habría de nacer su hijo Jacob poco tiempo después. El pequeño fue la bendición del cielo que les devolvió la alegría de vivir a ambos. O eso parecía, porque desde la misma noche de su nacimiento, yo supe que algo iba mal. Aquella misma madrugada volví a soñar con el Dr. Caín. Mientras el niño crecía, FleiSchmann y Eva estaba tan cegados por la alegría que eran incapaces de reconocer la amenaza que se cernía sobre ellos. Ambos estaban volcados en procurar la felicidad del niño y en cornplacer todos sus caprichos. Nunca hubo un niño en la Tierra tan consentido y mimado como Jacob Fleischmann. Pero, poco a poco, los signos de la presencia de Caín se fueron haciendo más palpables. Un día, cuando Jacob tenía cinco años, el niño se perdió mientras jugaba en el patio de atrás.
Fleischmann y Eva lo buscaron desesperados durante horas, pero no había señal de él. Al caer la noche, Fleischmann tomó una linterna y se adentró en el bosque, temiendo que el pequeño se hubiera extraviado en la espesura y sufrido un accidente.
Cuando habían construido la casa, seis años atrás, Fleischmann recordaba que en el umbral del bosque existía un pequeño recinto cerrado y vacío que al parecer había pertenecido, mucho tiempo atrás, a un antigua perrera derribada a principios de siglo. Era el lugar donde se encerraba a los animales que iban a ser sacrificados. Aquella noche, una intuición llevó a Fleischmann a pensar que tal vez el niño había entrado allí y había quedado atrapado. Su corazonada era en parte acertada, pero no sólo encontró a su hijo allí.
El recinto que años atrás había estado desierto, estaba ahora poblado por estatuas.
Jacob estaba jugando entre las figuras cuando su padre le encontró y le sacó de allí.
Un par de días después, Fleischmann me visitó en el faro y me explicó lo sucedido.
Me hizo jurar que, si algo le sucedía a él, yo me haría cargo del pequeño. Aquello fue sólo el principio. Fleischmann ocultaba a su esposa los incidentes inexplicables que se sucedían en torno al niño, pero en el fondo él comprendía que no había escapatoria y que tarde o temprano Caín volvería a buscar lo que le pertenecía. – ¿Qué sucedió la noche en que Jacob se ahogó? – interrumpió Max, intuyendo la respuesta, pero deseando que las palabras del anciano probasen que sus temores eran erróneos.
Víctor Kray bajó la cabeza y se tomó unos segundos para responder.
–Tal día como hoy, el 23 de junio, el mismo día en que el Orpheus se hundió, una terrible tormenta se desató en el mar. Los pescadores corrieron a asegurar sus barcas y la gente del pueblo cerró puertas y ventanas, al igual que lo habían hecho la noche del naufragio. El pueblo se transformó en una
–He visto esa forma -interrumpió Max, ahorrándole al anciano las descripciones de la criatura que él mismo había visto tan sólo unas horas antes-. Continúe.
–Me pregunté por qué Fleischmann y su mujer no estaban allí, tratando de sacar al niño y miré hacia la casa. Una banda de figuras circenses que parecían cuerpos de piedra móvil los retenían bajo el porche.
–Las estatuas del jardín -corroboró Max.
El anciano asintió.
–Lo único que pensé en aquel momento fue en salvar al niño. Aquella cosa lo había tomado en sus brazos y lo arrastraba mar adentro. Me lancé contra la criatura y la atravesé. La enorme silueta de agua se desvaneció en la oscuridad. El cuerpo de Jacob se había hundido. Me sumergí varias veces hasta que lo palpé en la oscuridad y pude rescatar su cuerpo para llevarlo de nuevo hasta la superficie.
Arrastré al niño hasta la arena, lejos de las olas y traté de reanimarle. Las estatuas habían desaparecido con Caín. Fleischmann y Eva corrieron junto a mí para socorrer al niño, pero cuando llegaron ya no tenía pulso. Lo llevamos al interior de la casa y tratamos de reanimarle inútilmente: el niño estaba muerto. Fleischmann estaba fuera
Estaba en estado de shock. No nos reconocía y no parecía recordar ni su propio nombre. Eva arropó al niño y lo llevó arriba, donde le dejó dormir. Cuando volvió a bajar, un rato más tarde, se acercó a mí y, muy serenamente, me dijo que, si el niño seguía con ellos, su vida correría peligro. Me pidió que me hiciese cargo de él y lo criase como haría con mi propio hijo, como al hijo que, si el destino hubiera tomado otro camino, hubiera podido ser el nuestro. Fleischmann no se atrevió a entrar en la casa. Acepté lo que me pedía Eva Gray y pude ver en sus ojos cómo renunciaba a lo único que había dado sentido a su vida. Al día siguiente me llevé al niño conmigo.
No volví a ver los Fleischmann.
Víctor Kray hizo una larga
–Supe un año después que él había muerto, víctima de una extraña infección que contrajo a través de la mordedura de un perro salvaje. Y aun ahora, no sé si Eva Gray vive todavía en algún lugar del país.
Max examinó el semblante abatido del anciano y supuso que le había juzgado erróneamente, aunque hubiera preferido confirmarle como un villano y no tener que enfrentarse a lo que sus palabras ponían en evidencia.
–Usted inventó la historia de los padres de Roland, incluso inventó su nombre… -concluyó Max.
Kray asintió, admitiendo ante un muchacho de trece años al que apenas había visto un par de veces el mayor secreto de su vida.
–Entonces, ¿Roland no sabe quién es en realidad? – preguntó Max.
El anciano negó repetidamente y Max advirtió que finalmente había lágrimas de rabia en sus ojos, castigados por demasiados años vigilando en lo alto del faro. – ¿Quién está enterrado entonces en la tumba de Jacob Fleishmann en el cementerio? – preguntó Max.
–Nadie -respondió el anciano-. Nunca se construyó esa tumba ni se ofició un funeral. La tumba que viste el otro día apareció en el cementerio local a la semana siguiente de la tormenta. Las gentes del pueblo creen que Fleischmann la mandó construir para su hijo.
–No lo entiendo -replicó Max-. Si no fue Fleischmann, ¿quién la construyó y para qué?
Víctor Kray sonrió amargamente al muchacho.
–Caín -respondió finalmente-. Caín la colocó allí y la ha estado reservando desde entonces para Jacob.
*
#
*
El envite de las olas que rompían en la playa despertó a Alicia. Ya había caído la noche y, a juzgar por el intenso repiqueteo del agua sobre el tejado de la cabana, una fuerte tormenta se había desencadenado sobre la bahía mientras dormían. Alicia se incorporó, aturdida todavía, y comprobó que Roland seguía tendido en el catre, murmurando palabras ininteligibles en su sueño. Max no estaba allí y Alicia supuso que su hermano estaría afuera, contemplando la lluvia sobre el mar; a Max le fascinaba la lluvia. Se dirigió hasta la puerta y la abrió, echando un vistazo a la playa.
Una densa niebla azulada reptaba desde el mar
Alicia despegó los labios para contestar, pero algo la detuvo. Roland contempló estupefacto cómo una densa niebla se filtraba por todas las junturas de la cabana y envolvía a Alicia. La muchacha gritó y la puerta sobre la que había estado apoyada salió despedida hacia el exterior, arrancada de los goznes por una fuerza invisible.
Roland saltó del catre y corrió hacia Alicia, que se alejaba en dirección al mar envuelta en aquella garra formada por la niebla vaporosa. Una figura se interpuso en su camino y Roland reconoció al espectro de agua que le había arrastrado a las profundidades. El rostro lobuno del payaso se iluminó.
–Hola, Jacob -susurró la voz tras los labios gelatinosos-. Ahora sí que vamos a divertirnos.
Roland golpeó la forma acuosa y la silueta de Caín se desintegró en el aire, dejando caer en el vacío litros y litros de agua. Roland se precipitó al exterior y recibió el golpe de la tormenta. Una gran cúpula de espesas nubes purpúreas se había formado sobre la bahía. Desde su cima, un rayo cegador
Alicia gritó, luchando por zafarse del abrazo letal que la aprisionaba y Roland corrió sobre las piedras hasta la orilla. Intentó alcanzar su mano hasta que una fuerte sacudida del mar le derribó. Cuando se puso en pie de nuevo, toda la bahía temblaba bajo sus pies y Roland escuchó un enorme rugido que pareció ascender desde las profundidades. El muchacho retrocedió unos pasos, luchando por mantener el equilibrio y pudo ver que una gigantesca forma luminosa ascendía desde el fondo del mar hacia la superficie, levantando olas de varios metros en todas direcciones. En el centro de la bahía, Roland reconoció la silueta de un mástil emergiendo de entre las aguas. Lentamente, ante sus ojos incrédulos, el casco del Orpheus salió a flote, envuelto en un halo espectral.
Sobre el puente, Caín, envuelto en su capa, alzó un bastón plateado al cielo y un nuevo rayo cayó sobre él, prendiendo de luz resplandeciente todo el casco del Orpheus. El eco de la cruel carcajada del mago inundó la bahía mientras la garra fantasmal soltaba a Alicia a sus pies.
–Es a ti a quien quiero, Jacob -susurró la voz de Caín en la mente de Roland-. Si no quieres que ella muera, ven a buscarla…
Capítulo dieciséis Max pedaleaba bajo la lluvia cuando el resplandor del rayo le sobresaltó y reveló la visión del Orpheus, resurgido de las profundidades e impregnado de una luminosidad hipnótica que emanaba del propio metal. El viejo buque de Caín navegaba de nuevo sobre las aguas enfurecidas de la bahía. Max pedaleó hasta perder el aliento, temiendo que, cuando llegara a la cabana, ya fuera demasiado tarde. Había dejado atrás al viejo farero, que no podía ni mucho menos igualar su ritmo. Al llegar al borde de la playa, Max saltó de la bicicleta y corrió hacia la cabana de Roland. Descubrió que la puerta había sido arrancada de cuajo y localizó la silueta paralizada de su amigo en la orilla, mirando hechizado el buque fantasma que surcaba el oleaje. Max dio gracias al cielo y corrió a abrazarle.
–Tiene a Alicia -dijo Roland finalmente.
Max sabía que su amigo no comprendía lo que estaba sucediendo realmente e intuyó que intentar explicárselo sólo complicaría la situación.
–Pase lo que pase -dijo Max-, aléjate de él. ¿Me has oído? Aléjate de Caín.
Roland ignoró sus palabras y se adentró en el agua hasta que el oleaje le cubrió la cintura. Max fue tras él y le retuvo, pero Roland, más fuerte que su amigo, se zafó fácilmente de él y le empujó con fuerza antes de lanzarse a nadar. – ¡Espera! – gritó Max-. ¡No sabes lo que está pasando! ¡Te busca a ti!
–Ya lo sé -replicó Roland sin darle tiempo a pronunciar una palabra más.
Max vio zambullirse a su amigo en las olas y emerger unos metros más allá, nadando hacia el Orpheus. La mitad prudente de su alma le pedía a gritos correr de vuelta a la cabana y esconderse bajo el catre hasta que todo hubiera pasado. Como siempre, Max escuchó a la otra mitad y se lanzó tras su amigo con la seguridad de que, esta vez, no volvería a tierra con vida.
Los largos dedos enfundados en un guante de Caín se cerraron sobre la muñeca de Alicia como una tenaza y la muchacha sintió que el mago tiraba de ella, arrastrándola sobre la cubierta resbaladiza del Orpheus. Alicia intentó librarse de la presa forcejeando con fuerza. Caín se volvió y, alzándola en el aire sin ningún esfuerzo, acercó su rostro a escasos centímetros del de Alicia, hasta que la muchacha pudo ver cómo las pupilas de aquellos ojos ardientes de rabia se dilataban y cambiaban de color, del azul al dorado.
–No te lo repetiré -amenazó el mago con voz metálica y carente de vida-. Estáte quieta o te arrepentirás. ¿Me has entendido?
El mago incrementó dolorosamente la presión de sus dedos y Alicia temió que, de no detenerse, Caín le pulverizaría los huesos de la muñeca como si fueran de arcilla seca. Alicia comprendió que era inútil oponer resistencia y asintió nerviosamente.
Caín aflojó la presa y sonrió. No había compasión ni cortesía en aquella sonrisa, sólo odio. El mago la soltó y Alicia cayó de nuevo sobre la cubierta, golpeándose la frente contra el metal. Se palpó la piel y sintió el escozor punzante de un corte
–Levántate -ordenó el mago, empujándola a través de un corredor que se extendía tras el puente del Orpheus y conducía a los camarotes de cubierta.
Alicia contuvo la respiración. El mago estiró con fuerza de su pelo y la arrastró hasta la puerta del camarote.
–La mejor suite del barco, querida. El camarote del capitán para mi invitada de honor. Disfruta de la compañía.
Caín la empujó brutalmente al interior y cerró la compuerta a su espalda. Alicia cayó de rodillas y palpó la pared a su espalda, en busca de un punto de apoyo. El camarote estaba prácticamente sumido en la oscuridad y la única claridad que conseguía abrirse paso provenía de un estrecho ojo de buey al que los años bajo las aguas habían cubierto de una gruesa costra semitransparente de algas y restos orgánicos.
Las continuas sacudidas del barco en la tormenta la empujaban contra las paredes del camarote. Alicia se aferró a una tubería oxidada y escrutó la penumbra, luchando por apartar de su mente el hedor penetrante que reinaba en aquel lugar. Sus ojos tardaron un par de minutos en habituarse a las mínimas condiciones de luz y permitirle examinar la celda que Caín le había reservado. No había más salida a la vista que la compuerta que el mago había sellado al irse. Alicia buscó desesperadamente una barra de metal o un objeto contundente con que intentar forzar la compuerta del camarote, pero no pudo hallar nada. Mientras palpaba en la penumbra en pos de una herramienta que le permitiese liberarse, sus manos rozaron algo que había estado apoyado contra la pared. Alicia se apartó, sobresaltada. Los restos irreconocibles del capitán del Orpheus cayeron a sus pies y Alicia cornprendió a quién se refería Caín al hablar de su cornpañía. El destino no había jugado a favor del viejo holandés errante. El estruendo del mar y el temporal ahogaron sus gritos.
Por cada metro que Roland ganaba en su camino hasta el Orpheus, la furia del mar le arrastraba bajo el agua y le devolvía a la superficie en el rompiente de una ola, envolviéndole en un torbellino de espuma cuya fuerza no podía combatir. Frente a él, el barco se debatía con los muros de oleaje que el temporal lanzaba contra el casco.
A medida que se aproximaba al buque, la violencia del mar le hacía más dificultoso el controlar la dirección en que la corriente le zarandeaba y Roland temió que un golpe repentino de oleaje pudiera estrellarle contra el casco del Orpheus y hacerle perder el sentido. Si eso sucedía, el mar le engulliría
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El Orpheus se alzaba a menos de una docena de metros de donde se encontraba y al contemplar la pared de acero teñida de luz incandescente supo que le resultaría imposible trepar hasta la cubierta. El único camino viable era la brecha que las rocas habían abierto en el casco, provocando el hundimiento del barco veinticinco años atrás. La brecha se encontraba en la línea de flotación y aparecía y se sumergía bajo las aguas a cada envite del oleaje. Los jirones de metal del fuselaje que rodeaban el agujero negro semejaban las fauces de una gran bestia marina. La sola idea de introducirse en aquella trampa aterraba a Roland, pero era su única oportunidad de llegar hasta Alicia. Luchó por no ser arrastrado por la siguiente ola y, una vez la cresta hubo pasado sobre él, se lanzó hacia el agujero del casco y penetró en él como un torpedo humano hacia las tinieblas.
Víctor Kray atravesó sin aliento las hierbas salvajes que separaban la bahía del camino del faro. La lluvia y el viento caían con fuerza y frenaban su avance como manos invisibles empeñadas en alejarle de aquel lugar. Cuando consiguió llegar hasta la playa, el Orpheus se alzaba en el centro de la bahía, navegando en línea recta hacia el acantilado y envuelto en un aura de luz sobrenatural. La proa del barco rompía el oleaje que barría la cubierta y levantaba una nube de espuma blanca a cada nueva sacudida del océano. Una sombra de desesperación se abatió sobre él: sus peores temores se habían hecho realidad y había fracasado; los años habían debilitado su mente y el Príncipe de la Niebla le había engañado una vez más. Sólo pedía ya al cielo que no fuera demasiado tarde para salvar a Roland del destino que el mago tenía reservado para él. En aquel momento, Víctor Kray hubiera entregado gustoso su vida si con ello garantizase a Roland una mínima oportunidad de escapar.
Sin embargo, una oscura premonición le hacía sospechar que había faltado a la promesa que hizo a la madre del niño.
Víctor Kray se encaminó hacia la cabana de Roland, con la vana esperanza de encontrarle allí. No había rastro de Max ni de la muchacha y la visión de la puerta de la cabana derribada en la playa le hizo albergar los peores augurios. Entonces, una chispa de esperanza se encendió ante él al comprobar que había luz en el interior de la cabana. El farero se apresuró hacia la entrada, voceando el nombre de Roland. La figura de un lanzador de cuchillos de piedra pálida y viva salió a recibirle.
–Un poco tarde para lamentarse, abuelo -dijo, permitiendo al anciano reconocer la voz de Caín.
Max advirtió que Roland penetraba en el casco del Orpheus a través del agujero en el fuselaje y sintió que sus fuerzas flaqueaban a cada nueva sacudida de las olas. Él no era un nadador comparable a Roland y a duras penas conseguiría mantenerse a flote durante mucho más tiempo en medio de aquel temporal, a menos que encontrase el modo de subir a bordo del buque. Por otro lado, la certeza de que el peligro les esperaba en las entrañas del barco se le hacía más evidente a cada minuto que pasaba y comprendía que el mago les estaba llevando a su terreno como moscas a la miel.
Tras escuchar un estruendo ensordecedor, Max contempló cómo una inmensa pared de agua se alzaba por la popa del Orpheus y se aproximaba a gran velocidad al buque. En pocos segundos, el impacto de la ola arrastró al barco hasta el acantilado y la proa se incrustó en las rocas, provocando una violenta sacudida en todo el casco.
El mástil que sostenía las señales luminosas del puente se desplomó al costado del barco y su extremo cayó a unos metros de Max, que se sumergió en las aguas.
El impulso de la corriente empujó a Roland a través de la sentina inundada del Orpheus y el muchacho se protegió la cara con los brazos para evitar los golpes que su avance entre los restos del naufragio le propinaba. Roland se meció a merced del agua hasta que una sacudida en el casco le lanzó contra la pared, donde pudo asirse a una escalerilla metálica que ascendía hacia la parte superior del barco.
Roland trepó por la angosta escalerilla y cruzó una escotilla que desembocaba en la oscura sala de máquinas que albergaba los motores destruidos del Orpheus. Atravesó los restos de la maquinaria hasta el corredor de ascenso a la cubierta y, una vez allí, cruzó a toda prisa el pasillo de camarotes hasta llegar al puente del buque.
Paradójicamente, Roland reconocía cada rincón de la sala y todos los objetos que tantas veces había observado buceando bajo el agua. Desde aquel puesto de observación, Ro197
Roland se apresuró a sujetarse a la rueda del timón y sus pies resbalaron sobre la película de algas que recubría el piso. Rodó varios metros hasta golpearse con el antiguo aparato de radio y su cuerpo experimentó la tremenda vibración del impacto del casco contra los acantilados. Pasado el peor momento, se incorporó y escuchó un sonido cercano, una voz humana en el fragor de la tormenta. El sonido se repitió y Roland lo reconoció: era Alicia pidiendo ayuda a gritos en algún lugar del buque.
Una vez estuvo sólidamente aferrado, saltó torpemente sobre la cubierta y cayó de bruces. Una forma oscura cruzó frente a él y Max alzó la mirada, con la esperanza de ver a Roland. La silueta de Caín desplegó su capa y le mostró un objeto dorado que se balanceaba del extremo de una cadena. Max reconoció su reloj. – ¿Buscas esto? – preguntó el mago, arrodillándose junto al muchacho y meciendo el reloj que Max había perdido en el mausoleo de Jacob Fleischmann ante sus ojos. – ¿Dónde está Jacob? – interrogó Max, ignorando la mueca burlona que parecía fijada al rostro de Caín como una mascarilla de cera.
–Ésa es la pregunta del día -respondió el mago-, y tú me ayudarás a responderla.
Caín cerró su mano sobre el reloj y Max escuchó el crujido del metal. Cuando el mago mostró de nuevo la palma abierta, apenas quedaba del regalo que su padre le había hecho un amasijo ir reconocible de tornillos y tuercas aplastadas.
–El tiempo, querido Max, no existe; es una ilusión. Incluso tu amigo Copérnico hubiese adivinado eso si hubiese tenido precisamente tiempo. ¿Irónico, verdad?
Max sintió cómo la presa letal de Caín le cortaba la respiración y circulación a la cabeza. – ¿Es una buena pregunta, verdad?
El mago soltó a Max sobre la cubierta. El impacto del metal herrumbroso contra su cuerpo le nubló la visión por unos segundos y un espasmo de nausea se apoderó de él. – ¿Por qué persigue a Jacob? – balbuceó Max, tratando de ganar tiempo para Roland.
–Los negocios son los negocios, Max -respondió el mago-. Yo ya cumplí mi parte del trato. – ¿Pero qué importancia puede tener la vida de un chico para usted? – espetó Max-.
Además, ya se vengó matando al Dr. Fleischmann, ¿no es cierto?
El rostro del Dr. Caín se iluminó, como si Max acabase de formularle la pregunta que ansiaba responder desde que habían iniciado su diálogo.
–Cuando no se salda la deuda de un préstamo, hay que pagar intereses. Pero eso no anula la deuda. Es mi ley -siseó la voz del mago-. Y es mi alimento. La vida de Jacob y la de muchos como él. ¿Sabes cuántos años hace que recorro el mundo, Max? ¿Sabes cuántos nombres he tenido?
Max negó agradeciendo cada segundo que el mago perdía hablando con él.
–Dígamelo -respondió con un hilo de voz, fingiendo una temerosa admiración ante su interlocutor.
Caín sonrió eufórico. En aquel momento, sucedió lo que Max había estado temiendo.
Entre el estruendo de la tormenta, se escuchó la voz de Roland llamando a Alicia.
Max y el mago cruzaron una mirada; ambos lo habían oído. La sonrisa se desvaneció del rostro de Caín y su rostro recuperó la oscura faz de un depredador hambriento y sanguinario.
–Muy listo -murmuró.
Max tragó saliva, preparado para lo peor.
El mago desplegó una mano frente a él y Max contempló petrificado cómo cada uno de sus dedos se transformaba en una larga aguja. A pocos metros de allí, Roland gritó de nuevo. Caín se volvió a mirar a sus espaldas y Max se abalanzó hacia la borda del buque. La garra del mago se cerró sobre su nuca y le hizo girar lentamente, hasta enfrentarle cara a cara con el Príncipe de la Niebla.
–Lástima que tu amigo no sea la mitad de hábil que tú. Quizá debería hacer los tratos contigo. Otra vez será -escupieron los labios del mago-. Hasta la vista, Max. Espero que hayas aprendido a bucear desde la última vez.
Con la fuerza de una locomotora, el mago lanzó a Max por los aires, de vuelta al mar. El cuerpo de Max trazó un arco de más de diez metros y cayó sobre el oleaje, sumergiéndose en la fuerte corriente helada. Max luchó por salir a flote y batió brazos y piernas con todas sus fuerzas para escapar de la letal fuerza de succión que parecía arrastrarle hacia la negra oscuridad del fondo. Nadando a cie202 gas, sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar y finalmente emergió a pocos metros de las rocas. Inspiró una bocanada de aire y, peleando por mantenerse a flote, consiguió que lentamente las olas le llevaran hasta el borde de la pared rocosa donde consiguió asirse a un saliente desde el que trepar y ponerse a salvo. Las aristas afiladas de las rocas le mordieron la piel y Max sintió cómo abrían pequeñas heridas en sus miembros, tan entumecidos por el frío que apenas podían sentir el dolor. Luchando por no desfallecer, ascendió unos metros hasta encontrar un recodo entre las rocas fuera del alcance del oleaje. Sólo entonces pudo tenderse sobre la dura piedra y descubrir que estaban tan aterrorizado que no era capaz de creer que había salvado su vida.
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–Debe de ser algo de familia. Todos con vocación de héroe -comentó amablemente el mago-. Me estáis empezando a gustar. – ¿Qué es lo que quiere? – dijo Alicia, impregnando su voz temblorosa de todo el desprecio que pudo reunir.
Caín pareció considerar la pregunta y se desenfundó los guantes con parsimonia. Alicia advirtió que sus uñas eran largas y afiladas como la punta de una daga. Caín la señaló con una de ellas.
–Eso depende. ¿Qué me sugieres tú? – ofreció el mago dulcemente, sin apartar sus ojos del rostro de Alicia.
–No tengo nada que darle -replicó Alicia, dirigiendo una mirada furtiva a la compuerta abierta del camarote.
Caín negó con el índice, leyendo sus intenciones.
–No sería una buena idea -sugirió-. Volvamos a lo nuestro. ¿Por qué no hacemos un trato? Una entente entre adultos, por así decirlo. – ¿Qué trato? – respondió Alicia, esforzándose por rehuir la mirada hipnótica de Caín que parecía succionar su voluntad con la voracidad de un parásito de almas.
–Así me gusta, que hablemos de negocios. Dime, Alicia, ¿te gustaría salvar a Jacob, perdón, a Roland? Es un muchacho apuesto, diría yo -dijo el mago relamiendo cada una de las palabras de su oferta con infinita delicadeza.
El mago cruzó las manos y frunció el ceño, pensativo. Alicia advirtió que nunca parpadeaba.
–Yo tenía pensada otra cosa, querida -explicó el mago, acariciándose el labio inferior con la yema de su dedo índice-. ¿Qué hay de la vida de tu primer hijo?
–Vayase al infierno -dijo, conteniendo la rabia.
Las gotas de saliva se evaporaron como si las hubiese lanzado a una plancha de metal ardiente.
–Querida niña, de allí vengo -replicó Caín.
Lentamente, el mago extendió su mano desnuda hacia el rostro de Alicia. La muchacha cerró los ojos y notó el contacto helado de sus dedos y las largas y afiladas uñas sobre su frente durante unos instantes. La espera se hizo interminable.
Finalmente, Alicia oyó cómo sus pasos se alejaban y la cornpuerta del camarote se cerraba de nuevo. El hedor a podredumbre escapó por las junturas de la escotilla del camarote como el vapor desde una válvula a presión. Alicia sintió deseos de llorar y golpear las paredes hasta aplacar su furia, pero hizo un esfuerzo por no perder el control y mantener la mente clara. Tenía que salir de allí y no disponía de mucho tiempo para hacerlo.
Fue hasta la compuerta y palpó el contorno en busca de una brecha o algún resquicio por el que tratar de forzarla. Nada. Caín la había sellado en un sarcófago de aluminio oxidado en compañía de los huesos del viejo capitán del Orpheus. En aquel momento, una fuerte conmoción sacudió el barco y Alicia cayó de bruces contra el suelo. A los poeos segundos, un sonido apagado empezó a hacerse audible desde las entrañas del barco. Alicia apoyó el oído en la compuerta y escuchó atentamente; era el siseo inconfundible del agua fluyendo. Gran cantidad de agua. Alicia, presa del pánico, comprendió lo que sucedía: el casco se inundaba y el Orpheus se hundía de nuevo, empezando por las bodegas. Esta vez no pudo contener su alarido de terror. #* Roland había recorrido todo el buque en busca de Alicia sin éxito. El Orpheus se había transformado en una laberíntica catacumba submarina de interminables corredores y compuertas atrancadas. El mago podía haberla ocultado en decenas de lugares. Volvió al puente y trató de deducir dónde podía estar atrapada. La sacudida que atravesó el barco le hizo perder el equilibrio y Roland cayó sobre el piso húmedo y resbaladizo. De entre las sombras del puente apareció Caín, como si su silueta hubiese emergido del metal resquebrajado del piso.
Nunca has tenido sentido de la oportunidad, ¿verdad?
–No sé de qué está usted hablando. ¿Dónde está Alicia? – exigió Roland, dispuesto a lanzarse sobre su oponente.
El mago cerró los ojos y juntó las palmas de las manos como si fuese a entonar una oración.
–En algún lugar de este barco -respondió tran208 quilamente Caín-. Si has sido lo suficientemente estúpido como para llegar hasta aquí, no lo estropees ahora. ¿Quieres salvarle la vida, Jacob?
–Mi nombre es Roland -atajó el muchacho.
–Roland, Jacob… ¿Qué más da un nombre que otro? – rió Caín-. Yo mismo tengo varios. ¿Cuál es tu deseo, Roland? ¿Quieres salvar a tu amiga? ¿Es eso, no? – ¿Dónde la ha metido? – repitió Roland-. ¡Maldito sea! ¿Dónde está?
El mago se frotó las manos, como si tuviera frío. – ¿Sabes lo que tarda un barco como éste en hundirse, Jacob? No me lo digas. Un par de minutos, como mucho. ¿Sorprendente, verdad? Dímelo a mí -rió Caín.
–Usted quiere a Jacob o como quiera que me llame -afirmó Roland-. Ya lo tiene; no voy a huir. Suéltela a ella.
–Qué original, Jacob -sentenció el mago, acercándose hacia el muchacho-. Se te acaba el tiempo, Jacob. Un minuto.
El Orpheus empezó a escorar lentamente a estribor. El agua que inundaba el barco rugía bajo sus pies y la debilitada estructura de metal vibraba fuertemente ante la furia con que las aguas se abrían camino a través de las entrañas del buque, como ácido sobre un juguete de cartón. – ¿Qué tengo que hacer? – imploró Roland-. ¿Qué espera de mí?
–Bien, Jacob. Veo que vamos entrando en razón. Espero que cumplas la parte del trato que tu padre fue incapaz de cumplir -respondió el mago-. Nada más. Y nada menos.
–Mi padre murió en un accidente, yo… -empezó a explicar Roland desesperadamente.
El mago colocó su mano paternalmente sobre el hombro del muchacho. Roland sintió el contacto metálico de sus dedos.
–Medio minuto, chico. Un poco tarde para las historias de familia -cortó Caín.
Las lágrimas brotaron del rostro de Roland y lentamente el muchacho asintió.
–Bien, bien, Jacob -murmuró Caín-. Bienvenido a casa…
El mago se incorporó y señaló hacia uno de los pasillos que partían del puente.
–La última puerta de ese corredor -señaló Caín-. Pero escucha un consejo. Cuando consigas abrirla, ya estaremos bajo el agua y tu amiga no tendrá ni una gota de aire que respirar. Tú eres un buen buceador, Jacob. Sabrás lo que hacer. Recuerda tu trato…
Caín sonrió por última vez y, envolviéndose en su túnica, se desvaneció en la oscuridad mientras pasos invisibles se alejaban sobre el puente y deja210 ban huellas de metal fundido en el casco del barco. El muchacho permaneció paralizado unos segundos, recuperando el aliento, hasta que una nueva sacudida del buque le empujó contra la rueda petrificada del timón. El agua había empezado a inundar el nivel del puente.
Roland se lanzó hacia el pasillo que el mago le había indicado. El agua brotaba de las escotillas de ascenso a presión e inundaba el corredor mientras el Orpheus se hundía progresivamente en el mar. Roland golpeó en vano la compuerta con los puños. – ¡Alicia! – gritó, aunque era consciente de que ella apenas podría oírle al otro lado de la compuerta de acero-. Soy Roland. ¡Conten la respiración! ¡Voy a sacarte de aquí!
Roland aferró la rueda de la compuerta e intentó con todas sus fuerzas hacerla girar, desgarrándose las palmas de las manos en el empeño mientras el agua helada le cubría por encima de la cintura y seguía subiendo. La rueda apenas cedió un par de centímetros. Roland inspiró profundamente y forzó de nuevo la rueda, consiguiendo que girara progresivamente hasta que el agua helada le cubrió el rostro e inundó finalmente todo el corredor. La oscuridad se apoderó del Orpheus.
Cuando la compuerta se abrió, Roland buceó en el interior del camarote tenebroso palpando a ciegas en busca de Alicia. Por un terrible momento pensó que el mago le había engañado y que no había nadie allí. Abrió los ojos bajo el agua y trató de vislumbrar algo entre la tiniebla submarina luchando contra el escozor. Finalmente, sus manos alcanzaron un girón de tela del vestido de Alicia que se debatía frenéticamente entre el pánico y la asfixia. La abrazó y trató de tranquilizarla, pero la muchacha no podía ni saber quién o qué la había aferrado en la oscuridad. Consciente de que le quedaban apenas unos segundos, Roland la rodeó por el cuello y tiró de ella hacia el exterior del corredor. El buque seguía precipitándose en su descenso inexorable hacia las profundidades. Alicia forcejeaba inútilmente y Roland la arrastró hasta el puente a través del corredor por el que flotaban los despojos que el agua había arrancado de lo más profundo del Orpheus. Sabía que no podían salir del buque hasta que el casco hubiera tocado fondo porque, de intentarlo, la fuerza de succión los arrastraría a la corriente submarina sin remedio. Sin embargo, no ignoraba que habían transcurrido por lo menos treinta segundos desde que Alicia había respirado por última vez y que, a estas alturas y en su estado de pánico, habría empezado a inhalar agua. El ascenso a la superficie probablemente sería el camino a una muerte segura para ella. Caín había planeado cuidadosamente su juego.
La espera a que el Orpheus tocase fondo se hizo infinita y, cuando llegó el impacto, parte de la te211
Roland luchó contra la punzante agonía que le atenazaba las piernas y buscó el rostro de Alicia en la penumbra. Alicia tenía los ojos abiertos y se debatía al borde de la asfixia. Ya no podía contener la respiración ni un segundo más y sus últimas burbujas de aire se escaparon de entre sus labios como perlas portadoras de los últimos instantes de una vida que se extinguía.
Roland le tomó el rostro y trató de que Alicia le mirase a los ojos. Sus miradas se unieron en las profundidades y ella comprendió al instante lo que Roland se proponía. Alicia negó con la cabeza, tratando de alejar a Roland de sí. Roland señaló el tobillo aprisionado bajo el abrazo mortal de las vigas metálicas del techo. Alicia nadó a través de las aguas heladas hacia la viga abatida y luchó por liberar a Roland.
Ambos muchachos cruzaron una mirada desesperada. Nada ni nadie podría mover las toneladas de acero que retenían a Roland. Alicia nadó de vuelta hasta él y lo abrazó, sintiendo cómo su propia consciencia se desvanecía por la falta de aire. Sin esperar un instante, Roland tomó el rostro de Alicia y, posando sus labios sobre los de la muchacha, expiró en su boca el aire que había reservado para ella, tal y como Caín había previsto desde el principio. Alicia aspiró el aire de sus labios y apretó con fuerza las manos de Roland, unida a él en aquel beso de salvación.
El muchacho le dirigió una mirada desesperada de adiós y la empujó contra su voluntad fuera del puente, donde, lentamente, Alicia inició su ascenso hacia la superficie. Aquella fue la última vez que Alicia vio a Roland. Segundos después, la muchacha emergió en el centro de la bahía y pudo ver que la tormenta se alejaba lentamente mar adentro, llevándose consigo todas las esperanzas que había puesto en el futuro.
–Está viva, señor Kray -explicó Max, acariciando la frente de su hermana-. Está viva.
El anciano asintió y dejó a Alicia al cuidado de
Max le miró en silencio, viendo cómo el alma del pobre anciano y la fuerza que le
–No volverá, señor Kray -respondió finalmente el muchacho, con lágrimas en los ojos-. Roland ya no volverá.
El viejo farero le miró como si no pudiera cornprender sus palabras. Luego asintió, pero volvió la vista al mar a la espera de que su nieto emergiese de las aguas para reunirse con él. Lentamente, las aguas recobraron la calma y una guirnalda de estrellas se encendió sobre el horizonte. Roland nunca volvió.
Antes de que pudiese formular la primera pregunta, la mirada de Max le permitió comprender que las explicaciones, si alguna vez llegaban a producirse, tendrían que esperar para más adelante. Fuera lo que fuese que había acontecido, Maximiliam Carver supo, del modo en que pocas veces en la vida se nos permite comprender sin necesidad de palabras o razones, que tras la mirada triste de sus dos hijos terminaba una etapa en sus vidas que nunca volvería.
Antes de entrar en la casa de la playa, Maximilian Carver miró en el pozo sin fondo de los ojos de Alicia, que contemplaba ausente la línea del horizonte como si esperase encontrar en ella la solución a todas las preguntas, preguntas que ni él ni nadie podrían ya contestar. De repente, y en silencio, se dio cuenta de que su hija había crecido y algún día, no muy lejano, emprendería un nuevo camino en busca de sus propias respuestas.
–Las maletas ya están en el tren, señor.
–Alicia no ha podido venir porque… -empezó Max.
–No es necesario. Lo entiendo -atajó el farero-. Despídeme de ella. Y cuídala.
–Lo haré -respondió Max.
El jefe de estación hizo sonar su silbato. El tren estaba a punto de partir. – ¿No me va a decir dónde va? – preguntó Max, señalando al tren que esperaba en los raíles.
Víctor Kray sonrió y tendió su mano al muchacho.
–Vaya a donde vaya -respondió el anciano-, nunca podré alejarme de aquí.
El silbato sonó de nuevo. Tan sólo Víctor Kray restaba para subir al tren. El revisor esperaba al pie de la puerta del vagón.
–Tengo que irme, Max -dijo el anciano.
Max le abrazó con fuerza y el farero le rodeó con sus brazos.
–Por cierto, tengo algo para ti.
Max aceptó una pequeña caja de manos del farero. Max la agitó suavemente; algo tintineaba en su interior. – ¿No vas a abrirla? – preguntó el anciano.
–Cuando usted se haya ido -respondió Max.
El farero se encogió de hombros.
Víctor Kray se dirigió hacia el vagón y el revisor le tendió la mano para ayudarle a subir. Cuando el farero estaba en el último escalón, Max corrió súbitamente hacia él. – ¡Señor Kray! – exclamó Max.
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–Me ha gustado conocerle, señor Kray -dijo Max.
Víctor Kray le sonrió por última vez y se golpeó el pecho suavemente con el índice.
–A mí también, Max -respondió-. A mí también.
Lentamente, el tren arrancó y su rastro de vapor se perdió en la distancia para siempre. Max permaneció en el andén hasta que ya se hizo imposible distinguir aquel punto en el horizonte. Sólo entonces abrió la caja que el anciano le había entregado y descubrió que contenía un manojo de llaves. Max sonrió. Eran las llaves del faro.
Epílogo Las últimas semanas del verano trajeron nuevas noticias de aquella guerra, que según todos decían, tenía los días contados. Maximilian Carver había inaugurado su relojería en un pequeño local cerca de la plaza de la iglesia y, al poco tiempo, no quedaba habitante del pueblo que no hubiese visitado el pequeño bazar de las maravillas del padre de Max. La pequeña Irina se había recuperado cornpletamente y no parecía recordar el accidente que había sufrido en las escaleras de la casa de la playa. Ella y su madre acostumbraban a hacer largos paseos por la playa en busca de conchas y pequeños fósiles con los que habían empezado una colección que aquel otoño prometía ser la envidia de sus nuevas compañeras de clase.
Max, fiel al legado del viejo farero, acudía con su bicicleta cada atardecer hasta la casa del faro y prendía la llama del haz de luz que habría de guiar
Durante una de esas tardes en el faro, Max descubrió que su hermana Alicia solía volver a la playa donde se había alzado la cabana de Roland. Venía sola y se sentaba junto a la orilla, extraviando su mirada en el mar y dejando pasar las horas en silencio. Ya nunca hablaban como lo habían hecho durante los días que habían compartido con Roland y Alicia nunca mencionaba lo sucedido aquella noche en la bahía. Max había respetado su silencio desde el primer día. Al llegar los últimos días de septiembre, que presagiaban el principio del otoño, el recuerdo del Príncipe de la Niebla parecía haberse desvanecido definitivamente de su memoria como un sueño a la luz del día.
A menudo, cuando Max observaba a su hermana Alicia abajo en la playa, evocaba las palabras de Roland cuando su amigo le había confesado el temor de que aquél fuera su último verano en el pueblo si era reclutado. Ahora, aunque los hermanos apenas cruzaban una palabra al respecto, Max sabía que el recuerdo de Roland y de aquel verano en que descubrieron juntos la magia permanecería con ellos y los uniría para siempre.
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14/05/2008
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