2 LA PRIMERA BATALLA

Supongo que en aquel período de mi carrera militar me hallaba aún en gran medida bajo la influencia de manuales sobre estrategia y táctica. También, claro está, tenía constantemente en cuenta las batallas del pasado y los jefes a quienes había estudiado y admiraba: Alejandro, Eumenes, Aníbal, Escipión, mi tío Mario y aquel maestro de la estratagema y brillante improvisador que fue Quinto Sertorio. Además, en las cuestiones más prácticas siempre había tratado de introducir algo teórico o artístico. Deseaba que una victoria en la guerra o un éxito en la política fueran algo inevitable, completo y perfecto, como una delicada obra de pintura o un poema lírico. Ahora sé muy bien que en la guerra estas cosas son verdaderamente excepcionales. El enemigo rara vez es lo bastante amable para obrar exactamente como uno desearía y la mayor. parte de las victorias se obtienen no por un prudente rasgo ingenioso del comandante, sino sencillamente por la calidad superior de los soldados que tiene a su mando. Así y todo, ocurre a veces que, a causa de la insensatez o descuido del enemigo, se presente una oportunidad para obtener lo que podría llamarse una victoria perfecta. Yo estaba particularmente ansioso de que se me ofreciera semejante oportunidad en esa primera campaña de las Galias. Mi deseo se debía en parte a que no estaba todavía seguro de mis soldados y quería inspirarles ¾conduciéndolos a un éxito total y poco costoso¾ una confianza en mi mando que aún no tenían; y en parte, a no dudarlo, a que, como hago a menudo, encaraba la cuestión desde un punto de vista teórico y artístico. Hay algo estéticamente satisfactorio en alcanzar sin gastos mayores y con completa seguridad la meta que nos hemos propuesto.

De manera que, después de haberse marchado Divicón, no di ningún paso inmediato para entablar batalla con los helvecios. Esperaba que se presentase la oportunidad de asestarles un golpe demoledor, y diariamente me familiarizaba más con mis tropas y oficiales. Durante dos semanas enteras seguí las huellas de la larga y esparcida columna de los helvecios; aislé a los que se apartaban del grueso de las fuerzas para saquear el país, pero no hice ningún intento de presentar una batalla general. En todo ese tiempo rara vez estuvimos a más de cinco o seis millas del enemigo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la situación política de las Galias distaba mucho de ser tan sencilla como la había imaginado. Llevaba conmigo a una serie de eduos prominentes y a menudo conversaba con ellos valiéndome de intérpretes. Mientras pueda uno fiarse de los intérpretes, éste es un buen procedimiento para tratar con extranjeros. Nos permite observarlos cuidadosamente cuando su atención está ocupada con el intérprete y, si tenemos siquiera algún conocimiento de su lengua, generalmente es fácil comprobar si hablan con sinceridad o no. Con respecto a los eduos, pronto observé que mientras algunos de ellos ¾el anciano jefe Diviciaco, por ejemplo¾ trataban realmente de serme útiles, muchos, por una razón u otra, no se sentían cómodos y estaban perplejos. Al principio pensé que esta actitud podía deberse al temor. Era posible que no considerasen adecuado nuestro ejército para medirse con los helvecios; y por cierto que la caballería de los eduos ¾una fuerza de la que se enorgullecen singularmente casi todos los galos¾ me había decepcionado grandemente en la acción. Poco después de mi entrevista con Divicón yo había despachado toda la caballería de que disponíamos ¾la mayor parte de la cual era edua¾ en persecución de la columna helvecia, con la orden de estorbar su marcha y atacarla lo más posible. Los helvecios sólo tenían quinientos jinetes y sin embargo habían logrado rechazar e infligir graves bajas a mi caballería, que estaba compuesta por cuatro mil jinetes.

Nunca se me ocurrió que esta derrota de nuestra caballería pudiera ser el resultado de la traición; pero no se me ocurrió tal cosa porque todavía no me había dado cuenta de cuán intrincada era la política de las Galias y de cuán rápidamente cambiaban los galos de parecer. Lo que terminó por abrirme los ojos fue descubrir que ni siquiera la mitad de las provisiones que me habían prometido los eduos se habían hecho efectivas. Las excusas que me presentaron los nobles eduos en mi campamento me parecieron muy poco convincentes. Hasta aquel momento los había tratado con la mayor cortesía, pero entonces les hablé con cierta severidad. Les dije que por no haber cumplido ellos su promesa yo no podría distribuir raciones enteras a las tropas y los acusé de pedir primero mi ayuda y traicionarme luego. Mis palabras fueron eficaces, de suerte que al fin vine a descubrir, de boca de dos o tres jefes eduos, la sorprendente verdad de que alrededor de la mitad de los eduos alentaba la secreta esperanza de que nuestro ejército y yo mismo fuéramos batidos por los helvecios. Como es habitual en las Galias, había varias razones que explicaban esta división de opiniones en el consejo de la tribu. Existía cierto genuino sentimiento antirromano fundado en la suposición de que nos proponíamos privar a los galos de sus libertades y someterlos poco a poco a nuestro dominio. Yo aún no había concebido semejante plan, de modo que me interesó mucho esta opinión. Por lo visto, se trataba de una opinión que en especial sustentaba el rico y popular jefe eduo Dumnorix; pero, según los otros, Dumnorix estaba explotando lo que podría llamarse el patriotismo de la tribu en provecho propio. Estaba casado con una mujer helvecia y abrigaba la esperanza de obtener la ayuda de los helvecios para erigirse rey de los eduos. Esa esperanza fue la que lo llevó a emplear la influencia que tenía con los secuanos para obtener de éstos el permiso de que los helvecios pasaran sin ser molestados a través de los montes; y desde entonces no había dejado de dar a nuestros enemigos pruebas de nuestros movimientos; él, con la caballería edua que dirigía, había sido el primero en volver las espaldas en los recientes encuentros. Y por la influencia que él tenía entre los funcionarios de la tribu no se había reunido ni se nos había enviado el trigo prometido.

Entre los eduos exisúa sin embargo un fuerte partido contrario a las ambiciones de Dumnorix y perfectamente dispuesto a cooperar con nosotros. Ese partido comprendía que podía obtener ventajas aceptando el apoyo romano. Uno de sus jefes era el druida Diviciaco, hermano de Dumnorix y hombre de amplias miras, uno de los muy pocos galos que se habían hecho cargo del hecho de que la principal amenaza para su país en general y para cada tribu gala en particular procedía del este, es decir, de la Germania. Diviciaco suponía que su propia tribu, en el caso de que la respaldara Roma, lograría unir las Galias y convertir todo el país en una nación próspera y poderosa. Por un tiempo yo compartí esta opinión y sólo gradualmente vine a darme cuenta de que las Galias podrían ser unidas y pacificadas sólo si se las incorporaba a nuestro imperio. En esa fase de las operaciones, yo difícilmente consideraba a las Galias como un todo. Sólo veía que me encontraba en una posición singularmente peligrosa. Lo que más me impresionó fue el hecho de que ni siquiera hombres que me eran adictos como Diviciaco se habían atrevido hasta entonces a informarme sobre cuál era la verdadera situación.

Tenía que decidirme rápidamente entre la conciliación y el castigo. Siempre tuve tendencia a la misericordia cuando ésta puede practicarse sin peligro. Y tal tendencia mía se debe de un lado a que me disgusta la crueldad ¾fui testigo de demasiadas crueldades en mi juventud¾ y de otro, al saber que, en última instancia, por más violencia que uno pueda emplear para obtener el poder, es posible conservarlo sólo si uno se granjea la buena voluntad de aquellos a quienes se ha sometido. Por cierto que en el caso de los eduos, lo más importante, respecto a mis futuras operaciones en las Galias y respecto a la opinión pública de Roma, era que yo apareciera como amigo y aliado antes que como gobernador o dictador. Me habrían asistido razones justificadas para castigar a Dumnorix y dar un ejemplo, puesto que me había traicionado en la batalla; y habría podido emplear mi autoridad para hacerlo condenar por su propio pueblo, puesto que había desobedecido las instrucciones de su gobierno. Pero comprendí que semejante medida tomada en fase tan temprana contra una figura tan popular podría profundizar aún más la ya existente división entre los eduos. Podría asimismo desacreditar a Diviciaco, que era uno de los pocos en quienes podía confiar. Por todo ello me contenté con reprender severamente a Dumnorix e informarle que debía la vida a la intervención de su hermano. Dumnorix respondió que no seria ingrato y prometió serme leal en el futuro. Yo no dejé de observarlo constantemente; él lo entendió, y en efecto se comportó con corrección durante cierto tiempo.

Entonces comprendí, con mayor claridad que nunca, que lo que necesitaba para impresionar a mi propio ejército y a la única tribu gala que por lo menos oficialmente me era adicta, era obtener una victoria. Al día siguiente de haber conversado con Dumnorix se me presentó una oportunidad perfecta. Tal vez los helvecios habían llegado a la conclusión de que no éramos un enemigo temible. Lo cierto es que por una vez acamparon en una posición muy mal escogida. Detrás de ellos se extendía una colina de suave pendiente que bajaba hacia el grueso principal de las huestes, con sus incontables carros y hogueras. Mis patrullas me informaron que podía subirse fácilmente a lo alto de esa colina por el lado opuesto, y me di cuenta en seguida de lo que podía hacerse. Participé del hecho a Labieno, que se mostró tan entusiasta como yo, y a medianoche salió con dos legiones y la orden de ocupar lo alto de la colina, detrás de los helvecios. Yo, con el resto del ejército, los atacaría de frente al amanecer, y Labieno, cuando oyera el fragor de la lucha, se lanzaría colina abajo y atacaría al enemigo por retaguardia. Nada podía ser más sencillo y eficaz. De haber ocurrido las cosas como yo esperaba, habría representado una victoria de manual. Desgraciadamente, mis patrullas de avanzada estaban al mando de un hombre que se consideraba un experto militar. Se llamaba, según creo, Considio y solía interesarnos y entretenemos con los relatos de las campañas en que había servido a Sila y a Craso. De prestarle crédito, habría uno pensado que ni Sila ni Craso (que dicho sea al pasar era, a pesar de su desastre último, un excelente general) habrían ganado nunca una batalla sin la ayuda de Considio, quien, según recuerdo, asignaba particular importancia a que las operaciones de reconocimiento se hicieran con la mayor celeridad y cuidado. Y bien, fue Considio el que me privó de esta segura victoria. Nosotros nos habíamos puesto en posición de ataque y, según descubrimos después gracias a los prisioneros, los helvecios no tenían la menor sospecha de nuestras intenciones. Faltaba una media hora para que yo diera la señal de comenzar la acción, cuando apareció repentinamente Considio, sin aliento, excitado y con su aire de importancia. Me informó que la parte superior de la colina que dominaba el campamento enemigo estaba en manos de los propios helvecios. Él había visto con sus ojos las bárbaras cimeras de sus yelmos. No sabía qué pudiera haber ocurrido con Labieno y sus dos legiones.

En aquel momento ninguna información podía ser más alarmante. ¿No sería ¾me pregunté¾ que los helvecios habían pensado lo mismo que yo y nos habían ganado por la mano? ¿Habrían caído en una emboscada y habrían sido aniquilados Labieno y sus fuerzas? No me quedaba sino esperar y enviar otras patrullas por el camino que había tomado Labieno y en dirección al campamento principal de los helvecios. Pasó la mayor parte del día antes de que volvieran mis patrullas con las nuevas de que los helvecios reemprendían la marcha y de que Labieno estaba desde el alba ocupando lo alto de la colina. Lo que Considio se había imaginado que eran cimeras bárbaras no habían sido sino troncos de árboles o bien los estandartes de nuestras propias legiones. Como era natural, Labieno estaba perplejo por mi inacción; pero era demasiado buen soldado para no obedecer las instrucciones con precisión, de manera que, después de observar cómo los helvecios se movían tranquilamente y escapaban al peligro, había enviado de vuelta a sus hombres y se hallaba en camino para unirse conmigo. En aquel momento me enfurecí con Considio; pero su ineptitud me enseñó una útil lección: desconfiar de todos los «viejos soldados» con grado superior al de centurión.

Las consecuencias de haber dejado escapar esta oportunidad fueron serias. Nos hallábamos a un día de marcha de la importante ciudad edua de Bibracte, y decidí llegarme hasta ella, en parte para aprovisionarme, en parte para impresionar al pueblo eduo con la vista de seis legiones romanas que, como diría yo, habían respondido a la llamada de ayuda de los eduos. Determiné dejar tranquilos a los helvecios durante un día o dos y luego, una vez que hubiera arreglado a satisfacción los asuntos pendientes con los eduos, volver a perseguirlos. Los helvecios se movían tan lentamente que sería fácil alcanzarlos. Pero apenas tomamos la dirección de Bibracte, los helvecios recibieron información de lo que estábamos haciendo. Esto no me sorprendió. Tenía la desagradable impresión de que muchos elementos de nuestra caballería gala eran aún indignos de confianza y mantenían contacto con el enemigo. Pero me admiró en cambio saber que los helvecios, como resultado de esas informaciones, habían llegado evidentemente a la conclusión de que les teníamos miedo y habían resuelto entablar batalla con nosotros. También ellos modificaron la dirección de su línea de marcha y nos seguían así como nosotros los habíamos estado siguiendo. Elementos de avanzada de sus columnas entraron pronto en acción con nuestra retaguardia.

Comprendí que ahora, me gustara o no, me veía obligado a librar una batalla que bien pudiera decidir todo mi futuro. Debía librarla en un terreno que no había elegido y contra un enemigo resistente y experimentado que nos sobrepasaba, con mucho, en número. Aun cuando se me hubiera ocurrido trazar algún plan táctico brillante o desconcertante para el enemigo, no habría tenido tiempo para ponerlo en práctica. Debería librar esta batalla de manera completamente convencional y confiar sencillamente en la disciplina, adiestramiento y valor de mis tropas para obtener la victoria.

Primero, destaqué nuestra caballería para que rechazara a los pocos helvecios que hostigaban nuestra retaguardia. No me hubiera sorprendido en modo alguno que la caballería desertara; pero lo cierto es que llevó a cabo lo que se le mandó hacer. Probablemente los jefes de la caballería esperaban a ver cómo se perfilaba la batalla. Mientras la caballería entraba en acción, dispuse el ejército exactamente de conformidad con las prescripciones de los manuales militares (que en verdad están llenos de consejos útiles). Tenía a mi disposición cuatro legiones de veteranos. Las coloqué sobre terreno alto, en tres líneas. Detrás de éstas, en lo alto de la colina, coloqué las dos legiones que acababa de reclutar en Italia. Inmediatamente puse a los veteranos de la tercera línea a trabajar en empalizadas que debían proteger la impedimenta y que podían ser defendidas por las dos legiones de reclutas. En aquella ocasión tuve el alarde, un tanto histriónico, de enviar mi caballo, y luego los de todos los oficiales, a retaguardia. Deseaba mostrar a mis hombres que todos estábamos unidos en aquella acción y que la victoria era lo único que podía conservar nuestras vidas. Alardes como éste fueron, desde luego, del todo innecesarios más adelante. Creo que, después de las campañas del primer año en las Galias, ningún soldado mío podía pensar que su comandante en jefe lo abandonaría. Después de haberme separado de mi caballo, me puse el manto escarlata que siempre uso en las acciones de guerra y antes de que comenzara la batalla recorrí a pie las líneas, llamando por su nombre a los centuriones en quienes confiaba más y deteniéndome de cuando en cuando para decir unas pocas palabras de aliento a los soldados. Decía las cosas usuales (que también pueden encontrarse en un manual); pero me parece que al decirlas podía comunicar algo de mi entusiasmo y de mi determinación de obtener la victoria. En tales momentos, me siento exaltado y no sería muy exacto considerar esta exaltación como una forma de egoísmo. En cierto sentido no sería desacertado afirmar que veo la larga línea de las legiones como una extensión de mi propia personalidad. Las legiones ocupan más espacio del que soy capaz de ocupar y representan mayor poder físico del que yo puedo concentrar en mi cuerpo. Su actividad y hasta algunos de sus pensamientos y aspiraciones son funciones de mi voluntad, de mi ambición, de mi cuidadoso adiestramiento y de mi determinación de llegar a una meta. En este sentido, puedo sentir que mi ejército es un instrumento en mis manos; pero en los momentos en que está a punto de entablarse una batalla, siento mucho más que eso. Me siento el amigo y el camarada de cada soldado que está a punto de enfrentarse con la muerte o de caer herido, y estoy convencido de que tengo el poder de impartir a cada uno de ellos algo de mi propia vehemencia y seguridad. En esos momentos, también los soldados me hablan con soltura, con facilidad, pues saben que nuestro lenguaje es el mismo.

Ya conocía bastante bien todas estas sensaciones, aunque sólo una vez había mandado antes un ejército considerable, y ello fue contra la oposición, comparativamente desorganizada, de tribus españolas. En las Galias mandaba una fuerza mucho mayor; me encontraba frente a un enemigo disciplinado y poderoso, que ya en el pasado había derrotado ejércitos nuestros; y todo mi futuro dependía del resultado de esa batalla. Por eso recuerdo con frecuencia aquel encuentro.

Mientras las legiones se formaban en línea de combate y comenzaban a poner defensas en una posición situada en lo alto de la colina, los helvecios dispusieron sus carros en un gran círculo, también en una posición defensiva. El grueso de las fuerzas helvecias se había formado rápidamente en una densa falange, en la que los hombres se apiñaban codo contra codo, sosteniendo sus grandes escudos. Ahora era posible ver realmente aquellas bárbaras cimeras y yelmos que Considio había creído ver. Parecían agregar estatura a los hombres, ya bastante altos y que, como frecuentemente me decían mis intérpretes galos, nos despreciaban a los romanos por nuestro físico pequeño e insignificante. Mirando hacia abajo desde la colina pude comprobar hasta que punto era ineficaz nuestra caballería contra aquella masa de hombres. Ya me lo había esperado. En esa batalla la caballería no me sería de ninguna utilidad, salvo en el caso de una persecución general.

Después de hacer a un lado nuestra caballería, la falange helvecia comenzó a avanzar contra nuestra línea de frente. Me satisfizo comprobar que eran lo bastante confiados para avanzar colina arriba, puesto que esto representaba para ellos una desventaja. Una descarga de jabalinas disparada desde un punto siquiera ligeramente más alto es dos veces más eficaz que cuando se la dispara al mismo nivel del blanco. Me daba cuenta de que mis tropas de veteranos lo sabían perfectamente y cumplirían bien con su deber. Y en verdad se comportaron con calma ejemplar. Esperaron hasta último momento para lanzar sus venablos, y el efecto de esta primera descarga fue desorganizar toda la línea helvecia. Verdaderamente, los helvecios habían cometido un grave error al atacar en un orden tan cerrado. En algunos lugares, varios escudos entrelazados quedaron perforados por una misma jabalina, de manera que sus portadores quedaron impedidos en sus movimientos y ni siquiera podían usar eficazmente el brazo derecho. A todo esto, nuestros hombres habían blandido las espadas y entablaban una lucha cuerpo a cuerpo, mientras vociferaban, lanzaban toda clase de exclamaciones, maldecían, gruñían y hasta reían a carcajadas (pues en el momento de la acción los hombres se expresan de muy diferentes maneras). En comparación con la densa masa del enemigo, nuestra línea parecía ridículamente delgada; pero si uno miraba más atentamente comprendía que nuestro orden de batalla más suelto permitía a cada uno de los hombres aplicar dos golpes cuando el enemigo podía aplicar uno. No obstante, y a pesar del efecto inicial producido por nuestra descarga de jabalinas, el enemigo, cuya línea frontal era todavía empujada hacia adelante por los que venían detrás, permaneció firme o flaqueó sólo un poco indeterminadamente, ya a un lado, ya a otro. Yo tenía la impresión de que nuestra delgada línea estaba talando los árboles de una selva casi impenetrable. Estaba fuera de mí, en suspenso y ansioso por precipitarme hacia adelante y mostrarme luchando en primera línea. Pero sabía que no era aquél el momento para tales demostraciones. Nuestros hombres se comportaban bien. Faltaba sólo saber si se comportarían lo suficientemente bien. Luego comencé a ver depresiones cada vez más profundas en la línea helvecia. Retrocedían. Primero lo hicieron muy lentamente, y después cada vez con mayor rapidez, aunque ni un solo helvecio volvió la espalda para darse a la fuga. Nuestra segunda y tercera línea ya habían entrado en la lucha, y los helvecios, ante la creciente presión, retrocedieron a terreno llano hasta el pie de la colina. Los empujamos un trecho por la llanura y comenzamos a hacerlos subir otra colina que se extendía al otro lado del campo de batalla. Ahora retrocedían más rápidamente. El campo estaba cubierto de muertos y heridos. Nuestros hombres se vitoreaban unos a otros, con la certeza de que en cualquier momento la lucha cesaría y la retirada de los helvecios se convertiría en una derrota total.

De pronto, vi nuevas tropas a nuestra derecha, e inmediatamente comprendí que en aquella primera batalla que libraba en las Galias había sido enteramente superado por el viejo Dívícón o quienquiera que actuara como comandante en jefe del enemigo. Había caído precisamente en la misma trampa (salvo que ésta estaba cerrada sólo a medias) con la que Aníbal aniquiló al ejército romano en Cannas. Mis fuerzas principales se habían adelantado demasiado, de manera que ahora presentaban un flanco expuesto a un ataque demoledor. Si hubiera tenido reservas podría haberlas usado entonces, pero vacilé en exponer a las dos legiones de reclutas en aquel momento crítico. Si se entregaban al pánico, la situación se tornaría desesperada. Por eso envié órdenes a la tercera línea de veteranos, empeñada ahora en perseguir el grueso de las fuerzas helvéticas. Les mandé que regresaran e hicieran frente al nuevo ejército que atacaba nuestro flanco derecho y que de alguna manera había logrado esconderse entre los carros enemigos. Se trataba, según descubrí después, de una fuerza compuesta de dos tribus, los boios y los tulingos, aliadas de los helvecios, que eran unos quince mil guerreros.

Al aparecer los boios y los rulingos, los helvecios, que se estaban retirando colina arriba, comenzaron primero a resistir y luego a empujar a nuestros hombres hacia terreno llano. Fueron momentos de gran angustia. Si nuestra línea cedía, todo el ejército correría peligro de quedar aniquilado. Pero nuestros hombres, una vez en la llanura, volvieron a formarse y a entablar combate. Detrás de ellos y a su derecha podían oír el estrépito de otra batalla, la que libraba nuestra tercera línea con los boios y los tulingos. Aquí también una derrota local habría significado un completo desastre, y también aquí en los primeros momentos críticos del ataque nuestros hombres se mantuvieron firmes y lucharon magníficamente. Al cabo de unos pocos minutos comprendí que había pasado el peligro de una derrota total. Era ahora una batalla de soldados, y los mejores soldados ganarían poco a poco, y no necesariamente una victoria decisiva. Y así ocurrió. Después de casi tres horas de lucha, el cuerpo principal de las fuerzas helvecias, que había sufrido muy graves pérdidas, volvió a retirarse colina arriba, y al mismo tiempo los boios y los rulingos retrocedieron hacia sus carros. Nada permitía llamar a aquella retirada una huida, y nuestras primeras dos líneas, que habían sufrido muchas bajas, dejaron que el enemigo abandonara el combate. Evidentemente, no estaban en condiciones de intentar una persecución.

A todo esto caía la tarde, y reuní a las tropas para realizar un esfuerzo final antes de que oscureciera. Con la totalidad de nuestra tercera línea y otras cohortes que formé con elementos de las otras dos líneas lanzamos un ataque contra el círculo que formaban los carros del enemigo y que contenían gran parte de sus propiedades y de sus mujeres y niños. Aquí la lucha fue feroz, y el estrépito, indescriptible. Nuestros hombres estaban casi enloquecidos por la sangre que ya habían derramado; los gritos de las mujeres helvecias que permanecían en los carros con los pechos expuestos y los brazos extendidos o que se unían a los hombres en la lucha, obraron sobre nosotros como si fueran nuestro propio grito de guerra. Cuando por fin irrumpimos a través del circulo, tomamos muy pocos prisioneros.

Era en verdad una victoria, y pronto recibí las felicitaciones de los miembros de mi estado mayor; pero yo mismo sabía perfectamente que habíamos obtenido ese triunfo no por mi habilidad o ciencia, sino enteramente por la disciplina y cualidades combativas de las tropas. Si se hubiera tratado tan sólo de una cuestión de dirección militar, yo merecía que se me hubiera derrotado. Además, aunque habíamos causado numerosas bajas en el enemigo, nosotros no habíamos salido indemnes. Aún quedaban unos ciento treinta mil helvecios. Se batieron en retirada durante la noche, y a mí me hubiera gustado hallarme en condiciones de perseguirlos; pero lo cierto es que tuve que pasar tres días en el campo de batalla para dar sepultura a nuestros muertos y asistir a nuestros heridos. Durante esos días empleé mucho tiempo en cuidar que cada soldado o centurión que se hubiera distinguido en la lucha fuera convenientemente recompensado.

Era una victoria. No cabía ninguna duda. Y los resultados que siguieron inmediatamente después fueron de máxima importancia. Pero no podía permitirme muchas más victorias de esta clase.