
RA MEDIANOCHE. Yo estaba
escribiendo cuando Concha, envuelta en su ropón monacal, y sin
ruido, entró en el salón que me servía de alcoba.
—¿A quién escribes?
—Al secretario de Doña Margarita.
—¿Y qué le dices?
—Le doy cuenta de la ofrenda que hice al Apóstol en nombre de la Reina.
Hubo un momento de silencio. Concha, que permanecía en pie, apoyadas las manos en mis hombros, se inclinó, rozándome la frente con sus cabellos:
—¿Escribes al secretario, o escribes a la Reina?
Me volví con fría lentitud:
—Escribo al secretario. ¿También tienes celos de la Señora?
Protestó vivamente:
—¡No! ¡No!
La senté en mis rodillas, y le dije, acariciándola:
—Doña Margarita no es como la otra…
—A la otra también la calumnian mucho. Mi madre, que fue dama de honor, lo decía siempre.
Viéndome sonreir, la pobre Concha inclinó los ojos con adorable rubor:
—Los hombres creéis todo lo malo que se dice de las mujeres… ¡Además, una reina tiene tantos enemigos!
Y como la sonrisa aún no había desaparecido de mis labios, exclamó retorciéndome los negros mostachos con sus dedos pálidos:
—¡Boca perversa!
Se puso en pie con ánimo de irse. Yo la retuve por una mano:
—Quédate, Concha.
—¡Ya sabes que no puede ser, Xavier! Yo repetí.
—Quédate.
—¡No! ¡No!… Mañana quiero confesarme… ¡Temo tanto ofender a Dios!
Entonces, levantándome con helada y desdeñosa cortesía, le dije:
—¿De manera que ya tengo un rival?
Concha me miró con ojos suplicantes:
—¡No me hagas sufrir, Xavier!
—No te haré sufrir… Mañana mismo saldré del Palacio.
Ella exclamó llorosa y colérica:
—¡No saldrás!
Y casi se arrancó la túnica blanca y monacal con que solía visitarme en tales horas. Quedó desnuda. Temblaba, y le tendí los brazos:
—¡Pobre amor mío!
A través de las lágrimas, me miró demudada y pálida:
—¡Qué cruel eres!… Ya no podré confesarme mañana.
La besé, y le dije por consolarla:
—Nos confesaremos los dos el día que yo me vaya.
Vi pasar una sonrisa por sus ojos:
—Si esperas conquistar tu libertad con esa promesa, no lo consigues.
—¿Por qué?
—Porque eres mi prisionero para toda la vida.
Y se reía, rodeándome el cuello con los brazos. El nudo de sus cabellos se deshizo, y levantando entre las manos albas la onda negra, perfumada y sombría, me azotó con ella. Suspiré parpadeando:
—¡Es el azote de Dios!
—¡Calla, hereje!
—¿Te acuerdas cómo en otro tiempo me quedaba exánime?
—Me acuerdo de todas tus locuras.
—¡Azótame, Concha! ¡Azótame como a un divino Nazareno!… ¡Azótame hasta morir!…
—¡Calla!… ¡Calla!…
Y con los ojos extraviados y temblándole las manos, empezó a recogerse la negra y olorosa trenza:
—Me das miedo cuando dices esas impiedades… Sí, miedo, porque no eres tú quien habla: Es Satanás… Hasta tu voz parece otra… ¡Es Satanás!…
Cerró los ojos estremecida y mis brazos la abrigaron amantes. Me pareció que en sus labios vagaba un rezo y murmuré riéndome, al mismo tiempo que sellaba en ellos con los míos:
—¡Amén!… ¡Amén!… ¡Amén!…
Quedamos en silencio. Después su boca gimió bajo mi boca.
—¡Yo muero!
Su cuerpo aprisionado en mis brazos tembló como sacudido por mortal aleteo. Su cabeza lívida rodó sobre la almohada con desmayo. Sus párpados se entreabrieron tardos, y bajo mis ojos vi aparecer sus ojos angustiados y sin luz:
—¡Concha!… ¡Concha!…
Como si huyese el beso de mi boca, su boca pálida y fría se torció con una mueca cruel:
—¡Concha!… ¡Concha!…
Me incorporé sobre la almohada, y helado y prudente solté sus manos aún enlazadas en torno de mi cuello. Parecían de cera. Permanecí indeciso, sin osar moverme:
—¡Concha!… ¡Concha!…
A lo lejos aullaban canes. Sin ruido me deslicé hasta el suelo. Cogí la luz y contemplé aquel rostro ya deshecho y mi mano trémula tocó aquella frente. El frío y el reposo de la muerte me aterraron. No, ya no podía responderme. Pensé huir, y cauteloso abrí una ventana. Miré en la oscuridad con el cabello erizado, mientras en el fondo de la alcoba flameaban los cortinajes de mi lecho y oscilaba la llama de las bujías en el candelabro de plata. Los perros seguían aullando muy distantes, y el viento se quejaba en el laberinto como un alma en pena, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas.
