6 EL REGRESO DE MARIO
Nuestras discusiones sobre la situación política inmediata no duraron mucho tiempo. En cuanto Sila dejó Italia, Cinna sacó a relucir abiertamente las propuestas de Sulpicio. Las riñas callejeras se sucedieron de inmediato, pero éstas no me impresionaron demasiado. No nos pillaron por sorpresa y la lucha fue menos horrible que la matanza que vendría después. Pero sería derramada aún mucha sangre, antes que el cónsul Octavio y sus aliados, que incluía la mayoría del Senado, consiguieran expulsar a Cinna y sus simpatizantes del país.
Para Cinna, esta aparente derrota era una positiva ventaja. Conservaba aún el prestigio de cónsul y, al contrario del otro cónsul de Roma, podía contar con el apoyo de los italianos, cuyos derechos había defendido. Estaba, por lo tanto, en mejor posición que sus enemigos de Roma para organizar un ejército, y como se había demostrado recientemente en el caso de Sila, fue la fuerza física la que, en último término, decidió cuál de los dos partidos había de obtener el poder. Por lo tanto, Cinna comenzó a organizar sus tropas. En esto lo favoreció enormemente tener a su lado a un hombre que era, sin lugar a dudas, uno de los más grandes genios militares que el mundo haya conocido. Se llamaba Quinto Sertorio, de quien yo en ese entonces sabia muy poco, excepto que se lo consideraba como un hombre de completa confianza, que había sido un brillante oficial durante el tiempo en que sirvió bajo el mando de Mario, que poseía un solo ojo, y que Mario ¾parco como era en ponderaciones¾ hablaba de él con respeto y admiración. Más tarde estudié la carrera de Sertorio con gran atención y creo haber aprendido mucho de ella. Era el comandante más inteligente de su época y, aparte de mí mismo, el único que supo combinar lo militar con lo político en el más alto grado. Sabía ser tan duro y medía tanto sus fuerzas como Mario, pero al mismo tiempo era gracioso en sus modales, honorable, agudo en sus juicios y hombre de grandes aspiraciones. La gran rapidez de sus acciones y su habilidad para hacer uso de cualquier material de que pudiese disponer, son, a no dudar, las cualidades que lo harán memorable para los historiadores del arte de la guerra. Pero Sertorio escapa del molde general por su vigor y lo imprevisible de su imaginación. Sentí mucho no haberlo conocido íntimamente, ya que él y yo parecemos ser los únicos que comprendimos la historia de nuestro tiempo.
De modo que gracias a la habilidad y energía de Sertorio, Cinna pronto se vio con un ejército considerable a su disposición. Entretanto, en Roma, el cónsul Octavio hacía muy poco o nada por contrarrestar esa fuerza. Pese a que era un defensor de las formas precisas de la constitución, había conseguido del Senado un decreto completamente inconstitucional por el cual despojaba a Cinna de su consulado declarándolo enemigo público, y, sin siquiera el formulismo de una elección, nombró a un conservador, llamado Merula, para ocupar su lugar. Merula conservó su cargo, uno de gran influencia en los colegios sacerdotales, de flamen Dialis o sacerdote de Júpiter. Yo no tenía idea de que, antes de terminar ese año, me convertiría en sucesor de Merula como sacerdote, pero sabia lo suficiente sobre el oficio para comprender que era lo menos apropiado para un cónsul en tiempos de guerra civil, pues entre las muchas supersticiones y tabúes que rodeaban a los flámines, había dos que los hacen totalmente ineficaces en tales períodos: primero, no les está permitido mirar a un cadáver, y segundo, les está prohibido acercarse a un ejército.
Pero las bromas que hacíamos sobre Merula y nuestras confusas sospechas y nerviosismo cuando hablábamos de la amenazante actitud de Cinna y de Sertorio, pronto dieron lugar a un sentimiento de naturaleza más personal.
Debe haber sido alrededor de mi aniversario (cumplía quince años) cuando recibimos la noticia de que Mario no sólo estaba a salvo, sino que ya había desembarcado en Italia. Desde ese momento hasta que lo vi, solía ir constantemente a casa de mi tía Julia para enterarme de las últimas noticias traídas por mensajeros secretos. La historia completa de su exilio fue sabida luego, pero lo que ya conocíamos era suficiente para hacemos temer que los sufrimientos a que estuvo sometido hubiesen alterado su juicio. Fue perseguido de un lugar a otro por toda Italia como un esclavo fugitivo; pasó hambre y sed; se aferró a la vida cuando ya sus acompañantes habían perdido toda esperanza; fue arrastrado desnudo fuera de un pozo lleno de barro donde se había escondido, y condenado a muerte por los magistrados de un pueblo cercano bajo órdenes de Sila.
Lo preservó su propia grandeza. Un soldado mercenario germano que se ofreció para ejecutarlo no pudo soportar la mirada de fuego del anciano que yacía en el ensombrecido recinto. Dejó caer la espada de su mano y salió corriendo a la calle gritando: «No me atrevo a matar a Cayo Mario», y viendo esto, la población, avergonzada de su propia decisión, dio a Mario un barco e hizo lo posible por ayudarlo a escapar. Más desgracias aún habían de sucederle antes de llegar a África, donde se encontró con su hijo, el joven Mario, y el resto de sus amigos que huyeron junto con él de Roma. A pesar de todo, Mario seguía firme en su convicción de que volvería a ser cónsul una vez más y, como luego nos dijo, consiguió vencer el dolor y el cansancio concentrándose en recordar los rostros y los nombres de sus enemigos, de quienes estaba decidido a vengarse.
Nos dijeron que después había desembarcado en Etruria con su hijo, y que reclutó una pequeña fuerza en África. Esta pequeña fuerza pronto se convirtió en un ejército, pues Mario no vacilaba en prometer a los esclavos la libertad si estaban dispuestos a servirle; en sus tropas enrolaba peones, pastores y toda clase de trabajadores descontentos y empobrecidos, que se alegraban de dejar a sus patrones y con frecuencia los masacraban antes de abandonarlos. Era lo bastante astuto, sin embargo, para no tratar de legalizar la situación en lo más mínimo. Una de las primeras medidas que tomó, fue enviar un mensajero a Cinna reconociéndolo como cónsul y ofreciéndose a servir como soldado raso en su ejército. El ofrecimiento, naturalmente, lo hizo con fines de propaganda. Mario estaba decidido a mantener independiente su mando, pero el gesto era característico en él y engañó a mucha gente, incluso a mi.
Sin embargo, no engañó a Sertorio y me sorprendió escuchar que se opuso con firmeza a la idea de aceptar a Mario como asociado en su alianza entre él y Cinna. Atribuí esta oposición a las razones más bajas: celos y ambiciones. Aunque en verdad, Sertorio no era hombre de dejarse dominar por sus emociones cuando debían tomarse decisiones importantes, y su juicio sobre la situación demostró ser acertado. Hizo notar a Cinna que sus fuerzas eran superiores y que además estaban creciendo; lo importante era que una vez establecidos en Roma, pasaran un período de paz, orden y buen gobierno, durante el cual pudieran reforzarse para poder enfrentarse a las tropas de Sila que se hallaban en Oriente, ya que seguramente éste no aceptaría el nuevo régimen. Todo esto ¾decía Sertorio¾ podían fácilmente llevarlo a cabo ellos solos, pero poner a Mario en el poder sería correr un riesgo tremendo. Conocía al hombre y sabía que se comportaría de tal forma que, de algún modo, debilitaría la parte política sin reforzar mayormente la parte militar.
Sertorio encontró muy poco apoyo para su punto de vista y, puesto que nunca había ocupado ningún cargo público de importancia, le faltaba prestigio para imponer sus ideas. Cinna era un hombre honesto y bien intencionado, no tenía idea de las fuerzas que iban a ser desatadas, ni demostró ninguna habilidad cuando luego trató de controlarlas. Consideraba poco generosa la idea de mantener a Mario en inferiores condiciones. Me alegró saber que lo trató con todas las muestras de distinción debidas a un procónsul y que lo incorporó al mando supremo de las fuerzas combinadas.
Entretanto, en Roma, la situación iba empeorando rápidamente. El cónsul Octavio consiguió el apoyo de Pompeyo Estrabón, quien había dirigido un ejército de considerables proporciones en el norte, y que cruel, corrompido e impopular como era, podía al menos afirmar su gran capacidad de general. Junto a él estaba su hijo Pompeyo, que luego fue llamado «el Grande». Alguna idea de lo que eran los sentimientos de las tropas hacia Estrabón puede obtenerse del hecho de que el joven Pompeyo hubo de usar su enorme popularidad para salvar a su padre de ser asesinado por sus propios hombres.
Toda resistencia fue prontamente sofocada. Mario, que maniobró su flota con gran destreza, ocupó el puerto de Ostia, cortando de ese modo a Roma su sistema de abastecimiento. Mientras, el ejército en pleno, bajo las órdenes de Cinna y Sertorio, convergía sobre la ciudad desde distintas direcciones. Se rumoreaba ya que las tropas de Mario, y en particular la gran fuerza que formaban los esclavos libertos, a los que tenía como guardia personal, se comportaban con calculada ferocidad.
Recuerdo cierta vez que nos llegaron rumores contradictorios y la agitación que nos invadió a raíz de lo que vimos y escuchamos. Mario, a quien nunca agradó compartir distinciones militares con nadie, ansiaba entrar primero en Roma y, maniobrando con extrema rapidez desde Ostia, ocupó la colina Janículo. Conseguí evadir la vigilancia de los mayores, y me dirigí hacia allí, deseando ver lo que imaginaba como la triunfal entrada de mi tío en la ciudad. Al acercarme al escenario de la lucha encontré algo muy distinto. A través de la densa muchedumbre, que como yo, había ido a mirar, los soldados heridos de las filas de Estrabón se abrían camino hacia la retaguardia. Pero aquellos que no se encontraban seriamente heridos daban muestras de gran alegría. Habían derrotado a Mario ¾decían¾ haciéndolo retroceder. Algunos hasta afirmaban que éste había sido asesinado. Escuchaba estos comentarios con consternación y a medida que, a paso apresurado, me acercaba a la colina, comencé a creerlos. No había ya signos de lucha. Hasta las cohortes que habían sido apostadas en reserva, marchaban ahora en distintas direcciones. Por fin al anochecer supimos lo que había ocurrido. Según parece, Mario, confiando demasiado en sus fuerzas, se arriesgó a sufrir un revés, y de habérselas tenido que ver con generales competentes, este revés se habría convertido en una seria derrota. Fue salvado de su difícil situación, gracias a la alarma que despertó un ataque dividido que Sertorio dirigió sobre otro sector fortificado de la ciudad.
Ésta fue la última acción militar de cierta importancia. Poco después murió Estrabón de una repentina enfermedad. Las tropas, no teniendo confianza en la habilidad del cónsul Octavio, comenzaron a amotinarse o a unirse abiertamente a los ejércitos que rodeaban a Roma por todos lados. A Octavio mismo, sus amigos le aconsejaron que huyera mientras tuviese posibilidad de hacerlo. Pero éste era presa de una infantil creencia en adivinos, profecías y cálculos caldeos. De acuerdo con estas fuentes, no corría ningún peligro; de modo que se quedó en Roma mientras el Senado, ya en estado de completo pánico, mandaba una propuesta de capitulación a Cinna, rogándole, como única condición, no tomar represalias. Cinna contestó que la consideraría si se retiraban antes los decretos dictados contra él; en cuanto a las represalias, dijo que sería tan misericordioso como las circunstancias se lo permitieran. Así que Merula, que había hecho poco o nada durante su corto período de oficio, fue depuesto y Cinna entró en Roma como cónsul.
Esperábamos que Mario entraría al mismo tiempo y habíamos hecho algunos preparativos para recibirlo. El anciano, sin embargo, había decidido hacer su entrada en la ciudad a su manera. Mandó un mensaje al Senado en el cual, luego de una detallada descripción de sus hazañas pasadas, pasó a comentar el hecho de que se hallaba ahora en el exilio con su cabeza puesta a precio. Respetando como siempre la constitución romana y la libertad de su pueblo, no podía ¾dijo¾ volver a su ciudad ni a su familia hasta que el pueblo romano hubiese votado libremente por su regreso. Mucha gente, tal como Mario lo había previsto, se impresionó con esta charla legalista y el Senado se apresuró en sus arreglos para ordenar la necesaria votación. Mientras tanto, una avanzadilla de las tropas de Mario entró en Roma y, marchando directamente hacia el Foro, asesinaron al cónsul Octavio a sangre fría. Después de muerto se encontró entre sus ropas un documento caldeo, garantizándole una vida exitosa y feliz en el porvenir.
Semejante acto de violencia era horrible, pero no completamente inesperado, excepto para Octavio. Más aún, era difícil, en esos momentos, saber quién había sido el responsable.
Al día siguiente, Mario, al mando de su ejército, entró en Roma. Fue recibido por una gran muchedumbre, que incluía a sus parientes y amigos, todos ansiosos de felicitarlo por su salvación y su regreso. Yo mismo me hallaba hondamente conmovido en esta ocasión. Me puse mis mejores galas y sentí la más pura felicidad al pensar que mi tío sería recibido, con todos los honores, por la ciudad que él había salvado. Miré con interés y fascinación los rostros de sus soldados y también el suyo, que despertaba en mí cierta sorpresa, pues apenas podía creer que se hallaba realmente allí, aún robusto a su avanzada edad, sin que las desgracias hubieran conseguido doblegarlo. Noté que ponía muy poca atención en los discursos de bienvenida que le brindaban. Sus feroces ojos lanzaban constantes miradas al gentío y pronto pareció que se hallaba empeñado en la búsqueda, no de sus amigos, sino de sus enemigos. Su plan hacia ya tiempo que estaba trazado y era muy simple. No dejaría con vida una sola persona de quien, en algún momento, hubiese recibido una injuria. Y se encontraba en posesión del preciso instrumento con que llevarlo a cabo, pues sus ejércitos de esclavos libertos, exgladiadores en su mayor parte o labradores oprimidos, eran tan salvajes como su jefe y obedecerían ciegamente sus órdenes.
El convencional discurso fue interrumpido bruscamente. Mario había descubierto entre la muchedumbre a un viejo senador que, en épocas pasadas, se le había opuesto en un asunto de menor importancia, y haciendo caso omiso del laudatorio discurso que alguien estaba declamando, apuntó al anciano con su mano. En un par de segundos, éste fue arrastrado al frente y muerto a puñaladas, se le separó la cabeza del cuerpo y se clavó como trofeo en la punta de una lanza.
Hubo algunos entre el populacho que fueron lo bastante débiles mentales o lo bastante desequilibrados emocionalmente como para aplaudir el hecho; y en verdad, cuando cualquier hecho salvaje es perpetrado, y como en este caso, autorizado, siempre existen esos ciudadanos que podrían llamarse «evasores de la ley», los que encontrando tremendo regocijo en tales manifestaciones, toman también parte en ellas con verdadero entusiasmo.
Y ahora, aun cuando la mejor gente de las distintas clases se apresuró a refugiarse en sus casas, quedaba todavía una cantidad considerable que siguió a Mario cuando éste comenzó a recorrer sistemáticamente las calles, arrastrando a sus enemigos o a aquellos que pudiesen serlo fuera de sus hogares, y asesinándolos brutalmente ante los ojos de sus familiares.
Naturalmente, yo no formaba parte de este grupo. Pasé la tarde encerrado en mi casa, temblando de terror y extenuación nerviosa. No sólo podía imaginar lo que estaba ocurriendo, sino que a cada rato alguien llegaba con más noticias de los horrores que se estaban cometiendo. Esperaba fervientemente que por lo menos al anochecer todo terminaría.
Mis esperanzas no se cumplieron. Durante cinco días y sus noches, las matanzas, las violaciones y los incendios continuaron. Las pruebas de estos actos de salvajismo eran visibles en todo lugar. Todos los senadores que asesinaron (y eran por lo menos cincuenta) fueron decapitados y sus cabezas expuestas en el Foro cual sombríos trofeos de venganza. En cuanto a los demás, que eran en su mayor parte pertenecientes a la clase adinerada y extraños al Senado, sus cuerpos fueron abandonados en las calles y servían de alimento a los perros y a las aves de rapiña. Era imposible decir cuántos corrieron esa suerte, pero su número no bajaba de mil. Muy pronto la matanza fue indiscriminada. Algunos fueron muertos en la calle por no haber saludado a Mario a su paso; otros, porque Mario no se molestó en contestar a su saludo. Algunos se suicidaron de puro terror y muchos, aunque sus vidas no corrían peligro, se mataron por verguenza o desesperación al ver sus posesiones arruinadas y destruidas o sus esposas e hijos vejados.
Durante todo este tiempo, Mario estaba ebrio de vino ¾que bebía continuamente para reemplazar la falta de alimento y de sueño, ya que no comía ni dormía¾ y ebrio también de sangre y destrucción. Era imposible acercársele siquiera y aunque saludaba a Cinna y a Sertorio con aborrecible buen humor, no ponía ninguna atención en sus palabras. Menos aún escuchaba a su esposa u otros miembros de la familia. Llegó hasta a permitir que Fimbria, uno de sus brutales oficiales, matara al hermano de mi padre, Lucio César, y expusiera su cabeza en el Foro.
Finalmente, Sertorio tomó las riendas de la situación. Era el único hombre en Roma con suficiente coraje y habilidad para hacerlo. Hubo un momento en que, por puro cansancio, Mario desistió temporalmente de sus matanzas, yéndose a su casa a descansar. Actuando con su habitual rapidez, Sertorio trajo algunas de las tropas de su propio destacamento, las únicas entre las que entraron en Roma que guardaron la disciplina y el comportamiento, y con estos hombres rodeó la guardia de esclavos libertos de Mario exterminándolos a todos. Fue una operación fácil, pero nadie en ese momento se habría atrevido a llevarla a cabo.
Cuando Mario se enteró de lo sucedido, fue lo bastante astuto para no tomar represalias o tal vez estaba harto ya de sus asesinatos y excesos. Hasta simuló aprobar la medida de Sertorio y desde ese momento lo trató con una especie de curioso respeto, casi como si le temiese, y hasta parecía ansioso de su aprobación.
Esto último, sin embargo, no lo consiguió, pues en pocos días más hizo lo que Sertorio temía. Se había ganado la desaprobación de la opinión moderada del partido popular y, consecuentemente, puso en peligro, tal vez en forma irreparable, la única esperanza que tenía el partido para retener el poder. Era seguro que Sila trataría de recobrar su anterior posición y sus actos se verían ahora motivados, no sólo por ambición, sino también por venganza, pues sus casas y propiedades habían sido destruidas, sus estatuas echadas abajo, sus amigos y algunos de sus familiares asesinados, mientras que el resto de sus parientes, los más afortunados, después de toda clase de humillaciones y vicisitudes, habían conseguido huir. Él y sus legiones en el Oriente sólo podían ser resistidas por una Roma unida y una Italia unida. Mario, en menos de una semana, había conseguido que esta unidad fuera algo tan poco probable, que casi parecía imposible. En mí, esos momentos tuvieron un efecto tal, que ha sido indeleble. Más tarde habrían de desarrollarse nuevas escenas sangrientas, aún más extensas, más deliberadas y en cierto sentido más crueles. Pero nunca en mi vida he visto algo tan desordenado, tan salvaje y repugnante, como la conducta de Mario y sus libertos. De ello aprendí fuera de toda duda que no hay nada bueno, nada que demande necesariamente nuestro afecto y respeto en la naturaleza humana, que, una vez libre de sus restricciones, se convierte en horrible espectáculo; que toda dignidad y junto con ella la posibilidad de afecto, viene de las restricciones, ya sean impuestas por uno mismo o por el exterior; y que de todas las pasiones de que es capaz el corazón del hombre, la más baja es la venganza.