Yo puedo decir que todo lo que sé lo aprendí en la cárcel y en guerrillas, porque nunca pude ir al colegio.
Carmen es una de las compañeras que ya murió, a las otras, entre las que aún quedan, no he podido verlas desde que salí de la cárcel en el año 1960. Solamente a dos he visto hace muy poco tiempo, Manolita Del Arco y Juana Doña: qué emoción nos produjo abrazarnos después de tantos años, qué gran alegría: parecía mentira poder estar allí juntas de nuevo, aunque tuvimos poco tiempo.
Con Esperanza, Amadora y Angelita, sí que nos hemos visto varias veces y tenemos bastante relación; nos encontramos casi siempre en los distintos actos políticos que se hacen, a los cuales no faltamos ninguna de las tres y aunque la salud tampoco les acompaña mucho, siguen con la misma moral y optimismo que tuvimos siempre.
Los talleres que realizábamos allí, en Alcalá, eran de costura. En unas naves muy grandes había máquinas de coser a los dos lados y una mesa grande donde clasificaban y cortaban la ropa. En cada máquina había dos reclusas, una que cosía a máquina todo y otra que nos ayudaba con los paquetes y a preparar las prendas de ropa. Esperanza, Amadora y yo estábamos en máquinas para coser. Por un traje de caballero o de soldado, ya completamente terminado y planchado, nos pagaban cinco pesetas a la que cosía en la máquina y tres a la ayudanta. Claro está que las ganancias que conseguían con nuestro trabajo eran fabulosas. Ya podían, con esa miseria que nos pagaban: se parecía mucho a los contratos basura de ahora. Algunas veces nos traían para coser capas de guardias civiles: era horrible ver esas prendas en nuestras manos. Nosotras pensábamos coserles por dentro las mangas o bolsillos, meterles algún escrito diciéndoles lo asesinos que eran, se nos ocurrían montones de cosas, pero era imposible hacer nada porque cada maquinista tenía un número asignado como fichero y las funcionarlas revisaban después todo el trabajo que entregaba cada máquina. Así que nos limitábamos a comentarlo con mucha rabia y terminábamos riendo e ignorando de quién se trataba. Únicamente maldecíamos a los que fueran a ponérselas.
Después de estar allí algún tiempo, decidimos organizamos como partido, todas éramos del Partido Comunista, no había ninguna de otro partido, sólo una, Ana Aragón, que era anarquista, muy buena persona y siempre estaba con nosotras como una más. Era muy difícil pero nos arriesgamos a ello.
Formamos algunos grupos de dos o tres personas, con una responsable que pasaba las órdenes y lo que se hacía de grupo a grupo, ya que no podíamos reunimos todas juntas a la vez para no llamar la atención. Cuando nos reuníamos comentábamos las noticias que algún familiar podía colarnos a través de las comunicaciones, o algún periódico que nos llegaba de extranjis. Analizábamos las noticias que más nos llamaban la atención para hacernos una idea de cómo estaba la ciudad y la situación que se vivía fuera. También discutíamos la vida dentro de la prisión, para ponernos de acuerdo en lo que todas debíamos hacer y las posturas a tomar en caso de que nos impusieran algún castigo o nos prohibieran algo inaceptable. Se podía hacer muy poco, pero era una manera de permanecer activas y no olvidar nunca nuestros principios.
Los sábados y domingos no se trabajaba en los talleres. Si hacia sol, lo aprovechábamos en el patio, nos juntábamos para hacer labores o estudiar y con esa excusa podíamos discutir también sobre nuestros proyectos políticos. Aunque las funcionarlas vigilaban, podíamos justificarnos con las labores en las manos y nuestros libros. En invierno hacía mucho frío y entonces paseábamos de dos en dos alrededor del patio para quitarnos el frío intercambiando las noticias.
Las duchas también eran desagradables. Era una nave muy fría con una fila de pilas de cemento con un grifo para lavarse y unas cuantas duchas, casi siempre con agua fría. Sólo un día a la semana daban el agua caliente para ducharse toda la reclusión y éramos tantas que la mayoría de las semanas, por no hacer esas colas interminables, nos duchábamos con agua fría.
En Alcalá de Henares cumplimos el resto de la condena. Primero salió Amadora y dos o tres meses después llegaría mi turno. Habíamos pasado allí cuatro años y medio de nuestras vidas. Yo salí en 1960 y sentía que mi corazón estaba roto. Allí se quedó Esperanza, que había sido juzgada dos veces, una con nosotras y otra con el tipo que nos había traicionado. Eso le valió a mi compañera una doble condena, y supuso que se pasara en al cárcel catorce o quince años. Así que, entre unas cosas y otras, abandonaba el encierro no alegre sino verdaderamente destrozada, y con un nudo en la garganta que me duraría mucho tiempo.
Recuerdo mi salida con tanta tristeza que me hacía llorar: ¡tener que dejar allí a aquellas compañeras era muy triste! Ellas me animaban, se alegraban cada vez que salíamos alguna, decían que desde fuera podíamos hacer más cosas que desde dentro para ayudar a las que se quedaban, y tenían razón. Aún me parece verlas detrás de las rejas cantándome: «¡Adiós con el corazón, que con el alma no puedo, al despedirme de ti de sentimiento me muero!». Era lo que me faltaba para salir más triste.
Así fue mi salida de la cárcel de Alcalá. Tuve que venirme enseguida a Valencia porque salía con libertad condicional, o sea, con una persona que respondiese de mí porque tenía que estar dos años presentándome en la comisaría de policía todos los meses. Quien respondía de mí era mi cuñado Sixto, que vivía en Valencia.
Como ya he contado, Amadora salió un año antes que yo y se quedó en Alcalá de Henares, donde tenía unos familiares. Después se casó allí porque conoció a un camarada que también estuvo en la cárcel, y se quedaron a vivir en Madrid. Tienen dos hijas, un hijo y nietos; trabajan y viven bien aunque la salud no es muy buena. A ella la he visto varias veces y nos comunicamos por teléfono.
Angelita, la más pequeña, se casó en Barcelona pero se murió el marido y ahora vive en Manresa con sus hijos y también está allí Amancia, la mujer de César, a quien mataron en guerrillas.
Su hermana, Esperanza, cuando salió después de tantos años, se escribía con un camarada preso en Burgos, Manolo. Se enamoraron y se casaron en la misma prisión. Ella arregló toda la documentación, le permitieron entrar dentro y los casaron allí. Después de la ceremonia él se quedó y ella se marchó de nuevo. Creo que fue la primera boda que celebraron allí: ¡y es que Esperanza era y sigue siendo muy decidida y hábil para todo! Manolo es de Zaragoza, un estupendo compañero, cuando salió se marcharon a vivir a esa ciudad y allí siguen; tienen un hijo ya casado y están en la lucha de cada día, como siempre, una lucha que hoy pienso se necesita más que nunca.
De todas las que estuvimos en Alcalá son las únicas con las que tengo más relación; con las otras, aunque me acuerdo de todas y me gustaría verlas, es difícil porque cada una está en diferentes sitios.
Manolita se casó con otro compañero que estuvo muchos años en el penal de Burgos, tuvieron un hijo, pero el marido, Ángel, murió, y ella y su hijo viven en Madrid.
Juana Doña vivía con su hermana en Madrid. Nos comunicábamos bastantes veces por teléfono y era para nosotras una gran alegría oírnos de nuevo. Desgraciadamente, Juana ha muerto hace unos meses y me quedé muy triste cuando leí la noticia en los periódicos.
Mercedes Romero se casó en Francia pero murió el marido y ahora vive en París, aunque viene bastante a Madrid porque tiene su familia aquí, y algunas veces también nos vemos y recordamos aquellos tiempos.
María Blázquez, Pepita Medel y Cecilia Cerdeño, estupendas camaradas, han muerto sin que haya podido volver a verlas. Son cosas que no se pueden olvidar nunca.
A finales de 1960 llegué a Valencia, me quedé a vivir con mis hermanos, Concha y Sixto, que han sido mis auténticos protectores. Conchita ya tenía once años. Todos estaban alegres y contentos de tenerme de nuevo con ellos, pero esa temporada les hice sufrir mucho por lo triste que me veían. Yo sólo pensaba en las compañeras que seguían en la cárcel y recordarlas me provocaba una pena muy grande y mal humor, tanto que no podía soportar que la gente estuviese alegre, fuese al cine, a bailar… Yo pensaba: ¿cómo pueden pasárselo bien habiendo presos en las cárceles? Yo no podía reírme, ver televisión o ir al cine cuando trataban de que les acompañara. Mi familia sufría mucho al verme así, pero me comprendían y trataban con mucho cariño y me ayudan lo mejor que podían; sobre todo Conchita —que para mí era un sedante— me contaba cosas del colegio, de sus amigas, me enseñaba los libros que leía, quería comentarlos conmigo, preguntarme cosas y distraerme siempre que podía. Era una niña encantadora, me veía triste y no sabía qué hacer para verme contenta, yo la adoraba y sigo queriéndola con verdadero cariño y amor de madre.
Afortunadamente, conseguí vencer aquel período de tristeza.