24

Era un hotel ferroviario situado en Main Street, entre las vías del tren y la carretera. Su fachada de ladrillo con pequeñas ventanas era lúgubre, como si los grandes camiones que llevaban años pasando hubieran acabado con el espíritu de la era del vapor. En el vestíbulo había escupideras de latón abolladas en el suelo y fotograbados de la Union Pacific en las paredes. Cuatro hombres jugaban a las cartas en una mesa cerca de la ventana. Tenían los rostros tranquilos y las manos cansadas de los trabajadores ferroviarios que envejecen con puntualidad.

El recepcionista era un anciano delgaducho con visera verde y chaqueta negra de alpaca. Sí, el señor y la señora Desmond estaban registrados: habitación 310, tercera planta. No tenían teléfono, podía subir. El botones tenía el domingo libre, añadió quejándose.

Me dirigía al ascensor cuando el recepcionista me llamó.

—Espere un momento, joven, ya que sube… Este telegrama llegó esta mañana para el señor Desmond. No quería molestarlo.

La visera verde era una prolongación cadavérica de su rostro.

Cogí el sobre amarillo cerrado.

—Se lo entregaré al señor Desmond.

—El ascensor no funciona —dijo lamentándose—. Tendrá que subir por las escaleras.

En el segundo piso hacía más calor que en el primero. El tercero era sofocante. Al final de un pasillo sin ventanas iluminado por bombillas de veinte vatios encontré la puerta que estaba buscando. Un cartel de no molestar colgaba del pomo.

Llamé. Los muelles del colchón gimieron. Una mujer preguntó, con voz dormida:

—¿Quién es? ¿Eres tú, Julián?

—¿Florie? —me atreví.

Se oyeron pasos tambaleantes que se acercaban a la puerta. La mujer buscaba la cerradura a tientas.

—Un momento. Esta mañana me he despertado ciega.

Me guardé el telegrama en el bolsillo interior de la chaqueta. La puerta se abrió y yo entré. Florie me miró en silencio durante cinco o seis largos segundos. Tenía el pelo enmarañado y revuelto. Sus ojos colgaban oscuros y pesados bajo los párpados. En la postura de terror que había adoptado su cuerpo, sus pechos y caderas parecían extrañamente irrelevantes. La boca manchada de rojo sobre el fondo de su cara pálida parecía una rosa marchita pegada en un cuadro.

Regresó a la cama apresurada y se tapó con la sábana. Tenía la boca abierta y se le veían las encías. La cerró con esfuerzo.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—De ti nada, Florie. Tranquila.

El aire rancio de la habitación estaba impregnado de alcohol y perfume barato. Una jarra medio llena de moscatel reposaba en el suelo, junto a la cama. La ropa estaba desparramada por el suelo, las sillas y el tocador. Imaginé que ella se había desvestido con una furia tambaleante antes de caer redonda.

—¿Quién es usted? ¿Lo envía Julián?

—Me envía la asociación de hoteles para controlar que no haya datos falsos en el registro. —No mencioné que ese trabajo ya lo había dejado hacía diez años.

Su boca habló por encima del borde tirante de la sábana.

—Yo no me registré. Él lo hizo. Todo es por su culpa. Además, no hemos hecho nada. Él me trajo aquí anoche y me dejó con una jarra de moscatel. Luego se fue y no he vuelto a verlo. Lo esperé despierta casi toda la noche. No regresó. ¿Cómo puede usted acusarme de nada?

—Haremos un trato. No presentaré cargos, pero tendrás que colaborar.

La desconfianza le oscureció el rostro.

—¿Qué quiere decir con colaborar? —Su cuerpo se retorció inquieto bajo las sábanas.

—Responder a unas preguntas. Estoy buscando a Desmond. Todo indica que te ha dejado.

—¿Qué hora es?

—La una y media.

—¿Del domingo?

—Ajá.

—¡Él no me ha dejado! Prometió que me llevaría de viaje. —Se incorporó sobre la cama, cubriéndose los enormes pechos con la sábana.

—¿Cómo diste con él?

—Yo no di con él. Él vino a la consulta la semana pasada a última hora, el jueves por la noche. Yo estaba acabando de limpiar. El doctor ya se había ido a la biblioteca o a algún otro sitio, y yo estaba sola.

—¿Dónde estaba la señora Benning?

—Supongo que estaría arriba. Sí, ella estaba arriba con esa chica de color amiga suya.

—¿Lucy Champion?

—Esa. Hay gente que tiene amistades muy raras. Esa Lucy vino a verla y las dos subieron para hablar. Julián Desmond dijo que era a mí a quien quería ver. Me vino con el cuento de que reclutaba ayudantes de enfermeras para trabajar en Hawái por cuatrocientos dólares al mes. Supongo que fui una idiota. Le dejé que me sacara para quién trabajaba y él me invitó a salir esa misma noche y me emborrachó y me hizo un montón de preguntas sobre la señora Benning y Lucy. Le dije que de Lucy sabía poco y nada, y lo mismo de la señora Benning. Él quería saber cuándo había regresado ella con su marido y si se había teñido el pelo y si realmente estaban casados, ese tipo de cosas.

—¿Y tú qué le contaste?

—Le conté que ella había vuelto un fin de semana, hace dos semanas. Yo llegué un lunes a trabajar y ella estaba allí. El doctor me dijo: «Te presento a mi mujer. Ha estado trabajando en un sanatorio». Para mí no tenía pinta de santa… —Florie se calló de repente, apretando los labios con fuerza—. Eso fue todo lo que le conté. Me di cuenta de lo que estaba tramando, y yo en esos juegos de chantaje no entro.

—Ya veo. ¿Y qué fue lo que no le contaste?

—Nada, se lo conté todo. No sé nada más de la señora Benning. Ella es un misterio para mí.

Probé otra manera de acercarme.

—¿Por qué te despidió anoche?

—No me despidió.

—¿Por qué te fuiste?

—No quería seguir trabajando para ella.

—Pero hasta ayer trabajabas para ella.

—Sí, claro, eso fue antes de que me despidiera… De que yo me fuera.

—¿Estuviste todo el sábado en la casa?

—Hasta las seis de la tarde. Siempre salgo a las seis, a menos que tenga que limpiar. Quiero decir que ayer lo hice.

—¿La señora Benning estuvo toda la tarde en la casa?

—Casi toda la tarde. Salió en un momento, dijo que iba de compras.

—¿A qué hora salió?

—A eso de las cinco, un poco antes de las cinco.

—¿A qué hora volvió?

—Yo me fui antes de que volviera.

—¿Y el doctor?

—Estaba allí, que yo sepa.

—¿No salió con ella?

—No, dijo que iba a dormir la siesta.

—¿Cuándo volviste a verla después de eso?

—No volví a verla.

—La viste en el Tom’s Café a eso de las ocho.

—Sí. Es verdad, lo había olvidado. —Florie empezaba a inquietarse.

—¿Te dio dinero?

Dudó.

—No. —Pero no pudo evitar desviar la mirada hacia el bolso rojo de plástico que estaba encima del tocador.

—¿Por qué te dio dinero?

—No me dio.

—¿Cuánto te dio?

—Lo que me debía —tartamudeó—. Me debía un pago.

—¿Cuánto?

—Trescientos dólares.

—Eso es muchísimo, ¿no?

Levantó la mirada al techo y volvió a dejarla caer sobre el tocador. Se quedó mirando fijamente el bolso rojo, como si estuviera vivo y a punto de echar a volar.

Finalmente encontró la palabra.

—Era un extra. Me dio un extra.

—¿Por qué te lo dio? ¿No dices que no le gustabas?

—A usted tampoco le gusto —dijo en un tono infantil—. Yo no he hecho nada malo. No entiendo por qué tiene que presionarme.

—A mí sí me gustas —mentí—. Lo que ocurre es que intento resolver algunos asesinatos. Y tú eres un testigo clave.

—¿Yo?

—Tú. ¿Para qué te pagó, qué es lo que tienes que callar?

—Si soy testigo, ¿tendré que devolver el dinero? ¿El extra?

—No, si no dices nada al respecto.

—¿Usted no dirá nada?

—No me tomaría esa molestia. ¿Qué compró ella, Florie?

Esperé mientras la oía respirar.

—Vi sangre —dijo—. Unas gotas de sangre seca en el suelo de la consulta. Las limpié.

—¿Cuándo?

—Hace dos semanas, el lunes que vi por primera vez a la señora Benning. Le pregunté al doctor por la sangre y me dijo que había habido una emergencia el fin de semana… Un turista se cortó un dedo. No volví a pensar en ello hasta que anoche la señora Benning me sacó el tema.

—Como la mujer que le decía a sus hijos que no se metieran guisantes en la nariz.

—¿Quién era esa? —preguntó Florie con curiosidad.

—Es una historia. El tema es que en cuanto la madre se daba media vuelta los niños se metían guisantes en la nariz. Apuesto a que le contaste a Desmond lo de la sangre en cuanto la señora Benning se dio la vuelta.

—No lo hice —dijo con un peculiar tono de lamento, como admitiendo cierta culpa y responsabilidad, pero argumentando que no podía evitar que la gente siempre la pervirtiera.

Se desvió del tema.

—Además, no se llama Desmond. Su nombre es Heiss o algo parecido. Le eché un vistazo a su permiso de conducir.

—¿Cuándo lo viste?

—Anoche, en el coche.

—¿Era un Buick?

—Sí. Yo creo que era robado. Pero si es así, yo no tuve nada que ver. Él ya traía el coche cuando vino a buscarme para hacer la mudanza. Intentó hacerme creer que se lo había encontrado, así que imagínese. Dijo que valía unos cinco mil, o quizás más. Yo le dije que eso era mucho dinero para un Buick de segunda mano y él se echó a reír.

—¿Era un sedán verde del 48?

—Del año no tengo ni idea. Era un Buick verde. Yo creo que lo robó… ¿Usted qué cree?

—Yo creo que es cierto que se lo encontró. ¿Te dijo dónde?

—No. Pero tiene que haber sido en la ciudad. A la hora de la cena no tenía coche, y luego cuando pasó a recogerme a las diez apareció en un Buick. ¿Dónde podría encontrarse un Buick?

—Buena pregunta. Vístete, Florie. No miraré.

—¿Va a detenerme? Yo no he hecho nada… Nada malo.

—Quiero que identifiques a alguien, eso es todo.

—¿A quién?

—Otra buena pregunta.

Fui hasta la ventana e intenté abrirla. Apenas podía respirar en el cargado y fétido ambiente de aquella pequeña habitación. La ventana se levantó diez centímetros y se atascó. Orientada hacia el norte, ofrecía una vista del Ayuntamiento y el hotel Mission. En las calles soleadas y desiertas, algunos peatones andaban con pesadez y escasos coches circulaban con pereza, produciendo un ronquido de motores. A mis espaldas oí un peine enredado, las maldiciones de Florie por lo bajo, el chasquido de una faja, el roce de unas medias de seda, unos tacones en el suelo y un grifo de agua abierto.

Bajo la ventana, en una parada de autobuses, una hilera de pasajeros subían a un polvoriento autobús azul: una mujer mexicana embarazada con su manada de niños morenos semidesnudos, un anciano con bastón proyectando una sombra de trípode en el asfalto, dos jóvenes soldados con pinta de aburrirse en cualquier viaje bajo cualquier cielo. La hilera avanzaba despacio, como una serpiente colorida borracha de sol.

—Ya estoy lista —dijo Florie.

Llevaba una chaqueta roja brillante sobre la blusa de batista y el pelo peinado hacia atrás. Su rostro descubierto parecía más duro bajo el maquillaje blanco y rojo. Me miró con ansiedad, cogiéndose los bordes de la chaqueta.

—¿Adónde vamos?

—Al hospital.

—¿Está en el hospital?

—Ya veremos.

Llevé su maleta de cartón hasta la recepción. Heiss había pagado por adelantado. El conserje no me preguntó por el telegrama. Las miradas astutas de los jugadores de naipes nos acompañaron a través del vestíbulo hasta la calle.

En mi coche, Florie se entregó a la somnolencia de su resaca. Yo conduje a través de la ciudad hasta el hospital forense. Las calles y los edificios titilaban sumergidos en el calor, oscurecidos por el polvo y los insectos que salpicaban el parabrisas, como si fuera la imagen de una ciudad refractada por la mente de Florie. Bajo las ruedas, el asfalto era tan blando como la carne.

En el depósito de cadáveres hacía frío.