SE DECLARA LA GUERRA

EN verdad, los sucesos de Corcira aclararon más que modificaron la situación existente. Cierto que Atenas había ganado en poderío, pero desde hacia años venía haciéndolo. Por lo tanto, lo ocurrido en Corcira reviste particular significación porque allí se subrayó tal hecho, de modo que Esparta y los Estados del Peloponeso comenzaron a verlo con mayor claridad y a alarmarse ante él.

Era natural que los corintios, después del ignominioso fracaso de su gran expedición naval, intentaran hacer cuanto estuviera a su alcance para desquitarse, peno sabían que no podían emprender nada efectivo sin la ayuda de los espartanos, y por algún tiempo en Esparta las opiniones estuvieron divididas. Un fuerte partido reclamaba la guerra inmediata, pero muchos de los ancianos que recordaban cómo en las campañas del pasado, Atenas no había sufrido daños irreparables y había surgido de cada una de ellas tan fuerte o más que antes, aconsejaban cautela. El jefe de este partido era el viejo rey Anquidamo, amigo personal de Pericles por quien éste tenía cierta consideración. Estaba dispuesto a admitir que, en cierto momento, los intereses de Esparta podían exigir la guerra, pero comprendía el valor del poderío marítimo ateniense e instaba a que, antes de adoptarse una decisión irrevocable, Esparta se equipara con un poder naval suficiente que demostrara su capacidad para custodiar sus costas y dispuesto a intervenir en ayuda de cualquier aliada ateniense que pudiera sen inducida a la rebelión.

Parecía imposible decir cuál de los dos partidos prevalecería en Esparta, pero en general en Atenas se reconocía que había peligro de guerra, y la posición de Pericles, que desde hacia tiempo había previsto tal posibilidad y desde hacía tiempo se había preparado para afrontarla, se tornó, si ello es posible, aun más fuerte que antes. No es que no tuviera oposición. Había algunos (y a estos antagonistas los consideraba peligrosos) que proponían que se tomara la iniciativa sin dilaciones. Y algunos de ellos hasta hablaban de invadir el Peloponeso antes de que los espartanos pudieran movilizarse; otros proponían que se extendiese el imperio hacia el oeste para incorporar a la alianza ateniense el poderío naval y los contingentes humanos de las ciudades italianas y sicilianas. Pericles se oponía en forma clara y terminante a semejantes aventuras. Hacia tiempo que había decidido su estrategia. En su opinión, Atenas contaba ya con recursos suficientes como para asegurarse la victoria. Sólo podía ser derrotada si disipaba su energía en zonas que no fueran vitales o arriesgaba sus contingentes humanos en una batalla campal contra un enemigo igual o superior en

numero. Pero tenía conciencia de la importancia del oeste y, por entonces, renovó las alianzas entre Atenas y algunas de las ciudades sicilianas. Consideraba que esto sería suficiente para que ninguna de las otras ciudades que simpatizaban con Esparta decidiera enviar buques u hombres para luchar contra Atenas.

Como dije, Pericles temía sobre todo la precipitación de quienes querían hacer demasiado en muy poco tiempo, y, sin duda, sabía que en la Asamblea él y sólo él poseía autoridad e influencia para frenarlos. Había gente como Cleón que, a fin de ganan prominencia, exageraba toda política; y había muchos hombres jóvenes, como por ejemplo Alcibíades, que, con escasa experiencia de la guerra, estaban ansiosos de adquirir fama y dispuestos a afrontar cualquier riesgo. Cuando, como en el caso del joven Alcibíades, esta gente no sólo era ambiciosa, sino también capaz e inteligente, resultaba, si no se la vigilaba, tanto más peligrosa a causa de su evidente talento.

Había también, desde luego, un reducido número que, llevados por el odio a la democracia o al propio Pericles, habrían acogido la paz con beneplácito y a cualquier precio, para disfrutar con seguridad de sus posesiones. Eran, por lo general, miembros de aquella pequeña minoría que en el pasado había intentado perjudicar a Pericles persiguiendo a sus amigos. Pon entonces, lanzaron contra él algunos ataques. Fueron de una índole particularmente cobarde y aunque no lo perjudicaron en modo alguno, le provocaron gran ansiedad y angustia. Tales ataques parecen haber

sido originados nada más que por el despecho. Ningún fin político podía tener el acusar a Aspasia de impiedad ni el repetir las viejas historias, que nadie creía, sobre aventuras de Pericles con mujeres casadas. En este caso, el acusador fue el poeta cómico Hermipo. Había gozado de cierto éxito en la escena y acaso con esta acusación estuviera tan ansioso de ganar popularidad como de injuriar a quienes atacaba. El cargo de impiedad se basaba en el rumor de que Aspasia había organizado una reunión en la que las muchachas presentes estaban vestidas como las Nueve Musas y se las nombraba como a éstas. En el curso de la acusación, se refirieron las habituales historias acerca de la inmoralidad de Aspasia y de las propensiones amatorias de Pericles. Hermipo aprovechó esta coyuntura con su acostumbrada vulgaridad. Pero más desdichada todavía fue la conducta de Jantipo, hijo de Pericles, que hacía poco tiempo había disputado con su padre, como siempre lo hacía, por cuestiones de dinero. En esta ocasión, lo ofendió el que Pericles se negara a dar su nombre como garantía para que él obtuviese un préstamo bajo falsos pretextos. Apareció entonces en escena Jantipo y acusó a Pericles de haber seducido a su mujer. Con este acto esperaba vengarse tanto de su padre como de su mujer, a quien, y ello no puede extrañar a nadie, inspiraba repulsión.

Como era mujer y además extranjera, Aspasia no compareció, desde luego, ante los tribunales. Pericles habló en su defensa y se me dijo que ésa fue la única ocasión en que se dejó ganar en público por sus emociones. Ignoro si fue el pesar o la ira lo que le hizo derramar lágrimas, pero el efecto de éstas sobre el jurado, así como el de su discurso, fueron indudables. Aspasia fue absuelta y desde entonces Hermipo dejó de atacarla en la escena. Todo este asunto aumentó aún más el prestigio de Pericles. En cuanto a su hijo, nunca aludió a su comportamiento y nunca volvió a hablarle.

Menciono esta historia no porque sea importante en sí misma sino para señalar cuán débil era por entonces cualquier oposición que pudiera organizarse contra Pericles. Pocos años después, cuando yo mismo fui objeto de ataque, la situación había cambiado, pero, en el período inmediatamente anterior al estallido de la guerra, se aceptó su política y su único temor era que se pretendiera exagerarla. Había poco de lo que podría llamarse fiebre bélica, peno no había disposición a hacer concesión alguna. Y así la gran mayoría de los atenienses había llegado, por lo menos en aquella época, a adoptar los puntos de vista precisamente sustentados por Pericles.

Si antes de la época del debate sobre Corcira se había pensado poco en la guerra, ahora se hizo evidente que la posibilidad de la guerra aumentaba de día en día. Por supuesto, la gente consideraba tal perspectiva con sentimientos distintos, pero no observé signo alguno de miedo o de ansiedad. Por entonces, no hay duda de que la mayor parte de los jóvenes la esperaban con impaciencia. Alcibíades, por ejemplo, que contaba unos dieciocho o diecinueve años, se mostraba dondequiera con una armadura nueva y particularmente brillante. Su conducta era tan descontrolada y extravagante como siempre, pero ahora, por primera vez en su vida, veía la oportunidad de distinguirse por el arrojo en la batalla antes que por su belleza, sus borracheras o sus actitudes afrentosas. A su amigo Sócrates lo deleitaba el cambio que se había operado en él. Era uno de los pocos que siempre habían sostenido que Alcibíades era capaz de excepcionales virtudes y nobleza, y en presencia de Sócrates, el joven se comportaba con toda corrección. Podría decirse que Sócrates es el único hombre a quien Alcibíades respeta en verdad; y lo ama tanto como lo teme.

La actitud de Sócrates frente a la guerra era característica de este hombre. Era del todo indiferente a la gloria militar, pero nunca consideró la posibilidad de rehuir el sacrificio de su vida si así lo requería la ciudad. Él y Alcibíades participaron en la campaña de Potidea y compartieron la misma tienda. En la primera batalla ambos se distinguieron, y cuando Alcibíades, que se había expuesto de modo temerario en la lucha, cayó herido, Sócrates permaneció junto a él y parecía, según dicen, una osa protegiendo a su cachorro; rechazó todos los ataques hasta que Alcibíades pudo ser retirado del campo de batalla. Luego, cuando se planteó la cuestión de quién debía recibir el premio al valor, Sócrates propuso que se le concediera a Alcibíades, y éste estaba dispuesto a rechazarlo para que se le otorgara a Sócrates. Teniendo presente la popularidad de Alcibíades entre los jóvenes y sus nobles relaciones en Atenas, los generales se felicitaron de contar con el apoyo de Sócrates, para conferir el premio al muchacho, y Sócrates se sintió feliz pon el hecho de que la pasión de su amigo por el honor y el verdadero mérito obtuviera tan rápida recompensa, pues él era indiferente a todos los honores. Me refirieron luego esta historia Pericles y otros. No vi a Sócrates ni a Alcibíades desde que participaron en esta campaña.

La batalla de Potidea se libró, desde luego, antes de la declaración de guerra. Por sí misma, no hizo inevitable la guerra, pero, como todos los sucesos de aquel tiempo, era un paso más en esa dirección. En esto Atenas actuaba, como siempre, estrictamente dentro de sus derechos pues Potidea, aunque colonia de Corinto, es aliada de Atenas y a ella debe pagar tributo. El lugar es, como sabéis, de gran importancia estratégica en la zona de Tracia, y era inevitable que Atenas estuviera decidida a conservar allí su dominio. De modo que, cuando se hizo patente que los corintios residentes en la ciudad intrigaban con el rey de Macedonia y con otras ciudades y tribus de las inmediaciones, con el propósito de organizar una sublevación general, sólo se esperaba que los atenienses exigieran la expulsión de los magistrados corintios y el desmantelamiento de parte de las fortificaciones. Pero los corintios reunieron una fuerza de llamados «voluntarios» y la introdujeron en la ciudad. Así, la rebelión de una aliada ateniense fue organizada por Corinto, ciudad que, según se suponía, estaba en paz con Atenas. Volvió a haber lucha, esta vez mucho más seria que la habida en Corcira, entre los atenienses y los corintios. En la batalla, los corintios fueron derrotados, pero aún ocupaban la ciudad y Atenas se vio obligada a un asedio prolongado, difícil y costoso. Y sólo muy recientemente capituló Potidea. Aun antes de esta batalla, sin embargo, los corintios habían pedido ayuda a Esparta, y parece ciento que por lo menos algunos de los gobernantes espartanos habían prometido invadir Ática a menos que los atenienses se retiraran de Potidea.

Otros Estados apoyaron a los corintios. Megara envió una delegación a Esparta. Y lo mismo hizo, de modo no oficial, Egina. Los megarenses se quejaron de la reciente disposición ateniense según la cual se les prohibía vender sus mercancías en Atenas y en todos los mercados de la alianza ateniense. El fin de este «decreto megarense», propuesto por Pericles, era mostrar lo peligroso que

resultaba para los pequeños Estados emprender cualquier acción contra Atenas. Los megarenses habían suministrado en Corcira un contingente a la flota corintia. Habían dado asilo a esclavos escapados de Atenas y se habían unido a los corintios para apoyar en Egina al partido antiateniense. Sin duda, los atenienses recordaban también la época en que los megarenses habían dado muerte mediante una traición a muchos de los hombres que formaban las guarniciones atenienses en ciudades del territorio de Megara.

El partido que en Esparta quería la guerra aprovechó todos estos motivos de queja. Poco después del sitio de Potidea, se celebró un congreso al que fueron invitadas todas las aliadas de Esparta. Pericles comprendió al punto que tal congreso sería decisivo para la paz o la guerra y se las arregló para tener en Esparta algunos enviados atenienses, en apariencia ocupados en otros negocios pero instruidos pon él, en persona, para decir lo que debían decir si lograban hacerse escuchar por la Asamblea espartana. Los discursos que pronunciaron en este congreso las aliadas de Esparta fueron

tales como podía esperarse. Los corintios, que, sin ayuda, perderían con certeza el ejército de Potidea, lanzaron los ataques mas furibundos y enérgicos contra Atenas. La mayor parte de los Estados marítimos del Peloponeso los apoyaron, y algunos de los de las tierras interiores, que no se sentían en modo alguno amenazados, aconsejaron prudencia. Al fin, los atenienses pidieron la palabra y se los invitó a que usaran de ella. Pericles les había dado instrucciones de que dejaran aclarada en forma bien explícita la posición ateniense, de modo que no hubiera ninguna posibilidad

de equívoco. En su opinión, el peligro de guerra aumentaría en vez de disminuir si los espartanos imaginaban que podían lograr sus objetivos, ya fuera por medio de amenazas o por un empleo limitado de la fuerza. Consideraba más probable contenerlos por el pensamiento de que, si emprendían cualquier acción contra Atenas, se verían comprometidos, sin alternativa posible, en una guerra mucho más arriesgada que cualquiera otra que hubieran experimentado antes.

Los atenienses hablaron ajustándose a las instrucciones recibidas. Defendieron la conquista y el mantenimiento del imperio ateniense con palabras que el propio Pericles hubiera empleado. Lo habían ganado a causa de su superior patriotismo en una época en que Espanta había declinado responsabilidades; lo mantenían por razones de seguridad; por su estructura y su sistema político, era más liberal que cualquier otro imperio que hubiera existido, y ofrecía un contraste favorable con la dominación ejercida por Esparta sobre sus súbditos griegos. Atenas no reconocería de ningún modo que un congreso de Esparta y sus aliadas tuviera derecho para fiscalizar y ni siquiera criticar su política. Como Esparta, Atenas era un Estado independiente. Si surgían disputas entre ellas, debían zanjarse por arbitraje, como lo estipulaban las condiciones del tratado existente. Atenas estaba dispuesta a someterse a arbitraje. Si Esparta no lo estaba, a ella correspondería toda responsabilidad por la guerra. Si Esparta optaba por la guerra, Atenas combatiría con el máximo de sus recursos. Los espartanos harían bien en reflexionar sobre la magnitud de tales recursos.

Semejantes palabras no estaban destinadas a bienquistar a los atenienses con los espartanos, y algunos sugirieron que el propósito de Pericles al ordenan a los embajadores que hablaran de este modo, era inducir a la Asamblea espartana a que declarase la guerra. Tal opinión es del todo errónea. Es característico de Pericles el haber creído que, aun cuando tenía que vérselas con los espartanos, el argumento más poderoso era la verdad. Acaso haya juzgado que, de cualquier modo, no eran muchas las probabilidades de evitar la guerra, peno estaba convencido de que la única oportunidad consistía en que Atenas declarara del modo más claro su resolución. Era imposible apelar a la amistad de Esparta, pero era posible contar en cierto modo con su tradicional cautela y su repugnancia a actuar, de modo ostensible, al margen de lo legal. Por lo demás, se me dijo que, aunque el discurso de los atenienses provocó la viva irritación de los espartanos, produjo el efecto deseado: los hizo pensar.

Después de estos discursos, los representantes de los aliados y de los atenienses se retinaron y la Asamblea espartana discutió la paz o la guerra. Dicen que el anciano rey Arquidamo expresó de modo admirable aquellos sentimientos que, según Pericles esperaba, actuarían como influencia moderadora. Al paso que admitía el peligro de la expansión ateniense, arguyó que seria más prudente reflexionar antes de comprometer a Esparta en una guerra que había de durar más de lo que todos esperaban y cuyos resultados no podían preverse. Si bien Espanta y sus aliadas podían revelarse superiores en tierra, no podían competir con Atenas en el mar, y, por otra parte, su situación económica dejaba mucho que desear. Por ello era necesario que comenzaran pon construir una flota y por cobrar contribuciones, como había hecho Atenas, a sus amigas y aliadas. Dentro de unos pocos años, se hallarían en condiciones de librar una guerra breve y decisiva. Y en cualquier caso, prosiguió diciendo, antes de dar un paso irreparable, debían aceptar el ofrecimiento ateniense de arbitraje. De otro modo, parecería, tuviera o no razón, que Esparta y no Atenas había roto la paz.

Dicen que su discurso produjo considerable efecto. Pero se había llegado a un punto en que no se trataba ya de una elección entre la paz o la guerra sino de cuándo resultaría más conveniente iniciar la guerra. En semejante estado de ánimo, la gente no suele pensar u obrar con paciencia o deliberación. Lo que desea es una rápida y simple solución de un problema que, por exigir mucho a

sus capacidades intelectuales, la llena de ansiedad. Y más que a cualquier otro pueblo, a los espartanos les satisface oír una enunciación llana, por errónea que sea, que los libere de la necesidad de emplear cualesquiera facultades críticas o analíticas que posean. Y su orgullo por valerse sólo de unas pocas palabras deriva de la gran satisfacción que experimentan al no tener que considerar al mismo tiempo más que una o dos ideas. Y así el discurso del éforo Estenelaidas, al eludir cualquier cuestión importante que hubiera podido plantearse, resultó mucho más eficaz que la juiciosa exhortación del rey Arquidamo. «Los atenienses -dijo- pronuncian siempre largos discursos para alabarse a sí mismos. Si eran hombres buenos en la época de las guerras con Persia, resulta tanto más lamentable que ahora sean malos. Cuanto queremos oír es que dejan tranquilas a nuestras aliadas. Pero nada dicen sobre este punto. Debemos proteger a nuestras aliadas. Por lo tanto, debemos librar la guerra.»

En su condición de magistrado que presidía la Asamblea, puso entonces la cuestión a votación y, por gran mayoría, se aprobó la guerra.

Después de esto hubo un intervalo de casi un año antes de que comenzaran las hostilidades, pues los espartanos y sus aliados necesitaban tiempo para hacer los preparativos indispensables. Durante este intervalo, los atenienses ordenaron sus defensas, pero no emprendieron ninguna acción bélica. Los espartanos mostraban gran ansiedad ante la perspectiva de que se los considerara los primeros que habían roto la tregua y, por medios diplomáticos y de otra índole, intentaron crear la impresión de que la guerra era justa y de que se les había impuesto. Tales maniobras revisten interés psicológico más que político. Después de la votación en la Asamblea espartana, no había ya posibilidad de paz.

En primen término, los espartanos se las arreglaron para lograr una respuesta del oráculo de Delfos en el sentido de que «si combatían con todas sus fuerzas, el dios estaría de su lado». Luego enviaron una embajada a Atenas para pedir a los atenienses que conjurasen «la maldición de la diosa». Era una oscura referencia a sucesos ocurridos algunas generaciones antes, cuando un remoto antepasado de Pericles había sido anatematizado. Sin duda, los espartanos esperaban fortalecer así cualquier opinión que en Atenas se opusiera a Pericles. Pero el apoyo a Pericles fue casi unánime. Los atenienses replicaron pidiendo a los espartanos que conjurasen «la maldición de la casa de Latón», también una referencia en cierto modo oscura a un acto de sacrilegio más reciente cometido por un gobierno espartano.

Luego llegó una segunda embajada para pedir que Atenas concediese la independencia a Egina, revocase el decreto megarense y abandonase el asedio de Potidea. Como era de esperar, Atenas rechazó todas estas exigencias.

Por último, arribaron enviados espartanos que, sin mencionar ninguno de esos temas en particular, se limitaron a decir: «Esparta quiere la paz. La paz es posible si dais a los griegos su libertad». A nadie impresionó esta muestra típica de la hipocresía espartana. Los espartanos y sus aliados ya habían movilizado el ejército y, a principios de la primavera, comenzaron a avanzar, a través de la frontera megarense, hacia Ática.