11 BORRASCAS CRECIENTES
El año siguiente en las Galias fue un año de represión y castigos. Las medidas que tomé resultaron eficaces por cuanto sofocaron momentáneamente el estallido de la gran rebelión que temía, pero no alcancé los objetivos principales que me había impuesto. Los galos no se aterrorizaron hasta el punto de sumisión: Ambiorix no había sido hecho prisionero ni estaba muerto. En todas las campañas que emprendí aproveché bien el factor sorpresa, y sin embargo los resultados no fueron proporcionados a los esfuerzos. Acontecimientos imprevistos e imprevisibles me trababan constantemente en las Galias y en el campo más amplio de la política romana. Comenzaba a parecer que debía luchar no sólo contra las maquinaciones de los hombres, sino contra el destino.
Cuando contemplo retrospectivamente los hechos de aquel año los ojos de mi espíritu no ven sino cuadros de crueldad, ruina y devastación. Veo el humo de las ciudades, aldeas y casas incendiadas; largas procesiones de prisioneros, y aún recuerdo la masa sanguinolenta de carne que fue Acón, el jefe de los senones. Todas las acciones de aquel año mostraron no sólo un apresuramiento frenético, sino también una especie de escualidez, salvo acaso el espectáculo de nuestro ejército al cruzar el Rin, que fue por cierto un espectáculo grande y digno. Esta vez se construyó el puente con mayor rapidez aún que en la oportunidad anterior, y un ejército también mayor lo cruzó para pasar a la Germania. Había abrigado la esperanza de entrar en combate con la gran tribu germánica de los suebos, pero los jefes retiraron sabiamente su ejército al interior del país, donde yo no podía seguirlo sin correr grandes riesgos y emplear más tiempo del que podía emplear. Así y todo, aunque obtuvimos un botín menor y menos prisioneros de los que esperábamos, esta expedición tuvo importantísimos resultados. Las tribus germanas que mantenían relaciones amistosas con nosotros durante los dos años anteriores renovaron sus ofrecimientos de ayuda, de suerte que pude disponer el reclutamiento de un considerable número de jinetes germanos, a quienes hice adiestrar de la manera que yo deseaba. Esta fuerza vino a ser absolutamente decisiva en las campañas del año siguiente.
La traidora y culpable tribu de los eburones vivía (digo bien al emplear el tiempo pasado) en los valles y montes de las Ardenas. Al norte de esa tribu, en las tierras bajas y pantanosas del oeste, habitaban los menapios, y al sur se hallaba la poderosa tribu de los tréveros, a quienes Labieno había derrotado el invierno anterior, pero que mientras tanto se habían unido con Ambiorix de los eburones y otros jefes, en una liga antirromana. Antes de cruzar el Rin habíamos aplastado en dos violentas campañas a los menapios y a los tréveros, y ahora dirigíamos nuestras abrumadoras fuerzas contra los eburones. En la primera incursión de caballería de la campaña casi logramos hacer prisionero al propio Ambiorix: pero lo cierto es que éste logró escapar con un pequeño cuerpo de guardia de no más de cuatro jinetes y se pasó huyendo el resto del año. No se hizo intento alguno de resistencia organizada contra nosotros. Es más aún, Ambiorix había ordenado a su pueblo diseminarse en todas las direcciones y que cada hombre cuidara de sí mismo. Yo estaba decidido, de serme posible, a exterminar a toda la tribu y a dejar a Ambiorix, en el caso de que sobreviviese, sin ningún súbdito y con sólo unos pocos que execraran su nombre por haberles acarreado la pérdida de todas sus posesiones y de todas sus esperanzas para el futuro. Destruimos todas las ciudades y todas las aldeas del campo; todas las cosechas y hasta casi todas las casas aisladas; nos llevamos todo el ganado y dimos caza a hombres, mujeres y niños que se habían refugiado en los valles montañosos o en la tierra pantanosa del norte. Aunque nunca se nos opuso una fuerza considerable, a veces se unían pequeños destacamentos de eburones y, luchando desesperadamente, causaban algunas bajas en nuestras partidas forrajeadoras o conseguían aislar a algunos que se habían apartado demasiado de la columna. En parte para evitar estas molestas pérdidas y en parte para advertir lo más ampliamente posible de la manera en que estábamos dispuestos a tratar a los rebeldes y traidores, invité a las tribus vecinas a que se nos unieran para saquear y aniquilar a los eburones. Hubo muchísimos voluntarios, pero al terminar el verano el propio Ambiorix seguía aún suelto, y en sus devastados territorios quedaban sólo unos pocos desdichados. Yo hubiera preferido haber terminado más limpiamente aquel asunto.
Al terminar la estación de las campañas convoqué al consejo de los galos en una ciudad de los remos. En ese consejo deseaba hacer todo lo necesario para confirmar la adhesión de nuestros amigos e intimidar a nuestros enemigos. Las noticias que me llegaban de Italia me habían decidido a pasar el invierno en la parte italiana de los Alpes, desde donde podía comunicarme rápidamente con mis amigos y agentes de Roma. Deseaba estar seguro de que durante mi ausencia mi ejército no correría peligro, y antes de partir distribuí donativos y honores entre los jefes de los eduos, los remos y las otras tribus en las que tenía más confianza. También apliqué un ejemplar y cruel castigo al jefe de los senones, Acón, que al comenzar el año había intentado levantar a su pueblo contra nosotros; pero nuestras legiones lo habían sorprendido y aplastado antes de que él hubiera logrado completar la organización de la rebelión. Ordené su muerte según la salvaje manera militar de nuestros antepasados. En presencia de nuestro ejército y de galos notables hice que lo desnudaran, que le fijaran firmemente la cabeza en la horquilla de una pieza recta de madera y que lo azotaran con varas hasta que muriera. Quedaba muy poco de él cuando terminó la flagelación, pero para completar el tradicional procedimiento se le separó la cabeza del cuerpo. Este desagradable espectáculo dio gran placer al ejército, que anhelaba alguna ejecución para coronar, por así decirlo, aquel año de venganza. También muchos galos me felicitaron por haber demostrado con tanta claridad a todo el país que, si bien yo recompensaba a mis amigos, era implacable con los traidores.
Verdaderamente yo creía que aquella demostración era necesaria, aunque me daba cuenta de que, aunque momentáneamente había aumentado nuestra seguridad, había asimismo convertido en enemigos a algunos a quienes me hubiera gustado tener de mi parte. Ahora era evidente para cualquier galo que nuestras órdenes debían ser obedecidas en todo el país. Podíamos dar a una tribu u otra el titulo de «amiga y aliada», y por cierto que puse cuidado en intervenir lo menos posible en la organización política y religiosa de cada tribu; pero de todos modos cada tribu debía atenerse a mi voluntad. Los galos podían ser amigos únicamente si se sometían. Y esto se hizo evidente sobre todo por la ejecución de Acón, y supe que algunos de los galos mejores y más orgullosos nunca me perdonarían este acto necesario. En el momento de la ejecución recuerdo el rostro de Comio, a quien yo había hecho rey de los atrebates, que me había prestado valiosísima ayuda en Britania y en otras partes y cuyo poder yo estaba dispuesto a aumentar aún más. Cuando los golpes cayeron sobre las sangrientas espaldas de uno que, como él mismo, era un jefe y un guerrero, Comio, según pude ver, experimentó un cambio radical en sus sentimientos. Luego puse particular empeño en adularlo con afabilidad y en alentar sus ambiciones personales; pero él ya no pudo dirigirse a mí con la soltura y la franqueza que le había admirado en el pasado. Antes de marcharme, di instrucciones a Labieno para que no dejara de vigilarlo.
Aquél era el final de mi sexta estación de campañas en las Galias. Sabía que durante aquellos años había realizado mucho más de lo que hubiera imaginado posible en la época en que fui por primera vez a Ginebra para combatir contra los helvecios. Había explorado Britania y penetrado en la Germania. Había agregado a nuestro imperio lo que podría convenirse en la más fuerte y grande de nuestras provincias, y tenía un ejército que por su experiencia, cualidades combativas y lealtad era el mejor del mundo. Sin embargo, sabía muy bien que nuestra posición en las Galias no estaba enteramente consolidada. Otro desastre como el del ejército de Sabino podría significar un ignominioso final para todas mis ambiciones y obras. También podía ver que en Roma la base de mi autoridad política corría el peligro de desmoronarse. Uno de mis asociados había muerto en medio de un desastre; el otro se alejaba de mí.
Creo que fue a fines de julio, mientras me hallaba aún ocupado con el exterminio de los eburones, cuando recibí las noticias de que mi viejo amigo Craso y su brillante hijo Publio habían perdido la vida y su ejército en los desiertos de Mesopotamia. Fue aquél el desastre militar mayor que sufrimos desde los tiempos de Aníbal. Espero vengarlo yo mismo, y cuando mañana o pasado mañana me ponga en marcha hacia Partia, no tendré razón alguna para suponer que no inicio otra serie de victorias y conquistas. Sin embargo, no se me escapa la reflexión de que, después de todo, esto es lo que el propio Craso debe de haber supuesto en el momento en que estaba tan cerca de la muerte. Ni yo ni Pompeyo imaginábamos entonces que fuera posible una derrota tan abrumadora. Una derrota que, desde el punto de vista militar, pudo haber sido peligrosísima para el imperio. Afortunadamente para nosotros, los partos son incapaces de mantener en pie de guerra un gran ejército por mucho tiempo, y parece que no tienen ningún jefe o gobernante con ambiciones que no sean locales o transitorias. Si hubieran poseído algún general o estadista con la voluntad de explotar aquel triunfo, habrían podido invadir sin muchas dificultades Siria, Asia y Egipto; pero ocurrió que el joven Casio, el amigo de Bruto, obró con gran eficacia con las pocas tropas que aún nos quedaban en el este. Posteriormente se envió a mi antiguo colega y enemigo Bíbulo para que se hiciera cargo del mando. Esto ya era una señal de que no cabía esperar ningún peligro serio. De otra manera, la opinión pública habría exigido que asumiéramos esa responsabilidad Pompeyo o yo, pues Bíbulo, aunque era bastante enérgico, nunca fue un hábil comandante.
En el momento en que se conocieron por primera vez las nuevas del desastre de Partia, a nadie se le ocurrió confiar a Bíbulo un ejército, ya decir verdad yo no habría sentido la menor aprensión ante la idea de que se concediera más poder a este particular enemigo mio. Todavía me sentía seguro. No obstante, cuando reflexionaba sobre las consecuencias políticas del desastre de Craso, podía ver con bastante claridad que todas ellas apuntaban en una dirección que era contraria a mis intereses. Era natural que después del espectacular fracaso de Craso, la opinión pública de Roma se volviese contra la idea genetal de grandes y arriesgadas conquistas en el extranjero, ya en el Oriente, ya en cualquier otra parte. Los que habían iniciado esta moderna política de conquista militar éramos Pompeyo, Craso y yo; tal política había encontrado la oposición de Bíbulo, Catón y los de su grupo. En consecuencia, cabía esperar, al menos por el momento, que el grupo de mis adversarios se fortaleciera y que Pompeyo y yo, los sobrevivientes del triunvirato original, fuésemos objeto de algunos ataques. Pero la verdad es que la opinión pública a menudo no se mueve según líneas racionales. Lo que se recordaba de Pompeyo no era el hecho de que recientemente hubiese aprobado una aventura con resultados desastrosos, sino los grandes triunfos personales que había obtenido en Oriente. Para el hombre medio, Pompeyo seguía siendo el guerrero invariablemente afortunado y nunca derrotado. Venia a ser un símbolo de la estabilidad romana y un elemento tranquilizador para las dudas de los romanos. Se sabía también que él y Craso, salvo en breves períodos de tiempo, habían estado siempre en malas relaciones. Todo esto bastaba ¾puesto que rara vez la razón influye en la opinión pública¾ para exculpar a Pompeyo de toda participación en lo que se manifestaba ahora como la equivocada política de Craso. Era también importante el hecho de que Pompeyo, con un ejército bajo su mando, estuviera a las puertas de Roma. En cuanto a mí, que también había aprobado la aventura oriental de Craso, no me hallaba en una posición tan afortunada. Siempre había estado más estrechamente ligado a Craso que a Pompeyo. Mi reputación era más la de un hombre que actuaba inesperada y brillantemente que la de quien, como de Pompeyo, podía esperarse que triunfara serena e inevitablemente; además había perdido una legión y cinco cohortes. Era pues natural, si no lógico, que la derrota y el desastre de Craso se atribuyeran más a algo que podría llamarse «cesarismo» que a cualquiera de sus causas reales. Comprobé también que mientras el año anterior mis más ardientes partidarios de Roma hablaban orgullosamente de mí llamándome «el único general de Roma», no vacilaban ahora en usar la misma frase, pero aceptando que sólo podía aplicársela a Pompeyo.
Aunque me daba cuenta de este cambio de sentimientos, en aquella época no me sentía seriamente perturbado por él. Al cabo de dos o tres años me proponía presentarme de nuevo como candidato al consulado y sabía que cuando lo hiciera podría contar, en la medida en que cualquier cosa es previsible, con más victorias a mi favor. Por otra parte, aunque mi posición frente al Senado pudiera ser menos fuerte de lo que era, siempre podía contar con el apoyo del pueblo romano en el momento de las elecciones. Sabia muy bien que era importantísimo para mí mantener buenas relaciones con Pompeyo y veía claramente que mis enemigos intentarían alejarlo de mi. Pero no creía que lograran hacerlo, y no era que me hiciese grandes ilusiones sobre el carácter de Pompeyo. Reconocía que en él la vanidad era acaso el más fuerte de todos los sentimientos; pero sabia asimismo que Pompeyo era leal y patriótico, como había demostrado al enviarme una de sus propias legiones el año anterior. Me imaginaba también que él recordaría las muchas conversaciones políticas que mantuvimos en el pasado, cuando había logrado convencerlo de que nuestros intereses y nuestros enemigos siempre eran los mismos. Tanto él como yo nos habíamos visto siempre trabados por el mismo estrecho grupo de políticos reaccionarios; tampoco había ninguna razón de rivalidad entre nosotros dos; el mundo era bastante grande para contenemos a ambos. Yo había insistido a menudo en estos hechos y sabía que también Julia había insistido en ellos. Abrigaba la esperanza de que Pompeyo los hubiera entendido y pasé por alto lo que me temo sea el veredicto justo de los moralistas, esto es, que una debilidad que puede parecer insignificante basta a veces para corromper y destruir un carácter que de otra manera habría sido fuerte, estable y consecuente. Lo cierto es que Pompeyo no podía soportar la idea de un igual. Fue hasta el final demasiado orgulloso para admitir abiertamente que yo estaba en esta categoría, aunque temía mucho que en realidad pudiera ser superior a él. Estos pensamientos e intuiciones secretos y subyacentes le oprimían el espíritu y le torcían el juicio. En su concepción de sí mismo no cabían la traición ni las ruindades, y habría sido traidor y ruin volverse contra mi, que desde el principio lo había apoyado, que había sido su suegro y que no alimentaba ningún plan en contra de él. Por eso era preciso convencerlo de que al seguir sus indignos motivos se estaba ajustando en realidad a dictados superiores de moral. Tenía que creer o simular creer que yo era un revolucionario, en tanto que él era partidario de la legalidad y de la constitución. Esta era una pretensión absurda. Nunca ocupé cargos oficiales antes del año en que legalmente estaba capacitado para hacerlo, en tanto que Pompeyo desde su juventud más temprana gozó del privilegio de evadir las leyes. Se le habían concedido los honores del triunfo cuando era un mozalbete y había llegado a ser cónsul sin reunir ninguna de las condiciones necesarias. Había recibido sus mandos más importantes por una votación del pueblo y en oposición a la voluntad del Senado. En verdad, yo puedo pretender con razón que mi propia carrera, comparada con la de Pompeyo, fue de un carácter peculiarmente convencional y conforme con la ley. Acaso esta pretensión no esté del todo justificada. En mis acciones siempre hubo algo de espectacular y, a diferencia de Pompeyo, siempre tengo una idea clara de la dirección en que me muevo. En cuanto a mis ideas, se me podría considerar más revolucionario que Pompeyo; pero mis ideas nunca me condujeron en la dirección de la guerra civil, y ahora, cuando pienso en los horribles campos de batalla de Farsalia, Tapso y Munda, donde murieron tantos romanos y tantos otros quedaron amargados para toda la vida, sufriendo la culpa de haber estado implicados, por involuntariamente que lo hayan hecho, en una acción desgraciada. Pero sé que en cierto sentido es verdadero afirmar que esto es lo que ellos querían ¾Pompeyo, Bíbulo, Catón, Enobarbo¾, y es aquello que yo quería evitar a cualquier precio, salvo el de mi honor.
En el invierno que transcurrió después de la derrota y muerte de Craso yo no abrigaba estas preocupaciones por el futuro. No me parecía posible que Pompeyo y yo provocáramos una guerra civil al frente del mayor número de legiones que jamás se movilizó en nuestra historia. Posiblemente uno de mis defectos sea el de tener demasiada confianza cuando se trata de mis amigos.
Aquel invierno la situación en Roma fue más caótica e inquieta de lo que nunca había sido en tiempos de paz. Yo observaba desde mi provincia del norte de Italia y con frecuencia deseaba que las leyes me permitieran cruzar los límites provinciales e intervenir personalmente en los negocios de la capital. Pero lo cierto es que fue una suerte para mí tener que permanecer en el norte, puesto que pronto me vi en la necesidad de retornar apresuradamente a las Galias para hacer frente al peligro más serio de toda la guerra. Mientras tanto, en Roma no había nadie capaz de ejercer la autoridad, salvo Pompeyo, y éste se abstenía deliberadamente de usar su autoridad. Estaba aguardando el momento en que ¾como había ocurrido frecuentemente en el pasado¾ la situación se volviese intolerable y todo el mundo solicitara su intervención con la ayuda de poderes excepcionales. Aquel año las elecciones se postergaban constantemente, en parte por ciertos casos de soborno realmente vergonzosos (en los que estaban implicados dos de mis protegidos), en parte por la intimidación sin límites de Clodio, que se presentaba para el cargo de pretor, y de Milón, quien con un fuerte respaldo senatorial se presentaba para el consulado. Tanto Clodio como Milón eran expertos jefes de pandillas armadas, y en las calles corría la sangre todos los días durante las luchas libradas entre los dos. Cualquiera de ellos, de habérsele ofrecido la oportunidad, habría dado muerte al otro a sangre fría. En aquel invierno se presentó esta oportunidad a Milón, que no dejó de aprovecharla. Clodio fue sorprendido con una escolta más pequeña que la habitual. Sus partidarios fueron vencidos por los gladiadores de Milón, y Clodio fue primero herido y luego, en circunstancias que razonablemente no justificaban un alegato de defensa propia, asesinado. Clodio tenía muchos enemigos en el Senado y parece que inmediatamente después del asesinato muchos de esos enemigos (especialmente Cicerón) se imaginaron que el violento y triunfante uso que había hecho Milón de los procedimientos del propio Clodio aportaría la paz y la estabilidad a la república. Pero muy pronto hubieron de desilusionarse. Clodio continuó siendo el favorito del pueblo de Roma. A decir verdad, en nuestros tiempos nadie, excepto yo, sabía captarse el afecto del pueblo tan duradera y firmemente. Aún hoy, cuando se me considera más un autócrata que un jefe popular, puedo imaginar que si se me asesinara como asesinaron a Clodio, mis funerales, como los suyos, serian el motivo de un tremendo estallido espontáneo de indignación popular, aunque en el caso de mi asesinato no puedo imaginar que el orden del Estado se restaure tan fácil y rápidamente como lo restauró Pompeyo después de los funerales de Clodio. El pueblo controlaba las calles y hasta la propia ceremonia. Ninguno de los enemigos de Clodio osó aparecer aquel día, y el edificio del Senado se quemó como una pira para el muerto. No fue éste un espectáculo impropio, y Cicerón fue uno de los que más se alarmó por ello.
Una vez que los disturbios cesaron, los miembros de todos los partidos comprendieron que era preciso que se restableciera el orden. Hubo fuertes presiones para que Pompeyo fuera nombrado dictador. Tenía un ejército, había sido atacado por Clodio, pero no había apoyado abiertamente a Milón. Era por naturaleza un tradicionalista y por accidente también había adquirido cierta reputación de jefe popular. Era por fin el hombre al que Roma siempre se había vuelto en tiempos de dificultades. Algunos de mis amigos, recordando que yo también tenía un ejército, me sugirieron que iniciara gestiones a favor de una proposición por la cual podríamos ser cónsules Pompeyo y yo. Creo que si Pompeyo se hubiera adherido a esta proposición, nadie podría habérsenos opuesto con éxito y se habrían seguido grandes ventajas de la reafirmación de nuestra alianza. En verdad, si me hubiera sido posible trabajar un año más en colaboración con Pompeyo, tal vez se hubiera evitado la guerra civil con todos sus infinitos daños. Pero no me encontraba en situación de apoyar la proposición que hicieron mis amigos. Aunque no presentía aún cuán grave seria la rebelión en las Galias, que precisamente acababa de estallar. Estaba lo bastante bien informado para saber que mi presencia en el ejército era absolutamente necesaria, si no queríamos correr el riesgo de perder todas nuestras conquistas. Por eso hice saber a Pompeyo que apoyaría cualquier movimiento para concederle poderes excepcionales, pero insistí en que mientras empleara esos poderes se cuidase de que Milón compareciera ante la justicia. Mi amigo Balbo, que como de costumbre estaba actuando en Roma por mí, me informó que Pompeyo haría comparecer a juicio y condenar a Milón, pero me dijo asimismo que la actitud de Pompeyo respecto de mi dejaba algo que desear. Pompeyo le había dado la impresión de que a su juicio yo debería contentarme con mi mando en las Galias y no intentar influir en la política de Roma. Por lo demás, Pompeyo rechazó otra proposición que le hice en esa época y que tenía por finalidad unirnos más estrechamente. Le sugerí que volviera a tomar una mujer de mi familia y le ofrecí a Octavia, la joven hija de mi sobrina Atia, una muchacha inteligente y bonita (así me informaron que era, pues yo no la había visto desde que era una niña). Con el objeto de afianzar aún más nuestra alianza le indiqué que estaba dispuesto a divorciarme de mi mujer, Calpurnia, y a casarme con la hija de Pompeyo y de su mujer Mucia. Podía recordar a esa hija cuando era niña, pues había sido amante de Mucia mientras Pompeyo se hallaba en Oriente. Es más, me había afligido por Mucia cuando Pompeyo se divorció de ella, pues no sabía entonces que la próxima mujer de Pompeyo sería mi propia hija, Julia. Ahora me parecía apropiado que así como Pompeyo había sido mi yerno, yo me convirtiese en el suyo. Y a los efectos de obtener una alianza tan firme me sentía capaz de contrariar ciertos sentimientos naturales míos (pues quería, como aún quiero, a Calpurnia). Pero la respuesta de Pompeyo a mis ofrecimientos fue, aunque bastante política, negativa. Su hija ya estaba comprometida con Fausto Sila, el hijo del dictador, y esto ofrecía a Pompeyo una excusa razonable para rechazar mi proposición. El propio Pompeyo nunca pudo vivir mucho tiempo sin mujer, y al elegir una esposa sus afectos casi siempre desempeñaban un papel importante. Se había aficionado a Cornelia, la viuda del joven Publio Craso, que había perecido con su escuadrón de caballería gala en Partia. Cornelia era una mujer graciosa y notablemente inteligente, una buena esposa para cualquiera. No me sorprendió cuando, alrededor de fines de año, Pompeyo se casó con ella. Pero me di cuenta de que ese matrimonio podría alejar a Pompeyo aún más de mí. El padre de Cornelia era Metelo Escipión, un hombre estúpido y por naturaleza envidioso de cuanto fuera superior a él. A fines del año siguiente, Pompeyo, que apoyado por hombres como Catón y Bíbulo había sido nombrado cónsul único con el derecho de nombrar un colega, compartió con su suegro el consulado. Escipión difícilmente habría sido elegido de cualquier otra manera, pues también él estaba implicado en los escándalos de soborno del año anterior.
No me afligió nada el hecho de que se hubieran concedido a Pompeyo los poderes excepcionales que él deseaba y no me sorprendió la energía que mostró al usarlos. Hubo en verdad algunos actos enteramente injustos; pero en general, el año del consulado de Pompeyo fue un año de buen gobierno, en el que se protegió la normal decencia de la vida civil. Milón fue debidamente sometido a juicio y Cicerón, con gran valor dadas las circunstancias, se hizo cargo de la defensa. Creo, con todo, que en el último momento, cuando Cicerón se vio rodeado por los amigos de Clodio y los soldados de Pompeyo, le fallaron los nervios, y el discurso que en realidad pronunció fue muy diferente de la versión publicada, la cual es por cierto una buena pieza literaria. Pero yo tenía poco tiempo para estudiar los acontecimientos que se produjeron aquel año en Roma, puesto que me vi enteramente ocupado en las Galias. Sin embargo, mientras me hallaba aún en el norte de Italia, hice un arreglo necesario para mi futuro político. Me aseguré el apoyo de los tribunos en una ley (que se aprobó en el año del consulado de Pompeyo) por la cual se me autorizaba a presentar mi candidatura al consulado, sin tener que comparecer personalmente en Roma. Todavía no había decidido en qué año presentaría mi candidatura, pero deseaba estar seguro de que, en el caso de que se me eligiera, pudiese pasar directamente de mi mando en las Galias al consulado de Roma. Era ésta una precaución absolutamente necesaria para mi seguridad personal, pues sabía que si volvía a Roma como ciudadano común para presentar de la manera ordinaria mi candidatura al consulado, me vería expuesto a los ataques de mis enemigos, que, a pesar de todo lo que yo había hecho, no tendrían escrúpulos en inventar algún cargo contra mí para, valiéndose de cualquier impedimento legal, suspender mi candidatura y arruinar mi carrera política. Claro está que yo podía hacer frente a tales ataques, pero sólo valiéndome de medios no muy constitucionales, y yo no deseaba esos procedimientos. Por ello me sentí aliviado cuando se aprobó esta ley, la de los Diez Tribunos. Esta ley parecía garantizar mi futuro, y pensé que si lograba sobrevivir a lo que ya eran las tremendas dificultades y peligros de aquel año en las Galias, no tendría que temer nada más.
Hacía poco tiempo que Pompeyo ocupaba el poder cuando Labieno me trajo noticias que, en lo referente a las Galias, no me dejaban la menor duda de que se estaban cumpliendo mis peores presentimientos.