Una noche salí de París con tres camaradas que me acompañarían hacia la frontera para pasar a España. Mi misión era contactar en Salamanca con tres guerrilleros y llevarlos a Francia. Después de varias noches andando, llegamos a las primeras montañas de Salamanca y allí se quedaron los camaradas esperando nuestra vuelta. Yo me vestí con ropa de ciudad y reinicié la marcha. Los que quedaron en la montaña me esperarían allí tres días: si durante ese tiempo no llegábamos, ellos volverían a Francia, porque eso significaba que había ocurrido algo y, al menos, que ellos se salvasen.
Llegué a Salamanca sin ninguna dificultad, me quedé esa noche allí, en una pequeña fonda, pensaba que sería menos llamativo que un hotel donde en esa época había que dar todos los datos personales para adquirir una habitación. La fonda era una pensión pequeña donde alquilaban habitaciones. La dueña era una señora mayor que se llamaba María. Había tres huéspedes más, dos señores de edad madura y otra chica más joven. Nos vimos a la hora de cenar, cuando todos estábamos en la misma mesa. Era gente agradable y cuando salía a la conversación la situación de España todos coincidían en lo difícil que resultaba vivir y el descontento que había en casi todo el país. Yo estaba a mis anchas oyéndoles, y aunque alguna vez participaba lo hacía lo menos posible para no llamar la atención. Escogí esa pensión al azar; vi el rótulo anunciado y me pareció que no era muy ostentosa ni de lujo. En esa época, en los hoteles, te pedían toda clase de detalles, documentación, motivo del viaje, y no sé cuántas cosas más. Se quedaban en el mostrador la documentación y te la devolvían cuando te marchabas. Te exponías a que si la guardia civil buscaba a alguien y veía los registros, acabaran descubriéndote. Como la guardia civil nos tenía reclamadas en todos los cuarteles pensé que los hoteles grandes eran más peligrosos, por eso elegí la fonda, pasé la noche tranquila y al día siguiente me marché. Sólo estuve ese día en Salamanca.
Dejé la fonda y acudí a la cita que se había dispuesto con los compañeros y allí llegaron sin ningún contratiempo. Contentos, cogimos el tren para Burgos, por donde teníamos que salir después de recoger a los que nos esperaban.
Pero no contábamos con los traidores que tanto daño nos han hecho en todas las épocas, esas crueles alimañas que son peores que el propio enemigo. Al llegar a la estación, estábamos rodeados de guardias civiles, nos detuvieron a los cuatro y nos trasladaron a los calabozos en Burgos, donde empezaron las interrogaciones y torturas.
La traición que condujo a nuestra detención tuvo lugar de la siguiente manera. Al cruzar la frontera francesa, los gendarmes detuvieron a uno de los que venía en el grupo, los demás nos escabullimos y seguimos adelante, pero como consecuencia del suceso concentraron a la gendarmería francesa en esa frontera. El Partido Comunista se enteró enseguida y mandó a España, con otro camarada, a mi amiga Esperanza («Solé»). A los dos les dieron buena nota del lugar donde nos encontrábamos para que se entrevistasen conmigo y no volviéramos por la misma frontera por donde salimos.
El individuo que acompañó a Esperanza era un traidor, al llegar a España la entregó a ella y les dijo donde estábamos nosotros. Eso les facilitó poder llegar hasta nosotros. A Esperanza y a quien nos delató los tenían ya en la Dirección General de Madrid.
Yo me volvía loca, intentando pensar qué había pasado. Llevaba una documentación falsa bastante buena. Mi nombre era María Castro Abelenda y continué con ese nombre. Ni palos ni torturas me hacían declararme con otro nombre. Estaba segura de que ellos lo sabían porque estábamos reclamados en todos los cuarteles de la guardia civil, pero yo quería entretenerlos y ganar dos días más de tiempo, que era el plazo que tenían los que nos esperaban en el monte y conseguir, al menos, que ellos se pudiesen retirar.
Lo conseguí y eso fue una gran satisfacción para mí.
Al día siguiente vinieron con una fotografía mía y otra de Esperanza. Con muy mala uva me preguntaron: «¿las conoces?». Como es natural no podía decir que no me conocía a mí misma, así supe que Esperanza estaba también detenida. ¿Pero por qué, si yo la dejé en París? ¡No podía comprenderlo!
Aunque yo les entretuve bastante con la cosa de los nombres, los policías acabaron enterándose de que mis compañeros se les habían escapado: eso me costó una buena paliza como las que nos daban cada día. Allí, en los calabozos de Burgos, lo pasamos mal, pero lo peor vino cuando al día siguiente nos llevaron a la Dirección General, en Madrid. Aquellos sótanos son inolvidables para todo el que haya pasado por ellos: allí torturan, matan, humillan sin límite.
Para quien no los conozca, diré cómo eran los sótanos donde nos retenían: el edificio estaba en la Puerta del Sol, donde hoy se ubica la sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid. Había unas plantas grandísimas que parecían estar bajo la tierra, en otro mundo. Aparte de los despachos de los jefazos, donde torturaban sin compasión, estaban los calabozos donde metían a los detenidos. Éstos eran pequeños, con un banco de piedra adosado a la pared, sin mantas ni colchón. Allí resultaba difícil dormir, ya que las palizas y torturas eran tan monstruosas que uno no podía estar sentado y menos tumbado en semejante piedra. No tenían ninguna ventilación, sólo una pequeña ventanita en la puerta y casi siempre cerrada. Tampoco teníamos wáter, ni lavabos, por tanto, cuando se necesitaba hacer las necesidades fisiológicas, teníamos que golpear la puerta y según del humor que estuviese el guardia, venía antes o tardaba lo que le parecía. El mismo guardia te acompañaba a un servicio, esperaba y te devolvía otra vez al calabozo.
Era una pesadilla tan cruel, que después de tantos años aún me hace daño recordarlo.
Recuerdo los primeros interrogatorios en el despacho que tenían en los sótanos, donde no se podían oír gritos de los detenidos ni nada de lo que hacían. Allí, detrás de la mesa, estaba el que hacía las preguntas, tenían unos focos de luz enormes que te enchufaban a los ojos para no perderse ningún movimiento. Empezaron por preguntar qué puntos de apoyo tenía en España y quién me había acompañado. Como es natural, me negué a todo. Había cuatro hombres con porras y vergajos de piel de toro con plomos en las puntas, los tenían para cumplir las órdenes que les daba el comisario.
El espectáculo era dantesco y parecían matarifes de esos que cuando van a matar una res se despojan de la chaqueta, se arremangan las mangas de la camisa y empiezan la faena. Así fue, después de estos preparativos, a una seña del jefe, se lanzaron sobre mí, me lanzaron al suelo y unos me daban patadas, otros utilizaban las vergas y cuando sangrando por todas partes me desmayé, me echaron un cubo de agua encima para espabilarme y me dijeron «por hoy vale». Entre dos me llevaron a rastras al calabozo y me decían «piénsatelo bien porque mañana será peor». Me quedé allí, no podía estar sentada ni tumbada porque el dolor era insufrible.
A la madrugada del día siguiente, volvieron a por mí y empezaron de nuevo. Ese día me metieron astillas entre las uñas, a la segunda vez volví a desmayarme y el cubo de agua me despertó de nuevo.
Al día siguiente cambiaron de táctica. Vino uno haciéndose el bueno. Me decía «he ordenado que no te torturen más, sé buena chica, dime a mí todo lo que te pregunte y no sufrirás más. ¿Qué te importan a ti ya los de la calle?, nosotros te protegeremos». Eso me dio más coraje y no recuerdo lo que le contesté pero debió darle tanta rabia que se le cortó la bondad, me dio dos patadas y llamó al cuarteto de arriba para que me subieran de nuevo al martirio, y, claro, empezaron las diferentes fases, astillas entre las uñas, patadas, palizas: ya ven de lo que eran capaces de hacer estos señores tan refinados y defensores de la fe cristiana.
Lo mismo que a mí, le estaban haciendo a Esperanza. Y entre los compañeros que detuvieron conmigo, había de todo y para todos. José Navarro y Fortuoso resistieron el martirio igual que nosotras. Pero al tercero, entre los tres que venían conmigo y que se llamaba «Vías» en el monte (su nombre no llegué a saberlo nunca), lo mataron a palos al lado mismo de donde yo estaba. Sólo había un tabique por medio entre los dos y lo mismo que él oía lo que hacían conmigo, yo también oía lo que le hacían a él, y al dejar de oírlo pude escuchar cómo entre ellos decían: «¡llevamos el muerto allí!». Ya no le volví a ver más.
Allí estuvimos quince días, si mal no recuerdo, y nunca olvidaré que un domingo, después de la correspondiente paliza, me decían: tienes dos horas para descansar porque nos vamos a oír misa. Eso me ponía furiosa porque me preguntaba yo: ¿esta gente en qué cree, en Dios o en la tortura y la muerte que cada día da a determinadas personas que no han hecho nada sino defender sus derechos? ¡Nunca creí que podían existir personas capaces de hacer eso con otros seres humanos!
¿Es posible, me preguntaba, que esta gente pueda disfrutar haciendo semejantes barbaridades? ¡Sí que disfrutaban! Terminaban, se ponían las chaquetas y se marchaban a misa riéndose, tan contentos al mirar cómo te quedabas tumbada en el suelo, medio muerta de dolor.
Algunas veces, antes de pasar por esas comisarías y de conocer los métodos que empleaban, cuando oía decir que alguien en esos sitios había hablado y causado daño a alguno de nuestros camaradas, pensaba, como mucha gente, que eran unos traidores. Después de pasar por ello y conocerlo bien, mi opinión cambió por completo. Nadie puede saber cuánto ni hasta cuándo una persona puede resistir. Desgraciadamente, no todo el que ha pasado por ahí ha podido resistir tanta tortura y los métodos tan crueles que eran capaces de aplicar para anular a las personas.
De Madrid nos trajeron a Valencia, también a comisaría, y volvieron las torturas, siempre las mismas o si cabe más refinadas. El viaje de Madrid a Valencia fue bastante duro, veníamos destrozadas, llenas de moraduras por tantos golpes como habíamos sufrido y desesperadas de tanta rabia al tener que viajar entre dos guardias civiles. Esperanza y yo íbamos esposadas juntas y los camaradas Navarro y Fortuoso, igualmente entre otra pareja de la guardia civil. Pese a todo nuestra moral no había decaído, pensábamos que algún día seríamos libres y podríamos seguir con nuestra lucha. No nos dejaban hablar, pero con mirarnos nos comprendíamos las dos. Cuando teníamos necesidad de ir al baño, teníamos que atravesar el vagón del tren hasta llegar al wáter; el guardia venía con nosotras y sin quitarnos las esposas; nosotras nos separábamos y sacábamos las manos para que la gente viera que íbamos esposadas. Eso, a los guardias les ponía furiosos. Los que viajaban allí nos miraban, unos desconcertados porque no sabían quiénes éramos, pero la mayoría con pena porque pensaban que éramos políticas, ya que a las detenidas comunes no las esposaban casi nunca. Cuando llegamos a la estación de Valencia, nos esperaba un camión cerrado con lonas como los que transportan el ganado, pero hasta llegar al camión muchísima gente nos miraba con simpatía y nosotras seguíamos enseñando las esposas con gran placer para que todo el que nos viese sacara sus conclusiones.
Nos llevaron a la comisaría que estaba en la calle Samaniego. Una vez allí, nos pusieron en celdas separadas, muy pequeñas y como las anteriores con un banco pequeño de piedra y con una ventana chiquita con rejas como única ventilación.
En este lugar nos tuvieron unos diez o doce días, incomunicadas y tomándonos nuevamente declaración con los mismos métodos de siempre, pero, igual que en Madrid, volvimos a resistir y no nos doblegaron como ellos querían.
Cuando se cansaron de tenernos allí y en vista de que no nos sacaban nada, nos llevaron a la cárcel de mujeres, nos metieron en una celda a las dos juntas, dormíamos en el suelo con una manta, allí nos subían el rancho, teníamos un wáter y un lavabo que hacíamos servir para todo, incluso el agua la bebíamos de allí. Estábamos convencidas de que desde allí nos llevarían a Paterna para fusilarnos, como habían hecho antes con tantísimos camaradas.
Una noche, avanzada ya la madrugada, subió una funcionaría y nos dijo: «bajad, que os espera la policía, no cojáis nada porque no os hará falta». Nosotras pensamos que ya había llegado el fin. Pero estábamos tranquilas, pensábamos: «ya no nos torturarán más» y lo que hicimos fue abrazarnos y pensar qué diríamos en esos momentos. Las dos pensábamos gritar ¡Viva la República! Y no sé cuántas cosas más pasaron por nuestras cabezas.
En esos momentos, toda tu vida la recuerdas como una película. Yo pensaba: soy la quinta persona ya de mi familia que asesinan estos miserables, pero alguien quedará para vengarnos y salvar a nuestro país de este terror tan cruel e injusto.
Mi compañera Esperanza pensaba lo mismo, somos dos víctimas más de tantos y tantos como han quitado de en medio, unos por torturas, otros fusilados y media España en el exilio, pero quedarán muchos más que seguirán nuestra lucha hasta que España sea nuevamente democrática y feliz. ¡Pero qué equivocadas estábamos! Después de sesenta y tres años de aquella terrible tragedia, todavía necesitamos luchar más y más cada día para alcanzar lo que entonces queríamos conseguir, que todo el mundo tuviese trabajo, vivienda, libertad, estudios y todo lo que los españoles merecemos y necesitamos. Hoy sólo disfrutan de esos beneficios los capitalistas de siempre.
A veces pienso que hubiéramos preferido terminar allí.
Nos metieron en un furgón cerrado, vigiladas por guardias civiles y nos llevaron al cuartel de la guardia civil y a comisaría para continuar con más preguntas. Curiosamente, vaya paradoja, sentimos habernos equivocado porque el trato con ellos era irresistible.
Cuando se cansaron de preguntas y golpes, vieron que no tenían nada que hacer y nos devolvieron a la cárcel, otra vez a la celda.
Acabado el período de aislamiento que nos correspondía, nos bajaron al patio de la prisión. Y allí nos juntamos las tres: Amadora, Esperanza y yo; Angelita estuvo un año, pero como era menor de edad la dejaron en libertad.
En Valencia éramos muy pocas presas políticas, sólo tres o cuatro, casi todas eran comunes, siempre estábamos con ellas y nos respetaban mucho y nos llevábamos bien.
Había dos patios grandes. Al menos podíamos tomar el aire. Había muchas reclusas, todas ellas comunes, unas por robar, otras por ejercer la prostitución, éstas eran las que más abundaban; unas estaban por necesidad en esa vida, tenían hijos, no había trabajo y se iban a lo más fácil. Otras era por incultura, pero tanto unas como otras eran dignas de lástima. Cuando empezaron a conocernos tratamos de darles buenos consejos, hablar mucho con ellas y hacerles ver que podían hacer otras cosas más dignas y mejor que lo que estaban haciendo. Algunas se reían, pero la mayoría nos escuchaban con mucha atención, no recuerdo nombres pero sí que nos apreciaban bastante todas ellas. La mayoría que había por delito de robo era buena gente. Les contábamos por qué estábamos allí y por lo que luchábamos. Nos confiaban sus mañas para robar y lo que hacían, siempre se venían a nuestro patio. Decían que estaban de acuerdo con nosotras y si algo necesitábamos se desvivían por ayudarnos. Pasábamos buenos ratos con ellas.
Aquí, en la cárcel, ya no había torturas, pero la mayoría de las funcionarías eran perversas y hacían lo que podían para que lo pasáramos lo peor posible. No nos dejaban entrar libros, ni periódicos, sólo comunicábamos con los familiares una vez a la semana y en un callejón con rejas donde había que gritar de un lado a otro, mientras una funcionarla se paseaba en medio para vigilar lo que se decía: ¡era un verdadero martirio!
Nos trataban con auténtico desprecio, no sólo las funcionarlas sino los Ministros católicos que debían darnos ejemplo de humildad. Teníamos un sacerdote que, más que defensor de la fe católica y de la gente necesitada, era un predicador faltón, que en sus sermones nos insultaba a todas. Le daba igual que estuviésemos allí por política, por robo, por muerte o por prostitución, para él todas éramos iguales, escoria y excremento de la sociedad. Así terminaba siempre sus sermones, todos los domingos nos obligaban a ir a misa pero las tres políticas no rezábamos nunca: y eso le ponía furioso. Un día me llamó a su despacho y me preguntó por qué no rezaba.
—Porque no soy católica —le respondí.
—No es cierto —me dijo—, tú eres cristiana.
—Sí, soy cristiana porque me bautizaron sin mi permiso pero no católica porque no profeso la religión católica.
—¿Por qué estás aquí? —me preguntó y mi respuesta fue tajante:
—Por cumplir los mandamientos de la ley de Dios, di de comer a mis camaradas cuando llamaron a mi puerta porque tenían hambre, les di de beber y posada también. ¿No es ése el lema de los mandamientos que ustedes predican? Ahora ya sabe por qué estamos aquí mis compañeras y yo.
Se puso tan furioso que llamó a una funcionarla y le dijo: «a esta bandolera me la castiga en la celda y la tiene allí hasta que yo le diga». Así lo hizo, estuve un mes en la celda sin ver a nadie, sin comunicar y sin recibir correo.
Ahora mi marido se ríe muchas veces diciendo que soy un poco sectaria sobre ese asunto, pero me hicieron tantas cosas y pude ver la hipocresía tan grande que había en la Iglesia, que no podía saber que en esa misma institución, que siempre estuvo al lado de Franco, también pudiera haber personas que procedían de otra forma.
Mi hermana Concha, que desde que se casó vivía en Valencia, y su marido Sixto Hinarejos, tenían una hija de cinco años, la llamaban y seguimos llamándola Conchita. Para ellos también fue duro. En la calle no era fácil la vida en esa época. Mi cuñado trabajaba de carpintero y era el único sueldo que tenían, había que mantenerse y pagar la escuela de la niña, con esto no les llegaba para pasarlo medianamente bien. Pero así y todo, ellos asumieron como la obligación principal ayudarnos, tanto a mí como a mis compañeras Esperanza y Amadora, que para todos nosotros eran y son como nuestra familia.
Todas las semanas mi hermana Concha iba a la cárcel a vernos y a llevarnos una cesta de comida, porque el rancho que allí nos daban era de lo peor que uno se puede imaginar. ¿Cómo podía llenar la cesta de comida? Sólo ellos sabían el sacrificio tan grande que tenían que hacer. Nosotras tratábamos de que no lo hiciesen pero nunca nos hicieron caso y aunque ellos se quedasen a medio comer a nosotras no nos faltó la cesta y sus visitas los cuatro años que estuvimos en Valencia.
Nunca olvidaré que mi cuñado Sixto venía algunos domingos en que no trabajaba a vernos y nos entraba su almuerzo porque el pobre no tenía otra cosa.
Como compartía apellido con Esperanza y Amadora (Martínez), dijimos al entrar que éramos primas y eso les permitía comunicar junto a mí cuando venía mi hermana a vernos.
Todos los años, el 24 de septiembre, era fiesta. En la cárcel celebraban la virgen de la Merced y como un gran favor dejaban pasar todo el día con nosotros a los niños de los familiares que tenían hasta siete u ocho años, a los pobrecitos los cacheaban de arriba abajo para ver si entraban algo, pero ese día para nosotras era extraordinario. Mi hermana Concha nos pasaba a Conchita y la esperábamos las tres con la ilusión más grande del mundo.
Ahora mi hermana Concha sigue viviendo en Valencia, está viuda, se le murió su marido y vive sola en casa. Ya es mayor pero vive cerca de nosotros y seguimos ayudándonos siempre que nos necesitamos. Para mí siempre ha sido y sigue siendo como mi madre.
Aquella pequeña Conchita que tantas alegrías nos daba entonces vive en Valencia, casada y con dos hijos maravillosos, Marta y Raúl. Nosotros no hemos tenido hijos pero ellos llenan ese hueco porque son como nuestros verdaderos hijos.
Conchita me contaba cuando ya era mayor cosas que hacían llorar de rabia y de dolor. Cuando mi hermana Concha empezaba a llenar la cesta de comida para pasárnosla a la prisión los fines de semana, la niña la veía y como en casa más bien pasaban hambre por no tener lo necesario, me decía: «tía, qué envidia pasaba mirando la cesta, ver el fiambre, conservas, pan o lo que mamá ponía dentro y yo no poder probarlo porque tenía que llevarlo a la cárcel para vosotras. Mis papás me lo hacían comprender explicándome que erais buenas, porqué estabais allí y lo mal que lo pasabais. Yo me conformaba porque también os quería pero a veces pensaba, ¿por qué no podremos tener para todos?».
Esa época fascista no sólo fue cruel para los mayores, también a los niños les hizo verdadero daño.
Conchita iba a un colegio de pago y religioso, tuvo la suerte de que le dieran una beca porque su padre, Sixto, era ebanista y trabajaba en los arreglos de aquel colegio, pero la mayoría de las niñas que iban allí eran de familias ricas, muy de derechas y religiosas. Por eso, esta niña me decía cuánto sufrió allí a pesar de su corta edad.
Frente al colegio había una gran frutería y en la puerta de la calle tenían la mercancía para exhibirla al público; había peras, manzanas, naranjas, todo eso que en casa no se podía comprar por falta de dinero. A la salida de clase, todas sus compañeras salían corriendo, se llevaban una de aquellas frutas y se marchaban deprisa, comiéndosela. La pobre Conchita miraba cómo las otras las cogían con disimulo de las cestas, pero ella nunca cogía ninguna porque pensaba que era robarlas y eso no se debía hacer. Ella dice que aquellas niñas podían hacerlo tranquilamente, porque el domingo iban a misa y se confesaban y todo quedaba perdonado sin ninguna culpa, pero como ella no iba nunca a misa creía que esas faltas nunca se las perdonaría nadie; por eso miraba las frutas y pasaba de largo, llena de envidia y de deseo.
Yo siempre pienso que tanto los niños como las familias, sufrieron tanto fuera como los que estábamos dentro de las cárceles.
Duele mucho, pero creo que es bueno recordar ese período: para que los que no lo vivieron sepan lo duro y cruel que fue la entrada del fascismo en España y la posguerra que nos tocó vivir con Franco. Éste decía que venía con muy buenas intenciones para liberar España y no fue así, porque quienes tuvimos la suerte de sobrevivir a todo aquello fue a costa de pasar hambre, sufrimientos y muchas calamidades.
Ahora estos chicos, Marta y Raúl, y también la madre, nos dan muchas alegrías y estoy orgullosa de ellos. Jóvenes como son, estudian y trabajan y son luchadores, siempre dispuestos a hacer todo lo posible porque haya más justicia y todo el mundo pueda vivir mejor, sin tantas desigualdades. Por eso he luchado yo siempre y por eso estoy satisfecha al ver que los más jóvenes siguen nuestra lucha para conseguir lo que empezamos los de nuestra generación.
Con ellos hablamos mucho de aquellos tiempos difíciles, preguntan y no se cansan de querer saber lo que pasó. En los colegios nada les han enseñado, la historia la hicieron los vencedores, la mutilaron: por eso falta en ella todo este período. Les enseñan la época de los Reyes Católicos pero cuando llegan a la sublevación de Franco contra la República elegida por el pueblo y la terrible posguerra de terror que nos preparó su régimen fascista, nada se dice en la historia ni en las escuelas. Por eso muchos adolescentes no tienen idea de lo que pasó en esos años tristes. Sólo pueden enterarse si los familiares o quienes pasamos por ello les hablamos y les contamos la verdad de lo que pasó, o sea, la parte que falta en la historia, porque a los vencedores no les interesó que se supiera nunca.
Así es que Marta y Raúl ven aquel período con horror y espanto cuando les contamos lo que pasaba en las cárceles de Franco y lo difícil que era la vida para la mayoría de los españoles.
Marta es tan rebelde que no se pierde ninguna manifestación o protesta, cuando las hay, sea de lo que sea, si ella lo cree justo. Incluso se ha manifestado contra las corridas de toros. Dice que no se debe matar a nadie, y tampoco a los toros después de hacerles sufrir tanto.
También con su madre, Conchita —la niña que nos entraban todos los años a la cárcel por la fiesta de la Merced—, hablamos mucho ahora y recordamos aquellos años. Ella sintió mucho que nos trasladaran porque ya no podría visitarnos y así fue, no volvimos a vernos hasta el año 1960 en que yo salí del penal y volví a su casa.
Después de cuatro años en Valencia pasamos por el Consejo de Guerra que nos condenó a las tres a veinte años y un día de reclusión mayor, y a los pocos días fuimos trasladadas al penal de Alcalá de Henares, para terminar allí de cumplir la condena.
Nos sacaron de Valencia esposadas nuevamente para trasladarnos al penal. Dormimos en Albacete porque se hizo de noche y no había tren hasta el día siguiente. Era una prisión pequeña que no utilizaban nada más que de paso para los traslados. Sólo había ratas y unas sacas de paja donde tuvimos que dormir, si es que dormimos algo, porque a veces las ratas saltaban por encima de nosotras y nos daban más miedo que la guardia civil, que ya es decir. Al día siguiente llegamos a Alcalá de Henares y de nuevo nos subieron a una celda, solas, para cumplir el período reglamentario de aislamiento que te hacían pasar antes de bajar al patio. Íbamos bastante desorientadas y preocupadas porque no conocíamos a nadie. No sabíamos qué encontraríamos allí, pero pronto salimos de dudas y nos gustó aquello más que Valencia.
Por las mañanas nos bajaban al patio para limpiarlo antes de que salieran las otras reclusas. Pero las camaradas que ya estaban en esta prisión se las arreglaron para enviarnos notas y hacernos saber que había allí más compañeras y que todas nos ayudarían. Eso fue una inyección de moral para nosotras: desde entonces el aislamiento se nos hizo menos penoso.
Cuando al fin salimos al patio, todas las compañeras vinieron a abrazarnos y a ofrecernos su ayuda, eran camaradas estupendas que llevaban muchos años sin salir a la calle y sin parar de ir de una cárcel a otra.
Yo recuerdo con gran cariño a todas aquellas mujeres, inteligentes y valiosísimas. Nunca las olvidaré. Allí estaban Carmen Orozco, maestra, que nos dio clases y nos enseñó mucho culturalmente, Manolita Del Arco, Cecilia Cerdeño, Pepita Medel, María Blázquez, Soledad Real, Mercedes Gómez, Mercedes Romero, Encarnita, Juana Doña, María Saibó, Antoñita Herrero, Beneito, Ana Aragón, y muchas más que no cito, y les pido perdón, porque hace tantos años de aquello que la memoria me falla.
Alguna de estas camaradas ya han muerto y a las que quedan les pasa como a mí, que las torturas y calamidades por las que hubimos de pasar nos han dejado bastante averiada la salud. Pero con las que he podido tener relación después de tantos años, siguen con la moral tan alta como yo y con las ganas de ver terminado algo de lo que se empezó entonces y por lo que tanto sufrimos nosotras y todo el pueblo español.
Algunas, como Manolita Del Arco, Mercedes Gómez o Juana Doña, estuvieron bastante tiempo con pena de muerte, solamente por participar en la lucha contra el régimen de Franco. Después se les conmutó esa pena de muerte y se pasaron años y años de cárcel.
Nuestra vida allí era dura, como en todas las cárceles de esa época. Las funcionarías ya se encargaban de hacérnoslo lo más difícil posible. Hacía mucho frío, pero con frío y todo, nos hacían formar muchas veces al día. Las formaciones las hacíamos a cada momento en el patio, tanto si llovía como si no: para ir al comedor tres veces al día, para ir a los talleres, al levantarte y al acostarte, en las galerías. Siempre había algún motivo para tenerte de pie, firme, el tiempo que ellas querían.
También había monjas en algunos cargos pero no sé cuáles de ellas eran más crueles, si las funcionarías o las monjas.
Sufríamos mucha censura en la correspondencia, en los libros que podíamos entrar para leer, en las comunicaciones, toda nuestra vida era censurada. Algunas veces nos llegaban cartas de familiares con la mitad de las cosas borradas y otras veces nos daban el sobre solamente porque decían que la carta era subversiva. A veces, por hablar fuerte en el comedor, o por protestar por algo que no se creía justo, nos castigaban quitándonos el correo, la comunicación y, si lo creían más grave, incluso recluyéndonos en la celda.
Aún así, fue un buen cambio para nosotras porque no estábamos sólo con las presas comunes, convivíamos con todas estas compañeras que eran políticas, como nosotras, y nos unían muchas cosas.
Trabajábamos en talleres de costura y en el tiempo que teníamos libre hacíamos labores particulares que luego sacábamos a los familiares. También el tiempo que se podía estudiábamos, como antes he dicho: Carmen era nuestra maestra y aprovechaba bien el tiempo para enseñarnos cultura y algo de francés.