Memorias del Marqués de Bradomín

EN LA LUMINOSA pereza de la tarde, con todos los cristales del mirador dorados por el sol y las palomas volando sobre nuestras cabezas, Isabel y las niñas hablaban de ir conmigo a Lantañón para saber cómo había llegado el tío Don Juan Manuel. Isabel me preguntó:

—¿Qué distancia hay, Xavier?

—No más de una legua.

—Entonces podemos ir a pie.

—¿Y no se cansarán las pequeñas?

—Son muy andarinas.

Y las niñas apresuradas, radiantes, exclamaron a un tiempo:

—¡No! ¡No!… El año pasado hemos subido al Pico Sagro sin cansarnos.

Isabel miró hacia el jardín:

—Creo que tendremos buena tarde…

—¡Quién sabe! Aquellas nubes traen agua.

—Pero esas se van por otro lado.

Isabel confiaba en la galantería de las nubes. Nosotros dos hablábamos reunidos en el hueco de una ventana contemplando el cielo y el campo, mientras las niñas palmoteaban dando gritos, para que asustadas volasen las palomas. Al volverme vi a Concha: Estaba en la puerta, muy pálida, con los labios trémulos. Me miró, y sus ojos me parecieron otros ojos: Había en ellos afán, enojo y súplica. Llevándose las dos manos a la frente murmuró:

—Florisel me dijo que estabais en el jardín.

—Hemos estado.

—¡Parece que os ocultáis de mí!

Isabel repuso sonriendo:

—Sí, para conspirar.

Cogió a las niñas de la mano, y salió llevándoselas consigo. Quedéme a solas con la pobre Concha, que anduvo lánguidamente hasta sentarse en un sillón. Después suspiró como otras veces, diciendo que se moría. Yo me acerqué festivo, y ella se indignó:

—¡Ríete!… Haces bien, déjame sola, vete con Isabel…

Alcé una de sus manos y cerré los ojos, besándole los dedos reunidos en un haz oloroso, rosado y pálido.

—¡Concha, no me hagas sufrir!

Ella agitó los párpados llenos de lágrimas, y murmuró en voz baja y arrepentida:

—¿Por qué quieres dejarme sola?… Ya comprendo que tú no tienes la culpa… ¡Es ella, que sigue loca y que te busca!…

Sequé sus lágrimas y le dije:

—No hay más locura que la tuya, mi pobre Concha… Pero como es tan bella, no quisiera verla nunca curada…

—Yo no estoy loca.

—Sí que estás loca… Loca por mí.

Ella repitió con gentil enojo:

—¡No! ¡No! ¡No!…

—Sí.

—Vanidoso.

—¿Pues entonces, para qué quieres tenerme a tu lado?

Concha me echó los brazos al cuello y exclamó riendo, después de besarme:

—¡La verdad es que si tanto te envaneces de mi cariño será porque vale mucho!

—¡Muchísimo!

Concha pasó sus manos por mis cabellos, con una caricia lenta:

—Déjalas ir, Xavier… Ya ves que te prefiero a mis hijas…

Yo, como un niño abandonado y sumiso, apoyé la frente sobre su pecho y entorné los párpados, respirando con anhelo delicioso y triste aquel perfume de flor que se deshojaba:

—Haré cuanto tú quieras. ¿No lo sabes?

Concha murmuró, mirándome en los ojos y bajando la voz:

—¿Entonces no irás a Lantañón?

—No.

—¿Te contraría?

—No… Lo siento por las niñas, que estaban consentidas.

—Pueden ir ellas con Isabel… Las acompaña el mayordomo.

En aquel momento un aguacero repentino azotó los cristales y los follajes del jardín. Las nubes oscurecieron el sol. Quedó la tarde en esa luz otoñal y triste que parece llena de alma. María Fernanda entró muy afligida:

—¿Has visto qué mala suerte tenemos, Xavier? ¡Ya está lloviendo!

Después entró María Isabel:

—¿Si escampa nos dejas ir, mamá?

Concha respondió:

—Escampando, sí.

Y las dos niñas fueron a enterrarse en el fondo de una ventana: Con la cara pegada a los cristales miraban llover. Las nubes pesadas y plomizas iban a congregarse sobre la Sierra de Céltigos, en un horizonte de agua. Los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de juncos. El arco iris cubría el jardín, y los cipreses oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Candelaria con la falda recogida y chocleando las madreñas, andaba encorvada bajo un gran paraguas azul cogiendo rosas para el altar de la capilla.