ÉXITO

ANTES de que finalizara el año, Efialto había sido asesinado. Su asesino no era ateniense y no tenía motivos personales o políticos de queja contra él. Se trataba de un hombre del tipo criminal, con fuerte acento beocio y que sólo había estado en Atenas unos pocos días. Evidentemente había sido pagado para cometer el crimen y hasta es posible que no supiera quiénes eran sus empleadores. Y por ciento, nunca se los descubrió. Se supuso que eran miembros de uno de aquellos grupos políticos o sociedades secretas, tan numerosos en Atenas, constituidos pon miembros de las familias mas acaudaladas que temen el creciente poder de la democracia, o son incapaces -o no quieren hacerlo- de expresan sus opiniones en la Asamblea. En general, tales organizaciones no entrañan peligro alguno para el Estado. Sus miembros se contentan con celebran orgías en las que desahogan en privado sus resentimientos y temores, o ceremonias religiosas, a menudo de características anticuadas. A veces reclaman, en el calor del vino, la adopción de medidas violentas, pero nunca las ponen en práctica. En Atenas, hacia tiempo que la democracia se había afianzado, y la mayor parte de los aristócratas capaces, cualesquiera que fuesen sus opiniones políticas, estaban dispuestos a trabajan dentro de ella. En este sentido, no sólo Pericles era demócrata, sino también Cimón.

Es natural que el pueblo de Atenas se sintiera agraviado por el asesinato de Efialto y pidiera clamorosamente algún acto de venganza. Como eh crimen había tenido lugar muy poco después del

ostracismo de Cimón, resultaba fácil y conveniente relacionar ambos sucesos. Por algunos días, los partidarios de Cimón vivieron aterrados. El sentimiento del pueblo era tal que, si alguno de ellos hubiera sido juzgado sobre la base de una mínima sospecha, no era probable que se le hiciera justicia. Por supuesto, todos miraban a Pericles como sucesor de Efialto, y muchos de sus partidarios le aconsejaron que aprovechara aquella situación para desembarazarse de sus opositores más poderosos.

En esta ocasión, como en tantas otras, Pericles mostró sabiduría, coraje, justicia, moderación y patriotismo. Conocía las leyes de la naturaleza y las de la justicia humana; sabía de los peligros de una disensión dentro del Estado; los planes que había concebido para el futuro junto con Efialto exigían, por encima de todo, unidad. Tenía la certidumbre (como todos aquellos que, en el calor de

la emoción, no dejaban de pensar) de que Cimón era del todo incapaz de haber instigado un asesinato político. De modo que por esta época fue Pericles, más que ningún otro, quien apaciguó el temor y la cólera del pueblo, quien lo guió hacia la cordura y el apropiado uso de la inteligencia natural. Pues los atenienses son los hombres más inteligentes del mundo y tienen plena conciencia de ello. También son volubles y ardorosos. A menudo pasiones súbitas ofuscan su inteligencia, pero, cuando esto ocurre, luego siempre lo lamentan y censuran con amargura a sus dirigentes y a sí mismos por haber obrado de un modo indigno de ellos. Pericles, sereno, firme y a veces indulgente, los trataba como si fueran mejores de lo que eran. Después de la muerte de Efialto, no hubo represalias políticas. Pericles surgió de esta crisis respetado por sus amigos y merecedor de la gratitud de sus enemigos. El Estado, libre ahora del miedo, estaba resuelto a embarcarse en una nueva política de increíble alcance y osadía. Durante los seis años siguientes, Atenas pareció operar siempre mucho más allá de los límites de sus recursos y de su seguridad. Sin embargo, Pericles no

era temerario; evaluaba los riesgos, confiaba (en la medida en que puede hacerlo un hombre) en la fortuna y afrontaba el peligro con ojos abiertos.

La nueva política puede describirse como un retorno a la política de Temístocles, aunque bajo condiciones distintas. En asuntos internos, el pueblo representado por la Asamblea, por los magistrados o por los jurados de los tribunales, había de tener una participación más y más grande en el gobierno y organización del Estado. Se robustecería y se aumentaría el poderío marítimo ateníense, no sólo con la construcción de más navíos y fortificaciones, sino también con la adquisición de bases navales en cualquier parte del mundo donde resultaran útiles o deseables. Se proseguiría con energía la guerra contra los persas. Y, sobre todo, Atenas arrebataría a Esparta la dirección del mundo griego. Era ya independiente; había de consolidar primero su seguridad para pasar luego a una posición dominante. En este respecto (y también en los asuntos internos), la política de Pericles difirió de la de Cimón. No anticipó la guerra con Esparta. Esparta estaba aún por completo ocupada por la rebelión de sus súbditos. Pero en el ínterin Pericles determinó que Atenas fuese tan segura por tierra como lo era ya por mar.

Durante aquellos seis años Pericles fue a menudo, aunque no siempre, miembro de la junta de diez generales que, si bien dependen jerárquicamente de la Asamblea y han de someterse a un examen de su conducta durante los períodos en que ejercen el cargo, gozan de poder casi ilimitado cuando dirigen una campaña y de gran autoridad en la conducción de la política. Y durante estos años no fue Pericles quien logró las victorias más espectaculares, sino otros, Mirónides, por ejemplo, que cuando joven había ejercido un mando en la guerra contra los persas, y Tólmides, hombre de poco más o menos la edad de Pericles y a quien por su audacia e impetuosidad solía compararse con Cimón. Pero aunque en aquellos años Pericles no representó el papel principal en el campo de batalla, fue él quien, más que ningún otro, concibió y hasta dirigió el gran plan de conquista y expansión.

En esto, como en cualquier otra esfera de la vida, Pericles pensó con lógica y exactitud. La meta era la grandeza de Atenas; los obstáculos que se interponían en el camino eran Persia en el exterior, y en Grecia, Esparta y la Liga del Peloponeso. Por el momento, poco había que temer de Persia. Sus flotas se habían retirado del Egeo y nadie creía posible otra invasión como la de Jerjes. A la luz de los sucesos posteriores, cabe argüir que, con respecto a Persia, la acción ateniense era demasiado ambiciosa, y que los intereses del Estado se habrían servido mejor concentrando todas las fuerzas contra el Peloponeso. Pero este argumento no tiene en cuenta las realidades de la época. La guerra con Persia era para los atenienses una preciada herencia de sus padres. En virtud de aquella guerra había nacido la alianza ateniense, la cual existía aún, al menos oficialmente, para proseguirla, si bien, como en el caso de Thasos, se había vuelto ya contra los Estados que la integraban. Pericles y su partido habían apoyado la guerra con no menos entusiasmo que Cimón. Además, aún había que liberar algunas ciudades griegas, sobre todo en Chipre. Estas ciudades eran ricas y prósperas. Si se unían a la alianza ateniense, Atenas se fortalecería con navíos, contingentes humanos y riquezas. Nadie se opuso por entonces a la decisión de enviar a Chipre una gran flota de doscientos trirremes.

Pronto se presentó una oportunidad aún más espléndida y prometedora. En el Bajo Egipto, un príncipe nativo encabezó una rebelión contra el gobierno persa y requirió la ayuda de Atenas, prometiéndole toda suerte de ventajas en el país una vez que los persas hubiesen sido arrojados de él. Era obvio que tales ventajas serían muy considerables. Podrían establecerse factorías y ciudades atenienses en la costa y en las orillas del Nilo y, como Egipto es un país rico, semejantes relaciones comerciales serían de la mayor importancia para la economía ateniense. Además, las flotas persas se componían en su casi totalidad de buques fenicios y egipcios. Una vez que Egipto se separara de Persia para aliarse con Atenas, el poderío ateniense seria irresistible en cualquier parte del mundo. Perspectivas como éstas son la sangre misma de un ateniense y había pocas dudas sobre cómo se comportaría la Asamblea. Impartieron órdenes a los generales atenienses de la gran flota aliada que operaba frente a Chipre de zarpar hacia el Nilo, y todos aguardaron en Atenas con verdadera impaciencia las noticias de la esperada victoria; pues los atenienses no esperan la derrota.

Las noticias no tardaron en llegar. Los aliados habían alcanzado la boca del Nilo, donde atacaron y derrotaron a una gran flota fenicia, de la que hundieron o capturaron cincuenta naves. Luego remontaron el Nilo, se unieron a las fuerzas de mano y libraron una gran batalla terrestre. En esta batalla los hoplitas griegos, que habían sido desembarcados, volvieron a probar su superioridad sobre todos los otros tipos de infantería. El ejército persa fue aniquilado, y fue muerto su comandante, un hermano de Jerjes. Los griegos ocuparon Menfis, capital de Egipto. Sólo quedaba un centro de resistencia, la ciudadela de la misma Menfis, un lugar conocido con el nombre de Castillo Blanco, al cual habían huido los restos del ejército y de la guarnición persas. Las tropas griegas y egipcias sitiaron la plaza, mientras gran parte de la flota aliada navegaba sin hallar resistencia a lo largo de las costas de Fenicia, incendiando puertos, hundiendo o capturando navíos

enemigos y realizando incursiones por ciudades con acceso al mar. Las victorias parecieron tan grandes y tan decisivas como las del Eunimedón. En Atenas, hasta los adictos más leales de Cimón

hubieron de reconocer que otros generales podían mostrar la misma intrepidez y rapidez de acción que su jefe. Esperábamos enterarnos pronto de que la campaña había finalizado y de que Egipto quedaba abierto al espíritu de empresa ateniense. Esperamos seis años, pero las noticias que llegaron fueron desastrosas.

Entretanto, y aun antes de que zarpara la expedición a Egipto, Atenas había contraído compromisos para llevar adelante su política antiespartana, que era la de Efialto y Pericles y había sido la de Temístocles. La meta fundamental de esta política era afianzar la seguridad de Atenas contra cualquier invasión terrestre. La ciudad ya estaba protegida por sus fortificaciones, pero nunca podría haber perfecta seguridad mientras fuesen vulnerables sus comunicaciones con el gran puerto del Pireo. Por moción de Pericles, los atenienses comenzaron entonces a erigir sus famosas Murallas Largas, la más extensa de las cuales tenía ocho kilómetros de longitud, y la más corta cinco, y que proporcionaban un corredor fortificado entre la ciudad y el mar. Como toda edificación acometida por Pericles, la obra resultó espléndida. Cualquiera que contemple hoy estas fortificaciones, las considerará no sólo inexpugnables sino también magnificas. Habían sido concebidas para proporcionar a Atenas todas las ventajas de una isla y Pericles solía decir que aun cuando Atenas perdiera todo lo que poseía en tierra firme, seguiría siendo, con sólo la ciudad, el Pireo y las posesiones de ultramar protegidas por una armada irresistible, la potencia más grande de Grecia.

Pero Atenas no sólo apuntaba a fortalecerse sino también a debilitar a sus enemigas; la alianza con Argos era ya un importante paso en esa dirección. Esparta había quedado paralizada no sólo por las bajas que había sufrido durante la rebelión de los siervos, sino también por la presencia de una potencia hostil en sus fronteras orientales. Poco más o menos por esta época, acabó la rebelión, aunque no de modo satisfactorio para los espartanos que, después de años de esfuerzo, habían probado ser incapaces de tomar en las montañas de Mesenia el baluarte rebelde de Itomo. Comenzaban a menoscabarse su seguridad y su reputación militar y, al fin, se contentaron con considerar una victoria lo que en realidad no era más que una transacción. Los mesenios que ocupaban Itomo, buenos guerreros inveteradamente hostiles a Esparta, rindieron su baluarte a condición de que se les suministrara un salvoconducto para salir del Peloponeso. En los días de Cimón, ningún Estado se hubiera atrevido a recibirlos, peno Atenas los acogió en ese momento para servirse luego de ellos de modo muy útil.

Poco más o menos por entonces, el pueblo de Megara se separó de la alianza espartana y solicitó la protección de Atenas. Eran las sempiternas víctimas de los ataques del Estado vecino de Corinto, situado al sur, y los indignaba el que Esparta no hubiera hecho nada por contener a sus aliados corintios. Esta petición de los megarenses halagó el orgullo ateniense, pero lo que más interesaba a Pericles eran las enormes ventajas estratégicas de que goza Megara. Tal ciudad no había sido, por muchos años, una potencia importante. Está encerrada entre Atenas y Corinto; pero su territorio se extiende desde el golfo Sarónico hasta el de Corinto. Posee puertos marítimos en cada uno de estos golfos, y ocupa así una posición desde la cual puede aislarse pon el norte a todo el Peloponeso. Pericles tampoco encontró dificultades en esta ocasión para persuadir al pueblo de que aprobara sus planes de largo alcance. Se enviaron al punto guarniciones atenienses a los puertos de Nisea, en el golfo Sarónico, y de Page, en el golfo de Corinto. Se construyeron largas murallas para unir la ciudad interior de Megara con Nisea, y bloquear de este modo el camino costero que lleva de Corinto al Ática. Al mismo tiempo, se alzaron puestos fortificados para defender la faja más estrecha de tierra que se extiende entre Megara y Page, por el norte. Y acaso fuera la ocupación de Page lo que excitó a los atenienses más que cualquier otra cosa. Con una base en el golfo de Corinto, contaban ahora, por primera vez en la historia, con una salida al oeste, y, desde allí, sus imaginaciones veían horizontes ilimitados. Ahora ambas costas del golfo corintio eran vulnerables a su poder marítimo; podían circunnavegar con seguridad todo el Peloponeso; más allá del golfo, se encontraban los Estados aún semibárbaros de Grecia septentrional y, más allá de éstos, Italia y Sicilia; aún más allá, estaban Cartago y la fabulosa riqueza de España. Nosotros, los jonios, acaso podamos jactarnos de poseer la imaginación más vivaz y el talento más penetrante de todos los hombres, y en este aspecto Atenas puede decir con derecho que es nuestra ciudad madre. Pero los atenienses poseen otras cualidades que les son peculiares; si imaginan que algo es apetecible, se ponen inmediatamente a la tarea de conseguirlo, y creen que todo lo que imaginan puede alcanzarse.

Sin duda la alianza con Megara significaba la guerra con Corinto. Y los corintios no sólo estaban enfurecidos sino atónitos ante la temeridad de la acción ateniense. Habían creído que, mientras la gran flota de la alianza ateniense estuviera ocupada en Egipto, Atenas vacilaría en arriesgar su existencia, enfrentándose al poder marítimo corintio, que era aun considerable. De modo que se lanzaron al mar sin ningún temor con toda su flota, y fueron derrotados pon las pocas escuadras de navíos atenienses que habían quedado para defender las aguas territoriales.

Sólo una posición enemiga más o menos poderosa subsistía a poca distancia del territorio y de las fronteras marítimas de Ática. Se trataba de la isla de Egina. Su largo contorno y su montaña cónica son visibles desde el Pireo, así como toda la línea costera hasta Sunion. En un discurso tras otro, Pericles se había referido a esta isla como a «la visión ofensiva para el Pireo»; por lo demás, se había librado una guerra intermitente entre Egina y Atenas desde antes de la guerra contra Persia. Hasta entonces, ni Corinto ni las otras ciudades dóricas del Peloponeso habían prestado ninguna clase de ayuda a Egina. Ésta era una importante rival comercial de Corinto, y los corintios alentaban la esperanza de que tanto Atenas como Egina se agotaran en la lucha. Pero ahora Corinto y todos los demás Estados del Peloponeso que podían proporcionar navíos unieron sus fuerzas con Egina. Atenas aceptó el reto sin vacilar. Estaba reforzada pon contingentes navales aliados y pertrechó otros de los suyos propios. Una de las mayores batallas que jamás se libraron entre los griegos tuvo lugar frente a la costa de Egina. Era una batalla de jonios contra dorios. Atenas empleaba menos de la mitad de la fuerza naval de que podía disponer, contra la totalidad de las fuerzas marítimas de sus enemigos. El resultado fue decisivo. Los atenienses y sus aliados capturaron setenta barcos, desembarcaron hoplitas en la isla y procedieron a alzar obras de asedio en torno a la ciudad de Egina. Casi todos los hombres en edad militar estaban ahora empeñados en la guerra, sea en Egipto, sea en la fortificación de Megánida, sea en esta expedición. A muchos atenienses, y por ciento a todos los enemigos de Atenas, les parecía que esfuerzo realizado en tamaña escala no podía durar mucho ni podía incrementarse. Corinto actuó de un modo imprudente basándose en esta suposición y, con un gran ejército terrestre, marchó contra Megara. Era una campaña que parecía bien concebida y a la que no podía dejan de coronar cierto éxito. Atenas tendría que abandonar Megara, o de lo contrario retirar su ejército de Egina, a fin de defender las fortificaciones aun inacabadas. Y en la misma Atenas cundió la alarma cuando llegaron las primeras noticias de la invasión. No obstante, el entusiasmo prevaleció sobre la confusión. En uno de aquellos discursos en que combinaba una extrema claridad lógica con el más alto fervor emocional, Pericles explicó qué había de hacerse. Atenas, dijo, no abandonaría en ningún momento sus conquistas ni a sus aliados. En esa ocasión aquellos a quienes se tenía por demasiado jóvenes para combatir podían mostrar de lo que eran capaces, y aquellos a quienes se consideraba demasiado viejos podían añadir una proeza más a su glorioso historial guerrero. Los jóvenes habían oído hablar de sobra de las guerras persas, y ahora tendrían la posibilidad de ver con sus propios ojos cómo sus padres se habían batido en ellas. Era el momento en que los hijos debían demostrar que eran dignos de sus padres, y en que los padres debían desafiar la emulación de sus hijos.

Raras veces vi en Atenas un día de entusiasmo tan general como aquel en que el nuevo ejército, constituido por las últimas reservas humanas del Estado, fue llamado a la acción. Era un ejército formado por muchachos de dieciocho y diecinueve años y por hombres comprendidos entre los cincuenta y sesenta; y había muchos, cuyas edades estaban por arriba o por debajo de las de estos grupos, que procuraban hallar lugar en las filas. Se confió el mando del ejército al avezado general Mirónides; la nueva fuerza partió sin demora a fin de unirse con las guarniciones destacadas en Megara. Después de que el ejército hubo partido, reinó ansiedad en Atenas, pero la esperanza era mayor que la ansiedad y, cuando llegaron noticias, eran las esperadas. Mirónides había chocado con todo el ejército de Corinto y sus aliadas y lo había obligado a abandonar el terreno; habían recogido sus muertos y retrocedido hacia Corinto; los atenienses erigieron un trofeo en el campo de batalla.

Quince días después, se recibieron noticias de una victoria aún más gloriosa en este frente. Al parecer, el ejército corintio, constituido por hombres en la flor de la edad, no pudo soportar los reproches que en Corinto les hicieran sus padres y hermanos menores por haber retrocedido ante una fuerza de muchachos y abuelos atenienses. Intentaron explicar que, a pesar de su retirada, habían llevado la mejor parte en la batalla; y, hasta tal punto es capaz el hombre de creer lo que encuentra conveniente creer, acaso se hayan convencido de que decían la verdad. Partieron, pues, de Corinto y comenzaron a erigir un trofeo cerca del lugar en que los atenienses habían alzado antes el suyo. Esta vez su derrota fue decisiva. Un gran sector de su ejército fue cercado y exterminado. Hasta entonces, ningún ejército ni armada corintios había entrado en acción como no fuese con el apoyo y bajo el mando de los espartanos.

Todos estos acontecimientos habían tenido lugar en el término de dos años y, el año siguiente, Atenas hubo de combatir de nuevo y con más desesperación que nunca para retener las posiciones que había ganado.

Los espartanos se mueven con pesadez y son muy reacios a emprender campañas fuera del Peloponeso. Esta lentitud suya se debe en parte a falta de imaginación, y en parte a arrogancia. Raras veces comprenden que están en peligro, como no sea en el último momento, y creen que en cualquier acción militar son irresistibles. Sus experiencias recientes durante la revolución de los siervos no alteraron su manera de pensar. La mayor parte de los espartanos son incapaces de pensar, como no sea en términos de táctica militar, tema que han aprendido cabalmente y de memoria. Aun en medio de la batalla, se comportan con extrema cautela y se cuidan de cualquier ataque de índole heterodoxa. Sólo se hallan cómodos cuando están formados en orden de batalla contra un ejército enemigo. En tales condiciones, creen, y no sin razón, que son irresistibles.

Por algún tiempo las aliadas de Espanta, Egina y Corinto, habían venido instándola a obrar. Y ahora, al fin, Esparta decidió hacerlo. Obraron, como siempre, de modo muy tortuoso. No declararon la guerra a Atenas. El pretexto para llevar un ejército al norte del istmo lo hallaron en una disputa menor entre dos Estados de Grecia central, uno de los cuales, Dóride, pretendía ser la madre patria de los espartanos. Pero el ejército que se reunió en el Peloponeso era mucho más considerable que el que requería asunto tan trivial. Al enterarse del poderío de este ejército, los atenienses fortalecieron sus defensas en Megánida y dieron a entender de modo claro que no permitirían a ninguna fuerza armada pasar por el territorio que estaba bajo su dominio. Pero los espartanos no tenían intenciones de librar una batalla en terreno montañoso ni en una posición elegida por los atenienses. Trasladaron por mar su ejército a la costa septentrional del golfo de Corinto, solucionaron sin dilación las cuestiones de Dóride y luego avanzaron hacia el este para llegar al vasto y populoso territorio de Beocia, que se extiende a lo largo de la frontera septentrional de Atenas. Alistaron allí más soldados e instalaron en las ciudades gobiernos que les eran favorables. En particular, robustecieron la autoridad de Tebas, ciudad que había colaborado con los persas, y pronto, disponiendo ya de un gran ejército, estuvieron en condiciones de invadir Atenas desde el norte, y si la acción había de ser eficaz, tenía que ser rápida. Estaban casi terminadas las Murallas Largas. Egina soportaba un severo sitio y era evidente que no podría resistir mucho.

Atenas obró con la intrepidez y la resolución habituales. Pericles era uno de los generales en esta campaña y oí de sus labios una relación completa de ella. Se decidió no suavizar el asedio de Egina, pero se retiraron muchas de las tropas destacadas en Megánida, a fin de fortalecer el ejército del frente septentrional. De los nuevos aliados, Argos envió un millar de hoplitas y Tesalia proporcionó una excelente fuerza de caballería. Sólo la infantería pesada ascendía a catorce mil hombres. Era ésta la más considerable fuerza terrestre que Atenas hubiera reunido nunca, y al mismo tiempo se envió al golfo de Corinto una escuadra de cincuenta navíos, fuerza que se estimó suficiente para impedir que los del Peloponeso se retiraran por mar.

Los atenienses prefieren siempre el ataque a la defensa. Y así, en esta ocasión no quisieron limitarse a custodiar los pasos septentrionales. Avanzaron hasta Beocia y tomaron posiciones cerca

de la ciudad fronteriza de Tanagra. Allí entraron en contacto con el gran ejército de los espartanos y sus aliados.

La víspera de la batalla, los generales se hallaron frente a un difícil problema personal y político. Durante aquellos últimos años, el desterrado Cimón había vivido en Eubea. Ahora pasó al territorio continental y, manteniendo en secreto su identidad pues deseaba evitar toda apariencia de ilegalidad, procuró entrevistarse con los generales. Pericles me describió a menudo los confusos sentimientos -sorpresa, temor y admiración- que experimentaron los generales atenienses al ver, después de tanto tiempo, al gran comandante, con sus conocidas maneras enérgicas, su pelo rizado que se estaba volviendo gris, aquella expresión de resolución que todos ellos habían visto tantas veces en sus ojos la víspera de una acción bélica. Había ido para rogarles que le permitiesen combatir en las filas como soldado raso. Sabía, dijo, que a él y a su partido se los había acusado con frecuencia de sacrificar los intereses de Atenas a los de Esparta. Había gente que creía, o pretendía creer, que él había alentado la presente invasión espartana y que proyectaba recobrar el poder con ayuda de Esparta y al precio del desmantelamiento de las Murallas Largas y de las defensas de Megánida. Ahora quería dejar bien sentado que estaba dispuesto a morir por Atenas cuando ésta combatía contra Esparta, como se había mostrado dispuesto a morir en una batalla tras otra contra los persas.

Ni Pericles ni ninguno de los otros generales dudaron de la sinceridad de Cimón. Nunca habían dado crédito al malicioso rumor de que se hallaba en comunicación con el enemigo. Por otro lado, había pruebas de que algunos atenienses, la pandilla de reaccionarios que organizaron el asesinato de Efialto, habían establecido contacto con el mando espartano y, con toda probabilidad, habían utilizado el nombre de Cimón a fin de llevar adelante sus planes de, avasallamiento de la democracia. No faltaban tampoco consideraciones políticas. En el caso de una victoria, el prestigio de Cimón crecería en forma imprevisible y, en el caso de una derrota, acusarían a los generales de haber permitido a un desterrado, en contra de la ley, combatir en un ejército ateniense. Hasta podían ser juzgados por colusión con el enemigo. Los atenienses profesan por naturaleza gran respeto por la ley; ella sustenta toda la estructura del Estado. Y la mayor parte de los generales atenienses no sólo respetan la ley sino que la temen. Saben que el pueblo espera siempre el éxito y que está dispuesto, con frecuencia irrazonablemente, a causar la desgracia de cualquier comandante que no lo haya alcanzado. Durante todo el tiempo que viví en Atenas, sólo conocí a dos hombres a quienes el pueblo no inspiraba temor. Uno de ellos era Pericles, y el otro Cimón.

De modo que en aquella ocasión los generales rechazaron el ruego de Cimón. Pericles fue el único que lo apoyó. Amargado, defraudado, Cimón volvió a retirarse al exilio, si bien antes envió un mensaje a sus amigos del ejército, en que les pedía que al día siguiente combatieran como si él estuviera junto a ellos.

Y esto es lo que hicieron. En la larga batalla, más de un centenar de ellos perdieron la vida y se reconoció que todos, como cuerpo, lucharon aquel día con gran valor. Pericles fue también uno de aquellos de quienes después de la batalla se habló con una especie de espanto. Gozaba ya, desde luego, de gran reputación como soldado y como comandante, pero al parecer aquel día se batió con tal ferocidad que asombró aun a quienes mejor lo conocían, buscando el peligro antes que eludiéndolo. Acaso hubiera resuelto demostrar que no sólo los amigos de Cimón podían considerar con indiferencia la propia vida. O tal vez su arrojo fuese resultado de una pasión que se enseñoreo de su imaginación al ver la posibilidad de derrotar, por primera vez en la historia, a un ejército espartano en tierra. Cuando luego le hice preguntas sobre el particular, sonreía y restaba importancia a sus hazañas. Ningún hombre del ejército, dijo, había corrido riesgos indebidos.

La lucha prosiguió todo el día y en ambos bandos se registraron importantes bajas. Al atardecer, ningún ejército podía atribuirse la victoria. No fueron las proezas militares las que determinaron el desenlace de la batalla, sino la traición. Hacia el fin del día, toda la caballería tesalia abandonó a los atenienses para pasarse al enemigo. Sin duda, este movimiento estaba concertado de antemano, pero los tesalios lo habían retrasado por temor a que una acción demasiado precipitada los colocara en el bando perdedor. Estos tesalios se hallan, si los comparamos con los atenienses y los habitantes de otras ciudades jónicas, en un estadio aún rudimentario de desarrollo político. Sus jefes y magistrados no se designan por elección; son simplemente grandes terratenientes acostumbrados a la sociedad de sus iguales y a la servidumbre de sus vasallos. En este sentido más bien primitivo, constituyen una aristocracia y, alarmados y asustados por el espíritu del todo distinto que reina en un ejército ateniense, consideraron que tanto sus intereses como su naturaleza eran más afines a los de Esparta que a los de Atenas. En esto se equivocaban, pues los atenienses son capaces de mostrar flexibilidad y comprensión en sus relaciones con otros; los espartanos se asombran ante los atenienses, pero desprecian a casi todos los otros pueblos.

La defección de la caballería tesalia y el subsiguiente ataque que lanzó contra los carros de pertrechos de los atenienses, obligaron a éstos a retroceder a nuevas posiciones, no sin haber sufrido, ellos y sus aliados, numerosas bajas durante la retirada. Esta, sin embargo, se realizó ordenadamente, y aunque los espartanos pretendieron haber logrado una victoria táctica, no se sintieron lo bastante fuertes para explotarla. Los atenienses esperaban un ataque inmediato contra las Murallas Largas o contra la misma Atenas. Por ello, hicieron retroceder a su ejército hasta una posición desde donde pudieran defender la ciudad. Pero los espartanos no querían correr más riesgos. Sin haber alcanzado ninguno de los objetivos de su campaña, consideraron que su honor estaba satisfecho, retrocedieron sin perder tiempo a través de Megánida, que aun no estaba custodiada, y se dispersaron hacia sus hogares.

Los atenienses habían conquistado, en verdad, una victoria estratégica, pero acostumbrados como estaban a éxitos resonantes, la consideraron una derrota. Se reclamó una acción mas vasta y decisiva, petición que pronto se satisfizo. Pero antes, sin embargo, Pericles ejecutó un acto de generosidad personal y sabiduría política que fortaleció tanto la resolución como los recursos del Estado. Propuso en este momento de emergencia que Cimón, cuyos amigos habían demostrado de sobra su patriotismo en el campo de batalla, fuese llamado del exilio. Recordó al auditorio que a su

propio padre, Jantipo, lo habían llamado del destierro durante la crisis de la invasión persa. El decreto se aprobó con muy poca oposición y Cimón retornó a Atenas no ya como enemigo, sino como amigo de la nueva democracia. En seguida se le encomendó negociar con Esparta, y los espartanos, aliviados al ver que habían de discutir con él y no con Pericles, convinieron en concertar un tratado ignominioso que decidía una tregua de cuatro meses. En tal tratado no se hizo mención de Egina, de Megara ni de las nuevas aliadas de Esparta en el norte. Tal vez los espartanos imaginasen que Atenas estaba agotada y que no emprendería ninguna campaña hasta la primavera siguiente. En tal caso, estaban del todo equivocados. A los dos meses de la batalla de Tanagra, Mirónides condujo el ejército por segunda vez hacia el norte. Chocó con el gran ejército beocio en el paraje llamado «Los Parrales», no lejos del escenario de la primera batalla. Su victoria fue completa y decisiva, y luego procedió con energía. Disolvió la Liga Beocia que, bajo la dirección de Tebas, había sido organizada por los espartanos, e instaló en todas las ciudades gobiernos democráticos leales a Atenas. El pueblo de Fócida, en Grecia central, al que había encolerizado la intervención espartana en Dóride, se incorporó también a la alianza ateniense. Lo mismo hicieron los locrenses, establecidos en la costa oriental. De modo que a los tres meses de la derrota de Tanagra, Atenas había logrado el dominio de toda Grecia oriental y central, hasta el desfiladero de las Termópilas por el norte. Hacia fines de año, había finalizado la construcción de las Murallas Largas, y Egina se vio forzada a rendirse. Atenas se adueñó de su flota, se demolieron sus fortificaciones y ya no volvieron a emitirse sus celebradas monedas. Se vio en la necesidad de unirse a la Liga Ateniense y de pagar una contribución anual excepcionalmente elevada al tesoro de Delos. Así fue como Atenas reaccionó ante una derrota.