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Desde lo alto de la cuesta podía ver las montañas al otro lado del valle, asomando como losas de granito recortadas contra el cielo azul. Abajo, la carretera serpenteaba entre las oscuras colinas salpicadas por los borrones de sombra de los robles. El tramo del valle entre las colinas y las montañas estaba cubierto por las felpillas verdes de los huertos, la pana marrón de los campos arados y los retazos de colores de las granjas. Bella City estaba en mitad de todo eso. Era una extensión polvorienta en miniatura organizada en las áreas despejadas. Me dirigí hacia allí.

Las plantas de embalaje de las asociaciones de agricultores se elevaban como hangares aeronáuticos al lado de los verdes campos. En viveros y ranchos cercanos se ofrecían tomateras, huevos y judías a precios rebajados. Junto a la carretera había gasolineras, autocines con restaurante y moteles deprimentes cayéndose a trozos bajo sus carteles con nombres optimistas. Los camiones circulaban en ambas direcciones, dejando estelas de humo y ruido.

La carretera era un difuso ecuador social que dividía la comunidad en dos hemisferios, uno más claro y el otro más oscuro. Arriba, en el hemisferio norte, vivían los blancos que poseían y administraban los bancos y las iglesias, las tiendas de ropa y comestibles y las licorerías. En la pequeña parcela de abajo, hacinados y separados por lavanderías y almacenes, vivían los más oscuros, los mexicanos y los negros, que hacían gran parte del trabajo manual en Bella City y su zona rural. Recordé que Hidalgo Street corría paralela a la carretera y que estaba dos manzanas más abajo.

El clima era seco y caluroso. Aquella sequedad me provocaba congestión nasal. Main Street estaba saturada de brillo y ruido, con el tráfico estancado del mediodía. Doblé a la izquierda en Hidalgo y encontré un lugar para aparcar en la primera manzana. Amas de casa negras, pardas y amarillentas cargaban bolsas y arrastraban carros de la compra. Una casa destartalada, con un par de ventanas como unos ojos desorbitados por el recuerdo de un terremoto, anunciaba habitaciones temporales, además de un servicio de lectura de manos. Una pareja de mexicanitos, niño y niña, paseaban cogidos de la mano en un eterno mediodía rumbo a un matrimonio prematuro.

Dos soldados rasos aparecieron de la nada, pálidos en sus uniformes, como fantasmas atrapados en la realidad. Me apeé y los seguí por Main Street hasta un quiosco de revistas que estaba cerca de la esquina. El cartel de neón apagado del Tom’s Café estaba justo al otro lado de la calle. Cerveza de barril. Cerveza doble malta. Pruebe nuestro plato especial de espaguetis.

Los soldados estaban inspeccionando un estante de cómics con aire de entendidos. Cada uno escogió media docena, pagaron y salieron.

—Niños de pecho —dijo el dependiente. Era un hombre canoso con unas gafas sucias—. En estos tiempos los reclutan en pañales. De la cuna a la tumba. Cuando yo estaba en el ejército…

Gruñí mientras miraba por la ventana. La clientela del Tom’s Café era heterogénea. Entraba y salía gente con trajes y monos de trabajo, camisetas y camisas. Las mujeres llevaban vestidos de algodón a cuadros, anudados al cuello, pantalones y camisetas, abrigos ligeros sobre camisas de seda floreadas. Entre ellas había algunas blancas, pero la mayoría eras negras y mexicanas. No veía a ninguna con un traje blanco y negro a cuadros.

—Cuando yo estaba en el ejército… —continuó el dependiente con aire nostálgico desde detrás del mostrador.

Cogí una revista y fingí que me ponía a leer, vigilando el movimiento al otro lado de la calle. La luz formaba olas danzantes sobre los techos de los coches.

El dependiente probó con otro tono:

—Se supone que no puede leerla hasta que no la haya pagado.

Le arrojé una moneda y se ablandó.

—Ya sabe cómo es esto. Los negocios son los negocios.

—Claro —contesté bruscamente para evitar oír la historia del ejército.

A través de la sucia ventana, los peatones parecían extras de una película antigua. Las fachadas de los edificios eran tan feas e insignificantes que no podía imaginarme los interiores. A un lado del Tom’s Café había una casa de empeños que exhibía violines y pistolas en el escaparate y, al otro lado, se veía una sala de cine emplastada con coloridos anuncios de La liga de los muchachos. La multitud desfilaba cada vez más rápido ante mis ojos, y entonces la escena de la película se centró en la puerta giratoria del Tom’s Café. Una chica de color, delgada, de pelo corto y traje ajedrezado blanco y negro salió a la calle, se detuvo al borde de la acera y se dirigió hacia el sur.

—Se olvida la revista —me gritó el dependiente.

Estaba cruzando la calle cuando ella llegó a la esquina de Hidalgo y Main Street. Giró a la izquierda, caminando rápidamente con pasos cortos. El sol brillaba sobre su pelo aceitado. Pasó a tres metros de mi descapotable. Me subí y lo arranqué.

Lucy caminaba con determinación. Sus caderas oscilaban como una pera desde el estrecho tallo de su cintura, y sus piernas morenas sin medias se movían plácidamente bajo la falda a cuadros. La dejé andar hasta el final de la manzana, y después empecé a seguirla a intervalos, aparcando una y otra vez para esperarla. En la segunda manzana estacioné delante de un templo budista. En la tercera, ante un salón de billar donde jóvenes negros, mexicanos y asiáticos se inclinaban sobre las mesas tacos en mano. En la cuarta, delante de una escuela de ladrillo rojo en un desértico campo de deporte. Lucy seguía dirigiéndose hacia el este.

La calle de asfalto resquebrajado se convirtió en un camino de terrazo sin aceras. Ella se abrió paso con cuidado entre los niños que correteaban y rodaban en el polvo, pasando por delante de casas con ventanas rotas cubiertas con cartones y puertas desconchadas, o sin puertas. Bajo la luz fotográfica, la miseria de las casas tenía un aire de claridad o belleza, como si fueran rostros de ancianos bajo el sol. Los tejados se hundían y las paredes se encorvaban con humana resignación, y las casas incluso tenían voz: discutían, cotilleaban, cantaban, mientras los niños en la calle de tierra jugaban a pegarse.

Lucy se desvió en la doceava intersección y se dirigió hacia el norte bordeando la valla de un campo de béisbol. Una manzana antes de llegar a la carretera retomó su rumbo hacia el este, enfilando por otra calle con pavimento, aceras y pequeños jardines delante de unas casas blancas bien conservadas. Aparqué en la esquina, ocultándome tras un seto que rodeaba una parcela. El nombre de la calle estaba escrito en el bordillo: Masón Street.

A mitad de la manzana había un cupé Ford aparcado bajo un pimentero, delante de una casa blanca. Un muchacho negro en bañador amarillo estaba lavando el coche con una manguera. Era alto y fornido. Desde una distancia de cincuenta metros podía ver los músculos que relucían en sus húmedos brazos de color. La chica cruzó la calle dirigiéndose a él, caminando ahora con más garbo.

El hombre sonrió al verla, y de un golpe de muñeca le arrojó agua de la manguera. Ella la esquivó y corrió hacia él olvidando su dignidad. Él se echó a reír y dirigió el chorro hacia arriba, directamente al árbol, como un surtidor de risa visible que me llegó en forma de sonido medio segundo después. Ella se quitó los zapatos y empezó a corretear alrededor del coche, un paso por delante de su lluvia en miniatura. Él soltó la manguera y fue tras ella.

La chica reapareció al otro lado del coche y cogió la manguera. Cuando él se acercó, ella se volvió y le lanzó el chorro en la cara. Chorreando y riendo él le arrebató la manguera. Los dos se reían sin parar.

Estaban frente a frente sobre la hierba, sujetándose mutuamente. De repente dejaron de reír. El pimentero los protegía con su sombra silenciosa. El agua de la manguera borbollaba en el jardín.

Se abrió una puerta. El sonido llegó a mis oídos como el golpe de un hacha. Los amantes se separaron. Una mujer negra y corpulenta se había asomado al porche. Estaba de pie, con las manos en la cintura del delantal y los miraba sin hablar. Al menos sus labios no se movían de forma perceptible.

El muchacho recogió la gamuza y se puso a sacar brillo al coche, como alguien que lava los pecados del mundo. La chica se calzó los zapatos con concentración, como si llevara un rato buscándolos por cielo y tierra. Pasó junto al hombre sin volverse y desapareció por uno de los lados de la casa. La negra corpulenta regresó dentro, cerrando la puerta enmallada sin hacer ruido.