La decisión era terminante: partirían al amanecer del día siguiente. Hasta entonces, debían empacar todas sus posesiones y prepararse para el largo viaje hasta su nuevo hogar.
La familia recibió la noticia sin sorprenderse.
Casi todos ya imaginaban que la idea de abandonar la ciudad en busca de un lugar más habitable le rondaba por la cabeza al buen Maximilian Carver desde hacía tiempo; todos menos Max. Para él, la noticia tuvo el mismo efecto que una locomotora enloquecida atravesando una tienda de porcelanas chinas. Se quedó en blanco, con la boca abierta y la mirada ausente. Durante ese breve trance pasó por su mente la terrible certidumbre de que todo su mundo, incluyendo sus amigos del colegio, la pandilla de la calle y la tienda de tebeos de la esquina, estaba a punto de desvanecerse para siempre. De un plumazo.
Mientras los demás miembros de la familia disolvían la concentración para disponerse a hacer el equipaje con aire de resignación, Max permaneció inmóvil mirando a su padre. El buen relojero se arrodilló frente a su hijo y le colocó las manos sobre los hombros. La mirada de Max se explicaba mejor que un libro.
–Ahora te parece el fin del mundo, Max. Pero te prometo que te gustará el lugar adonde vamos. Harás nuevos amigos, ya lo verás. – ¿Es por la guerra? – preguntó Max-. ¿Es por eso por lo que tenemos que irnos?
Maximilian Carver abrazó a su hijo y luego, sin dejar de sonreírle, extrajo del bolsillo de su chaqueta un objeto brillante que pendía de una cadena y lo colocó entre las manos de Max. Un reloj de bolsillo.
–Lo he hecho para ti. Feliz cumpleaños, Max.
Max abrió el reloj, labrado en plata. En el interior de la esfera cada hora estaba marcada por el dibujo de una luna que crecía y menguaba al cornpás de las agujas, formadas por los haces de un sol que sonreía en el corazón del reloj. Sobre la tapa, grabada en caligrafía, se podía leer una frase: «La máquina del tiempo de Max.»
Aquel día, sin saberlo, mientras contemplaba a su familia deambular arriba y abajo con las maletas y sostenía el reloj que le había regalado su padre, Max dejó para siempre de ser un niño.
La noche de su cumpleaños Max no pegó ojo. Mientras los demás dormían, esperó la fatal llegada de aquel amanecer que habría de marcar la despedida final al pequeño universo que se había forjado a lo largo de los años. Pasó las horas en silencio, tendido en la cama con la mirada perdida en las sombras azules que danzaban sobre el techo de su habitación, como si esperase ver en ellas un oráculo capaz de dibujar su destino a partir de aquel día. Sostenía en su mano el reloj que su padre había forjado para él. Las lunas sonrientes de la esfera brillaban en la penumbra nocturna.
Tal vez ellas tuvieran la respuesta a todas las preguntas que Max había empezado a coleccionar desde aquella misma tarde.
Finalmente, las primeras luces del alba despuntaron sobre el horizonte azul. Max saltó de la cama y se dirigió hasta el salón. Maximilian Carver estaba acomodado en una butaca, vestido y sosteniendo un libro junto a la luz de un quinqué. Max vio que no era el único que había pasado la noche en vela. El relojero le sonrió y cerró el libro. – ¿Qué lees? – preguntó Max, señalando el grueso volumen.
–Es un libro sobre Copérnico. ¿Sabes quién es Copérnico? – respondió el relojero.
–Voy al colé -respondió Max.
Su padre tenía el hábito de hacerle preguntas como si se acabase de caer de un árbol. – ¿Y qué sabes de él? – insistió.
–Descubrió que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés.
–Más o menos. ¿Y sabes lo que eso significó?
–Problemas -repuso Max.
El relojero sonrió ampliamente y le tendió el grueso libro.
–Ten. Es tuyo. Léelo.
Max inspeccionó el misterioso libro encuadernado en piel. El libro parecía tener 1.000 años y servir de morada al espíritu de algún viejo genio encadenado a sus páginas por un maleficio centenario.
–Bueno -atajó su padre-, ¿quién despierta a tus hermanas?
Max, sin levantar la vista del libro, indicó con la cabeza que le cedía el honor de arrancar a Alicia e Irina, sus dos hermanas de quince y ocho años respectivamente, de su profundo sueño.
Luego, mientras su padre se dirigía a tocar diana para toda la familia, Max se acomodó en la butaca, abrió el libro de par en par y empezó a leer. Media hora más tarde, la familia en pleno cruzaba por última vez el umbral de la puerta hacia una nueva vida. El verano había empezado.
Max comprendió el sentido de aquellas palabras la primera vez que vio el mar.
Llevaban más de cinco horas en el tren cuando, de súbito, al emerger de un oscuro túnel, una infinita lámina de luz y claridad espectral se extendió ante sus ojos. El azul eléctrico del mar resplandeciente bajo el sol del mediodía se grabó en su retina como una aparición sobrenatural. Mientras el tren seguía su camino a pocos metros del mar, Max sacó la cabeza por la ventanilla y sintió por primera vez el viento impregnado de olor a salitre sobre su piel. Se volvió a mirar a su padre, que le contemplaba desde el extremo del compartimiento del tren con una sonrisa misteriosa, asintiendo a una pregunta que Max no había llegado a formular.
Supo entonces que no importaba cuál fuera el destino de aquel viaje ni en qué estación se detuviera el tren; desde aquel día nunca viviría en un lugar desde el cual no pudiese ver cada mañana al despertar aquella luz azul y cegadora que ascendía hacia el cielo como un vapor mágico y transparente. Era una promesa que se había hecho a sí mismo.
–Es pronto para saberlo -contestó Max-. Parece una maqueta. Como ésas de los escaparates de las jugueterías.
–A lo mejor lo es -sonrió su madre.
Cuando lo hacía, Max podía ver en su rostro un reflejo pálido de su hermana Irina.
–Pero no le digas eso a tu padre -continuó-. Ahí viene.
Maximilian Carver llegó de vuelta escoltado por dos fornidos transportistas con sendos atuendos estampados de manchas de grasa, hollín y alguna sustancia imposible de identificar. Ambos lucían frondosos bigotes y una gorra de marino, como si tal fuera el uniforme de su profesión.
–Éstos son Robín y Philip -explicó el relojero-. Robín llevará las maletas y Philip, a la familia. ¿De acuerdo?
Sin esperar la aprobación familiar, los dos forzudos se dirigieron a la montaña de baúles y cargaron metódicamente con el más voluminoso sin el menor asomo de esfuerzo. Max extrajo su reloj y contempló la esfera de lunas risueñas. Las agujas de su reloj marcaban las dos de la tarde. El viejo reloj de la estación marcaba las doce y media.
–El reloj de la estación va mal -murmuró Max. – ¿Lo ves? – contestó su padre, eufórico-. Nada más llegar y ya tenemos trabajo.
Su madre sonrió débilmente, como siempre hacía ante las muestras de optimismo radiante de Maximilian Carver, pero Max pudo leer en sus ojos una sombra de tristeza y aquella extraña luminosidad que, desde niño, le había llevado a creer que su madre intuía en el futuro lo que los demás no podían adivinar.
–Todo va a salir bien, mamá -dijo Max, sintiéndose como un tonto un segundo después de pronunciar aquellas palabras.
Su madre le acarició la mejilla y le sonrió.
–Claro, Max. Todo va a salir bien.
En aquel momento Max tuvo la certeza de que alguien le miraba. Giró rápidamente la vista y pudo ver cómo, entre los barrotes de una de las ventanas de la estación, un gran gato atigrado le contemplaba fijamente, como si pudiera leer sus pensamientos.
El felino pestañeó y de un salto que evidenciaba una agilidad impensable en un animal de aquel tamaño, gato o no gato, se acercó hasta la pequeña Irina y frotó su lomo contra los tobillos blancos de su hermana. La niña se arrodilló para acariciar al animal, que maullaba suavemente. Irina lo cogió en brazos y el gato se dejó arrullar mansamente, lamiendo con dulzura los dedos de la niña, que sonreía hechizada ante el encanto del felino. Irina, con el gato en sus brazos, se acercó hasta el lugar donde esperaba la familia.
–No acabamos ni de llegar y ya has cogido un bicho. A saber lo que llevará encima -sentenció Alicia con evidente fastidio.
–No es un bicho. Es un gato y está abandonado -replicó Irina-. ¿Mamá?
–Irina, ni siquiera hemos llegado a casa -empezó su madre.
La niña forzó una mueca lastimosa, a la que el felino contribuyó con un maullido dulce y seductor.
–Puede estar en el jardín. Por favor… -Es un gato gordo y sucio -añadió Alicia-. ¿Vas a dejar que se salga otra vez con la suya? Irina dirigió a su hermana mayor una mirada penetrante y acerada que prometía una declaración de guerra a menos que ésta cerrase la boca. Alicia sostuvo la mirada unos instantes y después se volvió, con un suspiro de rabia, alejándose hasta donde los transportistas estaban cargando el equipaje. Por el camino se cruzó con su padre, a quien no se le escapó el semblante enrojecido de Alicia. – ¿Ya estamos de pelea? – preguntó Maximilian Carver-. ¿Y esto?
–Está solo y abandonado. ¿Nos lo podemos llevar? Estará en el jardín y yo lo cuidaré. Lo prometo -se apresuró a explicar Irina.
El relojero, atónito, miró al gato y luego a su esposa.
–No sé qué dirá tu madre… -¿Y qué dices tú, Maximilian Carver? – replicó su mujer, con una sonrisa que evidenciaba que le divertía el dilema que le había pasado a su esposo. – Bien. Habría que llevarlo al veterinario y además…
–Por favor… -gimió Irina. El relojero y su mujer cruzaron una mirada de complicidad. – ¿Por qué no? – concluyó Maximilian Carver, incapaz de empezar el verano con un conflicto familiar-, pero tú te encargarás de él. ¿Prometido? El rostro de Irina se iluminó y las pupilas del felino se estrecharon hasta perfilarse como agujas negras sobre la esfera dorada y luminosa de sus ojos. – ¡Venga! ¡Andando! El equipaje ya está cargado -dijo el relojero.
Irina se llevó al gato en brazos, corriendo hacia las furgonetas. El felino, con la cabeza apoyada en el hombro de la niña, mantuvo sus ojos clavados en Max. «Nos estaba esperando», pensó.
–No te quedes ahí pasmado, Max. En marcha -insistió su padre de camino hacia las furgonetas de la mano de su madre.
Max les siguió.
Fue entonces cuando algo le hizo volverse y mirar de nuevo la esfera ennegrecida del reloj de la estación. Lo examinó cuidadosamente y percibió que había algo en ella que no cuadraba. Max recordaba perfectamente que al llegar a la estación el reloj indicaba media hora pasado el mediodía. Ahora, las agujas marcaban las doce menos diez. – ¡Max! – sonó la voz de su padre, llamándole desde la furgoneta-. ¡Que nos vamos!
–Ya voy -murmuró Max para sí mismo, sin dejar de mirar la esfera.
El reloj no estaba estropeado; funcionaba perfectamente, con una sola particularidad: lo hacía al revés.
Capítulo dos La nueva casa de los Carver estaba situada en el extremo norte de una larga playa que se extendía frente al mar como una lámina de arena blanca y luminosa, con pequeñas islas de hierbas salvajes que se agitaban al viento. La playa formaba una prolongación del pueblo, constituido por pequeñas casas de madera de no más de dos pisos, que en su mayoría estaban pintadas en amables tonos pastel, con su jardín y su cerca blanca alineada pulcramente, reforzando la impresión de ciudad de casas de muñecas que Max había tenido al poco de llegar. De camino cruzaron el pueblo, la rambla principal y la plaza del ayuntamiento, mientras Maximilian Carver explicaba las maravillas del pueblo con el entusiasmo de un guía local.
El lugar era tranquilo y estaba poseído por aquella misma luminosidad que había hechizado a Max al ver el mar por vez primera. La mayoría de los habitantes del pueblo utilizaba la bicicleta para sus traslados, o sencillamente iba a pie. Las calles estaban limpias y el único ruido que se escuchaba, a excepción de algún ocasional vehículo a motor, era el suave envite del mar rompiendo en la playa. A medida que recorrían el pueblo, Max pudo ver cómo los rostros de cada uno de los miembros de la familia reflejaban los pensamientos que les producía el espectáculo del que tendría que ser el nuevo escenario de sus vidas. La pequeña Irina y su felino aliado contemplaban el desfile ordenado de calles y casas con serena curiosidad, como si ya se sintieran en casa. Alicia, ensimismada en pensamientos impenetrables, parecía estar a miles de kilómetros de allí, lo que confirmaba a Max la certeza de lo poco o nada que sabía respecto a su hermana mayor. Su madre miraba con resignada aceptación el pueblo, sin perder una sonrisa impuesta para no reflejar la inquietud que, por algún motivo que Max no acertaba a intuir, la embargaba. Finalmente, Maximilian Carver observaba triunfalmente su nuevo habitat dirigiendo miradas a cada miembro de la familia, que eran metódicamente respondidas con una sonrisa de aceptación (el sentido común parecía confirmar que cualquier otra cosa podría romper el corazón del buen relojero, convencido de que había llevado a su familia al nuevo paraíso).
A la vista de aquellas calles bañadas de luz y ranquilidad, Max pensó que el fantasma de la guerra resultaba lejano e incluso irreal y que, tal vez,su padre había tenido una intuición genial al decidir mudarse a aquel lugar. Cuando las furgonetas enfilaron el camino que llevaba hasta su casa en la playa, Max ya había borrado de su mente el reloj de la estación y la intranquilidad que el nuevo amigo de Irina le había producido de buen principio.
Miró hacia el horizonte y creyó distinguir la silueta de un buque, negro y afilado, navegando como un espejismo entre la calima que empañaba la superficie del océano. Segundos después, había desaparecido.
Por el camino, Maximilian Carver explicó a su familia que la casa había sido construida en 1928 para la familia de un prestigioso cirujano de Londres, el Dr.
Richard Fleischmann y su esposa, Eva Gray, como residencia de veraneo en la costa.
La casa había constituido en su día una excentricidad a los ojos de los habitantes del pueblo. Los Fleischmann eran un matrimonio sin hijos, solitario y al parecer poco aficionado al trato con las gentes del pueblo. En su primera visita, el Dr.
Fleischmann había ordenado claramente que tanto los materiales como la mano de obra debían ser traídos directamente de Londres. Tal capricho supuso prácticamente triplicar el costo de la casa, pero la fortuna del cirujano podía permitírselo.
Los habitantes contemplaron con escepticismo y recelo el ir y venir durante todo el invierno de 1927 de innumerables trabajadores y camiones de transporte mientras el esqueleto de la casa del final de la playa se alzaba lentamente, día a día. Finalmente, en la primavera del 28, los pintores dieron la última capa de pintura a la casa y, semanas después, el matrimonio se instaló en ella para pasar el verano. La casa de la playa pronto se convirtió en un talismán que habría de cambiar la suerte de los Fleischmann. La esposa del cirujano, que al parecer había perdido la capacidad de concebir un hijo en un accidente años atrás, había quedado embarazada durante aquel primer año. El 23 de junio de 1928, la esposa de Fleischmann dio a luz, asistida por su marido bajo el techo de la casa de la playa» a un niño que habría de llevar el nombre de Jacob.
Jacob fue la bendición del cielo que cambió el talante amargo y solitario de los Fleischmann. Pronto el doctor y su esposa empezaron a congeniar con los habitantes del pueblo y llegaron a ser personajes populares y estimados durante los nueve años de felicidad que pasaron en la casa de la playa, hasta la tragedia de 1936. Un amanecer de agosto de aquel año, el pequeño Jacob se ahogó mientras jugaba en la playa frente a la casa.
Toda la alegría y la luz que el deseado hijo había traído al matrimonio se extinguió aquel día para siempre. Durante el invierno del 36, la salud de Fleischmann se fue deteriorando progresivamente y pronto sus médicos supieron que no llegaría a ver el verano de 1938. Un año después de la desgracia, los abogados de la viuda pusieron la casa en venta. Permaneció vacía y sin comprador durante años, olvidada en el extremo de la playa.
Así fue cómo, por pura casualidad, Maximilian Carver llegó a tener noticias de su existencia. El relojero volvía de un viaje para comprar piezas y herramientas para su taller cuando decidió hacer noche en el pueblo. Durante la cena en el pequeño hotel local entabló conversación con el dueño, al que Maximilian expresó su eterno deseo de vivir en un pueblo como aquél. El dueño del hotel le habló de la casa y Maximilian decidió retrasar su vuelta y visitarla al día siguiente. En el viaje de retorno su mente barajaba cifras y la posibilidad de abrir un taller de relojería en el pueblo. Tardó ocho meses en anunciar la noticia a su familia, pero en el fondo de su corazón ya había tomado la decisión.
Los dos fornidos transportistas llevaron los bultos del equipaje hasta el porche de la casa y, considerando zanjada su misión, desaparecieron dejando a la familia con el honor de subir los baúles escaleras arriba. Cuando Maximilian Carver abrió solemnemente la casa, un olor a cerrado se escapó por la puerta como un fantasma que hubiese permanecido apresado durante años entre sus paredes. El interior estaba inundado por una débil neblina de polvo y luz tenue que se filtraba desde las persianas bajadas.
–Dios mío -murmuró para sí la madre de Max, calculando las toneladas de polvo que había por limpiar.
Una maravilla -se apresuró a explicar Maximilian Carver-. Ya os lo dije.
Max cruzó una mirada de resignación con su herana Alicia. La pequeña Irina contemplaba embobada el interior de la casa. Antes de que ningún miembro de la familia pudiese pronunciar palabra el gato de Irina saltó de sus brazos y con un potente maullido se lanzó escaleras arriba.
Un segundo después, siguiendo su ejemplo, Maximilian Carver entró en la nueva residencia familiar.
–Al menos le gusta a alguien -creyó Max oír murmurar a Alicia.
Lo primero que la madre de Max ordenó hacer fue abrir ritualmente puertas y ventanas de par en par y ventilar la casa. Luego, durante un espacio de cinco horas, toda la familia se dedicó a hacer habitable el nuevo hogar. Con la precisión de un ejército especializado, cada miembro la emprendió con una tarea concreta. Alicia preparó las habitaciones y las camas. Irina, plumero en mano, hizo saltar castillos de polvo de su escondite y Max, siguiendo su rastro, se encargó de recogerlo. Mientras tanto, su madre distribuía el equipaje y tomaba nota mental de todos los trabajos que muy pronto tendrían que empezar a realizarse. Maximilian Carver dedicó sus esfuerzos a conseguir que tuberías, luz y demás ingenios mecánicos de la casa volviesen a funcionar después de un letargo de años en desuso, lo cual no resultó tarea fácil.
Finalmente, la familia se reunió en el porche y, sentados en los escalones de su nueva vivienda, se concedieron un merecido descanso mientras contemplaban el tinte dorado que iba adquiriendo el mar con la caída de la tarde.
–Por hoy ya está bien -concedió Maximilian Carver, cubierto completamente de hollín y residuos misteriosos.
–Un par de semanas de trabajo y la casa empezará a ser habitable -añadió su madre.
–En las habitaciones de arriba hay arañas -explicó Alicia-. Enormes. – ¿Arañas? ¡Guau! – exclamó Irina-. ¿Y qué parecían?
–Se parecían a ti -replicó Alicia.
–No empecemos, ¿de acuerdo? – interrumpió su madre frotándose el puente de la nariz-. Max las matará.
–No hay por qué matarlas; basta con cogerlas y colocarlas en el jardín -adujo el relojero.
–Siempre me tocan las misiones heroicas -murmuró Max-. ¿Puede esperar a mañana el exterminio? – ¿Alicia? – intercedió su madre.
–No pienso dormir en una habitación llena de arañas y Dios sabe qué otros bichos sueltos -declaró Alicia.
–Cursi -sentenció Irina.
–Monstruo -replicó Alicia.
–Max, antes de que empiece una guerra, acaba con las arañas -dijo Maximilian Carver con voz cansina. – ¿Las mato o sólo las amenazo un poco? Les Puedo retorcer una pata… -sugirió Max.
–Max -cortó su madre.
Max se desperezó y entró en la casa dispuesto a acabar con sus antiguos inquilinos.
Enfiló la escalera que conducía al piso superior donde estaban las habitaciones.
Desde lo alto del último peldaño, los ojos brillantes del gato de Irina le observaban fijamente, sin parpadear.
Max cruzó frente al felino, que parecía guardar el piso superior como un centinela.
Tan pronto se dirigió a una de las habitaciones, el gato siguió sus ¡ pasos.
Max alargó la mano hacia una escoba que descansaba en la pared y se preparó para catapultar al insecto a otra vida. «Esto es ridículo», pensó para sí mientras manejaba con sigilo la escoba a modo de arma mortífera. Estaba empezando a calibrar el golpe letal cuando, de pronto, el gato de Irina se abalanzó sobre el insecto y, abriendo sus fauces de león en miniatura, engulló a la araña y la masticó con fuerza. Max soltó la escoba y miró atónito al gato, que le devolvía una mirada malévola.
–Vaya con el gatito -susurró.
El animal tragó la araña y salió de la habitación, presumiblemente en busca de algún familiar de su reciente aperitivo. Max se acercó hasta la ventana. Su familia seguía en el porche. Alicia le dirigió una mirada inquisitiva.
–Yo no me preocuparía, Alicia. No creo que veas más arañas.
–Asegúrate bien -insistió Maximilian Carver.
Max asintió y se dirigió hacia las habitaciones que daban a la parte de atrás de la casa, hacia el noroeste.
Oyó maullar al gato en las proximidades y supuso que otra araña había caído en las garras del felino exterminador. Las habitaciones de la parte trasera eran más pequeñas que las de la fachada Principal. Desde una de las ventanas, contempló el Panorama que se podía observar desde allí. La casa tenía un pequeño patio trasero con una caseta para guardar muebles o incluso un vehículo. Un gran árbol, cuya copa se elevaba sobre las buhardillas del desván, se alzaba en el centro del patio y, por su aspecto, Max imaginó que llevaba allí más de doscientos años.
Tras el patio, limitado por la cerca que envolvía la casa, se extendía un campo de hierbas salvajes y, unos cien metros más allá, se levantaba lo que parecía un pequeño recinto rodeado por un muro de piedra blanquecina. La vegetación había invadido el lugar y lo había transformado en una pequeña jungla de la que emergían lo que a Max le parecían figuras: figuras humanas. Las últimas luces del día caían sobre el campo y Max tuvo que forzar la vista. Era un jardín abandonado.
Un jardín de estatuas. Max contempló hipnotizado el extraño espectáculo de las estatuas apresadas por la maleza y encerradas en aquel recinto, que hacía pensar en un pequeño cementerio de pueblo. Un portón de lanzas de metal selladas con cadenas franqueaba el paso al interior. En lo alto de las lanzas, Max pudo distinguir un escudo formado por una estrella de seis puntas. A lo lejos, más allá del jardín de estatuas, se alzaba el umbral de un denso bosque que parecía prolongarse durante millas. – ¿Has hecho algún descubrimiento? – la voz de la madre a sus espaldas le sacó del trance en que aquella visión le había sumido-. Ya pensábamos que las arañas habían podido contigo. – ¿Sabías que ahí detrás, junto al bosque, hay un jardín de estatuas? – Max señaló hacia el recinto de piedra y su madre se asomó al ventanal.
–Está anocheciendo. Tu padre y yo vamos a ir al pueblo a buscar algo para cenar, al menos hasta mañana podamos comprar provisiones. Os quedáis solos. Vigila a Irina.
Max asintió. Su madre le besó ligeramente la mejilla y se dirigió escaleras abajo.
Max fijó de nuevo la mirada en el jardín de estatuas, cuyas siluetas se fundían paulatinamente con la bruma crepuscular. La brisa había empezado a refrescar. Max cerró la ventana y se dispuso a hacer lo propio en el resto de habitaciones. La pequeña Irina se reunió con él en el pasillo. – ¿Eran grandes? – preguntó, fascinada.
Max dudó un segundo.
–Las arañas, Max. ¿Eran grandes?
–Como un puño -respondió Max solemnemente. – ¡Guau!
Capítulo tres Al día siguiente, poco antes del amanecer, Max pudo oír cómo una figura envuelta en la bruma nocturna le susurraba unas palabras en el oído. Se incorporó de golpe, con el corazón latiéndole con fuerza y la respiración entrecortada. Estaba solo en su habitación. La imagen de aquella silueta oscura murmurando en la penumbra con la que había soñado se desvaneció en unos segundos. Extendió la mano hasta la mesita de noche y encendió la lamparilla que Maximilian Carver había reparado la tarde anterior.
Faltaban unos minutos para las seis de la mañana.
Max se vistió en silencio y bajó las escaleras sigilosamente, con la intención de no despertar al resto de la familia. Se dirigió hacia la cocina donde los restos de la cena de la noche anterior permanecían en la mesa de madera. Abrió la puerta de la cocina que daba al patio trasero y salió al exterior. El aire frío y húmedo del amanecer mordía la piel. Max cruzó el patio silenciosamente hasta la puerta de la cerca y, cerrándola a sus espaldas, se adentró en la niebla en dirección al jardín de estatuas.
El camino a través de la niebla se le hizo más largo de lo que imaginaba. Desde la ventana de su habitación, el recinto de piedra parecía encontrarse a unos cien metros de la casa. Sin embargo, mientras caminaba entre las hierbas salvajes, Max creía haber recorrido más de trescientos metros cuando, de entre la bruma, emergió el portal de lanzas del Jardín de estatuas.
Una cadena oxidada rodeaba los barrotes de metal ennegrecido, sellada con un viejo candado al que el tiempo había teñido de un color mortecino. Max aPoyó el rostro entre las lanzas de la puerta y examinó el interior. La maleza había ido ganando terreno durante los años y confería al lugar el aspecto de un invernadero abandonado. Max pensó que probablemente nadie había puesto los pies en aquel lugar en mucho tiempo y que quien fuera el guardián de aquel jardín de estatuas hacía ya muchos años que había desaparecido.
Max miró alrededor y encontró una piedra del tamaño de su mano junto al muro del jardín. La asió y golpeó con fuerza el candado que unía los extremos de la cadena una y otra vez, hasta que el aro envejecido cedió a los envites de la piedra. La cadena quedó libre, balanceándose sobre los barrotes como trenzas de una cabellera metálica. Max empujó con fuerza los barrotes y sintió cómo cedían perezosamente hacia el interior. Cuando la abertura entre las dos hojas de la puerta fue lo suficientemente amplia como para permitirle pasar, Max descansó un segundo y entró en el recinto.
Una vez en el interior, Max advirtió que el recinto era mayor de lo que había creído en un principio. A primera vista hubiera jurado que había cerca de una veintena de estatuas semiocultas en la vegetación. Avanzó unos pasos y se adentró en el jardín salvaje. Aparentemente, las figuras estaban dispuestas en círculos concéntricos y Max se dio cuenta por primera vez de que todas miraban hacia el Oeste. Las estatuas parecían formar parte de un mismo conjunto y representaban algo semejante a una troupe circense. A medida que caminaba entre ellas, Max distinguió las figuras de un domador, un faquir con un turbante y nariz aguileña, una mujer contorsionista, un forzudo y toda una galería de personajes escapados de un circo fantasmal. En el centro del jardín de estatuas descansaba sobre un pedestal una gran figura que representaba un payaso sonriente y de cabellera erizada. Tenía el brazo extendido y el puño enfundado en un guante desproporcionadamente grande parecía golpear un objeto invisible en el aire. A sus pies, Max distinguió una gran losa de piedra sobre la que se intuía un dibujo en relieve. Se arrodilló y apartó la maleza que cubría la superficie fría para descubrir una gran estrella de seis puntas rodeada por un círculo.
Max reconoció el símbolo, idéntico al que había sobre las lanzas de la puerta.
Al contemplar la estrella, Max comprendió que lo que al principio le habían parecido círculos concéntricos en la situación de las estatuas era en realidad una réplica de la figura de la estrella de seis puntas. Cada una de las figuras del jardín se alzaba en los puntos de intersección de las líneas que formaban la estrella. Max se incorporó y contempló el espectáculo fantasmal a su alrededor. Recorrió con la mirada cada una de las estatuas envueltas en los tallos de la hierba salvaje que se agitaba viento hasta detenerse de nuevo en el gran payaso.
–Un escalofrío le recorrió el cuerpo y dio un paso atrás; La mano de la figura, que segundos antes había visto cerrada en un puño, estaba abierta con la palma extendida, en señal de invitación. Durante un segundo Max sintió que el aire frío del amanecer le quemaba la garganta y pudo escuchar el palpitar de su corazón en las sienes.
Lentamente, como si temiese despertar el sueño perpetuo de las estatuas, rehizo el camino hasta la verja del recinto sin dejar de mirar a sus espaldas a cada paso que daba. Cuando hubo cruzado la puerta le pareció que la casa de la playa estaba muy lejos. Sin pensarlo dos veces se lanzó a correr. Ni una vez miró atrás hasta llegar a la cerca del trastero. Cuando lo hizo, el jardín de estatuas se había sumergido de nuevo en la niebla.
El olor a mantequilla y tostadas inundaba la cocina. Alicia miraba con desgana su desayuno mientras la pequeña Irina servía algo de leche a su gato recién adoptado en un plato que el felino se apresuró a dejar intacto. Max contempló la escena, pensando para sus adentros que las preferencias gastronómicas del animal iban por otros derroteros, tal como había comprobado el día anterior. Maximilian Carver sostenía una taza humeante de café en las manos y contemplaba eufórico a su familia. – Esta mañana, pronto, he estado haciendo investigación en el garaje -empezó, adoptando el tono de aquí viene el misterio que solía utilizar cuando deseaba que los demás le preguntasen que había averiguado.
Max conocía tan bien las estrategias del relojero que a veces se preguntaba quién era el padre y quién el hijo. – ¿Y qué has encontrado? – concedió Max -No te lo vas a creer -respondió su padre, aunque Max pensó «seguro que sí»-. Un par de bicicletas.
Max enarcó las cejas inquisitivamente.
–Están algo viejas, pero con un pelín de grasa en las cadenas pueden convertirse en un par de bólidos -explicó Maximilian Carver-. Y había algo más. ¿A que no sabéis qué he encontrado también en el garaje?
–Un oso hormiguero -murmuró Irina, sin dejar de mimar a su compañero gatuno.
Con sólo ocho años, la hija pequeña de los Carver había desarrollado ya una táctica demoledora para minar la moral de su padre.
–No -repuso el relojero, visiblemente molesto-. ¿Nadie se anima a adivinar?
Max advirtió por el rabillo del ojo cómo su madre había estado observando la escena y, en vista de que nadie parecía muy interesado en las hazañas detectivescas de su marido, se lanzaba al rescate. – ¿Un álbum de fotos? – sugirió Andrea Carver con su tono de voz más dulce.
–Casi, casi -contestó el relojero, animado de nuevo-. ¿Max?
Su madre le miró de soslayo. Max asintió.
–No sé. ¿Un diario?
–No. ¿Alicia?
–Me rindo -replicó Alicia, visiblemente ausente.
–Bien, bien. Preparaos -empezó Maximihan Carver-. Lo que he encontrado es un proyector. Un proyector de cine. Y una caja llena de películas. – ¿Qué clase de películas? – atajó Irina, levantando por primera vez la mirada de su gato en un cuarto de hora.
Maximilian Carver se encogió de hombros.
–No sé. Películas. ¿No es fascinante? Tenemos un cine en casa.
–Eso en el caso de que el proyector funcione -dijo Alicia.
–Gracias por los ánimos, hija, pero te recuerdo que tu padre se gana la vida arreglando máquinas averiadas.
Andrea Carver colocó ambas manos sobre los hombros de su marido.
–Me alegro de oír eso, señor Carver -dijo-, porque convendría que alguien tuviese una conversación con la caldera del sótano.
–Déjamela a mí -contestó el relojero, incorporándose de la mesa.
Alicia siguió su ejemplo.
Señorita -interrumpió Andrea Carver-, primero el desayuno. No lo has tocado.
–No tengo hambre.
Yo me lo comeré -sugirió Irina.
Andrea Carver negó tal posibilidad rotundamente.
–No se quiere poner gorda -susurró maliciosamente Irina a su gato.
–No puedo comer con esa cosa meneando el rabo por aquí y soltando pelos -atajó Alicia.
Irina y el felino la miraron con idéntico desprecio.
–Cursi -sentenció Irina, saliendo al patio con el animal. – ¿Por qué siempre dejas que se salga con la suya? Cuando yo tenía su edad, no me dejabas pasar ni la mitad de cosas -protestó Alicia. – ¿Vamos a empezar otra vez con eso? – dijo Andrea Carver con voz calma.
–No he empezado yo -repuso su hija mayor.
–Está bien. Lo siento -Andrea Carver acarició levemente la larga cabellera de Alicia, que ladeó la cabeza, esquivando el mimo conciliador-. Pero acábate el desayuno. Por favor.
En aquel momento un estruendo metálico sonó bajo sus pies. Todos se miraron entre ellos.
–Vuestro padre en acción -murmuró Andrea Carver mientras apuraba su taza de café.
Rutinariamente, Alicia empezó a masticar una tostada mientras Max trataba de quitarse de la cabeza la imagen de aquella mano extendida y la mirada desorbitada del payaso que sonreía en la niebla del jardín de estatuas.
Capítulo Cuatro Las bicicletas que Maximilian Carver había rescatado del limbo en el pequeño garaje del patio estaban en mejor estado de lo que Max había esperado. De hecho, parecía como si prácticamente no hubiesen sido utilizadas. Armado de un par de gamuzas y un líquido especial para limpiar metales que su madre siempre llevaba consigo, Max descubrió que bajo la capa de mugre y moho ambas bicicletas estaban nuevas y relucientes. Con ayuda de su padre, engrasó cadena y piñones e hinchó las ruedas.
–Es probable que tengamos que cambiar las cámaras -explicó Maximilian Carver-, pero de momento ya vale para ir tirando.
Una de las bicicletas era más pequeña que la otra mientras las limpiaba, Max no dejaba de preguntarse si el doctor Fleischmann habría comprado aquellas bicicletas años atrás con la esperanza de a Sear con Jacob por el camino de la playa. Maxi milian Carver leyó en la mirada de su hijo la sombra de culpabilidad.
–Estoy seguro de que el viejo doctor hubiese estado encantado de que llevases la bicicleta.
–Yo no estoy tan seguro -murmuró Max-¿Por qué las dejarían aquí?
–Los malos recuerdos te persiguen sin necesidad de llevarlos contigo -contestó Maximilian Carver-. Supongo que ya nadie volvió a utilizarlas. A ver, súbete.
Vamos a probarlas.
Pusieron las bicicletas en tierra y Max ajustó la altura del sillín, probando a la vez la tensión de los cables del freno.
–Habría que poner algo más de grasa en los frenos -afirmó Max.
–Me lo suponía -corroboró el relojero y puso manos a la obra-. Oye, Max.
–Sí, papá.
–No les des demasiadas vueltas a lo de las bicicletas, ¿de acuerdo? Lo que le sucedió a aquella pobre familia no tiene nada que ver con nosotros. No sé si debí contároslo -explicó el relojero con una sombra de preocupación en su semblante.
–No importa -Max tensó el freno de nuevo- Así está perfecto.
–Pues andando. – ¿No vienes conmigo? – preguntó Max.
–Esta tarde, si aún te quedan ánimos, te pega" re la paliza de tu vida. Pero a las once tengo que ver a un tal Fred en el pueblo, que me cederá un local para instalar la tienda. Hay que hacer negocio.
Maximilian Carver empezó a recoger las herramientas y a limpiarse las manos con una de las gamuzas. Max contempló a su padre preguntándose m debía de haber sido Maximilian Carver a su edad. La costumbre familiar era decir que ambos se parecían, pero también formaba parte de esa costumbre decir que Irina se parecía a Andrea Carver, lo cual no era más que uno de esos estúpidos tópicos que abuelas, tías y toda esa galería de primos insoportables que aparecen en las comidas de Navidad repetían año tras año como gallinas cluecas.
–Max en uno de sus trances -comento Maximilian Carver, sonriendo. – ¿Sabías que junto al bosque detrás de la casa hay un jardín de estatuas? – espetó Max, sorprendido de escucharse a sí mismo formular la pregunta.
–Supongo que hay muchas cosas por aquí que aún no hemos visto. El mismo garaje está repleto de cajas y esta mañana he visto que el sótano de la caldera parece un museo. Me parece que si vendemos toda la chatarra que hay en esta casa a un anticuario no tendré ni que abrir la tienda; viviremos de renta.
Maximilian Carver dirigió a su hijo una mirada inquisitiva.
Oye, si no pruebas, esa bicicleta volverá a cubrirse de mugre y se transformará en un fósil.
Así es- dijo Max dando el primer golpe de pedal a la bicicleta que Jacob Fleischmann nunca llegó a estrenar.
Max pedaleó por el camino de la playa en dirección al pueblo, bordeando una larga hilera de casas de aspecto similar a la nueva residencia de los Carver, que desembocaba justo a la entrada de la pequeña bahía, donde estaba el puerto de los pescadores. Apenas se podían contar más de cuatro o cinco barcos fondeados en los viejos muelles y la mayoría de las embarcaciones eran pequeños botes de madera que no superaban los cuatro metros de eslora y que los pescadores locales utilizaban para batir con viejas redes la costa a unos cien metros de la playa.
Max sorteó con la bicicleta el laberinto de barcas en reparación sobre los muelles y las pilas de cajas de madera de la lonja local. Con la vista fija en el pequeño faro, Max enfiló el espigón curvo que cerraba el puerto como una media luna. Una vez llegó al extremo, dejó la bicicleta apoyada junto al faro y se sentó a descansar sobre una de las grandes piedras al otro lado del dique, mordidas por los envites del mar.
Desde allí podía contemplar el océano extenderse como una lámina de luz cegadora hasta el infinito.
Apenas llevaba unos minutos sentado frente al mar, cuando pudo ver otra bicicleta conducida por un muchacho alto y delgado que se acercaba por el muelle. El chico, al que Max le calculó una edad de dieciséis o diecisiete años, guió su bicicleta hasta el faro y la dejó junto a la de Max. Luego, lentamente se retiró la densa cabellera del rostro y caminó hacia el lugar donde Max descansaba. Hola. ¿Tú eres de la familia que se ha instalado en la casa al final de la playa?
Max asintió.
–Soy Max.
El chico, de tez intensamente bronceada por el sol y ojos verdes penetrantes, le tendió su mano.
–Roland. Bienvenido a ciudad aburrimiento.
Max sonrió y aceptó la mano de Roland. – ¿Qué tal la casa? ¿Os gusta? – preguntó el muchacho.
–Hay opiniones divididas. A mi padre le encanta. El resto de la familia lo ve diferente -explicó Max.
–Conocí a tu padre hace unos meses, cuando vino al pueblo -dijo Roland-. Me pareció un tipo divertido. ¿Relojero, verdad?
Max asintió.
–Es un tipo divertido -corroboró Max-, a veces. Otras se le meten en la cabeza ideas como la de mudarse aquí. – ¿Por qué habéis venido al pueblo? – preguntó Roland.
–La guerra -contestó Max-. Mi padre piensa que no es un buen momento para vivir en la ciuad- Apongo que tiene razón. m.~~La guerra -repitió Roland, bajando la rada. A mí me reclutarán en septiembre.
Max se quedó mudo. Roland advirtió su silenC1° y sonrió de nuevo.
–Tiene su parte buena -dijo-. A lo mejor mi último verano en el pueblo.
Max le devolvió tímidamente la sonrisa, pensan do que en unos años, si la guerra no había terminado, también recibiría el aviso de alistarse en el ejército. Incluso en un día de luz deslumbrante como aquél, el fantasma invisible de la guerra envolvía el futuro con un manto de tinieblas.
–Supongo que todavía no has visto el pueblo -dijo Roland. Max negó.
–Bien, novato. Coge la bici. Empezamos la visita turística sobre ruedas.
Max tenía que hacer un esfuerzo extra para man tener el ritmo de Roland y, aun así, cuando apenas llevaban doscientos metros pedaleados desde la punta del espigón, empezó a notar las primeras gotas de sudor deslizarse por su frente y por los costados. Roland se volvió y le dirigió una sonrisa socarrona. – ¿Falta de práctica, eh? La vida de la ciudad te ha hecho perder la forma -le gritó, sin aflojar la marcha.
Max siguió a Roland a través del paseo que bordeaba la costa para luego internarse en las calles del pueblo. Cuando Max empezaba a rezagarse, Roland aminoró la velocidad hasta detenerse junto a una gran fuente de piedra en el centro de una plaza.
Max pedaleó hasta allí y dejó la bicicleta en el suelo.
El agua brotaba deliciosamente fresca de la fuente. No te lo aconsejo -dijo Roland, leyendo sus pensamientos- Flato.
Max respiró profundamente y sumergió la cabeza bajo el chorro de agua fría.
–Iremos más despacio -concedió Roland.
Max permaneció bajo la ducha de la fuente unos segundos y luego se recostó contra la piedra, la cabeza chorreándole la ropa. Roland le sonreía.
–La verdad es que no esperaba que aguantases tanto. Éste -señaló alrededor- es el centro del pueblo. La plaza del ayuntamiento. Ese edificio son los juzgados, pero ya no se usan. Los domingos hay mercado. Y por las noches, en verano, proyectan películas en la pared del ayuntamiento. Normalmente viejas y con las bobinas mal ordenadas.
Max asintió débilmente, recuperado el aliento. – ¿Suena fascinante, eh? – rió Roland-. También hay una biblioteca, pero si hay más de sesenta libros me dejo cortar una mano. – ¿Y uno qué hace aquí? – consiguió articular Max-. Aparte de ir en bici.
–Buena pregunta, Max. Veo que empiezas a entenderlo. ¿Seguimos?
Max suspiró y ambos volvieron a las bicicletas.
–Pero ahora yo marco el ritmo -exigió Max. oland se encogió de hombros y pedaleó.
Roland vivía con él en la casa del faro, aunque pasaba la mayor parte del tiempo en la cabaña que había construido en la playa, al pie de los A todos 'los efectos, el farero era su verdadero abuelo. La voz de Roland reveló cierta amargura mientras le relataba estos hechos, que Max escuchó en silencio y sin hacer preguntas. Tras el relato del naufragio, anduvieron por las calles aledañas a la vieja iglesia donde Max conoció a algunos de los aldeanos, gente afable que se apresuró a darle la bienvenida al pueblo.
Finalmente, Max, exhausto, decidió que no era necesario conocer todo el pueblo en una mañana y que si, como parecía, iba a pasar unos cuantos años allí, tiempo habría de descubrir sus misterios si es que los había.
–También es verdad -coincidió Roland-. Oye, casi todas las mañanas en verano voy a bucear al barco hundido. ¿Quieres venir conmigo mañana?
–Si buceas como montas en bicicleta me ahogaré -dijo Max.
–Tengo gafas y unas aletas de sobra -explicó Roland.
La oferta sonaba tentadora. – De acuerdo. ¿Tengo que llevar algo? Roland negó.
–Yo traeré todo. Bueno…, bien pensado, trae el desayuno. Te recojo a las nueve en tu casa. – Nueve y media. No te duermas.
Cuando Max empezó a pedalear de vuelta a la de la playa, las campanas de la iglesia anunciaban las tres de la tarde y el Sol empezaba a ocultarse tras un manto de nubes oscuras que hacían presagiar la lluvia. Mientras se alejaba Max volvió un segundo a mirar atrás. De pie junto a la bicicleta, Roland le saludaba con la mano.
La tormenta se abatió sobre el pueblo como un siniestro espectáculo de feria ambulante. En unos minutos, el cielo se transformó en una bóveda plomiza y el mar adquirió un tinte metálico y opaco, como una inmensa balsa de mercurio. Los primeros relámpagos vinieron acompañados de la ventisca que empujaba la tormenta desde el mar. Max pedaleó con fuerza, pero el aguacero le alcanzó de pleno cuando todavía le quedaban unos quinientos metros de camino hasta la casa de la playa.
Cuando llegó a la cerca blanca, estaba tan empapado como si acabase de emerger del mar. Corrió a dejar la bicicleta en la caseta del garaje y entró en la casa por la puerta del patio trasero. La cocina estaba desierta, pero un apetitoso olor flotaba en el ambiente. En la mesa Max localizó una bandeja con bocadillos de carne y una jarra de limonada casera. Junto a ella había una nota escrita con la estilizada caligrafía de Andrea Carver.
Max, ésta es tu comida. Tu padre y yo estaremos en el pueblo toda la tarde por asuntos de la casa. NO se te ocurra utilizar el baño del piso de arriba. Irina viene con nosotrosDejó la nota y se llevó la bandeja a su habitacón. El maratón ciclista de aquella mañana le había dejado exhausto y hambriento. La casa parecía vacía, Alicia no estaba o se había encerrado en su habitación. Max se dirigió directamente a la suya, e cambió de ropa y se tendió en la cama a saborear los exquisitos bocadillos que su madre había dejado para él. Afuera la lluvia golpeaba con fuerza y los truenos hacían temblar las ventanas. Max encendió la pequeña lamparilla de su mesita y tomó el libro sobre Copérnico que Maximilian Carver le había regalado. Había empezado a leer cuatro veces el mismo párrafo cuando descubrió que se moría de ganas por ir a bucear al día siguiente junto al buque hundido con su nuevo amigo Roland. Engulló los bocadillos en menos de diez minutos y luego cerró los ojos, escuchando sólo el repiqueteo de la lluvia sobre el techo y los cristales. Le gustaba la lluvia y el sonido del agua resbalando por el canalillo de desagüe que recorría el borde del tejado. Cuando llovía con fuerza, Max sentía que el tiempo se detenía. Era como una tregua en la cual uno podía dejar de hacer cualquier cosa que le ocupase en aquel momento y sencillamente acercarse a contemplar el espectáculo de aquella infinita cortina de lágrimas del cielo desde una ventana, durante horas. Dejó de nuevo el libro sobre la mesita Pago la luz. Lentamente, envuelto en el sonido hipnótico de la lluvia, se rindió al sueño.
Capítulo cinco Las voces de la familia en el piso inferior y el correteo de Irina escaleras arriba y abajo despertaron a Max. Ya había anochecido pero Max pudo ver cómo la tormenta había pasado dejando a sus espaldas una alfombra de estrellas en el cielo. Echó un vistazo a su reloj y comprobó que había dormido cerca de seis horas. Se estaba incorporando cuando unos nudillos golpearon en su puerta.
–Es hora de cenar, bella durmiente -rugió la voz eufórica de Maximilian Carver al otro lado.
Por un segundo, Max se preguntó por que motivo se mostraría ahora tan alegre su padre. Pronto recordó la sesión cinematográfica que había prometido aquella misma mañana durante e desayuno.
–Ahora bajo -contestó sintiendo todavía el sabor pastoso de los bocadillos de carne en la boca.
–Más te vale -replicó el relojero, ya de camino hacia la planta inferior.
Llegó a la cocina y se sentó a la mesa junto al resto de la familia. Alicia miraba ensimismada su plato, de ferias tocarlo. Irina devoraba con fruición su comida y murmuraba palabras ininteligibles a su detestable gato, que la miraba fijamente a sus pies. Cenaron en calma mientras Maximilian Carver explicaba que había encontrado un local excelente en el pueblo para instalar la relojería y empezar el negocio de nuevo. – ¿Y qué has hecho tú, Max? – preguntó Andrea Carver.
–He estado en el pueblo -el resto de la familia le miró, como si esperasen más detalles-. Conocí a un chico, Roland. Mañana vamos a ir a bucear.
–Max ya ha hecho un amigo -exclamó Maximilian Carver, triunfal-. ¿Veis lo que os decía? – ¿Y cómo es el tal Roland, Max? – preguntó Andrea Carver.
–No sé. Simpático. Vive con su abuelo, el guardián del faro. Me ha estado enseñando un montón de cosas del pueblo. – ¿Y dónde dices que vais a bucear? preguntó su padre.
En la playa del sur' al otro lado del Puerto. Dice Roland que allí están los restos de un barco hundido hace muchos años. – ¿Puedo ir? – interrumpió Irina. – ¿No será peligroso?– preguntó Andrea Carver-.
–Mamá…
–De acuerdo -concedió Andrea Carve Pero ve con cuidado.
Max asintió.
–Yo, de joven, era un buen buceador empezó. Maximilian Carver.
–Ahora no, cielo -cortó su esposa-. ¿No nos ibas a enseñar unas películas?
Maximilian Carver se encogió de hombros y se levantó, dispuesto a hacer las galas de proyeccionista.
–Échale una mano a tu padre, Max. Por un segundo, antes de hacer lo que se le pedía, Max miró de soslayo a su hermana Alicia, que había permanecido en silencio durante toda la cena. Su mirada ausente parecía proclamar a gritos lo lejos que estaba de allí, pero, por algún motivo que Max no acertaba a comprender, nadie más lo advertía o prefería no hacerlo. Por un momento Alicia le devolvió la mirada. Max trató de sonreírle. – ¿Quieres venir mañana con nosotros? – ofreció-. Te gustará Roland.
Alicia sonrió débilmente y, sin pronunciar palabra, asintió mientras una brizna de luz se encendía en sus ojos oscuros y sin fondo.
–Todo listo. Luces fuera -dijo Maximilian Carver mientras acaba de enhebrar la bobina de p cula en el proyector. El aparato parecía provenir del mismísimo Copérnico y Max tenía sus dudas respecto a si funcionaría o no. ¿Qué es lo que vamos a ver? – inquirió Andrea Carver, acunando en sus brazos a Irina.
–No tengo la menor idea -confesó el relojer0__. Hay una caja en el garaje con decenas de películas sin ninguna indicación. He cogido unas cuantas al azar. No me extrañaría que no se viese nada. Las emulsiones de las películas se estropean con mucha facilidad y después de todos estos años lo más probable es que se hayan desprendido de la película. – ¿Eso qué significa? – interrumpió Irina-. ¿No vamos a ver nada?
–Sólo hay un modo de averiguarlo -contestó Maximilian Carver mientras giraba el interruptor del proyector.
En unos segundos, el sonido de motocicleta vieja del aparato cobró vida y el haz parpadeante del objetivo atravesó la sala como una lanza de luz. Max concentró la mirada en el rectángulo proyectado sobre la pared blanca. Era como mirar en el interior de una linterna mágica, sin saber a ciencia C1erta qué visiones podían escaparse de tal invento- Contuvo el aliento y en unos instantes, la pared e lnundó de imágenes.
No se trataba de ninguna copia de algún filme famoso, ni siquiera de algún serial mudo. Las imágenes horrorosas y arañadas por el tiempo delataban la ° dente condición de aficionado de quien las halv tomado. No era más que una película casera probablemente rodada años atrás por el antiguo dueño de la casa, el Doctor Fleischmann. Max supuso que lo mismo podría decirse del resto de los rollos que su padre había encontrado en el garaje junto al vetusto proyector. Las ilusiones del cineclub particular de Maximilian Carver se habían venido abajo en menos de un minuto.
La película mostraba torpemente un paseo por lo que parecía un bosque. La cinta había sido rodada mientras el operador caminaba lentamente entre los árboles y la imagen avanzaba a trompicones, con bruscos cambios de luz y enfoque que apenas permitían reconocer el lugar en el que se desarrollaba tan extraño paseo. – ¿Pero qué es esto? – exclamó Irina, visiblemente decepcionada, mirando a su padre que contemplaba perplejo la extraña y, a la vista del primer minuto de proyección, insufriblemente aburrida película.
–No sé -murmuró Maximilian Carver, hundido-. No esperaba esto…
Max también había empezado a perder interés en la película cuando algo llamó su atención en la caótica cascada de imágenes. – ¿Y si pruebas con otro rollo, cariño? "sujirió Andrea Carver, tratando de salvar del naufragio de su marido por el supuesto archivo cinematográfico del garaje.
Espera -cortó Max, reconociendo una silueta familiar en la película.
Ahora la cámara había salido del bosque y avanzaba hacia lo que parecía un recinto cerrado por Zjtos muros de piedra con un alto portón de lanzas. Max conocía aquel lugar; había estado allí el día anterior.
Fascinado, Max contempló cómo la cámara tropezaba ligeramente para luego adentrarse en el interior del jardín de estatuas.
–Parece un cementerio -murmuró Andrea Carver-. ¿Qué es eso?
La cámara recorrió unos metros por el interior del jardín de estatuas. En la película, el lugar no ofrecía el aspecto de abandono en que él lo había descubierto. No había atisbo de las hierbas salvajes y la superficie del suelo de piedra estaba limpia Y pulida, como si un cuidadoso guardián se ocuPase de mantener aquel recinto inmaculado día y noche.
La cámara se detuvo en cada una de las estatuas puestas en los puntos cardinales de la gran superficie.
La película fue mostrando a los componentes d la banda circense sin corte alguno.
La familia contempló aquella visión espectral en silencio, sin más ruido que el quejumbroso traqueteo del proyector Finalmente, la cámara se dirigió hacia el centro de la estrella trazada sobre la superficie del jardín de estatuas. La imagen reveló la silueta a contraluz del payaso sonriente, sobre el que convergían todas las demás estatuas. Max observó detenidamente las facciones de aquel rostro y sintió de nuevo aquel escalofrío que le había recorrido el cuerpo cuando lo había tenido frente a frente. Había algo en la imagen que no concordaba con lo que Max recordaba de su visita al jardín de estatuas, pero la deficiente calidad de la película le impidió obtener una visión clara del conjunto de la estatua que le permitiese advertir qué era. La familia Carver permaneció en silencio mientras los últimos metros de película corrían bajo el haz del proyector. Maximilian Carver paró el aparato y encendió la luz.
–Jacob Fleischmann -murmuró Max-. Estas son las películas caseras de Jacob Fleischmann.
Su padre asintió en silencio. Se había acabado la sesión de cine y Max sintió por unos segundos que la presencia de aquel invitado invisible que hacía diez años atrás se había ahogado a pocos metros de allí, en la playa, impregnaba cada rincón y cada peldaño de la escalera, y le hacía sentirse como un intruso.
Sin mediar más palabras, Maximilian Carver empezó a desmantelar el proyector y Andrea Carver cogió a Irina en sus brazos y se la llevó escaleras arriba para acostarla.
–Puedo dormir contigo? – preguntó Irina, abrazándose a su madre.
–Deja esto -dijo Max a su padre-. Yo lo guardaré.
Maximilian sonrió a su hijo y le palmeó la espalda, asintiendo.
–Buenas noches, Max -el relojero se volvió hacia su hija-. Buenas noches, Alicia.
–Buenas noches, papá -contestó Alicia observando cómo su padre enfilaba las escaleras hacia el piso de arriba con un aire de cansancio y decepción.
Cuando los pasos del relojero se perdieron, Alicia miró a Max fijamente.
–Prométeme que no le dirás a nadie lo que voy a contarte. Max asintió. – Prometido. ¿De qué se trata?
El payaso de la película -empezó Alicia- Lo he visto antes. En un sueño.
–Cuando? – preguntó Max, sintiendo que el se aceleraba.
–Anoche antes de venir a esta casa -respondió su hermana.
Max se sentó frente a Alicia. Era difícil leer emociones en aquel rostro, pero Max intuyó la sombra del temor en los ojos de la muchacha -Explícamelo -solicitó Max-. ¿Qué fue exactamente?
–Es raro, pero en el sueño era, no sé, como diferente -dijo Alicia. – ¿Diferente? – preguntó Max-. ¿En qué forma?
–No era un payaso. No sé -respondió encogiéndose de hombros, como si tratase de restar importancia al hecho, aunque su voz temblorosa traicionaba sus pensamientos-. ¿Crees que significa algo?
–No -mintió Max-, probablemente no.
–Supongo que no -corroboró Alicia-. ¿Lo de mañana sigue en pie? Ir a bucear…
–Claro. ¿Te despierto?
Alicia sonrió a su hermano menor. Era la primera vez que Max la veía sonreír en meses, tal vez en años.
–Estaré despierta -contestó Alicia mientras se dirigía a su habitación-. Buenas noches.
–Buenas noches -contestó Max. j Max esperó a escuchar la puerta de la habitación de Alicia cerrarse y se sentó en la butaca e salón, junto al proyector. Desde allí podía escuchar a sus padres hablar a media voz en su habitación. El resto de la casa se sumió en el silencio nocturno, apenas enturbiado por el sonido del mar en la playa. Max comprobó que alguien le observaba desde el pie de las escaleras. Los ojos amarillentos y brillantes del gato de Irina le observan fijamente. Max devolvió la mirada al felino. – Largo -le ordenó.
El gato le sostuvo la mirada durante unos segundos y luego se perdió en las sombras.
Max se incorporó y empezó a recoger el proyector y la película. Pensó en llevar de nuevo el equipo al garaje pero la idea de salir afuera en plena noche le resultó poco seductora. Apagó las luces de la casa y subió hasta su cuarto. Atisbo a través de la ventana en dirección al jardín de estatuas, indistinguible en la negrura de la noche.
Se tendió en la cama y apagó la lamparilla de la mesita de noche.
Al contrario de lo que Max esperaba, la última imagen que desfiló por su mente aquella madrugada antes de sucumbir al sueño no fue el siniestro Paseo cinematográfico por el jardín de estatuas, sino aquella sonrisa inesperada de su hermana Alicia minutos antes en el salón. Había sido un gesto aparentemente insignificante pero, por algún motivo que no acertaba a comprender, Max intuyó que había abierto una puerta entre ellos y que, desde aquella noche, nunca volvería a ver a su hermana como a una desconocida.
Capítulo seis Poco después del amanecer, Alicia abrió los I ojos y descubrió que tras el cristal de su ventana dos profundos ojos amarillos la miraban fijamente. Alicia se incorporó súbitamente y el gato de Irina, sin prisa, se retiró del alféizar de la ventana. | Detestaba a aquel animal, su conducta altiva y aquel olor penetrante que le precedía y delataba su presencia antes de que entrase en una habitación. No era la primera vez que lo había sorprendido escrutándola furtivamente. Desde el momento en que Irina consiguió traer el odioso felino a la casa de la playa, Alicia había observado que a menudo el animal permanecía inmóvil durante minutos, vigilante, espiando los movimientos de algún miembro de la familia desde el umbral de una puerta o escondido en las sombras. Secretamente, Alicia acariciaba la idea de que algún perro callejero diera buena cuenta de él en alguno de sus paseos nocturno.
En el exterior, el cielo estaba perdiendo el tinte que siempre acompañaba al alba y los púrpuras de un intenso sol se perfilaban sobre más allá del jardín. Todavía faltaban por lo menos un par de horas para que el amigo de Max pasara a buscarles Volvió a arroparse en la cama y, aunque sabía que no volvería a dormirse otra vez, cerró los ojos y escuchó el sonido distante del mar rompiendo en la playa.
Una hora más tarde, Max golpeó suavemente en su puerta con los nudillos.
Alicia bajó las escaleras de puntillas. Max y su amigo esperaban afuera, en el porche. Antes de salir se detuvo un segundo en el vestíbulo y pudo escuchar las voces de los dos chicos charlando. Respiró hondo y abrió la puerta.
Max, apoyado en la baranda del porche, se volvió y sonrió. Junto a él había un chico de tez profundamente bronceada y cabello pajizo que le sacaba casi un palmo a Max.
–Este es Roland -intervino Max-. Roland, mi hermana Alicia.
Roland asintió cordialmente y desvió la vista hacia las bicicletas pero a Max no se le escapó el juego de miradas que en cuestión de décimas se había cruzado entre su amigo y Alicia, pensó que aquello iba mas divertido de lo que esperaba. – ¿Cómo lo hacemos? – preguntó Alicia-. Sólo hay dos bicicletas.
–Yo creo que Roland puede llevarte en la suya -respondió Max-. ¿No, Roland?
Roland clavó la vista en el suelo.
–Sí, claro -murmuró-. Pero tú llevas el equipo.
Max sujetó el equipo de buceo que Roland había traído con un tensor en la plataforma que había tras el sillón de su bicicleta. Sabía que había otra bicicleta en el cobertizo del garaje, pero la idea de que Roland llevase a su hermana le divertía.
Alicia se sentó sobre la barra de la bicicleta y se aferró al cuello de Roland. Bajo la piel curtida por el sol, Max advirtió que Roland luchaba inútilmente por no sonrojarse.
–Lista -dijo Alicia-. Espero no pesar demasiado.
–Andando -sentenció Max y empezó a pedalear por el camino de la playa seguido de Roland y Alicia.
Al poco, Roland le tomó la delantera y, una vez más, Max tuvo que apretar la marcha para no quedarse rezagado. – ¿Vas bien? – preguntó Roland a Alicia.
Alicia asintió y contempló cómo la casa de la playa se iba perdiendo en la distancia.
La playa del extremo sur al otro lado del puente formaba una media luna extensa y desolada. No era una playa de arena, sino que estaba cubierta por pequeños guijarros pulidos por el mar, algas y restos marinos que el oleaje y la made Naturaleza habían dejado secarse al sol. Tras la playa, ascendiendo en vertical, se levantaba una pared de acantilados escarpados en cuya cima, oscura y solitaria, se alzaba la torre del faro.
–Ése es el faro de mi abuelo -señaló Roland mientras dejaban las bicicletas junto a uno de los caminos que descendían entre las rocas hasta la playa. – ¿Vivís los dos allí? – preguntó Alicia.
–Más o menos -respondió Roland-. Con el tiempo he construido una pequeña cabana aquí abajo en la playa y se puede decir que casi es mi casa. – ¿Tu propia cabana? – inquirió Max, tratando de localizarla con la vista.
–Desde aquí no la verás -aclaró Roland-. En realidad era un viejo cobertizo de pescadores abandonado. La arreglé y ahora no está mal. Ya la veréis.
Roland los guió hasta la playa y una vez allí se quitó las sandalias. El Sol se alzaba en el cielo y el mar brillaba como una lámina de plata fundida. La playa estaba desierta y una brisa impregnada de salitre soplaba desde el océano.
Cuidado con esta piedras- Yo estoy acostumbrado, pero es fácil caerse si no tienes práctica.
Alicia y su hermano siguieron a Roland a través de la playa hasta su cabaña. Se trataba de una cabina de madera pintada de azul, La cabaña tenía un pequeño porche y Max advirtió un farol oxidado que pendía de una cadena.
–Eso es del barco -explicó Roland- he sacado un montón de cosas de allí abajo y las he traido a la cabana. ¿Qué os parece?
–Es fantástica -exclamó Alicia-. ¿Duermes aquí?
–A veces, sobre todo en verano. En invierno aparte del frío, no me gusta dejar solo al abuelo arriba.
Roland abrió la puerta de la cabana y cedió el paso a Alicia y Max.
–Adelante. Bienvenidos a palacio. El interior de la cabana de Roland parecía uno de esos viejos bazares de antigüedades marineras. El botín que Roland había arrebatado durante años al mar relucía en la penumbra como un museo de misteriosos tesoros de leyenda.
–No son más que baratijas -dijo Roland-, pero las colecciono. A lo mejor hoy sacamos algo.
El resto de la cabana se componía de un viejo armario, una mesa, unas cuantas sillas y un camas sobre el que había unas estanterías con algunos libros y una lámpara de aceite.
–Me encantaría tener una casa como |ésta -murmuró Max. Roland sonrió, escéptico..
Siguieron a Roland hasta la orilla de la playa y Roland empezó a deshacer el fardo que Atenía el equipo de buceo.
El barco está a unos veinticinco o treinta metros de la orilla. Esta playa es más profunda de lo que parece; a los tres metros ya no se hace pie. El casco está á unos diez metros de profundidad -explicó Roland.
Alicia y Max se dirigieron una mirada que se explicaba por sí sola.
–Sí, la primera vez no es recomendable tratar de llegar abajo. A veces, cuando hay mar de fondo, se forman corrientes y puede ser peligroso. Una vez me llevé un susto de muerte.
Roland tendió unas gafas y unas aletas a Max.
–Bueno. Sólo hay equipo para dos. ¿Quién baja primero?
Alicia señaló a Max con el índice extendido.
–Gracias -susurró Max.
–No te preocupes, Max -le tranquilizó Roland-. Todo es empezar. La primera vez que bajé por poco me da algo. Había una morena enorme en una de las chimeneas. – ¿Una qué? – saltó Max. Nada -repuso Roland-. Es una broma. No hay bichos allí abajo. Te lo prometo. Y es raro, porque normalmente los barcos hundidos son como viveros de peces, pero éste no. No les gusta. Oye ¿no te ira a coger el miedo anora -¿Miedo? – dijo Max-. ¿Yo?
Aunque Max se estaba colocando las aletas observó cómo Roland le hacía una cuidadosa radiografía a su hermana mientras se quitaba el vestido de algodón y se quedaba con su bañador blanco el único que tenía. Alicia se adentró en el agua hasta que le cubrió las rodillas.
–Oye -le susurró-, es mi hermana, no un pastel. ¿De acuerdo?
Roland le dirigió una mirada de complicidad -Tú la has traído, no yo -respondió con una sonrisa gatuna.
–Al agua -cortó Max-. Te vendrá bien. Alicia se volvió y los contempló ataviados como buzos con una mueca burlona. – ¡Qué pintas! – se dijo sin poder reprimir la risa.
Max y Roland se miraron a través de las gafas de buceo.
–Una última cosa -apuntó Max-, yo nunca he hecho esto antes. Bucear, quiero decir. He nadado en piscinas, claro, pero no estoy seguro si sabré…
Roland puso los ojos en blanco. – ¿Sabes respirar debajo en el agua? – pregunto.
–He dicho que no sabía bucear, no que fuese tonto -repuso Max.
–Si sabes respirar en el agua, sabes bucear -aclaró Roland.
–Id con cuidado -apuntó Alicia-. Oye, Max, ¿seguro que esto es una buena idea?,
–No pasará nada -aseguró Roland, a la vez que le palmeaba el hombro,
–Usted primero, Capitán Nemo.
Max asintió, entusiasmado. – ¿Lo ves? Es fácil. Nada junto a mí -indicó Roland antes de sumergirse de nuevo.
Max dirigió una última mirada a la orilla y vio cómo Alicia le saludaba, sonriente.
Le devolvió el saludo y se apresuró a nadar junto a su compañero, mar adentro.
Roland le guió hasta un punto en el cual la playa parecía lejana, aunque Max sabía que apenas mediaba una treintena de metros hasta la Tierra.
Con la cabeza bajo en el agua, ajustándose las gomas de las gafas de buceo. Sus ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a semipenumbra submarina. Sólo entonces pudo ver el espectáculo del casco hundido del barco, tumbado sobre el costado y envuelto en una mágica luz espectral. El buque debía de medir alrededor de cincuenta metros, quiza más, y tenía profunda brecha abierta desde la proa hasta la cetrina. La vía abierta sobre el casco parecía una herida negra y sin fondo inflingida por afiladas garras de piedra. Sobre la proa, bajo una capa cobriza de óxido y algas, se podía leer el nombre del barco Orpheus.
El Orpheus tenía aspecto de haber sido en su día un viejo carguero, no un barco de pasajeros. El acero resquebrajado del buque estaba surcado de pequeñas algas pero, tal como Roland había dicho, no había un solo pez nadando sobre el casco. Los dos amigos lo recorrieron desde la superficie, deteniéndose cada seis o siete metros para contemplar con detalle los restos del naufragio. Roland había dicho que el barco se encontraba a unos diez metros de profundidad, pero, desde allí, a Max aquella distancia le parecía infinita. Se preguntó cómo se las había arreglado Roland para recuperar todos aquellos objetos que habían visto en su cabaña de la playa. Su amigo, como si hubiese leído sus pensamientos, le hizo una seña para que esperase en la superficie y se sumergió batiendo poderosamente las aletas. I Max observó a Roland, que descendía hasta tocar el casco del Orpheus con la punta de sus dedos. Una vez allí, asiéndose cuidadosamente a los salientes del casco, fue reptando hasta la platafo ma que en su día había sido el puente de mando. Desde su posición, Max podía distinguir toda la rueda del timón y otros instrumentos en el interior.
Roland nadó hasta la puerta del puente, y entró en el barco. Max sintió una punzada de inquietud al ver a su amigo desaparecer en el interior del buque hundido. No apartó los ojos de aquella compuerta mientras Roland nadaba por el interior del puente, preguntándose qué podría hacer si sucedía algo. A los pocos segundos, Roland emergió de nuevo del puente y ascendió rápidamente hacia él, dejando a su espalda una guirnalda de burbujas. Max sacó la cabeza a la superficie y respiró profundamente. El rostro de Roland apareció a un metro del suyo, con una sonrisa de oreja a oreja. – ¡Sorpresa! – exclamó. Max comprobó que sostenía algo en la mano. – ¿Qué es eso? – inquirió Max, señalando el extraño objeto metálico que Roland había rescatado del puente. – Un sextante.
Max enarcó las cejas. No tenía ni idea de lo que su amigo estaba diciendo.
–Un sextante es un cacharro que se usa para calcular la posición en el mar -explicó Roland, con la voz entrecortada después del esfuerzo de mantener la respiración durante casi un minuto, voy a volver a bajar. Aguántamelo.
–Ro…,Max empezó a articular una protesta, Pero Roland se zambulló de nuevo sin darle apenas tiempoContempló a su amigo acercarse a un ojo de buey y tratar de mirar en el interj0r del barco.
Max contuvo la respiración hasta que sintió que sus pulmones le ardían y soltó entonces todo el aire, listo para emerger de nuevo y respirar.
Sin embargo, en aquel último segundo, sus ojos descubrieron una visión que le dejó helado. \ través de la tiniebla submarina, ondeaba una vieja bandera podrida y deshilacliada prendida a un mástil en la popa del Orpheus. Max la observó detenidamente y reconoció el símbolo casi desvanecido que todavía podía distinguirse en ella: una estrella de seis puntas sobre un círculo. Max sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Había visto aquella estrella antes, en la verja de lanzas del jardín de estatuas.
El sextante de Roland se le escapó de entre los dedos y se hundió en la oscuridad. Presa de un temor indefinible, Max nadó atropelladamente hacia la orilla.
Max asintió.
–A veces, bajo el agua, las cosas parecen ser lo que no son -empezó Roland.
–Sé lo que vi -cortó Max-. ¿De acuerdo?
–De acuerdo -concedió Roland-. Viste un símbolo que según tú está también en esa especie de cementerio que hay detrás de vuestra casa ¿Y qué?
Max se levantó y se encaró a su amigo. – ¿Y qué? ¿Te vuelvo a repetir toda la historia?
Max había pasado los veinticinco últimos minutos explicándole a Roland todo cuanto había visto en el jardín de estatuas, incluida la película de Jacob Fleischmann.
–No hace falta -respondió secamente Roland.
–Entonces, ¿cómo es posible que no me creas? – espetó Max-. ¿Crees que me invento todo esto?
–No he dicho que no te crea, Max -dijo Roland sonriendo ligeramente a Alicia, que había vuelto de su paseo por la orilla con una pequeña bolsa llena de conchas-. ¿Ha habido suerte?
–Esta playa es un museo -respondió Alicia naciendo tintinear la bolsa con sus capturas.
Max, impaciente, puso los ojos en blanco. – ¿Me crees entonces? – cortó, clavando sus ojo en Roland.., Su amigo le devolvió la mirada y permaneció en silencio unos segundos.
–Max dice que tu abuelo viajaba en ese barco noche en que se hundió -dijo ella, colocando su mano sobre el hombro del muchacho-. ¿Es verdad?
Roland asintió vagamente.
–Fue el único superviviente -respondió. – ¿Qué pasó? – preguntó Alicia-. Perdona. A lo mejor no quieres hablar de eso.
Roland negó y sonrió a los dos hermanos.
–No, no me importa -Max le miraba, expectante-. Y no es que no crea tu historia, Max. Lo que pasa es que no es la primera vez que alguien me habla de ese símbolo. – ¿Quién más lo ha visto? – preguntó Max, boquiabierto-. ¿Quién te ha hablado de él?
Roland sonrió.
–Mi abuelo. Desde que era un niño -Roland señaló el interior de la cabana-. Empieza a refrescar. Entremos en la cabaña, os contaré la historia del barco…
La voz parecía provenir del armario y sonaba como un murmullo lejano cuyas palabras era imposible distinguir. Por primera vez desde que habían llegado a la casa de la playa, Irina sintió miedo. Clavó los ojos en la oscura puerta cerrada del armario y comprobó que había una llave en la cerradura. Sin pensarlo un instante, corrió hacia el armario y giró atropelladamente la llave hasta que ¡ la puerta estuvo cerrada a cal y canto. Retrocedió un par de metros y respiró profundamente. Entonces escuchó aquel sonido de nuevo y comprendió que no era una voz, sino varias voces susurrando; a un tiempo. – ¿Irina? – llamó su madre desde el piso de abajo.,, La voz cálida de Andrea Carver la rescato de trance en que estaba sumida. Una sensación de tranquilidad la envolvió.
–Irina, si estás arriba, baja a ayudarme un momentó.
En meses había tenido Irina tantas ganas ayudar a su madre, fuese cual fuera la tarea que mandase, y se dispuso a correr escaleras abajo.
Pudo sentir cómo una brisa helada le acarició el rostro y atravesaba repentinamente la estancia. La puerta de la habitación se cerró de golpe. Irina corrió hasta ella y forcejeó con el pomo, que parecía atascado. Mientras luchaba inútilmente por abrir aquella puerta, pudo escuchar a sus espaldas cómo la cerradura del armario giraba lentamente sobre sí misma y aquellas voces, que parecían provenir de lo más profundo de la casa, reían.
–Lo siento, Roland -interrumpió Alicia que intuía que, pese a la amable sonrisa de su amigo y a que parecía dispuesto a contarles la historia de su abuelo y del barco, remover aquellos recuerdos le resultaba más difícil de lo que quería mostrar. Yo sería muy pequeño- Apenas les recuerdo -dijo evitando la minifalda de Alicia, a quien una pequeña mentira no podía engañar. ¿Qué sucedió entonces? – insistió Max.
–El la fulminó con la mirada, – se hizo cargo de mí y me instalé con él en la casa del faro. Él era ingeniero y desde hacía años era el farero de este tramo y el ayuntamiento le había concedido el puesto de por vida, después de que construyese prácticamente con sus manos ese faro en 1919. Es una histórica casa, ya lo veréis. " -El 23 de junio de 1918 mi abuelo embarcó en el puerto de Southampton a bordo del Orpheus pero de incógnito. El Orpheus no era un barco dé pasajeros, sino un carguero de mala fama. Su capitán era un holandés borracho y corrupto hasta la médula que lo utilizaba como buque de alquiler al mejor postor. Sus clientes favoritos solían ser los contrabandistas que querían cruzar el Canal de la Mancha. El Orpheus tenía tal fama que incluso los destructores alemanes lo reconocían y, por piedad no lo hundían cuando se tropezaban con él. De todas formas, hacia el final de la guerra, el negocio empezó a flojear y el holandés errante, como lo apodaba mi abuelo, tuvo que buscarse otros asuntos más turbios para pagar las deudas de juego que había acumulado en los últimos meses. Parece ser que, en una de sus noches de mala racha, que solían ser la mayoría, el capitán perdió hasta la camisa en una partida con un tal Mister Caín. Este Misíer Caín era el dueño de un circo ambulante.
Como pago Mister Caín exigió al holandés que embarcase a toda la troupe del circo y les transportase de incógnito al otro lado del Canal. Pero el supuesto circo de Mister Caín escondía algo más que unas simples barracas de feria y les interesaba desaparecer, ilegalmente. El holandés accedió -¿qué otro remedio le quedaba? O lo hacía o perdía directamente el barco.
–Un momento -interrumpió Max-. ¿Qué tenía tu abuelo que ver con todo eso?
–A eso voy -continuó Roland-. Como he dicho el tal Mister Caín, aunque ése no era su verdadero nombre, ocultaba muchas cosas. Mi abuelo le venía siguiendo el rastro desde hacía mucho tiempo. Tenían una cuenta pendiente y mi abuelo pensó que, si Mister Caín y sus secuaces cruzaban el canal, sus posibilidades de cazarlos se evaporarían para siempre. – ¿Por eso embarcó en el Orpheus? – preguntó Max-. ¿Como un polizón?
Roland asintió.
–Hay algo que no entiendo -dijo Alicia-. ¿Por qué no avisó a la policía? Él era un ingeniero, no un gendarme. ¿Qué clase de cuenta tenía pendiente con ese Mister Caín? – ¿Puedo acabar la historia? – preguntó Roland.
Max y su hermana asintieron a la vez.
–Bien. El caso es que embarcó -continuó -. El Orpheus zarpó al mediodía y esperaban llegar a su destino en noche cerrada, pero las cosas se complicaron. Una tormenta se desencadenó ya pasada la medianoche y devolvió el barco hacia la Cota al Este. E1 Orpheus se estrelló contra las rocas y se hundio en apenas unos minutos.
Mi abuelo salvó la vida porque estaba oculto entre los salvavidas. Los demás se ahogaron.
Max tragó saliva…¿por eso están ahí?
–No -respondió Roland- Al, día siguiente, una niebla barrió la zona. Los pescadores locales encontraron a mi abuelo inconsciente en esta misma playa. Cuando se disipo la niebla, varios botes de pescadores buscaron, pero del naufragio nunca más se supo.
. Finalmente, Roland intercambió unamirada con Alicia y después con Max.
Max hizo un esfuerzo por encontrar palabras que no hiriesen a su amigo-, hay algo en esa historia que no encaja. Creo que tu abuelo no te lo ha contado todo.
Roland permaneció callado unos segundos. Luego, con una débil sonrisa en los labios, miró a los hermanos, asintió varias veces, y murmuró-. Lo sé.
Finalmente, la llave detuvo su giro e, impulsada por dedos invisibles, cayó al suelo.
Muy lentamente, la puerta del armario empezó a abrise. Irina trató de gritar, pero sintió que le faltaba el aire para articular apenas un susurro.
Desde la penumbra del armario, emergieron dos ojos brillantes y familiares. Irina suspiró. Era su gato. Era tan sólo su gato. Por un segundo había creído que el corazón se le iba a parar de puro pán'co. Se arrodilló para aupar al felino y advirtió entonces que tras el gato, en el fondo del armario, había alguien más. El felino abrió sus fauces y emitió un estremecedor maullido, como el de un ser infernal.
Para después fundirse en la oscuridad con el apagón de luz. Dos ojos brillantes como oro candente se posaron sobre los suyos mientras aquellas voces, al unísono pronunciaron su nombre. Irina gritó y, con todas sus fuerzas y se lanzó contra la puerta, que empujó haciéndola caer en el suelo del golpe, sin recuperar el aliento, se abalanzó escaleras abajo, sintiendo el aliento frío de aquellas voces en la nuca.
Fn una fracción de segundo, Andrea Carver vió paralizada, a su hija Irina, saltar desde lo alto de la escalera con el rostro encendido de pánico. Gritó su nombre, pero ya era demasiado tarde. La pequeña cayó rodando como un peso muerto hasta el último peldaño.
Andrea Carver se lanzó a los pies de la niña y tomó la cabeza en sus brazos. Una lágrima de sangre le recorría la frente. Palpó su cuello y sintió un pulso débil. Luchando contra la histeria, Andrea Carver alzó el cuerpo de su hija y trató de pensar qué debía hacer en aquel momento.
Mientras los peores cinco segundos de su vida desfilaban ante ella con infinita lentitud, Andrea Carver alzó la vista a lo alto de la escalera. Desde el último peldaño, el gato de Irina la escrutaba fijamente. Sostuvo la mirada cruel y burlona del animal durante una fracción de segundo y después, sintiendo el cuerpo de su hija latir en sus brazos, reaccionó y corrió al teléfono.
Capítulo siete Cuando Max, Alicia y Roland llegaron a la casa de la playa, el coche del médico todavía estaba allí. Roland dirigió a Max una mirada interrogadora. Alicia saltó de la bicicleta y corrió hacia el porche, consciente de que algo andaba mal, Maximilian Carver, con los ojos vidriosos y el semblante pálido les recibió en la puerta. – ¿Qué ha pasado? – murmuró Alicia.
Su padre la abrazó. Alicia dejó que los brazos de Maximilian Carver la rodeasen y sintió el temblor de sus manos.
–Irina ha tenido un accidente. Está en coma, Estamos esperando la ambulancia para llevarla al hospital. – ¿Mamá está bien? – gimió Alicia.
–Está adentro. Con Irina y el médico. Ahora no se puede hacer nada más -respondió el relojero con la voz hueca y cansina Roland, callado e inmóvil al pie del porche, tragó saliva. – ¿Se pondrá bien? – preguntó Max, pensando que su pregunta resultaba estúpida en aquellas circunstancias.
–Aún no lo sabemos -murmuró Maximilian Care y trató inútilmente de sonreir. Entró de nuevo en la casa-. Voy a ver si tu madre necesita algo.
Los tres amigos se quedaron clavados en el porche, silenciosos como tumbas. Tras unos segundos, Roland rompió el silencio.
–Lo siento…
Alicia asintió. Al poco la ambulancia enfiló la carretera y se acercó a la casa. El médico salió a recibirla. En cuestión de minutos, los dos enfermeros entraron en la casa y sacaron en una camilla a Irina, envuelta en una manta. Max cazó al vuelo una visión del rostro blanco como la cal de su hermana pequeña y sintió que el estómago se le caía a los pies.
Andrea Carver, con el rostro crispado y los ojos hinchados y enrojecidos, subió a la ambulancia y dirigió una última mirada desesperada a Alicia y a Max. Los enfermeros corrieron a sus Puestos. Maximilian Carver se acercó a los dos hermanos.
–Nome gusta que os quedéis solos. Hay un pequeño hotel en el pueblo; tal vez… -no nos va a pasar nada, papá. Ahora no te preocupes por eso -repuso Alicia.
–Os dejaré el número del hospital, no sé el tiempo que estaremos fuera. No sé ay al§o que..
–Ve, papá -cortó Alicia-.Todo saldrá bien- dijo abrazando a su padre.
Maximilian Carver esbozó una sonrisa y entre lágrimas y subió junto a la camilla.
Los tres amigos contemplaron en silencio la ambulancia perderse en la distancia mientras los rayos del sol languidecían sobre el crepúsculo púrpura.
–Todo saldrá bien -repitió Alicia para si misma.
*
*
*
Una vez se hubieron procurado ropa seca (Alicia le prestó a Roland unos pantalones y una camisa viejos de su padre), la espera de las primeras noticias se hizo interminable. Las lunas sonrientes de la esfera del reloj de Max indicaban que faltaban apenas unos minutos para las once de la noche cuando sonó el teléfono. Alicia, que estaba sentada entre Roland y Max en los escalones del porche, se levantó de un salto y corrió al interior de la casa. Antes de que el teléfono acabara de sonar por segunda vez, tomó el auricular y miro a Max y a Roland, asintiendo.
–De acuerdo -dijo, tras unos segundos¿Cómo está mamá?
Max podía escuchar el murmullo de la voz su padre a través del teléfono.
–No te preocupes -dijo Alicia-. No. No falta. Sí, estaremos bien. Llama mañanaAlicia hizo una pausa y asintió.– Buenas noches, papá.– Colgó el teléfono y miró a su hermano. Irina está en observación -explicó-. Los médicos han dicho que tiene conmoción, pero sigue en coma. Dicen que se curará.
–Seguro que han dicho eso? – replicó Max-.¿Y mamá?
–Imagínatelo. De momento pasaran allí esta noche. Mamá no quiere ir a un hotel. Volverán a llamar mañana a las diez. – ¿Y ahora qué? – preguntó tímidamente Roland.
Alicia se encogió de hombros y trató de dibujar una sonrisa tranquilizadora en su rostro. – ¿Alguien tiene hambre? – preguntó a los dos muchachos.
–Me parece que a los tres nos vendría bien cenar algo -concluyó-. ¿Votos en contra?
En unos minutos, Max preparó unos bocadillos mientras Alicia exprimía unos limones para hacer limonada aa. desde aquí Porche hCS amigos cenaron en la banqueta del!°queóndJ° t£nUe claridad del faro1 amarillen"ube da*1 Caba a la brisa nocturna' envuelto en una che. FrentZante de pequeñas mariposas de la nomar y CQe a ellos'la luna llena se alzaba sobre el ntería a la superficie del agua la apaf ' t
–No creo que ninguno pegue ojo esta noche -corroboró Max.
–Tengo una idea -dijo Roland con una sonrisa picara en los labios-. ¿Os habéis bañado alguna vez por la noche? – ¿Es una broma? – espetó Max. Sin mediar palabra, Alicia miró a los dos muchachos, los ojos brillantes y enigmáticos, y se encaminó tranquilamente hacia la playa. Max contempló atónito cómo su hermana se adentraba en la arena y, sin volver la vista atrás, se desprendía del vestido de algodón blanco.
Alicia se detuvo unos segundos al borde de la orilla, la piel pálida y brillante bajo la claridad evanescente y azulada de la Luna, y después, Ienta"1J"a te, su cuerpo se sumergió en aquella inmensa ba s de luz. I -¿No vienes, Max? – dijo Roland, siguiendo pasos de Alicia en la arena. ^.
Max negó en silencio, observando cómo su^ ^ go se zambullía en el mar y escuchó las risas hermana entre el susurro del mar. ció allí en silencio, decidiendo si aquePerm3hle corriente eléctrica que parecía vibrar Ha Palpa, nd y su hermana, un vínculo que escaentre R°su definición y al que se sabía ajeno, le Paba aíja 0 no. Mientras los veía juguetear en el entrlSMaX supo, probablemente antes de que ellos a§srnos lo advirtieran, que entre ambos se estaba forjando un estrecho lazo que habría de unirles como un destino irrebatible durante aquel verano.
Max esperaba que ambos le contradijesen o que con palabras de sensatez que él no acertaba a encontrar, le tranquilizasen y le hicieran ver que sus inquietudes no eran sino producto de un día demasiado largo, en el que habían sucedido demasiadas cosas que él se había tomado demasiado en serio. Sin embargo, nada de eso sucedió.
Alicia y Roland asintieron en silencio, sin apartar los ojos del fuego.
–Tú soñaste con aquel payaso, ¿no es verdad? – preguntó Max. Alicia asintió.
–Hay algo que no os dije antes -continuó Max-. Anoche, cuando todos os fuisteis a dormir. volví a ver la película que Jacob Fleischmann había rodado en el jardín de estatuas. Yo estuve en ese jardín hace dos días. Las estatuas estaban en otra posición, no sé…, es como si se hubiesen mo vido. Lo que yo vi no es lo que mostraba la P lícula. LJ.
Alicia miró a Roland, que contemplaba ne zado la danza de las llamas en el fuego.
–Roland, ¿nunca te habló tu abuelo de esto?
–Creo que tendríamos que hablar con tu abuelo, Roland -dijo Max.
Roland asintió débilmente.
–Mañana -prometió con una voz casi inaudible-. Mañana.
Capitulo ocho Poco antes del amanecer, Roland montó de nuevo su bicicleta y pedaleó de vuelta a la casa del faro. Mientras recorría la carretera de la playa, un pálido resplandor ámbar empezaba a teñir una bóveda de nubes bajas. Su mente ardía de inquietud y excitación. Aceleró la marcha hasta el límite de sus fuerzas, con la vana esperanza de que el castigo físico aplacase los miles de interrogantes y temores que le golpeaban interiormente.
Una vez cruzada la bahía del puerto y tras dirigirse hacia el camino ascendente que conducía faro, Roland detuvo la bicicleta y recuperó el aliento. En lo alto de los acantilados, el haz del faro re^- naba las últimas sombras de la noche como una^ ^ chilla de fuego a través de la niebla. Sabía °P abuelo permanecía todavía allí, expectante ys^ ^ cioso, y que no dejaría su puesto hasta que a curidad se hubiera desvanecido completa
Sin embargo, con el tiempo Roland había ido cobrando conciencia de que la historia del anciano hacía aguas. Pero nunca hasta hoy había comprendido tan claramente que su abuelo le había mentido o, al menos, no le había contado toda la verdad. No dudaba ni por un instante de la honestidad del viejo. De hecho, con el paso de los años su abuelo le había ido desvelando pedazo a pedazo las piezas de aquel extraño rompecabezas cuyo centro parecía ahora tan claro: el jardín de estatuas. Unas veces con palabras pronunciadas en sueños; otras, las más, con respuestas incompletas a las preguntas que Roland le formulaba. De alguna manera intuía que si su abuelo le había mantenido al margen e su secreTA era para protegerle. Aquel estado de ¿acia'Sln embargo, parecía tocar a su fin y la hora n. rentarse a la verdad se adivinaba cada vez más Próxima. bad^n^10 de nuevo la marcha mientras trataSamiento "iT P°F d momento acluel tema de su Pen" CUerPo em ba despierto demasiadas horas y su a la casa dffaba a acusar la fatiga" Una vez llegó el faro, dejó la bicicleta apoyada sobre la cerca y entró en la casa sin molestarse e der la luz. Ascendió las escaleras hasta su jT^ ción y se desplomó sobre la cama corno u muerto. ^ Desde la ventana de la habitación podía a ' el faro, que se alzaba a unos treinta metros d ' casa, y, recortándose tras las vidrieras de su atar ya, la silueta inmóvil de su abuelo. Cerró los oin y trató de conciliar el sueño.
Los acontecimientos de aquella jornada desfi-1 laron por su mente, desde la bajada submarina al I cia y Max. Roland pensó que era extraño y recon-1 en la soledad de su habitación, en los dos herma- | los que compartiría todos sus secretos y sus inquie- j Orpheus al accidente de la pequeña hermana de Al¡- i fortante a la vez comprobar cómo tan sólo unas ho- i ras juntos los habían unido tanto. Al pensar ahora I nos, sentía como si ellos fuesen desde aquel día sus i dos amigos más íntimos, los dos compañeros con I tudes. \ Comprobó que sólo el hecho de pensar en ellos le transmitía una sensación de seguridad y compañía y que, en correspondencia, él sentía una pro funda lealtad y gratitud por aquel pacto mvisi que parecía haberles unido aquella noche e playa.
Cuando finalmente el cansancio pudo rnajsdía_ la excitación acumulada a lo largo de tou
El día amaneció bajo un manto de nubes oscuras y amenazantes que se extendían desde más allá del horizonte y filtraban una luz mortecina y neblinosa que hacía pensar en un frío día de invierno. Apoyado en la baranda metálica del faro, Víctor Kray contempló la bahía a sus pies y pensó que los años en el faro le habían enseñado a reconocer a extraña y misteriosa belleza marchita de aqueos días plomizos y vestidos de tormenta que pregaban la eclosión del verano en la costa, curio? ^ atalaya del faro el Pueblo adquiría la const^ a,Pariencia de una maqueta cuidadosamente do./¡¡¡j a por un coleccionista. Más allá, enfilanWanca ·°ne'
SC extendía la playa como una línea elmismn?,"1!*16- En días de so1 intenso, desde ei rnism -^^^. i_-n uias ue soi imenso, uesue casco del o831 d°nde ah°ra oteaba Víctor Kray' el bajo el m eus P°día distinguirse claramente mecániCnar' C°m° si se tratase de un enorme fósil varado en la arena. casco del rT " "W11UC auura oieaoa vicior Kray, ei ^aJ° el mar rp podía distinguirse claramente Aquella mañana, sin embargo, el mar como un lago oscuro y sin fondo. Mientras ^ taba la superficie impenetrable del océano^" Kray pensó en los últimos veinte años que h'T pasado en aquel faro que él mismo había const · do. Al echar la vista atrás, sentía cada uno de e"' años como una pesada losa a sus espaldas °$ Con el tiempo, la angustia secreta de aquella espera interminable le había hecho pensar que tal vez todo había sido una ilusión y que su obstinada obsesión le había convertido en el centinela de una amenaza que sólo había existido en su propia imaginación. Pero, una vez más, los sueños habían vuelto. Por fin, los fantasmas del pasado habían despertado de un sueño de largos años y volvían a recorrer los pasillos de su mente. Y con ellos, había vuelto el temor de ser ya demasiado viejo y débil para afrontar a su antiguo enemigo.
Desde hacía años apenas dormía más de dos o tres horas diarias; el resto de su tiempo lo pasaba prácticamente solo en el faro. Su nieto Roland tenía por costumbre dormir varias noches a te sema^ na en su cabana de la playa y no era extraño q^ a veces, durante días, apenas pasaran juntos un^ de minutos. Aquel alejamiento de su propio m^ al que Víctor Kray se había condenado volun^ ^ mente le proporcionaba al menos una cierta p^ espíritu, pues tenía la certeza de que el do ^ ^ sentía por no poder compartir aquellos a
Estos pensamientos le mantuvieron en el faro durante más tiempo del que acostumbraba a pasar cada mañana. Habitualmente, volvía a casa antes de las ocho.
Víctor Kray miró su reloj y comprobó ^e ya pasaban de las diez y media. Descendió la «Piral metálica de la torre para encaminarse hacia * casa y aprovechar las escasas horas de sueño que ciclTTle permitía- Por el camino, vio que la bita ·! R°land estaba allí y que el muchacho hablacv^do a pasar la noch£ ruidon entró 6n la CaSa' tratando de no hacer brío quP n° alterar el sueño de su niet0' descuyieias K land le esperaba, sentado en una de las Atacas del comedor.
P°dia dormir, abuelo -dijo Roland, sonriendo al anciano-. He dormido un par da como un tronco y después me he despertad ? ^ pe sin poder volverme a dormir. – -Sé lo que es eso -contestó Víctor K pero conozco un truco infalible. ray^ -¿Cuál es? – inquirió Roland. El anciano exhibió su picara sonrisa, capaz arrebatarle sesenta años de encima. – Ponerse a cocinar. ¿Tienes hambre? Roland consideró la pregunta. Lo cierto es quc la imagen de tostadas con mantequilla, mermelada y huevos escalfados le producía un cosquilleo en el estómago. Sin darle más vueltas, asintiá -Bien -dijo Víctor Kray-. Tú serás el pinche. Andando.
Roland siguió a su abuelo hasta la cocina y se dispuso a seguir las instrucciones del anciano.
–Como yo soy el ingeniero -explicó Víctor Kray-, yo freiré los huevos. Tú prepara las tostadas.
En cuestión de minutos, abuelo y nieto consiguieron llenar la cocina de humo e impregnarte casa de aquel aroma irresistible a desayuno recién preparado. Luego, ambos se sentaron frente a fren a la mesa de la cocina y brindaron con sendos va sos rebosantes de leche fresca.
–El desayuno de la gente que tiene ^.^á cer -bromeó Víctor Kray, atacando con vorac fingida su primera tostada. V0z -Ayer estuve en el barco -dijo Roland baja, bajando la vista.
Víctor Kray sintió que se le formaba un nudo de acero en el estómago. Dejó de masticar y abandonó la tostada a medio comer.
–Este amigo mío, Max, ha visto cosas -continuó Roland. – ¿Dónde vive tu amigo? – preguntó el anciano, con voz serena.
–En la vieja casa de los Fleischmann, en la playa.
Víctor Kray asintió lentamente.
–Roland, cuéntame todo lo que tú y tus amigos habéis visto. Por favor.
Roland se encogió de hombros y relató las incidencias de los últimos dos días, desde que había conocido a Max hasta la noche que acababa de finalizar. abue^ndo hubo terminado su relato, miró a su «ano itratando de leer sus pensamientos. El an^'üzadw?"11^^16' le dedkó una sonrisa tran99 -¿Pe?3? desayuno' Roland -indicó. ° – -protestó el muchacho.
–Luego, cuando hayas acabado, ve a h tus amigos y íráelos aquí -explicó el anc "^ Tenemos mucho de qué hablar. lailCK #* # A las 11.34 de aquella mañana, Maxirniiian c ver telefoneó desde el hospital para comunicar a ^ hijos las últimas novedades. La pequeña Irinase* guía mejorando lentamente, pero los médicos todavía no se atrevían a asegurar que estuviese fuera de peligro. Alicia comprobó que la voz de su padre reflejaba una cierta calma y que lo peor había pasado ya.
Cinco minutos más tarde, el teléfono sonó d. nuevo. Esta vez era Roland, que llamaba desde e café del pueblo. Al mediodía, se encontrarían er el faro. Cuando Alicia colgó el teléfono, la mirada hechizada que Roland le dirigió la noche anterior en la playa volvió a su mente. Se sonrió a sí misma y salió al porche, para comunicar a Max las noticias. Distinguió la silueta de su hermano sentado en la arena, mirando el mar. En el horizonte, lo* primeros destellos de una tormenta eléctrica encendieron una traca de luz en la bóveda del cielo. ^ cia caminó hasta la orilla y se sentó junto a su ^ mano. El aire frío de aquella mañana le mord^ey piel y deseó haber traído consigo un buen jer ^ -Ha llamado Roland -dijo Alicia- Su a quiere vernos.. ^ ¿el Max asintió en silencio, sin apartar la mir
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Un rayo rayo que caía sobre el océano quebró la iineaTel usta Roland, verdad? – preguntó Max, nao con un puñado de arena entre los dC Alicia consideró la pregunta de su hermano durante unos segundos. Sí -contestó-. Y creo que yo también le gusto a él. ¿Por qué, Max?
Max se encogió de hombros y lanzó el puñado de arena hasta la línea donde rompía la marea. _N0 sé -dijo Max-. Pensaba en lo que dijo Roland de la guerra y eso. Que a lo mejor le reclutaban después del verano… Es igual. Supongo que no es asunto mío.
Alicia se volvió a su hermano pequeño y buscó la mirada evasiva de Max. Arqueaba las cejas del mismo modo que Maximilian Carver y sus ojos grises reflejaban, como siempre, un mar de nervios sepultados a ras de piel.
Alicia rodeó con su brazo los hombros de Max 'le besó en la mejilla. se ryamos dentro -diJo, sacudiendo la arena que e había adherido al vestido-. Aquí hace frío.
Como si su amigo hubiese intuido su sufrimiento durante la larga marcha, Roland esPeraba¿ su bicicleta en la boca del camino. Al verlo, ^ detuvo la marcha y dejó que su hermana des^us_ diese. Respiró profundamente y se masajeó los los, agarrotados por el esfuerzo.,^.
–Creo que has encogido unos 4 ó 5 ce tros -dijo Roland.
Ya sabía pezaué iba a gastar su primer sueldo: en una motocicleta.
El pequeño comedor de la casa del faro olía a café recién hecho y a tabaco de pipa. El piso y las paredes eran de madera oscura y, al margen de una inmensa librería y algunos objetos marinos que Max no pudo identificar, apenas estaba decorado. Un hogar para quemar leña y una mesa recubierta de un manto de terciopelo oscuro rodeada de viejas butacas de piel descolorida eran todo el lujó con el que Víctor Kray se había rodeado.
Roland indicó a sus amigos que tomasen asiento en las butacas y se acomodó en una silla dé majra entre ambos. Esperaron durante cinco minud°e$'Sln aP£nas cruzar palabra, mientras los pasos anciano se escuchaban en el piso de arriba. eran tC' d VÍ^° farero hizo su aParición- No era uV^00 MX b había imaginado- Víctor Kray una gen e de mediana estatura, tez pálida y naba Uner°Sa mata de pel° Plateado con Que cor°Süs o r°Str° que no reflejaba su verdadera edad. ^ente el^ Verdes y Penetrantes recorrieron lentasernblante de los dos hermanos, como si tratase de leer sus pensamientos Max viosamente ante la mirada escrutad S°nrió* no. Víctor Kray le correspondí^^ «* 4 nsa que iluminó su semblante. afabksot neta lc¡a| soijj :hJI .– -..^jcnllC. " j -Sois la primera visita que recibo en much I años -dijo el farero, tomando asiento en una J" las butacas-. Tendréis que disculpar mis moda^ De todos modos, cuando yo era un crío, pensaba que todo eso de la cortesía era una soberana estupidez. Y todavía lo pienso.
–Nosotros no somos crios, abuelo -dijo Roland.
–Cualquiera más joven que yo lo es -respondió Víctor Kray-. Tú debes de ser Alicia. Y tú, Max. No hay que ser muy listo para deducirlo, ¿eh? Alicia sonrió cálidamente. No hacía dos minutos que lo había conocido, pero el talante socarrón del anciano le resultaba encantador. Max, por su parte, estudiaba el rostro del anciano, tratando de imaginarle encerrado en aquel faro durante décadas, guardián del secreto del Orpheus.
–Sé lo que debéis de estar pensando -explico Víctor Kray-. ¿Es verdad todo lo que hemos visto o creemos haber visto estos últimos días? Lavff dad es que nunca pensé que llegaría el m°me"jeL en que tuviese que hablar de este tema con na^- ni siquiera con Roland. Pero siempre sucede lo c trario de lo que esperamos, ¿no es asi.
Nadie le contestó. níe -Está bien. Al grano. Lo primero es q^ contéis todo lo que sabéis. Y cuando digo
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Durante la siguiente media hora, Max relató sin pausa cuanto recordaba ante la mirada atenta del anciano, que escuchó sus palabras sin el menor asomo de incredulidad ni, como esperaba Max, de asombro.
Cuando Max hubo finalizado su historia, Víctor Kray tomó su pipa y la preparó metódicamente.
–No está mal -murmuró-. No está mal…
El farero encendió la pipa y una nube de humo de aroma dulzón inundó la estancia. Víctor Kray saboreó lentamente una bocanada de la picadura especial y se relajó en su butaca.
Luego, mirando a los ojos a cada uno de los tres muchachos, emPezó a hablar…
A lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que se quedaron ancladas en alguno de esos estadios y nunca lograron superarlos. Es algo terrible.»
Víctor Kray comprobó que los tres muchachos le observaban atentamente y en silencio, pero cada una de sus miradas parecía preguntarse de qué estaba hablando. Se detuvo a saborear una bocanada de su pipa y sonrió a su pequeña audiencia.
«Ése es un camino que cada uno de nosotros debe aprender a recorrer en solitario, rogando a Dios que le ayude a no extraviarse antes de Hegar al final. Si todos fuésemos capaces de compren^ al inicio de nuestra vida esto que parece tan si ^ pie, buena parte de las miserias y penas de estem^£¡ do no llegaría a producirse jamás. Pero, y ^ una de las grandes paradojas del universo, s ^ nos concede esa gracia cuando ya es demasi de. Fin de la lección.
Pero otras ^ tramposo se sale con la suya. Y cuando en vez'de jugar con dados o naipes, se juega con la vida \ la muerte, ese tramposo se convierte en alguien muv peligroso.
Hace muchísimo tiempo, cuando yo tenía vuestra edad, la vida cruzó mi destino con uno de los mayores tramposos que han pisado este mundo. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. En el barrio pobre donde yo vivía, todos los chicos de la calle le conocían como Caín. Otros le llamaban el Príncipe de la Niebla, porque, según las habladurías, siempre emergía de una densa niebla que cubría los callejones nocturnos y, antes del alba, desaparecía de nuevo en la tiniebla.
Caín era un hombre joven y bien parecido, cuyo origen nadie sabía explicar. Todas las noches, enaguno de los callejones del barrio, Caín reunía a lo muchachos harapientos y cubiertos por la mugr y el hollín de las fábricas y les proponía un pac^ Cada uno podía formular un deseo y él lo fia ^ realidad. A cambio, Caín sólo pedía una cosa^ lealtad absoluta. Una noche, Angus, mi mej0^n Ios go, me llevó a una de las reuniones de Caín ^ chicos del barrio. El tal Caín vestía como un , de la ópera y siempre sonreía. Sus ojos er° mbiar de color en la penumbra y su voz aretialey pausada. Según los chicos, Caín era un ~r3 gr3yo que no había creído una sola palabra de 13§° 1 s historias que sobre él circulaban en el ba108 :0daS pnía aauella noche dispuesto a reírme del surrio. venia «M -m maso Sin embargo, recuerdo que, ante su nilíMu '". j i i i · ' presencia, cualquier asomo de burla se pulverizo en el aire.' En cuanto le vi, lo único que sentí fue miedo y, por descontado, me guardé de pronunciar una sola palabra.
Aquella noche varios de los chavales de la calle formularon sus deseos a Caín.
Cuando todos hubieron terminado. Caín dirigió su mirada de hielo al rincón donde estábamos mi amigo Angus y yo. Nos preguntó si nosotros no teníamos nada que pedir. Yo me quedé clavado, pero Angus, ante mi sorpresa, habló. Su padre había perdido el empleo aquel día. La fundición en la que trabajaba la gran mayoría de los adultos del barrio estaba despidiendo personal y sustituyéndolos por máquinas que trabajaban más
Dos semanas más tarde, Angus v vo, a casa por la noche después de visitar n ^^ bulante que se había instalado en la T feia am' cmdad. Para no retrasa 1 í* afueras ^ la -nuevoa^ar.Cain^-Sg Dos semanas más tarde, Angus v vo, a casa por la noche después de visitar n ^^ bulante que se habí* inct,.^ S' r Una feria am. o.mauu en las afueras déla ciudad. Para no retrasarnos más de la cuenta de cidimos tomar un atajo y seguir el camino de la vieja vía de tren abandonada. Caminábamos por aquel paraje siniestro a la luz de la Luna cuando descubrimos que, entre la niebla, emergía una silueta envuelta en una capa con una estrella de seis puntas dentro de un círculo y grabada en oro, caminando hacia nosotros por el centro de la vía muerta. Era el Príncipe de la Niebla. Nos quedamos petrificados.
Caín se acercó a nosotros y, con su sonrisa habitual, se dirigió a Angus. Le explicó que había llegado el momento de que le devolviese el favor. Angus, visiblemente aterrorizado, asintió. Caín dijo que su petición era simple: un pequeño ajuste de cuentas. En aquella época el personaje más rico del barrio, el único rico en realidad, era Skolimoski, un comerciante polaco que poseía el alrnac^ de comida y ropa en el que todo el vecindario co^ praba. La misión de Angus era prender fuego a. macen de Skolimoski. El trabajo debía reallZ la noche siguiente. Angus trató de PTOtest^'ai¿o las palabras no le llegaron a la garganta. fíabl^e ¿0 en los ojos de Caín que dejaba muy claro q
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DUesto a aceptar nada más que la obeesiaba hsoluta. El mago se marchó como había jiencia ao; ve reimos de vuelta y, cuando dejé a Angus a la de su casa, la mirada de terror que llenaba pUena s me encogió el corazón. Al día siguiente le tasqué por las calles, pero no había ni rastro de él Empezaba a temer que mi amigo se hubiera propuesto cumplir la criminal misión que Caín le había encomendado y decidí montar guardia frente al almacén de Skolimoski al caer la noche. Angus nunca se presentó y, aquella madrugada, la tienda del polaco no ardió. Me sentí culpable por haber dudado de mi amigo y supuse que lo mejor que podía hacer era tranquilizarle porque, conociéndole bien, debía de estar escondido en su casa temblando de miedo ante la posible represalia del fantasmal mago. A la mañana siguiente me dirigí a su casa. Angus no estaba allí. Con lágrimas en los ojos su madre me dijo que había faltado toda la.noche y me rogó que lo buscase y lo llevase de vuelta a casa. ^ On el estómago en un puño, recorrí el barrio arriba abajo sin dejar ni uno solo de sus apesatardsenncones Por rastrear. Nadie le había visto. Al oscu^'exhausto ysin saber ya dónde buscar, una v¡eja víaTÍCÍÓn me asaltó- Volví al camino de la br¡llabla H-1 tren y Seguí el rastro de l°s raíles Que de ia non, lmente bajo la Luna en la oscuridad contré aC 6 ^° tUVe que cammar demasiado. Enmi amigo tendido en la vía, en el mismo
Al día sigu¡ e te, el padre de Angus fue inexplicablemente llamad de nuevo a trabajar. Caín había cumplido su n labra. i Dos semanas más tarde, Angus y yo volvíamos a casa por la noche después de visitar una feria am-1 bulante que se había instalado en las afueras de la ciudad. Para no retrasarnos más de la cuenta, de-! cidimos tomar un atajo y seguir el camino de la vie- j ja vía de tren abandonada. Caminábamos por aquel paraje siniestro a la luz de la Luna cuando descu- \ brimos que, entre la niebla, emergía una silueta en- [vuelta en una capa con una estrella de seis puntas 5 dentro de un círculo y grabada en oro, caminando I hada nosotros por el centro de la vía muerta. Era f el Príncipe de la Niebla. Nos quedamos petrifica- j dos. Caín se acercó a nosotros y, con su sonrisa ha-: bitual, se dirigió a Angus. Le explicó que había llegado el momento de que le devolviese el favor. Angus, visiblemente aterrorizado, asintió. Caín dijo que su petición era simple: un pequeño ajuste de cuentas. En aquella época el personaje más rico del barrio, el único rico en realidad, era Skolimoski, un comerciante polaco que poseía el almacén de comida y ropa en el que todo el vecindario corn-; praba. La misión de Angus era prender fuego al al-: macen de Skolimoski. El trabajo debía realizarse / la noche siguiente. Angus trató de protestar, pero las palabras no le llegaron a la garganta. Había algo en los ojos de Caín que dejaba muy claro que no
Con el estómago en un puño, recorrí el barrio de arriba abajo sin dejar ni uno solo de sus apestosos rincones por rastrear. Nadie le había visto. Al atardecer, exhausto y sin saber ya dónde buscar, una oscura intuición me asaltó. Volví al camino de la Vleja vía del
Aquella misma noche, mientras yo comprobaba horrorizado el destino de mi amigo, el almacén de Skolimoski fue destruido en un terrible incendio. Nunca le expliqué a nadie lo que mis ojos habían presenciado aquel día.
Dos meses más tarde, mi familia se mudó al sur, lejos de allí y muy pronto, con el paso de los meses, empecé a creer que el Príncipe de la Niebla era sólo un recuerdo amargo de los oscuros años vividos a la sombra de aquella ciudad pobre, sucia y violenta de mi infancia…
Hasta que volví a veré y comprendí que aquello no había sido más qu£ e principio.»
–El Dr. Caín. El cartel lo dice -respondió Caín-. ¿Pasando un buen rato con la familia?
Víctor tragó saliva y asintió.
–Eso es bueno -continuó el mago-. La diversión es como el láudano; nos eleva de la miseria y el dolor, aunque sólo fugazmente.
–No sé lo que es el láudano -replicó Víctor.
–Una droga, hijo -respondió Caín cansinamente, desviando la vista hacia un reloj que reposaba en un estante a su derecha.
A Víctor le pareció que las agujas corrían en sentido inverso.
–El tiempo no existe, por eso no hay que perderlo. ¿Has pensado ya cuál es tu deseo?
–No tengo ningún deseo -contestó Víctor.
Caín se echó a reír.
–Vamos, vamos. Todos tenemos no un deseo, sino cientos. Y qué pocas ocasiones nos brinda la vida de hacerlos realidad -Caín miró a la enigmática mujer con una mueca de compasión-. ¿No es cierto, querida?
La mujer, como si se tratase de un simple objeto inanimado, no respondió.
–Pero los hay con suerte, Víctor -dijo Caín, inclinándose sobre la mesa-, como tú.
Porque tú puedes hacer realidad tus sueños, Víctor. Ya sabes cómo. – ¿Como hizo Angus? – espetó Víctor, que en aquel momento reparó en un hecho extraño que no podía alejar de su pensamiento: Caín no pestañeaba, ni una sola vez.
–Un accidente, amigo mío. Un desgraciado accidente -dijo Caín adoptando un tono apenado y consternado-. Es un error creer que los sueños se hacen realidad sin ofrecer nada a cambio. ¿No te parece, Víctor? Digamos que no sería justo. Angus quiso olvidar ciertas obligaciones y eso no es tolerable. Pero el pasado, pasado está.
Hablemos del futuro, de tu futuro. – ¿Es eso lo que hizo usted? – preguntó Víctor-. ¿Hacer realidad un deseo? ¿Convertirse en lo que es ahora? ¿Qué tuvo que dar a cambio? Caín perdió su sonrisa de reptil y clavó sus ojos en Víctor Kray. El muchacho temió por un instante que aquel hombre se abalanzara sobre él, dispuesto a despedazarlo. Finalmente, Caín sonrió de nuevo y suspiró.
–Un joven inteligente. Eso me gusta, Víctor. Sin embargo, te queda mucho por aprender. Cuando
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–Lo dudo -respondió Víctor rnientras se mcorporaba y caminaba de vuelta hacia*a salida.
La mujer, como una marioneta rota a ^a ^UQ súbitarnente le hubiesen estirado un cordel, empezó a caminar de nuevo, en un amago de acompañarle. A unos pasos de la salida, la voz de Caín sonó de nuevo a sus espaldas.
–Una cosa más, Víctor. Respecto alo de IQS deseos. Piénsalo. La oferta está en pie.
Tal vez si a ti no te interesa, algún miembro de tu flamante familia feliz tenga algún sueño inconfesa^le escondido. Ésos son mi especialidad…
Víctor no se detuvo a contestar y Sano de nuevo al aire fresco de la noche. Respiró profundamente y se dirigió a paso rápido a buscar a su familia. Mientras se alejaba, la risa del Dr. Cam se Perdió a sus espaldas como el canto de una hiena, enmascarada en la música del carrusel.
Max había escuchado hechizado relato del anciano hasta aquel punto sin atreverse # formular una sola de las miles de preguntas que bullían en su mente. Víctor Kray pareció leer su pensamiento y le señaló con un dedo acusador.
–Paciencia, jovencito. Todas las piezas irán encajando a su tiempo. Prohibido interrurnPÍr- ¿De acuerdo?
Aunque la advertencia iba dirigida a Max, 10 tres amigos asintieron al unísono.
–Bien, bien… -murmuró para sí el farero
Nos iba bien en nuestro nuevo hogar y tuve la ocasión de conocer a un individuo que me ayudó mucho. Se trataba de un reverendo que impartía clases de Matemáticas y Física en la escuela. A primera vista parecía andar siempre por las nubes, pero era un hombre de una inteligencia que sólo podía compararse con la bondad que se esforzaba en ocultar tras una muy convincente personificación del científico loco del pueblo. Él me animó a estudiar a fondo y a descubrir las matemáticas. No es extraño que, tras unos años a su cargo, mi vocación por las ciencias se hiciese cada vez más clara. En principio quise seguir sus pasos y dedicarme a la enseñanza, pero el reverendo me clavó una repri118
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Fue él quien me consiguió la beca para la universidad y quien realmente encaminó mi vida hacia lo que hubiera podido ser. Murió una semana antes de mi graduación.
Ya no me avergüenza decir que sentí tanto o más su desaparición que la de mi propio padre. En la universidad tuve ocasión de intimar con quien habría de llevarme de nuevo a encontrarme con el Dr. Caín: un joven estudiante de medicina perteneciente a una familia escandalosamente rica (o eso me parecía a mí) llamado Richard Fleischmann. Efectivamente, el futuro Doctor Fleischmann que, años más tarde, haría construir la casa de la playa.
Richard Fleischmann era un joven vehemente y muy dado a las exageraciones.
Estaba acostumbrado a que durante toda su vida las cosas hubiesen resultado tal y como él las deseaba y cuando, por cualquier motivo, algo contradecía sus expectativas, montaba en cólera con el mundo. Una ironía del destino fue la que quiso hacernos amigos: nos enamoramos de la misma mujer, Eva Gray, la hija del más insoportable y tirano catedrático de Química del campus.
Al principio, salíamos los tres juntos y hacíamos excursiones los domingos, cuando el ogro de Theodore Gray no lo impedía. Pero este arreglo no duró mucho. Lo más curioso del caso es que Fleischmann
Hasta que ese día llegó, pasamos los dos mejores años que recuerdo de mi vida. Pero todo tiene un fin. El de nuestro trío inseparable llegó la noche de la graduación.
Aunque había conseguido todos los laureles imaginables, mi alma se arrastraba por los suelos a causa de la pérdida de mi viejo tutor y Eva y Richard decidieron que, aunque yo no bebía, aquella noche debían emborracharme y ahuyentar la melancolía de mi espíritu por todos los medios. Ni que decir tiene que el ogro Theodore, que pese a estar sordo como una tapia parecía escuchar a través de las paredes, descubrió el plan y la velada acabó con Fleischmann y yo solos, borrachos como una cuba, en una apestosa taberna en la que nos entregamos a elogiar al objeto de nuestro amor imposible, Eva Gray.
Aquella misma noche, dando tumbos de vuelta al campus, una feria ambulante pareció emerger de la niebla junto a la estación del tren. Fleischmann y yo, convencidos de que una vuelta en el carrusel sería la cura infalible para nuestro estado, nos adentramos en la feria y acabamos en la puerta de la barraca del Dr.
Caín, adivino, mago y vidente, como seguía rezando el siniestro cartel. Fleischmann tuvo una idea genial. Entraríamos y le pediríamos al adivino que nos desvelase el enigma: ¿a quién de los
Supongo que perdí el sentido porque no recuerdo muy bien las horas siguientes.
Cuando recobré el conocimiento, en la agonía de un atroz dolor de cabeza, Fleischmann y yo estábamos tendidos sobre un viejo banco de madera. Estaba amaneciendo y los carromatos de la feria habían desaparecido, como si todo aquel universo de luces, ruido y gentío de la noche anterior hubiera sido una simple ilusión de nuestras mentes ebrias por el alcohol. Nos incorporamos y contemplamos el solar desierto a nuestro alrededor. Pregunté a mi amigo si recordaba algo de la madrugada anterior. Haciendo un esfuerzo, Fleischmann me dijo que había soñado que entraba en la barraca de un adivino y, a la pregunta de cuál era su mayor deseo, había respondido que deseaba obtener el amor de Eva Gray. Luego se rió, bromeando sobre la resaca monumental que nos castigaba, convencido de que nada de todo aquello había sucedido.
Dos meses después, Eva Gray y Richard Fleischmann contraían matrimonio. Ni siquiera me invitaron a la boda. No volvería a verlos en 25 largos años.»
«Un día lluvioso de invierno, un hombre envuelto en una gabardina me siguió desde el despacho hasta ^ r^ mi casa. Desde la ventana del comedor, pude y que el extraño seguía abajo, vigilándome. DUC]- unos segundos y bajé a la calle, dispuesto a desen. mascarar al misterioso espía. Era Richard Fleiscjj. mann, tiritando de frío y con el rostro ajado p0r los años. Sus ojos eran los de un hombre que hubiera vivido perseguido toda su vida. Me pregunté cuántos meses hacía que mi antiguo amigo no dormía. Hice que subiese a casa y le ofrecí un café caliente. Sin atreverse a mirarme a la cara, me preguntó por aquella noche enterrada años atrás en la barraca del Dr. Caín.
Sin ánimos para cortesías, le pregunté qué era lo que Caín le había pedido a cambio de hacer realidad su deseo. Fleischmann, con el rostro embargado de miedo y vergüenza, se arrodilló frente a mí, suplicando mi ayuda entre lágrimas. No hice caso de sus lamentos y le exigí que me contestase. ¿Qué había prometido al Dr. Caín en pago a sus servicios?
"Mi primer hijo", me contestó. "Le prometí mi primer hijo…"
Finalmente, le dije pe le ayudaría, pero no por él, sino por el vinca que todavía me'unía a Eva Gray y en recuerdo amaestra vieja amistad.
Aquella misma noche expulsé a Flaschmann de mi casa, pero con una intención nif diferente a la que aquel hombre que un día yo libia considerado mi amigo intuía. Le seguí baj olí lluvia y crucé la ciudad tras sus pasos. Me pregité a mí mismo por qué estaba haciendo aquello, La sola idea de que Eva Gray, que me había rechazado cuando ambos éramos jóvenes, tuviese que entregar su hijo a aquel miserable brujo me revolvíais entrañas y me bastaba para enfrentarme de nuev» al Dr. Caín, aunque mi juventud ya se había evaporado y cada vez era más consciente de que tal vez saliese mal parado del juego.
Las andanzas de Fleischmann mellevaron hasta la nueva guarida de mi viejo conoide, el Príncipe de la Niebla. Un circo ambulanüera ahora su n°gar y, para mi sorpresa, el Dr.
Caínriabía renunciado a su grado de adivino y vidente para asumir ahora una nueva personalidad, másiodesta, pero más acorde con su sentido del humor. Ahora era Un payaso que actuaba con el rostí» pintado de blanco y rojo, aunque sus ojos de color cambiante C^i delatarían su identidad incluso tras d pas de maquillaje. El circo de Ca^°Cenas de ca trella de seis puntas en lo aito dt^ menía C I se había rodeado ahora de i^T^C I compinches que, bajo la apariencia ^f C°h°n^ ' nerantes, parecían esconder algo mt
nantes ¡tíPie durante dos semanas el circo dTr °SCUra Es' Hpsn.hr,' ^,,«i
. UJ ae Caín v nm»._ pié – "reo ae Caín y prom^ descubrí que la carpa raída y amarillenta enmascaraba a una peligrosa banda de embaucadores, criminales y ladrones que practicaban la rapiña all í por donde pasaban. Averigüé también que la poca elegancia del Dr. Caín a la hora de elegir a sus esclavos le había llevado a dejar tras de sí una estridente pista de crímenes, desapariciones y robos queno escapaba a la policía local, que olfateaba de cerca el hedor a corrupción que se desprendía de aquel fantasmagórico circo.
Por supuesto, Caín era consciente de la situación y por ello había decidido que él y sus amigos debían desaparecer del país sin perder tiempo, pero de un modo discreto y, preferiblemente, al margen de molestos trámites policiales. De este modo, aprovechando una deuda de juego que oportunamente le servía en bandeja la torpeza del capitán holandés, el Dr. Caín consiguió embarcar en el Orpneu aquella noche. Y yo, con él., 0 Lo que sucedió la noche de la tormentai es a^ que ni yo mismo puedo explicar. Un tern e^^ poral arrastró al Orpheus de vuelta hacia la ^ y lo lanzó contra las rocas, abriendo una via^ ^ en el casco que hundió el buque en cuestio
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–Aún así -interrumpió finalmente Max-, no se encontraron los cuerpos.
Víctor Kray negó.
–A menudo, en temporales de esta naturaleza el mar se lleva consigo los cuerpos -apuntó el farero.
–Pero los devuelve, aunque sea días después -replico Max-. Lo he leído.
–No creas todo lo que lees -dijo el anciano-, aunque en este caso sea cierto. – ¿Qué pudo suceder entonces? – inquirió Alicia.
–Durante años he tenido una teoría que ni yo mismo creía. Ahora todo parece confirmarla…
«Fui el único superviviente del naufragio del Orpheus. Sin embargo, al recuperar el conocimiento en el hospital, comprendí que algo extraño había sucedido. Decidí construir este faro y quedarme a
Pero eso no es todo. Con los años cometí otro error fatal. Me puse en contacto con Eva Gray. Supongo que quería saber si todo por lo que había pasado tenía algún sentido. Fleischmann se adelantó a mí y, al conocer mi paradero, vino a visitarme.
Le expliqué lo sucedido y aquello pareció liberarle de todos los fantasmas que le habían atormentado durante años. Decidió construir la casa de la playa y poco después nació el pequeño Jacob. Fueron los mejores años en la vida de Eva. Hasta la muerte del niño.
El día que Jacob Fleischmann se ahogó, supe que el Príncipe de la Niebla no se había marchado jamás. Había permanecido en la sombra, esperando, sin prisa, a que alguna fuerza le trajese de nuevo al mundo de los vivos. Y nada tiene tanta fuerza como una promesa…»
–Se acerca una tormenta -dijo Rolaid, oteando el horizonte plomizo sobre el océaij,
–Max, tendríamos que volver a casafapá llamará pronto -murmuró Alicia.
Max asintió sin demasiada convicciói, Necesitaba considerar cuidadosamente todo lojue el anciano había explicado y tratar de encajif las piezas del rompecabezas. El anciano, al quej esfuerzo por recordar su historia parecía haber imido en un silencio apático, miraba al vacío desd¡ su butaca, ausente.
–Max… -insistió Alicia.
Pero eso no es todo. Con los años cometí otro error fatal. Me puse en contacto con Eva Gray. Supongo que quería saber si todo por lo que había pasado tenía algún sentido. Fleischmann se adelantó a mí y, al conocer mi paradero, vino a visitarme.
Le expliqué lo sucedido y aquello pareció liberarle de todos los fantasmas que le habían atormentado durante años. Decidió construir la casa de la playa y poco después nació el pequeño Jacob. Fueron los mejores años en la vida de Eva. Hasta la muerte del niño.
El día que Jacob Fleischmann se ahogó, supe que el Príncipe de la Niebla no se había marchado jamás. Había permanecido en la sombra, esperando, sin prisa, a que alguna fuerza le trajese de nuevo al mundo de los vivos. Y nada tiene tanta fuerza como una promesa…»
–Se acerca una tormenta -dijo Roland, oteando el horizonte plomizo sobre el océano.
–Max, tendríamos que volver a casa. Papá llamará pronto -murmuró Alicia.
Max asintió sin demasiada convicción. Necesitaba considerar cuidadosamente todo lo que el anciano había explicado y tratar de encajar las piezas del rompecabezas. El anciano, al que el esfuerzo Por recordar su historia parecía haber sumido en un silencio apático, miraba al vacío desde su butaca, ausente.
–Max… -insistió Alicia.
–Yo no sé qué pensar -afirmó Alicia, encogiéndose de hombros. – ¿No crees la historia del abuelo de Roland? – inquirió Max.
–No es una historia fácil de creer -repuso Alicia-. Tiene que haber otra explicación. Max dirigió una mirada inquisitiva a Roland. – ¿Tú tampoco crees a tu abuelo, Roland? – ¿Quieres que te sea sincero? – respondió el muchacho-. No lo sé. Venga. Os acompaño antes de que la tormenta se nos caiga encima.
Alicia montó en la bicicleta de Roland y, sin más palabras, ambos emprendieron el camino de vuelta. Max se volvió un instante a contemplar la casa del faro y trató de imaginar si era posible que los años de soledad en aquel acantilado hubiesen podido llevar a Víctor Kray a urdir aquella siniestra historia que él parecía creer a pies juntillas. Dejo que la llovizna fresca le impregnase el rostro y montó en su bicicleta, cuesta abajo.
La historia de Caín y Víctor Kray permanecía viva en su mente mientras enfilaba la carreter ^ IB bordeaba la bahía. Pedaleando bajo la lluvia^JV ^ · empezó a ordenar los hechos del único mo ·
Los primeros relámpagos prendieron de escarlata el cielo y el viento empezó a escupir con fuerza gruesas gotas de lluvia contra el rostro de Max. Apretó el paso, aunque sus piernas aún no se habían recuperado del maratón matutino. Todavía le quedaban un par de kilómetros de camino hasta la casa de la playa.
Max comprendió que no sería capaz de aceptar simplemente las explicaciones del anciano y suponer que aquello lo explicaba todo. La presencia fantasmal del jardín de estatuas y los sucesos de aqueu°s Primeros días en el pueblo evidenciaban que "n Slniestro mecanismo se había puesto en marcha ·que nadie podía predecir lo que iba a suceder a y f,lr de acluel momento. Con la ayuda de Roland gu¡ 1Cla ° sin ella, Max estaba determinado a sedad ^estl8ando hasta llegar al fondo de la verc'r dir Pezanc*° P°r 1° único que parecía conduectamente al centro de aquel enigma: las películas de Jacob Fleischmann. Cuantas má tas le daba a la historia, más se convencía M Ue' que Víctor Kray no les había contado toda la dad. Ni mucho menos. Ver"
Alicia y Roland esperaban bajo el porche de la casa de la playa cuando Max, empapado por la Uu via, dejó la bicicleta en el cobertizo del garaje y corrió a refugiarse del fuerte aguacero.
–Ya es la segunda vez en lo que va de semana -rió Max-. A este paso, encogeré. ¿No pensarás volver ahora, verdad, Roland?
–Me temo que sí -contestó Roland observando la densa cortina de agua que caía con furia-, No quiero dejar solo al abuelo.
–Coge al menos un chubasquero. Vas a coger una pulmonía -indicó Alicia.
–No lo necesito. Estoy acostumbrado. Además, ésta es una tormenta de verano.
Pasará rápido.
–La voz de la experiencia -bromeó Max.
–Pues sí -remató Roland.
Los tres amigos intercambiaron una mirada en silencio.
–Creo que lo mejor es no volver a hablar de tema hasta mañana -sugirió Alicia-· Una bu na noche de sueño nos ayudará a verlo todo m cho más claro. O eso es lo que se dice siemp _ -¿Y quién va a dormir esta noche después una historia así? – soltó Max.
–Tu hermana tiene razón -dijo Roland.
Cambiando de tema, mañana pensaba volver jürco a bucear. A lo mejor recupero el sextante a alguien se le cayó ayer… -explicó Roland. quvlax estaba articulando en su mente una respuesta demoledora para dejar claro que no creía que fuese una buena idea ir a bucear al Orpheus de nuevo, pero Alicia se adelantó.
–Allí estaremos -murmuró.
Un sexto sentido le dijo a Max que aquel plural era pura cortesía.
–Hasta mañana, entonces -contestó Roland, los ojos brillantes sobre Alicia.
–Estoy aquí -dijo Max, con voz cantarína.
–Hasta mañana, Max -dijo Roland, ya de camino a la bicicleta.
Los dos hermanos vieron partir a Roland en la tormenta y permanecieron bajo el porche hasta que su silueta se desvaneció en la carretera de la playa.
–Deberías ponerte ropa seca, Max. Mientras te cambias prepararé algo de cena -sugirió Alicia. ^¿Tu?-espetó Max-. Tú no sabes cocinar. r:t? ¿^uien te ha dicho que pienso cocinar, seño°- Esto no es un hotel. Adentro -ordenó Ali' con una sonrisa maliciosa en los labios. na y ent°^tÓ P°r Seguir los conseJ°s de su hermapadres en a casa. La ausencia de Irina y de sus truso £ncentuaba aquella sensación de ser un inn hogar extraño que la casa de la playa
Cuando Max reparó en la bandeja de la supuesta cena, la expresión de su rostro habló por sí sola.
–Ni una palabra -amenazó Alicia-. No he venido a este mundo para cocinar.
–No lo jures -replicó Max, quien de todos modos no tenía demasiado apetito.
Cenaron en silencio a la espera de que el teléfono sonara en cualquier momento con noticias del hospital, pero la llamada no se produjo.
–Tal vez han llamado antes, cuando estábamos en el faro -sugirió Max.
–Tal vez -murmuró Alicia.
Max leyó el semblante preocupado de su hermana.
–Si algo hubiese pasado -argumentó Max-, habrían vuelto a llamar. Todo irá bien.
Alicia le sonrió débilmente, confirmando a Max en su innata habilidad para reconfortar a los de –
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–Supongo que sí -confirmó Alicia-. Creo que me voy a ir a dormir. ¿Y tú?
Max apuró su vaso y señaló la cocina.
–En seguida iré, pero antes comeré algo más. Estoy hambriento -mintió.
En cuanto escuchó cerrarse la puerta de la habitación de Alicia, Max dejó el vaso y se dirigió hasta el cobertizo del garaje, en busca de más películas de la colección particular de Jacob Fleischmann.
Max giró el interruptor del proyector y el haz de luz inundó la pared con una imagen borrosa de lo que parecía ser un conjunto de símbolos. Lentamente, el plano adquirió foco y Max comprendió que los supuestos símbolos no eran más que cifras dispuestas en círculos y que estaba viendo la esfera de un reloj. Las agujas del reloj estaban inmóviles y proyectaban una sombra perfectamente definida sobre la esfera, lo cual permitía suponer que el plano estaba rodado a pleno sol o bajo una fuente luminosa intensa. La película continuaba mostrando la esfera durante unos segundos hasta que, muy lentamente al inicio y adquiriendo una velocidad progresiva, las agujas del reloj empezaron a girar en sentido inverso. La cámara retrocedía y el ojo del espectador podía comprobar que aquel reloj pendía de una cadena. Un nuevo retroceso de un metro y medio revelaba que la cadena pendía de una mano blanca.
La mano de una estatua.
Max reconoció al instante el jardín de estatua que ya aparecía en la primera película de Jacob Fleischmann que habían visionado días atrás. Una vez más, la disposición de las estatuas era diferente a la que Max recordaba. La cámara empezaba a moverse de nuevo a través de las figuras, sin cortes ni pausas, al igual que en la primera película. Cada dos metros el objetivo de la cámara se detenía frente al rostro de una de las estatuas. Max examinó uno a uno los semblantes congelados de aquella siniestra banda circense, a cuyos miembros podía imaginar ahora pereciendo en Ja oscuridad absoluta de las bodegas del Orpheus mientras el agua helada les arrebataba la vida.
Finalmente la cámara se fue aproximando lentamente a la figura que coronaba el centro de la estrella de seis puntas. El payaso. El Dr. Caín. El Príncipe de la Niebla.
Junto a él, a sus pies, Max reconoció la figura inmóvil de un gato que alargaba una garra afilada al vacío. Max, que no recordaba haberlo visto en su visita al jardín de estatuas, hubiera apostado doble a nada que la inquietante semejanza del felino de piedra con la mascota que Irina había adoptado el primer día en la estación no era fruto de la casualidad. Al contemplar aquellas imágenes mientras el sonido de la lluvia golpeaba en los cristales y la tormenta se alejaba tierra adentro, resultaba muy fácil dar crédito a la historia que el farero les había relatado aquella misma tarde. La siniestra presencia de aquellas silue134 tas amenazantes bastaba para acallar duda por razonable que fuese. a ^f La cámara se acercó hasta el rostro del pav se detuvo a apenas medio metro y permaneció^ durante varios segundos. Max echó un vistazo ' bobina y comprobó que la película estaba llegan* do a su fin y que apenas restaban un par de metros por visionar. Un movimiento en la pantalla reco bró su atención. El rostro de piedra se estaba moviendo de un modo casi imperceptible. Max se incorporó y caminó hasta la pared donde se proyectaba la película. Las pupilas de aquellos ojos de piedra se dilataron y los labios de piedra se arquearon lentamente en una cruel sonrisa, hasta revelar una larga hilera de dientes largos y afilados como los de un lobo. Max sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.
Segundos después, la imagen se desvaneció y Max escuchó el ruido de la bobina del proyector girando sobre sí misma. La película había terminado.
Max apagó el proyector y respiró profundamente. Ahora creía todo lo que Víctor Kray había dicho, pero eso no le hacía sentirse mejor, sino todo lo con trario. Subió a su cuarto y cerró la puerta a su palda. A través de la ventana, a lo lejos, podía e^ trever el jardín de estatuas. Una vez más, la silu ^ del recinto de piedra estaba sumergida en una bla densa e impenetrable.
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Minutos después, mientras luchaba por concii cnpño v apartar de su mente el rostro del pahareí'1^}.,,,.,, o Max imagino que aquella niebla no era sino eí aliento helado del Dr. Caín, que esperaba sonriente la hora de su retorno.
Lo que se adivinaba desde su ventana prometía un día resplandeciente y soleado. Se incorporó perezosamente y tomó su reloj de bolsillo de la mesita. Lo primero que pensó fue que el reloj estaba averiado. Se lo llevó al oído y comprobó que el mecanismo funcionaba a la perfección, luego era él quien había perdido el rumbo. Eran las doce del mediodía.
Saltó de la cama y se precipitó escaleras abajo. Sobre la mesa del comedor había una nota.
La tomo y leyó la caligrafía afilada de su hermana.
Buenos días, bella durmiente. _^ Cuando leas esto ya estaré en la playa con land. Te he tomado prestada la bicicleta, esper° visíe no te importe. Como he visto que anoche est
Alicia.
Max releyó tres veces la nota antes de dejarla de nuevo en la mesa. Corrió escaleras arriba y se lavó la cara a toda prisa. Se enfundó un bañador y una camisa azul y se dirigió al cobertizo para coger la otra bicicleta. Antes de llegar al camino de la playa, su estómago pedía a gritos que se le administrase su dosis matutina. Al llegar al pueblo, desvió su camino y puso rumbo al horno de la plaza del ayuntamiento. Los olores que se percibían a cincuenta metros del establecimiento y los consiguientes crujidos de aprobación de su estómago le confirmaron que había tomado la decisión adecuada. res magdalenas y dos chocolatinas más tarde emPrendió el camino hacia la playa con la sonrisa de un bendito estampada en el rostro.
Max retrocedió un metro y se ocultó tras las hierbas, esperando no haber sido visto.
Permaneció allí inmóvil durante un par de segundos, preguntándose qué debía hacer ahora. ¿Aparecer caminando como un estúpido sonriente y dar los buenos días? ¿O irse a dar un paseo?
Max no se tenía por un espía, pero no pudo reprimir el impulso de mirar de nuevo entre los tallos salvajes hacia su hermana y Roland. Podía escuchar sus risas y comprobar cómo las manos e Roland recorrían tímidamente el cuerpo de Aliciacon un tembleque que indicaba que aquella era,^ lo sumo, la primera o segunda vez que se veia_ ^ un lance de tamaña envergadura. Se pregu ^ también para Alicia era la primera vez y, Pa*üna sorpresa, comprobó que era incapaz- de ha a respuesta a esa incógnita. Aunque había cornp
Mientras lo hacía, se preguntó a sí mismo si tal vez estaba celoso. Quizá fuera tan sólo el hecho de haber pasado años pensando que su hermana era una niña grande, sin secretos de ningún tipo, y que, por supuesto, no andaba por ahí besando a la gente. Por un segundo se rió de su propia ingenuidad y poco a poco empezó a alegrarse de lo que había Vlsto No Podía predecir lo que sucedería la semana S18uiente, ni qué traería consigo el fin del veran°, pero aquel día Max estaba seguro de que su hermana se sentía feliz. Y eso era mucho más de lo 6 Se había Podido decir de ella en muchos años. blo v^ pedaleo de nuevo hasta el centro del puebliote ° SU bicicleta Junto al edificio de la bim0str^municiPal. En la entrada había un viejo Or de cristal donde se anunciaban los horarios públicos y otros comunicados, inclu cartelera mensual del único cine en vario ^end°la tros a la redonda y un mapa del pueblo M ^^ tro su atención en el mapa y lo estudió con do*" miento. La fisonomía del pueblo respondía m*"'" menos al modelo mental que se había hecho*5 ° El mapa mostraba con todo detalle el puerto el centro urbano, la playa norte donde los Carver tenían su casa, la bahía del Orpheus y el faro, los campos deportivos junto a la estación y el cementerio municipal. Una chispa se encendió en su mente. El cementerio municipal. ¿Por qué no había pensado antes en ello? Consultó su reloj y comprobó que pasaban diez minutos de las dos de la tarde. Tomó su bicicleta y enfiló la rambla principal del pueblo, camino del interior, hacia el pequeño cementerio donde esperaba encontrar a Jacob Fleischmann.
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" Max dejó la bicicleta apoyada en el muro exterior y se adentró en el camposanto.
El cementerio parecía estar poblado por modestos mausoleos que probablemente pertenecían a las familias de mayor tradición local y alrededor se alzaban paredes de nichos de más reciente construcción.
Max se había planteado la posibilidad de que tal vez los Fleischmann hubiesen preferido en su momento enterrar al pequeño Jacob lejos de allí, pero su intuición le decía que los restos del heredero del doctor Fleischmann reposaban en el mismo pueblo que lo había visto nacer. Max necesitó casi media hora para dar con la tumba de Jacob, en un extremo del cementerio a la sombra de dos viejos apreses. Se trataba de un pequeño mausoleo de piec¡reart que el tiemPo y las lluvias habían otorgado se^0 ' de abandono Y olvido. La construcción mol en ^ ^ f°rma de Una estrecha caseta de mardo en Lne§recíd° y mugriento con un portón fórjaseles o16"0 flanciueado P°r las estatuas de dos ánEntrel eif1Zaban Una mirada testimera al cielo. S barrotes oxidados del portón todavía se conservaba un manojo de flore. B po inmemorial. S Secas desde ti tiem. ado las puertas dejándole atrapado en el interior. Las agujas de su reloj indicaban que pasaban un par de minutos de las tres de la tarde. Max inspiró profundamente y se tranquilizó. de minutos de las tres de la tarde. Max inspiró fundamente y se tranquilizó. lcrfl. 'HQ(J i*J r -* -" "it^iiv.
Max sintió que aquel lugar prov u Las agujas de su reloj indicaban que pasaban u patética y, aunque resultaba evidem " aura ^ de minutos de las tres de Ia tarde' Max insPir cho tiempo no había sido visiraHn i QUe en mu. nrofundamente y se tranquilizó, lor y la tragedia parecían todavía^'?08 ^ d°' adentro en el pequeño camino de los Se Echó un Últím° vlstazo y' tras comprobar qu cía hasta el mausoleo y se detuvo en \ ^ C°ndu' no había nada allí que Ie aportase nueva Juz sobr portón estaba entreabierto y un inten "í^1 El la histoda dd °r Caín'Se disPuso a marcharse. Fu irado exhalaba del interior. A su alr d° d °e~ entonces cuando advirtió que no estaba solo en e lencio era absoluto. Dirigió una última ' d S¡" interi°r del mausoleo v ^ue una silueta oscura s« ángeles de piedra que custodiaban la t "h*Io$ m°VÍa en el tech°' avanzando sigilosamente come cob Fleischmann y entró, consciente de n Ja" H U"ÍnSeCt0 MX SÍndÓ CÓm° Su reloj resbalaba en peraba un minuto más, se marcharía de am,5 T" · i"?1 SUd°r fn'° de sus manos y alz° la vista. Une gar a toda prisa. aquel lu' · de los an§eles de piedra que había visto a la entra· da caminaba invertido sobre el techo. La figura se El interior del mausoleo estaba sumido en la oe 1 ÍT Y ContemPlando a Max, mostró una sonrinumbra y Max pudo vislumbrar uH± de £ 1 a iT/^0 Un afflad° ded° acusador ha' res marchitas en el suelo que acababa al pie d una J tan for^ ^ l°* raSg° S de aquel rostro ^ apida, sobre la que el nombre Jacob ASZ 1 ^^Z 1a fisonomía familiar del payaso había sido esculpido en relieve. Pero había algo más. · cié Max nnH ^ ^ Cam afl° rÓ a la suPerfíBajo el nombre, el símbolo de la estrella de seis pun-* en su mira^ía n^ UM raWa Y Un °di° ardientes as sobre el círculo presidía la losa que guardaba pero sus^wJ?U1S° C°rrer hada la puerta ' huir' los restos del niño. tantes LT ^ respondieron- Tras unos insMax experimentó un desagradable hormigueo en Max ¿erman?*1011 ^ desvanecio en Ia sombra y ja espalda y se preguntó por primera vez por qué segundos Paralizado durante cinco largos había acudido a aquel lugar solo. A su espalda, la luz del sol pareció palidecer débilmente. Max ex- Una vez reci trajo su reloj y consultó la hora, barajando la ab- sin detenerse a^P ° el aliento, corrió a la salida surda idea de que tal vez se había
Unave7r«^,_146 canso le ayudó a recuperar paulatinamente el^ontrol de sus nervios. Comprendió que había sido ob-^ jeto de un truco, de una macabra manipulación de sus propios temores. Aun así, la idea de volver allí a recuperar su reloj de momento estaba fuera de discusión. Recobrada la calma, Max emprendió de nuevo el camino hacia la bahía. Pero esta vez no buscaba a su hermana Alicia y a Roland, sino al viejo farero para el cual tenía reservadas algunas preguntas.
–Espero que lo hagas, jovencito -respondió el anciano-. Adelante.
–Tengo la impresión de que ayer no nos explicó usted todo lo que sabe. Y no me pregunte por qué creo eso. Es una corazonada -dijo Max.
El rostro del farero permaneció imperturbable. – ¿Qué más crees, Max? – preguntó Víctor Kray.
–Creo que ese tal Dr. Caín, o quien quiera que sea, va a hacer algo. Muy pronto -continuó Max-. Y creo que todo lo que está sucediendo estos días no son más que signos de lo que ha de venir.
–Mire, señor Kray -cortó Max-, acabo de llevarme un susto de muerte. Hace ya varios días que están sucediendo cosas muy extrañas y estoy seguro de que mi familia, usted, Roland y yo mismo corremos algún peligro. Lo último que estoy dispuesto a aguantar son más misterios.
El anciano sonrió.
–Así me gusta. Directo y contundente -rió Víctor Kray sin convicción-. Verás, Max, si os expliqué ayer la historia del Dr. Caín no fue para divertiros ni para recordar viejos tiempos. Lo hice para que supieseis lo que está sucediendo y os andaseis con cuidado. Tú llevas unos días preocupado; yo llevo veinticinco años en este faro con un único propósito: vigilar a esa bestia. Es el único propósito de mi vida. Yo también te seré franco, Max. No voy a echar por la borda veinticinco años porque un chaval recién llegado decida jugar a los detectives. Tal vez no debí haberos dicho nada. Tal vez lo mejor es que olvides cuanto te dije y te alejes de esas estatuas y de mi nieto.
Max quiso protestar, pero el farero alzó la mano, indicándole que no abriese la boca.
–Lo que os conté es más de lo que necesitáis saber -sentenció Víctor Kray-. No fuerces las cosas, Max. Olvídate de Jacob Fleischmann y quema estas películas hoy mismo. Es el mejor consejo que puedo darte. Y ahora, jovencito, largo de aquí.
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