Memorias del Marqués de Bradomín

TODOS ME RODEARON. Fue preciso contar la historia de mi hábito monacal, y cómo había pasado la frontera. Fray Ambrosio reía jovial, mientras los clérigos me miraban por cima de los espejuelos, con un gesto indeciso en la boca desdentada. Tras ellos, bajo el rayo de sol que descendía por la angosta ventana, el sacristán escuchaba inmóvil, y cuando el exclaustrado interrumpía, reconveníale adusto:

—¡Déjele que cuente, hombre de Dios!

Pero Fray Ambrosio no quería dar por bueno que yo saliese de un monasterio adonde me hubiesen llevado los desengaños del mundo y el arrepentimiento de mis muchas culpas. Más de una vez, mientras yo hablaba, volviérase a los clérigos murmurando:

—No le crean: Es una donosa invención de nuestro ilustre Marqués.

Tuve que afirmarlo solemnemente para que no continuase mostrando sus dudas. Desde aquel punto aparentó un profundo convencimiento, santiguándose en muestra de asombro:

—¡Bien dicen que vivir para ver! Sin tenerle por impío, jamás hubiera supuesto ese ánimo religioso en el Señor Marqués de Bradomín.

Yo murmuré gravemente:

—El arrepentimiento, no llega con anuncio de clarines como la caballería.

En aquel momento oíase el toque de botasillas, y todos rieron. Después uno de los clérigos me preguntó con amable tontería:

—¿Supongo que el arrepentimiento tampoco habrá llegado cauteloso como la serpiente?

Yo suspiré melancólico:

—Llegó mirándome al espejo, y viendo mis cabellos blancos.

Los dos clérigos cambiaron una sonrisa tan discreta, que desde luego los tuve por jesuitas. Yo crucé las manos sobre el escapulario de mi hábito, en actitud penitente, y volví a suspirar:

—¡Hoy la fatalidad de mi destino me arroja de nuevo en el mar del mundo! He conseguido dominar todas las pasiones menos el orgullo. Debajo del sayal me acordaba de mi marquesado.

Fray Ambrosio alzó los brazos y la voz, su grave voz que parecía templada para las clásicas conventuales burlas:

—El César Carlos V, también se acordaba de su Imperio en el monasterio de Yuste.

Los clérigos sonreían apenas, con aquella sonrisa de catequizadores, y el sacristán, sentado bajo el rayo de sol que descendía por la angosta ventana, rezongaba:

—¡No, no le dejará que cuente!

Fray Ambrosio, luego de haber hablado, rióse abundantemente, y aún quedaba en la bóveda de la sacristía la oscura e informe resonancia de aquella risa jocunda, cuando entró un seminarista pálido, que tenía la boca encendida como una doncella, en contraste con su lívido perfil de aguilucho, donde la nariz corva y la pupila redonda, velada por el párpado, llegaban a tener una expresión cruel. Fray Ambrosio le recibió inclinando el aventajado talle, con extremos de burla, y su cabeza siempre temblona pareció que iba a desprenderse de los hombros:

—¡Bien venido, ignorado y excelso capitán! Nuevo Epaminondas de quien, andando los siglos, narrará las hazañas otro Cornelio Nepote. ¡Saluda al Señor Marqués de Bradomín!

El seminarista se quitó la boina negra, que juntamente con una sotana ya muy traída completaba el atavío de su gallarda persona, y poniéndose rojo me saludó. Fray Ambrosio asentándole una mano en el hombro, y sacudiéndole con rudo afecto, me dijo:

—Si este mozo consigue reunir cincuenta hombres, dará mucho que hablar. Será otro Don Ramón Cabrera. ¡Es valiente como un león!

El seminarista se hizo atrás, para libertarse de la mano que aún pesaba sobre su hombro, y clavándome los ojos de pájaro, dijo como si adivinase mi pensamiento y lo respondiese:

—Algunos creen que para ser un gran capitán no se necesita ser valiente, y acaso tengan razón. Quién sabe si con menos temeridad no hubiera sido más fecundo el genio militar de Don Ramón Cabrera.

Fray Ambrosio le miró desdeñosamente:

—Epaminondas, hijo mío, con menos temeridad hubiera cantado misa, como puede sucederte a ti.

El seminarista tuvo una sonrisa admirable:

—A mí no me sucederá, Fray Ambrosio.

Los dos clérigos sentados delante del brasero, callaban y sonreían: El uno extendía las manos temblonas sobre el rescoldo, y el otro hojeaba su breviario. El sacristán entornaba los párpados dispuesto a seguir el ejemplo del gato que dormitaba en su sotana. Fray Ambrosio bajó instintivamente la voz:

—Tú hablas ciertas cosas porque eres un rapaz, y crees en las argucias con que disculpan su miedo algunos generales que debían ser obispos… Yo he visto muchas cosas. Era profeso en un monasterio de Galicia cuando estalló la primera guerra, y colgué los hábitos, y combatí siete años en los Ejércitos del Rey… Y por mis hábitos te digo que para ser un gran capitán, hay primero que ser un gran soldado. Ríete de los que dicen que era cobarde Napoleón.

Los ojos del seminarista brillaron con el brillo del sol en el pavón negro de dos balas:

—Fray Ambrosio, si yo tuviese cien hombres los mandaría como soldado, pero si tuviese mil, sólo mil, ya los mandaría como capitán. Con ellos aseguraría el triunfo de la Causa. En esta guerra no hacen falta grandes ejércitos, con mil hombres yo intentaría una expedición por todo el reino, como la realizó hace treinta y cinco años Don Miguel Gómez, el más grande general de la pasada guerra.

Fray Ambrosio le interrumpió con autoritaria y desdeñosa burla:

—¿Ilustre e imberbe guerrero, tú oíste hablar alguna vez de un tal Don Tomás Zumalacárregui? Ese ha sido el más grande general de la Causa. Si tuviésemos hoy un hombre parecido, era seguro el triunfo.

El seminarista guardó silencio, pero los dos clérigos mostráronse casi escandalizados: El uno dijo:

—¡Del triunfo no podemos dudar!

Y el otro:

—¡La justicia de la Causa es el mejor general!

Yo añadí, sintiendo bajo mi sayal penitente aquel fuego que animó a San Bernardo cuando predicaba la Cruzada:

—¡El mejor general es la ayuda de Dios Nuestro Señor!

Hubo un murmullo de aprobación, ardiente como el de un rezo. El seminarista sonrióse y continuó callado. A todo esto las campanas dejaron oír su grave son, y el viejo sacristán se levantó sacudiéndose la sotana donde el gato dormitaba. Entraron algunos clérigos que venían para cantar un entierro. El seminarista vistióse el roquete, y el sacristán vino a entregarle el incensario: El humo aromático llenaba el vasto recinto. Oíase el grave murmullo de las cascadas voces eclesiásticas que barboteaban quedo, mientras eran vestidas las albas de lino, los roquetes rizados por las monjas, y las áureas capas pluviales que guardan en sus oros el perfume de la mirra quemada hace cien años. El seminarista entró en la iglesia haciendo sonar las cadenas del incensario. Los clérigos, ya revestidos, salieron detrás. Yo quedé solo con el exclaustrado, que abriendo los largos brazos me estrechó contra su pecho, al mismo tiempo que murmuraba conmovido:

—¡El Marqués de Bradomín aún se acuerda de cuando le enseñaba latín en el Monasterio de Sobrado!

Y después, tras el introito de una tos, volviendo a cobrar su sonrisa de viejo teólogo, marrulleó en voz baja, como si estuviese en el confesonario:

—¿Me perdonaría el ilustre prócer, si le dijese que no he creído el cuento con que nos regaló hace un momento?

—¿Qué cuento?

—El de la conversión. ¿Puede saberse la verdad?

—Donde nadie nos oiga, Fray Ambrosio.

Asintió con un grave gesto. Yo callé compadecido de aquel pobre exclaustrado que prefería la Historia a la Leyenda, y se mostraba curioso de un relato menos interesante, menos ejemplar y menos bello que mi invención. ¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres se convenzan de la necesidad de tu triunfo! ¿Cuándo aprenderán que las almas donde sólo existe la luz de la verdad, son almas tristes, torturadas, adustas, que hablan en el silencio con la muerte, y tienden sobre la vida una capa de ceniza? ¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz que cantas como la esperanza! ¡Y vosotras resecas Tebaidas, históricas ciudades llenas de soledad y de silencio que parecéis muertas bajo la voz de las campanas, no la dejéis huir, como tantas cosas, por la rota muralla! Ella es el galanteo en las rejas, y el lustre en los carcomidos escudones, y los espejos en el río que pasa turbio bajo la arcada romana de los puentes: Ella, como la confesión, consuela a las almas doloridas, las hace florecer, las vuelve la Gracia. ¡Cuidad que es también un don del Cielo!… ¡Viejo pueblo del sol y de los toros, así conserves por los siglos de los siglos, tu genio mentiroso, hiperbólico, jacaresco, y por los siglos te aduermas al son de la guitarra, consolado de tus grandes dolores, perdidas para siempre la sopa de los conventos y las Indias! ¡Amén!