6
Cuando ella salió yo esperaba dentro del coche aparcado junto al bordillo amarillo de la acera, con el motor en marcha. Giró en dirección contraria. Se había cambiado de ropa, llevaba un traje oscuro entallado y un sombrerito ladeado. La voluntad o quizá la ropa interior habían erguido su figura. Por detrás parecía diez años más joven.
A media manzana se detuvo junto a un sedán negro, abrió la portezuela y subió. Me camuflé entre el tráfico y la dejé circular delante de mí. El sedán era un Buick nuevo. No era posible que advirtiera mi presencia, por lo tanto, no me preocupaba. Los Ángeles era un hervidero de descapotables azules, y el tráfico en la avenida, un caleidoscopio en movimiento.
Decidió añadir su toque personal a la conducción, cortando y atravesando calles, conduciendo con furia y bien. Tuve que acelerar a más de cien para no perderla de vista. En ningún momento pensé que hubiera detectado mi presencia; lo hacía para divertirse. Recorrió Sunset sin bajar de ochenta, en dirección al mar. Ochenta y cinco y noventa en las curvas, en Beverly Hills. Su potente automóvil quemaba las ruedas. En el mío, más ligero, me aventuraba hasta lo inimaginable contra la fuerza centrífuga. Mis neumáticos chirriaban y temblaban.
En la prolongada y última curva que descendía a Pacific Palisades la dejé alejarse y estuve a punto de perderla. La divisé nuevamente en la recta, un minuto antes de que doblara a la derecha de la avenida.
La seguí por un sendero llamado Woodlawn , que serpenteaba la colina. A unos cien metros, mientras yo salía de una curva, giró con una maniobra amplia y dobló hacia un camino de entrada. Detuve el coche y aparqué debajo de un eucalipto.
A través de un murete de camelias que bordeaba la acera la vi subir los escalones que llevaban hasta la puerta principal de una casa blanca. La abrió y entró. La vivienda era de dos pisos, alejada de la calle y emplazada entre árboles, con un garaje adosado a una ladera de la colina. Era una vivienda preciosa para una mujer retirada.
Después de un rato me cansé de mirar una puerta que no se abría. Me quité la americana y la corbata, las colgué sobre el respaldo del asiento y me doblé las mangas de la camisa. Cogí la lata de aceite que guardaba en el maletero. Me dirigí al camino de entrada donde estaba aparcado el Buick y entré por la puerta abierta del garaje.
Era enorme, lo bastante grande como para guardar un camión de dos toneladas y aún había espacio de sobra para el Buick. Lo extraño era que, al parecer, un camión muy pesado había estado allí aparcado hacía poco. Había huellas de neumáticos anchos en el suelo de hormigón y grandes salpicaduras de aceite.
Un ventanuco en lo alto de la pared posterior daba al patio de atrás, por encima del nivel del suelo. Un hombre de hombros anchos vestido con una camisa informal de seda escarlata estaba sentado en una silla de lona, de espaldas a mí. Su pelo corto parecía más espeso y más negro que el de Ralph Sampson. Me puse de puntillas y pegué la cara al vidrio. Aun a través de su superficie empañada, la escena era tan vivida como un cuadro: la espalda ancha del hombre de la camisa escarlata, la botella de cerveza marrón y el recipiente con cacahuetes sobre el césped a su lado, el naranjo sobre su cabeza, cuyas naranjas aún no maduras parecían pelotas de golf verde oscuro.
Se inclinó hacia un lado, los dedos encorvados de su larga mano tantearon en busca del recipiente de los cacahuetes. La mano no dio en el blanco y hurgó en la hierba como un cangrejo cojo. Luego giró la cabeza y pude verlo de perfil. No era Ralph Sampson, ni el rostro que imaginaba pertenecería al hombre de la camisa escarlata. Contaba una historia muy común del siglo XX: muchas peleas, muchos animales destripados y poco cerebro.
Volví a prestar atención a las huellas de los neumáticos y me puse de rodillas para examinarlas. Escuché ruido de pasos en el camino demasiado tarde para hacer cualquier cosa salvo quedarme donde estaba.
El hombre de la camisa escarlata dijo desde la puerta:
—¿Qué diablos hace usted aquí? Usted no tiene nada que hacer aquí.
Volteé la lata y dejé una mancha de aceite en la pared.
—Salga de delante, por favor.
—¿Qué es esto? —dijo dificultosamente.
Su labio superior se había inflado como si llevara puesto un protector dental.
No era más alto que yo ni tan ancho como la puerta, a pesar de dar esa impresión. Me puso igual de nervioso que conversar con un bulldog desconocido en la propiedad de su amo. Me levanté.
—Sí —dije—. Seguro que usted las tiene, amigo.
No me gustó el modo en que se me acercó. El hombro izquierdo hacia delante y el mentón hacia dentro, como si cada hora de su día estuviera dividida en veinte asaltos de tres minutos.
—¿Qué quiere decir con eso de que las tenemos? No tenemos nada, pero usted sí que tendrá problemas si sigue merodeando por aquí.
—Termitas —dije con rapidez. Estaba lo suficientemente cerca para permitirme sentir su aliento. Cerveza, cacahuetes y dientes cariados—. Dígale a la señora Goldsmith que las tiene, estoy seguro.
—¿Termitas?
Se quedó en Babia. Podría haberlo noqueado, pero no se hubiera quedado tirado en el suelo.
—Los bichitos que comen madera. —Derramé más aceite en la pared—. Los muy canallas.
—¿Qué tiene usted en esa lata allí? Esa lata allí.
—¿Esta lata aquí?
—Sí.
Ya había sintonizado con él.
—Es matatermitas —respondí—. Lo comen y mueren. Dígale a la señora Goldsmith que tiene termitas, sin duda.
—No conozco a ninguna señora Goldsmith.
—La señora de la casa. Telefoneó al centro para que se llevara a cabo una inspección.
—¿El centro? —preguntó con suspicacia.
Las cicatrices de sus cejas acolchadas descendieron como persianas sobre sus ojillos inexpresivos.
—Centro para el Control de Termitas. Killabug es el centro para el control de las termitas en el sur de California.
—¡Oh! —Mis palabras le embarullaban—. Sí. Pero no tenemos a ninguna señora Goldsmith aquí.
—¿Esto no es Eucalyptus Lane?
—No, esto es Woodlawn Lane. Se ha equivocado de dirección, colega.
—Lo lamento muchísimo —dije—. Pensé que era Eucalyptus .
—No, Woodlawn.
Esbozó una amplia sonrisa ante mi ridícula equivocación.
—Entonces será mejor que me vaya. La señora Goldsmith me estará esperando.
—Ya. Un momento.
Su mano izquierda apareció de pronto y me agarró por el cuello. Levantó el puño derecho.
—No vuelva a merodear por aquí nunca más. Aquí no se le ha perdido nada.
Su rostro enrojeció de ira. Sus ojos de mirada salvaje echaban chispas. En los agrietados pliegues de las comisuras de sus labios se formaron brillantes burbujas de saliva. Un boxeador era menos previsible que un bulldog, y doblemente peligroso.
—¿La ve? —Levanté la lata—. Pues sepa que esta sustancia lo dejará ciego.
Le derramé aceite en los ojos. Dejó escapar un aullido de agonía imaginaria. Salté a un lado. Un derechazo pasó junto a mi oreja y la dejó ardiendo. El cuello de mi camisa se iba rasgando y soltando de su garra. Pasó la mano derecha sobre sus ojos cubiertos de aceite y gimió como un bebé. Lo único que temía era quedarse ciego.
Una puerta se abrió detrás de mí cuando ya me encontraba a mitad de camino hacia la calle, pero no me di la vuelta. Me oculté tras la esquina y eché a correr para alejarme de mi coche. Di la vuelta a la manzana a pie.
Cuando me acerqué de nuevo al descapotable, el camino estaba desierto. Las puertas del garaje estaban cerradas, pero el Buick todavía seguía en la calzada. La vivienda blanca, a resguardo entre la arboleda, parecía muy tranquila e inocente bajo la luz vespertina.
Empezaba a oscurecer cuando la señora de la casa salió vestida con un abrigo de tigrillo. Crucé el camino de entrada antes de que el Buick diera marcha atrás, y lo esperé en Sunset Boulevard. Condujo con mayor furia y menos pericia durante el trayecto de regreso a Hollywood, a través de Westwood, Bel-Air, Beverly Hills. No la perdí de vista.
Cerca de la esquina de Hollywood y Vine, donde todo termina y muchas cosas importantes empiezan, giró y se adentró en un parking, donde dejó su vehículo. Detuve el mío en la acera hasta que la vi entrar en el Swift; una figura abigarrada caminando cual dama alborozada. Regresé a casa y me cambié de camisa.
El revólver que guardaba en el armario me resultaba realmente tentador, pero decidí no llevarlo encima. Solucioné la cosa a medias al sacarlo de la pistolera y dejarlo en la guantera del coche.