3 GOBERNADOR DE ESPAÑA

Estaba deseando salir de Roma inmediatamente, dado que en España tenía mucho que hacer. Ahora, por primera vez en mi vida, había de mandar un verdadero ejército. Dos legiones estaban esperándome en España y me hallaba decidido a organizar otra en cuanto llegase allí. Tenía ya más de cuarenta años y, aun cuando no era un completo ignorante sobre asuntos militares, era cierto que me faltaba experiencia en ellos. Naturalmente elegí con cuidado mi personal, y me felicité por contar con los servicios de mi amigo Balbo, quien no sólo es uno de los más eficientes administradores e ingenieros que jamás haya conocido, sino que es a la vez un hombre muy simpático y un diplomático admirable. Puesto que empezó su vida como ciudadano de Gades y había pasado sus primeros años en España, yo contaba también con la ventaja de su experto conocimiento del país y de las condiciones locales. Mucho antes de salir de Roma habíamos acordado de una manera general las bases sobre las cuales se harían nuestras operaciones. El tiempo era breve. Al año siguiente pensaba presentarme para el consulado y necesitaba hacerme de prestigio militar, y por encima de todo, de dinero.

Tal como ocurrió, encontré que era bastante difícil alejarme de mis acreedores en Roma. Me hicieron desagradables amenazas según las cuales incautarían mi equipaje y me harían arrestar si intentaba abandonar la ciudad sin haber pagado, cuando menos, parte de las sumas que debía. Esto no podía hacerlo. Tendría que haber dispuesto de una enorme fortuna para poder hacer algo. Por ello, poco después del proceso a Clodio hubo demoras cansadas y peligrosas. Una vez más me socorrió Craso, quien me anticipó una gran suma de dinero, en verdad una cuarta parte del monto total de mis deudas. De esa forma pude satisfacer a los más apremiantes de mis acreedores. El resto, incluso el mismo Craso, debieron contentarse con especular con mi futuro éxito. Mucho me alegro de que, al final, sus inversiones les resultaran tan ventajosas.

Una vez libre del temor de ser arrestado, tuve que conseguir la libertad del príncipe Masinte, al cual no podía, honorablemente, dejar atrás. Lo llevé conmigo en mi propia litera hasta que nos encontramos lejos de los límites de la ciudad y luego arreglé que pudiera embarcarse hacia África. Entonces con Balbo y unos pocos amigos, pasé lo más rápidamente posible por el norte de Italia, después a través de las aldeas alpinas dejando atrás las ricas tierras de Provenza y atravesé los Pirineos hasta llegar hasta los variados y gigantescos paisajes de España.

Había llegado ya el verano, y pasado un año, pensaba hallarme de regreso en Roma como candidato para el consulado. Por consiguiente era necesario iniciar en seguida las operaciones. Fui conociendo a los oficiales y soldados de mi ejército mientras nos hallábamos en marcha y, como me aconteciera en cada campaña, no solamente llegué a conocerlos sino que, de alguna extraña manera, llegué a quererlos. En realidad, creo que mis sentimientos hacia los soldados y centuriones bajo mi mando han sido en cierto modo más hondos que cualquier otro sentimiento que haya conocido. Solamente una o dos grandes amistades íntimas pueden compararse con ellos. Y a estas alturas de mi vida tanto el sentimiento en sí como las circunstancias en que lo manifesté fueron nuevos para mí e infinitamente excitantes. Me deleitaban las largas marchas bajo el sol de verano y, ya fuera cabalgando o a pie, andaba con la cabeza descubierta, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar mi creciente calvicie.

A decir verdad, en cada uno de los aspectos físicos de la guerra, excepto en el mero derramamiento de sangre, sentía un deleite que resultaba muy sorprendente a algunos de mis amigos y a la mayoría de mis enemigos. Yo era conocido como un poder en política y tenía también la reputación de ser un hombre a la moda, un entendido en arte, un innovador de cierto estilo en el vestir, un mujeriego y de ser sumamente cuidadoso en mi aspecto personal. Ahora, y casi de inmediato, empecé a ganar una reputación muy diferente. Se referían historias de mis increíbles hazañas como jinete, de los ríos que cruzaba a nado, de mi resistencia al calor, al frío y al hambre, de los cuidados que me tomaba por mis hombres, de la temeridad con que yo mismo, en momentos críticos, me exponía al peligro. Muchos de esos relatos eran, desde luego, exagerados. Es cierto, por ejemplo, que yo poseía un caballo muy notable, un animal de gran tamaño y fuerza, que nadie, aparte de mí mismo, podía montar. Pero no era verdad, aunque aún hoy se repite la historia, que los cascos de mi caballo estuviesen divididos en cinco dedos como los de un pie humano.

Aparte del deleite que encontraba en el ejercicio físico y en compartir el peligro, las privaciones y la exultación, encontraba también que esta nueva forma de vida me resultaba satisfactoria y encantadora desde el punto de vista espiritual e intelectual. Ya había ejercitado mis facultades en el difícil y torcido proceso de la política romana; pero en este mando militar me parecía que la voluntad, la iniciativa, el intelecto y la resolución podían desarrollarse más honorablemente y con mucha mayor precisión. No creo que esto se deba a que los problemas de un comandante militar sean más simples que los de un estadista, o de que aquél esté más libre de control. Es más bien una cuestión de urgencia; porque los problemas, sean simples o no, deben ser encarados inmediatamente y en forma continua; y sin embargo, aun hallándose libre de la supervisión de otros, uno se encuentra a sí mismo y a sus hombres, vivos, fuertes y listos para la acción. Aunque, en teoría, emprendemos las guerras para asegurar la paz, se tiene la sensación de que la guerra tiene mayor realidad que la paz. La vida, la muerte y el honor, cuando presionan de manera constante sobre uno, son palabras que tienen un significado diferente al ser usadas en los discursos ante el pueblo o ante el Senado. En la guerra, la personalidad completa se encuentra comprometida en cada momento. La supervivencia dependerá de las decisiones instantáneas y de la verdadera destreza y perseverancia del cuerpo y de la mente. Hasta individuos indignos pueden ser grandes en la guerra; pueden llegar a ser mejores de lo que hubiesen sido y pueden sincera y generosamente compartir la determinación, las desilusiones y los triunfos de otros que son más valerosos e inteligentes que ellos. Y también el comandante puede amar a sus hombres por su debilidad tanto como por su fuerza. Pero en tiempos de paz esta común debilidad humana aparece reprensible e inconveniente; y en tiempo de paz sólo un hombre excepcionalmente dotado puede ejercer sus propias fuerzas hasta el máximo o reconocer sin envidia los méritos de otros.

¡Cómo me he habituado ahora a cada aspecto de la guerra! Con todo, no puedo resistir todavía su llamada; y aún ahora, cuando hay tanto que me retiene en Roma, cuando estoy a salvo de todo peligro excepto posiblemente del asesinato, todavía debo seguir lo que parece ser mi destino y ciertamente también es mi placer. Un adivino me ha dicho que tenga cuidado con el día de mañana, que es el de los idus de marzo. No asigno mucha importancia a los adivinos, y pasado mañana, si todo sale bien, estaré nuevamente en marcha para reunirme con mi ejército y sumar en Oriente otra provincia al imperio. Mi celo en esta empresa es tan grande como lo era en aquellos días en España, cuando por vez primera oí las voces de los soldados romanos saludándome como «imperator».

Mi primera campaña allí fue contra las tribus de las montañas de Lusitania, al sur del río Tajo. Esas gentes eran virtualmente independientes y se habían habituado a vivir, al menos durante una parte del año, de los beneficios obtenidos del pillaje contra algunas tribus más sedentarias que se encontraban bajo la protección romana. Cuando invadí la zona sabía que mis enemigos en Roma me acusarían de estar provocando deliberadamente una guerra con el objeto de servir a mis propios intereses. Eso era, precisamente, lo que estaba haciendo; pero, como tantas veces ha sucedido, mi interés coincidió con el bienestar de aquellos a quienes era mi deber gobernar y proteger. Catón, allá en Roma, describiría a estos salvajes montañeses como las víctimas «inocentes» e «inofensivas» de un ataque «no provocado». Los comerciantes de Gades y los campesinos de las llanuras sabían que el asunto era diferente.

Antes de empezar el invierno, había dejado limpias las montañas, derrotado al enemigo en varias escaramuzas, tomado cantidad de prisioneros, y expulsado a las tribus aún no sometidas, primeramente hacia la costa del Atlántico y luego hasta una isla lejos de la costa. La última parte de estas operaciones se había realizado en una región hasta entonces escasamente conocida hasta por mis tropas españolas. Ese océano Atlántico por el cual Sertorio deseara navegar, era el término del mundo conocido. De inmediato decidí explorarlo, aunque por el momento, daba la proximidad del invierno tuve que contentarme con una fútil tentativa de forzar un desembarco en la isla donde se habían refugiado las tribus rebeldes. No disponíamos de embarcaciones más aptas que unas pocas balsas inseguras y el mal estado del tiempo hizo que su uso resultara extremadamente dificultoso. En verdad, tal tentativa, que nos causó algunas pérdidas, nunca debió intentarse, aun cuando su fracaso no tuvo mayores consecuencias sobre el resultado final de la guerra o sobre el espíritu de la tropa que, aparte de ese único episodio, había estado gozando de éxitos continuos, retirándose a los cuarteles de invierno considerablemente enriquecida y muy orgullosa de sus hazañas.

Pasé el invierno en Córdoba, en Gades y otras ciudades de la provincia de España, y me hallé sumamente ocupado en varias tareas administrativas. En poco tiempo pude hacer mucho para mejorar la posición económica, tanto de la provincia como la mía propia. Encontré que muchas ciudades se hallaban todavía padeciendo aprietos económicos por tener que pagar indemnizaciones que se remontaban a la guerra de Sertorio. Cancelando y reduciendo tales contribuciones aumenté la prosperidad de las poblaciones y les hice abandonar lo que hasta el momento había sido una actitud hostil hacia Roma. También encaré los muy agudos problemas de las deudas privadas. Siendo deudor yo mismo y uno que escapara por poco de la amenaza de ruina financiera y política, tal cuestión me afectaba mucho. Fijé un límite del porcentaje sobre la renta del deudor que podía ser reclamado por los acreedores. Fue una medida que restauró la confianza en muchos que estaban desesperados y que tuvo un efecto muy saludable sobre la economía española.

Hubo también innumerables tratados y acuerdos comerciales que debí revisar y revocar necesariamente. Había proyectos de edificación, particularmente en la ciudad de Gades. También allí, en parte por interés y en parte para garantizar la eficiencia, investigué de lleno toda la organización de los cultos religiosos. En esa ciudad se había practicado una inmensa variedad de cultos y me fue posible hacer, con el consentimiento de los habitantes, algunas reformas notables, incluida la abolición del sacrificio humano. Esta bárbara costumbre debía remontarse a la época de la ocupación cartaginesa y todavía no había sido borrada por completo.

Durante todo ese tiempo estuve en constante comunicación con Roma. Mis amigos de la capital me mantenían al tanto de cualquier cambio en la situación política, que continuaba desarrollándose tal como yo lo esperara. Durante el otoño, las noticias principales fueron las del triunfo de Pompeyo: el mayor que se hubiera visto. Sin embargo, al llegar el invierno resultó evidente que Pompeyo no había obtenido otra cosa que riqueza, gloria y, lo que sin duda para él era lo máximo: la distinción de serle permitido vestir en el Senado la toga color púrpura de «imperator». Podía imaginármelo en el Senado mirando con satisfacción su colorida vestimenta; pero no podía imaginármelo pronunciando un discurso efectivo o creando un partido propio lo bastante fuerte para enfrentarse a sus adversarios políticos. Hasta ahora su único éxito político había sido conseguir el consulado del año siguiente para su candidato Afranio. Su elección, en esto, había sido bastante deficiente. Afranio era un soldado excelente, pero era tanta su falta de cultura y experiencia política que se exponía a ser motivo de burla cada vez que abriese la boca. Debía enteramente su elección a las sumas enormes que gastara Pompeyo en sobornar a los electores. Nadie había osado invocar la ley antisoborno de Cicerón contra una figura tan grande como Pompeyo, pero Catón se felicitaba por haber rehusado vincularse con alguien que transgredía tan notoriamente las leyes. Por otra parte, el otro cónsul elegido era Metelo Celer, un sujeto más testarudo todavía que Afranio pero mucho mejor vinculado y más influyente. Era enemigo acérrimo de Pompeyo y se vería apoyado en el Senado por el partido que, desde la reciente muerte del viejo Catulo, estaba dirigido por el aún más reaccionario Catón, y también por Lúculo y sus amigos.

La gente creía que Lúculo se había retirado disgustado de la política y que no estaba interesado más que en la crianza de grandes peces que comían de su mano, en planear hermosos jardines y en organizar las diversiones más costosas. Pero no había olvidado cómo fue tratado por Pompeyo en Asia y ahora comenzaba a actuar con su antigua energía. Me parecía obvio que Pompeyo, quien no podía contar sino con Afranio y uno de los tribunos, habría de tropezar con grandes y acaso insuperables dificultades para conseguir las dos metas que deseaba con toda su alma: la ratificación de sus tratados en Oriente y tierras para sus veteranos.

Otras noticias llegadas de Roma se referían a mi amigo Craso, y al instante me di cuenta de lo importantes que eran. Craso había apoyado en el Senado la demanda de una poderosa corporación de financieros con el fin de que se reconsiderase su contrato para el cobro de impuestos en Asia. Parece que hasta el mismo Cicerón consideró la petición injustificada, pero fue lo bastante prudente para ver que, si había de quedar alguna realidad de esa «unión de clases» de la cual, según su opinión, dependía la seguridad del Estado, tendría que prestarse alguna consideración a los intereses de esos poderosos financieros. Por consiguiente, aunque algo recalcitrante, habló en favor de éstos. Catón, sin embargo, actuando de acuerdo con esos estrictos principios morales suyos que casi siempre redundaban en contra de su propio partido, había atacado a Craso y a los financieros con los términos más groseros, logrando obstaculizar todas sus tentativas para debatir sus supuestos agravios. Esto despertó amargos resentimientos, y se me informó que se le había oído decir al mismo Cicerón que la «unión de clases» se había convertido en algo del pasado.

Concebía yo ahora en forma más vívida una idea que, durante algún tiempo, dormitara en el fondo de mi mente. Hasta el presente había estado estrechamente asociado a Craso en política, y hasta me había tomado bastantes molestias para demostrar mi amistad hacia Pompeyo. Con todo, Pompeyo y Craso parecían ser enemigos irreconciliables. Si en mi candidatura al consulado del año siguiente yo tuviese que acudir a alguno de ellos en busca de apoyo, automáticamente me vena separado del otro. Pero ahora los dos se encontraban envueltos en dificultades con mis enemigos. Me pareció que estaba a las puertas de lo que podía ser la oportunidad de mi vida. Una alianza política entre Pompeyo, Craso y yo sería considerada por casi todo el mundo como imposible. Sin embargo, si esto ocurriera, resultaría, dada la actual disposición de las fuerzas, algo absolutamente irresistible.

Esta poderosa idea estuvo bullendo constantemente en mi cerebro durante mis trabajos de administración invernal y durante las renovadas luchas en la primavera. Inicié las operaciones militares muy a principios de año, ya que quería realizar prontamente mi plan y regresar en seguida a Roma. Durante el invierno, Balbo se ocupó de preparar una flota en Gades, y al llegar enero, nuestros planes para realizar una expedición militar y naval combinada por la costa del Atlántico, habían sido completados.

A comienzos del verano la campaña ya se había terminado. Partí un mes antes de lo que los asesores aconsejaban. En ello, por cierto, había corrido un riesgo, pero en vista de mis otros planes, el riesgo me parecía justificado, y como acontecieron las cosas, todo salió bien. La repentina aparición conjunta de la flota y del ejército desmoralizó por completo a los defensores de la isla de la cual fuéramos rechazados el otoño anterior. No tuvimos dificultades en efectuar un desembarco, y tomamos numerosos prisioneros. Luego navegué más al norte, donde sometí algunas tribus que aún no se habían incorporado a la provincia romana. De haber podido disponer de tiempo para estas conquistas, habría seguido todavía más lejos, puesto que todo cuanto veía era desconocido y, por lo tanto, fascinante. Pero ya había logrado todo cuanto me propusiera. Había sido saludado por mis tropas como «imperator» y por la fuerza de esas aclamaciones y de nuevas hazañas, tenía derecho a reclamar un triunfo a mi regreso a Roma. Con algún reparo, di orden de enfilar nuevamente hacia el sur, ya que una flota semejante jamás había surcado esas aguas, y frente a nosotros quedaba mucho por explorar y por conquistar. Sin embargo, me hallaba en los umbrales de acontecimientos que para mí y el mundo habrían de ser decisivos. Apenas si podía discernir su forma, pero lo que alcanzaba a vislumbrar era bastante para llenarme de creciente entusiasmo. Cada informe que recibía desde Roma me indicaba que la tan esperada oportunidad estaba al alcance de mi mano. Y si deseaba asirla, era esencial que me encontrase allí.