AGUA Fría entró corriendo en el recinto de los Grandes; era un atardecer de otoño tan hermoso que se había entretenido en el camino y ahora el corazón le brincaba dentro del pecho, alborotado no sólo por la fatiga sino también por el temor a llegar tarde. Sus pasos resonaron en la vacía penumbra de los corredores; el sudor de sus sienes se enfrió desagradablemente. Tiritó un poco y añoró el cálido exterior del edificio. Generalmente la Casa de los Grandes le parecía un lugar hermoso, con sus paredes blancas, sus suelos de colores brillantes, sus patios llenos de frutales y flores. Pero hoy se le antojaba insoportablemente desolado, con todas esas puertas siempre cerradas y esos interminables e inútiles pasillos por los que nadie deambulaba. Ya se lo había oído decir a algunos chicos, en la escuela. Es un lugar terrible, bisbiseaba por ejemplo Tuma, que tenía el privilegio de contar con una hermana mayor y presumía siempre de saberlo todo. Pero ella no le creyó. Dónde estaría ahora Tuma, cómo se llamaría, con quién le habría tocado. Ahora Agua Fría corría por los pasillos, atravesaba las salas vacías, intentaba no mirar las sombras y tenía miedo.
Cuando llegó a la puerta de sus dependencias se detuvo en seco. Escuchó durante unos instantes a través de la hoja, pero sólo pudo oír su propio jadeo. Y si todo hubiera acabado ya, y si se hubiera muerto… ¡Sin estar ella! Gimió para sí, horrorizada. Abrió con repentina decisión y entró de un salto. La habitación, la más grande de las dos que componían la vivienda, resplandecía con una luz suave y dorada. El sol se deslizaba mansamente por entre las tablillas de las contraventanas y pintaba un sutil dibujo rayado en las paredes. Era como encontrarse dentro de un fanal, de un farolillo de verbena. Agua Fría se apresuró a cerrar la puerta a sus espaldas, dejando fuera la penumbra, la inquietud y el frío; y sintió cómo sus miedos se deshacían en ese aire tan alegre y liviano.
—Te estaba esperando.
—Lo siento —balbuceó ella—. Me distraje.
—No importa. No necesitas disculparte. Has llegado justo a tiempo. Acércate, Agua Fría.
La muchacha obedeció. Su Anterior estaba sentado en la pequeña cama, apuntalado por unos cuantos cojines de colores. Era muy viejo. Tan viejo que, por su aspecto físico, no se podía distinguir su sexo con certeza. Una confusión común en muchos Anteriores, había oído decir Agua Fría. El suyo, en cualquier caso, era mujer, una anciana pulcra y frágil. Estaba muy delgada y llevaba el cabello, que era completamente blanco, trenzado en la larga coleta tradicional de los norteños. Se llamaba Corcho Quemado. Cuando empezaron la iniciación, dos años atrás, lo primero que Corcho Quemado le enseñó fue el contenido de su propio nombre, tal y como ordenaba el ritual. El Anterior de Corcho Quemado había sido también una mujer; vivió en la época de la gran peste y su único hijo cayó enfermo. Durante semanas asistió impotente a su agonía, hasta que una tarde parecieron remitir las fiebres y el niño recuperó en parte su vivacidad. Entonces la madre le contó cuentos, le cantó nanas, se fingió león para distraerle y, en el transcurso de los juegos, se pintó y pintó al niño unos grandes bigotes con un corcho quemado. Se trataba de la mejoría que precede al fin y la criatura murió al día siguiente, pero el Anterior de Corcho Quemado escogió ése de entre todos los recuerdos de su vida. Bautizó así a su alumna y le hizo grabar en su memoria la palpitación de esa tarde perfecta, del mismo modo que luego Corcho Quemado se la pasaría íntegra e intacta a Agua Fría al comienzo de su iniciación. Ahora Agua Fría podía revivir la emoción maternal, y se sabía las nanas, conocía los cuentos, recordaba la carita emaciada del pequeño, el suave tacto de su frente o el olor a animalillo febril que despedía su cuerpo. Ese fue su primer conocimiento, el primer fragmento del mundo que recibió.
Y, ahora, Agua Fría intuía que estaban cerca del fin. Corcho Quemado menguaba por momentos y su piel era un pergamino plisado y reseco, como si la húmeda sustancia de la vida se hubiera evaporado totalmente. La anciana estiró el brazo derecho: en la palma de su mano huesuda y transparente centelleó el Cristal.
—Ha llegado el momento de explicarte por qué te llamas Agua Fría.
La chica se estremeció; así pues, sus presunciones eran ciertas, la iniciación estaba a punto de acabarse. Recordaba ahora Agua Fría el día en que llegó al recinto de los Grandes; por entonces aún se llamaba Talika, que era el nombre infantil y materno, y apenas si tenía diez años. Era una niña. Pequeña, muy pequeña. Ahora, en cambio, había cumplido ya los doce. Había crecido mucho, y su cuerpo era un tumulto de pechos nacientes y caderas redondeadas; un organismo rebelde empeñado en convertirse en otro ser; un extraño que la invadía desde dentro. Pero, con todo, el cambio mayor era el mental. Ahora Agua Fría poseía los recuerdos de Corcho Quemado. La vida de su Anterior era ya parte de su vida y el mundo de la anciana perduraría gracias a ella. O gran parte de ese mundo, por lo menos.
—Me quedan demasiadas cosas por enseñarte. Es imposible transmitirlo todo. Cuando una muere, siempre se pierde algo —solía decir Corcho Quemado.
Quizá fuera por eso por lo que el mundo se borraba. El porqué de la niebla y de los huecos grises. Esa misma tarde, por ejemplo. Cuando Agua Fría venía corriendo campo a través hacia el recinto de los Grandes, súbitamente una pizca del mundo se desvaneció. Sucedió en el horizonte, hacia la derecha, en una esquina de su campo visual; Agua Fría registró el cambio con el rabillo del ojo y se paró a mirar. Allí, a lo lejos, había un jirón de bruma gris, un pequeño parche, una nada pastosa en donde antes, Agua Fría estaba casi segura, se levantaba un árbol. Un álamo, quizá. O un eucalipto. Un árbol perteneciente a un recuerdo perdido. Como decía su Anterior, era imposible contarlo todo.
—Pero no te confundas, Agua Fría; el mundo se borra por todos los que mueren de muerte verdadera, sin aprendices a los que poder entregar su memoria —le explicaba en ocasiones Corcho Quemado.
Sí, sí. Por supuesto. Era la Ley. En el imperio no había suficientes niños, suficientes adolescentes para todos. De modo que sólo los más aptos disponían de aprendices; los demás morían de verdad, para siempre, de muerte verdadera. Era duro pero era la Ley, Que Su Sabiduría Sea Alabada.
—Esta tarde he visto borrarse un árbol —dijo abruptamente Agua Fría.
—¿Sí? ¿Dónde?
—Cerca de aquí. Junto a la fuente. Corcho Quemado cerró el puño sobre el Cristal y entornó los ojos con expresión de fatiga.
—Tan cerca. Queda menos de lo que yo pensaba. El mundo se está acabando, Agua Fría. La chica se inquietó.
—El mundo no tiene fin. Sólo se borra lo que carece de importancia, lo defectuoso y lo impío —recitó aplicadamente.
—Eso es lo que dicen los sacerdotes —gruñó Corcho Quemado.
—Eso es lo que dice la Ley.
—La Ley es un invento de los sacerdotes.
Anatema, herejía. La muchacha se quedó sin aliento: ¡su Anterior diciendo una atrocidad semejante! No podía dar crédito a sus oídos. Juntó automáticamente sus dedos índice y pulgar componiendo la forma del Cristal para combatir el sacrilegio. Pero el signo no bastaba. Debía discutir públicamente la desviación y enfrentarse al errado, aunque éste fuera su Anterior. Por no mencionar la obligación de denunciar al hereje, espantoso deber en el que Agua Fría ni siquiera quiso detenerse a pensar por el momento.
—Pero Corcho Quemado, eso es…
—Oh, déjalo, déjalo… —musitó la anciana con voz débil—. Concéntrate en el Cristal. Todavía tengo que explicarte tu nombre.
Qué tarde tan extraña. El sol crepuscular llenaba la habitación con una luz incandescente. Luz de prodigios. El Cristal temblaba en la palma de Corcho Quemado y la muchacha clavó la mirada en el brillante interior de esa nuez de agua sólida. Cuando empezó la iniciación, y según la costumbre, su Anterior le había otorgado un nombre. Ese nombre le había acompañado durante dos años; la muchacha había crecido con él, hasta sentirlo como suyo. Y ahora, al fin, iba a comprenderlo, a poseerlo. Era el rito final, la culminación del aprendizaje. El Cristal centelleó. Agua Fría pestañeó cansinamente. Los párpados le pesaban, los ojos se le cerraban.
—Fue una tarde de primavera y yo acababa de entrar en la década cuarta de mi vida —comenzó Corcho Quemado lentamente—. Era un día muy caluroso, una avanzadilla del verano. Algodón y yo estábamos en la cama, encima de las sábanas. Acabábamos de hacer el amor y él dormitaba. Estaba a mi lado, despidiendo su tibieza de animal conocido. El sol entraba por la ventana. Como ahora. Yo contemplaba el dibujo de sus rayos en el muro y percibí, súbitamente, la perfecta geometría de esas líneas. Miré a mi alrededor: todo en la habitación había adquirido una definición extraordinaria. La cama, las arrugas de las sábanas, el ángulo de la pared, la piel sudada de Algodón, el exacto contorno de mis manos: todo era sustancial, eterno, necesario. Todo parecía estar cargado de existencia. Como si, por unos instantes, hubiera atinado a ver el oculto diseño de las cosas. Y pensé: este momento pasará, y pasarán los años, y un día moriré. Pero sabía que ese recuerdo me iba a acompañar hasta el fin de mi tiempo. Que cuando mis días se acabaran añoraría ese instante. Como ciertamente ha sucedido. Y pensé: estoy en la plenitud de mi edad y quizá ya nunca vuelva a ser tan feliz como ahora soy. El mundo se había detenido y los objetos estaban impregnados de vida. Tan sólidos, tan pesados. El mismo Algodón parecía haberse quedado en suspenso entre dos resoplidos y su pecho era el torso quieto de una estatua. Tuve miedo. Me asustó tanta belleza, porque la belleza es la mezcla de lo hermoso y lo terrible. Extendí el brazo y cogí una jarra de agua helada que había sobre la mesa. Bebí un poco. El agua me entumecía la garganta, de tan fría. Empecé a serenarme; fui perdiendo la clarividencia del momento y retornando mi humanidad banal. Los rayos de sol de la pared dejaron de ser la esencia del sol para ser simples rayos, y en las arrugas de las sábanas ya no cabía el mundo. Algodón rebulló a mi lado y suspiró entre sueños. Y pensé: cada vez que beba un trago de agua helada, procuraré recordar que hubo una tarde en la que fui capaz de detener el tiempo.
Agua Fría cabeceó sin fuerzas, abrumada por la invasión de la memoria, con los ojos clavados en el Cristal chisporroteante y todas las células de su cuerpo recordando ese pasado ajeno: el sofoco de la tarde, el olor a tierra fermentada, la lánguida laxitud que sigue al coito. Y experimentó una vez más la melancolía del tiempo; tuvo a Algodón y lo perdió en el mismo instante; percibió el estallido de la plenitud y adivinó la decadencia. En la pauta genética de Agua Fría se inscribió el conocimiento de lo ido, la suma de una existencia entera. Sólo tenía doce años y un cuerpo aún virgen e intacto, pero el Cristal la abrasó en la nostalgia de lo no vivido, nostalgia del pasado de Corcho Quemado y de las intuiciones de su propia carne. Entonces el vidrio se apagó y se hizo el silencio.
Agua Fría parpadeó, recuperando la conciencia del presente. Como siempre, tenía los músculos entumecidos, como si hubiera permanecido inmóvil durante horas. Y, sin embargo, el sol apenas estaba un poco más bajo, sus rayos algo más rosados y más oblicuos. Agua Fría sabía que sólo habían transcurrido unos instantes; lo sabía con la razón y con la fe, porque así se lo había explicado su Anterior. Pero su cuerpo agarrotado se negaba a aceptar la evidencia. Salía Agua Fría de un sueño de siglos que había durado lo que dura un suspiro, y ése era uno de los milagros de la Ley, Que Su Poder Sea Temido. La muchacha se estiró voluptuosamente, escuchando el chasquido de las articulaciones.
Corcho Quemado había cerrado los ojos y yacía, exangüe y diminuta, sobre el revoltijo de cojines. El Cristal había rodado de su mano y ahora estaba detenido entre los pliegues de la manta, opaco y anodino. Agua Fría se inclinó cautelosamente a contemplar el rostro de la anciana: su piel estaba gris y había adquirido una textura mineral. Más que un ser vivo, parecía una escultura tallada en la piedra oscura del desierto. Quizá esto sea todo, quizá ya se haya muerto, pensó la desconcertada Agua Fría. Pero en ese momento Corcho Quemado abrió los ojos, como el lagarto al que hemos confundido con una roca y que, súbitamente, nos sobrecoge con su presencia animal al levantar los párpados. La muchacha dio un respingo. Su Anterior sonrió cansinamente.
—Ya no nos queda tiempo —susurró—. He intentado darte lo mejor de mí misma. Ahora eres Agua Fría y a través de tu vida vivirá el mundo.
La muchacha asintió, emocionada. Había imaginado algo así: unas palabras solemnes, que subrayaran la importancia del momento. Era una chica amante de las formas. Estaba nerviosa, porque temía no saber comportarse a la altura de las circunstancias. En sus oídos comenzó a retumbar un latido sordo, un fragor marino, el sonido de los remolinos de la sangre en su cabeza. No era desagradable: era excitante. Jamás se había sentido tan excitada como en esos momentos.
—No, ya no queda tiempo —repitió la anciana, incorporándose en la cama—. No queda tiempo para nadie. Escucha, Agua Fría, yo soy la última. Lo sé. Soy la última. Todos los demás son sacerdotes. Yo soy la última y por lo tanto también lo eres. Tienes que hacer algo.
—¿Algo de qué? No comprendo. ¿Qué quieres que haga? ¿En qué somos las últimas?
Pero la mujer parecía haberse agotado en el esfuerzo y se había derrumbado otra vez sobre los almohadones, los párpados cerrados, petrificada en su muerte nuevamente.
—Corcho Quemado, por favor…
La muchacha cogió la mano de su Anterior. Una mano de escarcha, suave y fría. La habitación iba ganando densidad luminosa por momentos. El sol poniente estaba ahora justo frente a la ventana, inundándolo todo con su luz escarlata. Corcho Quemado abrió los ojos con esfuerzo.
—Es una tarde hermosa… Agua Fría, no permitas que te lleven al Talapot.
—¿Al palacio del Talapot? Pero ¿por qué?
—He intentado darte lo mejor —musitó—. Espero que el peso de mi vida te sea útil… Lucha contra ellos, Agua Fría…
Corcho Quemado dejó caer la cabeza. Su cuerpo se estremeció ligeramente y después se distendió hasta alcanzar una quietud relajada y perfecta. Eso fue todo. Qué fácil, pensó Agua Fría, contemplando el diminuto y sereno cadáver. Qué fácil era morir cuando no se trataba de la muerte verdadera. Algo húmedo y áspero le rozó la pierna; bajo la cama, asomando el morro negro y tembloroso, estaba la perra, un cachorro que Corcho Quemado le había regalado el día que cumplió los doce años.
—¡Bruna! Me había olvidado de ti. ¿Qué pasa, Bruna?
La perra gimió y se arrastró sobre la barriga fuera del refugio de la cama. Ahí se quedó, aplastada contra el suelo entre las piernas de Agua Fría, contemplándola con ojos sumisos y meneando el rabo esperanzadamente.
—Pues claro, Bruna —dijo la muchacha, palmeando su cabeza peluda—. Te llevaré conmigo.
Y la perra jadeó de placer y le lamió los dedos.
Te llevaré conmigo, había dicho Agua Fría. Y ahora empezaba a darse cuenta de todo lo que ello significaba. Tenía que abandonar el edificio de los Grandes y regresar a Magenta, a su casa, a la atareada vida cotidiana. Su Anterior había muerto. La iniciación había acabado.
Agua Fría se levantó, mareada de excitación. En sus oídos vibraba el zumbido del mundo, el ruido del entrechocar de los milenios. Se quedó ahí de pie, en medio del aire fulgurante, en el oro rojo de un sol casi acabado. Todo estaba bien, todo era apropiado: el principio y el fin fundidos de este instante único, el lento girar de la Rueda Eterna. Y entonces sucedió: su vientre floreció y comenzó a sangrar sus sangres primeras, finos regueros de flujo menstrual cayendo por sus muslos, por sus piernas, dejando en las baldosas un goteo de rubíes que Bruna empezó a lamer con mansedumbre. En el hechizo de esa luz muriente, Agua Fría permanecía de pie sintiendo manar entre sus ingles la sustancia roja de la vida. Después el sol se hundió en las tinieblas de un horizonte líquido y descendieron las tinieblas.
Agua Fría había procurado cumplir con el ritual con pulcritud y diligencia, como correspondía a su nueva condición de persona adulta. Avisó al sacerdote-guardián que vivía en la Casa de los Grandes del fallecimiento de su Anterior, y luego permaneció toda la noche rezando jaculatorias y velando el cadáver, como era preceptivo. Al filo del amanecer llegaron los Servidores Fúnebres y se llevaron el Cristal y el cuerpo de Corcho Quemado. El primero sería devuelto al Pozo Sagrado, junto con los demás cristales, mientras que el cadáver sería transportado a la colina de los muertos y colocado al aire libre sobre una gran rueda de madera, para que los buitres pudieran acabar con los despojos. Los pobres infelices que morían de muerte verdadera eran enterrados sin pompa y con premura, como si sus cuerpos fueran un residuo vergonzoso que hubiera que borrar cuanto antes de la faz del planeta. Pero los Anteriores tenían derecho al ritual de difuntos; sus restos alimentaban a los buitres y surcaban así los limpios cielos. Convertirse en la sustancia de un ave formidable era un final hermoso.
Cumplidas ya sus obligaciones, desfallecida de hambre y aturdida por la vigilia y la emoción, Agua Fría se dirigía ahora hacia la ciudad, que distaba una media hora de camino a paso vivo. Era una mañana nublada y otoñal, Bruna trotaba alegremente a sus espaldas y la muchacha respiraba con delectación el aire fresco, disfrutando del paseo y de la vida.
Atajó por los campos y llegó ante la Puerta de Poniente, que era la más cercana a su barrio. A los pies de la muralla, los artesanos empezaban a levantar sus tenderetes, y los taberneros, que siempre abrían antes que nadie, voceaban sus productos entre el humo de las frituras y el vapor de los grandes calderos. Agua Fría se acercó a uno de ellos y compró una torta de arroz y un tazón de leche con manteca. Se sentó a desayunar en el camino, compartiendo la comida con la perra, y pensó con satisfacción en su regreso a casa. Hacía una semana que no veía a su madre y disfrutaba imaginando la cara que pondría cuando le dijese que venía para quedarse, que la iniciación había acabado, que al fin poseía su nombre y era adulta. El orgullo caldeó su cuerpo con más eficacia que el cuenco de leche humeante. Adulta. Ahora empezaba lo importante: ante ella se extendía un futuro de gloria. Estaba segura de convertirse en una mujer tan sabia y tan notable que los sacerdotes le concederían el privilegio de acudir a la Casa de los Grandes: sería elegida Anterior y se salvaría de la muerte verdadera.
—Es gracioso, tu perro. Feo pero simpático.
Agua Fría levantó la cabeza, sacada de sus ensoñaciones. Ante ella estaba un muchacho alto y esmirriado, de brazos y piernas como alambres. Llevaba la túnica marrón de los mercaderes, un oficio inferior, al fin y al cabo. Agua Fría alzó la barbilla y enarcó las cejas, en un gesto que pretendía ser digno y elegante.
—Es una perra, y se llama Bruna. Me la regaló mi Anterior… Que, por cierto, ha muerto —se apresuró a añadir—. Mi Anterior murió anoche. Así es que ésta es la última vez que llevo la túnica blanca de la niñez. Ahora estoy regresando a casa y pienso ponerme a estudiar. Ingeniería, como mi madre. O quizá matemáticas.
—Qué bien… —dijo el chico, sin mostrarse en absoluto impresionado.
En realidad parecía incluso un poco burlón, con esa sonrisilla pretenciosa bailándole en la cara blandamente. Qué se habría creído el muy estúpido, se irritó Agua Fría. Desde luego el chico era algo mayor que ella, pero a fin de cuentas no era más que un varón.
—¿Me puedo sentar contigo?
Agua Fría dudó unos instantes: no había decidido aún si el recién llegado le desagradaba o le caía simpático. Pero, antes de que pudiera contestar, el chico ya se había dejado caer junto a ella con un resoplido de satisfacción. Agua Fría se decidió: el muchacho no le gustaba en absoluto. Ahora que le tenía a su misma altura observó que era mayor de lo que había calculado en un principio: debía de haber cumplido ya los veinte años, aunque su delgadez le hacía parecer adolescente. El chico estaba bebiendo de un tazón que, a juzgar por lo turbio del color, debía de contener leche con cerveza. ¡Leche con cerveza a esas horas de la mañana! Agua Fría arrugó la nariz con desagrado. Desde luego, esas gentes de los oficios inferiores no sabían lo que era el autocontrol y la disciplina.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el muchacho.
—Agua Fría —contestó ella.
Y después hizo solemnemente el saludo ceremonial y explicó el contenido de su nombre lo mejor que pudo: habló del calor de aquella tarde, de la espalda desnuda de Algodón, de la frialdad de la cántara de agua. Estaba emocionada: era la primera vez que celebraba un ritual de salutación. La Ley ordenaba que, cada vez que dos adultos se conocían formalmente, se explicaran mutuamente el contenido de sus nombres. Y Agua Fría no había poseído el contenido del suyo hasta el día anterior. El chico escuchó atentamente, pero con una expresión más de curiosidad que de auténtico recogimiento religioso. Tenía una cara extraña, estrecha y larga, con la nariz demasiado grande y la boca demasiado fina. Era un rostro nervioso e inestable, propenso a tics y contracciones.
—¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó a su vez la muchacha, cumplimentando el rito.
Pero el joven no ejecutó el saludo ceremonial. Simplemente sonrió y se encogió de hombros.
—Bueno, yo me llamo Respetuoso Orgullo De La Ley.
—¿Respetuoso Orgullo De…?
—Sí, sí, sí —interrumpió el chico—. Es un nombre feísimo, ya lo sé. Por desgracia, mi Anterior fue un sacerdote, y además un sacerdote particularmente estúpido…
Agua Fría se quedó atónita.
—Los sacerdotes no pueden ser estúpidos. La Ley escoge a sus servidores de entre los mejores de los mejores y sólo…
— …Y sólo aquellos a quienes el Cristal ha otorgado ese nivel de perfección pueden aspirar a entrar en la Orden —terminó de recitar el chico con sonsonete irónico—. Como ves, yo también me sé las Grandes Verdades. Pero te puedo asegurar que hay sacerdotes estúpidos… Y también malvados.
—Pero…
—Mi Anterior, por ejemplo, era un completo asno. Un fanático. Imagínate, un hombre que, de entre todos los recuerdos de su vida, escoge algo denominado Respetuoso Orgullo De La Ley. Tremendo, ¿no? Siempre he pensado —añadió el chico reflexivamente— que debe de ser muy difícil escoger un solo momento de entre todas las experiencias de tu vida. Seleccionar un recuerdo supremo con el que nombrar a tu aprendiz. Si tú fueras un Anterior, ¿qué escogerías?
Agua Fría se encogió de hombros, desconcertada.
—No sé…
Pero en realidad sí lo sabía: Sol de Sangre, pensó, rememorando el éxtasis de la tarde precedente. Claro que ella era muy joven y le faltaba aún toda la vida por vivir.
—He comprobado que casi todos los nombres evocan un recuerdo de inocencia —prosiguió el chico—. Es decir, los Anteriores suelen escoger un momento de felicidad inmediatamente previo a una desgracia, o un instante en que fueron dichosos precisamente porque no sabían aún los dolores que les acechaban. De modo que casi todos los nombres están empapados de autoconmiseración y son un grito de duelo a la inocencia perdida. ¿No te parece que es así?
Agua Fría tragó saliva sin saber qué decir. Acababa de realizar su primer ritual de salutación y los únicos nombres que le habían sido explicados hasta el momento habían sido el del Corcho Quemado y el suyo propio. Así es que no tenía elementos de juicio, pero desde luego no estaba dispuesta a confesar su ignorancia ante un muchacho. Además, ni tan siquiera entendía bien de lo que estaba hablando. Pero le parecía que decía cosas tremendas, incluso peligrosas. Herejías. Agua Fría cruzó y descruzó las piernas, inquieta. Debería marcharse, pero no se atrevía a interrumpir el ritual de salutación. Tendría que esperar a que el chico le explicara ese nombre tan raro que le habían puesto.
—Hablas como un estudiante —dijo Agua Fría para evitar tener que responder a su pregunta.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo se supone que hablan los estudiantes? —preguntó el muchacho con su tonillo impertinente. Pero luego se relajó y añadió con sencillez—: Aunque sí, en realidad estudio mucho.
—Pero esa túnica…
—Estudio, pero no de manera oficial. Estudio por mi cuenta. Soy mercader, sí. Me gusta mi trabajo. Me gusta viajar en las grandes caravanas y recorrer el mundo… —Su ceño se ensombreció—: Aunque el mundo se va desvaneciendo poco a poco y los confines están cada día más borrosos…
Agitó la cabeza como quien espanta un moscardón y su movible rostro cambió una vez más de expresión rápidamente. Sonrió:
—En los viajes se aprende mucho y se conoce a mucha gente. He participado en innumerables ceremonias de salutación y de ahí es de donde he sacado el conocimiento empírico para sostener mi teoría. Claro que no todos los nombres son lamentos por la inocencia perdida. El mío, por ejemplo, no es ni eso. Respetuoso Orgullo De La Ley… Horrible. En fin, puedes llamarme Respy. Todo el mundo me conoce de ese modo.
Y, tras guiñarle un ojo a Agua Fría, apuró su tazón de leche con cerveza.
—Pero, cómo, ¿no me vas a explicar tu nombre? —exclamó ella.
—¿Quién, yo? ¡Por supuesto que no! —contestó Respy enérgicamente.
—Pero eso… ¡eso es un pecado!
—Tonterías. El rito de las salutaciones no es más que una ceremonia en honor de los que ya se han muerto. Admito que lo de revivir a nuestros Anteriores a través del recuerdo es una costumbre hermosa, pero se da la circunstancia de que yo odio y desprecio a mi Anterior, y no deseo revivirlo en modo alguno. Mira… —y se aplastó con la mano la larga y deformada nariz, que se torció sobre la cara como si no la sustentara ningún hueso—. ¿Te das cuenta? Me la rompió mi Anterior. Me pegó con su vara sagrada.
Agua Fría se puso en pie de un salto, escandalizada y furiosa:
—¡Te lo merecerías, te lo merecerías…! —gritó. Y escapó corriendo hacia la Puerta de Poniente con Bruna ladrando detrás de ella.
Agua Fría aflojó el paso al entrar en su calle, jadeando audiblemente por la carrera. El encuentro con Respy le había dejado un mal sabor de boca, una inquietud indefinible. Una sensación de precariedad y de desgracia. El no haber completado su primer ritual de salutación se le antojaba un presagio funesto, un desorden que quizá atrajese sobre ella el furor de la Ley, Que Su Misericordia Sea Cantada. Ese muchacho estúpido: merecería que le denunciara por blasfemo. Agua Fría resopló, indignada, y decidió recapacitar sobre ello algo más tarde, porque había llegado ya frente a su casa y no deseaba enturbiar el placer del regreso. Se quedó unos instantes contemplando con deleite el pequeño porche, los muros de ladrillo, el banco corrido en el que, en su niñez, su madre y ella habían tomado tantas veces el sol en los inviernos. Observó, con extrañeza, que las puertas y las contraventanas permanecían cerradas; y, sin embargo, a esas horas su madre debería estar ya levantada y preparándose para ir al trabajo. Súbitamente Agua Fría sintió que alguien la observaba; alzó la cabeza y tuvo el tiempo justo de advertir que una sombra se retiraba de una ventana abierta, dos edificios más abajo. Un latigazo de temor recorrió su cuerpo; pero se desvaneció de inmediato en la quietud de la agradable callejuela. Era una zona residencial, de profesionales con buenos ingresos; uno de los mejores barrios de Magenta. Agua Fría empuñó el pomo de la puerta y entró en casa.
En un primer momento no supo discernir qué era lo que no marchaba bien, dónde estaba el problema. Pero era evidente que sucedía algo, algo nefasto. Se quedó muy quieta en el vestíbulo, el corazón de plomo y la boca reseca, contemplando el entorno con cautela. A su lado, Bruna gemía lastimeramente aplastando su barriga contra el suelo. La casa estaba silenciosa y oscura y Agua Fría necesitó unos segundos para acostumbrar sus ojos a la penumbra.
—¿Madre? ¡Madre!…
No recibió respuesta. Poco a poco, los familiares contornos de la habitación empezaron a emerger de entre las sombras. Pero en los perfiles de las cosas había una palpitación confusa, una indefinición material, una levedad abominable. El cuarto carecía de solidez, como si se tratara de una imagen reflejada sobre el agua. Y, como contagiados de esa cualidad líquida, los objetos temblaban levemente. ¡Su casa temblaba, su hogar se deslizaba hacia el vacío! Agua Fría se tambaleó, golpeada por la enormidad de su descubrimiento, y apoyó la mano contra el muro: la pared estaba helada y tenía un tacto blando e inestable. Sintió náuseas. Pero, entonces, eso significaba que… Y sin embargo, no, no era posible. La muchacha echó a correr por la casa, negándose a la evidencia. Entró en la cocina y contempló horrorizada la evanescente chimenea, las sillas gelatinosas, los pequeños jirones de bruma que habían borrado ya algunos objetos. Abrió la puerta del cuarto de su madre de un empujón desesperado… y se dejó resbalar al suelo, sin fuerzas para seguir de pie. La habitación no era más que un cúmulo de niebla, una sustancia gris y aterradora. La cama, la mesa y la pequeña butaca en donde solía trabajar su madre, las estanterías con los libros… Todo había desaparecido en el olvido que todo lo devora. Tan sólo perduraba aún la mitad del armario, un armario fantasmal del que sólo quedaban los perfiles, como dibujados en el aire a tinta china.
Agua Fría se echó a llorar. Esto sólo podía significar que su madre había muerto. ¡Que había muerto de muerte verdadera! Su madre había fallecido y su mundo se esfumaba detrás de ella. Y, sin embargo, ¿cómo era posible? Era una mujer todavía joven… y reunía todas las condiciones para llegar a la Casa de los Grandes, para ser designada Anterior. Agua Fría podía entender lo de su padre; entendía que se le hubiera llevado la muerte verdadera muchos años atrás, porque a fin de cuentas poseía un oficio inferior y no era más que un hombre. Pero su madre era doctora en ingeniería, era una persona inteligente y cultivada, poseía prestigio social y un buen trabajo, ¡era fértil! ¿Por qué no la habían escogido? Recordaba ahora Agua Fría, con dolor lacerante, la creciente preocupación de su madre. Los años pasaban, estaba ya próxima a entrar en la década cuarta de su vida y aún no había sido elegida Anterior. Era un tema del que jamás se hablaba en casa, aunque Agua Fría sabía bien la angustia que producía en su madre. Alguna vez la había descubierto atisbando a través de las ventanas, en el atardecer, por ver si llegaba un guardia púrpura con el sobre lacrado de su designación. Pero nunca llegó. Agua Fría sollozó y Bruna contestó con un largo gemido.
Ahora ya era todo irreversible y Agua Fría tenía que enfrentarse a la crueldad de la muerte verdadera, que era simple destrucción, sinrazón pura. Alzó los ojos temerosa y lentamente: oh, no, también el techo. El bonito techo del dormitorio, con molduras y dibujos de escayola: ahora no era más que una temblorosa superficie grisácea, una opaca lámina de bruma. La chica se estremeció de frío, de ese profundo frío interior que confiere el olvido de las cosas. Tantas veces; en tantas ocasiones, durante los años de su infancia, se había tumbado Agua Fría en la cama de su madre, entre sus brazos tibios y amorosos. Sucedía cuando estaba enferma y la fiebre hacía bailar el aire ante sus ojos. O simplemente en los días de fiesta, cuando Agua Fría, que se llamaba aún Talika, iba a despertar a su madre y las dos se demoraban un buen rato entre las sábanas, apurando la voluptuosa pereza matinal. E incluso mucho antes, cuando su padre aún vivía y Agua Fría se levantaba de puntillas al amanecer y se deslizaba en la cama con ellos, bajo la manta de pelo de camello, con el invierno al otro lado de la ventana y ella reinando en ese hueco de calor y protección suprema. En aquellas ocasiones Agua Fría solía contemplar el techo durante horas, imaginando figuras en los rizos de escayola y jugando con el avance de los rayos del sol por las paredes, ese naciente sol que iba cambiando el contorno y la dimensión de las molduras con su dedo de luces y de sombras. Pero ahora todo era un magma gris y Agua Fría no podía recordar con precisión los dibujos del techo: ¿era una doble cenefa de hojas? ¿Había o no había una orla biselada en el estuco? ¿Cuántas flores se agrupaban en las esquinas, hacia dónde se abrían las volutas? Agua Fría había pasado los dos últimos años viviendo en la Casa de los Grandes y no se había fijado en el techo en mucho tiempo. Además, acababa de terminar su iniciación y aún no le habían enseñado la Manera de Mirar Preservativa. La última vez que contempló el techo, por lo tanto, lo hizo de ese modo descuidado en el que solemos desperdiciarnos los humanos, mirando como si el mundo que vemos fuera a perdurar para siempre, como si fuéramos eternos. Y ahora Agua Fría no se acordaba, ¡no conseguía acordarse! No podía rememorar el diseño de la escayola, esos dibujos que habían formado la sustancia de muchas de sus horas infantiles y que ahora se habían perdido para siempre.
La muchacha cerró los ojos y gritó. Gritó mientras a su alrededor toda la materia de la casa se estremecía y palpitaba, inmersa en el combate entre el ser y la nada. Gritó porque se sentía incapaz de aguantar el dolor de la amputación, de esa mutilación de su existencia. La muerte sin sentido de su madre y la desaparición del mundo. Ella lo lograría, ella tenía que conseguirlo: ella se convertiría en un Anterior. Porque no podía soportar el peso de la pérdida.
—Agua Fría…
La chica abrió los ojos, sobresaltada. Ante ella se encontraba un personaje singular, una mujer enormemente gruesa y enormemente vieja, envuelta en una túnica harapienta de un oscuro color indefinido. Era una mendiga, la mendiga más gorda y más anciana que jamás había podido imaginar. Pero su vocecilla era tan aguda y meliflua como la de una niña.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? —le increpó Agua Fría, repentinamente celosa de su propio dolor.
Las mejillas descomunales de la mujer retemblaron y se replegaron en lo que parecía una sonrisa.
—Yo no quiero nada, Agua Fría. Eres tú la que quieres; yo, la que ofrezco.
Y diciendo esto, suspiró y se acuclilló un poco, como instalándose más cómoda, de tal manera que parecía estar apoyada sobre su inmenso vientre. Sus mejillas eran unas bolsas blandas y colgantes relativamente tersas; pero el pozo de su boca y sus ojos, sumidos entre montículos de grasa, estaban circundados por la más movible y repugnante red de arrugas. Yo no deseo nada tuyo, vieja inmunda, pensó Agua Fría. Pero se sorprendió a sí misma diciendo con voz temblorosa:
—Quiero recuperar a mi madre.
La vieja chascó la lengua y se hamacó sobre la tripa.
—No, no, no. Eso es imposible. Pero te puedo contar, en cambio, cómo ha muerto.
Agua Fría calló.
—Sucedió ayer por la tarde y fue todo muy simple. Ayer fue día de mercado y a unos vaqueros se les escapó el semental. El toro corrió por la ciudad enceguecido, perseguido por sus dueños; y entró en esta calle al mismo tiempo que tu madre. No la corneó: simplemente la aplastó contra el muro. Murió a la hora del crepúsculo, justo al ponerse el sol.
En el mismo momento en que murió Corcho Quemado, pensó Agua Fría. Y comenzó a llorar.
—Entonces murió en el acto… —hipó.
—Oh no, no —sonrió la vieja—. El semental le hundió las costillas y le destrozó los pulmones, pero vivió todavía un buen rato. Se ahogaba, ¿sabes? No podía respirar. Cada brizna de aire era un dolor.
La muchacha se tapó los oídos con las manos:
—¡Calla! ¡Cállate!
—Luchaba con todas sus fuerzas por respirar. Se incorporaba espasmódicamente en busca de aire, abría la boca y dilataba ávidamente las narices, pero sus pulmones rotos la asfixiaban. Luego empezó a toser y a escupir sangre, con los ojos desorbitados por el pánico. No fue nada agradable, te lo aseguro. La muerte verdadera no tiene la placidez de la muerte en la Casa de los Grandes.
La vieja guardó silencio. Agua Fría sollozaba, doblada sobre sí misma.
—Por qué me lo has contado… Yo no quería saberlo, no quería saberlo…
—Pero es la verdad. El desconocimiento de los hechos no impide que éstos existan.
—Y el conocimiento tampoco… y duele mucho.
—Sin embargo, el saber la verdad puede serte muy útil… aunque ahora no lo comprendas. A la larga, siempre resulta más dolorosa la ignorancia.
Callaron unos instantes mientras la casa zumbaba en torno a ellas, deshaciéndose.
—Por lo menos sé que, si yo hubiera estado aquí, tampoco hubiera podido hacer nada. Siendo tan graves sus heridas, su muerte era inevitable —susurró Agua Fría.
—No, no, no. Vuelves a equivocarte nuevamente. Su muerte era perfectamente evitable —rio la vieja.
—Pero…
—Tú eres muy joven, Agua Fría. Y sumamente ignorante. ¿No te has preguntado nunca por qué la inmensa mayoría de los Anteriores alcanza esa edad tan avanzada?
También Corcho Quemado había mencionado alguna vez esa cuestión. Pero ella nunca consiguió entender sus insinuaciones.
—Porque son los más apropiados, los mejores… —contestó vagamente.
—Pse, pse, pse… Eres una niña muy boba… —dijo la mendiga, hamacándose y chascando la lengua nuevamente—. No. Escucha, en el interior del Talapot hay maneras de curar los más extraños y terribles males… Un saber antiguo que sólo conocen unos cuantos.
—Magia… —musitó Agua Fría.
—Oh, no. No es magia. Es ciencia. Pero es imposible que tú comprendas la diferencia. Sea como fuere, cuando un Anterior enferma o resulta herido es curado por medio de esa sabiduría milenaria. Es un poder creado por el ser humano y, por lo tanto, es limitado. Pero aun así se consiguen logros muy notables. Las heridas de tu madre, por ejemplo, hubieran sido fácilmente sanadas con el saber del Talapot.
—Pero eso es imposible…
—No, no, no. ¿Por qué te empeñas en decir tonterías todo el rato? Es perfectamente posible. Yo misma he sido cortada, cosida y reconstruida allí dentro muchas veces. ¿Cómo crees, si no, que he podido alcanzar esta edad repugnante?
—¿Quién eres? —dijo Agua Fría, súbitamente amedrentada.
—Esa pregunta no tiene una respuesta fácil y además carece de la menor importancia… por el momento —replicó la anciana con su chirriante vocecilla—. Ahora escúchame: apréndete bien lo que voy a decirte y no lo olvides nunca. Primero, las aguas de un mismo río son siempre distintas. Segundo, no entres en el corazón de las tinieblas sin haber salido antes. Y tercero, te convertirás en Dios si no cierras los ojos de tu mente.
—¿Y para qué tengo que aprenderme todo eso? No entiendo su sentido ni de qué puede servirme…
—Naturalmente. De eso se trata. Mira, querida, podría haberte explicado todo esto de una manera perfectamente clara, pero me llevaría un tiempo del que no dispongo y además no serviría de nada. Porque lo importante en estos momentos es que pongas a trabajar tu cabecita hueca. Así es que he pensado que el viejo sistema de los enigmas podría resultarte provechoso.
—Pero…
—Basta ya de cháchara. Recuerda que tu madre ha muerto injusta e innecesariamente… y guarda ese conocimiento en el fondo de tu corazón, para que ahí se pudra y fermente. La venganza puede ser un buen acicate para la reflexión, al menos en un primer momento. Confío en que después descubras razones de más peso para mantener la mente vigilante. Y ahora tengo que irme.
La vieja mole se irguió y alcanzó la puerta con agilidad pasmosa.
—¡Espera! —gritó Agua Fría poniéndose en pie de un salto.
—No te molestes, ya conozco el camino. Tan sólo una cosa más: si quieres encontrarme, vete al Norte.
Y desapareció en las penumbras del vestíbulo. ¿Había sido real?, se preguntó la perpleja y mareada Agua Fría; ¿había estado en verdad allí ese monstruo? Le dolía la cabeza y tenía los ojos escocidos de tanto llorar. Miró en torno suyo: las líneas fantasmales del armario habían desaparecido ya por completo y la bruma estaba empezando a devorar la espasmódica puerta. Pero, un momento: al otro lado del umbral había una sombra, un bulto, una persona. El visitante atravesó los jirones de niebla y se detuvo frente a ella.
—Que la Ley nos acompañe.
—Y nos haga comprender la eternidad —balbució ella, completando el saludo ritual.
Era un sacerdote, un hombre alto y de aspecto imponente dentro de su larga túnica morada. Bajo la capucha se adivinaba su pelado cráneo y en la mano llevaba la vara sagrada, cuyo pomo de bronce dio a besar a Agua Fría. Hecho lo cual, cruzó los brazos, entrecerró los ojos y dijo con una amedrentante voz de bajo:
—He venido a llevarte.
—¿A mí? ¿Por qué? —se espantó la muchacha.
—El Cristal te ha escogido. Serás sacerdotisa. Has de acompañarme al Talapot para comenzar tu aprendizaje.
Agua Fría se quedó sin aliento. ¡Sacerdotisa! Jamás se le había pasado por la cabeza semejante posibilidad. Y no era una opción que le resultara especialmente placentera.
—¿Y qué pasaría si me negara? —aventuró tímidamente.
—No puedes negarte. Todo está escrito. No es posible cambiar el destino.
Sí, así era, eso decía la Ley, y Agua Fría era una muchacha piadosa y obediente. Pero, con todo, sentía dentro de sí un rechazo confuso y visceral, una sorda repugnancia ante la idea. No dejes que te lleven al Talapot, había dicho Corcho Quemado. No dejes que te lleven. Agua Fría miró a su alrededor: los restos de la casa crepitaban de decadencia, estremeciéndose en sus últimos estertores materiales. A fin de cuentas, ¿qué podía hacer ella? No poseía a nadie en el mundo y tan sólo tenía doce años. ¿Cómo osaba siquiera imaginarse que podía escapar a los designios de la Ley? Que el Cristal la perdonase por sus impías dudas. Además, los sacerdotes, por el mero hecho de serlo, tenían asegurado el acceso a la Casa de los Grandes. De modo que lo había conseguido: no moriría de muerte verdadera, se libraría de la pérdida y el olvido. Agua Fría suspiró:
—¿Y qué pasará con mi perra? Fue mi Anterior quien me la confió.
El sacerdote inclinó ceremoniosamente la cabeza:
—Si es un legado de tu Anterior, conviene respetar su memoria. Puedes llevarla contigo.
—¡Gracias, señor! —exclamó la muchacha con efusividad sincera.
Y llamando a la amedrentada Bruna, Agua Fría se fue con el sacerdote. Casi contenta.
Magenta, la capital del imperio, era una ciudad extensa y baja situada en un llano arenoso, con una chata muralla de adobe abrazando todo su perímetro. Justo en el centro de Magenta se alzaba una roca singular, como una inmensa muela reposando en mitad de la planicie; y sobre este capricho geológico estaba construido el Talapot, el palacio-fortaleza de la Ley. Mientras recorría las callejuelas de Magenta en pos del sacerdote, Agua Fría sentía cernirse sobre ella la tremenda mole de la roca y el palacio, visible desde todos los rincones de la ciudad. Tan omnipresente como la Ley, Que Su Poder Sea Temido.
A medida que avanzaban hacia el Talapot el gentío se iba haciendo más espeso, como si todos los habitantes de la ciudad se hubieran puesto de acuerdo para subir a la roca. Llegó un momento en que la muchedumbre era tal que Agua Fría hubo de agarrarse a la túnica del hombre para no perderse, pues el sacerdote se abría paso fácilmente amparado en el temor que suscitaba su presencia. Hundida y zarandeada en ese sudoroso mar de cuerpos, la muchacha creyó desmayar. Llevaba dos años viviendo en la calma de la Casa de los Grandes, enclavada en la frondosa y serena vega de un pequeño río, en las afueras de Magenta, y este torbellino frenético le hacía sentirse enferma y sofocada. Observó que la mayoría de las gentes llevaban la frente ceñida con el cordoncillo morado de las grandes celebraciones, y buscó en vano en su memoria qué fiesta podría caer en esas fechas. Miró al sacerdote, que, silencioso y ceñudo, apartaba desdeñosamente a los viandantes con su vara de puño metálico; no parecía ser, precisamente, un interlocutor locuaz, de modo que Agua Fría decidió guardarse sus preguntas para mejor momento.
Habían llegado ya al pie de la roca y entraron en la calzada serpenteante que era el único camino para alcanzar la cima. Subieron casi en volandas, transportados por el maloliente y risueño río humano. Banderines malva flameaban ruidosamente en los delgados mástiles que flanqueaban el camino y un doble cordón de guardias púrpura, situados en ambos laterales, se esforzaban en mantener la posición bajo el empuje del gentío. Al fin entraron en la explanada del palacio y, como todos los que estaban alrededor, la muchacha miró hacia las alturas, sobrecogida.
Agua Fría había estado sobre la roca muchas veces, pero su asombro siempre se renovaba. La fortaleza-palacio del Talapot era un edificio megalítico, el único de su especie en la ciudad. Era un monstruoso cubo de más de trescientos metros de lado y otros tantos de altura. La base estaba compuesta por formidables bloques de piedra, pulidos pero de forma irregular, que le conferían un aspecto de muralla gigantesca. Luego, mucho más arriba, comenzaba el palacio en sí: hileras e hileras de pequeñas ventanas empotradas en un muro de piedra parda, ahora ya cortada en simétricos bloques. Desde donde terminaba la base hasta el tejado, erizado de tejas triangulares, había cien pisos. Y desde los pies del edificio resultaba prácticamente imposible ver la cúspide.
Junto al Talapot, en la zona Norte de la explanada, se levantaba el templo, un recinto circular de piedra y madera ricamente labrada. Su forma era una representación de la Rueda Eterna y el interior estaba dividido en dos zonas concéntricas. La periférica albergaba la escuela sacra para adultos, que era donde el pueblo llano aprendía los secretos del Mirar Preservativo, y la zona central era el recinto de los rezos y liturgias comunales. Frente al templo, sobre un pequeño montículo artificial, estaba el Pozo Sagrado, en donde se guardaban los Cristales. Ocho guardias púrpura especialmente seleccionados por su imponente aspecto y su fiereza vigilaban el Pozo noche y día, y en una pequeña hornacina ardía perennemente la llama votiva, quemando una constante ofrenda del más valioso incienso. Palacio, templo y pozo formaban un conjunto arquitectónico monumental, majestuoso.
Agua Fría quedó absorta una vez más, abrumada por la contemplación de tal grandeza. Qué pequeña, qué insignificante era ella comparada con el misterio omnipotente de la Ley. Miró la explanada, cuyos laterales tenían una suave pendiente para permitir que los ciudadanos pudieran observar cómodamente lo que sucedía en la zona central. La ceremonia, fuera la que fuese, ya había comenzado. Un batallón de guardias púrpura desfilaba con las corazas resplandecientes y las banderas desplegadas. Más allá venían los palafreneros con los caballos y las muías, con cintas moradas trenzadas a sus crines, y después los camellos de andar bamboleante, con bridas doradas y las grandes uñas pintadas de purpurina. Y aún luego estaban las legiones de los confines: hombretones rudos de melena rojiza que llevaban osos sujetos por narigueras de plata, los pequeños simoh en sus carros tintineantes arrastrados por traíllas de perros, los elefantes con pinturas geométricas en las ancas.
En el estrado de honor, un solemne grupo de ancianas contemplaban el festejo con la impasibilidad propia de su dignidad. Eran el Consejo de la Edad de Magenta, la máxima autoridad de la ciudad, después, naturalmente, del poder supremo e infalible de los sacerdotes. Se mantenían muy erguidas en los sillones de marfil de alto respaldo, vestidas con sus túnicas negras con vueltas de plata, y el sol sacaba chispas de los pomos de ámbar de sus varas de mando. Junto a ellas, un grupo de sacerdotes-músicos tocaban los instrumentos rituales: las caracolas de ulular desolado, las trompas de tres metros de largo cuyo gravísimo sonido parecía repercutir en las entrañas, los reverberantes gongs, los gigantescos tambores de tripa de cabra. Otros sacerdotes alimentaban cuatro enormes braseros con esencia de benjuí y corteza de canela, produciendo una humareda embriagante y aromática. Y al fondo de la explanada danzaba la hermandad de los Kalinin, los hermafroditas, los homosexuales, que abandonaban sus familias en cuanto advertían sus tendencias y se integraban en esta orden menor, cuya función consistía en bailar y cantar en los actos religiosos y las celebraciones públicas. Ahí estaban ahora, girando vertiginosamente sobre sí mismos, con sus túnicas satinadas y multicolores, tañendo los pequeños crótalos que llevaban atados a los dedos con cintas de cuero.
Agua Fría se emocionó, arrebatada por el esplendor del espectáculo. Tanta belleza, tanta magnificencia, sólo podía ser producto de un poder supremo. Ahí, frente a la mole eterna del Talapot, acunada por la dulzura del incienso y enardecida por los sonidos ancestrales y profundos de la música sagrada, Agua Fría se sintió parte de la gran Rueda, humilde sierva de la Ley, ínfima y obediente pieza de un Todo omnisciente. La muchacha miró a su alrededor: en los rostros de todos se apreciaba ese mismo embelesamiento, idéntica comunión mística. Cómo había podido siquiera escuchar a Respy, a la vieja mendiga, a esos maledicentes, esos blasfemos. La Ley era la Ley, y fuera de la Ley no existía nada. Agua Fría compuso con sus dedos la forma del Cristal y rogó fervorosamente porque se le concediera la entereza necesaria para convertirse en una buena sacerdotisa. Tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón ligero.
La música cesó bruscamente y el silencio comenzó a extenderse por la explanada como la sombra de una nube sobre los campos. Del Talapot salió una figura alta y delgada. Iba envuelta en una larga túnica color azul cobalto y llevaba una gruesa cadena de oro sobre el pecho.
—Es Su Eminencia Piel de Azúcar —musitó el sacerdote a su lado reverencialmente—. Sacerdotisa del Círculo Interior.
Agua Fría desconocía lo que era el Círculo Interior, pero sabía que las sacerdotisas vestidas de color cobalto, a las que raramente se veía, eran la máxima jerarquía de la Orden, inmediatamente después de la Gran Sacerdotisa, de la Madre Suprema, que se llamaba Océano y a la que jamás nadie había visto, o al menos nadie a quien la muchacha conociera.
Su Eminencia recorrió lentamente la explanada y se encaramó al estrado de honor. Era tal el silencio reinante que Agua Fría creyó poder oír el roce de la pesada tela azul cobalto. Entonces los tambores comenzaron a sonar una vez más con un redoble bárbaro y solemne. Cuatro guardias púrpura entraron en la explanada conduciendo a una mujer mayor y regordeta. El color de su túnica, que era el gris de la niebla y de la nada, indicó a la muchacha que se trataba de una convicta, y un súbito estremecimiento atravesó su espalda como una corriente de aire frío. El grupo avanzó lentamente, al ritmo de los redobles funerales, hasta situarse frente al estrado y junto a un voluminoso bulto, cubierto con un lienzo de seda morada, al que Agua Fría, embebida en el esplendor de las celebraciones, no había prestado mayor atención. Dos sacerdotes retiraron entonces la satinada cubierta, dejando a la vista dos grandes ruedas ceremoniales de madera labrada con refuerzos de metal bruñido. Las sagradas ruedas estaban instaladas verticalmente en un complejo y extraño bastidor metálico, provisto de ejes, poleas, grandes pesas en suspensión y una pequeña plataforma a la que se encaramaron ágilmente los dos sacerdotes. Los guardias púrpura ataron los tobillos y las muñecas de la mujer con gruesas correas de cuero y luego, situándola en mitad del ingenio mecánico, engancharon los extremos de los correajes a los ejes de las ruedas, un brazo y una pierna en cada una de ellas. Entonces los tambores callaron y el mundo pareció detenerse unos instantes: los sacerdotes trepados al alero del extraño artefacto; la muchedumbre conteniendo el aliento y contemplando unánimemente a Su Eminencia; la convicta de pie, la cabeza baja, perfectamente quieta, con las cintas de sus ataduras enroscándose blandamente a sus pies como serpientes. Hasta los penachos de gala de los guardias parecían haberse petrificado en la ausencia de viento. Piel de Azúcar levantó su largo brazo lentamente; lo mantuvo en alto durante un segundo interminable y luego lo bajó con violencia, como si hiciera restallar un látigo. En ese momento, los sacerdotes manipularon una palanca, las pesas se desplomaron hacia el suelo con un siseo pavoroso y las grandes ruedas empezaron a rotar vertiginosamente en sentido contrario la una de la otra. La mujer quedó descuartizada en un instante, con un sordo crujido de carnes desgarradas y un único grito. Ya desmembrada, su cabeza aún se agitó en el suelo brevemente sobre el charco de sangre, antes de inmovilizarse para siempre. En el aire estalló un inmenso suspiro exhalado por miles de bocas. Recomenzó el parsimonioso tronar de los tambores y Su Eminencia descendió rápidamente del estrado y regresó al Talapot. Pero Agua Fría aún permanecía paralizada, con los ojos fijos en los sangrientos despojos. Era la primera ejecución pública a la que asistía; no eran sucesos habituales, porque éste era un mundo apacible. ¿O quizá no lo era? Se dobló sobre sí misma, sacudida por imparables náuseas, y vomitó sobre la tierra parda y pisoteada. El sacerdote la observó impasible.
—Y eso… —balbució la muchacha—, ¿eso es sólo por haber dicho una herejía?
—¿Qué pretendes insinuar? ¿Consideras quizá que la herejía no es pecado suficiente? —contestó el sacerdote con sequedad.
Agua Fría se encogió sobre sí misma.
—Pero no, no es sólo por herejía —continuó el hombre en tono más calmado—. Los pasquines de la sentencia han estado clavados en todas las esquinas de la ciudad, pero tú, claro está, te encontrabas en la Casa de los Grandes. Esa mujer no sólo era una hereje, sino también una conspiradora. En su necedad soñaba con cambiar el mundo, cuando el mundo es, como de todos es sabido, un continuo inmutable.
—Entonces, ¿por qué castigarla así? Si sus sueños eran imposibles, si no podía hacer ningún daño, ¿por qué no dejarla en paz, como a los otros locos?
Los ojos del sacerdote relampaguearon.
—Agua Fría, eres una muchacha inteligente, pero te equivoca la ignorancia. Es cierto que esa mujer insignificante no podía hacer ningún daño ni a los sacerdotes ni a la Ley. Pero el pueblo mortal está lleno de almas primitivas que podrían haberse dejado confundir por su nefasto ejemplo. Escrito está en nuestro destino, como guardianes del Cristal, que castiguemos rigurosamente las desviaciones de la norma. Porque, si no lo hiciéramos, estaríamos incumpliendo los designios, y semejante desorden acarrearía consecuencias muy graves; otros seres inferiores se contaminarían de la doctrina herética y al cabo habría que descuartizar no a uno, sino a mil infelices. Las personas inteligentes como tú, Agua Fría, necesitan más que nadie de la sabiduría de la Ley. En el Talapot disciplinarán tu mente y te enseñarán todas las respuestas. Y entonces comprenderás que todo lo que hacemos, absolutamente todo, es por amor.
Dicho lo cual, el sacerdote tiró de su capucha hacia adelante y, dando media vuelta, se dirigió con decisión hacia el palacio. Agua Fría le siguió, recapacitando en las palabras del hombre e intentando extraer de ellas algún alivio para su ánimo confuso y aterido. La muchedumbre se estaba dispersando y en los rostros de las gentes no quedaban huellas del risueño talante con que subieron a la roca. Se marchaban rápidamente y en silencio, con la mirada huidiza, como si no pudieran soportar el verse mutuamente. El sacerdote sorteó con habilidad los taciturnos grupos, cruzó la explanada y llegó a la gran puerta de bronce empotrada en la base ciclópea del Talapot, única entrada con que contaba el palacio. Empuñó con ambas manos la pesada aldaba y la dejó caer, produciendo un estruendo reverberante. Aún no se habían extinguido los ecos que el golpe había despertado en el metal cuando la hoja derecha de la puerta se abrió con un suave chasquido. Comparado con la luz solar del mediodía, el interior del edificio era un túnel negro y sin perfiles. Agua Fría se detuvo en el umbral, sobrecogida; el sacerdote le señaló que entrara y la muchacha avanzó unos pasos, zambulléndose en las sombras. La puerta se cerró pesadamente detrás de ella, mientras en la explanada los tambores seguían atronando el aire con su pausado latido de duelo.
Debían de llevar cerca de una hora subiendo, primero por la estrecha y húmeda escalera tallada en los inmensos bloques de piedra y después a través de los pisos del palacio. Agua Fría aún no había visto a nadie en el interior del Talapot: la gran puerta de bronce parecía haberse abierto por sí sola. A la entrada, y a la débil luz del candil que encendió el sacerdote, la muchacha creyó ver el comienzo de una vasta sala polvorienta y en apariencia abandonada.
—Esas son las dependencias en donde aquellos del vulgo que han sido designados Anteriores son instruidos en el uso del Cristal —explicó el hombre—. Pero sólo los sacerdotes o los novicios, como tú, pueden usar estas escaleras.
Fue una subida agotadora y amedrentante, sobre todo el primer tramo, cuando atravesaban la base megalítica, las oscuras entrañas de la piedra; el candil apenas si iluminaba más allá de lo que abarca un brazo, y por encima y por debajo de ellos sólo se veían los muros resbaladizos y un tramo de escalones siempre iguales. Hasta que al fin alcanzaron el nivel de las ventanas y el sacerdote pudo apagar el candil. Ahora la escalera era un poco más ancha y ya no estaba compuesta por toscos peldaños de roca, sino por escalones bien tallados. Iban atravesando los pisos sin pararse y las grandes salas por las que ascendían eran un desolador paisaje en ruinas.
—De los cien pisos que posee el Talapot, sólo están habitados los tres últimos; los anteriores no se utilizan —explicó el sacerdote.
—¿Por qué?
—Siempre ha sido así, ésa es la norma.
Y, sin embargo, las salas parecían alimentar la ilusión de un pasado mejor. Ahora estaban vacías y devastadas, con los cristales de las ventanas rajados, invadidas por las telarañas y con grandes remolinos de polvo inmemorial danzando ciegamente por las baldosas rotas. Pero aquí y allá se veían pequeños detalles inquietantes: un fragmento de espejo con el azogue podrido, el brillo sucio y mortecino de una columna que quizá alguna vez estuvo recubierta de oro, unos frescos descascarillados y apenas apreciables, de tan borrosos, sobre un muro llagado por el tiempo. Los pisos iban quedando atrás y ellos seguían subiendo en la sucia y triste luz que dejaban pasar los ventanucos.
Al fin llegaron a un punto en el que el vano de la escalera estaba cerrado por una gruesa cadena de hierro. Al otro lado de la cadena había dos ancianas consumidas y venerables, con sus precarios cuerpecillos perdidos entre los pliegues de las túnicas moradas.
—Son las guardianas de la puerta —explicó el hombre; y luego se inclinó ante ellas respetuosamente y musitó el saludo ritual—: Que la Ley nos acompañe.
Y Agua Fría pensó que eran unas guardianas pintorescas: cómo podrían defender la entrada esos dos seres lamentables que parecían estar al borde del colapso. Pero Bruna se había aplastado contra el suelo, con el morro hundido entre las patas, y se negaba a pasar junto a las viejas. Agua Fría hubo de coger al animal en brazos para poder moverlo.
El piso en el que habían entrado, que era el nonagésimo octavo, esto es, el primero habitado del palacio, parecía estructuralmente idéntico a los de abajo: una sucesión de salas enormes y pasillos rectos. Pero aquí las ventanas conservaban los vidrios y las habitaciones estaban más limpias. De cuando en cuando se veían algunos muebles, tan escasos y diseminados en la vastedad de los aposentos que parecía que los moradores del edificio se encontraban en trance de mudarse. Había salas con grandes alfombras descoloridas y agujereadas por la polilla; otras, con el suelo desnudo, mostraban el caprichoso dibujo de sus baldosas. En una habitación se veían dos recios sillones de madera labrada, renegrida y vetusta; en otra brillaba ostentosamente un arpa sobredorada e intacta. Agua Fría seguía a la carrera las elásticas zancadas del sacerdote, sin tiempo para estudiar con detenimiento su nuevo hogar. Atravesaron múltiples estancias, dejando siempre las ventanas a su izquierda, hasta llegar a una habitación más pequeña con armarios empotrados en las paredes. Un sacerdote joven, que parecía dormitar en una banca, se puso en pie de un salto cuando ellos entraron.
—Que la Ley nos acompañe.
—Y nos haga comprender la eternidad.
Sin añadir palabra, y como sabiendo perfectamente lo que tenía que hacer, el sacerdote joven señaló a Agua Fría un sillón que había en el centro del cuarto. La muchacha se sentó y el hombre colocó un lienzo en torno a su cuello. Sus movimientos eran rápidos y diestros, aunque le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Sacó unas tijeras del interior de su túnica y agarró la espesa coleta trigueña de Agua Fría. Me van a rapar, se dijo la muchacha con desmayo. Naturalmente, cómo no había pensado en eso antes.
—Agua Fría —dijo solemnemente el sacerdote con el que había venido—, yo me llamo Humo de Leña.
E hizo el saludo ceremonial, intercambiando con la muchacha el contenido de su nombre.
—Soy el tutor de los noveles, tu primer maestro —prosiguió después Humo de Leña, mientras los rizos de Agua Fría iban cayendo blandamente sobre el suelo—. Ahora estamos en el Círculo Exterior, que es la primera estación del aprendizaje. El Círculo Exterior comprende todo el perímetro de las ventanas del palacio. Pasarás algún tiempo en este piso y luego, a medida que tu enseñanza progrese, subirás a la planta superior, y después a la tercera y última. Ahí acaba el Círculo Exterior y yo habré terminado mis funciones. Entonces entrarás en el Círculo de Sombras, que es la segunda estación. Ese Círculo es el anillo inmediatamente interior, hacia el corazón del palacio. Se llama así porque la única luz que recibe proviene de unas celosías abiertas al Círculo Exterior, de modo que allí dentro se vive una penumbra eterna. Nuevamente habrás de recorrer los tres niveles, empezando esta vez por el piso más elevado y acabando en éste. Entonces entrarás, al fin, en el Círculo de Tinieblas, última etapa del aprendizaje, que es el anillo adyacente, siempre internándote en el edificio. Cuando culmines el ciclo del Círculo de Tinieblas y hayas ascendido nuevamente al último piso, habrás terminado tus estudios… salvo que, siendo mujer como eres, el Cristal te conceda el privilegio de designarte sacerdotisa cobalto. En ese caso, y sólo en ése, pasarías al Círculo Interior, que ocupa el centro mismo del palacio y es el sancta sanctórum en donde habita nuestra Madre Océano, la Gran Sacerdotisa de la Orden.
Humo de Leña y el sacerdote joven compusieron la forma del Cristal con sus dedos y se inclinaron tres veces ceremoniosamente ante la mención del santo nombre. Después el peluquero prosiguió su labor; Agua Fría sentía el desagradable raspar de la cuchilla en su cabeza.
—Eso es todo cuanto necesitas saber por el momento —continuó Humo de Leña—. El Círculo Exterior no es un Círculo de conocimientos, sino disciplinario; aquí educaremos tu voluntad y tus sentidos, base fundamental para alcanzar un sacerdocio impecable. Abandona, pues, toda curiosidad, porque tus preguntas no serán contestadas. Y abreviemos, que ya es tarde y la cena comenzará en unos instantes.
¡La cena! Agua Fría advirtió súbitamente todo el hambre y el cansancio que arrastraba. Le pareció que llevaba siglos sin comer, milenios sin echarse en una cama. En las últimas horas había vivido una existencia entera.
—Ya está —dijo el sacerdote joven, retirando el lienzo.
En la habitación no había espejos y Agua Fría se llevó las manos a la cabeza intentando adivinar su aspecto: el cráneo, pelado y suave, le escocía un poco. El sacerdote de la mano mutilada había abierto un armario y le tendía ahora una túnica rosa.
—Póntela —ordenó Humo de Leña.
Un poco cohibida, Agua Fría se despojó de la túnica de la niñez y se vistió con el ropón rosado. Era largo y tenía capucha, como los hábitos de los sacerdotes. El hombre joven le dio una manta de pelo de camello, una escudilla y una cuchara de madera, un vaso de latón, una pastilla de jabón, una toalla, un atado de compresas, una túnica de repuesto, dos calzones y un pedazo de raíz de albéndula para limpiarse los dientes.
—Vamos —dijo Humo de Leña con impaciencia.
Y Agua Fría le siguió, con la torre de sus pertenencias haciendo equilibrios entre los brazos.
Atravesaron nuevas estancias vacías a la luz moribunda del crepúsculo, hasta arribar a una gran sala con hachones en las paredes. En el medio había una enorme mesa de madera basta; los cinco novicios que se apretujaban en una esquina hacían parecer aún más colosales las dimensiones de la mesa. Eran tres chicos y dos chicas, todos de la edad de Agua Fría; vestían túnicas rosadas y sus cráneos, recientemente rasurados, mostraban diversas tonalidades dentro de una gama gris lechosa. Cuando entraron en la estancia los muchachos se pusieron en pie, con los brazos a la espalda y los ojos bajos.
—Estos son tus compañeros —explicó el maestro.
Agua Fría les contempló con curiosidad. Y entonces le descubrió: a pesar de la falta de pelo, a pesar de lo que había crecido. Pero eran sus mismas pestañas largas y rizadas, su nariz respingona, las cejas alborotadas y rotundas.
—¿Tuma, eres tú? ¡Tuma! —exclamó feliz y excitada. Tuma, su amigo de la infancia.
El muchacho alzó los ojos un instante y los volvió a bajar sin dar muestras de reconocimiento alguno. Agua Fría, que se disponía ya a abrazarle, se quedó quieta y confundida.
—Ya no soy Tuma —explicó el chico en tono impersonal—. Ahora me llamo Pedernal.
Entonces hicieron las salutaciones de rigor y se explicaron sus respectivos nombres, si bien de forma abreviada, pues el sacerdote se mostraba impaciente.
—¡Oh, Tuma, cuánto me alegro de que estés aquí! —insistió Agua Fría al terminar la ceremonia.
Pero el muchacho seguía cabizbajo y mudo.
—Acabas de llegar, Agua Fría, y aún no sabes que una de las normas de este Círculo es el silencio —explicó Humo de Leña con voz cortante—. Pero ahora ya estás advertida y confío en que te atengas a la regla. Comamos; es tarde.
Se sentaron todos a la mesa; ante ellos había leche con manteca batida, higos y una gran fuente de harina de avena tostada. Agua Fría estaba dolorida y desorientada por la reacción de Pedernal, pero sobre todo estaba hambrienta, así que dio buena cuenta de la comida y alimentó con discreción a su perra, que se había instalado precavidamente entre sus piernas. Después siguió en silencio a sus compañeros hasta los baños, y luego al dormitorio, que era una vasta sala ocupada por varios cientos de camastros. Pero la inmensa mayoría de ellos estaban rotos y carecían de colchón, y en sus desvencijados esqueletos de madera las arañas habían tendido sus primorosos velos. Tan sólo una decena de camas permanecían intactas, en un extremo de la sala, y hacia ellas se dirigieron los muchachos. Agua Fría ocupó una libre y colocó sus pertenencias en la estantería que había a la cabecera. Se desnudaron calladamente y se metieron bajo las mantas.
—Que la Ley nos acompañe —recitó Humo de Leña.
—Y nos haga comprender la eternidad —contestaron los chicos.
Y el sacerdote se marchó llevándose el candil consigo.
Tumbada boca arriba en la cama, Agua Fría contempló la oscuridad que se abatía sobre ella, colgando del alto techo como un enorme murciélago de alas negras. Estaba sola, sola en la inmensidad del Talapot; y la vida se le antojó un lugar terrible. Súbitamente una voz resonó junto a su oído:
—¡Agua Fría!
—¿Qué…?
—¡Shhhhh! ¡Calla, habla bajo o nos castigarán! Soy Pedernal…
—¡Oh, Pedernal! —gimió la muchacha.
Y durante unos momentos se abrazaron, se besaron, se acariciaron en la oscuridad las peladas cabezas.
—Estoy tan contento de que estés aquí —dijo Pedernal con un murmullo enronquecido—. Antes no pude decirte nada, no se nos permite hacer nada, este sitio es horrible… ¡Yo no quería ser sacerdote!
—Yo tampoco… —musitó Agua Fría—. Pero es el Destino.
—Yo no creo en el Destino —barbotó Pedernal con fiereza—. Bueno… No lo sé, que el Cristal me perdone… Pero no quiero estar aquí, no quiero… —añadió plañideramente.
—¿Cuándo has llegado?
—Hace una semana… ¡Shhhh!… Me parece que oigo algo… Escucha, Talika, tengo que irme… Esto que estamos haciendo es muy peligroso.
Y Pedernal le acarició torpemente la cara y desapareció sin hacer ruido entre las sombras. Talika, le había llamado Talika, que era el nombre de antes, de la infancia; un nombre que despertaba el eco de antiguas tardes soleadas, del olor a pan recién horneado, del cálido regazo de su madre. Agua Fría se encogió bajo la manta, estremecida de dolor. Se sentía repleta de lágrimas, capaz de comenzar un llanto interminable. Pero estaba tan cansada que, cuando iba a ponerse a llorar, cayó dormida.
Llevaban largo rato sin hacer nada y Agua Fría empezaba a ponerse nerviosa. Estaban en una de las aulas, una habitación de dimensiones regulares con media docena de bancos corridos. La luz lechosa de la mañana se colaba por las ventanas y, desde esta distancia, a la muchacha le era imposible discernir si fuera hacía sol o era un día nublado. Bajó de nuevo la cabeza, intentando comportarse modosamente. Sus compañeros permanecían quietos como estatuas, con los ojos fijos en el suelo. Frente a ellos, sentado en un sillón de desgastado terciopelo rojo, Humo de Leña parecía absorto en sus meditaciones, con los brazos cruzados y la barbilla hundida en el pecho. El aire del Talapot olía a rancio y en el silencio parecía escucharse el latido de los segundos. Qué aburrimiento. Con el rabillo del ojo, Agua Fría curioseó a los demás alumnos. Junto a ella estaba Tuma, esto es, Pedernal, y más allá una chica de cara redonda como una luna. En el banco de delante se sentaba un muchacho flaco y alto que parecía mayor que los demás; a su derecha estaba una criatura de espaldas anchas, mandíbula robusta y aspecto embrutecido que Agua Fría había tomado en un primer momento por un chico, pero que luego había resultado ser una muchacha; y en el extremo, por último, estaba Opio, una jovencita de rostro amarillento y enfermizo que también había sido compañera suya en la escuela y que llevaba un cuervo encaramado al hombro, regalo de su Anterior. Agua Fría se volvió con disimulo: allí, obedientemente sentada junto a la puerta, se encontraba la despeluchada y jadeante Bruna, con las orejas tiesas y toda su atención concentrada en su ama.
—Está bien, Agua Fría. Parece que te encuentras algo inquieta esta mañana —dijo suavemente Humo de Leña.
Agua Fría dio un respingo y se enderezó inmediatamente.
—Por lo tanto, creo que debemos empezar por ti. Ven aquí.
La muchacha salió de la fila y se acercó al maestro. Humo de Leña hundió la mano en el interior de su amplia túnica y sacó un puñado de varillas de madera.
—Ahora escúchame con atención, Agua Fría, y fíjate bien en todas mis palabras, porque nada de lo que digo es gratuito. Voy a escoger dos de estas varillas…
Rebuscó el sacerdote unos instantes y luego extendió el brazo mostrando tres palitroques.
—¿Cuántas varillas hay aquí, Agua Fría?
—Tres, señor.
Humo de Leña volvió el rostro hacia las ventanas y permaneció así unos instantes, aparentemente embebido, apacible y sereno, en la contemplación de la luz aguada y triste. La aburrida Agua Fría basculó el peso de su cuerpo de un pie a otro, pensando distraídamente si faltaría aún mucho tiempo para la hora de la comida. Y en ese momento el maestro se enderezó con la celeridad de un resorte tensado y golpeó la cabeza de la muchacha con el puño de bronce de su vara. Agua Fría gritó y cayó de rodillas, aturdida. El mundo giraba y zumbaba en torno a ella y, cuando abrió los ojos, vio que sobre las nubladas baldosas goteaba parsimoniosamente una sustancia roja. Se echó la mano a la frente y la retiró llena de sangre: tenía la ceja rota. Gimió.
—Veamos, Opio, dile a Agua Fría cuántos palos tengo en la mano… —dijo Humo de Leña, blandiendo las tres varillas.
—Dos, maestro —contestó la chica poniéndose en pie, más amarilla que nunca.
—Eso es, dos. Agua Fría, querida, ¿cuántos son? Aún de rodillas, la muchacha contestó con un hilo de voz:
—Dos, señor.
—¿Estás segura?
—Ssssí, señor…
—¿Y si yo te dijera que son tres?
—Entonces son tres, señor.
—¿Pero no ves que son dos?
—¡Sí! Dos, dos…
—¡¿Por qué mientes?! —tronó Humo de Leña—. Estás viendo claramente que son tres… ¡Míralo! Son tres, ¿no es así?
—¡Oh, señor…! —Agua Fría se echó a llorar—. Son tres, señor, sí, veo tres.
—Pero yo te digo que son dos. ¿Cuántos hay, Agua Fría?
La muchacha calló, hipando desconsoladamente.
—¡¿Cuántos hay?!
—¡Dos!
—¿Estás segura?
—¡Sí! ¡No!… No sé…
—¿Cuántos hay, Agua Fría?
—¡Tres! ¡Dos! Oh, maestro, por favor, no lo sé… Los que vos digáis…
La muchacha se arrojó a los pies del sacerdote y durante unos momentos en la habitación sólo se escucharon sus sollozos.
—Está bien, Agua Fría —dijo Humo de Leña con suavidad—. Levántate.
La muchacha se puso en pie. El sacerdote le acarició levemente la cabeza, pasando un dedo por el perfil de su ceja tumefacta.
—Ve al Hermano Intendente para que te cure esa herida. Y recuerda —añadió el sacerdote, levantando una mano en la que sólo había ahora dos varillas—. Son dos. ¿Lo ves? Y siempre han sido dos, desde el comienzo de los tiempos.
Pasaron los días, pasaron las semanas y los meses, consumidos por una rutina embrutecedora que no dejaba huella en la memoria y convertía la cuenta de los días en una misma y confusa pesadilla. En ocasiones, los novicios se veían obligados a caminar de espaldas o a permanecer en cuclillas durante horas, con severos castigos para aquellos que cayesen al suelo por el entumecimiento de los músculos. En otras debían trasladar el contenido de un enorme tonel de harina a otro tonel situado en el extremo opuesto de una gran sala, sirviéndose para ello del cuenco de sus propias manos y procurando no derramar ni ensuciar nada; para luego recomenzar de nuevo y volver a transportar la harina al tonel primero. Hacía mucho que Agua Fría había dejado de preguntarse por el sentido de las cosas y ahora vivía tan sólo aferrada a un simple código de supervivencia, a la esperanza de llegar cada noche a la cama sin haber sufrido demasiado durante la larga travesía diurna. La noche, y las dos horas libres que disfrutaban cada jornada antes de la cena, eran el único respiro. Sus compañeros solían usar el tiempo libre para tumbarse sobre las camas e intentar perder la conciencia con un sopor agitado de espasmos. Pero Agua Fría acostumbraba perderse por los desolados salones del palacio, con sus pasos resonando en el aire estancado y la pobre Bruna brincando excitadamente en torno a ella en un simulacro de felicidad. Entonces, cuando se había alejado lo suficiente de las zonas habitadas, la muchacha se asomaba a la ventana y contemplaba la caída del atardecer sobre Magenta, abajo, muy abajo, una confusa mancha de adobe rojizo apenas reconocible y que, sin embargo, Agua Fría lo sabía muy bien, era una ciudad, una ciudad auténtica, con sus casas, sus calles y sus tiendas, con sus habitantes regresando plácidamente al hogar tras la jornada de trabajo. Era la vida, la vida real, apenas atisbada desde el encierro del Talapot, desde sus muros indescifrables y remotos. Y a Agua Fría le asombraba pensar que también ella había paseado alguna vez por esas calles de juguete, y que quizá entonces alguna sombra cautiva y rosa, como ella ahora, envidiaba su libertad desde los cielos.
Los alumnos tenían terminantemente prohibido conversar entre ellos incluso en las horas libres, y no servía de nada el perderse en los solitarios salones para hablar, porque de algún modo el maestro siempre se enteraba. Pero Pedernal y ella se las arreglaban para robar alguna palabra al silencio, apresurados y breves cuchicheos musitados de cuando en cuando y a escondidas. Y, sobre todo, permanecían siempre juntos; se sentaban al lado, comían codo con codo y, en la vecindad constante, sus cuerpos hallaban el modo de tocarse: leves roces al servir el agua, un rápido apretón de manos al cruzar una puerta. Eran contactos balsámicos.
Pero Humo de Leña debió de advertir algo. Un día les llamó y puso ante ellos un cuenco repleto de bolas de vidrio:
—¿Veis esta fuente con cuentas? Pues bien, voy a arrojarlas al suelo y vosotros deberéis recogerlas. Coged tantas como podáis y procurad hacerlo muy de prisa. Porque aquel de vosotros que, al final, posea menos, recibirá tres latigazos.
Dicho esto, el maestro desparramó las cuentas sobre las baldosas. Agua Fría se estremeció: ya había visto aplicar el látigo… y se sentía incapaz de soportarlo. El pánico extendió ante sus ojos un velo rojizo; se arrojó al suelo, gateó, mordió, arañó y empujó para conseguir las bolas de vidrio. Al final hicieron el recuento y ella tenía cinco más. El maestro desnudó a Pedernal de cintura para arriba, atándole boca abajo sobre un banco. El látigo de colas anudadas silbó tres veces en la mano de Humo de Leña y la fina espalda del chico se rajó y se pintó de sangre. Agua Fría no lloró. El muchacho tampoco.
Aquel día, más tarde, en las horas libres, Agua Fría se marchó al extremo más lejano del palacio. Entró en una gran sala rectangular con las paredes revestidas de un mármol sucio y roto y se dejó caer en una esquina. La cabeza le ardía; sospechaba que Pedernal se había dejado ganar, que no había luchado hasta el final. Se sentía indigna, culpable y desdichada; pero ella, ¿qué podía haber hecho? Ella era una mujer, y las mujeres no soportan la violencia. Se apretó las sienes con las manos, como si así pudiera aplastar el recuerdo que martilleaba dolorosamente en su cabeza.
Entonces escuchó un ruido, un leve roce. Alzó los ojos y descubrió que Pedernal estaba allí. Se miraron unos instantes en silencio y luego el muchacho se dirigió lentamente al otro extremo de la estancia, sentándose con dificultad en el suelo frente a ella. Se quedaron contemplando en la distancia, a través de la vasta y desolada sala. No movieron un músculo, no hicieron ni un gesto: sólo se miraron durante un tiempo que pareció infinito, mientras el sol caía y la noche comenzaba a reunir un rebaño de sombras bajo el alto techo del palacio.
Después de aquel día volvieron a encontrarse muchas más veces en esa misma habitación. Se sentaban en paredes opuestas, sin decir nada. Y se acariciaban con la mirada a través del aire marchito y del crepúsculo.
Estaban ya en el tercer piso, el último nivel del Círculo Exterior, y todavía no habían visto más sacerdotes que el implacable Humo de Leña y el Hermano Intendente de la mano mutilada, que les rapaba el cráneo una vez cada tres semanas, les proveía de jabón y raíz de albéndula, servía las comidas y curaba las heridas disciplinarias sin decir jamás una palabra. Aparte de las ancianas guardianas de la puerta, que se alimentaban y dormían junto a las cadenas para no abandonar jamás su puesto. Al poco de llegar al palacio, la muchacha robusta que parecía un muchacho intentó escaparse del Talapot. Las ancianas la detuvieron en seco con sólo mirarla. La chica, que se llamaba Viruta de Hierro, permaneció paralizada en el umbral como una estatua hasta que Humo de Leña fue a buscarla.
—Nadie puede cambiar su destino y, por lo tanto, nadie puede escapar del Talapot —sentenció el maestro.
Y castigó a la muchacha con diez azotes. Fueron los primeros latigazos que vio Agua Fría.
A medida que pasaba el tiempo los castigos eran más severos, aunque también menos frecuentes, porque todos ellos habían aprendido a obedecer automáticamente al sacerdote. Desde que habían ascendido al último piso no se había azotado a nadie; Humo de Leña parecía contento y los novicios creían dominar ya los simples secretos de su austera rutina cotidiana. Pero una noche el maestro irrumpió intempestivamente en el dormitorio.
—¡Arriba todos! Es muy tarde ya y el desayuno está esperando.
Los novicios contemplaron con estupor los negros rectángulos de noche que enmarcaban las ventanas, pero se vistieron de inmediato sin decir palabra, torpes y somnolientos, buscando sus túnicas a tientas y tropezando con los picos de las camas.
—Hace un hermoso día, ¿no es así, Agua Fría? —dijo Humo de Leña con tono casual y ligero.
La muchacha miró a través de la ventana: la última luna del verano brillaba en el cielo en todo su esplendor.
—Sí, maestro, muy hermoso.
Durante cinco jornadas, Humo de Leña les hizo vivir de noche y dormir de día. Se movían, trabajaban y comían al menguado resplandor de la luna llena, porque no se les permitía prender los candiles. Al despuntar el sol, en cambio, encendían las velas, y el maestro se comportaba como si en verdad le rodeara la oscuridad. Era una situación sin duda chocante, pero a los disciplinados novicios no les resultó demasiado difícil el adaptarse a ella: al poco, Agua Fría llegó a convencerse de que siempre había vivido así, entre tinieblas. Sólo Opio parecía tener problemas con la oscuridad. Opio, que era una muchacha de naturaleza enfermiza y no veía bien, se pasaba los días tropezando, tirando objetos y tanteando temerosamente las paredes. Una noche, a la hora del desayuno, se arrojó encima un hirviente tazón de leche con manteca. Soltó un agudo chillido y comenzó a llorar.
—Opio —dijo Humo de Leña.
La muchacha arreció en sus lágrimas.
—Opio, ven aquí.
Amedrentada y sollozante, la chica se aproximó al maestro.
—Opio, he intentado educarte —suspiró Humo de Leña con tristeza—. He intentado enseñarte, pero no has aprendido nada. Tú te consideras físicamente débil y estás llena de compasión hacia ti misma. Pero el cuerpo no es sino un instrumento de nuestra voluntad. No hay cuerpos débiles: hay mentes desordenadas y confusas. Tú estás convencida de que ahora mismo es de noche y te sientes perdida y ciega. Si hubieras comprendido que es de día no tendrías dificultad alguna para ver. Tu mente te está cegando, no tus ojos. Desdichada, ¿cómo vas a poder sobrevivir en el Círculo de Sombras si no eres capaz de ver con los ojos del espíritu? Amas tu propia miseria física con amor enfermizo, y estás atrapada en la cárcel de tu autocompasión. Está bien, Opio. Alimentaremos esa compasión hasta romperla. Venid todos aquí.
Los novicios se pusieron en pie de un solo salto.
—Id pasando de uno en uno delante de ella y escupidla.
Lo hicieron. Desde luego que lo hicieron. Primero la chica de cara redonda como una luna, y luego Pedernal, y después Agua Fría. Mientras Agua Fría se llenaba la boca de saliva, mientras escupía sobre Opio, no sentía nada dentro de sí. Sólo la llamada de la obediencia, el alivio de la orden ya cumplida. Pero la robusta Viruta de Hierro, que se había quedado la última, se plantó ante Opio y comenzó a mover su pesada cabezota de un lado a otro.
—Escupe —ordenó el sacerdote.
Y Viruta de Hierro permanecía inmóvil.
—¡Escupe!
Entonces la muchacha hizo algo descomunal, insólito: levantó su rostro embrutecido, miró a Humo de Leña y dijo:
—No.
Recibió veinte latigazos y quedó ensangrentada y sin sentido sobre el banco. Después Humo de Leña se pasó una mano temblorosa por la cara y dijo:
—Llevadla al Hermano Intendente. Procurad que la cure bien.
La recogieron con delicadeza. Llorosos y llenos de agradecimiento hacia Humo de Leña por haberles permitido cuidar de ella.
Cuatro semanas más tarde sucedió la desgracia. Habían vuelto a recuperar el habitual ciclo diurno y una noche, a la hora del sueño más profundo, la puerta del dormitorio se abrió violentamente con un batir de trueno. Era Humo de Leña; a la danzante luz del candil, su túnica parecía flamear en torno a él y su sombra resultaba gigantesca. O eso pensó Agua Fría en su sobresaltada somnolencia. El sacerdote cruzó la habitación a grandes zancadas y levantó la lámpara con el mismo ademán con que el verdugo levantaría el hacha. Entonces todos pudieron verlas claramente: ahí estaban Opio y Viruta de Hierro, cobijadas en la misma cama, demudadas, sorprendidas en su dormido abrazo. Durante unos brevísimos instantes nadie pronunció una palabra. Y después el silencio se quebró con un chillido lastimero. Era Opio, quien, como impulsada por su propio grito, se arrancó bruscamente de los brazos de su amiga, corrió hasta la ventana más próxima y se arrojó por ella. Horas más tarde, cuando el alba comenzaba a despuntar, aún se podía ver al cuervo de Opio volando ciegamente sobre el cuerpo despeñado de su ama y dibujando en el aire desolados e inacabables círculos.
Avanzado ya el día, Agua Fría recibió el encargo de recoger las pertenencias de Opio y devolverlas al almacén. Encontró al Hermano Intendente sentado sobre el banco, con la cabeza hundida entre las manos. Murmuraba para sí una monótona salmodia que, en un principio, la muchacha tomó por un recitado de jaculatorias.
—Hermano, vengo a traeros las cosas de Opio… —dijo ella.
Pero el joven sacerdote no dio señales de haber advertido su presencia.
—Hermano…
Se detuvo, sin saber qué hacer. «Noesverdadnoesverdad», le pareció entender entonces en el obsesivo bisbiseo del hombre. Agua Fría se inquietó. Depositó su carga sobre el banco y se volvió, dispuesta a marcharse cuanto antes. La mutilada mano del sacerdote se aferró súbitamente a su muñeca: sus tres dedos parecían de hierro.
—Esto se acaba… —murmuró el hombre roncamente—. Después de vosotros sólo llegaron tres novicios más y hace ya mucho que no ha venido nadie…
Agua Fría le miró con espanto: el sacerdote tenía los ojos enrojecidos y febriles.
—Cuidado —susurró él con expresión enloquecida, poniendo un dedo ante sus labios—. Tienen un sistema de escucha, las paredes oyen… Todo es mentira, ¡todo! La Ley no existe. ¡Me persiguen! Nos matarán a todos…
No permitas que te lleven al Talapot. Eso había dicho Corcho Quemado en su último día. Era la primera vez que Agua Fría pensaba en su Anterior en muchos meses. En realidad era la primera vez que pensaba, sin más, en mucho tiempo. La muchacha sintió que un destello de razón se abría paso trabajosamente entre las tinieblas de su cabeza entumecida. Tuvo miedo. Pero el pequeño pensamiento fructificaba dentro de ella, creciendo con un latido doloroso. Un torrente de sensaciones y recuerdos confusos comenzó a invadirla: la memoria cristalizada de su Anterior se despertaba. No permitas que te lleven al Talapot. ¿Y si el Hermano Intendente estuviera expresando, en su delirio, una verdad fundamental? Amedrentada, Agua Fría intentó detener sus pensamientos y regresar al cómodo embrutecimiento de la disciplina. Pero no pudo. Su madre asfixiándose, muriendo dolorosa y lentamente. Su casa desapareciendo en el vacío. La sonrisa de la vieja mendiga. El grito enloquecido de Opio. Súbitamente la realidad del Talapot se deshacía en torno a la muchacha y entre las ruinas parecía abrirse paso una intuición terrible.
—Agua Fría…
Era Humo de Leña, que acababa de entrar en la habitación. El sacerdote joven se puso en pie inmediatamente y se retiró unos pasos, hurtando la mirada y ocultando la mano mutilada tras la espalda.
—Agua Fría —retumbó la voz de Humo de Leña—, recoge tus cosas. Ha llegado el momento de que pases al Círculo de Sombras.
A través de las ventanas de la sala se distinguían pequeños rectángulos de un cielo gris y desvaído que Agua Fría contempló con añoranza. Porque no volvería a ver el cielo en mucho tiempo.
Tiritaba Agua Fría en el almacén del primer nivel del Círculo de Sombras, cambiando sus ropas rosadas por otras que, la muchacha se esforzó en escudriñarlas en la penumbra, parecían poseer un color rojo vivo. De los seis novicios, esto es, cinco, si se descuenta a Opio, sólo habían pasado tres al Círculo siguiente: el muchacho alto, Pedernal y ella. Aquí estaban, a su lado, desnudándose en el aire frío y mohoso. El nuevo Hermano Intendente, un hombre rechoncho de ojillos brillantes y cara de mono, daba afanosos y solícitos saltitos en torno a ellos. Los Intendentes, ahora lo sabía Agua Fría, eran sacerdotes de ínfima categoría y carrera fracasada que ni siquiera tenían el derecho de poder usar sus propios nombres.
En el muro, las espesas celosías que comunicaban con el Círculo Exterior dejaban pasar una claridad insustancial, una brizna de luz empobrecida. Los rincones del cuarto eran oquedades tenebrosas, imprecisos nidos de tinieblas. De una de esas sombras salió una figura menuda envuelta en la morada túnica sacerdotal.
—Que la Ley nos acompañe.
—Y nos haga comprender la eternidad.
—Hijos míos, soy Duermevela, la tutora del Círculo de Sombras.
Y todos hicieron los saludos rituales y se explicaron los respectivos nombres.
—Aquí comienza vuestra verdadera iniciación —explicó la mujer—. Estáis, pues, en un territorio fronterizo. Y, del mismo modo que aquí reina un crepúsculo eterno, ni luz ni oscuridad, así vuestras almas se encuentran ahora en el tránsito hacia la perfección, a medio camino entre la ignorancia y la sabiduría.
La sacerdotisa hizo una pausa y luego sonrió agradablemente. Era una mujer ya entrada en edad, regordeta, de mejillas suaves y limpios ojos azules.
—Aquí sólo encendemos los candiles cuando se hace de noche y, aun así, utilizamos las menos lámparas posibles. Pero no debe preocuparos la oscuridad: aprenderéis en seguida que la luz se lleva dentro y en poco tiempo lograréis sentiros confortables. Este, hijos míos, es un Círculo de Conocimiento: vais a vivir volcados hacia el mundo interior y es conveniente que el engañoso mundo exterior permanezca sepultado en la penumbra. Ahora podéis preguntarme todo lo que queráis; estoy aquí para resolver vuestras dudas.
Los muchachos callaron, nerviosos y envarados, manteniendo con humildad los ojos bajos.
—No tengáis miedo —insistió ella—. Aquí no rige la regla del silencio. Podéis hablar cuanto queráis.
Pero los novicios permanecieron en silencio.
—Vamos, vamos… Seguro que tenéis algo que preguntar. Rebuscad en vuestras mentes, poned vuestro cerebro en movimiento.
Poned vuestro cerebro en movimiento, se repetía Agua Fría. Pero su cabeza parecía estar paralizada. Su cabeza era un caos de reflexiones truncadas, de razonamientos sepultados bajo la tiranía de la obediencia. Tras haber pasado un año en el Círculo Exterior, la idea de poder recuperar un criterio propio le producía miedo y vértigo. Y, sin embargo, en el fondo de su conciencia se agitaba algo: una insatisfacción, una inquietud indefinida. Y una pregunta remota pugnaba por subir a sus labios.
—¿Por qué? —musitó al fin.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué? —repitió la muchacha en tono más audible, levantando la cabeza y contemplando con timidez a Duermevela.
—¿A qué te refieres, Agua Fría?
Y Agua Fría pensó en Opio. Y en su madre, luchando por un doloroso trago de aire. Pensó en la espalda ensangrentada de Viruta de Hierro y en la soledad del Talapot.
—¿Por qué todo esto? ¿Por qué no podíamos hablar entre nosotros? ¿Por qué se nos castigaba a veces sin razón alguna? ¿Por qué hemos pasado tanto miedo? —barbotó la muchacha.
Y, para su gran sorpresa, comenzó a llorar. Hacía mucho tiempo que no lloraba en público. Pero los afectuosos ojos de Duermevela le hacían daño. La sacerdotisa sonrió y cabeceó comprensivamente.
—Todas esas respuestas, Agua Fría, te las proporcionará el conocimiento. Eso es lo que vas a aprender en este Círculo. Por el momento te puedo decir que la disciplina del Círculo Exterior es necesaria para doblegar la voluntad al buen camino. Del mismo modo que los rosales deben ser podados para que crezcan y se fortalezcan, así vuestros espíritus han de ser limpiados de las impurezas de los bajos instintos, para que luego florezcáis en el seno de la Ley. Siempre ha sido así, ésa es la norma —concluyó la sacerdotisa.
Y luego tendió un pañuelo a Agua Fría para que enjugase en él sus lágrimas.
Arquitectónicamente, el Círculo de Sombras era en todo semejante al Círculo Exterior, salvo que su perímetro total era inferior. Pero la diferencia era difícil de apreciar en el interminable anillo de salones inmensos, que parecían aún más grandes en la indefinición de la penumbra. Las dependencias habitables eran idénticas: el mismo comedor de enorme mesa, el vasto dormitorio repleto de camas en desuso, los baños de suelo de piedra rajada y siempre húmeda. En las umbrías salas, el silencio adquiría un matiz especial, una resonancia rumorosa y líquida, como la que se produce bajo el agua. Y el aire, estancado desde el principio de los tiempos, tenía un olor metálico y era frío.
Por lo demás, la vida transcurría con apacible lentitud. Los muchachos se acostumbraron con facilidad a las tinieblas y al poco tiempo descubrieron que las sombras poseían matices infinitos. Tan sólo Bruna permanecía durante horas tumbada junto a las celosías, con el morro ávidamente aplastado contra la madera perforada. Agua Fría, compadecida del animal, había confeccionado unas rudimentarias pelotas con trapos viejos y se las lanzaba a la perra para distraerla. PeroBruna, tras juguetear unos instantes con desganada cortesía, volvía a tumbarse tristemente a soñar con la luz.
Las mañanas se empleaban para el debate. Duermevela proponía un tema, ellos opinaban y discutían, y al cabo la sacerdotisa les explicaba la sustancia de las cosas, la realidad eterna. Aprendieron así que el mundo era uno y mismo, un absoluto. Y que la noción de cambio no era sino un engaño sensorial.
—Imaginad una pequeña gota de agua que, sometida a bajas temperaturas, se congela. Un alma simple que nunca hubiera conocido el hielo pensaría que el agua había desaparecido en el espacio y que en su lugar había surgido una brizna de materia sólida, una limadura de mármol blanco, un cristal de azúcar. Y, sin embargo, esa lágrima de hielo sigue siendo exactamente lo mismo que era antes. Sigue guardando dentro de sí el inmutable espíritu del agua, sólo que nuestros ojos no son capaces de ver su aliento sustancial, su identidad eterna. Pues bien, del mismo modo caemos a veces, al contemplar el mundo, en heréticos espejismos de evolución y diferencia. Porque nuestra mirada es limitada y no alcanza a comprender el todo, el girar impasible de la Rueda Eterna —decía, por ejemplo, Duermevela.
Y sus palabras caían como plomo derretido en los oídos de los estudiantes.
Por la tarde aprendían el Modo de Mirar Preservativo y pronto comenzaron a recorrer los salones del palacio para fijarlos de modo perdurable en su memoria. Para mirar preservativamente, explicaba la sacerdotisa, había que saber ver la esencia eterna de las cosas, el alma del agua que se escondía en el hielo de su ejemplo. Había que superar el tiempo y el espacio, la carnalidad limitadora; y comprender, en un destello de energía inteligente, que uno formaba parte de la totalidad, de lo que será, lo que es y lo que ha sido. Para alcanzar ese estado de gracia, ese arrebato místico, Duermevela les enseñó los antiguos métodos rituales: la concentración; la meditación; el vaciamiento a través de la repetición de las jaculatorias; la visualización mental de figuras complejas; el control del propio cuerpo con la ayuda de una disciplina muscular. Agua Fría progresó rápidamente y cada día tardaba menos en alcanzar el éxtasis. Se retiraba la muchacha a alguna de las salas más remotas y se sentaba en uno de los rincones inundados de sombras. Comenzaba entonces a perderse, a diluirse mentalmente en el entorno. Se dejaba penetrar por la naturaleza de los muros, por la secreta armonía de las baldosas. Poco a poco, Agua Fría sentía dentro de sí la presencia de su Anterior, y luego del Anterior de su Anterior, y de todos los Anteriores que en el mundo fueron. Entonces Agua Fría ya no era más Agua Fría sino una parte del muro y del espacio, la materia misma de la vida. Y en ese momento no existía la muerte, ni el tiempo, ni el dolor.
En ocasiones, la muchacha era inmensamente feliz en el Círculo de Sombras.
Habían descendido ya al segundo nivel del Círculo cuando un día Pedernal le dijo:
—No es justo que tú, por ser mujer, tengas la posibilidad de pasar al Círculo Interior y que yo, sólo por ser hombre, no la tenga.
Agua Fría se echó a reír. Estaban tumbados encima de una raída y vetusta alfombra, en uno de los salones abandonados del palacio.
—Siempre ha sido así, ésa es la norma —respondió cantarinamente.
—¡Tonterías! ¿Qué tienes tú que yo no tenga, en qué eres tú mejor que yo?
Agua Fría se sonrió en la oscuridad calladamente; pensaba en los muchos ejemplos que podría citarle, pero no deseaba ofender a su compañero.
—Qué quieres que te diga, Pedernal… Desde luego somos diferentes, eso está claro.
—¿Ah, sí? Bueno, nuestros cuerpos son diferentes. Pero nada más.
Agua Fría se volvió boca abajo, divertida y levemente irritada con la discusión. De la alfombra subió una nube de polvo milenario.
—No digas bobadas, Pedernal. Es evidente que tenéis ciertas limitaciones.
—¿De verdad? ¿Como qué?
—Oh, bueno, pues es obvio… Nosotras somos madres, somos las hacedoras de la vida —contestó la muchacha con sonrisa vanidosa y pedante.
—Pero nosotros también tenemos nuestra parte en eso, ¿no es así?
—¡Pero no hay comparación posible, no es lo mismo! Nuestra es la sangre, nuestro es el cuerpo, los hijos son nuestros. Vosotros ni siquiera tenéis la posibilidad de saber si sois los verdaderos padres, a no ser que la mujer quiera y pueda confirmaros vuestra colaboración en el proceso.
—¿Colaboración? ¡Somos fundamentales! Tan importantes como vosotras e incluso yo diría que más. Y, además, casi todas las mujeres sois estériles.
—¡Y vosotros también! Lo que pasa es que vuestra esterilidad importa poco. La nuestra, en cambio, es una cuestión de Estado. Daría igual que todos los hombres fuerais estériles, menos uno, con tal de que hubiera muchas mujeres capaces de ser madres.
—Eso demuestra que somos más importantes. Un solo varón puede dar origen a muchas vidas.
—Eso demuestra que no sois más que un ingrediente en el proceso. Sin agua no se puede cocer un guiso de carne, pero es la carne lo sustancial del plato, el alimento.
—No estoy de acuerdo.
—Me importa poco que estés o no de acuerdo: las cosas son así. Y siempre han sido así, ésa es la norma.
Callaron unos instantes, enfurruñados. Y luego Agua Fría volvió a hablar:
—Y hay muchas cosas más. La violencia, por ejemplo. Sois seres violentos, agresivos, capaces de matar. Os comportáis en eso como animales. Nosotras, sin embargo, no soportamos la violencia, jamás la ejercemos. Estamos muy por encima de vuestra brutalidad.
—Sí, claro… Vosotras no matáis pero ordenáis matar. Me gustaría saber qué es lo peor —dijo Pedernal amargamente.
Por un instante, Agua Fría creyó ver el brazo de Su Eminencia Piel de Azúcar descendiendo en el aire, como un relámpago azul cobalto, para señalar el comienzo del descuartizamiento. Pero no, de todas formas no era lo mismo.
—No es lo mismo, Pedernal. Cuando una mujer ordena una muerte o un castigo, no lo hace movida por la violencia, como vosotros, sino que ha llegado a ello a través de la reflexión y obedeciendo los designios de la Ley…
—Ya. A mí me parece que los designios de la Ley son muy oscuros y que cada cual los interpreta según su conveniencia.
—Estás diciendo una barbaridad, Pedernal, una blasfemia —explicó Agua Fría con tonillo pacientemente didáctico—. Además, eso da igual. Pongamos que tienes razón. Pues bien, de todas maneras, vosotros los hombres ordenáis ejercer la violencia y además la aplicáis vosotros mismos, mientras que nosotras nos limitamos sólo a ordenarla, que es la parte más intelectual y más noble. Así que, se mire como se mire, seguimos siendo superiores —concluyó triunfalmente.
—¿Que nosotros ordenamos ejercer la violencia? ¿Cuándo? Si no nos dejáis alcanzar ningún puesto de poder…
—¿Cómo que no? Mira a los oficiales de los guardias púrpura. O mira a Humo de Leña. Compara a Humo de Leña con Duermevela, y te darás cuenta de lo que separa a una mujer de un hombre. Mira, Pedernal, a mí me gustáis mucho los hombres, de verdad que me gustáis. Sois más inocentes, más simples, más emocionales. Pero eso, que es lo que os confiere vuestro encanto, se convierte en un peligro cuando pretendéis saliros de vuestro lugar.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—¡Pues es evidente! No se os puede dejar asumir puestos de gran responsabilidad porque no tenéis la sutileza necesaria. El poder os emborracha; carecéis del sentido de la medida y de dimensión espiritual. Además, sabes bien que biológicamente no estáis capacitados para ejercer los poderes ocultos.
Duermevela les había estado hablando sobre la hipnosis. Un saber secreto que, había explicado, las futuras sacerdotisas recibían en el Círculo de Tinieblas, el próximo y último anillo del aprendizaje. Sólo las mujeres podían adquirir tan elevado conocimiento; los hombres se habían mostrado genéticamente incapaces de desarrollar esa sutilísima dimensión del alma. Desde que Agua Fría tuvo noticia de tal privilegio se había sentido predestinada y poderosa, rozada por el dedo del misterio.
—¡Precisamente! —exclamó con vehemencia Pedernal, sentándose sobre la podrida alfombra—. Esa es otra de las cosas que me parecen injustas. ¿Quién dice que no somos capaces de recibir el secreto de la hipnosis?
—Siempre ha sido así, ésa es la norma.
—Pues yo creo que es mentira. ¡Es mentira! ¿No te das cuenta? Yo creo que estamos tan capacitados como vosotras, pero no nos permitís el acceso a la hipnosis porque vuestro poder disminuiría. Pero yo no. Yo no me voy a conformar, Agua Fría. Ten por seguro que yo voy a ser distinto… y que voy a llegar a lo más alto —dijo Pedernal con acaloramiento, sus ojos reluciendo en la penumbra.
Qué masculino es, pensó Agua Fría. Ahí estaba, ardiendo de ambición, enceguecido por la violencia animal de sus deseos. El típico comportamiento del varón. Pero las palabras del muchacho habían despertado en ella una vaga inquietud, una melancolía sin sentido. Permaneció callada unos minutos, contemplando con hastío la delicada arquitectura de la sombras.
—Agua Fría…
—Qué.
—No hay más. Lo que te dijo el Hermano Intendente era verdad. El primer nivel del Círculo Exterior está vacío. Ya no hay más novicios.
Agua Fría había contado a Pedernal el extraño comportamiento del sacerdote de los dedos cortados. La muchacha se incorporó sobre un codo, estupefacta.
—¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes?
Pedernal sonrió:
—He estado allí.
—¿Allí? ¿En el Círculo Exterior?
—Sí… y no es la primera vez que lo hago.
—Estás loco… Humo de Leña te destrozará…
—Oh, no… Soy más listo que él —fanfarroneó Pedernal—. En realidad es muy fácil. Los accesos no están vigilados. Les pierde su propia confianza: no se les ocurre que pueda haber alguien capaz de regresar al Círculo Exterior. Sólo hay que tener un poco de cuidado… y no hacer ningún ruido. Ya sabes que Humo de Leña es capaz de advertir cualquier sonido.
—¿Y de verdad no hay nadie?
—En los niveles superiores VI a cuatro novicios, tres chicos nuevos y Viruta de Hierro, que todavía sigue en el Círculo Exterior. Eso es todo.
—Pero, entonces…
—No sé qué está pasando, Agua Fría. Pero desde luego está pasando algo. Algo diferente, que el Cristal me perdone. Algo nuevo.
Callaron unos momentos, sobrecogidos ante la inmensidad de sus presentimientos.
—Agua Fría…
—Sí.
—Agua Fría, escucha, te propongo algo. Una prueba, un experimento, un pacto secreto…
—¿Qué?
—Cuando pasemos al Círculo de Tinieblas y tú recibas el entrenamiento de la hipnosis, explícamelo a mí. Enséñame todo lo que te enseñen. Así comprobaremos quién tiene razón. Verás cómo, aunque soy un hombre, también puedo dominar los poderes ocultos. ¿Lo harás?
Eso no es posible, reflexionó Agua Fría. Iba en contra de la Ley, en contra de la costumbre inmemorial; era pecaminoso y era inútil, porque Pedernal nunca conseguiría aprender ese saber supremo; era peligroso, porque, de ser descubiertos, sufrirían un penosísimo castigo. Pensó Agua Fría, en fin, que la propuesta del muchacho era una barbaridad, un sinsentido. Y luego, tumbándose de nuevo boca arriba, lanzó un profundo y resignado suspiro y dijo:
—Sí.
Llevaban ya catorce meses en el Círculo de Sombras cuando un día Duermevela apareció con el Cristal.
—Este vidrio es el principio de todo; y en él se contiene la memoria de todas las cosas.
El Cristal brillaba débilmente en la palma de la sacerdotisa, como una brasa fría entre las sombras.
—Antes de que existiera el tiempo, el Cristal ya existía. Porque el tiempo es una creación del Cristal, un piadoso espejismo que nos ha sido otorgado a los humanos para que nuestras débiles mentes no se destruyan ante la insoportable contemplación de la eternidad.
Agua Fría observó con atención el prisma luminoso; tenía una forma oval y era algo mayor que el de Corcho Quemado, o eso le pareció a la muchacha.
—El Cristal se manifiesta en la Ley, que es el orden profundo y necesario de las cosas. Y, para poder gozar y admirar su perfección, nos ha dotado a los humanos de un conocimiento suficiente. Pero el universo se ordena, con armonía infinita, en organismos que van desde lo más simple a lo más complejo; y, así como la esencia de la hoja de tilo es mucho más sencilla que la de un león, del mismo modo hay seres humanos inferiores y otros superiores, ocupando todos, desde siempre y para siempre, su exacto puesto en la eternidad de la escala jerárquica. A las mentes más desarrolladas se nos ha otorgado el privilegio de pertenecer a la orden sacerdotal, de convertirnos en los guardianes de la norma. Y aun entre nosotros sigue habiendo rangos, desde los humildes Hermanos Intendentes hasta alcanzar la estirpe de las grandes sacerdotisas, de las Madres Supremas, que nos aconsejan y nos guían.
Duermevela se detuvo aquí unos instantes y todos hicieron las tres inclinaciones rituales ante la mención del poder máximo.
—Hay muchos cristales como éste —prosiguió la sacerdotisa—. Pero son todos el Cristal. En la limpieza y exactitud de sus formas geométricas se refleja el orden del universo. El Cristal es la condensación del infinito en una gota.
Callaron todos, sumidos en una ensoñación respetuosa. Duermevela cerró la mano en torno al Cristal y los destellos desaparecieron en su puño.
—Hijos míos, ésta ha sido mi última enseñanza. Vuestra estancia en el Círculo de Sombras ha terminado. Es hora de que paséis al Círculo de Tinieblas, en donde resplandece la sabiduría y la luz jamás penetra. Allí os enseñarán el uso del Cristal, los cantos sagrados, la liturgia y los saberes de los libros secretos. Agua Fría, además, recibirá el poder de la hipnosis. Disponed vuestras cosas, pues, porque ha llegado el momento de partir.
¿Pasar al Círculo de Tinieblas? Pero ¿cómo era posible?, se preguntó la sorprendida Agua Fría. ¡Si todavía se encontraban en el segundo nivel del Círculo de Sombras! La muchacha miró a su alrededor, pero el rostro de sus compañeros permanecía impasible.
—Pero maestra, ¿cómo es que vamos a pasar ya al Círculo de Tinieblas? ¿No tenemos que descender aún al piso inferior?
—Querida niña, ¿de qué estás hablando? —contestó Duermevela, sonriente—. No existe un piso inferior.
Agua Fría abrió la boca, estupefacta.
—Pero Humo de Leña nos explicó que todos los Círculos tenían tres niveles y…
—Hija mía, estás equivocada. Humo de Leña no pudo decir eso. Y no pudo decirlo porque nunca ha habido un tercer nivel. Desde el principio de los tiempos, en el Talapot sólo se han habitado los dos últimos pisos. Siempre ha sido así, ésa es la norma —contestó la mujer con paciente amabilidad.
La muchacha sintió que la habitación giraba en torno a ella y que a sus pies se abría un abismo.
—No puede ser… —arguyo mareada y débilmente—. Yo he estado en el tercer piso del Círculo Exterior…
—No, Agua Fría. Eso es un error. Es imposible. Sólo hay dos niveles. Siempre los ha habido —repuso Duermevela con firmeza.
Sólo hay dos niveles, repitió la voz de la disciplina en los oídos de Agua Fría. Y todas las células de su cuerpo, entrenadas en la obediencia, aceptaron automáticamente las palabras de Duermevela. Sólo hay dos niveles, se repitió embrutecidamente la muchacha; la sacerdotisa tenía razón, ella nunca había estado en el tercer piso. Un extraño sopor invadía su mente y sus recuerdos se desdibujaban y confundían. ¡Pero no! Agua Fría agitó la cabeza. No era cierto. ¡No era cierto! Los tres niveles existían. La muchacha se aferró desesperadamente a esa pequeña certidumbre y poco a poco la memoria volvió a hacerse nítida y el sopor comenzó a desvanecerse.
—Maestra, eso no es verdad, yo estuve allí, yo estuve… —dijo con un hilo de voz, enrojeciendo violentamente.
Duermevela suspiró.
—Hijos míos, decidle a Agua Fría cuántos pisos hay en el palacio.
—Dos, señora —contestaron sus compañeros al unísono.
Agua Fría contempló con indignado asombro a los muchachos.
—Pero, Pedernal, ¿cómo puedes decir eso?
—Porque es la verdad, Agua Fría, y la verdad es una e inmutable —respondió la sacerdotisa—. Sólo hay dos pisos habitados en el Talapot, y siempre han sido dos.
De modo que era cierto, se dijo la muchacha. Ya no llegaban aprendices al Talapot y habían clausurado el tercer nivel. Del mismo modo que debieron ir cerrando antes los noventa y siete pisos anteriores. De ahí las dimensiones de las salas, el tamaño de la mesa del comedor, las decenas de camas inútiles que se pudrían en los dormitorios. Eran los restos de un pasado mejor. ¡El mundo cambiaba! Agua Fría apretó las mandíbulas. Las aguas de un mismo río son siempre distintas, había dicho la vieja mendiga, y la muchacha entendía ahora sus palabras. Porque la realidad no era inmutable, sino, por el contrario, un devenir continuo, una constante diferencia. Agua Fría sintió crecer dentro de ella la fuerza de la certidumbre, el brío de una voluntad inquebrantable. Levantó la cabeza y dijo en tono desafiante:
—Antes había tres, maestra.
—Dos.
—¡Tres!
Duermevela ocultó durante unos instantes su rostro entre las manos. Luego alzó la cara. Tenía una expresión entristecida.
—Venid conmigo, hijos míos.
La siguieron en silencio hasta el almacén. El rechoncho y obsequioso Hermano Intendente se puso en pie, sonriendo y frotándose las manos.
—El camino de la sabiduría es largo y fatigoso —explicó Duermevela haciendo una seña al hombre—. Y en ocasiones nuestro precario cuerpo nos engaña y nos induce a errores.
Mientras la sacerdotisa hablaba, el Hermano Intendente arrastró al centro de la habitación un pesado bloque de madera.
—El error, cuando se apodera de la mente, se convierte en una enfermedad del alma. Queridos niños, Agua Fría está enferma. Insiste en el error, y con ello comete una falta muy grave.
Llegado este punto, Duermevela se volvió hacia Agua Fría y clavó en ella sus ojos azules e impasibles. La muchacha sintió que todos los músculos de su cuerpo se agarrotaban. Intentó moverse, pero no pudo: estaba completamente paralizada.
—A medida que una persona posee más conocimientos, su responsabilidad y su culpabilidad frente al pecado también es mayor —prosiguió la sacerdotisa—. Por ello, los castigos en los Círculos de Conocimiento son más estrictos que los que se aplican en el Círculo Exterior. Como bien sabéis, yo, al ser mujer, no puedo ejercer la violencia. Pero el Hermano Intendente se ocupará del cumplimiento de la Ley.
El sacerdote sonrió, melifluo, y sacó del armario una gran cuchilla de pesada hoja triangular, Duermevela añadió:
—Escuchad todos: por cada falta grave que cometáis se os cortará un dedo, empezando con el meñique de la mano izquierda, luego el anular, más tarde el corazón y así sucesivamente hasta acabar con esa mano y empezar después con la derecha. Esta es tu primera falta, Agua Fría. Que La Ley Sea Respetada.
La sacerdotisa volvió a mirar a la muchacha y ésta, para su horror, se sintió impelida a caminar. Sus piernas se movieron contra su voluntad y la situaron junto al bloque de madera. Una vez allí, su brazo izquierdo se alzó automáticamente y su meñique quedó expuesto y paralizado sobre el tajo. El Hermano Intendente se situó junto a ella y alzó la cuchilla lentamente. La muchacha quiso gritar. Pero no pudo.
—Son dos, Agua Fría. Siempre lo han sido —dijo suavemente Duermevela.
Y la hoja cayó, rasgando las sombras con un relámpago metálico.
El Círculo de Tinieblas estaba sumido en una noche eterna. Los gruesos muros de piedra, que carecían aquí del revestimiento de cal, lloraban una humedad viscosa, el frío exudado de los siglos. Agua Fría se dirigía hacia la sala de lectura, recorriendo con ciega seguridad los oscuros pasillos. Había aprendido a contar sus pasos, a memorizar las esquinas y las puertas, a guiarse apoyando el canto de su mano en el muro pegajoso y rezumante. Al doblar el último codo del corredor pudo ver el débil y lejano resplandor de la iluminada biblioteca, brillando como un faro en la distancia. En el Círculo de Tinieblas se usaban regularmente los candiles: en la cocina, en el almacén, durante algunas clases y para estudiar los libros sagrados. Pero la vida cotidiana de los novicios se desarrollaba sin contar con luz alguna. Lo más difícil había sido acostumbrarse a comer así, en la negrura. Mojar la avena tostada en el cuenco de leche con manteca, amasarla en pequeñas bolas, llevárselas a la boca sin saber con exactitud qué se estaba comiendo, dominando la instintiva repugnancia que le dictaba su imaginación.
—Tienes demasiada imaginación, Agua Fría —solía decirle la tutora, Tierra Negra—. La imaginación puede ser una cualidad positiva para los seres inferiores, pero resulta perturbadora para las mentes bien entrenadas que conocen la totalidad de las respuestas. Recuerda que fuera de la Ley no existe nada. ¿Para qué perder el tiempo imaginando peligrosos embelecos? Es un juego arriesgado, Agua Fría.
La muchacha contemplaba entonces el rosado muñón de su dedo perdido, esa cicatriz aún fresca que palpitaba de vez en cuando en su mano recordándole los riesgos de la indisciplina. Y bajaba la cabeza, simulando obedecer humildemente. Pero no podía evitar que su mente se llenara de ensueños, en ocasiones siniestros, como cuando, al almorzar a oscuras, temía advertir deterioros horrendos entre los alimentos, quizá insectos mezclados con la avena, o un queso mordisqueado por las ratas, o una pieza de fruta agusanada. Otras veces, en cambio, Agua Fría se evadía mentalmente del tenebroso entorno y permanecía largas horas imaginando hermosos paisajes de colores. Contra lo que decía Tierra Negra, la oscuridad del Círculo parecía fomentar en la muchacha su capacidad de fabulación, su mundo interior. Cada vez vivía más dentro de sí y más lejos de la realidad sacerdotal, como si, poco a poco, fuera tomando cuerpo en ella la certidumbre de ser una infiltrada, una extraña pasajeramente sometida a la dictadura de la Orden. Así transcurría su existencia, en una dualidad desazonante, bajo el disfraz de una perfecta sumisión.
—Que la Ley nos acompañe.
—Y nos haga comprender la eternidad —respondió la vieja bibliotecaria.
El Círculo de Tinieblas estaba más poblado que los anteriores. Además del Hermano Intendente y la tutora, el Círculo albergaba a la bibliotecaria, a los profesores de los Saberes Antiguos y a una docena de sacerdotisas y sacerdotes que vivían aparte y que, según Agua Fría pudo saber, estudiaban las especialidades más elevadas, desde la música sacra a los más complejos conocimientos médicos o mecánicos. Agua Fría parpadeó, deslumbrada por los candiles de la sala de lectura. Con la luz, el mundo adquirió profundidad, volumen y colores. La muchacha contempló con avidez el brillante morado de la túnica de la bibliotecaria, el rico rojo oscuro de sus propias ropas. Los colores, eso era lo que echaba más en falta en ese mundo sumergido en las sombras. Frunció el ceño melancólicamente; según les habían explicado, en el Círculo Interior, el sancta sanctórum de la Madre Suprema, reinaban las tinieblas más absolutas. Ninguna luz, ningún candil alumbraba jamás ese espacio cerrado, ese agujero de negrura infinita. Que el Cristal la librase de semejante destino, se dijo Agua Fría sobrecogida. Que no fuera designada sacerdotisa cobalto, que no la encerraran en esa tumba eterna.
—Creo recordar que estabas estudiando el Segundo Libro de los Saberes Mecánicos, ¿no es así, Agua Fría? —inquirió la bibliotecaria hojeando un enorme cuaderno.
—Sí, Hermana.
—Aquí está —dijo la sacerdotisa, tendiéndole el volumen con reverencia—. Que La Ley Te Ilumine.
Agua Fría cogió una lámpara y se sentó en un pupitre. Abrió el libro sagrado con cuidado exquisito: era muy viejo y sus hojas amarillentas crujían lastimeramente, tan rígidas y frágiles como las hojas secas de un árbol. Las tapas estaban alabeadas y comidas por el moho y de cuando en cuando faltaba alguna página. La muchacha llegó al punto en que se había quedado el día anterior y aguantó el aliento: los libros sagrados la inquietaban. Admiraba y temía el poder de esos saberes ocultos, de ese conocimiento hermético. Hincó los codos en la mesa y comenzó a leer:
«Motor de explosión.
La mezcla explosiva, compuesta por gasolina y aire, que se dosifican en el carburador, es inyectada en la cámara de combustión, que constituye la parte superior del cilindro o camisa en que se desplaza el émbolo. Este, para evitar fugas, se ajusta a la camisa mediante anillos circulares llamados segmentos».
Era complicado, enormemente complicado. Pero luego los profesores de los Saberes Antiguos le explicarían lo que no había entendido. A veces, cuando Agua Fría alcanzaba a comprender alguno de estos tremendos secretos, dudaba de sí misma y pensaba si no tendrían razón los sacerdotes. Si, en definitiva, estos saberes no serían demasiado poderosos como para dejarlos al alcance de cualquiera. Y era en esos momentos cuando Agua Fría se sentía más cerca de la norma y más conforme con sus hábitos.
Entre los muros del Talapot los meses eran siglos y los años milenios. A Agua Fría le parecía llevar una eternidad en ese encierro; su vida anterior apenas era un recuerdo mortecino, tan irreal y sin sustancia como la huella de un lejano sueño.
—¿Te acuerdas?
—¿De qué?
—De cómo era todo antes… Antes de entrar aquí —explicó Agua Fría—. ¿Te acuerdas?
—No.
Pedernal había crecido mucho; ahora Agua Fría apenas le llegaba a la altura de los hombros. Sus espaldas se habían ensanchado y todos sus huesos habían adquirido una solidez extraordinaria, trasluciéndose y empujando su delicada piel de niño. Tenía un aspecto extraño, a medio hacer; se movía con torpeza, como si no se hubiera acostumbrado aún a las nuevas dimensiones de su esqueleto. Los dos habían cumplido ya los dieciséis años. Viendo a Pedernal, Agua Fría pensó que también ella debía de haber cambiado mucho. Pero en el Talapot no había espejos.
Estaban escondidos en una húmeda y lejana habitación. El humo del candil se elevaba en línea recta en el aire estancado y sin corrientes. Todos los días, Agua Fría se ocultaba con Pedernal en este cuarto para transmitirle el aprendizaje de la hipnosis. Entornaban la puerta para que el resplandor de la lámpara no pudiera delatarles y apostaban a Bruna en el extremo del corredor. La muchacha había enseñado a la perra a montar guardia; cuando el animal venteaba la presencia de alguien, acudía a avisarles con el lomo erizado y gimiendo quedamente. Entonces apagaban la llama, ocultaban el candil robado entre las ropas y se ponían a charlar de cualquier cosa. Pero casi nunca venía nadie.
Pedernal progresaba velozmente. Para sorpresa de Agua Fría, no parecía tener ninguna dificultad genética para dominar el secreto de la hipnosis. Las sutilezas infinitas de este arte, y sus misterios apenas intuidos, prendían naturalmente en la mente hambrienta y sensible de Pedernal, quien, ayudado por el poderoso entrenamiento sacerdotal, progresaba al mismo ritmo que Agua Fría por los laberintos de esa turbia y temible disciplina. Los dos habían alcanzado ya un elevado nivel de conocimiento y a veces se entretenían en competiciones de poder, intentando desarrollar corazas mentales para no sucumbir al atractivo hipnótico del otro. Hasta ahora había ganado siempre Agua Fría, pero sus victorias eran cada vez más agotadoras, más difíciles.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad no te acuerdas?
—¡No! —gritó Pedernal.
Y se tapó el rostro con las manos.
—¿Qué te sucede? —se preocupó Agua Fría, inclinándose hacia él.
Entonces el muchacho alzó la cara y la contempló fijamente. Agua Fría sintió llegar su poder como una ola, un ariete arrasador que penetraba en su cabeza. Intentó liberar su mente, concentrarse en el control de su cuerpo, defenderse de la ocupación de Pedernal. Pero no pudo. Sus músculos se endurecieron, su voluntad se extinguió dentro de ella como se extingue una lámpara mal cebada. Y cuando la lucha terminó empezó a ver. Vio un atardecer fresco y luminoso, un grupo de rumorosos chopos, el agua de un río saltando espumeantemente entre las piedras. Vio los conocidos campos que rodeaban la Casa de los Grandes, pintados con las largas sombras de las horas tardías. Olía a heno recién cortado, a lluvia primeriza, y el sol era una suave y cálida presencia sobre su piel. Era un mundo en el que no existía el Talapot, ni la muerte, la pérdida o el miedo. Era el mundo intacto de la niñez y la ignorancia. Luego la imagen tembló y se deshizo. La muchacha se encontró de nuevo en el enrarecido interior del palacio, a la sucia luz del candil, con un frío de siglos metido entre los huesos.
—Esta vez te he ganado… —dijo Pedernal con suavidad.
Agua Fría calló. Una lágrima le resbaló mejilla abajo.
—Escucha, no me acuerdo porque no quiero acordarme. Es demasiado doloroso —musitó él, acariciando tímidamente el rostro mojado de la chica—. Pero ya lo has visto. Está ahí. El recuerdo está ahí, como una llaga. No quise hacerte llorar, Agua Fría. Lo siento. Creí que te gustaría ver el viejo río, los prados, el mundo de antaño…
Se detuvo, inseguro. Y luego se inclinó y la besó torpemente en los labios.
Entonces en el interior de Agua Fría se declaró un incendio y la naturaleza reclamó por vez primera sus derechos. La memoria cristalizada de Corcho Quemado se abrió paso con el recuerdo de otras pieles, de humedades secretas, de antiguos abrazos. Pedernal y Agua Fría rodaron por el suelo con un revuelo de túnicas rojizas, embriagados por la sorpresa del deseo. El candil se volcó y su llama se extinguió sobre el vertido aceite. Pero ellos siguieron jugando, entre tinieblas, el misterioso juego de los cuerpos.
—Ya casi has terminado tu instrucción, Agua Fría —dijo la tutora, Tierra Negra—. Dentro de poco recibirás la túnica morada sacerdotal.
Acababan de finalizar una sesión de entrenamiento hipnótico y la mujer parecía satisfecha con el rendimiento de su alumna. Agua Fría se removió con inquietud en el asiento: no le gustaba la idea de convertirse en sacerdotisa. Últimamente la muchacha había alimentado unos imprecisos y confusos deseos de escaparse, y el recibir la túnica morada le parecía la frustración de esos deseos, una condena a perpetuidad.
—¿Y entonces qué sucederá, maestra?
—La congregación de sacerdotisas cobalto estudia el rendimiento de los novicios y, de acuerdo con sus capacidades, los nuevos sacerdotes son asignados a una u otra tarea. Algunos son inmediatamente enviados a las diócesis de las provincias y confines. Otros, de mayor complejidad intelectual, permanecen en el Círculo de Tinieblas especializándose en la materia que deseen. De ellos saldrán los tutores de los novicios, los profesores de los Saberes Antiguos… Pero tu caso es especial, Agua Fría. Se me ha comunicado que pasarás al Círculo Interior. Te convertirás en sacerdotisa cobalto.
Y, diciendo esto, Tierra Negra se inclinó solemnemente ante la chica.
—¡Oh, no, el Círculo Interior no! —gimió Agua Fría sin poder disimular su angustia y su disgusto.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué dices eso? —preguntó Tierra Negra enarcando una ceja.
Agua Fría se dejó caer de rodillas:
—¡Por favor, maestra, por favor, no quiero pasar al Círculo Interior!
Tierra Negra retrocedió, apartando bruscamente los implorantes brazos de la muchacha.
—Ser sacerdotisa cobalto es la mayor dignidad posible, un privilegio —dijo con sequedad—. Deberías estar infinitamente agradecida. Tendré que dar cuenta de tu extraño comportamiento.
Agua Fría apoyó la cabeza en el suelo y sintió el helado y viscoso tacto de la baldosa en su frente. El Círculo Interior, con su oscuridad eterna. Enterrada en el corazón de la piedra de por vida. No volvería a ver la luz. Ni a Pedernal. Jadeó, doblada sobre sí misma, intentando controlar el pánico. El muñón de su dedo ardía y palpitaba dolorosamente, recomendándole cordura y disimulo.
—Perdón, maestra —musitó—. Ha sido la sorpresa, la emoción. El miedo a no merecer tal privilegio. Temo fracasar y no estar a la altura de una responsabilidad tan elevada.
Tierra Negra la contempló escrutadoramente, como sopesando la veracidad de sus palabras.
—No te preocupes por eso —dijo al fin con cautela—. Todo está escrito en tu destino y el Cristal no puede equivocarse. Ten fe y poseerás la fuerza necesaria.
—Sí, maestra.
La exquisita mansedumbre de la muchacha terminó de convencer a Tierra Negra, que añadió con una sonrisa de aliento, casi amable:
—Serás una buena sacerdotisa cobalto, estoy segura.
Y se marchó del cuarto, llevándose, por fortuna, el candil con ella. Por vez primera, Agua Fría agradecía el cobijo impenetrable de las tinieblas, ese disfraz de sombras con el que ocultar su desesperación. Caminó a tientas por el dédalo de habitaciones en busca de Pedernal, a quien esperaba encontrar en la biblioteca. Huir. Sus pasos despertaban susurrantes ecos en las salas vacías. ¡Tenía que escapar del Talapot! Pero Agua Fría sabía que ése era un sueño imposible. A su alrededor se apretaba una oscuridad enloquecedora, irrespirable. Ese sería su mundo a partir de ahora.
Junto a ella, la invisible Bruna gruñó amenazadoramente.
—¿Qué pasa, Bruna?
El animal bufaba y se removía inquieto: se podía escuchar con claridad el rasguñar de sus patas contra el suelo.
—¿Qué te sucede? —insistió Agua Fría.
Y se agachó, tanteando el aire en busca del cuerpo de la perra. Súbitamente una mano se aferró a su muñeca. La muchacha gritó y otra mano buscó su boca y se la tapó con brusquedad. Agua Fría se encontró aplastada contra el viscoso muro por la presión de un cuerpo más alto y más fuerte que el suyo.
—¡Agua Fría! Tú eres Agua Fría, te he reconocido al hablar con el perro… —bisbiseó una voz ansiosa junto a su oído—. No grites, no hagas ruido, no voy a hacerte ningún daño… Tienes que ayudarme, Agua Fría. Estoy atrapado, ¡estoy acorralado!
Esa voz crispada, ese murmullo enfebrecido… El atacante la arrastró hacia una esquina y aflojó la presión de su mano. Agua Fría palpó esa mano con cuidado: le faltaban los dedos meñique y anular. Era el Hermano Intendente del Círculo Exterior.
—¡Hermano! ¿Qué hacéis aquí? —susurró la muchacha.
—Me persiguen, me han descubierto, me están dando caza como a un perro… Tienes que ayudarme. ¡Me van a matar! —gimió el hombre.
—¿Quién? ¿Quién os persigue?
—Ellas. Las sacerdotisas cobalto. Piel de Azúcar. Me descuartizarán como a Relámpago.
Agua Fría recordó el día de la gran ceremonia, el batir de los tambores, el estallido de los músculos de la mujer al desgarrarse.
—No podemos quedarnos aquí —bisbiseó—. Venid conmigo.
Agarró la temblorosa mano del sacerdote y le arrastró detrás de ella. Sabía a donde llevarle: a veces Agua Fría se entretenía imaginando dónde podría esconderse de resultarle necesario. Atravesaron sigilosamente los oscuros corredores y salvaron sin ser vistos la puerta de la cocina, en donde el Hermano Intendente se afanaba en preparar la cena a la luz de un candil. Se escurrieron en el cuarto adyacente, una vasta y destartalada despensa. Cestas de fruta y grandes tinajas de manteca y harina se alineaban contra el muro, levemente iluminado por el resplandor de la cocina cercana. Agua Fría destapó varias tinajas hasta que encontró una vacía; ayudó al sacerdote a introducirse en ella y colocó la tapa nuevamente. Luego se marchó a la biblioteca y esperó la llegada de la noche mientras fingía estudiar atentamente el extraño y terrible secreto del microscopio electrónico.
Cuando todos dormían, en las horas pequeñas, Agua Fría y Pedernal se levantaron cautelosamente y se deslizaron en la más completa oscuridad hacia la cocina. Cada paso, cada susurro de sus flotantes túnicas parecían magnificarse en los oídos de Agua Fría y adquirir una reverberación atronadora. Estaba muy asustada. Tanto, que fue Pedernal quien insistió en que acudieran a ver al sacerdote. Y ahora el miedo secaba su boca y ponía torbellinos de sangre en su cabeza.
La cocina estaba vacía y silenciosa, pero un resplandor de brasas iluminaba la chimenea. Pedernal encendió el candil y entraron en la despensa, cerrando la puerta detrás de ellos. Destaparon la tinaja y de ella emergió un hombre desfallecido y aterrado que contempló a Pedernal con ojos de loco.
—No os preocupéis, Pedernal no va a delataros. Podéis estar tranquilo.
El joven sacerdote hundió la cabeza entre las manos. Tenía la túnica sucia y desgarrada y en su pómulo derecho había marcas de sangre seca.
—¡Qué va a ser de mí! —gimió. Y luego, autoritario, amenazante—: ¡Tenéis que ayudarme, tenéis que ayudarme!
—Si queréis ayuda tendréis que explicarnos primero qué sucede —respondió Pedernal con sequedad.
El sacerdote se desmoronó.
—Me han descubierto… —lloriqueó—. Saben que soy uno de ellos…
—¿De quiénes?
—De los rebeldes. Somos muchos. Dentro y fuera del palacio. ¡Han cerrado el segundo nivel! —exclamó de pronto, incoherentemente—. Ya no hay más que un piso habitado en el Talapot.
—¿Sólo queda este piso? —se asombró Agua Fría.
Pero el hombre no parecía escucharla. Susurró agitadamente:
—¡Hace dos años que no nace ningún niño en el imperio! El mundo se extingue, esto se acaba…
—Pero ¿quiénes sois los rebeldes, qué queréis? —preguntó Pedernal.
—Queremos derrocar el imperio. Acabar con la dictadura de la Orden antes de que sea demasiado tarde. Queremos la verdad. Relámpago sabía la verdad. Era nuestra líder. La descuartizaron en la explanada del palacio.
—¿Y cuál es la verdad? —insistió Pedernal.
—No sé. Yo no lo sé, pero sé que la despótica tiranía del imperio y la codicia sin freno de los sacerdotes está acabando con el mundo —proclamó el hombre con el sonsonete de quien recita una lección—. Relámpago decía que había que ir al Norte, siempre al Norte. Y que allí, más allá de los marjales, en las tierras altas, se encuentra la Gran Hermana, poseedora de todas las respuestas. Ella sabe. Ella puede decirnos cómo evitar la destrucción del mundo.
Al Norte, siempre al Norte. Como la vieja mendiga, reflexionó Agua Fría.
—Escuchad —bisbiseó el sacerdote, algo más sereno—, conozco una manera de salir del Talapot. Por eso estoy aquí, en el Círculo de Tinieblas. Hay una escalera secreta cuya puerta está simulada en uno de los armarios del almacén. Pero se necesita una llave especial para poder abrirla, y esa llave la guarda el Hermano Intendente. Agua Fría, tú eres una mujer. Te han enseñado los poderes de la hipnosis y podrías obligar al Hermano Intendente a que te diga dónde oculta la llave.
Huir. ¡Entonces era posible huir, después de todo! Pero, un momento, se dijo Agua Fría. Un momento. ¿Por qué confiar en este hombre, a fin de cuentas un sacerdote? ¿Por qué mezclarse, en cualquier caso, en su arriesgado juego, en su destino? Si ella volvía ahora al dormitorio; si se metía en su cama y lo olvidaba todo, no tenía nada que temer. Ella era una buena alumna. Tan buena que había sido designada para el Círculo Interior, para el corazón de las tinieblas. Súbitamente, la nuca se le empapó en sudor frío y el aliento se le detuvo en la garganta: su cuerpo había adivinado la respuesta antes de que pudiera hacerlo su cabeza. La certeza se abrió paso en la mente de Agua Fría como la luz de un faro. Sí, eso era, ¡eso era! No entres en el corazón de las tinieblas sin haber salido antes, había dicho la vieja mendiga. Y tenía razón. Tenía razón. No iría al Círculo Interior: se escaparía. Se lo debía a Corcho Quemado, y a su madre bárbaramente muerta. Se lo debía a sí misma. Agua Fría suspiró, sintiendo el alivio de quien ha tomado una resolución extrema.
—Conseguiré la llave. Y escaparé con vos —declaró, con la voz ronca y la boca seca.
—Y conmigo —dijo Pedernal—. También conmigo.
A la hora en que cantan los gallos el Hermano Intendente, que se levantaba antes que nadie, se presentó en la cocina para encender el fuego. Venía bostezando y arrebujando su destemplanza en la amplia túnica, y dio un respingo al descubrir a Agua Fría acuclillada frente a las agonizantes brasas del hogar.
—¿Qué haces aquí?
—Perdón, Hermano, pero no me encuentro bien. Me siento enferma —respondió la muchacha humildemente.
—¿Y por qué no has avisado a tu tutora, como es tu obligación?
—Pensé que, como era ya casi la hora de levantarse… Y tampoco es importante, sólo un dolor de estómago. Pensé que podríais darme una infusión balsámica. No quería molestar a Tierra Negra.
—Pensaste que, pensaste que… —rezongó el hombre, dando nerviosos paseos por la habitación—. Aquí no hay que pensar, sino sólo obedecer. Has cometido una falta contra las reglas. No creo que a tu tutora le guste lo que has hecho.
Que encienda el candil. Que prenda la lámpara, se dijo ansiosamente Agua Fría, porque precisaba de luz para ejercer su poder hipnótico. Pero el sacerdote seguía dando vueltas en torno a ella en la rojiza penumbra de las brasas, manteniendo la distancia y contemplándola desconfiadamente. El Hermano Intendente sabía bien que Agua Fría estaba a punto de terminar su aprendizaje y sentía hacia ella el sordo temor que todos los varones experimentaban ante las sacerdotisas, un recelo nacido del saberse en inferioridad de condiciones. Pedernal hubiera podido hipnotizarle con más facilidad, sorprendiéndole con su poder. Pero el muchacho no quería revelar su sacrílego dominio de esa ciencia.
—Habrá que ir a avisar a Tierra Negra… —dijo el hombre enfurruñadamente.
Agua Fría se estremeció y por un momento se sintió tentada a salir corriendo. Pero hubiera sido una fuga hacia la nada. Se controló con esfuerzo y bajó la cabeza fingiendo una perfecta sumisión.
—Sí, Hermano, tenéis razón. He obrado mal. Lo siento. Supongo que Tierra Negra debe de estar a punto de llegar. Pero quizá sea conveniente que vayamos a buscarla…
Y, diciendo esto, Agua Fría se puso en pie con aire resuelto.
—Bueno… —masculló el hombre, aún dubitativo pero más tranquilo—. Después de todo, creo que podemos esperar a que venga. Ya no puede tardar.
Agua Fría se acuclilló en silencio nuevamente. Luz, luz. Que prendiera una lámpara antes de que llegara la tutora. Las piernas le temblaban y tenía las mandíbulas encajadas por la tensión. Es un sueño, se dijo la muchacha: nada de esto es real, no es más que una extraña pesadilla. A su alrededor, las tinieblas se encendían con el aliento rojizo de las ascuas y la habitación resultaba imprecisa y fantasmal, con la inestable arquitectura del delirio. Tenía que ser una pesadilla. Seguramente ella no había cometido la locura de intentar escaparse, no se había complicado en ningún acto irregular. No, ella debía de estar en su cama, en el dormitorio comunal, obediente novicia de la Orden, soñando esta escena terrible. E incluso eso podía formar parte de la misma y desesperante pesadilla; quizá, ¿cómo no lo había pensado antes?, quizá se encontrara en realidad en su lecho infantil, en la acogedora casa de su madre, soñando ser una novicia del Talapot que a su vez sueña con escaparse del palacio. Se clavó las uñas en la muñeca, intentando despertar, por medio del dolor, de ese trance angustioso. Despertar y recuperar la paz y la seguridad del cuarto de su niñez, con el amanecer filtrándose dulcemente a través de las ventanas entornadas. Y de la habitación contigua llegaría el rítmico y apacible siseo de la respiración materna.
Pero las uñas se hincaron, la piel se rasgó, aparecieron unas gotas de sangre y el mundo seguía siendo el mismo, un territorio horrible. No había escapatoria de la angustiosa realidad que estaba viviendo. Gimió y se tapó el rostro con las manos.
—¿Te sigue doliendo el estómago? —preguntó el Hermano Intendente.
—Sí…
—Está bien, te iré preparando una infusión…
El corazón de Agua Fría se paralizó entre dos latidos cuando comprobó, por el resplandor que se colaba entre sus dedos, que el sacerdote había encendido al fin un candil. Permaneció quieta, sin retirar las manos de su rostro; no quería asustar al Hermano Intendente. Le oyó trastear con el cazo del agua, correr tarros de las repisas, moverse de un lado a otro de la sala. Escuchó el hervor del agua, el tintinear de una cuchara. Y rogó al Cristal que no apareciera Tierra Negra.
—Aquí tienes.
Agua Fría entreabrió los dedos; contempló, justo ante ella, los sucios pliegues de la túnica del sacerdote, sus pies asomando bajo el vuelo. Tiene que ser ahora, ahora o nunca. Alzó la cara bruscamente y clavó sus ojos en los ojos del Hermano. El hombre se echó hacia atrás como si hubiera sido golpeado por una piedra; el tazón resbaló de sus manos y se hizo añicos contra el suelo. Estaba atrapado. El Poder funcionaba, ¡funcionaba! Agua Fría se puso en pie; el sacerdote permanecía paralizado y sólo sus ojos desencajados daban cuenta de su lucha interior.
—¡Lo has conseguido! —exclamó Pedernal, saliendo junto con el joven sacerdote de la despensa en donde se habían escondido—. Démonos prisa, Tierra Negra debe de estar a punto de llegar.
Agua Fría apenas le oyó: contemplaba a su víctima y se sentía embriagada de poder. Era una emoción nueva, extraña, casi maligna.
—¡Vamos! ¡De prisa! —urgió Pedernal.
—Dame la llave de la escalera secreta —dijo la muchacha con voz temblorosa.
El sacerdote se movió como un autómata, con gestos pausados y precisos. Apartó las brasas del hogar con la badila y luego, con ayuda de un cuchillo, levantó uno de los ladrillos refractarios. Metió la mano en el agujero y sacó un objeto pequeño que tendió a Agua Fría. Era la llave, una barra metálica aplastada de complicado perfil.
—¿Y ahora qué hacemos con él? —susurró Agua Fría.
—Mátale —barbotó el sacerdote joven.
La muchacha sintió agitarse dentro de ella el emponzoñado embeleso de su fuerza. Si yo quisiera, se dijo, podría ordenarle que metiera la cabeza entre las brasas y él se vería obligado a obedecerme. Pero este pensamiento le produjo náuseas y un rechazo inmediato y violento.
—¡No, no! Le podemos dejar en la despensa. Cuando le descubran, ya nos habremos ido.
Escondieron al hombre en una de las tinajas vacías y luego cruzaron el Talapot entre tinieblas, tensos y sigilosos: era ya muy tarde y debían de estar todos levantados. Volvieron a encender el candil al entrar en el almacén; resultaba arriesgado, pero necesitaban la luz para descubrir la puerta secreta. Con la lámpara en la mano, el joven sacerdote comenzó a escudriñar los paneles de madera de los armarios. En seguida pareció dar con el que buscaba: hurgó en las molduras y una de ellas giró, dejando al descubierto el ojo negro de una cerradura.
—¡Éste es! —exclamó el sacerdote triunfalmente—. Dame la llave.
En ese momento Bruna empezó a gruñir: en el recodo del pasillo se advertía el resplandor de una lámpara. Pedernal y el sacerdote se ocultaron en el interior de un armario; pero Agua Fría, que se había quedado a vigilar junto a la puerta, no tuvo tiempo de esconderse. Se volvió para enfrentarse al visitante.
—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Pedernal? —preguntó Tierra Negra, con gesto adusto, al entrar en la habitación.
—Debe de estar en el comedor, maestra. ¿No es la hora del desayuno?
—Vengo de allí y faltabais los dos. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a pedir raíz de albéndula, porque se me ha acabado. Pero no encuentro al Hermano Intendente.
—Yo tampoco… —dijo Tierra Negra en tono preocupado—. ¿Qué hace ese candil encendido en el suelo, junto al muro?
—Lo ignoro, maestra. Cuando yo he llegado estaba ahí. Precisamente al ver la luz creí que encontraría aquí al Hermano Intendente.
Tierra Negra contempló a la muchacha con ojos recelosos.
—No sé qué es lo que está pasando. Pero no me gusta.
En ese momento, una figura pareció materializarse en la puerta del pasillo, salida de las sombras y del silencio, con sus ropajes color cobalto agitándose como una llama fría en torno al cuerpo.
—¡Su Eminencia! —exclamó Tierra Negra, inclinándose servilmente frente a la recién llegada.
También Agua Fría se inclinó; las piernas le temblaban con tal violencia que apenas podía mantener el equilibrio. Era Su Eminencia Piel de Azúcar, la sacerdotisa del Círculo Interior que dirigió el descuartizamiento público. Habían transcurrido más de cuatro años desde entonces, pero Agua Fría no había podido olvidar ese perfil aguileño, esa frente abombada y carente de cejas, esos ojos hundidos y penetrantes. Bruna aplastó la barriga contra el suelo, gruñendo sordamente a la sacerdotisa como si también ella hubiera venteado su esencia cruel y amenazante.
—¿Puedo preguntaros a qué debemos el honor de vuestra visita, Su Eminencia? —inquirió Tierra Negra.
—No, no puedes —contestó con desdén la sacerdotisa.
Y se dirigió hacia la muchacha, observándola con aire pensativo.
—Así que tú eres Agua Fría… Y has sido designada para el Círculo Interior.
Entonces la muchacha advirtió el ataque. Sintió llegar la fuerza como un latigazo de corriente eléctrica; se contempló a sí misma reflejada en las negras pupilas de Piel de Azúcar y se supo atrapada por la hipnosis. Con un esfuerzo sobrehumano, y mientras sentía cómo todos sus músculos se iban agarrotando, Agua Fría se concentró intentando levantar una coraza defensiva, como tantas veces había ensayado con Pedernal. Dirigió su voluntad al dedo índice de la mano derecha y consiguió moverlo unos milímetros. Todo su cuerpo estaba paralizado, pero ese dedo se agitaba imperceptiblemente. Y ese mínimo y espasmódico temblor constituía una gesta colosal, un doloroso esfuerzo. Cráneo-cuello-hombro-antebrazo-codo-brazomuñeca-palma-falanges-nudillos-uña, se repetía mentalmente Agua Fría, enviando desesperadamente el impulso nervioso del movimiento cuerpo abajo, sintiendo recorrer la orden a través de los entumecidos músculos como un abrasador río de lava. Cráneo-cuello-hombro-antebrazo-codo… mueve el dedo… brazomuñeca-palma… ¡muévelo!… falanges-nudillos-uña, y el índice se estremecía penosamente, liberado por su concentración y su deseo.
Pero Piel de Azúcar no había advertido nada. Sonreía ahora Su Eminencia con un gesto rígido y extraño que le torcía la boca.
—Muy bien, Agua Fría… Futura compañera del Círculo Interior… —dijo en tono sardónico—. Vamos a ver si te mereces ese honor. Estoy buscando a un renegado. ¿Sabes algo del Hermano Intendente del Círculo Exterior?
Cráneo-cuello-hombro. No escuchar a Piel de Azúcar. Antebrazo-codo. Concentrarse en el movimiento infinitesimal de ese dedo rebelde.
Su Eminencia contempló a Agua Fría con expresión sorprendida:
—¿Qué te sucede? ¿No me has oído?
—Codo, brazo, muñeca… —gimió Agua Fría lastimeramente.
—¡Qué es esto! —rugió Piel de Azúcar, volviéndose airadamente hacia la tutora—. ¿¡Quién le ha enseñado técnicas de obstrucción hipnótica!?
Tierra Negra cayó de rodillas, empavorecida.
—¡Yo no, Su Eminencia, yo no he sido, yo no sé nada!
Piel de Azúcar sujetó a Agua Fría por los hombros y hundió en sus ojos una mirada terrible.
—Pero no te van a servir de nada, pequeña idiota. No eres lo suficientemente fuerte. Dímelo todo. Dónde está el Hermano Intendente.
—Uña, uña, ¡uña!…
—¡Dímelo!
—Está escondido con Pedernal en el tercer armario de la derecha.
La sacerdotisa cobalto sonrió y soltó a la muchacha. Se volvió hacia una escolta de cuatro jóvenes y musculosos sacerdotes que la esperaban en la puerta del almacén y les hizo un imperativo gesto con la mano.
—Ya habéis oído. Prendedles.
Los sacerdotes se dirigieron al armario indicado y sacaron a Pedernal y al joven Intendente. Pedernal, lívido y desencajado, no se defendió. Pero el Intendente pataleaba y se retorcía desesperadamente.
—¡No quiero morir! ¡No me hagáis daño! ¡No quiero morir! —gritaba, llorando y babeando como un animal mientras los sacerdotes le arrastraban.
Piel de Azúcar sonrió fríamente:
—Me alegra verte de nuevo, Hilo Blanco. Y, en recuerdo de nuestra antigua amistad, prometo que me ocuparé de ti personalmente. Pero ahora acabemos de una vez con esto.
Sujetó a la paralizada Agua Fría por el brazo y la sacudió con violencia.
—Cuéntamelo todo: qué pretendíais, por qué…
Y en ese justo instante sucedió algo imposible, insospechado: la siempre dócil Bruna se abalanzó sobre la sacerdotisa cobalto y hundió los colmillos en su pierna. Todo ocurrió en fracciones de segundo, apenas en lo que dura un parpadeo. Piel de Azúcar chilló y cayó al suelo, liberando a la muchacha de su poder hipnótico. Pedernal y el joven sacerdote intentaron escapar de sus captores. Tierra Negra pateó a la perra y la estrelló contra el cercano muro. Y Agua Fría corrió hacia el pasadizo secreto, sacó la llave y abrió la puerta. Ante ella se extendía una estrecha y empinada escalera tallada en la piedra. Dudó un instante.
—¡Huye, Agua Fría, huye! —oyó gritar a Pedernal, reducido de nuevo por los sacerdotes.
Bruna, cojeando y gimiendo, entró en el pasadizo delante de ella. Agua Fría se decidió: saltó al interior de la escalera y cerró tras de sí, con llave, la gruesa y pesada hoja metálica. El silencio y la oscuridad cayeron súbitamente sobre ella como un ceñido manto. Descendió, amedrentada y cautelosa, los primeros peldaños, palpando con lentitud su camino entre las sombras. Pero después comprendió que la velocidad era su única esperanza, porque podría existir una segunda llave y porque, en cualquier caso, procurarían capturarla a la salida. Y entonces se lanzó ciegamente escaleras abajo, resbalando, saltando los peldaños de tres en tres, rodando a veces largos tramos del tortuoso y húmedo túnel. Se lanzó, aguantando el miedo, por ese abismo de piedra, volando hacia la libertad entre tinieblas.