Me llamo Remedios Montero y nací en Beamud de la Sierra, un pequeño pueblo de la provincia de Cuenca. En guerrillas mi nombre era Celia.
No pensaba escribir nada porque la verdad es que no sé muy bien cómo hacerlo.
Al fin mis amigos me han convencido de que lo haga, porque dicen que lo bueno de la Historia no es lo bonita que la cuentes sino escribir la verdad de los hechos. Creo que tienen razón y me decido a escribir lo que recuerdo, porque pienso que nuestra juventud sabe muy poco de las cosas tan terribles que sucedieron en la posguerra de nuestro país. Es bueno que sepan la historia tal y como fue y no como la han disfrazado los «vencedores». De esta forma se podrá luchar mejor para que nunca vuelvan a suceder aquellos terribles acontecimientos que tanta sangre y vidas costaron.
Yo creo que sin el conocimiento del pasado, el presente no tiene porvenir. Ojalá esto lo tuviéramos siempre en cuenta.
Ya he dicho que nací en Beamud y de este pueblo eran también mi padre, Eustaquio Montero, y mi madre, Remedios Martínez. Pero nunca vivimos allí.
Mi padre era guarda forestal. Por eso vivíamos en una casa en el centro de los pinares, lejos de alguna población. La más cercana era Cuenca, que distaba de casa unas tres horas, y que es donde mi padre iba siempre a comprar lo que necesitábamos. Lo hacía con un caballo que teníamos porque por allí no podían circular coches u otros vehículos. Había dos pueblos cerca, Valdemoro de la Sierra y Beamud, donde nacieron casi todos mis hermanos. Cuando mi madre iba a dar a luz la subían a Beamud, ya que aquí había médico; después volvía a casa con su retoño y ya no nos movíamos de allí.
Mi padre era un hombre alto, fuerte y con un gran sentido del humor, donde él estaba se hacía notar por sus bromas y su buen carácter. Era un hombre bueno. Yo le recuerdo rodeado de amigos que cuando venían a casa nunca tenían prisa por marcharse. Le gustaba ayudar a todo el mundo y tratar con respeto y afecto tanto a los demás como a todos nosotros en casa. Así recuerdo yo a mi padre. Él era de izquierdas, del sindicato de la UGT, por eso no nos costó mucho seguir su ejemplo y ver que ese ideal era justo y todos seguíamos luchando siempre por aquello que él nos enseñó.
Mi madre, Remedios, era alta, gruesa, morena y muy guapa. No era tan impulsiva como mi padre; era católica, pero no beata. Así como ninguno en casa éramos creyentes, ella sí lo era, y le gustaba tener sus imágenes y santos en la mesita de noche y en las paredes, así como también rezarles y pedirles por todos. Eso no impedía que la quisiéramos mucho y que respetáramos siempre sus creencias y costumbres. Yo la recuerdo siempre sufriendo por todos y cuidando de sus hijos con un gran amor y cariño.
De mis hermanos, empezaré diciendo que éramos ocho, cinco chicos y tres chicas.
El mayor, Herminio, antes de la guerra se marchó voluntario al ejército, y en el año 1936, cuando empezó la contienda, tenía el grado de sargento. Se encontraba en el famoso cuartel de la Montaña en Madrid; nos contaba que cuando los sublevados mandaban los partes para que el cuartel se sublevara, él y otro compañero que estaban en transmisiones los rompían para que no llegaran a los jefes. Ya no vino a casa, desde allí se incorporó al frente.
Después de Herminio, seguían Máximo, Rafael, Casimiro y Fernando, el más joven. Los tres mayores trabajaban en los montes, recolectando la resina, y continuaban en casa, pero pronto quisieron irse también al frente. Máximo se incorporó primero y fue Guardia de Asalto; después también Rafael ingresó en el cuerpo de Carabineros, con el grado de teniente.
En casa sólo quedaron Casimiro y Fernando, los más jóvenes.
Las tres chicas, Piedad, la mayor, Concha, la que le sigue, y yo, la más pequeña, nunca pudimos ir a la escuela por estar lejos de los pueblos donde había maestros. Mis hermanos mayores, cuando acababan de trabajar, se iban por las noches al pueblo más cercano, Beamud, y recibían clases particulares; pero nosotras y los pequeños Casimiro y Fernando sólo pudimos aprender a leer y escribir lo que mi padre nos enseñaba.
Así pasó mi niñez. No tuve ningún amigo porque no vivía nadie en varios kilómetros de casa. Por eso, mis amigos eran mis hermanos pequeños y con ellos tuvieron lugar mis primeros juegos. Amigos de mi juventud los tuve cuando nos marchamos a vivir a Valdemoro.
Cuando vivíamos en la casa de campo, Concha y Casimiro, que eran los mayores, sí que subían bastante a Valdemoro y tenían amigos allí. Todos en su pandilla se hicieron socios de las Juventudes Comunistas. Cuando volvían a casa nos contaban cómo ayudaban a la gente y lo que hacían. Cómo en el pueblo defendían la República con gran ilusión. Nosotros los escuchábamos encandilados y con un poco de envidia por ser demasiado jóvenes y no poder participar con ellos en sus actividades.
Cuando terminó la guerra nos fuimos a vivir a Valdemoro, mis padres y mis hermanos Máximo, Concha, Casimiro, Fernando y yo. A Herminio ya lo habían metido en la cárcel de Madrid directamente desde el frente, cuando acabó la guerra y entraron las fuerzas de Franco. Rafael estaba en el frente por los alrededores de Barcelona, y no le cogieron porque pudo pasar a Francia. Mi hermana Piedad se casó y también se fue a un pueblo cerca de Cuenca, Mohorte, de donde era su marido.
Todos éramos muy felices en casa hasta que llegó el año 1936, cuando comenzó la guerra civil. Entonces, como para toda España, la vida cambió. Mis hermanos Máximo, Herminio y Rafael marcharon voluntarios al frente, querían defender esa República que tan cruelmente nos querían arrebatar Franco y su régimen fascista. Una República que el pueblo había votado y que ganamos limpiamente en las urnas. Franco se sublevó contra ella y el pueblo se echó a la calle para defenderla con gran entusiasmo y valor.
Nadie de nosotros queríamos la guerra pero no se pudo hacer otra cosa y el pueblo tuvo que salir a la calle para combatir al fascismo.
De la guerra yo puedo contar poco porque era muy niña. Mis recuerdos más fuertes y tristes llegaron cuando terminó y Franco se apoderó de España con su régimen de terror, con una «paz honrosa» que él decía traernos. Pero llegó encarcelando gente, matando, torturando y exiliando a media España.
Yo de eso sí que sé bastante. Y lo iré contando en estas páginas.
Cuando llegamos a Valdemoro tampoco fue fácil, había muchos fascistas en contra de los «rojos», como nos llamaban ellos. Vivía allí un tal Mariano Viadel, que se pasó la guerra en el bando fascista y volvió cuando acabó la contienda como un héroe. En el pueblo lo paseaban bajo el palio de la iglesia y le gritaban «viva el caudillo Mariano Viadel». Lo primero que hizo cuando llegó a su casa fue denunciar a mi padre por rojo, porque no tenía otra cosa de qué acusarle. Él mismo acompañó a la policía para llevarlo a Cuenca y entregarlo en la comisaría que más palos daban y que mataban a la gente a golpes. Este indeseable, que antes era muy amigo de mi padre, tenía tres hijos, el mayor de 16 o 17 años, al que mi padre había ayudado mucho el tiempo que su padre estuvo fuera. La madre y estos chicos tenían en el pueblo un horno de cocer pan. Como nosotros vivíamos en el monte durante la guerra y el horno les funcionaba con leña, la madre mandaba todos los días al mayor, Agapito, a dormir a mi casa. Subía con una caballería para llevarse leña. Cenaba y dormía en casa, y al día siguiente mi padre le cargaba la caballería con una gran carga de leña y volvía a su casa. Así un día y otro día, hasta que terminó la guerra y volvió su padre al pueblo. Después Mariano se lo pagó a mi padre mandándolo a la cárcel durante cinco largos años.
A este mismo hijo, Agapito, que ya tenía veinte o veintiún años, lo hicieron alguacil, y se encargaba, entre otras cosas, de ir a las casas de los «rojos» para llevar obligadas a las mujeres a barrer la iglesia, la plaza, las calles, y como castigo nos hacían reparar todo lo que se necesitaba arreglar en el pueblo.
Como cosa curiosa de lo que hacían quiero contar algo que me sucedió y que creo que es casi increíble. Yo tenía diez años. Había en el pueblo un matrimonio de viejitos inválidos, ella estaba en la cama sin poderse mover, él con una pierna rota encima de un arca de madera sin poderse levantar tampoco. Tenían sólo un hijo y lo fusilaron los nacionales en los primeros momentos de la guerra. Pues bien, las mujeres falangistas querían hacer una obra de «caridad» y mandaban a una persona para que los cuidase de las ocho de la tarde hasta las ocho de la mañana del día siguiente, hora en que la relevaba otra cuidadora. Las que iban eran citadas por el jefe de Falange para obligarlas a ir, porque a quien mandaban allí era a las «rojas»; de ellas, de las mujeres de derechas, no iba nadie.
Mi sorpresa fue una tarde en que vinieron a por mí y con mis diez años me llevaron a casa de los ancianos para toda la noche. Tuve tan mala suerte que esa misma noche se murió la pobre señora. Yo no había visto nunca un muerto y estaba aterrada, el marido no sabía que se había muerto y me decía «¡hija, tócale los pies a ver si los tiene fríos!». Yo tenía tanto miedo que metía la mano pero no la tocaba. Ahora, cuando lo pienso, creo que era un poco cobarde, pero no podía evitarlo. Al fin me decidí a llamar por teléfono al jefe de Falange diciendo lo que pasaba, pero me contestó que a ellos les daba igual y que cumpliera mi horario. ¡Esa noche creo que la recordaré toda mi vida!
Cuando nos cansamos de todo ese ambiente nos trasladamos a Mohorte, donde vivía mi hermana casada, Piedad. Allí teníamos una casa pequeña, donde pudimos vivir, pero con muchas dificultades. Sólo teníamos la cartilla del racionamiento, que era muy poco. Fernando, el más joven, se puso de pastor a guardar ovejas. Con eso, y lo poco que Piedad nos pudo ayudar, íbamos viviendo. Los otros no tenían trabajo. Íbamos a los huertos, después de que habían recogido las cosechas, a recoger todo lo que quedaba, patatas, verduras, cualquier cosa que se hubiera quedado en las tierras. Herminio salió de la cárcel, pero estuvo poco en casa; se incorporó pronto a la guerrilla porque lo buscaba la guardia civil. Casimiro se marchó a hacer la mili a Barcelona, cuando terminó se casó y se quedó allí. Cuando llegó mi padre a casa estaba mal. No había trabajo pero tampoco podía hacer nada. Estuvo cinco años preso y le habían dado tantos palos que le rompieron un brazo y una pierna. Lo dejaron tirado en la celda de la cárcel, entre los compañeros que allí había, y ellos lo curaron como pudieron, pero al no tener muchos medios, quedó bastante maltrecho. Mi hermano Máximo, después de salir mi padre de la cárcel, se casó con una chica de un pueblo más cerca de Cuenca, La Melgosa, y se marchó a vivir allí. Mi madre también murió en este tiempo. Aunque yo siempre pienso que la mataron ellos, como a tantos otros; de una forma u otra, fueron la policía y la guardia civil los responsables de su muerte. Cuando a mi padre lo torturaron, la policía cogió a mi madre y la obligaron a presenciar todas las torturas que le hacían. Cuando lo dejaron tirado en el suelo, la soltaron para que se fuese. Llegó a casa tan traumatizada y aterrada que nunca más estuvo bien y creo que eso le costó la vida. Después de unos meses de morir mi madre, Concha, que tenía novio en Valencia, se casó y se marchó a vivir allí. Así que en casa quedamos mi padre, mi hermano Fernando, con quince años, y yo con dieciocho. Para sobrevivir había que hacer de todo, era un pueblo pequeño, sin industria, se vivía de la agricultura, las familias ricas, cuando hacían las cosechas traían gente de fuera antes de darnos cualquier trabajo a nosotros porque no compartíamos sus ideales.
Se pasaba tanta hambre que cualquier cosa era buena para no morirse.
Siempre recordaré lo que pasó con mi pobre hermano Fernando. Nunca olvidaré que con sus quince años entró en unas tierras donde ya habían recogido la cosecha y los restos se dejaban para el ganado. Entre los desperdicios que quedaban había dos coles, mi hermano pensó que cogiéndolas no hacía daño a nadie y así lo hizo, pero uno que le vio, para ganarse medallas, lo denunció al alcalde y cuando llegó mi hermano al pueblo lo estaban esperando las fuerzas llamadas del «orden». Lo detuvieron, le colgaron las coles al hombro y lo pasearon por todo el pueblo con un cartel que decía «ladrón». Nunca había visto llorar a mi padre, pero ese día, en casa, no podía hacer otra cosa al verse impotente para hacer nada contra aquellos desalmados.
También había gente buena, aunque fuera poca; las hermanas y familia de mi cuñado, Martina, Marcelina y algunos más que no recuerdo, pero eran de izquierdas y poco podían hacer porque tenían miedo a las represalias.
Había una familia que recuerdo con gran cariño, Saturio Cotillas y su mujer, Marcelina, tenían tres hijos, sabíamos que eran de izquierdas como nosotros y que después de mucho tiempo supe el papel tan maravilloso que desempeñaron. Pero eso lo contaré más adelante.
Como mi hermano Herminio estaba en el monte, contactamos con ellos para poder ayudarles y mi casa se convirtió en punto de apoyo para la guerrilla. Primero empezó mi padre. Al principio nos lo ocultó, pero al enterarnos en casa le convencimos de que él no podía seguir con ese compromiso porque estaba mal de salud. Además lo vigilarían porque en el pueblo estaba muy significado con las ideas de los del monte. Yo, que era una chica joven, estaba segura de que podría hacerlo mejor. Así fue como, desde ese mismo instante, adquirí ese compromiso junto con otra chica, Esperanza Martínez, que era amiga mía.
Toda su familia eran buenos amigos nuestros. Vivían en una aldea que se llama Atalaya, su padre, viudo, se llamaba Nicolás Martínez, y tenía cinco hijas, Prudencia, Amancia, Esperanza, Amadora y Angelita, la más pequeña. Eran agricultores y a nosotros nos ayudaron muchísimo, tanto en comida como en todo lo que podían. Eran gente muy buena, de izquierdas y luchadora como nosotros. Los quisimos siempre como familia y sigo queriéndoles de la misma manera.
Esperanza era una buena amiga mía, nunca me había dicho nada de ayudar a los del monte, ni yo a ella tampoco. Mi sorpresa fue que un día, hablando, supimos que las dos hacíamos lo mismo, en su casa ellos también les ayudaban. Saberlo nos hizo mucho bien porque nos pusimos de acuerdo y juntas podíamos hacer más cosas, éramos menos sospechosas. Las mujeres siempre hemos estado discriminadas y nunca creían que dos chicas jóvenes podían hacer nada de eso, así que lo aprovechamos y nos sirvió mucho, ya que, en aquella época, las mujeres no teníamos ningún derecho y sólo dependíamos del padre, del hermano o del marido. Esa condición, en esta ocasión, fue buena para nosotras y para nuestros planes. Y para despistar a la gente y a la Guardia Civil.
Nuestro trabajo consistía en suministrarles comida, medicinas, ropas, información de las fuerzas armadas y otros cometidos. No era nada fácil hacerlo, ya que en los pueblos no podíamos comprar nada, eran pueblos pequeños donde todo el mundo te conocía, sabían que no teníamos dinero y era peligroso arriesgarse. Por eso nos íbamos a Cuenca a hacer las compras y por la noche les sacábamos todo a un pajar que dejar teníamos en las afueras del pueblo. Si no había peligro se acercaban ellos y lo recogían, pero si había algún movimiento de guardias por las cercanías, a media noche se lo llevábamos nosotras a los montes más cercanos.
En muchas charlas que hemos dado, alguien me preguntaba si no teníamos miedo y yo siempre contesto lo mismo: ¡claro que teníamos miedo, y mucho! Te jugabas la vida, pero pensábamos con mucha razón que a nuestro lado y en toda España miles de hombres y mujeres, sólo por luchar por un ideal, eran torturados y fusilados por el odioso régimen fascista, habían eliminado todas las libertades, había censura en prensa, cine y en todas las ramas de la cultura. Esta situación tan lamentable nos llenaba de rabia y nos daba el suficiente valor para dejar el miedo a un lado y ayudar a aquellos valerosos hombres que se habían subido al monte porque era la única forma, en esos momentos, de luchar contra tanta injusticia. Franco no sólo fusilaba y torturaba, sino que anulaba todos los derechos reconocidos antes. A los campesinos les quitó las tierras que la República les dio, los derechos que las mujeres adquirimos fueron anulados, no se podía trabajar, sólo en las labores de casa, costura u otras cosas parecidas que ellos decían eran sólo de mujeres.
¿Ante tanta injusticia se podía dejar todo por miedo? Yo creo que no, te daba más rabia y te transmitía mucho valor para seguir adelante. Había que seguir luchando para volver a conquistar todos esos derechos que la República nos había dado por una gran mayoría en las urnas.
Así que con miedo y todo, Esperanza y yo seguimos con nuestro trabajo comprando en Cuenca. Venía ella desde su aldea y con un caballo que teníamos en casa nos íbamos a la capital y les traíamos todo lo que nuestros camaradas nos pedían. Alguna vez fuimos las dos a media noche al monte donde estaban ellos, y allí hablábamos de lo que ellos y nosotras estábamos haciendo. Eso era una inyección de moral para nosotras.
También allí, en Mohorte, tenían otro punto de apoyo que nosotros no conocíamos y del cual yo me he enterado hace dos o tres años. Eran Saturio Cotillas y su mujer Marcelina. Vivían a las afueras del pueblo, en un sitio muy alto que llamábamos «el castillo». Tenían tres hijos, a los dos mayores no los recuerdo, pero al que conozco bien es al más joven, que es de mi edad y se llama Paco. Este chico trabajaba en un molino de electricidad que hay al final del pueblo y allí tenía el contacto con los guerrilleros. Después también lo descubrieron y lo metieron en la cárcel. Cuando salió le hicieron la vida imposible en su trabajo y en todo aquello que quería emprender.
Los puntos de apoyo eran muy importantes para la guerrilla. Sin ellos no hubiesen podido sobrevivir en los montes, porque todo lo que necesitaban, tanto comida como información, se lo proporcionábamos los puntos de apoyo. Claro que para nosotros era bien difícil, no teníamos armas para defendernos y nos vigilaban los de los pueblos y la guardia civil, que no tenía compasión cuando descubrían a alguien que tenía contacto con la guerrilla. En el monte teníamos un camarada que se llamaba Guillem, era de la provincia de Teruel, y su mujer fue punto de apoyo. La descubrió la guardia civil y en su misma casa la golpearon hasta matarla, después la colgaron y dijeron que se había suicidado. A otros los llevaban a la cárcel y les daban tantas palizas que los que no morían, quedaban inútiles para toda la vida. Ésos eran los métodos que empleaba con cualquiera de nosotros la guardia civil, por eso digo que era tan difícil o más que estar en el monte.
En el año 1947 mataron en Cuenca a mi hermano Herminio, en la plaza de San Juan, iba con Luis, otro compañero de guerrillas. La noche anterior se había quedado en Mohorte, en casa de Saturio Cotillas y a la mañana siguiente salieron para hacer un trabajo en Cuenca. Tenían que hablar con algún cargo militar del ejército, alguien se chivó y la guardia civil los estaba esperando a la llegada. Les dispararon nada más verles, mataron a Luis, Herminio quedó herido y como no quería que lo cogieran vivo y lo torturasen, gritó vivas a la República, entonces le lanzaron una bomba y quedó destrozado, hecho pedazos. Lo recogieron con palas y nunca más hemos sabido lo que hicieron con ellos.