23
El sol estaba del otro lado de la montaña cuando llegué a Santa Teresa. Registré mentalmente y con precisión cada hoja, cada piedra y cada hierba. Desde la carretera del cañón la casa de Sampson parecía una casita de juguete hecha con terrones de azúcar. De cerca percibí el silencio compacto que dominaba el lugar cuando detuve el automóvil. Tuve que desconectar el encendido para parar el motor.
Félix apareció por la puerta de servicio cuando llamé.
—¿Señor Archer?
—¿Lo duda?
—¿Ha sufrido un accidente, señor Archer?
—Eso parece. ¿Está todavía mi maleta en el mismo sitio?
Contenía ropa limpia y un duplicado de las llaves del automóvil.
—Sí, señor. Tiene usted contusiones en la cara, señor Archer. ¿Quiere que llame al médico?
—No te molestes. Bastará con una ducha, si es posible.
—Sí, señor. Hay una ducha detrás del garaje.
Me condujo a sus habitaciones y trajo mi maleta. Me duché y afeité en el elegante cuarto de baño y me cambié la ropa empapada. Gracias a eso logré no tirarme sobre la cama deshecha de su limpia habitación y dejar que el caso quedara en suspenso.
Cuando regresé a la cocina estaba trajinando con una bandeja de desayuno de plata.
—¿Quiere comer algo, señor?
—Huevos con beicon, si es posible.
Asintió con su redonda cabeza.
—Tan pronto como haya terminado con esto, señor.
—¿Para quién es la bandeja?
—Para la señorita Sampson, señor.
—¿Tan temprano?
—Tomará el desayuno en su cuarto.
—¿Se encuentra bien?
—No sé, señor. Ha dormido muy poco. Regresó a casa pasada la medianoche.
—¿De dónde?
—No sé, señor. Se fue al mismo tiempo que usted y que el señor Graves.
—¿Conducía ella?
—Sí, señor.
—¿Qué automóvil?
—El Packard descapotable.
—¿De color crema?
—No, señor. Es rojo. Rojo brillante. Hizo un trayecto de unos trescientos kilómetros.
—Mantienes bien vigilada a la familia, ¿verdad, Félix?
Sonrió con amabilidad.
—Uno de mis deberes es verificar la gasolina y el aceite de los automóviles, señor, puesto que no tenemos chófer.
—Pero a ti no te gusta mucho la señorita Sampson.
—Siento un gran aprecio por ella, señor.
Sus opacos ojos negros eran su propia máscara.
—¿Te han hecho pasar un mal rato, Félix?
—No, señor. Pero mi familia es bien conocida en Samar. Vine a Estados Unidos para ingresar en el Colegio Politécnico de California. Me duele la suposición del señor Graves de que yo sea sospechoso por causa del color de mi piel. Los jardineros también están dolidos.
—¿Hablaron de eso anoche?
—Sí, señor.
—No creo que quisiera decirles una cosa semejante.
Félix sonrió con dulzura.
—¿Está el señor Graves aquí?
—No, señor. Está en la oficina del sheriff, creo. ¿Me perdona, señor?
Levantó la bandeja hasta su hombro.
—¿Sabes el número? ¿Y es necesario que digas «señor» cada dos palabras?
—No, señor —dijo con moderada ironía—. 23665.
Marqué el número desde el teléfono de la despensa y pregunté por Graves. Un oficial soñoliento fue en su busca.
—Graves al habla.
Su voz sonaba ronca y cansada.
—Soy Archer.
—¿Dónde has estado metido?
—Te lo contaré más tarde. ¿Alguna noticia de Sampson?
—Todavía no, pero hemos hecho algún progreso. Estoy trabajando con un equipo del FBI. Hemos enviado un cable con la clasificación de las huellas del muerto a Washington y hemos recibido la respuesta hará una hora. Está fichado por el FBI con un largo currículo. Se llama Eddie Lassiter.
—Iré para allá en cuanto coma algo. Estoy en casa de Sampson.
—Será mejor que no vengas. —Bajó la voz—. El sheriff no te quiere ni ver porque te largaste anoche. Ya me pasaré yo por allí.
Colgó y abrí la puerta de la cocina.
El beicon chisporroteaba en una sartén. Félix lo pasó a un plato caliente, colocó el pan en la tostadora que se encontraba junto a la cocina, cascó los huevos sobre la grasa caliente y me sirvió una taza de café de una humeante cafetera.
Me senté a la mesa de la cocina y me tomé el café caliente.
—¿Todos los teléfonos de la casa pertenecen a una misma línea?
—No, señor. Los del frente corresponden a una línea que no es la de los teléfonos de servicio. ¿Quiere los huevos más pasados, señor Archer?
—Los comeré tal como están. ¿Cuáles son los que están conectados con el teléfono de la despensa?
—El del cuarto de la ropa y el de la casa de huéspedes. La del señor Taggert.
Entre mordisco y mordisco le pregunté:
—¿Se encuentra allí el señor Taggert ahora?
—No sé, señor. Creo que le oí entrar esta noche.
—¿Puedes comprobarlo?
—Sí, señor.
Se retiró de la cocina por la puerta de atrás.
Un automóvil entró un minuto después, y Graves hizo acto de presencia. Había perdido parte de su energía habitual, pero aún se movía con rapidez. Tenía los ojos enrojecidos.
—Pareces salido del infierno, Lew.
—Vengo de allí ahora mismo. ¿Traes el informe sobre Lassiter?
—Sí.
Extrajo un telegrama del bolsillo interior y me lo extendió. Mi vista resbaló por la hoja impresa.
Llevado ante el Tribunal de Menores, Nueva York, 29 de marzo de 1923, quejas del padre, delincuencia. A cargo del Protectorado Católico de Nueva York, 4 de abril de 1923. En libertad, 5 de agosto de 1925… Tribunal de Audiencias Especiales de Brooklyn, 9 de enero de 1928, acusado por robo de una bicicleta. Se le dejó la sentencia en suspenso y quedó bajo fianza. Libre de fianza, 12 de noviembre de 1929… Arrestado el 17 de mayo de 1932, acusado por posesión ilícita de dinero robado. Caso suspendido por falta de pruebas a recomendación del fiscal… Arrestado por automóvil robado, 5 de octubre de 1936, sentenciado a tres años en Sing Sing… Arrestado con su hermana Betty Lassiter por agentes del Departamento de Narcóticos de EE.UU., 23 de abril de 1943. Convicto por la venta de treinta gramos de cocaína, 2 de mayo de 1943, sentenciado a un año y un día en Leavenworth… Arrestado 3 de agosto de 1944, por participación en asalto al furgón de pagos de General Electric. Culpable, sentenciado de cinco a diez años en Sing Sing. Se le concede la condicional el 18 de septiembre de 1947. Incumple la condicional y desaparece en diciembre de 1947.
Ésas eran las altas calificaciones en la ficha policial de Eddie, los puntos de la línea punteada que marcaban su curso desde una niñez de delincuencia hasta una muerte violenta. Ahora era como si nunca hubiera nacido.
Félix dijo por encima de mi hombro:
—El señor Taggert se encuentra en sus estancias, señor.
—¿Está levantado?
—Sí, se está vistiendo.
—¿Podría desayunar? —preguntó Graves.
—Sí, señor.
Graves se volvió hacia mí.
—¿Hay algo útil en el informe?
—Sólo una cosa, y no está comprobada. Lassiter tenía una hermana llamada Betty que fue arrestada con él por una acusación de venta de droga. Hay una mujer que se llama Betty en Los Ángeles, con una ficha policial por narcóticos; es pianista en el local de Troy. Afirma llamarse Betty Fraley.
—¡Betty Fraley! —exclamó Félix desde la cocina.
—Esto no es asunto tuyo —comentó Graves con desagrado.
—Espera un minuto —dije—. ¿Qué sucede con Betty Fraley, Félix? ¿La conoces?
—No la conozco, pero he visto sus discos en la casa de huéspedes del señor Taggert. Me fijé en el nombre mientras limpiaba.
—¿Es eso verdad? —preguntó Graves.
—¿Por qué habría de mentir, señor?
—Veremos qué tiene que decir al respecto Taggert —afirmó Graves mientras se disponía a salir.
—Espera un momento, Bert. —Puse mi mano sobre su hombro en tensión—. Intimidarlo no nos llevará a ningún lado. Incluso si Taggert tiene discos de esa mujer, eso no tiene por qué significar nada. Ni siquiera estamos seguros de que sea la hermana de Lassiter. Y quizá Taggert sea un coleccionista.
—Tiene una colección muy grande —dijo Félix.
Graves era terco.
—Creo que tendríamos que echarle una ojeada.
—Pero no ahora. Taggert puede ser todo lo culpable que quieras, pero no conseguiremos que Sampson vuelva si nos obcecamos con esto. Espera hasta que Taggert no se encuentre allí. Entonces echaré un vistazo a sus discos.
Graves dejó que lo empujara nuevamente hacia su asiento. Se oprimió los párpados cerrados con las yemas de los dedos.
—Este caso es un auténtico embrollo —dijo.
—Lo es. —Graves sólo conocía la mitad—. ¿Se ha dado aviso de la desaparición de Sampson?
Abrió los ojos.
—Anoche a las diez. Hemos alertado a la policía de carreteras y al FBI, y a las comisarías y sheriffs de condados desde aquí a San Diego.
—Será mejor que te ocupes del teléfono —le dije—. Transmite otro telegrama de aviso. Esta vez respecto a Betty Fraley. Que abarque todo el sudoeste.
Sonrió irónicamente, con la mandíbula hacia fuera.
—¿No se encuentra todo esto subsumido bajo la categoría de la torpeza?
—En este caso creo que es necesario. Si no conseguimos rápidamente dar con Betty, alguien nos ganará la partida. Dwight Troy va tras ella.
Me dirigió una mirada de curiosidad.
—¿Dónde has conseguido esa información, Lew?
—Fue difícil de conseguir. Hablé con Troy anoche.
—¿Está involucrado en todo esto?
—Ahora sí. Creo que quiere los cien mil para él, y creo que sabe quién los tiene.
—¿Betty Fraley?
Sacó una libreta del bolsillo.
—Supongo. Pelo negro, ojos verdes, facciones regulares, metro sesenta, entre veinticinco y treinta años, probablemente drogadicta rehabilitada, delgada pero bien formada, y atractiva si a uno le gusta jugar con reptiles. Se la busca por sospecha de asesinato de Eddie Lassiter.
Elevó la vista con severidad.
—¿Es otra suposición, Lew?
—Llámala así. ¿Lo transmitirás?
—Inmediatamente.
Se encaminó hacia la despensa.
—Ese teléfono no, Bert. Está conectado con el de la casa de huéspedes de Taggert.
Se detuvo y se volvió hacia mí con expresión abatida.
—Pareces estar muy seguro de que Taggert es nuestro hombre.
—¿Te destrozaría el corazón si lo fuera?
—No el mío —dijo, y se dio la vuelta—. Usaré el teléfono del estudio.