CAPITULO 19
Ramiel se despertó de golpe con todos los sentidos de su cuerpo en estado de alerta.
Muhamed estaba de pie a la entrada de su habitación. Su rostro estaba envuelto en sombras.
—¿Qué sucede? —preguntó tenso.
—La mujer está aquí.
El aire subió como una ráfaga a los pulmones de Ramiel.
Elizabeth... aquí. No vendría a plena luz del día a no ser que planeara quedarse. Especialmente después de pedirle el divorcio a Edward Petre.
Cerró los ojos, saboreando la sensación de su presencia en su casa, la anticipación que crecía, el calor que se acumulaba... Ramiel echó atrás la colcha.
—Ibn...
El destello en sus ojos provocó que las palabras de reproche del hombre de Cornualles se detuvieran. Se ciño una bata de seda turquesa alrededor de la cintura.
—¿Está en la biblioteca?
—Sí.
Ramiel descendió las escaleras de dos en dos, descalzo, desnudo bajo la bata. Tal vez ella se sorprendiera pero era un espectáculo al que pronto se acostumbraría.
En silencio, abrió la puerta de la biblioteca, cerrándola a su espalda. Se apoyó contra la madera de caoba y la observó.
Elizabeth estaba de pie mirando hacia fuera a través de las enormes ventanas acristaladas. Tuvo una sensación curiosa de deja vu. Era la misma posición en la que se había encontrado la primera vez que había irrumpido en su casa, vestida de pies a cabeza de lana negra, rodeada a ambos lados por idénticas columnas de cortinas de seda amarilla y un halo de neblina gris. Ahora su cabello centelleaba como fuego rojo a la luz del sol y un vestido de terciopelo gris se ajustaba a una espalda orgullosa y una cintura curvilínea antes de proyectarse hacia fuera en un polisón extrañamente plano.
Una sensación eléctrica estalló en el aire como motas de polvo a la luz del sol. Elizabeth se dio la vuelta, situándose enfrente de él.
Ramiel fijó la mirada en la rítmica subida y bajada de sus pechos bajo el corpiño de terciopelo gris. La sangre se agolpó en su entrepierna al recordar su sabor y su suavidad. La noche anterior había sentido latir su corazón y había escuchado una acelerada ráfaga de aire dentro de sus pulmones mientras la chupaba y la hacía alcanzar el placer de mujer.
Cerró los ojos, abrumado momentáneamente por una vulnerabilidad que no había sentido desde los trece años. ¿Lo hallaría digno? ¿O sentiría repugnancia por su tamaño, su grosor, la cruda realidad de hombre?
—Mi esposo ha intentado matarme.
Los párpados de Ramiel se abrieron de golpe. Detrás de ella un gorrión agitó las alas contra la ventana, buscando una entrada imposible.
—¿Cómo has dicho?
—O mi padre. —La voz de Elizabeth sonaba tensa, como alambre estirado—. Pudo haberlo arreglado. Hace dos días le comenté a mi madre que quería el divorcio y le pregunté si pediría a mi padre que intercediera por mí. Ayer, cuando llegué de visitar a la condesa, y a ti, me dijo que prefería verme muerta antes de que arruinara su carrera política y la de Edward.
Ramiel se apartó de la puerta, contemplándola. Estiró la mano para agarrar sus hombros, haciéndola girar para que ambos fueran perfilados por los cálidos rayos del sol.
El rostro de Elizabeth estaba pálido como la cera; sus hombros temblaban bajo sus dedos. Olía a gas... su vestido, su cabello, su piel.
Muchos londinenses morían asfixiados por el gas. No habría habido preguntas si hubiera muerto, sólo condolencias para sus afligidos esposo y padre.
Y ella podía haberlo evitado con una sola palabra.
Como también podía haberlo hecho él.
El temor, la furia y la culpa aumentaron en lugar de reemplazar el calor que recorría por su cuerpo.
—¿Por qué no me hablaste de esto anoche?
Elizabeth lo miró con las pupilas dilatadas y los ojos oscurecidos en lugar de su color avellana.
—Edward me estaba esperando en mi aposento. Tenía los apuntes que tomé mientras leía El jardín perfumado. Dijo que conocía nuestros encuentros. Pensé que me iba a enviar a un manicomio. Por ninfomanía, dijo él. Le ordenó a mi criada que me trajera una taza de leche caliente a la que le había añadido láudano pero la tiré por la ventana. Supe entonces que tenía que dejarle. Me cambié de ropa y me senté en el sofá a esperar a que apagara la luz... tenemos una puerta que conecta nuestras habitaciones... pero luego me dormí y oí que alguien susurraba mi nombre. Estaba soñando contigo y no quería despertarme, giré la cabeza y después escuché un ruido como si alguien estuviera soplando una vela. Cuando volví a despertar, me estaban sacudiendo y todo olía a gas. No pensé que mi padre hablara en serio cuando dijo que prefería verme muerta.
Los labios de Elizabeth temblaban; las lágrimas brillaban en sus ojos, que habían recuperado el color avellana en lugar del negro horrorizado.
Ramiel se había imaginado la existencia de un peligro potencial cuando Elizabeth le había dicho algunas horas antes que había pedido el divorcio. Pero no esperaba que actuaran tan rápidamente. En especial después de dejar claro que conocía la vida secreta de Petre y no dudaría en hacerla pública.
—Apesto a... gas. La condesa dijo que tienes un baño turco. ¿Puedo bañarme, por favor? Luego me gustaría besarte y tomarte entre mis manos, agitar y apretar tu miembro viril hasta que se ponga erecto. Quiero besarlo y chuparlo como hiciste con mis pechos.
Ramiel aspiró el aire. La tercera lección. Recordaba palabra por palabra cómo le gustaba que lo poseyeran.
Sus dedos se apretaron alrededor de sus hombros antes de soltarla y dar un paso atrás, su corazón galopaba como si hubiera hecho correr a un semental a través de las arenas del desierto hacia el amanecer.
—No tienes que hacer eso, Elizabeth. Si todo lo que quieres es un baño, ahí terminará todo. Has venido a verme porque necesitas ayuda. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. No exijo que sacrifiques tu virtud como pago.
—No estoy sacrificando mi virtud. Estoy intentando entender lo que está sucediendo. Anoche en tu carruaje experimenté algo... realmente maravilloso. He empujado a un hombre al asesinato. Necesito darte placer. Necesito saber que también puedo hacer sentir algo maravilloso a alguien.
—Necesito darte placer resonó en los grandes ventanales. Ramiel lo expulsó en silencio de sus pensamientos. Pero no lo suficiente corno para venir a mí con libertad, sin una amenaza de muerte.
Cerró los ojos ante la brutal desesperación de ella, luchando contra la amargura que se cernía sobre sí mismo. El sol quemaba el lado derecho de su cara pero su lado izquierdo estaba frío como el hielo.
Elizabeth le prometía más de lo que cualquier otra mujer le había ofrecido jamás. Los últimos nueve años le habían enseñado que podía esperar.
Abrió los ojos, bajo la cabeza y dirigió la mirada a sus labios.
—¿Sabes lo que me estás pidiendo, Elizabeth?
Los labios de Elizabeth se apretaron, como lo hicieron la primera mañana que él se lo había preguntado.
—Sí.
Y se volvió a mentir a sí misma.
Ramiel le extendió la mano.
—Entonces, ven.
Elizabeth cogió su mano de dedos fríos e inciertos.
Caminó descalzo por el pasillo revestido de caoba con incrustaciones de nácar, insensible a la áspera lana de la fría alfombra oriental bajo sus pies desnudos, consciente únicamente de la mano de ella, del calor de su piel, del ondear de sus faldas, y de la sangre palpitando en su miembro.
A cada paso, aumentaba su rabia. Contra Edward Petre. Por herir a Elizabeth. Contra Andrew Walters. Por amenazar la vida de su propia hija. Contra él mismo. Por querer que ella despreciara a la sociedad a la que pertenecía y viniera a él sin más motivo que su propio deseo.
Llegó a una puerta que abrió de inmediato. Soltando la mano, buscó el interruptor. Una luz demasiado fuerte inundó el hueco de la escalera.
—Tiene electricidad. —La voz de ella resonó huecamente.
—Una reciente adquisición. Uno de estos días pienso reemplazar todos los artefactos de gas. La electricidad es menos peligrosa.
—Sí.
Ramiel hizo una mueca de dolor. Elizabeth no habría sido casi asfixiada con gas si Petre hubiera invertido en electricidad. Daría órdenes para que instalaran los cables en el resto de su casa ese mismo mes.
Hizo un gesto para que descendiera por la escalera de caracol. Una vez abajo, no lo esperó para abrir la puerta. Giró el picaporte ella misma y entró en el foso subterráneo que constituía la sala de baño.
Ramiel la siguió, guiado por el calor de su cuerpo y las baldosas heladas bajo sus pies desnudos. Tanteó la pared para encontrar...
Una luz deslumbrante iluminó la estancia. Ramiel había puesto la instalación eléctrica para mayor comodidad y privacidad y no tener que depender de los criados para encender las lámparas de gas cuando quería nadar. Dio un paso hasta colocarse detrás de ella e intentó ver la sala como la podría estar viendo ella... la gran piscina coronada por una tenue nube de vapor, el suelo, una obra de arte de mosaicos con animales entrelazados, la negra chimenea de mármol vacía en el lejano rincón derecho, una pequeña bañera de porcelana pintada delicadamente en tonos amarillos, azules y rojos en la pared exterior.
Ahora le pertenecía a ella. Todo lo que él poseía era suyo.
No dejaría que volviera a marcharse.
—Hace más frío aquí que en la casa de tu madre.
Ramiel la condujo hacia la bañera de porcelana.
Mi madre es perezosa. Prefiere relajarse en la piscina, mientras que yo prefiero nadar. Mantengo el agua caliente pero no tanto como en un baño común. Yo me baño aquí—se inclinó para poner el tapón a la bañera de porcelana antes de girar los dos grifos de oro; agua caliente y fría salió a borbotones del chorro con forma de delfín— y luego nado.
Irguiéndose, desató el cinturón de seda que mantenía cerrada su bata.
Elizabeth fijó la mirada en el chorro de agua que caía en la bañera. Sus mejillas tenían un pálido rubor rosado.
Ramiel se despojó de la bata, dejando que se deslizara por su cuerpo hasta caer al suelo en una cascada.
El rubor sobre las mejillas de Elizabeth se oscureció.
—Jamás he hecho esto.
El vapor los envolvió.
—Nadaste en casa de la condesa.
—Si, pero me desnudé detrás de un biombo.
—No tengo biombo.
—¿Puedes darte la vuelta, por favor?
—No —dijo descaradamente.
No permitiría que se escondiera pudorosamente detrás de un biombo o de la falsa modestia. Era tanto su deseo de lo que ella le ofrecía que no aceptaría nada que no fuera la más pura sinceridad.
Elizabeth enderezó la columna y examinó la variedad de cepillos y jabones sobre el estante de mosaico sobre la bañera.
—He tenido dos hijos,
—Eso has dicho.
—Mi cuerpo no es... lo que era.
—Elizabeth, quiero a la mujer que eres ahora, no a la niña que una vez, fuiste. Si quieres complacerme entonces desnúdate para mí.
—Si no te gusta lo que ves, debes decírmelo. —Él hizo un esfuerzo para oírla por encima de la cascada rugiente. No te forzaría a hacer algo que no deseas.
Como lo había hecho con su esposo. Quizás algún día le contaría lo que Edward había hecho y dicho cuando había intentado seducirlo.
De manera torpe, Elizabeth se quitó el corpiño. Llevaba la misma camisola que la noche anterior, el escote cuadrado se abría sobre la curva de sus pechos.
La respiración de Ramiel se aceleró.
Desviando el rostro del lugar en el que el cuerpo de Ramiel mostraba perfectamente cómo era un hombre totalmente erecto, Elizabeth miró a su alrededor buscando un lugar para colgar el corpiño de terciopelo. Ramiel lo cogió con calma de su mano. Lo arrojó hacia la chimenea y esperó, el estruendo del agua que llenaba la bañera resultaba atronador en medio del silencio.
Con la cabeza inclinada, desabrochó la cintura de su falda y dejó que cayera alrededor de sus pies. Desatando el polisón chato, también lo dejó caer con un golpe sordo ahogado por el terciopelo que cubría los azulejos.
El cuerpo de Ramiel se contrajo, anticipando, temiendo. Ella había estado a punto de ser asesinada; sin duda debía de estar aún conmocionada. Tenía que evitar que diera aquel paso hasta que no se recuperara, porque una vez que se entregara a él no habría vuelta atrás. Ella había dicho la noche anterior que se arrepentiría de bailar con él. Pero no se detendría ante un rápido vals alrededor de la piscina. No se detendría hasta que hubiesen explorado por completo las cuarenta posturas del amor, más todas las variantes que Ramiel había aprendido en los últimos veinticinco años.
Una por una Elizabeth desató las dos enaguas y el seguía sin detenerla. El blanco algodón cayó formando un bulto a sus pies.
Sin pensarlo, se estiró e hizo un fardo con la camisola informe en sus manos. Sus nudillos descansaron sobre las costillas de ella; su piel estaba tensa bajo el tenue algodón.
—Levanta los brazos.
Ramiel deslizó la prenda por su cabeza y quedó paralizado con los brazos de ella todavía en el aire, atrapados por la camisola.
Magníficos, había dicho Josefa. Ramiel nunca había visto nada tan hermoso en su vida.
Sus pechos eran de un blanco cremoso, con pezones como capullos plegados de rosa, hinchados y sensibles por sus besos de la noche anterior. Tenía una cintura delgada que se ampliaba en caderas generosas, cubiertas sólo por los ajustados calzones de algodón.
El calor sexual enrojeció su cara; descendió hasta sus pies...
—¡Ela!na —Dio un tirón brusco a la camisola, tirándola sin saber hacia dónde. Inclinándose, giró los grifos de oro hasta cerrarlos.
La bañera se había desbordado. Elizabeth estaba de píe como si no supiera qué hacer con sus manos mientras su ropa se empapaba de agua caliente.
Ramiel sí sabía que podía hacer con sus manos. Podía bombearlo, acariciarlo, chuparlo... Todo aquello que dijo que quería hacer pero que había planeado hacer a su esposo.
Ramiel se enderezó.
—Date la vuelta y mírame.
Lenta, muy lentamente, ella se giró.
Tenso, con el cuerpo duro como la hoja de piedra que alguna vez había intentado retirar de una estatua, Ramiel esperó su aprobación.
Pudo oír su profundo suspiro, pudo ver la dilatación de sus ojos.
—Tienes... vello púbico.
La observación le cogió momentáneamente por sorpresa... hasta que recordó que se había bañado con su madre. En apariencia, la condesa era más árabe de lo que hacía pensar a los demás.
—Mi mitad inglesa. No me inspira la fe musulmana. Cuando un hombre se quita el vello de ciertas partes del cuerpo es un asunto arriesgado.
La mirada de Elizabeth era arrobada.
—Eres... más largo que el falo artificial,
—Sí.
—Y más grueso.
—Sí —apretó tos dientes, estirándose y ensanchándose casi hasta lo imposible.
—Tiene una cabeza rojo-púrpura, como una ciruela, sólo que más grande. ¿Estás seguro de que podré tomarte todo entero?
El cuerpo de Ramíel se flexionó involuntariamente. Respiró temblando.
—Hay un lugar especial dentro de tu cuerpo, detrás de la boca de tu útero. Permite que un hombre encaje más profundamente dentro de una mujer. De otra manera podría ser incapaz de entrar hasta el final. —La obligó a levantar la cabeza, atrapándola con su mirada—. Te puedo mostrar ese lugar.
En los ojos de Elizabeth no había ni repulsión ni temor, sólo la curiosidad de una mujer y el deseo de experimentar la proximidad de la unión sexual.
—¿Cómo?
—Quítate el resto de la ropa.
Las manos de Elizabeth temblaron mientras intentaba desabrochar los dos botones de la cintura de sus calzones de algodón. Ramiel se preguntó si sería consciente del compromiso que alcanzaría al entregarse a él. Y luego ya no se preguntó nada más, porque ella estaba de pie desnuda, salvo por las medias de color carne y los zapatos, que habían quedado ocultos bajo un montón de ropa húmeda.
Su vello era color caoba, como su cabello. Sus muslos eran voluptuosos. Las rodillas con hoyuelos acababan en delgados tobillos.
Se imaginó a sí mismo en medio de aquellos suaves muslos blancos e imaginó sus delgados tobillos cruzados alrededor de su cintura, tomándolo por completo, cada centímetro de él.
—Pon tu pie derecho sobre el borde de la bañera le ordenó ronco.
La modestia luchaba con la excitación en el interior de Elizabeth.
—¿No debo... quitarme los zapatos y las medias?
Más tarde, pensó él. Pero pensándolo mejor, tal vez no. Las medias ajustadas a los muslos eran la fantasía sexual de todo hombre.
—Ahora no. Quiero mostrarte ese lugar especial dentro de tu cuerpo.
Los pechos le temblaron con la fuerza de su respiración.
—¿Acaso no hay una posición más digna que pueda asumir para que me muestres ese lugar?
Su pregunta era tan típica de ella que contuvo una sonrisa.
—Elizabeth...
—Ramiel... siento vergüenza—inclinó la barbilla, desafiándole a burlarse de ella—. Jamás he estado desnuda... así.
—Has dicho que querías darme placer—la retó bruscamente—. Que querías hacer sentir algo maravilloso a alguien.
El mentón de Elizabeth se alzó todavía más.
—Lo he dicho y lo deseo.
—Entonces, déjame ser ese alguien. Pídeme que te toque, taliba. Levanta la pierna y abre tu cuerpo para que pueda entrar bien adentro y pídeme que te toque.
El pulso de Elizabeth se aceleró en su garganta; un río de vapor se deslizó entre sus pechos. Se mantuvo alerta durante un instante que pareció eterno antes de sacar torpemente su pie derecho del revoltijo de sus calzones, enaguas empapadas y falda de terciopelo. Alzó la pierna y apoyó uno de sus zapatos de tacón cuadrado sobre el borde de la bañera desbordada de agua.
El cuerpo de Ramiel se contrajo al ver el zapato de charol, se detuvo sobre el lazo de seda negro que se abrochaba encima de su estrecho pie, recorrió lentamente el largo de su media color carne hasta el centro de sus muslos y los delicados labios internos que asomaban entre sus bucles color caoba, rosados como sus pezones. Una gota de humedad perlada brilló en el interior de sus muslos.
Una aguda necesidad acribilló su entrepierna. Aquella perla de humedad no era producto de la emoción.
—Por favor, tócame, Ramiel. —Su voz temblaba. Con nerviosismo. Anhelante ante aquel juego desconocido entre un hombre y una mujer—. Entra en mi cuerpo y muéstrame cómo puedes ser mío por completo.
Con el corazón golpeando contra sus costillas, Ramiel se acercó más todavía, hasta que sintió el calor de su cuerpo al descubierto. Curvando su mano izquierda alrededor de la cadera derecha de ella para asentarla, rozó ligeramente su mata color caoba con su mano derecha, tocó la redondez de sus labios y la elasticidad de su secreción femenina.
Elizabeth agarró sus hombros, forjando un vínculo primordial, un hombre tocando a una mujer, una mujer tocando a un hombre.
Había pasión en los ojos de ella y estaba él, dos cabezas rubias en miniatura, dos pares de ojos turquesas bastardos. Ramiel peinó el fleco húmedo de su vello púbico, con ligereza movió un dedo de adelante hacia atrás hasta que sus labios se abrieron y se enroscaron alrededor de él como una flor de invernadero.
—¿Te tocó así él? —preguntó en una voz baja, ahogada, odiándose por hacerlo pero incapaz de evitarlo. Si Petre o su padre no hubieran intentado matarla todavía estaría con su esposo.
El deseo le nubló los ojos a Elizabeth. Hizo una cuña con sus manos entre los cuerpos de ambos... iba a apartarlo.
Ramiel tocó su entrada caliente, húmeda, con la punta de su dedo describiendo círculos alrededor del lugar que ella había ofrecido a Petre después de que Ramiel la había excitado.
—¿Te tocó aquí él?
Elizabeth se quedó quieta, sintiendo la peligrosidad de su ánimo.
—Edward no me ha tocado... jamás. Vino a mi cama, me penetró con fuerza, después terminó y se fue. Y ni siquiera ha hecho eso en doce años y medio. Todo lo que quería era dejarme embarazada. Nadie me ha tocado jamás, Ramiel. Nadie sino tú.
Ramiel cerró los ojos, evitando el dolor de Elizabeth, su propio dolor, mientras la punta de su dedo giraba y giraba alrededor de la caliente humedad de ella, enseñándole a aceptar que él la tocara, preparándola para el momento en el cual algo mucho más grande lucharía por entrar.
—Pero lo habrías tomado en tu interior el sábado pasado. Usaste todo lo que yo te había enseñado que me excitaba para seducir a otro hombre.
—No. —Enroscó sus dedos en la mata de oscuro cabello rubio que cubría su pecho—. Nunca podría haber hecho eso.
Ramiel abrió los ojos, luchando contra la ira, el dolor, necesitando perderse en el cuerpo de ella, necesitando que ella se perdiese en su cuerpo.
—Entonces relájate aquí abajo. —Presionó su dedo contra ella, pero sintió que sus músculos se contraían fuertemente, bloqueando la entrada—. Tómame en tu interior.
Recuerdos prohibidos, recuerdos no deseados revivieron.
Deslizando su mano izquierda sobre la suave redondez de su cadera, Ramiel estiró su mano hacia atrás y tomó sus nalgas en forma de corazón para que permaneciera quieta.
—Déjame ayudarte, taliba —déjame ayudarte a hacerme olvidar—. Cuando te toque aquí... —deslizó su dedo nuevamente hacia los pliegues húmedos de su carne y cuando encontró el capullo duro y pequeño cuyo único propósito es darle placer a una mujer lo acarició durante largos segundos— mantente abierta. Y cuando me deslice por aquí... —acompañó sus palabras con acciones, estimulando la abertura que estaba tensamente cerrada— empuja tus caderas hacia arriba para presionar tu clítoris contra la palma de mi mano. Ahora. Mi dedo está sobre tu clítoris. —Ella hizo fuerza contra la mano de él. No tardaría mucho en hacerla alcanzar el orgasmo, pero todavía no quería que sucediera—. Y ahora estoy deslizándome hacia abajo.
Instintivamente Elizabeth embistió con sus caderas hacia arriba para retener el contacto, la entrada relajada, la guardia baja. El dedo de Ramiel se hundió profundamente dentro de ella, estirándola donde no había sido estirada durante más de doce años.
Elizabeth se convulsionó alrededor de su dedo.
—Ramiel, sácalo. No estoy pre...
Ramiel apagó su grito en su boca, metiendo su lengua para contrarrestar la pequeña invasión en sus otros labios. Si Elizabeth se hubiera resistido, si hubiera mostrado de alguna forma que no estaba verdaderamente preparada para la penetración, él habría salido. Pero ella no lo hizo.
Ramiel podía sentir todo el cuerpo de ella temblando, no sólo de pasión. No estaba preparada para la realidad de un hombre o la intensidad de su deseo. Pero pronto lo estaría.
Suavemente, lamió su paladar mientras sumergía su dedo aún más profundamente dentro de ella hasta que su avance fue frenado por una dureza interior, la boca de su útero. Ramiel levantó la cabeza y miró sus labios hinchados, sus pechos que temblaban con cada respiración, la blanca piel de su vientre, su mata color caoba, y la oscura línea de la muñeca de él mientras desaparecía entre las piernas de ella.
—¿Te duele esto? —Con delicadeza, empujó el hoyo duro del cuello del útero.
Elizabeth luchó por mantener la calma.
—Me quema. Y siento... presión. No vine para esto. Quiero darte placer a ti.
Ramiel empujó otra vez.
—Shhh. Todavía no. Déjame mostrarte cómo tomarme... Ésta es la abertura a tu vientre. Aquí es donde una mujer toma la semilla del hombre y más tarde se abre para darle a su hijo. Voy a meter otro dedo en tu interior.
El tejido sedoso de ella palpitaba alrededor de él. Las uñas de Elizabeth se hundieron en sus hombros.
—Por favor...
Por favor, no le hagas daño. Por favor, dale placer.
Por favor, no me rechaces.
Bajó su cabeza en un suspiro de beso.
—Siempre tan elegante. No soy tu esposo, taliba. No quiero tus modales. Quiero que gimas, grites y me supliques que te penetre.
Sus uñas se clavaron todavía más.
—Las relaciones íntimas no son muy decorosas.
—No, el sexo no es muy decoroso—asintió. Y le metió un segundo dedo. Bebió su grito, un sonido agudo y penetrante de placer y tensión insoportables.
Estaba tan estrecha. Ramiel no recordaba haber tocado jamás a una virgen que estuviera tan estrecha.
Penetraba su boca mientras penetraba su cuerpo; con vacilación, la lengua de Elizabeth acarició la de Ramiel mientras las puntas de sus dedos acariciaban con firmeza la boca de su vientre. Presionando suave e inexorablemente, exploró la parte posterior de su vagina, hurgando, empujando más arriba, más hondo... forzando su entrada hasta que de repente el cuerpo de ella se abrió y los dedos de él fueron atrapados en el pliegue especial detrás del cuello del útero que permite que un hombre con un gran falo pueda penetrar unos centímetros más.
El aire caliente llenó la boca de Ramiel. El aliento de Elizabeth. La carne interna de ella apretó las puntas de sus dedos comprimiéndolos dolorosamente.
—Éste es el lugar especial, taliba. —Con delicadeza, empujó sus dos dedos moviéndolos de arriba a abajo, con cuidado para no quedar fuera del ajustado pliegue—. Cuando entre y la presión o el dolor se vuelvan demasiado grandes porque te estoy penetrando demasiado profundamente, no olvides inclinar tus caderas para que pueda deslizarme más allá del cuello del útero y pueda acceder a este lugar.
Elizabeth apretó los párpados. El vapor rociaba su cara, goteaba de la punta de su nariz.
—No sabía que un hombre podía penetrar a una mujer tan profundamente.
Ramiel besó la gota de vapor para que desapareciera de su nariz.
—Esto son sólo dos dedos, taliba. Hay más. Mucho, mucho más.
Lenta, suavemente, salió, sintiendo el cuerpo de ella aferrarse a él como queriendo mantenerlo en su lugar especial, el lugar especial que pertenecía a ambos ahora, nadie la había penetrado jamás tan hondo como él, como él la iba a penetrar. Salió con suavidad de su vagina, se deslizó hacia arriba, y encontró su pequeño capullo hinchado. Palpitaba frenéticamente bajo las puntas húmedas de sus dedos.
—Pídeme que te toque, taliba —murmuró espeso en su boca.
—Tócame, Ramiel —le susurró ella a su vez con el aliento quemándole los labios.
—¿Dónde? Dime dónde debo tocarte.
Elizabeth se aferró a sus hombros, esforzándose por estar más cerca de los suaves dedos de él.
—Ahí. Por favor. Ahí.
—¿No quieres que te toque dentro?
Jadeó suavemente en la boca de él, con su cuerpo hundiéndose contra las puntas de sus dedos, que él hacía girar en círculos.
—Sí, por favor, tócame dentro... oh, ahí, sí, ¡no te detengas!
—Inclina tus caderas.
Deliberadamente, oprimió su clítoris a través de los suaves bordes húmedos de sus labios mayores mientras lamía delicadamente la comisura de su boca. Elizabeth inclinó sus caderas hacia delante, arqueándose en la palma de la mano de él para obtener la presión que necesitaba.
—Ahora pídeme que meta tres dedos en tu lugar especial.
—Tres...
Ramiel podía escuchar las palabras que no llegó a decir, era demasiado, no podía aceptar un tercer dedo, casi no habían entrado dos.
—Dímelo, taliba.
Elizabeth se pasó la lengua por los labios, encontrando los de él.
—Por favor, mete tres dedos en mi lugar especial, sólo que por favor, por favor...
Un placer salvaje se apoderó de Ramiel. Inclinando su boca sobre la de ella, sorbió su lengua dentro de su boca... y metió con fuerza tres dedos dentro de su cuerpo, abierto para él en aquel momento de descuido, anticipando una caricia y no una invasión.
Elizabeth agarró su cabello y tiró de él para que compartiera su dolor a medida que ascendía hacia el cuello sepultado.
—Inclina tus caderas, Elizabeth. Tómame, taliba. Si no puedes tomar tres dedos ahora, jamás podrás recibir todo lo que tengo después.
Un pequeño sollozo llenó la boca de Ramiel, y enseguida ella inclinó sus caderas hacia delante y él encontró el lugar especial dentro de su cuerpo. Apretó las puntas de los dedos de Ramiel tan fuerte que no podría haberse retirado aunque hubiese querido.
Ramiel hundió su cara en la curva de su cuello; el vapor y el sudor chorreaban por su frente. Olía ligeramente a gas pero era más fuerte el olor a piel calida, húmeda y un deseo aún más caliente.
—¿Por qué no viniste a casa conmigo anoche? —El apretado núcleo interior de ella palpitaba al ritmo de los latidos de su corazón. El lúbrico deseo femenino salía de su cuerpo, formando un charco en su palma. Apretó sus dedos alrededor de una de sus nalgas, deliciosamente suave... ¿Cómo podía haber pensado ella que lo estaba obligando a algo cuando todo lo que él quería era que ella viniera a él, para él, con él... y la acercó aún más, necesitando la realidad de su sexo, la promesa de su cuerpo—.
—¿Por qué te arriesgaste a morir en lugar de venir a mí?
La humedad dejó un rastro hasta su hombro, vapor, sudor, lágrimas. Elizabeth frotó su mejilla contra él, sus pieles resbaladizas fundidas, por fuera, por dentro.
—Mis hijos. Edward amenazó con quitarme a mis hijos.
Salobres lágrimas quemaban los ojos de Ramiel.
—¿Habrías venido a mí anoche... si no hubiera habido nadie más?
—Sí.
Ramiel sintió que la palabra resonaba en todo su cuerpo, el movimiento de los labios de ella contra su hombro, el oscuro calor de su aliento, el suave suspiro del sonido.
—¿Sólo para esto? —Movió los dedos bien dentro de ella.
—No, por algo más.
—¿Te unirías a un bastardo?
—Me uniría a ti.
Ramiel hundió su cara más profundamente dentro de su cuello, derritiéndose, sus dedos, los últimos nueve años de su vida, la rabia, los celos surgidos del temor. Él era un hombre. Para ella él era un hombre, y eso era más que suficiente.
—No permitiré que te quiten a tus hijos, taliba. Mientras estemos juntos, estarás a salvo. Debes confiar en mí.
—Milord, tengo tres dedos tuyos en mi interior. —El remilgo áspero de su voz quedó arruinado por un temblor interno—. Debo confiar en ti, o no estaría aquí.
Él protegería aquella confianza. Sin importar el coste. Tenía la información. Petre le había dado los medios.
—Deja que te bañe. Déjame que elimine los últimos restos de Edward Petre de tu piel.
—¿Ahora?
El cuerpo de ella se había relajado alrededor de sus dedos; estaba casi lista.
—Ahora.
—Ramiel, no me parece...
—Confía en mí, taliba.
—Pero necesito quitarme las medias y los zapatos...
—Cuando sea el momento, yo te los quitaré.
—Ramiel, tengo miedo.
—No de esto, Elizabeth. No tengas miedo a esto.
Sus ojos color avellana parpadearon con incertidumbre.
—¿Tiemblas con pasión, lord Safyre?
El recuerdo de las clases estaba presente; eran una parte de ella tanto como aquellos dedos de él que ahora forjaban parte de sí misma.
—Tiemblo de pasión, taliba. Por ti.
—¿Me bañarás... cómo?
—Con mi lengua. Mientras mis dedos te mantienen abierta para mí.
Los músculos de Elizabeth se contrajeron impulsivamente.
—Una mujer también tiembla de pasión.
Una sonrisa triste torció los labios de Ramiel.
—Lo sé.
—¿Qué pasa si me caigo?
Como respuesta, él se arrodilló sobre el mojado montón de ropa y aspiró su olor, lo saboreó, viéndola mientras lo abrazaba. La oscura piel de sus dedos desapareció dentro de un anillo rosado de carne. Gotas brillantes de deseo femenino chorreaban por su palma.
Un destello de media color carne doblándose hacia dentro atrajo su atención. Al mismo tiempo, los músculos de Elizabeth se tensaron alrededor de la base de sus dedos.
La mano izquierda de Ramiel salió rápido, agarrando su muslo.
—Mantén tu pie sobre la bañera, taliba.
—Puedes verme.
—Y olerte. —Se acercó aún más—. Y probarte. —Acercó su nariz al húmedo vellón color caoba, la rozó con su lengua—. Y besarte.
Ella enredó sus dedos en el cabello de él.
—Me caeré.
Ramiel levantó la cabeza y se encontró con su mirada. Temor. Reconocimiento. Una necesidad que era al mismo tiempo dolor y placer. Estaba todo allí en sus ojos color avellana.
—No dejaré que te caigas, taliba. Inclinándose hacia delante, chupó el capullo hinchado de su clítoris con sus labios, bañó los pliegues de su carne, suaves como un pétalo, con su lengua, exploró la dureza de su mano y la húmeda abertura caliente estirada hasta una delgadez extrema para tomar sus tres dedos. La lamió, lamió lo que había de ella en su mano, lamió hasta conocer cada matiz, cada pliegue, cada textura. Extendiendo sus dedos, lamió a través de los espacios y probó su esencia misma. Ramiel siguió lamiendo hasta que todo lo que la sostenía era el pilar de sus dedos entre los muslos de ella y la mano de él agarrando sus nalgas.
De pronto, Elizabeth le tiró tan bruscamente del cabello que su cabeza se inclinó hacia atrás.
—Te necesito, Ramiel. Ahora. Por favor. Penétrame. Tú. No tus dedos. Por favor, no me dejes sola ahora.
La voz ronca de ella corría pareja a la necesidad de él.
—No tengo nada aquí para protegerte.
Al caer en la cuenta de lo que podía suceder, su rostro se sonrojó. La idea del embarazo jamás se le había ocurrido.
Elizabeth soltó su cabello, apaciguó el pequeño dolor.
—¿El jardín perfumado... no incluía medidas preventivas?
Ramiel inclinó la cabeza en la suavidad de su abdomen ligeramente redondeado y lo imaginó grande llevando a su hijo. Y se maldijo por la idea de que si la dejaba embarazada, ella le concedería la misma devoción que le había dado a Edward Petre.
—No son infalibles.
—¿Y lo que tienes arriba, sí?
—No.
Forzándose a mirar hacia arriba, Ramiel observó sus labios hinchados, enrojecidos. Estaban apretados.
Aquella era la realidad de unirse a un bastardo. La vergüenza. La ruina social. Llevar el hijo de un jeque bastardo.
—Puedo darte esto, Elizabeth. —Agitó sus dedos dentro de ella; más humedad se derramó sobre su mano—. Pero no te puedo dar respetabilidad. Ni aunque quisiera.
—¿Qué harías si yo... si nosotros... si yo me quedo embarazada?
—Te contemplaría amamantar a nuestro hijo. Y después tomaría la leche que nuestro hijo o hija hubiese dejado.
Los labios de Elizabeth temblaron, se relajaron. Su vagina se apretó, palpitó.
—Te deseo, Ramiel. Ahora. Estoy cansada de dormir sola. Quiero sentir tu cuerpo dentro del mío. Quiero saber lo que es dar y recibir placer.
Ahora estaba preparada.
—Entonces tendrás lo que deseas.