CAPITULO 14
La tentación tronó sobre las cabezas de la congregación. Las velas que iluminaban el altar de madera parpadeaban; oscuras sombras bailaban sobre la madera reluciente.
Elizabeth estaba sentada en primera fila, llevaba el sombrero y el velo negros de todos los domingos. Edward, con su bigote encerado, estaba sentado a su derecha, impecable con su traje cruzado de lana gris hecho a medida. Su madre, también con sombrero y velo negros, estaba sentada a la izquierda de Elizabeth; parecía hipnotizada por las palabras del pastor. Elizabeth no tenía que girarse para ver que su padre, sentado a la izquierda de Rebecca, estaba igualmente atento.
Se había casado con Edward en aquella iglesia. El Pastor que predicaba ahora sobre un capítulo de San Mateo los había declarado marido y mujer.
Un ágape nupcial había seguido a la ceremonia. La espuma del champán había burbujeado alegremente en su copa.
Que desilusión se había llevado al saber que no tendría una de miel. Qué entusiasmo había sentido ante la perspectiva de tener su propia casa. Y cuántas expectativas había depositado en su noche de bodas.
Miró distraídamente hacia la Biblia que descansaba abierta sobre su falda. Rebecca había decorado la casa de Edward y había contratado a los sirvientes. El único requerimiento que había tenido Elizabeth en su nueva vida había sido Edward. Y los únicos momentos que había pasado con ella habían sido aquellos pocos minutos cada noche bajo las sábanas.
Todo para dejarla embarazada con el único fin de obtener votos.
El sonido de las hojas de la Biblia llenó la iglesia. Junto a Elizabeth, Rebecca pasó la página de su libro.
Imitó a su madre instintivamente. Miró la diminuta letra a través de su velo negro. ¿Qué se suponía que estaba leyendo?
Inclinando la cabeza, observó con detenimiento el texto. Las bienaventuranzas, las parábolas, el asesinato, el divorcio...
El divorcio, según San Mateo, estaba prohibido salvo que se pudiera probar la fornicación.
Edward tenía una amante. El adulterio era fornicación.
Estaré esperando, taliba.
Elizabeth alzó la cabeza bruscamente. Su corazón latía con fuerza contra el corsé fuertemente ajustado. La voz del pastor, fuerte para poder llegar a los parroquianos del fondo de la iglesia, explotaba como un cañón dentro de su cabeza.
¿En qué estaba pensando? Las mujeres respetables no pedían el divorcio.
Se concentró en el clérigo, en el reflejo del altar de madera, en la cera que goteaba de las velas, en el cuidadoso bordado que decoraba las vestimentas del pastor. Cosas respetables en las que pensaban las mujeres respetables.
—Elizabeth.
Elizabeth miró a su madre tontamente. El eco vacío de pies que se arrastraban retumbó dentro de la iglesia.
El primer banco se estaba vaciando. Otros esperarían impacientes para salir... incluyendo su esposo y sus padres.
Con la cara sonrojada, se levantó. Un golpe sordo resonó por encima de los pasos que se alejaban.
Su Biblia.
Edward se agachó rápidamente, y la cogió. Una expresión enigmática revoloteó en su rostro.
Elizabeth le quitó el libro de la mano.
—Gracias.
El sol inundaba la nave central, transformando la alfombra de color carmesí en rojo sangre. Elizabeth inclinó la cabeza y sonrió a los rostros conocidos mientras pasaba por las largas hileras de bancos. Cuando salió, tomó una gran bocanada de aire.
—Elizabeth. Edward y tu padre irán al club, tú y yo iremos a almorzar ¿no es así?
Todos los domingos después de misa, Edward y su padre se iban al club; todos los domingos su madre le hacía la misma invitación. Y todos los domingos Elizabeth aceptaba.
Los domingos tenían muchos temas que tratar. Los acontecimientos sociales y políticos de la semana entrante, sincronizar sus agendas de actividades...
—No, gracias, madre. Tengo correspondencia de la que ocuparme —mintió. —
Los ojos verdes esmeralda de Rebecca relucían a través del velo negro. Elizabeth intentó recordar si alguna vez aquellos ojos se habían iluminado de risa o amor. No pudo.
—Hay ciertos cambios en nuestras agendas...
—Almorzaremos el martes, madre. Entonces podremos revisar los cambios.
—Muy bien. Yo también tengo cosas de las que ocuparme esta tarde. Tu padre dará un discurso el miércoles
—Lo recuerdo.
—Te dejaré en tu casa. Andrew y Edward irán en el otro carruaje.
Elizabeth asintió:
—Gracias.
Andrew y Edward siempre iban en el coche de los Petre.
Un aluvión de risas le llegó procedente de las escaleras de la iglesia. No tenía que mirar o escuchar a su padre y a Edward para saber que estaban ejerciendo sus encantos con la congregación. Eso también ocurría todos los domingos.
Sabiendo de memoria cuál era su papel, Elizabeth se dio la vuelta y se mezcló con las personas que todavía no se habían ido. Andrew y Edward no abandonarían a su público hasta que no quedara nadie.
Más tarde, en el carruaje, Rebecca sorprendió a Elizabeth entreteniéndola con unos cuantos chismes. Y luego le dijo:
—¿Estás viendo a un médico, Elizabeth?
Ella se volvió hacia la ventana y miró los edificios que pasaban.
—No. ¿Por qué habría de hacerlo? —Has estado un poco extraña últimamente. Tal vez necesites un tónico.
Tal vez sólo necesitara ser amada.
—¿Por qué no tuviste más hijos, madre? —preguntó impulsivamente.
El silencio fue su única respuesta. Elizabeth apartó la cabeza de la ventana.
Rebecca apretó la Biblia con fuerza. —No pude tener más hijos. Elizabeth sintió remordimiento.
—Lo siento.
—Mi madre, tu abuela, tuvo también un hijo. Tú tienes mucha suerte de tener dos.
Elizabeth jamás había conocido a su abuela. Había muerto años antes de que naciera ella.
Estaba a punto de preguntarle a su madre si creía que era afortunada por tener dos hijos y no uno, o porque sus hijos eran varones y no mujeres. Luego se le ocurrió que tal vez su abuela hubiera preferido un varón. Al no haber sido amada ella misma, tal vez Rebecca tampoco había sido capaz de querer a su propia hija.
—Sí, lo sé—dijo Elizabeth lentamente. El carruaje se detuvo en seco. —Te veré el martes, hija. Espero que seas puntual. Elizabeth aplacó una chispa de rabia.
—Espero que sí.
Un lacayo —el nuevo lacayo, observó Elizabeth— abrió bruscamente la puerta del coche.
—Que tengas un buen día, Elizabeth. —Tú también, madre.
De pie, con la espalda inclinada, extendió la mano para que el lacayo la ayudara a descender.
El se cuadró rígidamente al lado del carruaje, como si Elizabeth fuera un sargento de artillería y él un soldado. Parecía a punto de saludar.
Con una sonrisa en los labios, sacó un pie fuera hasta que encontró el escalón. Apenas estuvo sobre la acera, la Puerta del carruaje se cerró de un portazo a su espalda.
—Gracias, Johnny.
Es un placer, señora.
—Johnny...
El continuaba mirando fijamente hacia delante. — ¿Señora?
Había pensado enseñarle cuál tenía que ser la conducta correcta de un lacayo, pero cambió de idea. Lo que estaba haciendo era muy amable, reemplazando a su primo mientras Freddy cuidaba de su madre.
—¿No has trabajado antes como lacayo?
—No, señora.
—Lo estás haciendo muy bien.
—Gracias, señora.
Elizabeth se dio la vuelta y subió los dos escalones de la puerta de su casa. Suspirando, estiró la mano para abrir ella misma.
Instantáneamente, una mano enfundada en un guante blanco se posó en el picaporte antes que la de ella. Sentía en sus hombros el calor del cuerpo de Johnny.
—Fue muy valiente al llevar las riendas de los caballos en la neblina, señora. —Se inclinó hacia delante y empujó la puerta hasta abrirla.
De repente, el sol brilló más fuerte.
—Gracias, Johnny.
Beadles esperaba en el vestíbulo, retorciéndose las manos.
—¡Señora Petre! ¿Se siente mal? ¿Desea que llame al doctor?
La sonrisa se desvaneció de su rostro. Tanta preocupación... por parte de todo el mundo menos de su esposo.
—No, Beadles. No almorzaré con mi madre porque tengo correspondencia de la que ocuparme. Por favor, envíame a Emma arriba.
Pero una vez que Elizabeth se hubo cambiado de ropa... no encontró ninguna ocupación. Escribió cartas a sus hijos. Hojeó un libro de poesía... poesía inglesa. No había ni una vulva, ni un miembro meritorio en todo el libro, besos, sí, pero sin lengua; gemidos, pero sin orgasmo; amor, pero sin coito. Los pétalos de las flores se caían como símbolo de muerte, pero ninguna de ellas se plegó para revelar un capullo escondido.
Una mujer en Arabia... tiene derecho a pedir el divorcio si su esposo no la satisface. Arrojó el libro contra la pared. Un golpe suave en la puerta siguió al impacto. —Señora Petre —el golpe se repitió con más insistencia— Señora Petre.
Se alisó el cabello y abrió la puerta de su aposento.
—¿Sí, Beadles?
—Tiene una visita. —Inclinándose, Beadles le acercó una pequeña bandeja de plata. —
Sobre ella reposaba una tarjeta. La esquina superior derecha estaba doblada, indicando que la persona que esperaba deseaba ser recibida.
Con curiosidad, Elizabeth la levantó. Condesa Devington estaba impreso en elegantes caracteres oscuros. La madre del Jeque Bastardo. Levantó la cabeza bruscamente.
—Hoy no recibiré visitas, Beadles.
—Muy bien, madame.
Elizabeth cerró la puerta apoyándose contra la madera. Cómo se atrevía a venir sin invitación. Había abandonado a su hijo a una edad en la que él más necesitaba el amor de una madre.
Sonaron de nuevo unos golpes en la puerta. El corazón de Elizabeth dio un vuelco. La condesa no sería tan descarada como para...
—Señora Petre. — Era Beadles. —
Con cautela, abrió la puerta. Beadles se inclinó otra vez; su digna compostura estaba deslucida por el sonido de su respiración entrecortada al subir las escaleras dos veces en tan poco tiempo. Un plegado descansaba sobre la bandeja de plata.
—La condesa me pidió que le diera esta nota, madame.
La letra de la condesa era enérgica y su mensaje claro.
Puede tener el placer de mi compañía ahora o el placer de la compañía de mi hijo más tarde.
Los labios de Elizabeth se cerraron en una apretada línea. Ella lo sabía. Se había acabado siba. Elizabeth creía que sería incapaz de volver a sentir dolor por la traición de un hombre. No era así.
—Por favor, haga pasar a la condesa al salón, Beadles. Que la cocinera prepare una bandeja.
La condesa Devington estaba frente a la chimenea de mármol blanco, calentándose. Llevaba un elegante vestido de color rojo oscuro y un original sombrero de terciopelo negro colocado graciosamente sobre su rubia cabeza.
Sus ojos grises se encontraron con los de Elizabeth en el espejo situado sobre la repisa de la chimenea.
—Veo por su expresión que ya sabe que estoy al tanto de su relación con mi hijo.
Elizabeth sintió que toda la sangre se le iba de la cabeza. La condesa era tan directa como el Jeque Bastardo. —Sí.
La condesa giró con gracia. Sus ojos grises se suavizaron comprensivamente.
—Por favor, no se enfade con Ramiel. No fue él quien me lo dijo, sino Muhamed.
—No había necesidad de esta visita, condesa Devington. Lo que usted llama mi relación con Ramiel ha concluido —dijo Elizabeth con frialdad.
La condesa inclinó la cabeza hacia un lado de forma que su sombrero quedó perfectamente recto.
—Usted no entiende por qué envié a Ramiel a Arabia para que se quedara con su padre.
Una cálida ola de mortificación inundó la cara
Elizabeth.
—Está claro que eso no es asunto mío.
La condesa se quitó los estrechos guantes color canela.
—Elizabeth, ¿puedo llamarte por tu nombre?, mis padres me enviaron a un internado en Italia cuando tenía dieciséis años. Fui raptada un día en que me alejé de la clase en una excursión. Mi secuestrador me envió a un barco en donde viajaban otras muchachas rubias. Las mujeres rubias son muy cotizadas en Arabia, como usted bien sabe. En Turquía nos pusieron sobre una tarima en un mercado de esclavos y nos desnudaron para que los hombres pudieran vernos e incluso examinarnos, como se hace con un caballo antes de adquirirlo. Fuimos vendidas una a una. El turco que me compró me violó brutalmente. Pero tuve suerte, porque cuando se cansó de violarme, me vendió a un mercader sirio.
Elizabeth la miraba, sin decir palabra. —El sirio me enseñó a sobrevivir en un país en donde las mujeres valen menos que un buen caballo. Con el tiempo, me vendió a un joven jeque. Aprendí a amarle con todo mi corazón, y me llevé aquello que un árabe valora más, a su hijo. Cuando Ramiel cumplió doce años, no podía privarlos a ambos de su mutua compañía. No fue la comodidad la que me impulsó a enviar a mi hijo a Arabia, sino el amor.
—Pero... su padre le regaló un harén cuando cumplió trece años —soltó Elizabeth.
—Ciertamente, no es una tradición inglesa, pero le aseguro que en la corte de Safyre es lo que los padres hacen por sus hijos.
—Y sin embargo usted lo envió allí, sabiendo el tipo de educación que iba a recibir.
—Lo mismo que usted buscó deliberadamente a mi hijo sabiendo el tipo de educación que había recibido.
Elizabeth alzó la barbilla con fuerza. Su boca se abrió para contradecirla; pero en lugar de ello, admitió la verdad:
—Sí.
—No puedo arrojar piedras contra mi propio tejado, Elizabeth, porque no cambiaría ni un solo momento de los que pasé junto a mi jeque por una virtuosa vida inglesa. Estoy muy contenta de que Ramiel se haya liberado de la hipocresía de llegar a ser hombre en un país que menosprecia uno de los verdaderos placeres de la vida. Ahora que hemos sacado todo fuera, ¿me puedo sentar, por favor?
Elizabeth debería de haber estado escandalizada y furiosa. En lugar de eso, se estaba preguntando cómo se sentiría si hubiera sido amada como la condesa tan claramente había manifestado. Abierta y totalmente.
Se estaba preguntando cómo se sentiría aceptando su propia sexualidad sin arrepentirse.
—Lamento sus desventuras, condesa Devington —dijo Elizabeth suavemente—. Por favor, tome asiento.
Una sonrisa deslumbrante iluminó el rostro de la condesa.
Elizabeth parpadeó.
La condesa era una mujer hermosa, pero de una belleza madura. Aquella sonrisa parecía devolverle de nuevo a los dieciséis años, joven e inocente. No pertenecía a una mujer que había sido brutalmente violada y vendida como esclava, ni que por propia voluntad se había entregado a un hombre fuera del matrimonio y dado a luz un hijo ilegítimo.
Se sentó frente a Elizabeth con un crujido de seda y un irresistible perfume. Elizabeth jamás había olido nada semejante. Era un aroma similar al de una naranja sumergida en un recipiente de vainilla.
La condesa le comentó confidencialmente:
—A Ramiel no le haría ninguna gracia enterarse de que estoy aquí.
—Entonces me temo que no comprendo —dijo Elizabeth con cautela. No quería que aquella mujer le resultara agradable, pero tenía que admitir que era así—. Usted ha dicho que si no la recibía hoy, su hijo vendría más tarde a visitarme.
—Usted amenazó con revocar la ciudadanía de Ramiel si Muhamed no la dejaba entrar en su casa.
—Ya le he dicho a su hijo que jamás tuve intención de hacer semejante cosa —se defendió Elizabeth bruscamente.
—Tampoco yo tuve intención de amenazarla con mi hijo.
Los ojos de ambas mujeres se encontraron.
—Cometí un error, condesa Devington. Le pido disculpas por ello. Nunca quise perjudicar a su hijo. No sé lo que le dijo Muhamed, pero le aseguro que nuestra relación ha terminado.
Los ojos grises se oscurecieron.
—Tal vez comprenda mejor la actitud de Muhamed cuando le diga que él también fue vendido a un mercader sirio. Era un muchacho muy guapo maltratado por su antiguo dueño. No puedo decirle exactamente lo que le hicieron, pero será suficiente afirmar que quizás Muhamed tiene motivos poderosos para sentir aversión hacia las mujeres. Si el mercader sirio y yo no nos hubiéramos ocupado de él, habría muerto como tantos niños europeos vendidos como esclavos. Cuando recuperé mi libertad, volví a Inglaterra; Muhamed decidió quedarse. Cuando envié a Ramiel con su padre, Muhamed le cuidó. Intente imaginar que Ramiel es el hijo que Muhamed nunca tuvo y posiblemente pueda entender mejor su conducta.
Muhamed, ¡europeo! El Jeque Bastardo había dejado que Elizabeth creyera deliberadamente lo contrario.
—Los sirvientes de su hijo, condesa Devington, no son asunto mío.
Cree que me estoy entrometiendo. La condesa estaba llena de sorpresas.
—Sí.
—Todavía no se ha acostado con mi hijo. Elizabeth se sintió mortificada:
—Por supuesto que no.
—Pero le gustaría.
—Condesa Devington, soy una mujer casada...
—Se rumorea en algunos círculos que su esposo tiene una amante porque usted es una esposa glacial, frígida y más interesada en alentar su carrera que en calentar su cama. La terrible injusticia de tal afirmación dejó sin aliento a Elizabeth. Sólo pudo mirar fijamente y esperar que el dolor que desgarraba su cuerpo no se viera reflejado en su rostro.
—¿Cuál es exactamente el motivo de su visita, condesa Devington?
La condesa sonrió cálidamente: —Los rumores son crueles. El dolor cedió a la furia.
—¡Ese rumor carece totalmente de fundamento! Busqué a su hijo para aprender cómo darle placer a mi esposo...
Su sonrisa se congeló de repente. Una emoción que Elizabeth no pudo definir brilló en los ojos grises de la condesa.
—¿Buscó a mi hijo para que le enseñara cómo darle placer a un hombre?
No se había acobardado ante el Jeque Bastardo y tampoco lo haría ante su madre.
—Sí
—¿Y él... le enseñó ese arte? La desolación embargó a Elizabeth como una oleada fría y gris.
—Tal vez algunas mujeres no están hechas para dar le placer a un hombre —dijo sin inmutarse—. Tal vez solo lo sean compañeras y madres en lugar de amantes.
Los ojos de la condesa le dirigieron una mirada compasiva, como si supiera que las enseñanzas de su hijo habían fracasado sin conseguir los resultados deseados. Elizabeth se preguntó si todo Londres estaba al tanto de que Edward la había rechazado.
El sentido común se impuso inmediatamente.
Según la condesa, todo Londres creía que era una puta frígida que prefería hacer campaña hasta quedarse afónica y sus ojos ardieran por falta de sueño antes que ofrecer su cuerpo en un abrazo amoroso.
Un golpe seco interrumpió los pensamientos sombríos de Elizabeth; la puerta de la sala se abrió de par en par. Beadles entró empujando el carrito del té.
—Gracias, Beadles. Eso es todo.
—Muy bien, madame.
Elizabeth sirvió el té de manera decidida.
—¿Crema, condesa Devington?
—Mejor limón, gracias.
—¿Bizcochos?
—Por favor.
Elizabeth le pasó la bandeja cortésmente. Sus blancos y largos dedos cogieron un dulce.
La condesa debía de ser una de aquellas mujeres que podían comer dulces todo el día y no engordar ni un kilo, pensó Elizabeth resentida.
—Todavía no me ha dicho cuál es el motivo de su visita.
—Quería conocer un poco más a la mujer que ha chantajeado a mi hijo.
Elizabeth negó con la cabeza.
—Y que luego tuvo la gentileza de bailar con él.
Sintió vergüenza al recordar la grosería de lord Inchcape.
—No fue gentileza, condesa Devington. Fue un honor.
—Muchos no estarían de acuerdo con usted.
—Será su opinión.
Levantando el dedo meñique, la condesa acercó la taza de porcelana floreada a sus labios y bebió delicadamente. Luego volvió a colocar la taza sobre el platillo.
—Creo que subestima usted su propio talento y la capacidad de Ramiel como maestro. Pero eso es asunto suyo y de mi hijo. Ahora, cuénteme algo sobre usted. He leído tantas cosas en los periódicos.
Elizabeth se sentía como Alicia, el personaje de uno de los cuentos favoritos de Phillip. Sólo que no era el Sombrerero Loco quien tomaba el té con ella, sino la madre del Jeque Bastardo.
No se volvió a mencionar el nombre de Ramiel. Elizabeth no sabía si sentirse aliviada o decepcionada. Después de haber tomado tres tazas de té y toda la bandeja de bizcochos, tuvo la sensación de que conocía a la condesa desde siempre. Cuando la madre de Ramiel se puso los guantes, Elizabeth lamentó profundamente que tuviera que marcharse. De manera impulsiva propuso:
—Por favor, venga a visitarme otra vez. He disfrutado mucho de este rato juntas.
La condesa sonrió con aquella cálida y hermosa sonrisa que abarcaba lo bueno y lo malo, lo inocente y lo prohibido:
—Lo haré. Pero a cambio debe prometerme que vendrá a tomar el té conmigo.
La realidad irrumpió brutalmente.
—No puedo hacer eso.
—En la vida debemos tomar decisiones, Elizabeth. No podemos regirnos por la opinión de los demás.
—Soy perfectamente capaz de tomar mis propias decisiones —protestó Elizabeth con aspereza—. Sencillamente, no creo que sea prudente correr el riesgo de encontrarme con su hijo.
La condesa suspiró, como si la respuesta de Elizabeth la hubiera decepcionado.
—Usted es tan joven, Elizabeth.
—Tengo treinta y tres años, madame —una mujer en la flor de la vida—. Le aseguro que no soy joven.
—Yo tengo cincuenta y siete años; le aseguro que para mí es joven. ¿Cuántos años tenía cuando se casó?
—Diecisiete.
—Entonces no sabe nada acerca de los hombres.
—Le recuerdo, condesa, que mi esposo, además de ser ministro de Economía y Hacienda, es un hombre.
La condesa asintió con la cabeza.
—Entonces Muhamed está equivocado —murmuró. —
—¿Con respecto a qué?
La sonrisa de la condesa era cálida.
—Si alguna vez necesita a alguien, Elizabeth, aunque sólo sea para conversar, mi puerta estará siempre abierta para usted.
*****
—He tomado el té con Elizabeth Petre, Ramiel. i
Ramiel miró súbitamente a su madre.
—¿Te invitó la señora Petre?
—No.
—Entonces te invitaste tú sola. —La voz de Ramiel era impasible y neutra—.
—¿Por qué?
La condesa no se sintió amedrentada por su brusquedad.
—Me pediste que te llevara al baile de Isabelle y que consiguiera presentarte a la esposa del ministro de Economía y Hacienda. Por supuesto, yo también sentía curiosidad por conocerla. Y ha resultado ser una decisión acertada. Elizabeth me dijo que vino a pedirte que le enseñaras a darle placer a su esposo.
—¡Ela'na!—insultó Ramiel.
Las puntas de sus orejas se pusieron coloradas. No sabía lo que le provocaba más vergüenza, que su madre conociera su papel como tutor de Elizabeth o que todavía tuviera capacidad para avergonzarse... era la segunda vez que le sucedía en los últimos días.
La condesa levantó las cejas; sus ojos grises chispeaban con una risa traviesa.
—Me gusta saber que todavía puedo sorprenderte, Ramiel.
—Entonces has estado bien acompañada; Elizabeth también está llena de sorpresas —dijo bruscamente. —
—No lo sabe. —Ramiel no pretendió ignorarlo—
—No.
—Y no puedes decírselo.
—No.
—Sufrirá.
Sí, Elizabeth sufriría. Por tantas cosas.
—Intentó seducir a su esposo.
—¡Allab akbar, madre! —Ramiel luchó por dominar los celos que le producía que Elizabeth pudiera confiar en su madre y no en él—.
—¿Te lo contó todo mientras tomabais una taza de té inglés?
—No hacía falta. Le pregunté si habías tenido éxito como tutor. Dijo que tal vez algunas mujeres estaban hechas para ser compañeras y madres y no amantes.
Ramiel observó sombrío los almohadones de seda rojos y amarillos amontonados sobre el diván situado bajo las ventanas de la sala. Un crepúsculo violáceo se dibujaba en el cielo gris.
Recordó la cintura de Elizabeth bajo su mano en el baile de beneficencia, con su carne cruelmente constreñida por el corsé. Recordó sus pezones sobresaliendo del vestido de terciopelo gris mientras sostenía el falo artificial la mano.
Recordó sus palabras: Él no me desea, lo cual debiera dejarlo a usted satisfecho.
—Está equivocada —murmuró, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
—Estoy de acuerdo con que Elizabeth Petre no nació solamente para ser compañera y madre. Todavía no estoy segura con respecto a otras mujeres.
—No dejaré que la haga sufrir.
—Habló el hijo del jeque.
La cabeza de Ramiel se alzó de inmediato:
—Quieres decir habló el Jeque Bastardo.
—Eres un hombre bueno, Ibnee.
Los ojos grises de la condesa eran demasiado penetrantes. Ramiel pensaba a veces que libraba una batalla perdida, al protegerla de la verdad. Era en momentos como aquellos cuando sentía que ella ya lo sabía.
—¿Cómo estaba Elizabeth? —Saltó ágilmente del diván de mullido terciopelo. Con el ánimo inquieto, caminó a grandes zancadas hasta la chimenea y apoyándose en la repisa, miró fijamente el fuego en medio de la creciente oscuridad—. ¿Ha preguntado por mí?
—Te tiene miedo.
Giró en redondo, quedando frente a la condesa. El fuego a su espalda crepitaba con el calor.
—Yo nunca le haría daño.
La condesa examinó su rostro a la luz de las temblorosas llamas. La satisfacción brilló en sus ojos:
—No, no lo harías. Le he dicho que mi puerta estaría siempre abierta para ella.
El significado del ofrecimiento de la condesa no pasó desapercibido para Ramiel.
—¿Le estás ofreciendo tu amistad?
—Ya lo he hecho.
—¿La aceptas como a una hija?
Arqueó una ceja hábilmente oscurecida.
—¿Le ofreciste matrimonio?
—Incluso en Arabia a una mujer sólo se le permite tener un esposo —replicó Ramiel sarcásticamente. —
—Sabes que su madre es la hija de un obispo.
La condesa transmitió esta información como si tuviera alguna importancia.
—No, no lo sabía.
—Así fue como llegó Andrew Walters al Parlamento en un principio, por las conexiones del padre de ella.
—¿Cómo sabes tanto sobre la familia de Elizabeth?
Una sombra oscureció los ojos grises de la condesa.
—Rebecca Walters se tomó como una afrenta personal que yo hubiera sobrevivido al rapto y a la esclavitud. Y encima que tuviera la osadía de volver a Inglaterra.
Con un hijo bastardo a cuestas.
Algunas veces Ramiel olvidaba lo que su madre había tenido que soportar. En Inglaterra él había sido el niño mimado mientras que ella luchaba contra los dragones.
—Aprendí mucho acerca de esa joven —añadió la condesa con pesar.
—Pero no pudo hacerte sombra —dijo Ramiel con suavidad.
La condesa esbozó una sonrisa llena de cinismo, ironía y una cierta satisfacción feroz.
—No, no pudo. Yo no era respetable pero por mi título y mi dinero, era distinguida. Cuanto más me injuriaba Rebecca, más famosa me volvía. Mientras que a ella le sucedía lo contrario. La gente que vive en casas de cristal no debería arrojar piedras. Oí ciertos rumores... que yo también contribuí a extender. Tu madre es una mujer muy malvada-
Ramiel soltó una carcajada. Su sonido retumbó en la sala.
Las mujeres como la condesa, que urdían engaños para poder acostarse con un bastardo árabe, eran malvadas. Su madre era la persona más amable y más inteligente que había conocido. Oírla compararse con mujeres que jamás habían tenido un pensamiento desinteresado en sus pequeñas y mezquinas vidas era absurdo.
Sus ojos turquesas relampaguearon.
—Esperemos que Elizabeth encuentre pronto su propia maldad.
La sombra desapareció de los ojos de la condesa.
—Creo que ya lo ha hecho, Ibnee. Y yo te ayudaré.
Un súbito torrente de emoción brotó dentro de Ramiel.
Cuando volvió a Inglaterra por primera vez hacía nueve años, ella lo había abrazado, le había preparado una taza de chocolate caliente, y lo había mandado a la cama, tal como hacía cuando tenía doce años. Ni una sola vez en los años que siguieron le había preguntado por qué se había ido de Arabia.
—¿Por qué? —preguntó, el calor que antes abrasaba la punta de sus orejas ahora quemaba sus ojos.
—Porque soy tu madre y porque te quiero. Elizabeth es como tú en algunos sentidos. Ella huye de su pasión y tú huyes de tu pasado. Tal vez juntos los dos podáis dejar de huir.