Singing in the Rain

Cuando resintió la frialdad opaca de la habitación, a ella se le prendió el borde de lo incomprensible; quizá los otros tres de abajo ni se enterarían de una novedad diferente que buscaba romper lo inmóvil del paisaje. Entonces, sin medir la causa pero sin dudarlo, se empezó a quitar la ropa —duro el cuerpo en los pantalones ajustados, blusa apretada a los pechos, la camisa de su marido echada en la espalda— implorando por un milagro que volviera todo a la normalidad con el mar y el río en campo de espejos, la luna paridora de nubes mero arriba de la bocana.

No era momento de recordar las tonadas que su padre canturreaba en sus minutos de buenas, porque aquellos boleros del pasado hablaban de cielos tibios, de procesión de cocuyos, de olas mansas, y eso no flotaba en el aire, al contrario, la dulzura cotidiana del paisaje estaba rota llevándose, entre lo cerrado de la niebla, a los otros dos que con su hombre compartían la soledad del jardín.

Los tres abajo, cerca de las aguas del río y del mar, ella en la habitación, suspendida en la intemporalidad del momento, consciente que los obstáculos habían cancelado la terquedad de proseguir un fracaso de farra en la ribera —en las tres bancas de concreto que horas antes los doce amigos intentaron hacer funcionar como cantina y servidero de platillos regionales— aunque eso fuera juego de niños ante lo que siente, frente a la posibilidad del instante que encauce el horrendo palpitar de sus adentros y dándole un giro a los hechos —con la inmovilidad de los de abajo— nadie pueda entrar a la habitación y sea su marido, que sin esfumarse en la noche del mar adentro, llegue y le aplaque el piquete que toquetea la oscuridad de su sexo.

Como si estuviera viendo la no acción del jardín, con el claro sentimiento de estar hirviendo en feroces cosquilleos, Manina supo que era necesario entonar melodías alegres para enfrentarlas a la pesadez del ambiente, a lo que la está invadiendo.

Sabe que es necesario inventar algo para tumbarse los pálpitos, cantar tonadas festivas para distraer la percepción que la envuelve y llamar a Rolando, a quien la neblina distorsiona, y que de seguro, encogido por el frío, escucha sin hablar lo que Beatriz reclama mientras Herman se cubre el pecho con los movimientos lánguidos que usa cuando quiere ocultar el miedo, y Rolando —dentro de la neblina y la soledad del hotel— bebe, en vaso de plástico, una cuba sin hielo porque las consecuencias del norte que azotó la costa habían destruido las ilusiones de pasar una sin igual lunada en el Albatros —reza el nombre del hotel discretamente colocado entre las casuarinas de la entrada.

La cita fue entre las nueve y diez de la noche, los autos llevando al grupo de amigos dejaron atrás la refinería, las casas de madera, el faro, las dunas, y cada quién por su lado —unos llegando por la calzada ancha y otros por la misma orilla de la playa— entraron al Albatros atisbando las nubes y el bochorno que anunciaba norte —malditos nortes que de puntillas se arrojan sobre la línea de la costa a la hora menos pensada, por ejemplo, cuando un grupo de amigos, de matrimonios jóvenes, y algunos aún sin oficializar la relación, quieren romper la monotonía para beber y cantar y saborear la intensidad de ese sitio cruzado entre el mar y el río, la bocana por donde entran los barcos que vienen de todas partes del mundo dejando sus huellas de humo, pero el norte, siguiendo la inconsciencia del que echa a perder las fiestas sin saber la razón, dio sus primeros síntomas cuando Beatriz, o Herman, dijeron que no era por espantarlos…

… pero se les hacía que el nortecito les iba a jorobar los planes.

Los amigos vieron la luz de la luna entreverada por las nubes cada vez más apretadas, escucharon el rebote débil en el agua del río ancho, el jaleo de las olas del mar. Los amigos sintieron el viento que empezaba a meterse en el aún leve frío y afirmaron que no había por qué regresar al puerto cancelando lo planeado ese fin de semana en el Albatros —porque ningún norte era capaz de bajarle los arrestos a los que son más bravos que los mismos aires—, lo que secundaron Rolando, que desde antes de la llegada bebía ron blanco y coca cola en enormes vasos de plástico, Juancho dentro de sus expresiones tímidas y Beatriz en la anchura del cuerpo, con la risa tensa, Paco en lo engolado de la voz, dijo, dijeron, que los aires del norte joden a los fuereños que no comprenden los mensajes de las estaciones, pero no a ellos, a los que nacieron ahí, qué carambas.

La idea —aparte de beber tequila, cerveza bien fría y combinaciones roneras, comer tacos playeros, picadas de camarón y chilpachole de jaiba— era mirar cómo la luna convertía en blanca-blanca las aguas del mar y del río; ver cómo la luz de la noche cambia los perfiles de la costa, las escolleras adquieren figuras que cada quién etiqueta, el mar se hace de lomas, los barcos desfilan como palios, el silencio de la bocana se troquela en el pequeño ruido de las olas, y cómo ellos, los amigos, en el Albatros, disfrutarían libres de la brisa que en la noche amansa el calor, sin hacer caso de las leyendas oscuras que cargaba el historial del hotel —putas de risa y escotes descarados, homosexuales de sudores vergonzantes, orientales colgados de las vigas— y esos relatos se deshicieran en las habitaciones, ahora limpias, ante la novedad del sitio comprado a precio de oro por algunos inversionistas decididos a borrar a escobazos de dinero las antiguas negruras de un lugar enclavado en terreno de privilegio, entre el mar y un río que sin hacerse blancos-blancos, ahora se oscurecen cuando las nubes que el norte va metiendo a la costa causan la ira de los amigos, quienes reniegan y beben tratando de minimizar las turbonadas aún débiles del viento.

A Manina ningún airecito lebrón le iba a quitar el regusto de la noche, y si bien ella y Rolando no necesitaban de hoteles con historias negras para corretearse sin pedirle permiso de tiempo al tiempo, estaba segura que con el cambio de decorado aumentarían hasta lo increíble los rejuegos salivados, y quizá las consejas que corrían sobre los siniestros y enrabiados ayeres del Albatros darían sórdido aliciente para que la noche se pegara al río y el día al mar, y fueran pretexto para que ella y Rolando se enredaran en placeres quizá no acometidos en otro sitio, y no permitieran, ni un segundo, que la nostalgia, o los pesares, o lo peor, el aburrimiento, se les echaran encima.

Lo más desagradable del matrimonio es la conciencia —había dicho la mujer antes que la camioneta grande brincoteara por la orilla del mar y Rolando, silencioso como de costumbre, alzara el dedo mostrando, al final del camino, el corte de la escollera, y a un lado el hotel rodeado de una palizada blanca —extendida igual que otra escollera más de las que separan al mar del río.

Esto horas antes de las nueve de la noche en que los demás amigos llegaran, porque Manina y Beatriz quedaron de verse en el Albatros para dejar arregladas en el jardín las tres bancas de cemento en donde iban a colocar —a presentar, rectificó Beatriz— las viandas picosas y el cerro de botellas…

… para que no se sientan incómodos los «niños» —carcajearon las dos mujeres, con el silencio de los maridos…

… además de llenar las tarjetas del hospedaje, sí, ahora que el Albatros es lugar exclusivo, sólo para socios del Club Náutico, y que los huéspedes anteriores, los que la leyenda recopila en pasiones malvadas, no tienen ya cabida en las habitaciones del hotel, sin clima artificial, cierto, porque con el abanico de techo es suficiente, pero sobre todo con la brisa que avienta el mar, el frescor que se siente en ese primer punto de la costa, kilómetros antes que el viento llegue al puerto, porque cuando la frescura entra a la ciudad ya fue absorbida por las marismas, por la gente de las vecindades, por los humos de la refinería, por los niños mocosos de las colonias junto al mercado, por otras desconocidas parejas que se untarán de los finales del viento dejándolo manso de frescuras al llegar a la plaza de armas.

En cambio, a la orilla del mar, ellos y los amigos que están por llegar y ver los preparativos junto a la ribera, serán los primeros seres de la costa que sientan el frescor del aire para usarlo todo el tiempo de su particular festejo hospedados en el Hotel Albatros, cuyas historias repetían los papás, incrédulos de que los ricachos del puerto arriesgaran su dinero en ese sitio que, de no estar maldito, por lo menos no tenía la compasión divina, y que las nuevas generaciones lo usaran para sus diversiones de fin de semana.

El norte jamás podrá ser presagio de nada —alguien dijo al tiempo que Marcia, Juancho y Mercedes trataban de sostener al rebelde mantelillo de papel rayado que iba a cubrir una de las bancas.

Todos, salvo Herman, que paseaba por la orilla de la bocana como disfrutando en verdad del aire a momentos cada vez más frío, se dieron a la tarea de descubrir y amontonar caracolas y conchas de mar, aún olorosas, con que pretendían sujetar los manteles que banderaban atrapando trozos del norte.

La Nena Cuadri y Julio cubrían la comida diciendo que lo mejor era irse antes que las cosas se pusieran peor —puede ser otro fin de semana que no haya temporal—, o por lo menos se llevaran los platos a una de las siete habitaciones contratadas: los doce son socios del Club Náutico y por derecho pueden usar las instalaciones —claro, claro, dijo Beatriz a Herman el jueves anterior: pagando el hospedaje, ahora no cualquiera puede entrar, eso antes, cuando el Albatros era un hotelucho de rato, y su lejanía del puerto propiciaba la llegada de la escoria de la escoria.

La Nena se dio a platicar historias como la del norteño grandote y colorado que tenía deudas de sangre en la frontera, y llorando siempre por un hermano muerto, hizo del hotel su escondite hasta que una mujer con pinta de madame adinerada lo fue a sacar para regresarlo; o cuando don Nicanor, el papá de las Santoyo, fue descubierto en cueros con un marinero, lo que motivó que la esposa confesara que el remedo de hombre ése ni siquiera era el verdadero padre de las muchachas, a Dios gracias —juran que repitió eso a lo largo de los casi veinte años que sobrevivió al suicidio del marido.

Rolando tomó el quinto, sexto trago, largando un discurso extraño en él: no existe ninguna historia, por fuerte que sea, por más diabólica o heroica, que tenga el poder de quedarse pegada a las paredes del lugar donde se llevó a cabo, lo desagradable es la llegada del mal tiempo arruinando los planes, destruyendo la teoría de ser ellos, y sólo ellos, los primeros receptores de la frescura ahora trastocada en frío.

Lo que dicen que aquí pasó deben ser burbujas del cotilleo de la gente, quién no conoce la indiscreción fantasiosa del puerto —quizá remarcando, sin decirlo, que él no era de allí aun cuando a veces sentía, diciéndolo, quererlo más que los que presumían de ser extensiones de las familias que llegaron desde el tiempo de la segunda fundación, cuando el puerto era sólo un pringuero de casas de techos de bajareque.

Pese a los golpetazos del viento que en el mar se hacían eco, los amigos ya tenían las maletas en cada uno de los cuartos, son seis parejas, son siete cuartos los que necesitan: cinco dobles, una habitación para Juancho y otra para Marcia porque ellos duermen separados…

… qué poca imaginación la de Juancho…

Y el hombre —divorciado, rechonchito, semicalvo, de miradas bajas— esquinea las burlas apresurando los preparativos para ordenar, con sentido estético, las bebidas en su habitación, y en la de Herman concentrar la comida…

… sólo de esa manera podemos estar, aunque creo que la idea de la Nena es la más adecuada, lo mejor sería regresarnos…

… piensa él, lo dice Juancho, lo señalan la Nena Cuadri y Florinda —a quien los amigos le dicen la Ronca por su voz siempre rasposa—, pero ahora eso no interesa, a quién le importan esos asuntos si todos corren de un lado a otro y los manteles, ya sin cuidadores y botando sin remedio los adornos marinos, dan giros y revueltas en los jardines del Albatros.

Son las servilletas y no la luz de la luna las que pintan de blanco el río, las olas se levantan, se oye el mar que embiste la arena y el frío comienza a sentirse en esos territorios donde el calor es soberano sin discusión, salvo los días de norte frío, como el de ahora, menos las noches como la de hoy que se hace humosa y la gente de la ciudad, persiguiendo inútilmente la tibieza, ya esté metida en las sábanas húmedas, si el rencor del frío ajusta cuentas contra los que apenas lo conocen, y la gente saca los trajes cruzados con olor a guardado, los abrigos pasados de moda, los jerseys deshilachados, las bufandas destartaladas pues apenas han sido red de cuello un par de veces en los últimos años, y eso allá, en las calles del puerto, allá, no aquí, lejos de la ciudad. ¿Lejos? Carajo, si pueden regresar en media hora. ¿Lejos del puerto? Carajo, qué lejos pueden ser 14 kilómetros, aquí, pegados al río y al mar, en el Hotel Albatros, junto a los aires viajando en la punta de la flecha del norte, los amigos beben tequila y las mujeres también porque nadie puede ser héroe para aguantar el frío como si nada, carajo.

Manina sabe que la desesperanza llega cuando entra la neblina. Los demás también lo sabían. El banco espeso marcaba sus fronteras hacia el mar adentro, más allá de las luces de los barcos que esperaban su pase de entrada al puerto, igual que si la cerrazón anduviera dando, en ese preciso instante, la última oportunidad a los amigos para largarse a casa.

Ninguna otra persona se ve en el hotel. La neblina avanza despacio, cierto, pero es indudable que en menos de una hora estará pegando en la costa, y así como los amigos buscaban ser los primeros en recibir la brisa aún libre de ataduras y de falsos atrapes —eso en caso de que el maldito norte no les hubiera echado a perder el paseo, porque ni los más tercos como Beatriz negaban que les cambió la noche—, ahora todos lo dudan, inclusive Herman, que marcando algunos pasos de baile dijo que cancelada la opción del jardín, había tres caminos: encerrarse en la soledad de cada quién en su cuarto, armar la fiesta en una sola habitación, o regresar de inmediato al puerto.

El rumor de las voces marcó los senderos en que se iban dividiendo las opiniones, formó los grupos sosteniendo argumentos como la inutilidad de estar ahí: Mercedes. El ambiente es opresivo: Paco. Se le enchina a uno el cuerpo: la Ronca, y así corrieron las opiniones, salvo las de Marcia y Juancho que, conjurando algo no escuchado por los demás, recortaban su doble silueta contra lo oscuro del cielo abajo de una luna que arriba de las nubes era ajena al platinado que los amigos esperaban en el mar.

Nosotros n-o-s v-a-m-o-s —dijo Marcia con su voz aniñada sin que nadie al parecer rebatiera esa idea, ni la apoyara, como si nunca nadie la hubiera dicho, sólo la Ronca murmurando:

… para los que no quieren aceptar lo maligno del sitio, ahí está la prueba, Dios no olvida aunque pasen los años…

Dándose a recordar sitios que según ella eran malditos: Jilitla, el río Bravo donde tantos muertos se ven a diario, ah, y nadie debía olvidar la Ventosa, o las salineras en Guerrero Negro, el desierto de Altar y la costa de Marruecos, sí, para que vieran que lo extranjero también aportaba su cuota de perversión.

Rolando, sin beber, sin moverse, con el vaso suspendido a medio viaje, miraba fijamente cómo la Ronca, echando fuera la voz que al parecer se le enquistaba más adentro de la garganta, movía las manos llenas de colgajos platinados.

Pese a las servilletas sostenidas por conchas y caracolas, los que entraron a la habitación de Beatriz y Herman se dieron cuenta que la arena de la playa, además de polvear los muebles y el piso, cubría los platones de comida. En vano trataron de limpiarla porque el polvillo salado se extendía más allá de la superficie como si el norte anduviera de rebatiña en los platillos regionales, así definidos días antes al diseñar el menú, con las esperanzas de pasar el fin de semana lejos del puerto gritón como fiesta de primavera, cerca de ellos que dejarían de lado sus distintos quehaceres, con ese gusanillo interno de saber que la noche y la luna, el aire fresco, el río silencioso, la paciencia del mar, les permitiría irse hacia pasajes menos obvios, echar fuera los remilgos sociales, pero el malparido norte acabó con todo, así lo definió La Nena, que ahora encabeza la opinión de la huida, porque eso sería huir —rebatieron Manina y Beatriz con el silencio cómplice de los maridos.

Los anchos focos rojos de la camioneta de Juancho, cubiertos de una capa de arena, marcaron el regreso al puerto de la pareja sin serlo —esto es un escape —se escuchó arriba del viento que movía las casuarinas y jaloneaba las palmeras —deberían quedarse en algún hotelito de la playa, pero no se atreven —refiriéndose al divorcio de cada uno de los dos que ya no estaban —ella sí, Juancho es el que no quiere —adulto de mano sudada, miedos que le inyectó la familia.

Como si la huida de la primera pareja diera sonido de rebato a una campana de popa, la Ronca y Silerio, medio rostro cubierto con pañuelos, fueron a su habitación y sin más sacaron un cerro de maletas; rumbo a la salida, la Ronca se detuvo en la habitación de Beatriz y mientras su marido cargaba el auto deportivo, explicó que…

… es una tontería tratar de ganarle a los presagios de la naturaleza —así lo dijo, así lo recuerdan, así lo repitieron los ocho que quedaron en el Albatros, como los cuentos de misterio que van dejando sin cabeza a los negritos—; alguien, ¿quién?, lo expresó en voz alta, en una voz sobresaliente al sonido del viento que ya sin recato echaba su fuerza en las dunas de la playa, picaba las aguas del río y del mar alzadas por encima del borde de la escollera.

La Ronca, con la voz tratando de ganarle a su respiración agitada, sin quitarse el pañuelo de la boca, gritó que por favor no hablaran mal de ellos, sabiendo —eso siempre decía al abandonar cualquier reunión— que era ella la que atizaba el fuego de la burla sobre el recién ido. Desde el auto deportivo, la Ronca, envuelta en afelpada bata blanca, sacada a jalones y de último momento de una de las muchas maletas, los miró sin quitar la vista del grupo que desde la ventana del cuarto de Beatriz miraba a su vez a un auto bajito tomar rumbo a la calzada ancha para no enfrentarse —seguro, pensaron los de la habitación— al oleaje que en la playa, con precisión repetida, barría el camino sin asfaltar.

Fue entonces cuando el banco de niebla, desplazándose de las últimas olas, empezó a entrar a tierra.

Con la cerrazón aumentando y el frío subiendo de tono, los ocho vieron que sin dejar trozo descubierto la arena cubría los pisos, los muebles de las habitaciones, las ropas, el borde de los vasos, las servilletas para nada servían ante el polvo fino que empanizaba al caldo de jaiba, y los tacos playeros y las tostadas de camarón no se notaban debajo de la arena.

Mercedes, que jamás opina antes de escuchar al pie de la letra lo que Paco señala, alzó el tono de la voz diciendo que la tacharan de lo que la tacharan ella se largaba y que si su marido era tan terco de seguir ahí, se iba a ir caminando, o por favor le prestaran un auto para regresar…

… de aquí cómo salimos, ni modo que pida un taxi al puerto, capaz que me confunden con una loca…

… eso somos, unos locos queriendo probar que no tienen remedio —se oyó de nuevo la voz que nadie pudo identificar o nadie deseó hacerlo.

Mercedes, a quien desde niña le decían Meche, lo que odia amenazando con suspenderle el habla a quien así la llame, se sentó en el todoterreno de Paco y ahí se estuvo con la cabeza gacha esperando que su marido sacara la maleta a cuadros, bebiera de golpe el trago del camino diciendo que eran necedades de Meche, por él se hubiera quedado…

… sólo para ver de qué tamaño son las olas cuando llega el mal tiempo.

En el estacionamiento sin techo quedaban los autos de las tres parejas que seguían en la habitación decorada con objetos marinos y con la botella de ron y unas coca colas enormes que sin gas se notaban opacas en el piso a la orilla de la cama.

Alguien propuso botar la comida al mar porque, inservible, empezaría a apestar la habitación de Herman y Beatriz. Sin decir palabra, Rolando levantó las charolas y salió al viento que, más suave, movía en rachas los almendros.

Al parecer los focos de los farolillos del jardín habían tronado con la fuerza del aire y sólo dos, tercos o fuertes, con el viento amainando, seguían en bandazos rítmicos el ruido de sus herrajes contra la columna que los retenía.

Nadie se propuso ayudar al esposo de Manina, quien debía hacer por lo menos un viaje más para desechar la comida, sobre todo por lo incómodo de la olla del chilpachole, y en ese preciso momento, cuando la figura de Rolando se enturbiaba por la neblina, la Nena Cuadri sacó un rosario y sin decir algo, mostrando las cuentas a alguien, le hizo señas a Julio marcando la salida porque ellos también se iban.

Julio movió las manos señalando el panorama: el ruido del mar en el rebote de las olas, el soplido del aire contra las ventanas, el movimiento de las plantas del jardín, el golpeteo del agua del río contra el bordo, la soledad del sitio, las dos lucecitas de las farolas, Rolando sin regresar, el olor a marisco descompuesto que nadie supo si era por la comida intocada o porque el mar echaba fuera sus efluvios, la neblina adoptando el papel del aire en los jirones de las historias del Albatros, como lo sintieron los cinco, menos dos, porque Julio y la Nena Cuadri, sin esperar nada, y menos el regreso del fuereño que no deseaba serlo, a la carrera levantaron la maleta y sin decir adiós con la mano —que además por nadie sería visto el gesto— tomaron la carretera ancha para recorrer los 14 kilómetros hasta el puerto.

Al fondo, o al principio —quién lo sabe—, hacia la entrada al mar, la oficina de la administración estaba a oscuras y al parecer solitaria. Ningún otro huésped hacía sentir su presencia. Ninguna otra luz en las habitaciones del hotel, sólo dos prendidas: la de Rolando y Manina, vacía en ese momento; la de Beatriz y Herman donde están los cuatro sobrevivientes al desastre de la fiesta organizada con tantas llamadas telefónicas, ajustes en los horarios de los que tenían hijos, oídos sordos a protestas familiares de qué iban a hacer en ese lugar de tan mala fama.

Sólo los cuatro: la figura gruesa de Beatriz, la palidez de Herman, los nervios brincones de Manina y la tranquilidad ronera de Rolando, porque la ausencia de los demás fue como hojas de casuarina desgranadas en el aire del regreso.

Los cuatro se miraron buscando una salida a la situación, quizá, sólo quizá, esperando que alguno diera la señal de abandono de las trincheras marinas, pero no fue así porque ninguna ventolera arenosa les iba a tumbar las ganas de pasarla bien y entonces Manina sugirió fueran a su habitación porque ahí estaba el parque bebible que la noche y el clima estaban requiriendo.

Sin que al parecer el frío disminuyera, el aire empezó a sentirse menos intenso suavizando la rebatiña y el jaloneo en las palmeras de la costa, en los flamboyanes del camino, en los almendros que rodean las rocas de las albarradas, en los macizos de tulipanes de junto a las bancas de cemento, en las casuarinas de la entrada extendida hacia los médanos de la playa, todos los árboles, arbustos, ramajes y frondas dejaron de bailar como locos, y los cuatro, ya en la habitación de Manina y Rolando, sonrieron diciendo que la fuerza de ellos era más grande que la de los submundos en que se encerraban las historias de cada una de las habitaciones del Albatros, donde ya la ausencia del aire marcaba el silencio.

Porque no sería extraño que el cuarto donde ellos ahora están tuviera una crónica rayada en los registros, relatos de capitanes sin barco, de prostitutas niñas, de trasvestis ojerosos, esposas ahítas de celos, grumetes solitarios: seres llegados desde las olas y que tuvieron al hotel como refugio de insomnios que la doble pareja no tiene, porque para ellos la noche es joven, el aire se va calmando y la neblina y el frío no les impiden beber hasta que la luz devuelva al sol sus poderes para dorar la playa.

Unos en la cama, otros de pie o en una mecedora abandonada en el rincón, bebieron tequila: Herman y Beatriz; ron con coca sin gas y sin hielos: Manina y Rolando. Los cuatro, al parecer sin ponerse de acuerdo, intentaban que el resto de una noche que sería larga, fuera lo más desparpajado posible.

Nadie mencionó la falta de comida ni la imposibilidad de obtenerla.

Nadie se refería a la soledad del hotel, acentuada por la cada vez más notoria falta de viento.

La idea, reflejada en la acción, era beber trago tras trago sin siquiera saborear lo insaboreable, porque ellos urgían las carcajadas hasta que Beatriz preguntó sobre el hecho más deleznable que los demás supusieran se hubiera realizado en esa misma habitación.

Para entonces, el viento había cesado por completo.

Ni un solo ruido se colaba, ni siquiera el de las olas.

El frío andaba rozando la molestia en las dos parejas.

La arena, señera, se mantenía firme sobre toda la extensión del cuarto, encima de la ropa y los muebles.

En el resquicio entre la puerta y el piso se elevaba un montoncito y Rolando dijo que, antes de especular sobre la violencia, debían limpiar un poco las dos habitaciones.

Los cuatro se dieron a la tarea de sacudir y barrer la arena, pero nada sucedió. La arena, fina y blanca, no se despegaba de ninguna parte, sólo la miniduna de la puerta se extendió al salir ellos al pasillo.

En la otra habitación sucedió lo mismo.

Al igual que la niebla que ocultaba las figuras de los cuatro, la arena estaba firme en la completa amplitud del Albatros.

… la ha soldado la humedad, necesitamos agua, jabón y bayetas —dijo Manina sin volver la cara.

… es maravilloso ese brillo blanco en el jardín, no vimos lo plateado del mar, pero sí lo luminoso en todo el hotel… continuó Beatriz.

Es la contraparte de la neblina —se escuchó—. Ellos echaron la mirada desde el pasillo donde en días normales era posible disfrutar de la visión del río y un poco hacia la izquierda la línea del agua en la playa, ahora todo invisible.

Salud, y los cuatro, desde el pasillo, con la vista pegada a la alfombra de arena y a los turbiones de la niebla, bebieron de nuevo como si fuera la hora en que la noche iniciaría su despegue.

Beatriz insistió en buscar la historia adecuada que se hubiera llevado a cabo en una noche como ésta…

… porque no puede ser ni la única ni la primera.

¿Qué habrá sucedido con los que aquí se refugiaron para ocultar sus demonios?

¿Qué nudos se ataron en una noche de norte, con la arena como invitada necia, la neblina como ser omnipresente, la quietud del silencio sin que nada se escuche o se mueva, que el río no corra, y las olas de la playa se hagan lisitas como suspiros?

De Herman salió un quejido. Leve, cierto, pero fue transmitido entre la sequedad de la niebla. El tipo de pulserilla de oro y cabello cortado en boutique apretó hasta destruir el vaso de plástico.

En un acuerdo no establecido, los movimientos de los cuatro se hicieron lentos.

Rolando sugirió beber a la mitad del jardín y gozar de lo que a otros les daría miedo. Los demás lo aceptaron. La respiración de Herman era más fuerte, se escuchaba nítida sobre el ruido de las pisadas de los cuatro. Cargando sólo las botellas y los refrescos, bajaron.

No intentaron llegar hasta las tres bancas de concreto —que horas antes por momentos intentaron servir de mesas— porque éstas se encontraban cerca de la ribera y la neblina las ocultaba. Rolando puso la botella en el suelo, y haciendo un círculo tan pequeño como lo pueden conformar cuatro personas en medio de la bruma, bebieron esperando que alguien, ojalá no Beatriz, rompiera el momento estático.

Dejaron que la bebida machucara el instante quitando la arena que buscaba colarse en la boca. Ninguno de los cuatro habló de la ausencia de los amigos. Beatriz, de nuevo, como si no tuviera otro camino que regresar a las historias del Albatros, insistió en fijar anécdotas, y en ese momento, cuando se mencionó al papá de las Santoyo y su amante marinero, y Herman lanzó otro quejido, Manina dijo que tenía que ir al baño y sin más, sin titubear, avanzó rumbo al pasillo que daba a su cuarto.

Los tres la vieron caminar despacio.

Después trataron de escuchar los ruidos que delataran los movimientos de la mujer cubierta con una camisa del marido sin permitir que la prenda ocultara por completo los pantalones ajustados y la blusa ceñida a los pechos duros.

Ellos, a través de la niebla, intentaban adivinar los movimientos de Manina mirando hacia donde suponían estaba la ventana de la habitación de Rolando, quien largó otro trago ancho escuchando a Beatriz reclamar la cobardía de su marido para meterse en el abrazo de Rolando, que sin hacer y decir se untó del polvillo arenoso aferrado al vestido amplio de la mujer.

Los tres se quedaron así, y poco a poco, en movimientos de nube, Rolando se apartó. Beatriz siguió con la retahíla de palabras. Herman se cubría el pecho con las manos, encogiendo los hombros como si no escuchara la voz de su esposa.

La luz de los faroles era la de un par de cocuyos extraviados en el jardín, detenidos en los confines del nimbo que seguía entrando del mar.

La arena y la neblina uniformaban el sitio y Manina se dio cuenta que el simple sonido de sus palabras no llegaría a los que abajo estaban suspendidos.

Sin importarle que tuviera polvosas las manos y el cuerpo, o por eso, que el frío se colara en cada trecho del cuarto, que las olas no se escucharan, que la arena saturara los objetos, supo que era el momento de devolverle al mar las historias del Albatros, ponerle aliento al silencio, y se quitó la ropa.

Se vio frente al espejo: desnuda, pequeña de cuerpo, de curvas suaves, de estómago plano, tetas duras y palpitares que le apretaban las costillas, el vientre y la raya de las nalgas.

De puntillas entró al baño para abrir las llaves de la regadera al tiempo que cerraba los ojos invocando la figura de su hombre, que en silencio y sin moverse está abajo rodeado de otras dos figuras de rostros sin formas.

Su hombre tampoco aparece con claridad, lo ocultan el polvo de las dunas, las nubes, el silencio del mar, las facciones de seres que ella nunca ha visto y entonces combate, pelea contra la sensación quitando del camino los estorbos de las malas noches, jalando fuera de un círculo de tres a su hombre, el mismo que solamente en los ojos de la mujer levanta la cara, y así se queda, con la sal pegada a la ropa.

Ella, con los párpados bien apretados, el frío en los poros, piensa en el hombre, en su hombre, y hacia él manda el perfume de su cuerpo a través de la habitación, del pasillo, de las capas de las nubes bajas, de la arena, de la ausencia de luz en el rizo de las olas, mientras siente los agujeros del techo y espera la caída del agua de la regadera que arroja sólo unas cuantas gotas frías, las que reciben su pie, sus uñas pintadas, su tobillo delgado, su muslo carnoso, sus manos de polvo.

Mientras las pringas de agua pintan redondeces en la arena seca de la tina, ella sin verlos ve a los tres de afuera, detenidos, estáticos, estatuados, y ella ruega para que sólo uno de ellos, su hombre, sienta la necesidad que la mujer tiene de atraparlo en ese calor horrendo que se le mete al alma y que no puede disminuir con la miseria del agua de la regadera, porque por la tubería manchada apenas asoman la nariz unas cuantas gotas amarillosas cayendo sobre la tina enorme, de porcelana, donde en otros años, quizá, se bañaran putas floridas, asesinos de guante negro, gigantes sin sexo o divorciadas solitarias.

Canta, quiere que la melodía baje en chorro de agua para hilvanarlo con el cuerpo de su hombre.

Canta para no decidirse a salir corriendo y dejar junto al mar a los tres de abajo.

Atropella las palabras en inglés.

Se recrea en una tonada alegre que tenga la fuerza para destruir la sal y las nubes.

Trata de quitarse los resabios cantando.

Espantar al silencio creyendo que su voz, en la vieja canción bailada por Gene Kelly, tiene el poder de disipar la neblina y devolverle su sonido a las olas.

De barrer lo platinado de la arena que lo cubre todo.

De darles vida a las estatuas salitrosas.

Que el canto posea la fuerza necesaria para obligar a la amarillenta y rala lluvia de la regadera a convertirse en verdaderos torrentes marinos que rompan, limpiando, lo que comienza a envolverla.