TRES

La anciana cruzó el patio del colegio. Era una mendiga que sobrevivía en los cobertizos abandonados de los mineros, hurtaba comida en los secaderos de pescado, pedía arroz de puerta en puerta y, a veces, robaba patatas de los campos de cultivo. Llevaba mucho tiempo viviendo en la isla; no había tenido hijos y se había quedado viuda al morir su marido en un accidente, en la época anterior a que cerraran las minas. Había pasado una temporada en un sanatorio mental, pero se escapó de allí, consiguió volver a la isla y se negaba a abandonarla. Todo el mundo opinaba que era inofensiva y la dejaban en paz. Pero Hashi no podía quitársela de la cabeza.

—Cada vez que la veo —le decía a Kiku—, me pregunto si podría ser mi madre. Odio ver a mujeres como ésa, mendigando y pidiendo sobras. Me hace pensar que seguramente mi madre tiene la misma mala suerte por haberme tirado. No puede ser que sea feliz, después de haber hecho una cosa así. Por eso cuando veo a alguna señora pobre me dan ganas de irme a ella corriendo, abrazarla y llamarla mami. Pero luego pienso, «si de verdad es mi madre, lo que quiero hacer es matarla».

Poco después de que empezaran la escuela primaria, otro niño vio a la vieja pasar cruzando el patio del colegio y le había gritado a Hashi:

—¡Eh, Kuwayama, esa vieja bruja es tu madre!

La antigua indignación inundó a Hashi por un instante y le hizo abalanzarse sobre aquel chico.

—¡Perdone, abuelita, la confundí con la madre de Kuwayama! —volvió a gritar el niño, exultante al menos por un momento, hasta que Kiku se unió a la pelea y empezó a pegarle.

Ese incidente fue el primer contacto de Kiku con la violencia, ya que ni los Kuwayama ni las monjas jamás le habían puesto la mano encima a ninguno de los dos. Fue la primera vez en su vida que cerró el puño y se lo estrelló en la barbilla a alguien: con un solo golpe derribó al niño y le rompió dos dientes. Todo sucedió en un segundo pero, como si le hubiera sabido a poco, Kiku siguió dándole patadas en el costado hasta que el otro chico perdió el conocimiento. Después, para rematar la faena, se pegó con el resto de niños que se habían reído de las pullas del primero. Cuando acabó, toda la clase le tenía miedo. Quizá porque era tan apacible de ordinario, parecía aun más temible; en cualquier caso, nadie mostró deseos de meterse en problemas con los dos chicos en adelante. Pero la tristeza de Hashi cuando veía a aquella mujer no desapareció. Una vez se puso a observarla a cierta distancia, mientras ella sacaba unas ropas harapientas de un cubo de basura —parecía que las de color morado eran las que más le gustaban— y se las probaba poniéndoselas por delante de los hombros y las caderas. Soplaba un viento que la hacía parecer como vista en sueños: una figura toda malva, ondeante.

Los chicos exploraban las minas con mucha frecuencia, rompiendo la promesa hecha a Kazuyo. Ya en cuarto curso, era casi una costumbre diaria; pasaban por la casa a dejar las carteras y se iban derechos a la ciudad abandonada. Habían trazado a grandes rasgos un mapa que dividía la zona en cuatro sectores: los alojamientos de los mineros, las minas propiamente dichas, el colegio y las calles desiertas, y dieron a cada una un nombre sacado de los tebeos: Zoule, Megad, Puton y Gazelle. Zoule era el líder de una feroz banda de piratas del espacio, Megad la base espacial de Venus, Puton un robot que trabajaba en la defensa de la Tercera Estrella de la constelación de Cygno, y Gazelle un noble emisario, hijo de Supermán y de una mujer china. Los edificios de los mineros, en la zona Zoule, estaban rodeados por tres lados de montículos cubiertos por unas viñas infestadas de víboras, así que los chicos casi habían desechado la idea de explorar esa área. Lo único que sabían seguro era que a veces se oía el viento silbar a través de unos edificios altos al otro lado de las colinas.

Pero un día, mientras daban una vuelta cautelosamente por el borde de aquella zona, Kiku descubrió unas escaleras de hormigón que, ascendiendo hasta la cumbre, prometían una vista de aquellos edificios inexplorados y del mar a lo lejos y, por tanto, la posibilidad de completar su mapa. Los escalones eran empinados y estaban cubiertos de vegetación, así que los chicos fueron subiendo con mucho cuidado, asegurándose de que no hubiera serpientes bajo las viñas antes de cortarlas. Finalmente consiguieron llegar hasta un punto desde el que veían todo el complejo en ruinas: doce edificios de ocho pisos que miraban al mar.

A aquellos edificios, marcados con las letras de la A a la L, se llegaba por un camino ancho que recorría la falda de la colina para descender después hacia las casas. Se veían sitios en los que las viñas habían cubierto hasta las terrazas del segundo piso, pero en muchas ventanas los cristales parecían enteros. Los portales estaban abiertos, no como en los edificios que habían explorado antes. Una planta que caía en cascada desde la terraza del séptimo piso del bloque B parecía, a cierta distancia, un colchón de color verde claro puesto a airear; pero, al mirarlo desde justo debajo, las vides de color gris y sus verdes hojas peludas tenían más el aspecto de un monstruo que hubiera devorado a los habitantes del piso. Los chicos sabían por experiencia que allí dentro podía haber toda clase de cosas apetecibles: platos rotos, pintadas, colchonetas tatami aprovechables. Menudo descubrimiento: doce bloques de viviendas, aparentemente intactos.

Kiku y Hashi ya habían reunido una buena colección de objetos recogidos de los otros edificios: un puñal, discos viejos, fotografías, una caña de pescar, unas bombonas de submarinismo, una máscara antigás, un casco de minero con luz, otro con correas de cuero, gafas de bucear, dieciocho latas de sulfato de amonio, un globo, un maniquí anatómico del cuerpo humano y una bandera: todo estaba escondido en un lugar seguro, en el sótano de una refinería de carbón. En esta ocasión, Kiku tenía esperanzas de encontrar una bicicleta.

Súbitamente, mientras se aproximaban a los edificios, Hashi se detuvo en seco.

—Hay algo que no me gusta —dijo.

Tenía los sentidos muy despiertos, y siempre era el que avisaba a Kiku de que había una serpiente escondida en una bala de hierba, del lugar exacto en que se ocultaba un murciélago dentro del túnel o del montón de algas que escondía una medusa.

—Oigo respirar a alguien —dijo.

Kiku se asomó cautelosamente por encima del muro de maleza que tenían delante y sonrió abiertamente.

—Ven a ver esto, Hashi —le llamó.

Pero Hashi se negó a moverse de donde estaba, acordándose de otras veces en que Kiku había dicho lo mismo y él se había acercado alegremente, encontrándose con un techo cubierto de murciélagos o algo todavía peor.

—¡Es un cachorro! —dijo Kiku por fin.

Hashi le hizo prometer que le daría sus gafas de bucear si estaba mintiendo, antes de acercarse y ver un cachorro blanco que jugaba en la entrada del bloque B. Estuvieron un rato contemplando al perrito que escarbaba en la tierra, hasta que éste salió corriendo detrás de un insecto. Hashi iba a proponer que se lo quedaran como mascota, pero Kiku ya había salido hacia los arbustos. El cachorro aún andaba con cierta inseguridad y debería haber sido fácil de atrapar, pero vio acercarse a Kiku y echó a correr en dirección contraria. Siguiéndolo, llegaron hasta el portal del bloque C cuando un gruñido sordo los detuvo, helados. Parecía salir del edificio entero, como una especie de quejido bajo que llenaba la hueca estructura de hormigón. Un segundo después, vieron aparecer unos cuantos pares de ojos brillantes en el portal a oscuras y, cuando se acostumbraron a la falta de luz, distinguieron también unos dientes desnudos y unas siluetas agazapadas. Mirándoles fijamente con la peor intención, uno de los perros avanzó hacia el exterior y empezó a aullar, lo que hizo ponerse en acción a todos los demás.

Kiku no pudo aguantar más; estaba a punto de darse la vuelta y echar a correr cuando Hashi lo agarró por el brazo.

—Te atacan cuando les das la espalda. Leí en un libro sobre caza mayor que lo que hay que hacer es mirarlos fijamente a los ojos y caminar hacia atrás muy despacio.

Mientras veían cómo seguían saliendo perros del edificio, se acordaron de aquel cadáver —un vagabundo, dijeron todos— que había llegado a la playa traído por la marea con los muslos, la tripa y los costados arrancados a mordiscos. La policía había dicho que no habían sido los peces, porque lo primero que se comen son los ojos. Y cuando desaparecía un pollo o un cerdo de la granja de alguien, la gente hablaba de perros salvajes, pero nadie había intentado cazarlos nunca porque vivían justo donde más víboras había.

—¿Qué quieres decir con «mirarlos a los ojos»? ¿A qué ojos? ¡Si hay más de cien! —gimió Kiku—. Nos matarán si se ponen detrás de nosotros. ¿No se te ocurre nada?

Hashi sugirió que trataran de gritar a pleno pulmón, pero los gritos se convirtieron en chillidos y los ladridos aumentaron. Para entonces ya estaban rodeados.

—No hacen más que sentarse ahí y aullar. Quizá sólo comen lo que ya está muerto —empezó a decir Kiku.

En ese momento, un perro de color rojizo se lanzó contra Hashi y trató de morderlo en una pierna. Kiku blandió la hoz que habían usado para cortar las vides, alcanzó al perro en un lado de la cabeza, de donde brotó un goterón de sangre. El animal rodó por el suelo, pero otro le saltó por encima, mordió a Hashi en el cuello y lo derribó. Esta vez Kiku no podía atacarle en la cabeza por miedo a herir a Hashi, así que le clavó la hoja en el costado pero, cuando se dio la vuelta para correr, se le cayó la hoz.

El círculo de perros se estrechaba cada vez más. Uno dio un salto hasta la garganta de Kiku, pero éste consiguió quitarle a Hashi la hoz y clavársela en el hocico. Casi sin retroceder, el animal se volvió y clavó los dientes en la muñeca de Hashi.

—¡Hashi! ¡Levántate! —gritó Kiku, haciendo un corte al animal por un lado, pero sólo consiguió que mordiera con más decisión.

Mientras levantaba la hoz para descargarla de nuevo, una masa de pelo negro se clavó con fuerza en la pierna de Kiku, haciéndole caer sobre Hashi, que estaba blanco como una sábana; protegiéndose con los dos brazos, logró que el perro no le alcanzara la yugular. Y en ese momento, de repente, un rugido hizo temblar la tierra, del suelo se levantó una nube de polvo y de ella emergió una motocicleta en mitad de la jauría de perros. Era Gazelle, el hombre que habían visto en el cine de la ciudad abandonada.

Gazelle se arrancó el casco, se enjugó la frente con el dorso de la mano y luego tiró algo blanco en dirección a los perros. Se abrió entonces un hueco en el círculo y, gritando como un vaquero que guiara al ganado, Gazelle avanzó dispersando a su alrededor trozos de pan como señuelo para los perros. Incluso la bestia negra que tenía agarrado a Kiku soltó la presa para lanzarse sobre un mendrugo que le cayó cerca.

La motocicleta se acercó lentamente y el conductor les hizo señas para que subieran. Kiku consiguió levantar a Hashi, que estaba a punto de desmayarse, y colocarlo en el sillín; luego se sentó él detrás para agarrarse al cinturón de Gazelle, sujetando a Hashi entre ambos. El hombre se puso el casco, comprobó la carga y despegó levantando otro torbellino de arena.

La moto se dirigió hacia el mar, con las ruedas hundidas entre las viñas y Gazelle dando patadas con sus gruesas botas a los perros que los seguían. Cruzando a través de los bloques de pisos, se zambulleron en una maraña de vegetación, a través de la que salieron a la carretera principal, donde ganaron velocidad. Para entonces los chicos ya sentían cómo la fresca brisa les calmaba y secaba las heridas; Kiku abrió los ojos un segundo y vio fugazmente el ancho mar liso y centelleante, antes de que se le nublara la vista. Mientras se frotaba la pierna, toda pegajosa de sangre, sintió que aquello era parte de un sueño muy largo y vivido: en su imaginación veía al hombre barbudo ante el acantilado, sosteniendo en alto a Kiku renacido como una ofrenda al cielo. Por fin había hallado el modo de meterse en la imagen de la capilla del orfanato, por fin conocía la bendición de un verdadero nacimiento.

—¿Vives en el cine? —gritó.

Gazelle asintió.

—¿Podemos ir a verte un día?

—Una vez vi a un tipo que tenía la rabia —dijo Gazelle—. Trató de meterse la mano por la garganta para rascarse sus propios pulmones. Si os dicen a vosotros que habéis cogido la rabia, chavales, venid al cine. Yo os los rascaré.

Gazelle sólo los dejó entrar en el cine una vez, para enseñarles su alojamiento. Dado que ya no había suministro de agua en el pueblo abandonado, había excavado un pozo en el patio del colegio y cubierto la boca con ramas y hierba para evitar que lo descubriesen las autoridades locales. En el interior del cine había apuntalado el entresuelo para que soportase el peso de la motocicleta pero, aparte de un buen número de asientos rotos y de la sábana que colgaba frente a la pantalla, el local estaba más o menos igual que antes. Gazelle incluso se las había arreglado para robar electricidad sacando un cable desde un transformador pero, excepto cuando ponía a funcionar el proyector de cine, raras veces la necesitaba.

En la sala de proyección sólo había dos películas, ambas cortometrajes, y ésas fueron las que Gazelle les proyectó sin ningún preámbulo. La primera, titulada La naturaleza en las islas ocupadas de Ogasawara, consistía básicamente en tomas submarinas de aguas tropicales. Todo el encuadre estaba lleno de peces de colores, excepto en el borde inferior, donde se veía una cueva submarina y unos rótulos sobreimpresos. Gazelle detuvo el proyector y se quedó mirando el fotograma. Sólo se oía el zumbido del ventilador.

—Datura —dijo, de forma casi inaudible.

Cuando se dio cuenta de que los chicos le miraban fijamente volvió a poner la película, y aun así permaneció con la vista clavada en la improvisada pantalla, murmurando con expresión dolorida «datura».

El otro cortometraje era un documental sobre la vida cotidiana y el trabajo de los guardias de seguridad del Estadio Nacional durante los Juegos Olímpicos de Tokio. Entre las escenas que mostraban a los guardias había largas secuencias de las finales masculinas de cien metros lisos y de salto de pértiga. Era la primera vez que Kiku veía este deporte y, al contemplar a Hansen catapultado con la pértiga de fibra de vidrio a cámara lenta, sintió la extraña sensación de que también él salía disparado hacia el cielo. Con doce años, aún tenía sus futuros músculos dormidos bajo la piel, pero cuando volvían a casa desde el cine de Gazelle encontró un palo largo y se puso a jugar a que saltaba con pértiga.

Era el día más caluroso de las vacaciones: Kiku y Hashi habían pasado casi todas las tardes en la playa, aumentando la colección de conchas que era su trabajo de deberes para el verano. Hashi, que había aprendido a bucear con tubo, trataba de pescar orejas de mar por la zona poco profunda, mientras Kiku, que no se encontraba muy bien, permanecía sentado en la arena, mirándolo. Había intentado dormir la siesta, pero le despertó un sueño en el que le asaban las piernas con un hornillo de gas.

—Si te quedas así enroscado te vas a quemar las piernas —dijo Hashi, dejando caer sus presas sobre la arena.

Kiku se frotó las pantorrillas desnudas con arena caliente y agua de mar para aliviar el picor.

Una pareja joven extendió una toalla azul sobre las rocas justo encima del lugar donde Hashi buceaba y Kiku tomaba el sol. Esta misma pareja —u otra similar, todas parecían intercambiables— venía todos los días y extendía la misma toalla azul con el rótulo de la taberna del pueblo. La piel presumiblemente blanca de la mujer estaba cubierta de crema de protección solar y marcada aquí y allá con ronchas rojas de picaduras de insectos. Haciendo oscilar su cubo de conchas y erizos marinos, Hashi informó a Kiku de que no había orejas de mar por allí y trasladó su atención a la joven pareja.

—Apuesto a que esa señora tiene gato —concluyó tras echarle un rápido vistazo.

Kiku había empezado a practicar el salto con pértiga, usando una vara de bambú y el mar como colchoneta de aterrizaje. Aún no le había cogido el tranquillo del todo, pero sí se había dado cuenta de una cosa: se necesitaba ir muy rápido en la carrera de aproximación. Cuanto más corriera, más lejos y más alto saldría volando, así que el primer problema era cómo correr más. Decidió entonces que su postura de salida no era la correcta, recordando cómo se agachaba Bob Hayes antes de la final de los cien metros lisos en los Juegos Olímpicos de Tokio: las piernas rígidas, la espalda en extensión y todos los músculos tensos, como si su propio cuerpo fuera una pértiga. De esa forma, saldría disparado hacia delante por sí solo cuando la fuerza se concentrara en la pierna que iniciaba la carrera. Recordó que Hayes comprobaba su postura una y otra vez, tratando de ajustarla a alguna imagen mental del perfecto sprinter. Debe de ser eso, pensó Kiku: correr era sólo proyectarse hacia adelante hasta que estabas a punto de caerte de bruces y adelantar entonces la otra pierna, antes de caer de verdad. El primer simio que abandonó forcejeando la posición cuadrúpeda debió de hacerlo así, y si le sirvió a él también debía de servir para Kiku. Así que, siempre que hacía carreras por la playa, con el sudor goteándole, fortaleciéndose los brazos y las piernas, se imaginaba para sí ese precario ideal, y seguía corriendo hasta agotarse, hasta que la idea de dar un paso más se le volvía insoportable.

Mientras Hashi se sentaba en las rocas bebiendo zumo de naranja de un termo, el joven de la toalla azul se le acercó y le preguntó si había medusas en el agua.

—No, aún está templada. No llegan hasta mediados de agosto —le respondió Hashi.

El hombre quinientos yenes le dio por las conchas y los erizos de mar, que Hashi se gastó después en unas gafas de bucear nuevas, volvió junto a la chica y empezó a abrir las cáscaras con una navaja de hoja ancha. El sonido que hacía al penetrar en las conchas distrajo a la mujer, que hizo un alto en el retoque de su maquillaje para mirar cómo raspaba las huevas de color ocre con la hoja y se las acercaba después para que ella las lamiera con un diestro movimiento de la lengua.

Kiku y Hashi contemplaban la escena sin perder detalle.

—Parece como si quisiera matarla —dijo Hashi.

A Kiku le dio náuseas imaginar las huevas amarillentas y blandas disolviéndose al calor de la boca y resbalando después por la garganta. Al final, la mujer se clavó una espina de erizo en el dorso de una pierna y se agachó mientras el hombre trataba de extraérsela con los dientes. Debía de hacerle cosquillas, porque la chica dejó escapar una risa aguda que a Kiku le dio dentera. Silueteada contra las rocas y el mar ya oscuros, aquella pierna que se retorcía parecía repugnantemente blanca y, despreciando de pronto a todas las mujeres, Kiku escupió en la arena.

—Me encantaría darle una paliza de muerte —masculló, mientras la sensación febril que tenía reprimida en la cabeza se le extendía gradualmente por todo el cuerpo. Cerrando los ojos, pensó en todo tipo de ideas asesinas, murmurando a la vez—: ¿Por qué dejan a gente tan asquerosa estar en la playa? ¿Por qué los dejan vivir?

Un rato después se olvidó de la mujer, pero para entonces todo el cuerpo le ardía de fiebre. Se acercó caminando a la arena firme y mojada del borde del agua y presionó los talones contra ella, primero ligeramente y luego cada vez con más fuerza. Finalmente se detuvo, se agachó y estiró las piernas para adoptar la postura de un corredor al inicio de la carrera. Con la espalda arqueada y las palmas de las manos en el suelo, contuvo el aliento y se concentró en la franja de playa que se extendía ante él. Mientras contemplaba las diminutas grietas en la arena que succionaban las olas, Kiku tuvo súbitamente la visión cegadora de sí mismo corriendo, una visión que surcaba el aire frente a él, a varios pasos de donde estaba acuclillado el Kiku real.

—¡Ya! —gritó Hashi, y Kiku echó a correr como si tratara de aprehender su propia imagen, que aceleraba unos metros más allá.

Al dar la tercera zancada sobre la arena dura se sintió de repente más ligero, como si hubiera conseguido fundirse con la visión y ya no estuviera corriendo sino siendo propulsado. Parecía como si, justo debajo de la piel, sus músculos salieran de su funda, rompiendo un cascarón espinoso para emerger, cobrando vida. El calor que le recorría, atrapado en el cuerpo, le bombeaba en las piernas. Sintiéndose al borde del despegue, o de echar a volar simplemente por el aire, Kiku dejó escapar un grito intenso. Lo conseguí, pensó; esa cosa metálica que da vueltas y que me ha estado asustando todo el tiempo… ¡ahora la tengo dentro!