LO más asombroso era la luz. En la casa de la Gran Hermana nunca se hacía de noche: decenas de brillantes soles diminutos llegaban con su claridad a todos los rincones y diluían los nidos de tinieblas más espesos.
—Es la electricidad —gruñía la anciana.
La electricidad, sí. Agua Fría conocía bien ese poder ancestral por los libros de los Saberes Antiguos, pero nunca creyó que llegaría a ver semejante prodigio.
—No tiene nada de prodigioso —refunfuñaba la Gran Hermana—. Es ciencia, ¡ciencia!
Y Agua Fría asentía, procurando comprenderlo. Pero la primera vez que la vieja pulsó la palanca y encendió el sol dentro de casa, tentada estuvo de arrojarse de rodillas y adorar el globo incandescente, del mismo modo que lo adoraba Urr, el criado-esclavo que atendía a la Gran Hermana. Urr, un varón de mediana edad, provenía a no dudar de alguna de las tribus bárbaras de los confines. Hablaba una lengua incomprensible y primitiva; el pelo, lacio y negro, le caía pesadamente sobre los hombros, y llevaba afeitada la mitad anterior de la cabeza, zona que, lo mismo que la frente, adornaba con un intrincado dibujo geométrico realizado con alheña. Era Urr quien cazaba, lavaba, cocinaba y limpiaba para la Gran Hermana; él confeccionaba los suaves mantos de zorro polar y las túnicas de fina lana de la vieja. Atrapado como estaba por la hipnosis, resultaba un sirviente dócil y eficaz. Y por las noches, cada vez que la estrambótica criatura encendía los soles, Urr se dejaba caer de bruces al suelo, enterraba su rostro en las baldosas y canturreaba salvajes salmodias. Cuando alzaba de nuevo la cara, en sus ojos negrísimos, por debajo de los rojizos arabescos de la alheña, temblaba siempre una lágrima de adoración y agradecimiento.
La casa de la Gran Hermana, construida en piedra finamente tallada, colgaba de uno de los laterales del barranco. Un camino ingeniosamente disimulado entre las rocas descendía hasta la puerta: de no conocer la existencia del edificio, nadie hubiera podido descubrirlo. Por fuera tenía un aspecto vulgar, un sólido cubo pegado al farallón. Pero por dentro era el lugar más extraordinario que Agua Fría había visto jamás. No se trataba únicamente de los soles: los muebles, los materiales, el revestimiento de muros y paredes eran distintos a cuanto la muchacha conocía. Había mesas y sillas confeccionadas en un grueso cristal transparente que no era frío al tacto y que no se quebraba, y agua caliente en la cocina y en los baños. Por mucho frío que hiciera fuera, dentro de la casa siempre reinaba una temperatura deliciosa, la calidez de un verano primerizo. La Gran Hermana hablaba de fuentes de energía y de pilas atómicas, cuando quería explicar a Agua Fría el porqué de todas estas cosas. Pero la muchacha, aun recordando los conceptos de sus estudios sacerdotales, trastocaba los términos y se sentía mareada ante tal colección de maravillas. El edificio, mucho más grande de lo que aparentaba exteriormente, poseía una vasta zona de almacenaje repleta de tubos, palancas y extraños ingenios mecánicos, así como una estancia construida en acero que servía para guardar los alimentos y en la que hacía tanto frío que las paredes y el techo se escarchaban. En el descubrimiento e inspección de las maravillosas peculiaridades de la casa consumió la muchacha varios días.
La Gran Hermana no se negaba a contestar las torrenciales preguntas de Agua Fría, pero se tomaba su tiempo. A veces optaba por preguntar en vez de responder y, en otras ocasiones, sus comentarios abruptos y aparentemente sin sentido resultaban ser la contestación a una cuestión planteada un par de días antes. Agua Fría no alcanzaba a discernir si este errático y oblicuo comportamiento se debía a los estragos de la edad o si ocultaba un diseño preciso, una intención concreta; pero con el transcurrir de los días se iba sintiendo cada vez más ansiosa e impaciente.
Una noche, iluminadas por la limpia luz de los soles interiores, la vieja le contó a Agua Fría que en realidad se llamaba Oxígeno. Y tuvo la gentileza de explicarle su nombre y ejecutar el antiguo ritual de salutación.
—Soy hermana gemela de Océano, la Gran Sacerdotisa —le confió después—. Aunque hace muchísimos años que no nos hablamos. Nuestra madre también fue Gran Sacerdotisa, así como nuestra abuela, y la bisabuela, y la tatarabuela, y una larga lista de antepasadas que se pierde en los pliegues del tiempo. Nuestra familia lleva siglos al frente del imperio, porque hace mucho que el Poder no hace sino perpetuarse ciegamente. En ese sentido, la llegada de nuestra dinastía fue el principio del fin. Claro que Océano, mi encantadora hermana, te diría otra cosa. Ella asegura que lo único que me mueve es el despecho. Por lo de ser gemelas, ya me entiendes.
—¿Y qué tiene eso que ver? —aventuró tímidamente Agua Fría.
—¡Por las aristas del Cristal, qué muchacha tan torpe! Somos gemelas, ¿no lo comprendes? Pero sólo una de nosotras podía alcanzar el Sumo Sacerdocio. Océano, que no era tan boba como tú, lo entendió en seguida. Gobernaba aún nuestra madre, y éramos las dos sacerdotisas cobalto del Círculo Interior, cuando mi dulce hermanita intentó envenenarme. Nos hemos estado combatiendo a muerte desde entonces. Quizá Océano acertara al decir que todo empezó por despecho. Por mi envidia al perder la sucesión. Pero mi condición de desterrada me obligó a mirar, a reflexionar, a comprender. Ahora mi hermana tiene el poder y yo tengo la razón. El mundo se acaba. A Océano se le está pudriendo el trono bajo el culo.
Y la vieja rio y tosió, tosió y rio, abriendo de par en par su boca consumida y enseñando unas encías secas y las renegridas raíces de unos dientes dispersos.
Llevaba Agua Fría seis o siete días en casa de Oxígeno, y los encantamientos del lugar comenzaban ya a perder el atractivo de la novedad, cuando, a la hora de comer, la muchacha repitió por centésima vez la misma pregunta.
—Gran Hermana, ¿cómo sabías quién era yo? ¿Cómo conocías mi nombre?
La vieja continuó sorbiendo ruidosamente su papilla, una mezcla de cereales, leche y carne triturada que Urr le preparaba y que, a pequeños tazones, era el único alimento que tomaba. Después se reclinó sobre el respaldo, entornó sus diminutos ojos de lagarto y preguntó con una vocéenla cargada de inocencia:
—¿Ya has comprendido el sentido de las adivinanzas?
—¿Qué adivinanzas? —se sorprendió Agua Fría.
—Las de la mendiga de Magenta. Cuando murió tu madre, ¿no te acuerdas?
La muchacha se entristeció recordando aquel día. Las adivinanzas, sí. Las aguas de un mismo río son siempre distintas. No entres en el corazón de las tinieblas sin haber salido antes. Y la tercera, ¿la tercera cuál era? Te convertirás en Dios si no cierras los ojos de la mente. Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello…
—He comprendido dos, Oxígeno. La tercera… La tercera se me ha olvidado. Y no sé bien qué quería decir.
—Porque la tercera, querida niña, no es una adivinanza propiamente dicha. Es una reflexión. Una manera de enfrentarse al mundo. No hay que descifrarla, sino vivirla. Pero se ve que todavía no estás madura para ello.
Súbitamente, una loca certidumbre se abrió paso en la cabeza de Agua Fría, como un relámpago que ilumina, durante unas décimas de segundo, un paisaje sepultado en las tinieblas.
—La mendiga… eras tú. ¡Eres tú!
La vieja cabeceó, satisfecha.
—Muy bien. ¡Muy bien! Después de todo, resulta que tu estupidez no es un caso perdido.
—Pero ¿cómo es posible? No os parecéis en nada. No puedo creer que fueras ella.
Oxígeno se encogió de hombros, impaciente.
—Es que era yo y no lo era. Yo seguía estando aquí, en la tundra, pero poseí telepáticamente el cuerpo de aquella mujer, que se encontraba en Magenta. La utilicé como vehículo. No pongas esos ojos: es un truco mucho más simple de lo que puedas imaginarte, pero me aburre hablar de ello. En cualquier caso, aquello sucedió hace años y, por entonces, yo aún estaba lo suficiente fuerte. Ahora ya no podría volver a hacerlo. Ya me ves, soy un cadáver ambulante. Se me han acabado los repuestos.
—¿Los repuestos?
La vieja agitó la mano en el aire, como quien espanta un moscardón.
—Oh, déjalo, no tengo ganas de explicarte eso ahora. Siempre olvido que lo ignoras casi todo. Es un fastidio. Además, tengo que hablarte de cosas mucho más importantes. No disponemos de mucho tiempo… Has tardado demasiado en venir.
Agua Fría se ruborizó, herida por el reproche.
—Escucha bien, pequeña, debo decirte algo. ¿Te acuerdas del toro que mató a tu madre?
—Sí…
Oxígeno cruzó sus engarabitadas y secas manos sobre el pecho y suspiró.
—Pues bien, aquel semental no se escapó… Lo solté yo.
—¿Cómo?
—Solté el toro, lo azucé y dirigí sus pasos, hice salir a tu madre de la casa con engaños y, una vez fuera, la paralicé por medio de la hipnosis para que no pudiera escapar de la embestida. En una palabra, la maté.
Agua Fría se puso en pie de un salto; la silla cayó al suelo con formidable estrépito. Temblorosa y mareada, la muchacha se apoyó en el borde de la mesa: tenía la nuca helada y el estómago encogido. Abrió la boca; quería insultar a la abominable criatura, pero de sus labios sólo salió un largo gemido.
—¡Está bien, lo siento! —chirrió con irritación la anciana—. Pero en aquel momento no se me ocurrió nada mejor. Tenía que hacer algo, ¿no lo entiendes? Algo lo suficientemente tremendo como para que cambiara el rumbo de tu vida. Algo cuya magnitud te hiciera reflexionar, que sembrara la duda en tu cabeza. Y además necesitaba hacerlo urgentemente; mi dominio sobre aquel cuerpo prestado no podía prolongarse durante mucho tiempo y, por otra parte, sabía que te venían a buscar del Talapot. Teniendo en cuenta las circunstancias, yo diría incluso que la operación fue todo un éxito.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué yo? —lloró Agua Fría con desconsuelo.
—Porque eres la última. Atiende bien, pequeña ignorante: la Ley dice que el mundo es eterno e inmutable, pero, como tú bien sabes, es mentira. Hace siglos que el imperio agoniza. No estoy refiriéndome tan sólo a las brumas de la nada: hablo de la progresiva esterilidad de nuestra especie. En las últimas décadas apenas si han nacido niños; y ahora hace años que no ha habido ningún parto. Llegó un momento en que los adolescentes eran tan escasos que la clase sacerdotal, que es la que controla la distribución de los aprendices, decidió reservar todos los adolescentes disponibles para uso de los miembros de la Iglesia. A partir de entonces, sólo los sacerdotes podían convertirse en Anteriores y, por la misma razón, todos los aprendices estaban destinados al sacerdocio… Aunque ahora las cosas están tan mal que ya ni siquiera los clérigos disponen de suficientes niños. Sea como fuere, el caso es que tú, Agua Fría, fuiste el último aprendiz que dispuso de un Anterior seglar; a partir de ti, los pocos muchachos que quedaban fueron instruidos por miembros de la Iglesia.
—¡Y eso qué importa! ¿Cómo puede eso justificar una muerte? —gritó la muchacha.
—Oh, sí, pequeña, sí que importa. Tu Anterior te inculcó una idea del mundo más amplia, más dubitativa. Y, además, Corcho Quemado pertenecía a la Organización.
—¿La Organización? —repitió Agua Fría torpemente.
—Es una red clandestina de opositores a la Ley. Y su máxima autoridad es la Gran Hermana, esto es, Oxígeno, es decir, yo. Somos bastante poderosos, no te creas. Es un imperio dentro del imperio —se jactó la vieja.
Agua Fría la contempló con ojos exorbitados: una menudencia pérfida y senil.
—Eres un monstruo. Me das asco —musitó la muchacha.
—¿Y qué esperabas, alguien perfecto? —gruñó Oxígeno—. Si te sirve de consuelo, te confesaré que matar a tu madre fue un acto que, de algún modo, iba en contra de mis principios. Pero soy humana y, como tal, contradictoria y llena de inconsecuencias. Además, también puede ser cosa de mis genes. De una maldad intrínseca. A fin de cuentas, soy la hermana de mi hermana. Sea como fuere, si en tu peregrinar al Norte esperabas encontrar una anciana infinitamente sabia y justa, capaz de resolver todas tus dudas, ya puedes ir olvidándote de semejante fantasía. La perfección no existe. La eternidad tampoco. Esas son las mentiras con las que la Ley nos ha ensuciado la cabeza. No es posible hallar reposo intelectual en este mundo; nada ni nadie podrá proporcionarte la respuesta absoluta.
—Madre, oh, madre… —gimió quedamente la muchacha.
—Quizá se pudo hacer de otra manera, pero no supe hacerlo. Escucha, teníamos poco tiempo… y ahora aún disponemos de menos. Vivimos circunstancias extremas; no podíamos desaprovechar ni siquiera la mínima y pobre oportunidad que tú representabas. Eras la última adolescente a quien un miembro de la Organización había podido instruir… y adoctrinar discretamente. Y además… Además te he mentido. La Organización ya no es en absoluto poderosa. En realidad apenas si existe. La represión ha triturado nuestra red clandestina: mi preciosa hermana ha conseguido acabar con nosotros. ¿Te das cuenta? Durante años, durante siglos, miles de mujeres y hombres han dado su vida por esta causa… Que, aunque tú no lo sepas todavía, es también la tuya. Miles de mujeres y hombres se han enfrentado al tiránico poder del Talapot y han sido encarcelados, y torturados con cruel refinamiento, y finalmente empalados, descuartizados o quemados vivos. Si cierras los ojos y prestas atención, quizá puedas escuchar aún, flotando en el éter, el turbio y ensordecedor eco de sus alaridos. Como comprenderás, en medio de este panorama la muerte de tu madre apenas es una anécdota. No sé si, al poco de llegar al Talapot, tuviste ocasión de contemplar el descuartizamiento de una mujer…
Agua Fría calló: la habitación parecía girar ante sus ojos.
—Pues bien, aquella mujer pertenecía a la Organización. Era hija de Océano, sobrina mía. Y, naturalmente, sacerdotisa cobalto. Ella fue quien me informó sobre ti, tu nombre, tus peculiaridades, tu existencia. Fue descubierta mientras lo hacía. Pero no habló. No te delató. Le debes la vida. Por ti la mataron.
—Por mi culpa… —balbució desmayadamente la muchacha.
—Más que por tu culpa, por tu causa. Y así, en esta larga cadena de vida y muerte, de dolor y sacrificio, llegamos hasta ti. Tú has aparecido en el lugar adecuado, en el momento justo. ¿Por qué tú, me preguntabas? Por azar. Por puro y ciego azar, como sucede todo en este mundo. No posees más méritos que aquellos que te han precedido, y posiblemente poseas menos. Pero el azar ha hecho que nacieras ahora, justo en las postrimerías, en el umbral mismo de la nada. Y te has convertido en la última esperanza. Ahora, claro, tú decides. Eres libre para seguir adelante o para marcharte. Porque cada cual es dueño de su destino… o al menos debe actuar como si lo fuera.
Oxígeno calló y sus manos se deslizaron, exangües, hasta su regazo. Parecía agotada. Agua Fría la contempló en silencio, herida, desesperada, confundida. Vieja inmunda, pensó. Vieja asesina.
—Te odio, ¡te odio! Ojalá te mueras… —gritó la muchacha entre sollozos.
Y salió corriendo de la sala.
En un primer momento, Agua Fría pensó en marcharse. Pero entonces descubrió que no tenía a donde ir. El invierno caía ya sobre la tundra, aprisionando la tierra en una cárcel de láminas de hielo. Encerrada en su habitación, sin lavarse, sin comer, apenas sin dormir, la muchacha permaneció durante muchas horas, o quizá fueron días, llorando la muerte de su madre y la sinrazón de la existencia. Un amanecer, mientras el pálido sol polar iba pintando los carámbanos de la ventana con tonalidades rosa y lila, la muchacha, tumbada sobre las baldosas, sintió frío. Y después hambre, y un cansancio infinito. Sintió que su cuerpo se despertaba, exigiéndole atenciones y cuidados, y su respiración volvió a acompasarse con el ritmo del mundo. Se sentó en el suelo, fatigada pero lúcida. Se acabó, pensó; la locura del duelo ha terminado. Era como regresar de entre los muertos.
Con paso inseguro recorrió la habitación, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Bruna entró como una tromba, gimiendo de angustia y alegría, lamiéndole los tobillos con su áspera lengua.
—Pobre Bruna, pobre, pobre… —musitó la muchacha, acariciando los hirsutos pelos de la cabeza de la perra.
En el umbral estaba todavía la bandeja de comida que Urr había dejado la noche anterior y que ella no había tocado, como tampoco probó las otras bandejas que el esclavo había estando trayéndole, puntualmente, durante el tiempo que duró su encierro. Pero ahora Agua Fría recogió la comida y la devoró con avidez, compartiéndola con la perra que, a juzgar por su aspecto, tampoco parecía haberse estado alimentando últimamente. Y después, tumbándose sobre la cama, abrazada a Bruna, la muchacha durmió durante todo un día.
Cuando se despertó el sol estaba casi en su cenit. Desayunó, se bañó y se vistió sin prisa, y luego se fue en busca de la Gran Hermana.
La encontró en su habitación, sumida en una pirámide de grandes almohadones y esponjosas pieles de zorro. Al verla, la vieja esbozó una alegre y desdentada mueca.
—¡Vaya, vaya, querida niña, al fin has regresado! —graznó complacida.
Agua Fría se detuvo en mitad del cuarto y arrugó el entrecejo.
—Escucha, Oxígeno: no me gustas y no te perdonaré jamás lo que has hecho. Pero tenías razón en una cosa: vivimos momentos difíciles. Tan difíciles que no podemos escoger a nuestros enemigos… ni a nuestros aliados. No me queda otro remedio que entenderme contigo. Dime lo que tengo que hacer y lo haré —soltó casi sin respirar, en tono severo; se había estado preparando sus palabras durante largo rato.
La Gran Hermana rio y palmoteo como una niña.
—¡Bravo, bravo! Un parlamento estupendo. Sólo que… —y la vieja suspiró y se hundió aún más en los cojines—. Sólo que yo no sé qué es lo que hay que hacer.
—¿Que no lo sabes? Pero, entonces… —balbució Agua Fría, consternada.
—¡Ya te expliqué el otro día que no soy ni omnisciente ni infalible! Creí que lo habías entendido…
—Sí, pero…
—Ven aquí, pequeña. Siéntate a mi lado. Yo puedo contarte lo que sé, que no es poco ni mucho.
Mientras Agua Fría se acomodaba, Oxígeno introdujo un terrón de azúcar empapado en licor de menta en su boca podrida y lo chupó con golosa delectación.
—Mmmmmm… Es una edad cruel, la mía… El cuerpo se te desbarata como un mueble mal encolado y apenas si te restan ya placeres con los que soportar el peso de los días. Sólo te queda la gula, a veces la memoria… y la venganza. Pero ¿por dónde iba? Ah, sí. Te decía que ignoro muchas cosas. Mi encantadora hermana, que, como Gran Sacerdotisa, ha tenido acceso a los Anales Secretos, debe de conocer la respuesta de alguna de las preguntas más acuciantes. Ella sabrá, sin duda, cuál es el origen del Cristal. Pero yo, en mi destierro, sólo he podido ir reuniendo pequeños indicios de la realidad, e intentando imaginar, a fuerza de lógica, el entramado que los une. Así, por ejemplo, he llegado a la conclusión fundamental de que nuestro mundo está muriendo.
—¡Qué tontería! —se irritó Agua Fría, impaciente—. Eso lo sabemos todos.
—¿Tú crees? —dijo la vieja dulcemente—. No estés tan segura, muchachita. El pueblo ha sido educado en la creencia de un mundo eterno e inmutable, sin evolución ni devenir. Nuestras vidas, se les ha dicho, son consecuencia de un diseño predeterminado exactamente. Todo cuanto sucede es necesario, puesto que responde al esquema inamovible de la Ley. Esas estupideces creen, las pobres criaturas. Y sus mentes, entumecidas por el dogma, son ahora incapaces de comprender lo que les está sucediendo. Quizá sus intestinos, su sangre, el tuétano de sus huesos; quizá cada una de sus células intuya animalmente la proximidad del fin de la especie. Pero sus cerebros no alcanzan a entenderlo. Por eso casi ninguno hace nada. No hay voluntad ni convicción para luchar. Van hacia la destrucción como ovejas perdidas.
Calló un momento, mientras empapaba un nuevo terrón en la espesa menta. Luego colocó con cuidado el cuadrado de azúcar sobre su lengua extendida: parecía un lagarto cazando una mosca. Una gota verdosa de licor se escurrió por su barbilla.
—Pero tú y yo, pequeña, sabemos que la realidad es muy distinta. Que el mundo no se rige por la necesidad, sino por el azar. Es ésta una sabiduría muy dolorosa, desde luego, porque supone admitir el sinsentido de la existencia. Bajo este punto de vista, todo, desde el sufrimiento hasta la heroicidad, no es más que un ciego capricho del universo, una broma colosal de la materia. Agua Fría se estremeció.
—Pero ¿es que no hay nada más? Gran Hermana, ¿de verdad no hay nada más?
—¡Y yo qué sé! —respondió Oxígeno con irritación—. No insistas en hacerme preguntas absolutas: ya te he dicho que no tienen contestación en este mundo. Yo sólo sé que no hay nada más que pueda ser alcanzable por nuestros medios, que pueda ser descifrable por la capacidad de comprensión humana. Dentro de los límites de la razón, que es lo único que tenemos, la existencia es irrazonable. Y con eso basta.
Agua Fría guardó un silencio compungido. Al otro lado de las ventanas el breve día polar comenzaba a apagarse.
—Pero no pongas esa cara de duelo, muchachita —gruñó la vieja—. Porque nuestra debilidad es también nuestra fuerza. Escucha, desde el principio de los tiempos el ser humano ha luchado por crearse un destino. Apenas si somos una mota del polvo cósmico, un minúsculo accidente dentro del caos universal, y, pese a ello, hemos entablado un combate a muerte de nuestra voluntad contra el azar. ¡Imagínate la enormidad de nuestro atrevimiento! Somos de una soberbia y una inocencia incalculables. A decir verdad, me emociona pensar en ello.
Y Oxígeno se restañó una inexistente lágrima con el dorso de la mano.
—Ahí reside nuestra grandeza: aun conociendo nuestra insignificancia, aspiramos al máximo. Lo que nos humaniza, lo que nos diferencia de los animales, es precisamente esa desfachatada ambición de ser felices. De controlar nuestras vidas y convertirnos en nuestros propios dioses. Como Prometeo, como Ulises…
—¿Como quiénes?
—Oh, no importa, no importa… Cuentos del Mundo Antiguo, héroes de los tiempos oscuros… Pero escucha bien: desde las eras más remotas, antes del Cristal y de la Ley, el ser humano ha pretendido dominar su destino. Y yo no sé si es que a mí también me engaña la inocente soberbia de la especie, pero me parece que, sumando nuestros sueños y nuestras voluntades microscópicas, a veces conseguimos influir en el devenir del universo. Esa es nuestra mayor proeza: encontrar la medida del desorden.
Permanecieron unos minutos en silencio, mientras las sombras del atardecer se remansaban en el cuarto. Al fin Oxígeno extendió el brazo y pulsó un botón, encendiendo los soles interiores. Agua Fría frunció el ceño.
—Pero yo, ¿qué puedo hacer? ¿Para qué me has hecho venir, para qué mataste a mi madre?
—Desde luego, y cuando menos, deberías hacer honor a tu condición humana y luchar hasta el final —respondió con sequedad la Gran Hermana—. Agua Fría, yo no sé a ciencia cierta qué puede detener la destrucción del mundo, si esa posibilidad existe todavía. Mi hermana es la única persona que, a través de los Anales, conoce el principio de las cosas y que, por lo tanto, quizá sepa también el porqué de su final. Pero de ella no podemos esperar ninguna ayuda. Yo no poseo más que unas cuantas intuiciones… y alguna idea más o menos brillante. Ya conoces a Urr, mi criado. Pertenece a una tribu bárbara que vive en las Rocas Negras, un macizo montañoso situado al sureste de aquí. Son un pueblo muy primitivo: habitan en cuevas y no conocen el Cristal ni la Ley. Pero es el único lugar del mundo, al menos que yo sepa, en donde no se ha manifestado la esterilidad que nos está acabando. Los Urna, como se denominan a sí mismos, paren un increíble números de hijos. Y aún hay en ellos algo más asombroso. Ya te he dicho que no conocen el Cristal, de modo que todos, absolutamente todos, mueren de muerte verdadera. Pues bien, su mundo no parece resentirse de ello. En sus cuevas, en sus remotas montañas, no tiembla la materia, no se desvanecen los objetos. Los cadáveres no parecen llevarse, con su memoria, la esencia de las cosas. Yo creo, Agua Fría, que si hay alguna manera de librarnos del fin la respuesta debe de estar entre los Urna. Quédate aquí durante lo que resta del invierno. Urr puede enseñarte su lengua y te dibujará un plano con las indicaciones para encontrar su pueblo. Luego, cuando llegue la primavera, tú decides.
—Ya está decidido. Iré a las Rocas Negras —contestó la muchacha.
—No esperaba menos de ti —suspiró la vieja con alivio.
Y luego se lamió gulusmera y concienzudamente la menta que pringaba sus dedos.
Durante los largos meses del invierno, Agua Fría estudió la lengua de los Urna. Afuera reinaba una noche eterna y fieras ventiscas se apretaban contra los cristales, pero el interior del edificio estaba siempre caldeado y luminoso. Cuando no se encontraba con Urr, la muchacha vagaba perezosamente por la casa o se obligaba a ejercitarse físicamente para que su cuerpo, atlético y acostumbrado a los rigores, no perdiera resistencia en la inactividad de esa vida tan muelle. De cuando en cuando jugaba con Bruna y le lanzaba pelotas confeccionadas con trapos viejos, pero a la perra, que ya tenía ocho años, empezaba a pesarle el vientre dilatado por las muchas carnadas y, tras recoger educadamente la bola un par de veces, prefería enroscarse plácidamente en algún rincón. Bajo la luz constante de los soles interiores los días se hacían interminables.
La lengua de los Urna era muy simple, de vocabulario breve y eminentemente descriptivo, pobre en abstracciones y conceptos. Al corazón, por ejemplo, lo llamaban «el dos golpes», y un único vocablo, mezcla de los términos «agua» y «ojos», servía para definir, tanto las lágrimas como el dolor físico, la tristeza o la emoción. No le resultó costoso a la muchacha dominar un idioma tan sencillo, cuya única dificultad estribaba en los jadeantes sonidos guturales de su pronunciación. Aunque Urr dibujaba bastante bien y confeccionó un mapa primoroso, los Urna carecían de escritura.
A medida que transcurría el invierno la Gran Hermana se iba consumiendo poco a poco. Empezó levantándose más tarde de lo que le era habitual, y al cabo ordenó a Urr que le llevara la comida a la cama. A partir de entonces ya no volvió a abandonar el lecho; hundida entre torres de almohadones, su cuerpecillo reseco parecía encogerse por momentos, como si hubiera estado esforzándose en mantenerse viva hasta la llegada de la muchacha y ahora ya no le quedase más resuello. Agua Fría, que sentía un fuerte rechazo por la anciana, evitaba entrar en su dormitorio y a veces transcurrían semanas sin que se vieran. El rencor, o quizá el orgullo, le impedía a la muchacha preguntar a Urr sobre el estado de la mujer; pero espiaba al criado cuando éste entraba y salía del cuarto de Oxígeno, y comprobaba que sacaba los tazones de papilla cada vez más llenos, casi intactos.
Luego el sol comenzó a reconquistar su espacio en las tinieblas. Los días se fueron haciendo progresivamente más largos y sobre la tierra blanca y congelada temblaron las primeras lágrimas del deshielo. Incluso Bruna parecía haber rejuvenecido con el olor a primavera que se mecía en el aire; estaba mucho más excitada y, a veces, se sentaba en el pálido rectángulo de sol de una ventana y ululaba con lobuno y apasionado sentimiento.
Una mañana, al fin, tras haber preparado y revisado durante días sus provisiones y su escueto equipaje, aprendida la lengua de los Urna, estudiado el mapa de memoria, recorrida inútilmente la casa de arriba abajo por décima vez y agotadas todas las demoras que la pereza y el miedo a lo desconocido habían impuesto a su partida, Agua Fría decidió ponerse en camino. Le quedaba aún por cumplir el trámite más desagradable y enojoso: despedirse de la Gran Hermana. Golpeó la puerta de la habitación de Oxígeno y esperó un buen rato, pero del interior no llegó respuesta alguna. Entró entonces la muchacha en el cuarto con paso sigiloso; marchita y exangüe, la vieja yacía en la cama con los ojos cerrados, y su reseco y rígido cuerpecillo apenas hundía el inmenso colchón. Desde la última vez que se vieron, varias semanas atrás, Oxígeno se había deteriorado enormemente. Ahora apenas era un esqueleto recubierto de un pellejo retinto, porque, como sucede con las uvas, sus carnes parecían haber ido oscureciendo al consumirse. Se quedó la muchacha unos instantes a los pies de la cama, contemplando ese triste despojo con desagrado y una compasión indefinida.
—Gran Hermana, me voy —dijo al fin.
La vieja abrió los ojos; resultaba tan desasosegante como la resurrección de un cadáver.
—Debajo de la almohada… Tengo algo para ti… —susurró la anciana con voz tenue y silbante.
Venciendo una irrazonable repugnancia, Agua Fría metió la mano bajo la almohada y extrajo un pequeño objeto circular. Era un disco de vidrio del tamaño de una moneda de oro, sobre cuya superficie palpitaba un vector verdoso y fosforescente.
—Es un reloj y una brújula electrónica… funciona incluso entre las nieblas de la nada… —explicó fatigosamente Oxígeno.
—Gracias… Será muy útil —dijo Agua Fría con torpeza—. Me voy, Gran Hermana.
La vieja suspiró, o quizá fuese un estertor. Sus ojos permanecían fijos en la muchacha pero estaban empañados y carecían de foco.
—Es duro esto… —musitó—. Sólo me alivia saber que voy a desaparecer antes de que el mundo desaparezca. Una vez muerta yo, por mí podéis pudriros todos…
Y, diciendo esto, Oxígeno sonrió torcidamente y cayó en un sopor quieto y malsano. Esas fueron las últimas palabras que la muchacha escuchó a la Gran Hermana.
Tardó Agua Fría varios meses en llegar hasta las Rocas Negras y cuando al cabo avistó el imponente macizo montañoso el verano se encaminaba ya hacia su fin. En su ruta hacia el este la muchacha había seguido más o menos la línea de la costa, que se desplomaba de modo constante hacia el sur. Se trataba del mismo océano que, mucho más arriba, se convertía en el Mar Helado de la tundra; pero aquí, en una latitud más cálida, sus aguas no se congelaban nunca. Era un mar bronco y espeso, del color del mercurio, y por las noches se le oía respirar con poderoso jadeo de fiera. Contra esa costa desolada se apretaba el macizo de las Rocas Negras, peladas y torturadas montañas de pizarra y basalto que, durante el día, parecían oscuras como la tinta, pero que por las noches, a la luz de la luna, relucían como plata pulida. Hacia el sur, hacia el interior, tras atravesar hileras e hileras de formidables riscos, las Rocas Negras daban paso a un sistema montañoso más suave, fértil y templado: la cordillera en donde se encontraba Renacimiento. Si sus cálculos era correctos, se dijo Agua Fría, se encontraba relativamente cerca de Mo. Pero las colosales cumbres constituían una barrera infranqueable. A las Rocas Negras sólo se podía acceder desde la costa, descendiendo, como ella lo había hecho, por el confín del Norte. Era un territorio aislado y remoto, un rincón olvidado del mundo.
Gracias al mapa de Urr, Agua Fría descubrió el sendero casi imperceptible que ascendía por las estribaciones de las Rocas Negras. Tres días y tres noches empleó la muchacha en su subida a las montañas por la vereda zigzagueante. Aquí y allá, árboles chaparros y batidos por el viento se aferraban a las peñas de modo inverosímil; muflones, cabras salvajes y unas criaturas delicadas parecidas a los venados se escabullían con agilidad al advertir su presencia. Era un lugar terrible pero hermoso.
Al atardecer del cuarto día la muchacha coronó una meseta que se encontraba a mitad de la ladera. Con las espaldas protegidas del viento por el muro de montañas, la meseta poseía una vegetación más rica. Al poco de haber entrado en terreno llano, y en medio de un macizo de arbustos espinosos, Agua Fría se dio de bruces con un muchacho Urna. Apenas si debía de tener trece años; iba desnudo, a excepción de un taparrabos de piel, y la parte anterior de su cabeza estaba afeitada y decorada con los mismos arabescos de alheña que Agua Fría había visto en Urr. Llevaba en la mano una jabalina cimbreante y era evidente que se encontraba siguiendo el rastro de algún animal.
—Espero que tengas buena caza —saludó Agua Fría cortésmente en lengua Urna, con una sonrisa alentadora.
Pero el muchacho se la quedó mirando con ojos espantados y, dando media vuelta, salió corriendo.
Agua Fría prosiguió su camino por la cada vez más amplia y definida vereda y al poco desembocó en una vasta terraza limpia de vegetación. Al fondo, en el farallón de piedra, se abría la inmensa boca de una gruta. Aquí y allá, mujeres y niños Urna salían huyendo a su paso embargados de un pavor que el uso por Agua Fría de su lengua no parecía sino incrementar. Había llegado ya la muchacha a la mitad de la explanada cuando observó que se le aproximaba lo que parecía ser un comité de recepción: un grupo de veinte o treinta personas apiñadas y recelosas. Curiosamente, todos eran hombres y sin duda guerreros, puesto que venían armados con sus delgadas jabalinas, y al frente caminaba un anciano adornado con collares de hueso. Debía de ser el jefe de la guardia, se dijo Agua Fría.
El grupo se detuvo con aire expectante a pocos metros de la chica. El viejo de los huesos se adelantó unos pasos y saludó, serio y solemne.
—¿Quién eres? ¿Qué buscas? —preguntó el anciano.
—Me llamo Agua Fría y vengo de muy lejos. Vengo en son de paz: sólo quiero conocer al gran pueblo Urna.
Un murmullo de desaprobación y escándalo recorrió las filas de guerreros. El viejo alzó la barbilla con gesto ofendido.
—¡Mujer, cómo te atreves a hablarme sin bajar la mirada!
—¿Sin bajar la mirada? —repitió la desconcertada Agua Fría.
—¡Soy el jefe Bala! —insistió el viejo, aún más furioso.
Algo estaba saliendo mal, algo se le escapaba, se dijo.
Agua Fría ansiosamente. A pesar de todos sus esfuerzos, la muchacha no había conseguido que el taciturno Urr le hablara de las costumbres de su pueblo. Era como si, de algún modo, al criado de Oxígeno le repeliera hablar con ella. Le había enseñado la lengua y dibujó escrupulosamente el mapa, como su ama le ordenó; pero, más allá de esas obligaciones, todos los avances amistosos de la muchacha se habían estrellado en su mutismo. Y ahora Agua Fría no sabía en qué se estaba equivocando, qué era lo que los Urna esperaban de ella. En un arranque de intuición, la muchacha hizo una profunda reverencia ante el anciano.
—Me siento muy honrada de conocerte, noble jefe…
A Bala pareció complacerle ese gesto y su ira se amainó un tanto. Animada por ese pequeño éxito, Agua Fría se apresuró a jugar una nueva baza.
—Soy amiga de Urr. He pasado el invierno con él.
—¿Urr? —se sorprendió Bala—. ¿Urr vive? Creíamos que había sido devorado por los gatos salvajes.
—Vive y está bien. Se encuentra a tres lunas de aquí, hacia el noroeste. Regresará pronto —dijo Agua Fría, convencida de que la muerte de Oxígeno no había podido demorarse mucho—. Fue él quien me enseñó vuestra lengua.
—¿Nuestra lengua? —repitió el jefe con extrañeza.
Naturalmente, pensó Agua Fría: qué estúpida soy, los Urna no saben que existen otros idiomas en el mundo. El término «lengua» que empleaba Urr, sospechosamente parecido al mismo vocablo que se empleaba en el idioma del imperio, debía de ser un invento del propio Urr, una manera de adaptarse verbalmente a las nuevas circunstancias de su vida con Oxígeno.
—Digo que fue él quien me habló de la existencia del poderoso pueblo Urna —rectificó Agua Fría.
El viejo se la quedó mirando con curiosidad.
—¿Eres mujer de Urr?
¿Ella mujer de Urr? Agua Fría reprimió una sonrisa.
—No. No, jefe Bala, sólo soy amiga, amiga de Urr y del pueblo Urna. Quisiera pasar un tiempo con vosotros. Te ruego que me conduzcas ante tu… —se detuvo un momento, indecisa; ahora se daba cuenta de que Urr no le había enseñado cómo se decía gran sacerdotisa o reina—. Ante la gran jefa de la tribu.
Nuevos murmullos entre los guerreros.
—¿Gran… jefa? —repitió el viejo.
—Sí, o como vosotros la llaméis. Llévame ante la mujer que manda en el pueblo Urna.
Los hombres rieron y golpearon alegremente el suelo con sus jabalinas.
—No entiendo lo que dices —respondió el anciano—. Yo mando. Yo soy el jefe Bala. Soy el gran jefe Bala de los Urna.
De manera que estaban gobernados por un hombre. En realidad no resultaba extraño, teniendo en cuenta lo primitivos que eran. Agua Fría volvió a hacer una profunda reverencia.
—Bien, gran jefe Bala. Te pido permiso para pasar un tiempo con vosotros. Seré útil y me ganaré el sustento.
El anciano achinó los ojos y se rascó la cabeza. Sus largos cabellos grises también estaban adornados con pequeños huesos de animales.
—Eres mujer pero llevas armas. ¿Por qué? —preguntó al fin.
—Es una larga historia —suspiró Agua Fría.
—Aunque son armas de juguete, como para un niño —se burló Bala, señalando el carcaj—. Son unas lanzas muy pequeñas.
—No son lanzas. Se llaman flechas. Mirad.
Sacó la muchacha una de las saetas y montó el arco. Lanzó una ojeada alrededor, buscando un blanco. Entre las ramas de un árbol cercano estaba posado un grueso palomo salvaje. No le complacía la idea de matar por pura exhibición, pero, puesto que los Urna era un pueblo guerrero, deseaba impresionarles; así demostraría, además, que podía cazar y autoabastecerse, que no iba a ser una carga para ellos. Apuntó cuidadosamente, tensó el arco y disparó. La flecha surcó el aire y al instante el palomo cayó al suelo en un revuelo de plumas y sangre. Un clamor consternado se alzó del grupo de guerreros, que retrocedieron unos pasos, despavoridos, blandiendo nerviosamente sus lanzas. Bala, que se había encogido sobre sí mismo como un animal asustado, controló con antigua disciplina de líder sus impulsos de fuga y se mantuvo inmóvil en el sitio.
—¡Matas! —gimió el anciano jefe—. ¡Eres mujer y matas!
—Sí, ya sé que no es común y que la Ley sostiene que no es posible, pero… —intentó explicar Agua Fría, impresionada por el efecto que su disparo había causado.
—¡Eres mujer y matas! —repitió Bala, sin escucharla—. ¡No es decente, no es bueno, traerá desgracias! No te queremos con nosotros. ¡Márchate del pueblo de los Urna!
Y, diciendo esto, el viejo se tapó la cara con las manos, como si pensara que la muchacha fuera a desaparecer por el mero hecho de no verla. Horrorizada ante el cariz que había tomado la situación, Agua Fría se arrojó de hinojos ante el jefe.
—¡Oh, Bala, sé misericordioso conmigo! Perdóname si he hecho algo inapropiado. Vengo de lejos y no conozco vuestras leyes. Déjame quedarme con vosotros: sois mi última esperanza. Haré lo que vosotros queráis, me adaptaré a vuestras costumbres, obedeceré cuanto me digas.
Se desabrochó la correa del carcaj y lo arrojó, junto con el arco, a los pies del anciano.
—No volveré a disparar flechas, si así lo deseas. No me eches, Bala, te lo ruego.
Pero el anciano jefe permanecía callado y con la cara cubierta, tan quieto como una oscura talla de madera. Un joven guerrero se desgajó del grupo y avanzó cautelosamente con pasos felinos; se agachó junto a Bala y tocó con un dedo trémulo y curioso la punta de una flecha. Era un muchacho espigado y musculoso, vestido, como todos los demás, con un sencillo taparrabos de cuero; pero, a diferencia de los otros, sus tobillos estaban ceñidos por varias hileras de huesecillos enfilados en un fino cordón. Agua Fría tuvo una idea.
—Gran jefe Bala, si permites que me quede con vosotros puedo enseñaros a construir arcos y a disparar con ellos. Es un arma poderosa.
El viejo entreabrió los dedos y la muchacha pudo atisbar, allá al fondo, el brillo de su mirada parda.
—No toques nada, Zao —gruñó Bala.
Y el joven guerrero dio un respingo y se retiró inmediatamente. El anciano bajó las manos y se irguió, ceñudo y orgulloso.
—Eres una mujer extraña —dijo pensativamente—. Vistes de un modo extraño, tienes una cara extraña, hablas extrañamente y te comportas como no se comportaría ninguna mujer. ¿Qué buscas entre nosotros? ¿Por qué quieres vivir aquí?
—Gran jefe, mi pueblo se está muriendo. Una enfermedad que no conocemos está acabando con la caza, con los árboles, con las cosas. Mira allí, jefe Bala, aquella nube oscura…
Y la muchacha señaló la línea del horizonte, junto al mar mercurial, allí donde las brumas de la nada estaban deshaciendo los perfiles del mundo.
—Es la nube de la muerte, jefe Bala. Cada vez es más grande y devora todo lo que toca. Mi pueblo casi ha desaparecido ya dentro de ella.
El anciano cabeceó aprobadoramente:
—Sí, ya habíamos visto la mala nube, y también nos preocupa —masculló.
—He venido hasta aquí porque me han contado que el pueblo Urna es tan poderoso que la nube de la muerte aún no le ha herido. Quiero aprender el secreto de vuestra fuerza, y quizá pueda salvar así a mi pueblo.
Bala cerró los ojos y calló, y también callaron los guerreros, y las mujeres que se habían ido congregando en derredor, y los niños, un increíble enjambre de niños pequeños. Toda la tribu Urna aguantó la respiración mientras el gran jefe reflexionaba. Al cabo el anciano carraspeó y clavó en Agua Fría una mirada severa.
—Tendrás que comportarte con decencia. No cazarás, no matarás y mantendrás siempre una actitud obediente y humilde ante los hombres. Educarás a mis guerreros en el uso de la lanza pequeña, cuando yo lo diga. Cocinarás para mi hijo Zao, que aún no tiene mujer, y él cazará para ti: será un buen entrenamiento para él. Ahora vete con las mujeres y que ellas te enseñen tu sitio.
Dicho lo cual, Bala dio media vuelta y se alejó con sus hombres, mientras la aturdida Agua Fría era rodeada por una bulliciosa horda de mujeres y cien manos, pringosas, morenas y deliciosas manitas infantiles, recorrían su cuerpo e investigaban sus extrañas ropas.
Era difícil, muy difícil. Al principio, Agua Fría, temblando de ira y de impotencia, solía escaparse al monte en compañía deBruna para intentar recuperar la calma en la verdosa soledad del bosque. Pero luego sucedió lo de Urr, que no fue sino el comienzo de una larga y humillante agonía, y a partir de entonces Agua Fría ya no se atrevía a quedarse sola y procuraba mantenerse siempre más o menos cerca de Bala. Lo cual no siempre resultaba posible. Era difícil, muy difícil.
Ahora entendía la muchacha por qué Urr se había mostrado tan reservado y reticente, por qué parecía repugnarle el hablar con ella. ¡Los Urna creían que las mujeres eran seres inferiores! Urr, apresado por la hipnosis, se había visto obligado a enseñarle la lengua, pero no podía soportar que una hembra se dirigiera a él desde una posición superior. Por eso, desde que Urr regresó a las Rocas Negras, unos días después de la llegada de Agua Fría, había estado acosándola, persiguiéndola, hostigándola. Sin duda la odiaba.
Y la odiaba pese a no recordar apenas nada de su trance hipnótico. Tal y como Agua Fría había supuesto, Oxígeno, antes de morir, había velado sus recuerdos. Sabía Urr que había pasado varios inviernos en un lugar mágico y extraño, al amparo del hambre y de los fríos, pero no recordaba qué le había llevado allí ni qué le forzó a quedarse. Guardaba una vaga imagen de la Gran Hermana, así como de Agua Fría, con quien sabía que había compartido su refugio algunos meses. Pero para Urr los años transcurridos bajo la hipnosis se fundían en un magma impreciso, como los recuerdos fugitivos de un profundo sueño. De su dilatado cautiverio sólo había traído una mente confusa y uno de los soles interiores de la casa de Oxígeno, una esfera opalina de vidrio que había arrancado y transportado hasta las Rocas Negras con transida veneración y que ahora, para desesperación de Urr y pese a todas las plegarias y ofrendas que le hacía, se obstinaba en no encenderse. Aun así, el guerrero persistía en su adoración sin límites a la esfera lechosa y apagada. Era una criatura simple, un hombre de fe.
No recordaba Urr apenas nada, pero en algún recóndito e inalcanzable lugar de su memoria debía de llevar profundamente inscrito su largo historial de agravios. Porque desde un primer momento se mostró reivindicativo y brutal con la muchacha. Como si su cuerpo, ya que no su memoria, supiera oscuramente que Agua Fría había jugado algún papel en el oprobio de su esclavitud. Cuando ordenaba desdeñosamente a la muchacha que le sirviera comida, le rascara la espalda o le avivara el fuego; cuando la insultaba o incluso le pegaba aduciendo que no había mostrado la suficiente humildad o diligencia, parecía estarse cobrando viejas humillaciones que él mismo ignoraba. Agua Fría, como mujer que era, estaba obligada a obedecer las órdenes que cualquier hombre de la tribu le diese. Habitualmente los guerreros dejaban en paz a las mujeres ajenas y se limitaban a mandar en las propias, en sus esposas, en sus hermanas, en sus hijas. Pero Urr perseguía a Agua Fría con un sinfín de encargos fastidiosos y ella, según las leyes de la tribu, estaba imposibilitada de rebelarse. La primera vez que Urr le pegó, Agua Fría, con la oreja aún ardiendo por el golpe, hubo de recurrir a toda su disciplina sacerdotal para no fulminarle con la mirada hipnótica, y pensó que su situación ya no podía ser más humillante o más injusta. Pero se equivocó. Dos semanas más tarde, mientras ella deambulaba melancólicamente por el bosque, Urr cayó sobre su espalda y, tras derribarla, la penetró. Fue todo tan rápido que la muchacha ni siquiera hubiera podido hacer uso de la hipnosis, de haberlo pretendido. Cuando Urr se levantó y se alejó orgullosamente entre los árboles, Agua Fría quedó aún tendida un largo rato, dolorida y sin aliento, con la mente embotada y la boca llena de las hojas secas del otoño. A partir de entonces la muchacha procuró no alejarse de la cueva. No era sólo Urr: otros guerreros la rodeaban contemplándola con avidez de animales en celo. En la escala social de los Uma, ella no era nada, no era nadie; estaba desprotegida e indefensa.
Los Uma no eran sino una tribu perteneciente a un pueblo primitivo que vivía diseminado por las Rocas Negras, pero no tenían conciencia de formar una unidad cultural y racial con las comunidades vecinas, con las que a veces guerreaban y a veces comerciaban e intercambiaban mujeres. La tribu, compuesta de unos ochenta adultos y más de un centenar de niños, adoraba al sol y a la luna, al fuego y al agua, a los bosques, a las tormentas y a los animales que cazaban. Adoraban, en fin, a todo aquello de lo que dependían para su subsistencia. Sus ritos eran complicados y herméticos, por lo menos para las mujeres, que no estaban autorizadas a acercarse al fondo de la cueva, allí donde, en medio de las tinieblas más espesas, los guerreros ejecutaban raras liturgias y realizaban las pinturas sagradas. Existía además un santuario supremo, las Piedras Dormidas; estaba situado en algún lugar de las montañas y toda la tribu acudía allí una vez al año, en primavera. Pero esto Agua Fría sólo lo sabía por referencias. Por lo que le contaban las mujeres junto al fuego.
Poseían los Urna un rígido esquema jerárquico, una escala en cuyo extremo superior estaba Bala y en el inferior las mujeres, que a su vez se organizaban en rangos entre sí, dependiendo de si estaban emparentadas con guerreros más o menos poderosos. Agua Fría, extranjera y extraña, sin un padre, un hermano o un marido que le otorgaran dimensión social, se encontraba situada en el extremo más bajo de la escala. Lo ignominioso de su posición se atemperaba con la tutela que Bala le dispensaba. Gracias al amparo del jefe, Agua Fría podía dormir en la zona de la cueva perteneciente a Bala y alimentarse con lo que el soltero Zao cazaba. A cambio, Agua Fría tenía que ayudar a las mujeres del jefe en la cocina, el acarreo de agua, la limpieza, la recolección de frutos y raíces comestibles, el majado de tubérculos, el curtido de pieles y demás tareas domésticas, en general fatigosas y pesadas. Pertenecía, pues, al hogar de Bala, y eso la protegía; pero no pertenecía del todo, y la ambigüedad de su posición la colocaba a veces en situaciones de fragilidad extrema. Se le había prohibido terminantemente llevar el arco y las flechas, que sólo tocaba en el transcurso de las clases que, todos los amaneceres, impartía a los guerreros más jóvenes. Y no podía dirigirse a ningún varón sin mantener la postura del decoro, con la cabeza inclinada y los ojos bajos. Los hombres, rudos y torpes, se comportaban como pueriles diosecillos. Los veía llegar al atardecer de regreso de sus cacerías, pavoneándose con las piezas cobradas. Fingían ignorar a las mujeres y a los niños que se arremolinaban en torno a ellos, pero hablaban entre sí a grandes gritos, comentándose los pormenores de la caza, para que todas las hembras, incluso la más sorda o más lejana, pudieran enterarse de sus méritos. Los Urna eran un pueblo tan primitivo que glorificaban la violencia. A Agua Fría le llevó unos cuantos días comprender que, cuando Bala se escandalizó de que ella matase, no lo hizo porque considerara la violencia una actividad bárbara e inferior, como proclamaba la Ley, sino porque creía que era demasiado noble y elevada para ella.
Era difícil, muy difícil. Por las noches, la agotada Agua Fría se dejaba caer en su lecho de pieles y hojas secas e imaginaba a Urr preso de su poder hipnótico y sometido a primorosas vejaciones: arrastrarse por el suelo, ladrar como un perro o servirle él a ella la comida… cosa que, en definitiva, había estado haciendo el guerrero en casa de Oxígeno durante muchos meses. Soñaba Agua Fría venganzas refinadas y se dormía con las mejillas húmedas de lágrimas. Para despertarse horas después, aún cansada, y enfrentarse a un nuevo e insoportable día. Trabajo y obediencia, ésa era la dura rutina cotidiana. Trabajo y obediencia y evitar, en lo posible, la saña de Urr. Cada jornada era una larga travesía poblada de peligros; y la docilidad con que Agua Fría se veía forzada a aceptar la humillación iba embruteciéndola y dejándole el ánimo aterido. De cuando en cuando, tras la cena, Bala le hacía sentarse junto al fuego y le preguntaba por las costumbres de su pueblo. A veces también acudía Dogal, el hijo mayor del jefe, que ya estaba casado y vivía, por lo tanto, en otra parte de la cueva. Pero era Zao, el hijo pequeño, quien más curiosidad mostraba por ese ancho y remoto mundo que ella representaba. Zao debía de ser más joven que ella, casi adolescente, pero su cuerpo era el de un hombre adulto, alto y de músculos potentes y ligeros. Se acuclillaba Zao junto a Agua Fría y escuchaba durante horas a la muchacha, abriendo mucho sus diminutos y relucientes ojos ante la colosal visión de un mundo inmenso, con otros mares, otras montañas, otros bosques, con pueblos insospechados que no vivían en cuevas y que hablaban palabras imposibles. Esas veladas plácidas, en las que ella se encontraba cobijada y segura, eran los únicos momentos de placer y sosiego.
Transcurrían los días, el invierno había empezado a espolvorear de nieve las cumbres de las Rocas Negras y Agua Fría no encontraba respuesta a sus preguntas. No lograba entender cuál era el secreto de la vitalidad de los Urna. Por más que se esforzaba, sólo veía ante sí un pueblo primitivo, brutal y arbitrario, del que dudaba que pudiera extraerse ninguna enseñanza provechosa; y empezó a sospechar que Oxígeno se había equivocado y que el viaje hasta las Rocas Negras había sido un fracaso. Todas las noches, mientras rumiaba en su lecho los agravios recibidos, pensaba en marcharse al día siguiente, antes de que el invierno bloqueara los caminos. Pero no tenía a donde ir y, por otra parte, si abandonaba a los Urna, todas las indignidades vividas carecerían de sentido y no serían más que un atroz y gratuito envilecimiento. Así que siempre optaba por quedarse, desasosegada por la duda.
Una noche, cuando Agua Fría dormía junto a las brasas y disfrutaba soñando que volaba, las mujeres la despertaron con brusca premura. Daa, la esposa de Dogal, el hijo mayor del jefe, se había puesto de parto. Medio dormida aún, la muchacha fue a buscar agua, tal como le habían ordenado. La noche era fría y una luna llena muy baja, casi al alcance de la mano, escupía una luz lívida y helada. La mitad de la tribu estaba en pie; los hombres más próximos al hogar de Daa se habían alejado y, junto con Dogal, conversaban en voz baja en pequeños corrillos. Daa, rodeada por cuatro o cinco mujeres, respiraba afanosamente. Había apartado la manta de piel; sudaba, y su enorme y tenso vientre brillaba con el reflejo del fuego recién avivado. Las mujeres reían, contaban historias, se pasaban entre sí media calabaza con un delicioso cocimiento de hierbas aromáticas. Y la parturienta se mojaba los labios en la infusión e intervenía a veces en la risueña charla. De vez en cuando sus rasgos se crispaban, se aferraba a las mantas, gemía un poco; entonces las mujeres la acariciaban y canturreaban cancioncillas rituales. El tiempo pasaba y la luna caminaba por el cielo.
Al cabo Daa se incorporó torpemente y se puso en cuclillas, sostenida por debajo de los brazos por las demás mujeres. Cantaban ahora todas, una canción obsesiva y rítmica que se adaptaba a los jadeos cada vez más rápidos de la parturienta. Formaban un grupo compacto y palpitante, un solo cuerpo disparado hacia el clímax; el ritmo se aceleraba, las voces subían, los pies de las mujeres golpeaban el suelo. Daa gritó, y fue como si también ella estuviese cantando. De entre sus piernas surgió un bulto oscuro e informe; Daa lo sujetó con ambas manos y tiró hacia fuera. Ahí estaba, ahora bien visible: un niño, un ser humano. Diminuto y ensangrentado, viscoso y recubierto de grasa. Apenas una pizca de carne pringosa y, sin embargo, definitivamente vivo.
Agua Fría dejó escapar el aliento que, sin darse cuenta, había estado reteniendo en los últimos momentos. Se sentía mareada, casi desconcertada ante el prodigio. Nunca había asistido a un parto; hacía muchos años que en su mundo no nacía un solo niño. Contemplaba ahora a la criatura y le parecía imposible que en tan poca cosa pudiera caber una existencia entera; los odios y los afectos, la generosidad y la traición, el miedo y la risa. Se apresuraban las mujeres a cumplir los pasos previstos con sabios y hábiles gestos: cortar el cordón, lavar al bebé, limpiar a la recién parida. Pero Agua Fría permanecía inmóvil, deslumbrada y absorta.
—Se llamará Bopal —dijo Daa, porque las mujeres poseían el único privilegio de nombrar a sus hijos.
Era eso, reflexionó Agua Fría. Era eso lo que amedrentaba a los hombres Urna, lo que les hacía someter a sus mujeres a una abyecta situación de dependencia: el poder de los vientres femeninos, el don creador de sus entrañas. La fuerza y la vida. La humanidad se gestaba en el cálido océano interior de las mujeres, en una turbulencia de sangre y de grasa, de agüillas y humores primordiales. Las hembras Urna, aun siendo tan primitivas como eran, poseían el misterio esencial de la existencia. ¿Adonde iba a ir Agua Fría, para qué marcharse de las Rocas Negras? Sólo aquí guardaba el mundo aún algún futuro. Contempló a Daa y al niño y le pareció estar viendo el principio mismo de los tiempos. La fuerza, la vida.
En la mañana de un día que parecía ser tan rutinario como cualquier otro, Agua Fría se vio forzada a salir al bosque en busca de bayas comestibles. Había sido una orden del propio Bala, aquejado de un repentino capricho culinario, y la muchacha no pudo negarse. Pero ahora se apresuraba a llenar el cesto lanzando nerviosas ojeadas a la espesura, temerosa de sufrir un nuevo asalto de Urr o de algún otro guerrero de la tribu. Había llovido durante toda la noche, aunque al amanecer se despejó; de los árboles y matorrales caían diminutas gotas que los esporádicos rayos del sol hacían brillar y que llenaban el aire con su rumor líquido. Había llenado ya la muchacha el pequeño canasto y se disponía a regresar cuando los ladridos de Bruna la llenaron de alarma. Se dirigió hacia la perra, que hociqueaba empeñosamente junto a unas grandes rocas, y, apartando los arbustos, comprobó con alivio la causa de su excitación: se trataba de un osezno, un osezno muerto. Era un bello animalito, rollizo y pequeño; en su suave peluche no se advertía herida alguna, pero sus ojos estaban abiertos y vidriados y su lengua colgaba, exangüe, bajo el reseco hocico.
—No es más que un osezno muerto, boba —dijo Agua Fría a su perra—. No hay de qué asustarse. Venga, Vámonos.
Pero Bruna seguía ladrando agudamente y temblaba como una hoja, el rabo entre las piernas, las patas delanteras firmemente clavadas en el suelo, como aprestándose a un ataque.
Agua Fría intuyó el peligro antes de poder comprenderlo. Lo supo por el repentino silencio del bosque, o quizá por una vibración casi imperceptible de la atmósfera. Se irguió, tensa y expectante. Los matorrales frente a ella se abatieron estruendosamente y apareció la osa. Erguida sobre sus patas traseras, vieja, enorme. Rugiendo de un modo pavoroso y batiendo el aire con sus grandes zarpas. En un instante, con prodigiosa agilidad para su formidable envergadura, el animal se abalanzó sobre Agua Fría. La muchacha pudo ver sus colmillos parduscos, sentir el calor y la fetidez de su aliento. Sólo alcanzó a pensar: me va a matar. Y, en ese justo instante, Bruna se interpuso y se lanzó sobre la osa. Feroz y diminuta, envuelta en el clamor de sus propios ladridos, la perra hincó sus colmillos en una de las patas traseras de la bestia. La osa bramó de dolor y de sorpresa y se revolvió pesadamente. Ahora, se dijo Agua Fría. Ahora podría haberla matado, de poseer algún arma consigo. Pero no tenía nada, nada. Echó a correr, gritando, hacia la cueva, perseguida por el terrible estruendo de la lucha: los rugidos de la fiera, los ladridos de Bruna, el restallar de la hojarasca. Luego oyó un agónico y agudísimo gemido de la perra, seguido por los bramidos de la osa y por un gañir que se fue apagando. Agua Fría entró en la explanada sin aliento.
—¡Un oso! ¡Un oso me ha atacado!
Unos cuantos guerreros salieron corriendo en la dirección que la muchacha indicaba, mientras ella se dejaba caer, exhausta y atontada, frente a la entrada de la cueva, insensible a las preguntas de las mujeres, ahogada de aprensión, con el lamento de Bruna aún retumbando en sus oídos.
Los guerreros regresaron poco después. La osa había escapado y un par de hombres se habían quedado siguiéndole el rastro para asegurarse de que no volvería a ser un peligro inmediato para la tribu. El último guerrero que salió de la espesura era Zao. Traía entre sus brazos un oscuro fardo; se acercó a Agua Fría y lo depositó ante sus pies con gesto sombrío. Era Bruna. Pobre y vieja Bruna, con el costillar desgarrado y las vísceras asomando por la horrible herida de su flanco. Apenas era un guiñapo ensangrentado de pelos pardos y canosos, pero su cabeza estaba intacta: el fino hocico siempre frío y esos ojos humanos y cálidos, ahora entornados, a los que la muerte aún no había vaciado de expresión. Agua Fría le acarició temblorosamente el lomo: todavía estaba tibia. Ansiosamente, febrilmente, la muchacha clavó su Mirada Preservativa en el cadáver de la perra. La mirada no servía para los seres humanos, desde luego, y seguramente tampoco funcionaría con un animal. Pero Agua Fría lo intentó con toda su voluntad, con toda su disciplina, con su energía más profunda. Visualizó a Bruna viva y retozante; la imaginó en su tibieza animal, en la aspereza de su lengua, en el olor de su pelambrera. Se agotó en el esfuerzo y la perra seguía ahí, yerta y destripada. Agua Fría alzó los ojos y contempló a Zao, cabizbajo junto a ella; a Bala, a Dogal, a Urr, a los demás guerreros. Y sintió que un torbellino de furia se apoderaba de ella, que un incendio de odio la abrasaba.
—Si me hubieseis dejado llevar armas… ¡Si me hubieseis dejado llevar armas! —gritó roncamente en su propia lengua.
Y fulminó a Zao, y a Bala, y a Dogal, y a Urr, con la mirada hipnótica. Paralizó primero a todos los guerreros, y luego a las aterradas mujeres, e incluso a los niños. Aullaba Agua Fría, entregada a su rabia, mientras atrapaba a los estupefactos Urna con el fuego frío de sus ojos, ciega de dolor, poderosa y loca, vengándose, en la muerte de Bruna, del duelo de tantas otras muertes, la de su madre, de Pedernal, de Respy, de su propia inocencia; de las muchas y lacerantes pérdidas, de la arbitrariedad de la desdicha. Y del jadeo de Urr mientras cabalgaba sobre ella y el sabor a detritus otoñal y a ignominia que le dejó en la boca. Y cuando hubo aprisionado a todos, menos a unos pocos niños, ancianos y mujeres que huyeron gimiendo a la espesura, se dejó caer de nuevo junto al cadáver de Bruna, agotada, ahíta de rencor, vacía.
Permaneció Agua Fría así durante horas, sin moverse, velando el sueño interminable de su perra, rodeada por el petrificado bosque humano de los Urna, mujeres y hombres congelados en posturas diversas, aquél mientras enarbolaba la lanza, éste con gesto sorprendido y en cuclillas, esa mujer con las mejillas aún mojadas por unas lágrimas que el suave viento iba secando. Quietud y silencio. El sol subió por el arco del cielo y luego volvió a bajar, dibujando sombras caprichosas en los rígidos cuerpos. Un escarabajo salió de un agujero junto a la rodilla de Agua Fría y se arrastró pesadamente por la arena; en la mórbida calma, la muchacha pudo escuchar su tenue patalear metálico. Un bebé comenzó a lloriquear dentro de la cueva con un balido desolado y débil. La brisa se fue afilando con la proximidad del crepúsculo: era un aire fino y helado que hacía flamear los mantos de los Urna y enredaba sus lacios cabellos. Tanta furia y tanta venganza para nada. Bruna hedía y en la estancada atmósfera palpitaba la presencia contenida de un gemido.
Fueron recobrando la movilidad gradualmente, de uno en uno, a medida que se disipaban los efectos del trance, mientras el sol, muy oblicuo ya, encendía las copas de los árboles con un reflejo del color de la sangre. Muchos de ellos, entumecidos por la prolongada quietud, caían al suelo al recuperar su libertad y allí, ovillados y doloridos, clavaban sus aterrorizadas miradas en la muchacha. Estaban tan asustados y confusos que, en un primer momento, no se atrevieron a hacer nada. Arrastrándose o trastabillando torpemente, los Urna se fueron reuniendo en un rincón de la explanada, a una prudencial distancia de Agua Fría. Los niños lloraban, las mujeres gemían y los hombres hablaban entre sí con nerviosos susurros. Era una situación excepcional, el acontecimiento más extraordinario de toda la historia de la tribu. La noche cayó y los Urna encendieron hogueras: no osaban regresar a la cueva, ante cuya entrada seguía sentada Agua Fría. Ahí estaba, perfectamente inmóvil, débil y derrotada por la inutilidad y la desesperanza; pero los Urna la creían dañina y poderosa.
Del interior de la caverna volvió a salir el lamento de un bebé, que fue contestado, en el improvisado campamento Urna, por dolientes gritos de mujeres. El llanto del niño, monótono y fatigado, se fue abriendo paso en la embotada conciencia de Agua Fría. La muchacha se puso en pie, para gran alarma de los Urna; entró en la cueva, recogió al gimoteante y abandonado Bopal y salió con el niño entre los brazos. La tribu se estremeció de pánico al ver que la muchacha venía hacia ellos; empuñaron los guerreros sus lanzas, retrocedieron las mujeres abrazando a sus críos. Pero Agua Fría se dirigió en derechura hacia Daa, quien, más angustiada por su hijo que por su propia seguridad, se había adelantado algunos pasos, y le entregó el bebé.
—Lo siento —murmuró Agua Fría.
Y luego regresó cansinamente a la entrada de la cueva y volvió a sentarse junto a Bruna.
Estalló entonces entre los Urna un clamor de comentarios, un frenesí de discusiones. Pasado algún tiempo, las voces callaron y una delegación de la tribu, provista de humeantes antorchas, se acercó titubeante a la muchacha. Era Bala, el gran jefe. Venía acompañado por Dogal y Zao, sus dos hijos, y escoltado por cinco hombres escogidos entre los guerreros de más mérito. Se detuvieron a unos pasos de ella, solemnes y tensos. Llenos de miedo y, sin embargo, sostenidos por la responsabilidad de su deber social, por el amor a la tribu, por el imperativo de la supervivencia. Venían a ella con el convencimiento de que podían morir en el encuentro, pero traían la cabeza orgullosamente alta y esa fiereza en la mirada de quien cree estar cumpliendo con su destino.
—Lo siento —repitió Agua Fría con voz átona.
Tras unos instantes de silencio, Bala habló:
—Eres mala. Eres peligrosa. Has querido matarnos.
—No, no he querido mataros. No deseo haceros ningún daño. Me enfurecí, perdí la cabeza, me comporté mal. Pero sólo os he dejado inmóviles durante algún tiempo, no pretendía nada más que eso. Lamento haberos asustado; pero fijaos bien, no hay ningún herido, estáis todos enteros y sanos. Si hubiera deseado mataros podría haberlo hecho fácilmente cuando no podíais defenderos.
—Eres una bruja, un demonio —insistió Bala—. ¿Cómo, si no, ibas a poder hacernos morir en vida?
—No estabais muertos. Sólo paralizados. Y no soy una bruja ni un demonio. Soy una persona como vosotros. Pero en mi mundo sabemos cosas que vosotros no sabéis. Yo sé la manera de paralizar a las personas. Se llama hipnosis, y es un conocimiento que se aprende, como vosotros aprendéis a hacer lanzas o a seguir el rastro de los osos. Con la hipnosis, yo puedo dominar la voluntad de una persona y dejarla quieta, o bien obligarla a hacer lo que yo quiera… No sé si entendéis lo que os estoy diciendo… Ya sé que es complicado. Pero no es brujería, Bala. Es un conocimiento, como lo del arco y las flechas. Oh, perdóname, Bala. Perdonadme todos. Me he portado mal, lo sé. Merezco un castigo. No lo volveré a hacer.
—No puedo perdonarte. No puedo perdonar lo que no entiendo. Eres demasiado peligrosa. Tendrás que irte. No te queremos aquí.
Agua Fría se dobló sobre sí misma y gimió.
—No me eches, Bala. Estoy dispuesta a aceptar el castigo que me impongáis. ¡Y no volveré a hacerlo, os lo juro! Además, puedo seros útil. Si lucháis contra otra tribu, usaré la hipnosis contra ellos. ¡Seréis un pueblo invencible!
Bala calló, pero por sus ojos cruzó un relámpago de ambición bélica, de gloria guerrera.
—¿Puedes enseñarnos ese poder? —preguntó al fin.
Agua Fría recapacitó un momento.
—Creo que no —contestó al fin con honestidad—. Es un aprendizaje demasiado largo y complicado.
—Entonces no es un conocimiento, como tú dices —se irritó el gran jefe—. No es como el arco y las flechas. Mis guerreros están aprendiendo a usar las lanzas pequeñas. ¿Por qué esto no?
—Podemos intentarlo, gran jefe. Pero estoy segura de que no dará resultado. A mí me ha llevado media vida llegar a dominar este conocimiento. Y antes hay que aprender muchas otras cosas, cosas de mi mundo que vosotros no sabéis.
Bala arrugó el ceño, sumido en esforzadas reflexiones. A su lado, Zao la miraba absorto, casi se diría que maravillado. Su pecho y sus brazos aún estaban manchados con la sangre reseca de Bruna. Pobre Zao, que había tenido la afectuosa gentileza de traerle el cadáver destrozado de la perra. Y, sin embargo, había sido al primero que había paralizado.
—Tendré que reunir el consejo para decidir qué hacemos contigo —gruñó Bala—. ¿No volverás a utilizar tu conocimiento contra nosotros?
—Jamás —respondió Agua Fría enfáticamente.
—¿Y aceptarás lo que el consejo decida sobre ti… sea lo que sea?
—Sí, lo aceptaré.
—Júralo por la luz y el calor del sol.
—Lo juro por el sol que nos da la vida —dijo Agua Fría.
Pero sabía que mentía. No estaba dispuesta a aceptar un castigo mutilatorio y mucho menos una sentencia de muerte. Volvería a usar la hipnosis frente a los Urna para defender su vida, si era necesario. En realidad, todo lo que les estaba diciendo era un engaño. Y, sin embargo, los Urna la creyeron. Así de inocentes eran, así de nobles y de íntegros.
—Espera aquí hasta que acordemos tu destino —ordenó Bala.
Y la comitiva dio media vuelta y regresó junto al resto de la tribu.
El consejo se mantuvo reunido durante toda la noche, mientras los niños dormitaban en torno de las hogueras y las mujeres atendían con sumisa expectación las deliberaciones de los guerreros. Arrebujada en un manto de piel, lejos de los fuegos y tiritando, Agua Fría alcanzaba a entender, de cuando en cuando, el contenido de las acaloradas discusiones. Un sector de la tribu, encabezado por Bala y Zao, proponían perdonarla y mantenerla con ellos, sometida a control y tras recibir un castigo disciplinario. Pero otra parte de los Urna, capitaneada por Urr, pedía la muerte de la muchacha.
—Es un peligro para nosotros. Es nuestra enemiga, ¡lo sé! —bramaba Urr, alertado por su memoria inconsciente—. ¡Su poder será siempre una amenaza!
Y los guerreros se miraban entre sí, atemorizados y confundidos, sin saber qué postura tomar. La noche se iba consumiendo entre farragosos debates, mientras la escarcha cubría la tierra con una costra fina y rechinante. Al alba ya, cuando el cielo negro se había desteñido en un gris sucio y melancólico, los agotados guerreros pidieron la opinión de las mujeres, dada la excepcionalidad del caso. Pudorosas y humildes, manteniendo la cabeza baja y la postura del decoro, las hembras Urna fueron musitando sus respuestas, breves e inaudibles para Agua Fría. Pero Daa, la esposa de Dogal, el hijo mayor del jefe, habló con voz temblorosa pero nítida:
—Es fuerte y es sabia, pero no había utilizado antes su fuerza contra nosotros. Ha aceptado día tras día las órdenes y los castigos de Urr sin rebelarse, cuando ahora hemos visto que podía haberle matado en vida en cualquier momento. No nos ha hecho daño, aunque podía hacerlo. Ahora llora y nos pide perdón, y yo la creo. Quizá ayer hizo lo que hizo porque estaba enferma. Enferma de pena. Ya sé que no es más que una humilde y miserable mujer, pero viene de muy lejos y conoce cosas que nadie conoce. Quizá podamos aprender algo de ella.
Daa iba a añadir algo más, pero Urr la interrumpió con violencia.
—¡Fuerte y sabia, sí! ¡Ésa es la prueba de su culpa! ¿Dónde se ha visto una mujer fuerte y sabia? La extranjera sólo puede ser un demonio disfrazado de mujer. Nos ha humillado, ha humillado a todos los guerreros, ha humillado al gran jefe, y ése es un delito penado con la muerte. Si no acabamos con ella ahora, su poder nos esclavizará para siempre.
Estallaron de nuevo los murmullos y las discusiones. Bala se puso fatigosamente en pie y ordenó callar. La luz del naciente día era ya lo suficientemente clara como para poder ver las columnas de vapor que salían de sus narices y su boca.
—Urr tiene razón: nunca se habían visto antes mujeres fuertes y sabias. Pero tampoco se habían visto las malas nubes que están comiéndose el mar al pie de las montañas. Nuestro pueblo ha vivido en estas rocas desde que los dioses del sol y de la tierra crearon el mundo, y siempre hemos encontrado agua, cobijo y comida. Pero ahora todo está cambiando y suceden cosas terribles que no comprendemos. Quizá los dioses se hayan enfadado con nosotros. Siento el fin de nuestro pueblo en mis huesos, del mismo modo que el cervato ventea la muerte en el olor a gato salvaje, aun sin conocerlo. El mundo está lleno de nuevos peligros, y la extranjera parece saber más de estos peligros que nosotros mismos. No me parece prudente prescindir ahora de su presencia y de sus extraños conocimientos.
—¡No es que ella sepa más del peligro! —rugió Urr—. ¡Es que ella es el peligro! Las malas nubes y ella llegaron casi al mismo tiempo.
—Durante más de una luna la muchacha se ha calentado con mi fuego, ha preparado mi comida, me ha servido el agua que he bebido. Confío en ella. Sé que no quiere hacernos ningún daño. Está asustada, como nosotros, por todo lo que no conoce —repuso calmosamente el viejo; y luego, alzando la voz, proclamó en tono solemne—: El gran jefe Bala ha decidido. Bala os dice: perdonaremos a la mujer y la mantendremos con nosotros. No podrá volver a usar su conocimiento contra los Urna y, en castigo a su falta, durante una luna entera deberá traer el agua para todos los miembros de la tribu. Nadie cazará para ella en ese tiempo, sino que se verá obligada a…
—¡No lo acepto! —gritó Urr, poniéndose en pie de un salto—. Reclamo mi derecho a la lucha sagrada.
Un murmullo de consternación recorrió la tribu. También Agua Fría se estremeció: sabía lo que eso significaba, porque lo había oído en las viejas leyendas que las mujeres se contaban. En los asuntos graves, y tras consulta del consejo, el gran jefe tomaba siempre todas las decisiones concernientes a la situación y al futuro de la tribu, y era obligatorio obedecerle. Pero, en circunstancias extremas, un guerrero disidente podía pedir la lucha sagrada, en cuyo caso el jefe debía entablar un combate a muerte con el demandante. Si el guerrero ganaba, no sólo imponía a la tribu su criterio sobre la cuestión debatida, sino que además establecía una nueva dinastía de liderazgo, convirtiéndose en jefe de los Urna. Bala provenía de una antigua estirpe de jerarcas: su padre, su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo habían ostentado antes que él el mando de la tribu, y lo habían hecho con tal responsabilidad y ponderación que los Urna se sentían confortables y seguros bajo el firme peso de su tutela dinástica. Hacía tanto tiempo que nadie ejercía el derecho a la lucha sagrada que la existencia de este trágico combate parecía limitarse a las narraciones históricas, a las leyendas de un pasado remoto que los Urna se contaban, por las noches, en torno a las crepitantes hogueras. Pero ahora Urr había desafiado a Bala. A muerte. Y Bala era demasiado viejo.
—Acepto el reto. Yo pelearé por mi padre —contestó Zao con voz ronca.
Podía hacerlo, puesto que era heredero directo del gran jefe. Estremecidos y desolados, los Urna dieron por terminado el consejo y se aprestaron a cumplir los preparativos para el gran combate, que habría de celebrarse al amanecer del día siguiente. Las mujeres cargaron con los adormilados niños y regresaron a la cueva para cocinar el desayuno y los hombres salieron al monte a buscar unas raíces oleaginosas con cuyo aceite, de propiedades mágicas, untarían ritualmente el cuerpo y las armas de los combatientes, para que los dioses dieran la victoria a aquel que tuviera en sus manos la felicidad y la prosperidad de los Urna. Para este pueblo simple e inocente, acostumbrado a rutinas estrictas, no había desdicha ni amenaza mayor que la de la incertidumbre. Y ahora el mundo entero parecía haber caído en un vértigo de locas mudanzas, con nieblas que devoraban los mares, mujeres con poderes nunca vistos y guerreros reclamando la lucha sagrada. Era el caos. Los Urna se preparaban para el combate como quien se prepara para un funeral, mientras Agua Fría enterraba a Bruna y ayunaba durante todo el día, sintiéndose ahogada de culpa y miserable.
Los Urna se fueron reuniendo en la explanada cuando todavía era de noche, entre el ominoso retumbar de seis grandes tambores que eran ceremoniosamente golpeados con pesadas mazas por los hombres más viejos de la tribu. Todos, mujeres, hombres y niños, llevaban pintada en la cara una gruesa línea negra, hecha con grasa y hollín, que nacía en la frente, cubría la nariz y acababa en la barbilla. Formaba parte del ritual de duelo y era un símbolo de pesadumbre ante la próxima e inevitable muerte, fuera ésta la que fuese. Se sentaron primero los guerreros, formando un amplio semicírculo y enarbolando con solemnidad sus flexibles lanzas. En las filas de atrás, desordenadamente, se colocaron las mujeres y los niños. Las madres mandaban callar a sus adormilados hijos y en la explanada reinaba un silencio sombrío. Era un amanecer frío y sin viento; en el rocoso suelo brillaban pequeños charcos de agua congelada, dura como un vidrio. El cielo, aclarado ya por un sol aún invisible, pesaba sobre sus cabezas como una plancha de plomo. Nadie había dirigido la palabra a Agua Fría. Sentada en un rincón junto a la entrada de la caverna, hambrienta y entumecida, la muchacha escuchaba embrutecidamente el lento latir de los tambores. Era el sonido mismo de la desdicha.
Bala, que había permanecido largo rato con la cabeza entre las manos, alzó la mirada y levantó su lanza. El redoble se detuvo. Los contendientes salieron de la cueva. Iban completamente desnudos y sus cuerpos relucían por la aplicación del aceite mágico. Llevaban el rostro limpio y sin la marca de la línea negra, pero sus genitales habían sido embadurnados con el tinte de hollín. El frío y la tensión les hacía tiritar ostensiblemente; en una mano llevaban la lanza, en la otra un mazo de madera endurecida al fuego. Urr era más fuerte, más voluminoso, más pesado, pero Zao poseía la agilidad y la resistencia de la juventud. Se acercaron los dos a Bala y permanecieron de pie frente a él, muy serios y erguidos, con el empaque algo deslucido por el perceptible temblor de sus rodillas y el castañeteo de sus dientes. Bala se levantó y, tras abrazarles ritualmente, les ordenó que se colocaran en ambos extremos del amplio semicírculo. Cuando los guerreros estuvieron en sus posiciones, a unos veinte metros de distancia el uno del otro, el gran jefe alzó su lanza y la arrojó al centro del espacio acotado. Allí quedó la jabalina, hincada en el suelo, vibrando. Esa era la señal. El combate había comenzado.
Al principio apenas se movieron: se encogieron sobre sí mismos y dieron pequeños pasos hacia un lado y hacia otro, escudriñando el comportamiento del enemigo. Comenzó a llover. Ya se había hecho completamente de día, pero el cielo estaba tan nublado que la luz era pobre y turbia. Las gotas de agua se adherían a la piel engrasada de los contendientes, dibujándoles un extraño sarpullido. Luego la lluvia arreció y empezó a desteñir la tintura negra. Era una lluvia torrencial, cegadora y ruidosa. Zao y Urr bailaban erráticamente en el semicírculo, acercándose el uno al otro poco a poco, y el diluvio del fin del mundo les chorreaba barbilla abajo.
Entonces Urr arrojó su lanza. El venablo silbó en el aire y Zao, cogido por sorpresa, no acertó a esquivarlo enteramente: la hoja se le enterró en el hombro izquierdo. Trastabilló el muchacho con el impacto; saltó la sangre y los Urna gritaron. Blandiendo la maza, Urr se abalanzó sobre su contrincante con un aullido de furia y de triunfo. Pero, con agilidad nacida de la desesperación, Zao se arrancó la lanza y, dando un formidable brinco lateral, esquivó la embestida. Se detuvieron de nuevo, jadeantes, contemplándose el uno al otro a dos o tres metros de distancia. La lluvia lavaba la herida del muchacho y por su flanco izquierdo caían regueros de un agua rosada. Al ser herido, Zao había perdido la maza, pero aún tenía la jabalina. Era bueno con la jabalina y Urr lo sabía; por eso se había detenido a unos metros de él, hosco y desconfiado, con la maza agarrada con ambas manos. A Urr le convenía que el muchacho perdiera sangre, que se debilitara; por eso empezó a dar vueltas en torno a él, como una fiera paciente y carroñera, sin detenerse ni acercarse. También Zao sabía que cada momento contaba en su contra y acechaba el instante preciso para ensartar a su enemigo. Pero tenía que ser un tiro infalible, porque sólo disponía de esa oportunidad. Urr, que le aventajaba con mucho en envergadura, hubiera sido siempre un oponente difícil en el cuerpo a cuerpo; pero ahora, herido como estaba, no podría sobrevivir si caía en sus manos. Giraba Zao sobre sí mismo, sin perder la cara al enemigo, mientras el hombro le ardía y el brazo izquierdo se le convertía en un frío e insensible madero. Me va a matar, pensó súbitamente con un espasmo de terror. Y luego se dijo: «No». E imaginó cómo la punta de su jabalina se abriría paso en el vientre de Urr, cómo le traspasaría y le arrebataría la vida. Sintió un odio sin límites hacia Urr, una emoción caliente y básica que le hizo revivir y recuperar parte de sus fuerzas. Entonces percibió en sus pulsos, como en las buenas cacerías, el momento del tiro: ese instante justo en el tiempo y en el espacio en el que el hierro ha de encontrarse inevitablemente con su víctima. Y arrojó la lanza. Pero en el momento de soltarla resbaló en el suelo encharcado; cayó de costado y la jabalina, torcido su impulso en el último instante, erró por un amplio margen el blanco propuesto. Urr dio un salto y descargó la maza sobre el muchacho. Zao rodó sobre sí mismo y esquivó el golpe por muy poco, mientras la maza crujía horriblemente contra el suelo. Levantaba ya Urr de nuevo la pesada estaca cuando el muchacho palpó algo duro bajo su mano: era la lanza de su enemigo, la que él se había arrancado del hombro instantes antes. Cegado por el dolor y la lluvia, confuso y aturdido, Zao alzó la jabalina y Urr se ensartó en ella. La hoja le entró por la base del cuello; saltó un chorro de sangre y el hombre boqueó un instante, asfixiado y atónito, antes de desplomarse como un fardo sobre el muchacho. Estaba muerto. La herida había resultado fulminante.
Un rumor semejante al viento, mezcla de alivio y pesadumbre, recorrió las filas de los Urna. Inmediatamente se escucharon, lúgubres y agudos, los gemidos de los familiares de Urr. Lloraban no sólo la muerte del hombre, sino su propio destino. Porque, según las normas de la tribu, si el aspirante fracasaba, sus parientes se veían obligados a abandonar el pueblo, condenados al olvido y al destierro de por vida. Las mujeres de Urr, sus hijos, su hermano, su anciana madre, todos permanecían postrados en el suelo, golpeando sus pechos y cubriendo sus cabezas con el negruzco lodo. Nadie les consolaba, nadie les dirigía la palabra, nadie posaba tan siquiera sus ojos sobre ellos. Porque, con la muerte de Urr, habían muerto todos para la tribu.
Pero de todo esto Agua Fría fue consciente más tarde. En un primer momento sólo fue capaz de pensar que Zao había vencido y estaba vivo. Corrió hacia él sin saber que corría y la fuerza de sus emociones la hizo tan rápida que llegó al muchacho antes que nadie. Empapada y tiritando, Agua Fría intentó apartar el pesado cuerpo de Urr. Pero no pudo. Se dejó caer entonces de rodillas junto al muchacho y acarició tímidamente su cabeza.
—Oh, Zao…
El chico sonrió débilmente y Agua Fría sintió que esa sonrisa la atrapaba y que en su cabeza estallaba un incendio. Zao había sido herido por ella. ¡Zao había matado por ella! El haber sido causante de una muerte le resultaba atroz: su razón gemía y se espantaba. Y, sin embargo, de lo más profundo de su ser surgía un sentimiento oscuro y abisal, el eco de una memoria sepultada, una satisfacción salvaje. Como si ese rito de sangre hubiera sellado un pacto ancestral entre Zao y ella, un contrato bárbaro y remoto. Eso era lo más turbador, lo más insoportable: el conflicto entre el horror y el reconocimiento, entre la repugnancia y el placer. Zao había matado por ella, se repetía Agua Fría; y su mente se desgarraba y de sus entrañas surgía un monstruo. Pero ya habían llegado Dogal y otros guerreros junto a Zao, ya apartaban el cadáver de Urr, ya levantaban al muchacho, empujándola a ella a un lado con bruscas maneras. Quedó Agua Fría sola en mitad de la explanada, bajo la lluvia. Los Urna habían deshecho ya el semicírculo y se dirigían a sus quehaceres. Los deudos de Urr acudieron a recoger el cadáver; llorando y lamentándose, comenzaron a reunir sus escasas posesiones y a prepararse para la marcha. Agua Fría les contempló consternada; movida por un impulso súbito, corrió hacia Bala, que permanecía aún sentado en un extremo de la explanada, pálido y taciturno.
—¡Oh, Bala, por favor, gran jefe! —imploró la muchacha, postrándose de rodillas ante el viejo—. ¡No eches a la familia de Urr! Las nieves están próximas, morirán…
Bala dio un respingo, como si le hubieran sacado de un profundo trance. Volvió lentamente el rostro hacia Agua Fría: tenía los ojos ribeteados de rojo y parecía haber envejecido en las últimas horas.
—Las cosas son como son. No hagas más daño del que ya has hecho —contestó el anciano con voz pastosa.
Y, levantándose cansinamente, se alejó hacia la cueva. Ni siquiera volvió el rostro cuando se cruzó con la triste comitiva de los expulsados. Eran una docena de personas, entre niños y adultos; estaban empapados por la lluvia y se tambaleaban bajo el peso de los fardos de provisiones, los atados de mantas de piel, los cestos con sus calabazas, sus piedras de pulir, sus vasijas de madera, sus útiles de hueso. Arrastrando a los críos y a los ancianos y acarreando el cadáver del guerrero envuelto en un cuero, la familia de Urr se internó, sin mirar hacia atrás, en la espesura, la soledad y el invierno.
Volvían a sonar los tambores, ahora con un ritmo más rápido.
Ya lo había dicho Bala, ante toda la tribu, el día que Urr murió:
—La muchacha se quedará con nosotros. No volverá a usar su poder, salvo que el consejo se lo ordene para defendernos de nuestros enemigos. Como castigo a su falta, durante toda una luna traerá el agua para toda la tribu. En ese tiempo nadie cazará para ella y deberá alimentarse de las sobras que consiga. No le será permitido hablar ni nadie hablará con ella, salvo para reclamarle sus deberes. Cumplido su castigo, cuando la luna cambie, mi hijo Zao la convertirá en su mujer. Esta es la decisión de Bala y así será.
No le habían sorprendido a Agua Fría las palabras del jefe ni su destino conyugal. Sentía, de un modo turbio y angustioso, que su vida pertenecía a Zao desde que el guerrero había arrebatado la de Urr. Y había placer en el reconocimiento de esa dependencia que la sangre había sellado. Placer y dolor, desesperación y gozo. Sentía por Zao algo que no había sentido antes: el deleite de la sumisión y el odio por experimentar ese deleite. Zao era el otro, el enemigo. Un atractivo abismo destructor. Quizá toda esa confusión no fuera sino amor, pero Agua Fría se sentía profundamente enferma.
Había cumplido su castigo con entereza, contenta de apurar una penitencia con la que aliviar el peso de su culpa. Pasó mucha hambre, porque los Urna no desperdiciaban nada y, por las noches, tras hacer su humilde ronda de rapiña por los fuegos de la tribu, apenas si conseguía reunir unos cuantos recortes de las endurecidas tortas de nueces y algunos huesecillos a medio roer enterrados entre las cenizas. Pero con todo, lo más duro de soportar fue algo que Bala no había mencionado: no se le permitió dormir en el hogar del jefe durante toda la luna y hubo de improvisar un lecho en un rincón frío y sombrío, apartado de todas las hogueras. Las noches se le hacían interminables; tiritando bajo la manta de piel, escuchaba el chillido de los murciélagos y pensaba obsesivamente en la familia de Urr, abandonada a su suerte entre los hielos. Porque habían caído ya las primeras nevadas y el mundo era un lugar solemne e inhabitable. Cuando la muchacha salía muy de mañana para traer el agua, la boca de la cueva estaba cubierta con las huellas frescas de las alimañas. Para entonces, por fortuna, Agua Fría ya no se veía obligada a alejarse, puesto que le bastaba con llenar los cuévanos de nieve.
Volvían a sonar los tambores, ahora con redoble de fiesta.
La luna había cambiado la noche anterior y, durante todo el día, los Urna habían estado inmersos en los bulliciosos preparativos de la boda. Se asaltaron los depósitos de comida y las mujeres cocinaron un sinfín de platos deliciosos: carne seca con miel, tortas de harina de higos, raíces dulces peladas y tostadas en las brasas. Los hombres, mientras tanto, dispusieron el nuevo hogar de Zao en el lugar de la cueva que Bala le había adjudicado, un rincón ni demasiado bueno ni demasiado malo, como correspondía a su doble y contradictoria condición de joven guerrero e hijo del jefe. Limpiaron y alisaron el suelo con escobillas de mimbre, compusieron un mullido lecho con hojas secas y mantas de piel, apilaron una buena cantidad de leña para la hoguera y depositaron, uno a uno, sus regalos para la nueva casa: cestillos trenzados, platos de madera, agujas y cuchillos de hueso, puñales de piedra pulida e incluso alguna punta metálica de lanza, un tesoro que se procuraban de cuando en cuando, por medio del trueque o del saqueo, de los pueblos de la llanura, que dominaban el secreto del hierro.
Una vez dispuesto el hogar y entregado el ajuar aparecieron los ancianos, teñidos de alheña y recién rasurados, que, con movimientos rituales y precisos, construyeron la cámara nupcial en torno al lecho: un bastidor rectangular de madera del que pendían cuatro grandes lienzos de cuero curtido. La cámara nupcial se mantendría durante siete días con sus siete noches, aislando a la nueva pareja del resto de la tribu; un tiempo prudente y necesario, consideraban los Urna, para que el espíritu de la esposa se desligara de su antiguo hogar y echara raíces en los dominios de su nuevo dueño.
Nadie había comido nada en todo el día, por ayuno ritual y porque se reservaban para el banquete; pero el hambre y el cansancio no enturbiaban las risas y las bromas mientras se engalanaban para la fiesta. También Agua Fría fue debidamente acicalada: todo su cuerpo fue lavado con nieve y frotado con hojas aromáticas. Pese a sus protestas, le afeitaron la mitad anterior de la cabeza y cubrieron su frente, sus manos y sus pies con las delicadas geometrías de una alheña roja como la sangre. A la caída de la tarde, con los tambores retumbando, los Urna se reunieron en torno a una inmensa hoguera encendida en medio de la cueva. En el centro estaba sentado Zao con el pecho tintineante de collares de huesos.
Bala fue a buscar a Agua Fría. La muchacha había estado durmiendo en su hoguera, de modo que el viejo jefe era el encargado de entregarla. La cogió firmemente de la mano y, atravesando el círculo, la hizo sentar frente a Zao. La tribu comenzó a cantar una salmodia rítmica sostenida por los tambores. El anciano alzó un cuenco de madera y, tras dar un largo trago, se lo pasó a Agua Fría, que apenas lo probó: era un bebedizo caliente confeccionado con agua, miel y el jugo de una raíz de propiedades intoxicantes. Luego le tocó el turno a Zao, que tomó una buena cantidad. Estaba más pálido y delgado, aún convaleciente de su herida.
El viejo jefe hizo una seña y los Urna empezaron a pasarse grandes cuencos llenos a rebosar de la misma cocción. Todos bebían de ella y a los niños pequeños les mojaban los labios. Bala volvió a alzar el recipiente, volvió a ofrecérselo a Agua Fría y a Zao; el ritmo de la canción se aceleraba, en medio de un aturdimiento de tambores. La gigantesca hoguera desprendía un calor insoportable; muchos de los presentes empezaron a despojarse de sus ropas; cantaban y golpeaban el suelo, enardecidos y embriagados, y el fuego hacía brillar sus cuerpos sudorosos. Bebieron y cantaron hasta consumir el contenido de los cuencos; entonces Bala alzó el brazo y el bullicio cesó. El anciano indicó a Agua Fría que se levantara, cosa que ésta hizo, sintiéndose lánguida y considerablemente mareada.
—Muchacha: a partir de ahora no vengas a mi hoguera, que estará apagada para ti —recitó Bala solemnemente—. No me pidas que cace para ti, porque ya no puedo alimentarte. Mis ojos no te ven y mis brazos no pueden defenderte. De ahora en adelante perteneces a Zao. Él cuidará de ti y tú le honrarás, porque es tu dueño.
Y, tras declamar la fórmula habitual, el anciano empujó suavemente a la muchacha hacia Zao y se volvió de espaldas, tapándose los ojos con las manos según la costumbre. La aturdida Agua Fría titubeó un instante; frente a ella estaba Zao, que también se había puesto en pie: hermoso y aterrador, joven y fiero. La muchacha dio un paso hacia él. Sabía, porque ya había asistido a un acto semejante, que el joven debía ahora golpearla y conducirla a la cámara nupcial. No era sino la representación de un viejo rito: no se esperaba que la golpeara con dureza, y comúnmente la ceremonia se despachaba con la pantomima de una ligera bofetada, símbolo del poder del nuevo amo y de la dejación de ese padre vuelto de espaldas y ciego ya para su hija. Miró Agua Fría a Zao y vio sus ojos encendidos con el resplandor de la hoguera. Eran unos ojos febriles, conmovidos por emociones que la muchacha no pudo descifrar. Dio otro paso hacia él. Y súbitamente todo se nubló y un trueno estalló dentro de su cabeza. Alzó la cara, atontada: estaba en el suelo. Zao le había pegado un puñetazo tan fuerte que la había derribado. El lado izquierdo de su cara ardía y palpitaba, pesado como una piedra; se lamió el labio y le supo a sangre. Cobarde, pensó. Animal. Y, aún a gatas, se abalanzó contra él rugiendo de rabia. Zao la abofeteó, la golpeó, la pateó, y ella seguía debatiéndose. Sabía que el muchacho le había pegado tan fuerte porque le tenía miedo, porque temía su poder y su diferencia y quería dejar bien claro, ante toda la tribu, que él era capaz de dominarla; y sabía también que resistirse no haría sino empeorar su situación. Pero no podía evitarlo: combatía por algo más que por orgullo: por un oscuro instinto de supervivencia. Forcejeó hasta que no pudo más, hasta quedar casi inconsciente. Ovillada en el suelo, advirtió entre nieblas que Zao la cogía en brazos y escuchó el lejano bramido de la tribu, que volvía a cantar y a gritar dando por terminada la ceremonia. Así, en brazos del muchacho, como en un mal sueño, entró en la cámara nupcial. Zao la depositó suavemente sobre el lecho. Agua Fría se quejó. Le dolían los riñones, el estómago, la cara. Respirar era un suplicio.
Zao la miraba preocupado, frotándose torpemente sus grandes y magulladas manos.
—¿Tienes sed? —preguntó.
La muchacha no contestó. Tras un instante de duda, Zao le mojó los labios con un poco de agua.
—¿Quieres comer algo? —dijo nerviosamente, señalando los ricos platillos que les habían preparado.
Agua Fría calló y cerró los ojos. Le costaba mantenerlos abiertos: seguramente estaban inflamados.
Entonces Zao suspiró, contrito, y comenzó a acariciar muy suavemente las mejillas de la muchacha, mojadas de sangre y de lágrimas. Y cuando sus manos temblorosas arribaron a las proximidades de la boca, Agua Fría, veloz como una víbora, mordió el dedo pulgar de Zao y apretó con todas sus fuerzas hasta que sus dientes se encontraron con el hueso.
Habían transcurrido ya seis días y Agua Fría se hallaba casi restablecida. Todas las mañanas el muchacho salía de la cámara y regresaba trayendo la comida que su madre les había preparado; también se ocupaba de encender el fuego, pese a ser éste uno de los deberes de la mujer. Claro que Agua Fría estaba demasiado magullada para poder hacerlo.
Zao había lavado y cuidado sus heridas y la había atendido en todo momento con solícita eficacia. Pero no se habían vuelto a hablar desde la primera noche, y tampoco a tocar, a menos que fuera estrictamente necesario. El tiempo transcurría triste y tenso, en la modorra de la convalecencia. Y, por las noches, junto a la espalda tibia del muchacho, Agua Fría deseaba estar muerta y no sabía en realidad por qué.
La mañana de ese sexto día Zao se había ido temprano y tardaba más que de costumbre en regresar. Aburrida y nerviosa, Agua Fría se atrevió a ponerse en pie y a salir de la cámara. Recorrió la cueva, saludó a las mujeres, jugueteó un poco con los niños. Zao no estaba dentro de la gruta. Regresó a su hogar, confusa y fatigada; avivó el fuego y comenzó a preparar su primera comida conyugal. Pero Zao no regresaba. Transcurrió así toda la mañana y buena parte de la tarde, mientras Agua Fría se sentía asfixiar en el encierro de los muros de piel.
El sol debía de estar ya cercano al horizonte cuando el bastidor de madera crujió y Zao entró en la cámara. Traía puestas sus botas y su mejor manto de piel, y tanto sus cabellos como sus ropas estaban húmedos y cubiertos de escarcha. Con él entró el olor del invierno, de la nieve y los bosques. Agua Fría le contempló, ceñuda; y entonces sucedió algo inusitado: el muchacho sonrió. Se arrodilló ante ella y, metiendo la mano dentro de su manto, sacó un bulto informe y tembloroso que tendió hacia Agua Fría. Era un lobezno, un cachorro gimoteante y aterrado. Alzó la cabecita, clavó en la muchacha unos ojos desconsolados y amarillos y lanzó un ridículo gruñido.
—¡Es precioso! —exclamó Agua Fría cogiendo el lobato.
Sus manos rozaron las de Zao; en el pulgar era todavía claramente visible la marca de sus dientes, una herida amoratada y de feo aspecto. Cuando le mordió, Zao no hizo nada, ni siquiera gritar. Tan sólo sujetó su barbilla para liberar el dedo; y luego se pasó la noche acunando su mano, como quien acuna a un niño pequeño.
El animalillo se enroscó en el regazo de Agua Fría, apreciando visiblemente su acogedora calidez. Era una tibia bola peluda, con un hocico húmedo y sensible, un hocico tan negro como el de Bruna. Agua Fría alzó la cara: Zao la estaba mirando y sonreía. Oh, ¿qué pasaba?, ¿qué estaba pasando? La muchacha sentía unos irrefrenables deseos de llorar. Pero no podía, no debía permitírselo. No llores, se decía, mientras Zao la acariciaba con sus manos tan frías como carámbanos, no llores o perderás la batalla, el pelo del muchacho desprendía un tenue vapor y su piel estaba húmeda y salada, no llores o nunca más volverás a ser libre, y el manto caía, goteaba la escarcha, las piernas se enredaban, las lágrimas corrían por sus mejillas. O nunca más volverás a ser libre, mientras sus vientres se buscaban y el cachorro roncaba apaciblemente junto al fuego.
La Gran Hermana tenía razón: de algún modo los Urna poseían un secreto poder frente a la muerte. Desconocían la Mirada Preservativa, pero la sustancia de su mundo no parecía alterarse cuando, cargados con todos sus recuerdos, desaparecían para siempre en el pozo de la muerte verdadera. En el transcurso del largo y blanco invierno fallecieron tres personas, dos hombres y una mujer, los tres bastante ancianos. Agua Fría presenció sus agonías, asistió a los duelos. Murieron como animalillos, con la resignación ante el dolor de quien lo considera inevitable; sus cuerpos luchaban contra el fin, pero sus mentes no parecían formularse ninguna pregunta. Morían callados y pacientes, y en el entorno no se percibían variaciones: la gruta seguía manteniendo la misma solidez, idénticos perfiles y relieves. Ni siquiera en el momento mismo del tránsito se advertía agitación alguna en la materia, esa leve y fugaz irisación en la superficie de las cosas tan característica de las muertes verdaderas. En la calma de estas muertes dulces, si es que la muerte podía serlo, la muchacha se admiraba de la soberbia impasibilidad del mundo.
Una impasibilidad no compartida por la tribu. Porque los Urna apreciaban la vida, y sus duelos, a diferencia de sus muertes, no eran en absoluto resignados. Los deudos lloraban, se mesaban los cabellos, se cubrían los rostros con barro. Tras lavar el cuerpo del difunto lo enterraban en la boca de la cueva, bajo la nieve, a la espera de que, con el deshielo, pudiera realizarse el rito funerario. Iban acumulándose los cadáveres en la explanada y el mundo de los Urna permanecía intacto.
Fuera, en cambio, la realidad se derretía. Más allá de la cueva, más allá de la explanada y de la linde próxima del bosque, las brumas de la nada rondaban como un depredador hambriento. Abajo, al pie de las abruptas laderas, el plomizo mar desprendía un borroso vapor de inconsistencia, y en la costa, desdibujada en parte, las olas batían furiosamente contra la niebla.
Pero los Urna vivían de espaldas al mundo, ciegos a todo signo de catástrofe, abrigados en su rutina habitual, como si en la repetición estuviera el secreto de la vida eterna. Era un invierno más, parecían decirse tozudamente, tan largo y desalentador como cualquier invierno. Era la época de las manufacturas, de los trabajos artesanos; tallaban, pulían y cosían, confeccionaban mantas, armas o utensilios de cocina. Limpiaban pequeños huesos y los enfilaban en tendones finos para hacer collares. O machacaban piedras y raíces para elaborar tinturas rituales; y por las noches, en torno a los fuegos, se narraban historias legendarias. Agua Fría no se cansaba de escucharles, absorta, aprendiendo a conocer a los Urna a través de sus héroes y sus cuentos. A pesar del frío, de la falta de luz y del perpetuo encierro; a pesar de que las provisiones disminuían alarmantemente y habían tenido que empezar a racionarse, las noches aquellas eran sin duda hermosas, con el lobezno a los pies, dócil y cariñoso como un perro porque crecía en la ignorancia de ser lobo, y con Zao, sobre todo con Zao, perezoso y sensual, con el que Agua Fría a veces se reía, a veces se peleaba y siempre se amaba furiosa y febrilmente. Mientras estaba en sus brazos, la muchacha olvidaba el agónico crepitar del mundo.
Pero a la mañana siguiente volvía a sentirse invadida por la angustia. Salía entonces a la boca de la cueva y se esforzaba en hacer un inventario del paisaje, anotando mentalmente las nuevas mordeduras, las pequeñas conquistas del decaimiento: una rama desdibujada, una roca con el color vidrioso. Un día encontró a Bala acuclillado en la entrada de la gruta. Se sentó junto a él calladamente y durante un rato contemplaron en silencio el horizonte helado. El anciano jefe permanecía impasible, arrebujado en varias mantas. Su perfil, empalidecido por el frío, parecía tallado en un bloque de mármol.
Miró Agua Fría la masa sombría del bosque, azulada por el reflejo de la nieve. Miró la explanada, blanca y escarchada y ocultando en sus entrañas los cadáveres de los tres ancianos. Miró el perfil de las montañas, tembloroso e inestable, herido por las brumas. Los árboles languidecían y las rocas parecían de cristal.
—El mundo se borra, Bala —susurró Agua Fría.
El viejo jefe suspiró audiblemente.
—Es el mundo, entonces. Tenía la esperanza de que sólo fueran mis ojos.
Volvió suavemente el rostro hacia ella. A la clara luz diurna, Agua Fría observó que sus pupilas estaban nubladas, cubiertas por el velo de los años. La muchacha extendió una mano y la pasó ante los ojos del hombre, que parpadeó ligeramente. Bala se estaba quedando ciego.
—Y, sin embargo, sabías que las cosas se estaban deshaciendo… —dijo Agua Fría.
—No hace falta ver. Lo oigo. Lo huelo. El mal está en el aire.
Callaron un buen rato, tiritando debajo de sus mantas.
—Y tú, muchacha, que vienes de tan lejos y conoces secretos de los que los Urna nunca oyeron hablar, ¿no sabes qué podemos hacer contra la mala nube? —dijo Bala. Su voz sonaba extraña, crispada e implorante al mismo tiempo. Muy desesperado debía de hallarse el viejo jefe para que, siendo como era el gran Bala, se rebajase a solicitar consejo y ayuda de una mujer.
—No, gran jefe. No lo sé.
Y el anciano entornó sus ojos opacos y volvió a suspirar:
—Mala cosa, muchacha. Mala, muy mala.
Pasó el invierno y llegó el deshielo con un torrente de lodos. El aire olía a fermentación vegetal y la tierra comenzaba a asomar la cabeza por entre los montículos de nieve sucia y desleída. Y, junto a los islotes de barro, emergieron también los cadáveres de los tres viejos Urna. Cuando transcurrió al fin la primera noche sin helar, Bala proclamó que había llegado el momento de realizar los ritos funerarios.
Era una ceremonia muy importante, el único oficio de difuntos que se celebraba en todo el año. Aquellos que morían en verano eran envueltos en un cuero curtido y enterrados cerca de la cueva, para que la podredumbre purificara sus restos a la espera de la próxima ceremonia anual. Cada primavera, cuando Bala marcaba el día del evento, los deudos excavaban la explanada y sacaban los despojos de sus seres queridos, envolviéndolos en un cuero nuevo teñido del color de la sangre. También se adornaban con pieles semejantes los cadáveres de los fallecidos durante el invierno, pero éstos contaban con la inconmensurable ventaja de mantenerse intactos, conservados por el abrazo de la nieve. Morir en invierno se consideraba un buen augurio: todos deseaban llegar enteros a la sagrada morada. En esta ocasión, y además de los tres viejos Urna conservados bajo el hielo, había cuatro muertos estivales más, cuatro paquetes de roídos despojos apretadamente envueltos en cueros brillantes.
Aunque los deudos eran los principales protagonistas de la jornada, en la ceremonia participaba todo el pueblo. El rito de difuntos tenía una honda repercusión en la vida tribal y era el símbolo del final del mal tiempo. Las celebraciones acababan con un gran banquete en el que se consumían los restos de los alimentos almacenados para el invierno. A partir de entonces los guerreros tendrían que volver a cazar y a pescar, aunque el espíritu de los hielos les hubiera engañado y cayeran nevadas tardías, cosa que había sucedido en más de una ocasión. Pero los Urna consideraban que eso formaba parte de la eterna y colosal batalla entre el espíritu del sol y el espíritu de los hielos, que siempre se resistía a abandonar la tierra. Y pensaban que ellos, dando públicamente por vencido al invierno, ayudaban al sol en su combate. Por eso resultaba tan importante celebrar apropiadamente el rito de difuntos, que era, al mismo tiempo, un rito de vida y de renacimiento. Así lo percibía Agua Fría mientras se dirigía en procesión, con los demás, hacia las Piedras Dormidas, el recinto de los enterramientos y sumo santuario. Cruzaban los Urna el bosque en callada y solemne fila, tiznadas sus caras con la línea negra funeral y con los cadáveres presidiendo la marcha, y a su alrededor la maleza estallaba en un rumor bullente de animales e insectos, en los turbulentos chasquidos de los procesos de la materia orgánica. El estruendo de la vida despedía a los muertos.
Iban despacio y emplearon casi toda la mañana en el camino. Al fin, al filo del mediodía, coronaron el risco más cercano a la cueva, un monte chato y pedregoso. Ahí arriba, protegidas las espaldas con las escarpadas laderas de otras montañas más altas, estaban los santos lugares. Al principio Agua Fría no advirtió nada especial: no era más que una meseta pelada, con parches de nieve y pequeños montículos. Hasta que Bala se detuvo frente a uno de esos montículos y cuatro de los guerreros más fornidos corrieron una pesada losa que se hallaba en su boca. Era una puerta, se admiró Agua Fría; y, al ser retirada, dejaba una oquedad rectangular que permitía el paso de un ser humano ligeramente encorvado. El viejo jefe y los deudos encendieron entonces unos grandes hachones resinosos y se introdujeron, cargando los cadáveres, por el oscuro hueco. Transcurrió cierto tiempo, durante el cual la tribu permaneció en el exterior, callada y atenta. Al cabo salió Bala y les hizo una señal para que pasasen. Fueron entrando en grupos de ocho o diez, ordenadamente y en silencio.
Agua Fría se agachó y se introdujo en el agujero, que era en realidad un estrecho pasillo de muros de piedra. Lo primero que percibió fue el olor, rancio y ligeramente dulzón, ni del todo desagradable ni del todo desconocido. Y de pronto se encontró en una vasta cámara subterránea. Era un recinto trapezoidal, con la altura de dos mujeres y espacio para casi un centenar de personas. Agua Fría se irguió y parpadeó, asombrada. El suelo era de tierra apisonada, liso y seco. Los muros eran enormes losas de piedra, tan perfectamente talladas y pulidas que no sobresalía ni una sola arista y encajaban las unas en las otras como las muelas encajan en la mandíbula. El techo estaba compuesto por tres colosales bloques de roca, también tallados con igual regularidad y exactitud. En medio de la cámara, dos pilares rectangulares de granito parecían sujetar la techumbre. Junto al segundo pilar, sobre el suelo, estaban alineados los siete nuevos muertos de la tribu, pero alrededor se veían los marchitos y polvorientos restos de otros cadáveres más antiguos. Los deudos se mantenían pegados a los muros con los hachones encendidos y la luz de las teas sacaba chispas del granito pulido.
Los Uma que habían entrado con Agua Fría se habían postrado de rodillas en el suelo; algunos depositaban ante sí pequeñas ofrendas, como un puñado de avellanas o el colmillo de algún animal; otros parecían simplemente meditar en callado recogimiento. Pero la muchacha era incapaz de hacer otra cosa que admirar la magnificencia de ese recinto subterráneo. Nunca, ni siquiera en su sofisticado mundo, había visto construcción megalítica tan perfecta: tan sólo el Talapot podía comparársele en desmesura y en belleza. Y, sin embargo, los Urna eran un pueblo pobre, ignorante y primitivo. Una tribu bárbara que carecía prácticamente de todo y que, sin embargo, había sido capaz de este verdadero prodigio arquitectónico. Las Piedras Dormidas eran, con mucho, la culminación de la cultura Urna; reunían lo mejor de su saber, de su arte y de su técnica. Y todo ese colosal y doloroso esfuerzo lo habían hecho no para mejorar sus condiciones de vida, sino en un rito tribal frente a la muerte. Agua Fría inspiró profundamente y entonces identificó el olor de la cámara: era un aire rancio y corrompido, semejante al del Círculo de Tinieblas del Talapot.
Cuando salió de nuevo al exterior, achinando los ojos bajo el sol, la muchacha contempló la meseta con sobrecogimiento: ahora sabía que esas gibas de tierra, esos montículos diseminados que se veían alrededor, era antiguos sepulcros como el que acababa de visitar. Durante siglos y siglos, generación tras generación, los Urna habían trabajado hasta la extenuación en la construcción de estas soberbias cámaras. Por la muerte. O quizá fuera mejor decir contra la muerte. Agua Fría se daba cuenta de su error: había creído que los Urna morían como animales, sin conciencia de su agonía. Pero ahora comprendía que la existencia entera de la tribu era una batalla contra el fin. Lo mismo que la de todos los otros pueblos del planeta. La vida de los humanos, en definitiva, no era sino un desesperado y siempre fracasado combate contra la muerte. Cada cual luchaba como podía, como sabía. Fue por la muerte, o contra la muerte, por lo que su mundo, el mundo de Agua Fría, inventó a los sacerdotes. Y los sacerdotes inventaron el Cristal y la Ley contra la muerte, como los Urna inventaron sus cámaras subterráneas y su ritual sagrado. Todos se esforzaban y todos perdían.
Regresaron cantando y tocando los tambores, como era habitual, pero Agua Fría se sentía incapaz de participar en la alegría general. Tampoco Bala parecía contento. Caminaba callado y taciturno, sin prestar atención al sonoro crepitar de la primavera en la maleza. Y los profundos pliegues de su rostro parecían decir: ese ensordecedor piar de pájaros, ese inconsciente chirriar de los insectos, ese blando rumor de las hierbas tiernas al desplegarse, quizá sean los últimos sonidos de la última de las primaveras de esta tierra.
Tampoco Omán, el lobezno que Zao había regalado a Agua Fría, parecía comportarse normalmente. Omán, crecido ya hasta la frontera de su edad adulta, llevaba varios días especialmente inquieto y unas cuantas noches aulladoras. Ahora, mientras regresaba por el perfumado bosque junto a Agua Fría, corría excitadamente de un lado a otro del camino, gimiendo y jadeando como un animal enfermo. La muchacha intentó calmarle, acariciarle; pero el lobezno se escabulló de entre sus brazos y desanduvo el camino, internándose en la espesura.
Agua Fría se separó de la comitiva y fue tras él, llamándole dulcemente por su nombre, rebuscando con ansiedad entre los matorrales. Empezaba a perder ya las esperanzas de encontrarle cuando le vio, erguido en mitad de la vereda, con el lomo erizado y las orejas tiesas. Se acercó lentamente a él y el animal clavó en la muchacha sus ardientes ojos amarillos. Agua Fría se detuvo; había algo distinto en esa mirada: una determinación, quizá, una desesperación tremendamente humanas. El cachorro la contempló así durante unos instantes y luego volvió grupas y comenzó a alejarse. Primero despacio, volviendo la cabeza de trecho en trecho; después cada vez más de prisa, como ansioso de desprenderse de su pasado, hasta terminar convertido, lobo al fin, en una fugaz masa de pelos grises perdiéndose velozmente entre las rocas. Omán había dejado de ser Omán: se marchaba para no volver jamás. Agua Fría sabía que el cachorro se iba para reproducirse; que la primavera le había emborrachado con el olor de la vida y de las hembras. También él iba a cumplir su destino y participar en la ciega lucha de su especie contra la muerte. Que era, en realidad, lo que ella debía hacer. Marcharse con los suyos. Combatir las brumas de la nada hasta el final.
La claridad con que esta idea se había formulado en su cabeza la dejó anonadada. Unos años antes, en Renacimiento, Agua Fría había conseguido aún engañarse y convencerse a sí misma, durante cierto tiempo, de que podía permanecer en la colonia de los renegados para siempre. Pero ahora la muchacha ya no era ni libre ni inocente: se debía a su propio pasado. Estaba lastrada por el peso de la memoria, que es un huésped doloroso y exigente. Ahora sabía que no era posible hallar cobijo frente a las brumas de la nada. Que los espejismos no existían. Que no podía quedarse por más tiempo en las Rocas Negras mientras alrededor la vida se acababa.
Los Urna, ingenuos y primitivos, poseían sin duda el inquietante don de morir de muerte verdadera sin afectar por ello la cohesión del mundo. Pero Agua Fría no sabía utilizar ese poder. No sabía de qué modo podía insuflarse en las borrosas cosas la perseverancia que los Urna ponían en la existencia. Tenía que regresar a Magenta. Tenía que volver al Talapot. Ya lo había dicho la Gran Hermana: sólo Océano, la Gran Sacerdotisa, había tenido acceso a los Anales Secretos y conocía el principio de las cosas. Sólo ella sabría cómo aprovechar el don de los Urna. Tenía que ir al Talapot y conseguir la colaboración de la Gran Sacerdotisa. Voluntariamente o a la fuerza. Por solidaridad frente al cercano fin o por medio de las armas. No había otro camino posible hacia el futuro. Agua Fría apretó el paso hasta alcanzar la comitiva y buscó a Bala. Y cuando estuvo frente a él hizo una reverencia inútil ante sus ojos ciegos y le dijo en voz baja pero firme:
—Gran jefe, creo que ha llegado el momento de irse. Te ruego que convoques el consejo.
Las hogueras ardieron durante toda la noche y, al amanecer, los guerreros habían enronquecido con las largas discusiones y sus cabellos olían a humo y a resina. Nunca se había tratado antes, entre los Urna, un tema de semejante trascendencia.
Acordaron al fin que la participación en la expedición sería voluntaria y se presentaron dos docenas de guerreros, prácticamente todos los jóvenes, incluidos Dogal y Zao, los hijos del jefe. Esto provocó cierto conflicto, porque Bala estaba viejo y ciego y los ancianos de la tribu se resistían a permitir la marcha de los dos herederos. Pero el gran jefe puso fin al debate:
—Si no tienen éxito, pronto no habrá ningún pueblo Urna sobre el que gobernar.
Y su actitud melancólica, más aún que la dureza de sus palabras, llenaron de tribulación a los guerreros.
Abandonaron la seguridad de la explanada una mañana lluviosa, tras muchos besos y llantos por parte de las mujeres y temblorosos carraspeos por parte de los hombres. La partida se componía de veintitrés personas, con Dogal como caudillo, y Agua Fría era la única mujer entre todos ellos. Puesto que los tiempos se acababan y el viejo orden estaba agonizando; puesto que las cosas ya no eran más como debían ser, a la muchacha se le permitió llevar el arco y las flechas y usar el arma, para caza y combate, como si fuera un hombre.
Al principio cruzaron oblicuamente las Rocas Negras hacia el suroeste, en unas etapas agotadoras por lo abruptas y escarpadas, con la respiración dolorosamente apretada por la altura y en compañía de los buitres y las águilas. Estaban terminando ya la zona montañosa cuando uno de los guerreros se despeñó en un paso difícil: cayó rodando ladera abajo y se rompió una pierna. Pero, ante la tesitura de una muerte cierta si se quedaba atrás, se entablilló con la ayuda de un par de jabalinas y prosiguió la marcha sin perder el ritmo ni quejarse. Los Urna eran un pueblo estoico y resistente.
Alcanzaron al cabo el terreno llano y desde allí Agua Fría pudo ver, a lo lejos, la cordillera en donde estaba enclavado el valle de Renacimiento: panzonas montañas, verdosas y ubérrimas, mordidas por el cáncer de la bruma. Las dejaron a la espalda, porque ellos marchaban siempre hacia el suroeste, dirigidos por la sofisticada brújula que la muchacha había recibido de la Gran Hermana.
Allí, en la llanura, encontraron los primeros pueblos. Todos ellos abandonados y devorados por el polvo y el olvido. No eran más que unas aldeas miserables y ahora, además, sus humildes muros de adobe apenas si se mantenían en pie. Pero constituyeron una inagotable fuente de sorpresas para los primitivos Urna, que no se cansaban de admirar las construcciones, los toscos lechos de madera, los utensilios metálicos y los cántaros finamente trabajados con ayuda del torno y endurecidos en un horno cerámico. Las puertas y las toscas contraventanas, sobre todo, parecían embelesarles: se entretenían haciéndolas girar sobre sus goznes y llenando de chirridos el silencio.
Muchos de los cacharros de barro que encontraban mostraban la típica cenefa ocre de los norteños; sin duda estas aldeas recibían sus abastecimientos desde la costa, desde el norte, porque al sur comenzaba el feroz desierto de piedra, cortándoles la comunicación con la metrópoli. Agua Fría se preguntó hacia dónde habrían huido, en su desesperación, los habitantes de estos pueblos: hacia la costa, también abandonada, o hacia el corazón ardiente del desierto. Fueran en una u otra dirección, debió de ser un éxodo cruel.
También Agua Fría y los Urna tendrían que atravesar esa inmensidad de piedra calcinada. Pero ella conocía el camino y poseía una brújula. Con ayuda de la brújula no podían tardar más de dos semanas en alcanzar el oasis de Kaolá, la minera del agua; y después otras dos semanas para llegar a Aural. Ellos sobrevivirían al infierno rojo.
Pero ya no era rojo. Cuando llegaron a la linde del desierto y el horizonte se abrió sobre ese territorio torturado, Agua Fría se sobresaltó al ver el mortecino color que presentaba. Era, sin duda, el mismo desierto de piedra que Respy y ella habían cruzado cinco años antes: la misma tierra sedienta y llagada por el sol, el mismo paisaje febril de pesadilla. Pero ahora no relucía como un carbón al rojo. Ahora el paisaje era pardo, las rocas pardas, el polvo pardo; incluso las sombras eran pardas, sin su ominosa profundidad de antaño. Era un territorio sucio y marchito, un horizonte exangüe. El desierto había perdido su esencia abrasadora, su grandiosa maldad; y al parpadear, por el rabillo de los ojos, las superficies parecían temblar de insustancialidad.
De hecho, empezaron a encontrar grandes zonas sepultadas por la niebla; parecía que los territorios más despoblados de vida, tanto humana como animal y vegetal, sucumbían antes al empuje de la nada. La primera vez que se enfrentaron a una de estas franjas brumosas, los Urna, obcecados y supersticiosos, se negaron rotundamente a entrar en ella. Perdieron un día entero discutiendo en las lindes de la «mala nube», hasta que la muchacha, desesperada, se internó por sí sola entre la niebla. Detrás de ella fue Zao, porque la amaba; y detrás Dogal, porque él era el jefe y el heredero y no podía permitir que su hermano menor mostrara mayor coraje que él. Y al cabo, en fin, titubeantes, frotando con medroso nerviosismo sus talismanes confeccionados con colmillos de fieras, el resto de los guerreros se fue zambullendo en el magma insonoro y plomizo. Estaban muy asustados, pero, para sorpresa de Agua Fría, parecían adaptarse a la bruma mucho mejor que ella, quizá porque los Urna carecían casi por completo de imaginación y eran, por lo tanto, inmunes a los terrores abisales de la geometría, a las angustias de un entorno sin coordenadas espaciales. Al poco tiempo se movían con la misma facilidad con la que bucearían en una poza de aguas turbias. Así atravesaron varios agujeros que la nada había horadado en el desierto.
Un atardecer, cuando el sol se hundía ya entre las piedras, avistaron a lo lejos una extraña mancha. Era del color gris del plomo, sin brillo y sin contornos definidos. Agua Fría sólo reconoció el lugar cuando ya se encontraban casi encima: era el oasis de Kaolá. Pero el jugoso parque vegetal de antaño se había reducido enormemente; y las palmeras, única especie de árboles que parecía haber sobrevivido, eran ahora tan grises como si fueran de metal, o como si un fuelle gigantesco las hubiera recubierto de cenizas.
Se internaron en el oasis con cautela; en el suelo, desmochados y resecos, estaban los oscuros muñones de lo que antaño fueran árboles frutales. Ni un pájaro piaba entre las hojas de las enlutadas palmeras; ni un escarabajo se escurría entre las arenas yertas y lunares. Sólo se escuchaba el rumor del agua, un tintineo refrescante y cercano. Guiándose por el sonido llegaron a la acequia y allí, sentada junto al pozo, descubrieron a Kaolá, enflaquecida y harapienta, con los cabellos enmarañados y el rostro cubierto por costras de mugre. Agua Fría, que no guardaba un buen recuerdo de Kaolá y había pensado conseguir el agua, en esta ocasión, por la hipnosis o por la fuerza disuasoria de sus guerreros, se quedó paralizada por la sorpresa.
—Kaolá… —susurró quedamente.
La mujer alzó la cabeza y, al descubrirles, dio un brinco animal y prodigioso y cayó de pie detrás del pozo, empuñando amenazadoramente sus hachas de oro y contemplándoles con unos ojos en los que ardía la locura.
—Es mío… Es mío… El pozo es mío… —barbotó ferozmente.
—Tranquilízate, Kaolá… No queremos hacerte ningún daño —dijo Agua Fría en la lengua del imperio.
La mujer se apartó el enredado cabello de la cara y se irguió un poco:
—¿Me conoces?
—Sí, tú eres Kaolá, la gran Kaolá, minera de agua…
La mujer soltó un bufido parecido a un sollozo y se dejó caer de rodillas al suelo.
—¡No me mires! La gran Kaolá ha muerto. Si conociste a Kaolá, márchate ahora mismo, te lo ruego…
Y se apretaba las sienes entre los puños. Las hachas de oro, que aún llevaba en las manos, parecían unos objetos extrañamente nobles y limpios junto a su mugriento pelo.
—¿Qué ha pasado, Kaolá? ¿Dónde está tu gente?
—Primero empezaron a morir las flores —dijo la mujer con voz monocorde—. Luego el huerto se secó, aunque yo lo regaba todos los días. Entonces mis hombres dijeron que querían regresar a Aural. Intenté impedirlo, pero eran muchos y estaban asustados. Se fueron desierto a través, una mañana. Sólo permanecieron dos conmigo, los más antiguos, los más fieles. Yo les he dado todo, todo. Eran pura escoria y yo les hice ricos y poderosos. Pero se fueron todos y sólo quedaron dos, los más viejos, los más cobardes. Después los frutales se murieron. Un amanecer me levanté antes que nadie y descubrí que no quedaba ningún pájaro. Entonces regresé y maté a los dos hombres mientras aún dormían para que no pudieran abandonar mi oasis. Ahora mis palmeras son grises porque ha empezado ya la noche eterna. Son las palmeras de la noche.
Y se calló, gimiendo quedamente.
—Escucha, Kaolá —dijo Agua Fría, asqueada y conmovida por el relato—. Escucha, no se trata tan sólo de tu oasis. El mundo entero se está acabando. Nosotros vamos a Magenta para luchar contra la bruma. Vente con nosotros. Si te quedas aquí morirás muy pronto.
Kaolá se puso en pie de un brinco y sacudió amenazadoramente sus hachas doradas.
—¿Irme yo? ¿De aquí, de mi oasis, de mi paraíso? ¡Yo soy la gran Kaolá, minera de agua, y todo lo que veis me pertenece, lo he creado yo misma de la nada! —bramó orgullosamente, señalando el entorno con un majestuoso ademán de su brazo esquelético.
Y luego miró en derredor y contempló el oasis. Las sucias y lastimosas palmeras, el mortecino suelo. La chispa de locura se extinguió en sus ojos; se irguió, serena y rotunda.
—No. No me voy. Y no voy a dejaros utilizar mi agua. Tendréis que matarme.
Y sin más aviso, dando un alarido escalofriante, Kaolá saltó por encima del pozo y se abalanzó blandiendo sus armas sobre los Urna. Los sorprendidos guerreros, que no habían entendido la conversación, esquivaron su primera carga a duras penas; jamás habían combatido contra una mujer y se sentían confundidos. Ágil como una alimaña, Kaolá se volvió sobre sí misma y atacó de nuevo, enterrando una de sus hachas en el brazo del guerrero más cercano, quien, en un movimiento reflejo de defensa, la ensartó con su jabalina. Cayó Kaolá al suelo agarrada a la vara de la lanza y, tras un ligero espasmo, murió de inmediato: la hoja debió de partirle el corazón. Así, yacente y rota, la desnutrida Kaolá parecía muy frágil, muy pequeña. Y su sangre, roja y brillante, ponía el color de la vida en el marchito oasis, en la arena sombría.
Cruzaron el desierto en el tiempo previsto y llegaron a Aural bajo un sol implacable que, sin embargo, parecía repartir sombras y no luz, un extraño efecto óptico que quizá se debiera al desaliento que parecía haberse instalado en los objetos, a ese aspecto desteñido que mostraban las cosas. También Aural había sido abandonada. Siendo como era una gran ciudad, la soledad resultaba aquí más amenazadora y enfermiza que en los pequeños pueblos, potenciada por la ostentación de los edificios: amplias mansiones con escalinatas y columnas, pórticos colosales, fachadas ridículas con bajorrelieves de leones rampantes. Eran las casas de los ricos, de los que habían triunfado en la cruel batalla del dinero, símbolo de poder de una ciudad prepotente y maligna en la que había corrido en abundancia el oro y la sangre. Y aquí estaban ahora los palacios, sucios, desconchados, con los vidrios rotos, cáscaras vacías de la ambición humana.
Se tomaron su tiempo para recorrer la ciudad, porque los Urna estaban maravillados con la magnificencia del lugar, con los altos edificios de tres o cuatro plantas, con los suelos de mosaico pulido y brillante, con las arañas de cristal tintineantes capaces de sustentar más de cien velas; con los muebles, los espejos, las túnicas multicolores de fino tejido. Hicieron acopio de un botín tan enorme que iban tambaleándose por las calles bajo el peso de su rapiña y, sobrepasados por tanta exquisitez, cuando veían un objeto que les resultaba apetecible tiraban lo que llevaban entre las manos para poder hacer sitio al nuevo juguete. Agua Fría, mientras tanto, escogió un lugar para dormir y recogió algunas provisiones. Estaba preocupada: la Cordillera Blanca, que antaño se levantaba a las espaldas de Aural, había sido engullida por la niebla del olvido y, puesto que las aguas de la ciudad se alimentaban fundamentalmente del deshielo, la muchacha temía que los depósitos estuvieran vacíos. De modo que, al caer la tarde, se encaminó con un puñado de excitados y emperifollados Urna a los depósitos.
Estos eran cuatro, tan grandes como lagos pequeños, concentrados al oeste de la ciudad y rodeados de altos y poderosos muros. Escalaron las fortificaciones del primero y entraron en el recinto, que abarcaba un par de casas, huerta y almacenes. El depósito se encontraba todavía medio lleno, pero el agua, turbia y llena de limo, hervía de insectos. Por fortuna encontraron una pequeña fuente, limpia y clara, con la que llenar los pellejos. Estaban aún a mitad de la operación, porque el caudal era escaso y el proceso lento, cuando las pestilentes aguas del depósito se agitaron y emergió frente a ellos una mujer madura, gorda y desnuda. Llevaba los ralos cabellos trenzados con cadenas de oro y los brazos cubiertos de ricos brazaletes.
—Estáis cogiendo agua de nuestro depósito… —gruñó la aparición; y después sonrió pedantemente, mostrando una boca mellada—. Pero no importa. Os la regalamos. Tenemos mucha, mucha.
—¿Tenéis? ¿Quiénes sois? Creí que Aural estaba abandonada.
—Somos las dueñas de todo esto —señaló el mamarracho orgullosamente con un amplio ademán de su ensortijada mano; su piel estaba arrugada como una pasa por la larga permanencia bajo el agua.
La muchacha escudriñó el recinto del depósito, pero no pudo ver a nadie.
—Somos las reinas del oro y del agua —canturreó la mujer—. Cuando la cordillera empezó a borrarse y ya no vinieron más los mercaderes, las gentes se marcharon. Estúpidos. Ahora somos ricas, inmensamente ricas. Hace años nos trataban mal, muy mal. La vida. Las gentes. Los guardias púrpura. Nos metieron en la cárcel. Nos pateaban en la calle. Creían que nunca llegaríamos a nada. Pero ahora somos las más poderosas del imperio. Mira, ¡oro! —y agitaba sus tintineantes brazaletes—. ¡Y agua! —y se arrojó, chapoteando como una vieja foca, en el estanque fétido y verdoso.
Sacó de nuevo la cabeza y sus arrugados y gruesos mofletes retemblaron con una sonrisa.
—Podéis coger toda el agua que queráis: os lo permitimos magnánimamente. Pero tened cuidado con nuestro enemigo.
—¿Vuestro enemigo?
—Es un hombre malo. Vive en el último depósito. Antes era pobre y malo y ahora es rico y malo. ¡Y está loco! —exclamó la mujer, poniendo los ojos en blanco.
Dicho lo cual se internó en el depósito con torpes brazadas y allí quedó flotando boca arriba: un fláccido tripón blanco, moteado de limo, emergiendo como un islote de entre las aguas.
A la mañana siguiente, cuando se disponían a abandonar Aural, advirtieron otra presencia humana: un hombrecillo de edad indefinida, cojo y encorvado, que les espiaba al precario abrigo de una esquina. Cuando, terminados ya los preparativos, enfilaron hacia la salida de la ciudad, el hombre abandonó su escondite y les siguió a prudente distancia. Iba cubierto con la más inverosímil colección de gemas preciosas y, repentinamente enrabietado e iracundo, comenzó a arrancarse las pesadas joyas y a lanzárselas, como quien lanza piedras, al grupo de los Urna. Les escoltó así hasta el límite de la ciudad, babeando de furia, insultándoles truculentamente con maldiciones ininteligibles, arrastrando su pierna seca por el polvo y arrojándoles, sin acertar jamás, las gruesas sortijas, los collares opulentos, los brazaletes de rubíes centelleantes.
La gran Cordillera Blanca había sido hendida, en toda su anchura, por una vasta franja neblinosa, y esta catástrofe, paradójicamente, les facilitó mucho el camino, puesto que apenas tardaron dos jornadas en cubrir un trayecto que, montaña arriba, hubiera sido mucho más largo y fatigoso.
Emergieron de la bruma a la llanura, ilimitada y yerma, y el terreno, que siempre fue pobre, parecía ahora más miserable, con los campos sin cultivar y las malas hierbas creciendo pardas y raquíticas. Años atrás, cuando Agua Fría recorrió estos mismos secarrales con la caravana, empleó en el trayecto mucho tiempo; pero ahora, libres de obligaciones mercantiles y ligeros de peso, fueron mucho más rápido. En apenas tres semanas salieron de los abandonados y solitarios llanos y empezaron a atravesar el cordón de ciudades que rodeaba Magenta. Allí se encontraron con los primeros habitantes: ancianos de ojos espantados dejados atrás por sus familias, mujeres y hombres de expresión huidiza que deambulaban sin destino aparente por las ruinosas calles. Tan alicaídos estaban, tan fuera de la realidad y los sentidos, que ni siquiera parecieron prestar atención al abigarrado y exótico grupo que formaban Agua Fría y los guerreros. Fue allí, en medio de tanto desaliento, cuando la muchacha descubrió que estaba embarazada. Un prodigio inaudito, o quizá una macabra broma del destino, como el feto cegado por membranas que había visto en Lulabay. Pero no, el hijo de Zao tenía que ser un niño sano. Una pizca de vida luchando con tenacidad contra el decaimiento.
A medida que iban avanzando encontraban más y más gente, en una multiplicación vertiginosa. En los alrededores de Magenta el gentío era ya denso y sofocante; cientos de personas ocupaban los caseríos, los campos, los caminos; dormían a la intemperie o en improvisadas tiendas, encendían fuegos con los tablones de las cercas o las contraventanas de las casas y arrasaban, como una plaga de langostas, los cultivos de la zona, degollando a todo animal doméstico. Habían venido desde todos los confines del imperio, perseguidos por el miedo y por las nieblas; había robustos norteños de coleta trenzada, mujeres amarillas de las islas del Sur, bárbaros tatuados del confín del Oeste. Aquí estaban todos, mucho de ellos armados hasta los dientes, turbulentos, desconfiados, asustados y hambrientos, ávidos de milagros, buscando ansiosamente una autoridad a la que poder seguir ciegamente para salir del caos. Arropados por tan formidable muchedumbre entraron en Magenta, cuyas puertas, arrancadas de los monumentales goznes, ya no cuidaba nadie. Porque en la ciudad reinaba la más terrible confusión. Las gentes dormían, malvivían y agonizaban en las abarrotadas calles, y en las aceras se mezclaban los desdichados vivos con yertos cadáveres que nadie se había ocupado en retirar.
Magenta permanecía más o menos intacta, sólida en sus superficies y volúmenes, pero el color de las cosas era también aquí pálido y sin lustre, como si los objetos se estuvieran desangrando lentamente de su sustancia. En el aire, por los rincones, sobre las murallas, flotaban jirones casi translúcidos de la bruma letal. Se escuchaba por doquier una ensordecedora algarabía, gritos, llantos, discusiones, cánticos religiosos, juramentos blasfemos y soflamas. En una plaza, una mujer vestida con la túnica gris de penitencia anunciaba estentóreamente el fin del mundo y predicaba la mortificación y el sacrificio, mientras sus seguidores, roñosos y famélicos, se azotaban las espaldas con ramas de espino o se golpeaban los dedos con piedras. Más allá, un hombretón de aspecto brutal enarbolaba una pesada espada manchada de sangre y pedía mercenarios para un ejército privado. Y, unas cuantas calles más arriba, un puñado de mujeres y hombres asaltaban el depósito de alimentos de algún rico. Agua Fría se detuvo a contemplarles; eran un grupo pequeño pero disciplinado y bien armado. Y entonces les reconoció: eran sus antiguos compañeros, los renegados de Renacimiento que habían optado por abandonar el valle. Se acercó jubilosamente a ellos y estaban saludándose y abrazándose cuando una manita tironeó con impaciencia de su cinto. La muchacha miró hacia el suelo y descubrió a Torbellino. Iba vestida con una coraza y un casco de acero, todo primoroso y diminuto, y, sonriendo ampliamente, le tendió los brazos.
—¡Torbellino! —exclamó la muchacha, alzándola en volandas y estrechándola contra su pecho con afecto.
Y la enana rio y le rogó que la depositara sobre el suelo:
—¡Estás arruinando mi reputación, Agua Fría! —bromeó con un gruñido amistoso.
Torbellino era la capitana del grupo de renegados, apenas una docena de personas. Habían terminado ya el saqueo y Agua Fría y los Urna se marcharon con ellos. Rápidamente, para no despertar la codicia ajena con las provisiones recién requisadas, los renegados cruzaron las callejas de Magenta y se dirigieron a su refugio. Habían montado su cuartel general en una antigua escuela, un edificio amplio que habían fortificado con barricadas y que permanecía bajo la vigilancia de otros cinco renegados. La aulas servían de almacenes y estaban asombrosamente bien provistas; en los patios, transformados en establos, se alineaban varias decenas de camellos y caballos. Un verdadero lujo en ese mundo empobrecido y hambriento.
—Es increíble todo lo que tenéis aquí… —dijo Agua Fría, admirada ante tanta opulencia.
—A decir verdad, no es sólo mío —respondió la enana, algo contrita.
Y le explicó la situación a la muchacha. Entre los muchos cabecillas que surgían espontáneamente de las masas, sólo uno, un hombre que se autodenominaba el Negro, tenía verdadera relevancia. El Negro había sido, al parecer, capitán de la Guardia Púrpura en Bilis, la segunda ciudad del imperio, al suroeste del país. Había llegado a Magenta nimbado ya con el prestigio del rebelde y con sus propias tropas de renegados, más o menos bien armadas, a las que se habían sumado en seguida muchos otros, ansiosos de ampararse en el orden y la aparente certidumbre que el antiguo capitán representaba. El Negro no poseía ningún conocimiento especial: si peleaba contra los sacerdotes era porque, oscuramente, les consideraba culpables del caos reinante, y su disciplinada mente militar abominaba del desorden. Si bien no era un hombre cultivado, sí era, en cambio, astuto, tenaz y carismático. Acostumbrado a la drástica ley de los cuarteles, gobernaba su improvisado ejército con mano de hierro, castigando las desobediencias a sus órdenes con una inmediata ejecución. Dentro de la desesperada situación que se vivía, el Negro resultaba casi providencial: era el único poder organizado en la ciudad. Los renegados de Renacimiento se habían unido también a él, aunque, gracias a sus conocimientos y sus poderes especiales, habían conseguido una posición privilegiada, manteniéndose como escuadrón cerrado y relativamente independiente. Era para el ejército del Negro, para el depósito general de víveres, para lo que habían asaltado el almacén, porque Torbellino había sido encargada de la intendencia. Mientras tanto, el grueso de las fuerzas del Negro llevaba varios días librando una feroz batalla en la explanada del Talapot. Combatían contra el último batallón de guardias púrpura, a los que las sacerdotisas habían sin duda hipnotizado para que lucharan hasta la muerte. Si guardaban silencio, dijo Torbellino, quizá pudieran escuchar el fragor del enfrentamiento. Y callaron todos y, efectivamente, más allá de la algarabía de la calle cercana, podía oírse un rumor sofocado, como de mar golpeando una playa; un tenue entrechocar metálico, como el sonido que producen algunos insectos al refrotar sus élitros.
Fue entonces cuando Agua Fría se decidió. Tenía que encontrar a Océano antes de que el Negro asaltara el palacio. Tenía que hablar con la Gran Sacerdotisa antes de que ésta escapara o de que la muchedumbre la matase. Entraría con los Urna en el Talapot, utilizando el mismo pasadizo secreto por el que había escapado seis años antes. Aún guardaba la llave, colgada de un cordón de cuero de su cuello. La tocó mecánicamente, y le pareció que el frío metal quemaba sus dedos.
Torbellino les proporcionó un salvoconducto para que pudieran llegar hasta el Talapot, ya que la empinada calzada de acceso al palacio estaba controlada por las tropas del Negro. Iniciaron el ascenso de noche, en las escasas horas de tregua que la oscuridad imponía a la larga y cruenta batalla. La mitad de los mástiles que flanqueaban el sendero estaban rotos o habían sido arrancados de cuajo; y en aquellos que aún seguían en pie no ondeaba bandera alguna. De vez en cuando, una pareja de soldados malencarados les daba el alto y se veían obligados a mostrar el salvoconducto. Los hombres hacían girar el papel torpemente entre sus sucias manos sin entender lo escrito, pero, tranquilizados al ver el sello del Negro, les dejaban pasar sin importunarles. Muchos de ellos tenían fuertes acentos dialectales y algunos apenas si hablaban la lengua del imperio. Eran gentes venidas de lugares remotos, habían sobrevivido al hambre y a la violencia y poseían un aspecto feroz y atrabiliario.
Agua Fría contempló la luna creciente, una esquirla de plata temblorosa que colgaba del cielo, y suspiró recordando la última vez que había hecho ese mismo trayecto, diez años atrás, en compañía del sombrío Humo de Leña. Entonces era de día y el sol hacía brillar los colores del mundo. Las banderas ondeaban ruidosamente en los mástiles, mientras los guardias púrpura, imponentes en sus ropas de gala, se esforzaban en resistir con gallardía los empujes de la muchedumbre, de aquel festivo torrente de mujeres y hombres, tan intactos aún, tan inocentes. Como la propia Agua Fría lo era entonces. Se recordaba a sí misma, ensangrentada con sus sangres primeras, aún niña, aún crédula; herida por la súbita muerte de su madre pero pensando todavía que aquello no era sino un zarpazo pasajero y cruel de la desgracia y que, con el tiempo, el mundo volvería a ser lo que antes era, del mismo modo que las aguas de un lago se serenan tras la caída de una piedra. Pero el mundo nunca volvió a ser el mismo. Porque la muerte de su madre no era sino el principio de la infinita pérdida, el comienzo de ese imparable decaer que era el vivir. Aquella Agua Fría frágil, crédula e ignorante ya no existía; se había perdido en algún impreciso momento del pasado, junto con el recuerdo de Pedernal, la vida de Respy, la fe en el futuro, el cálido aliento de Bruna y su dedo meñique de la mano izquierda. Todo ello quedaba atrás, sumergido en el lago abrasador de la nostalgia. Y por delante no había sino esta ascensión entre tinieblas y el agónico temblor del universo.
En la explanada reinaba un silencio absoluto, esa calma enfermiza y opresiva que se adueña de los lugares en donde ha habido un exceso de alaridos y lamentos. La noche era muy oscura y eso favorecía los planes de Agua Fría, puesto que para alcanzar los muros del Talapot estaban obligados a cruzar un amplio espacio descubierto. Por doquier, arropados en las tinieblas, yacían los cadáveres de los combatientes en la batalla: hombres degollados, mutilados, crispados en su postrer espasmo; y la sangre reseca que había manado de sus heridas se confundía ahora con sus sombras. Así avanzaron Agua Fría y los Urna a través de la explanada: deslizándose de uno en uno, como felinos, al abrigo de los cuerpos de los muertos.
Recorrieron una y otra vez la base del palacio sin que la muchacha atinara a descubrir el exacto lugar de la puerta secreta. Las piedras ensamblaban entre sí a la perfección y todas parecían ser inamovibles. Estaba tentando la muchacha una vez más una de las losas megalíticas que, según su recuerdo, debía de caer más o menos sobre la entrada del pasadizo, cuando la puerta principal del Talapot se abrió con retumbar de trueno y salió un tropel de guardias púrpura que se abalanzó violentamente sobre ellos. Al otro lado de la explanada se alzó un bárbaro clamor de aullidos y redobles metálicos: eran los soldados del Negro, que se aprestaban para la lucha. Parecía que la batalla iba a recomenzar con varias horas de antelación a lo previsto. Entonces, mientras los Urna se enfrentaban ya a los primeros guardias, la losa de la base cedió sin un solo chirrido y dejó al descubierto una estrecha oquedad por la que salió una bocanada de aire frío. Agua Fría se deslizó al interior y, a tientas, palpó los primeros peldaños. Se lanzó escaleras arriba, en la oscuridad, medio gateando. Detrás de ella, con el eco de sus pasos confundiéndose con el golpeteo del corazón de la muchacha, subía Zao.