La prueba
Par est fortuna labori.
La suerte es inseparable del esfuerzo.
Proverbio romano
Habían pasado cuatro días. Llegó la orden de que teníamos que partir. Así que el quinto día fui a mi habitación después de desayunar pan (sí, después de casi cuarenta años todavía lo recuerdo), queso e higos y leche tibia de cabra con una pizca de canela. Releí la carta a Lelio que había dejado sobre la cama, la carta que Festo tenía que llevarle cuando me hubiera ido. Una vez más, revisé mis alforjas. Frontino, el soldado que había traído el mensaje de mi padre, me había dicho lo que tenía que llevar: «Lo menos posible».
—¿Puedo llevarme mis mejores sandalias? —pregunté.
—Por lo que a mí respecta, señor, te puedes llevar a tu misma abuela, pero... —Mis ojos lo hicieron callar. Yo era un Escipión, nacido para mandar. Él lo sabía y su mirada bajó lentamente hasta los pies. Luego, en voz más baja, continuó sin mirarme—. No hay muchas ceremonias en el campamento, señor. Lo mejor que puedes llevarte no puedes empaquetarlo.
—¿Y qué es, Frontino?
—Tu salud.
Todos los miembros de la casa estaban en la calle para verme partir, una muchedumbre informal e inquieta, una familia, pensé mientras cruzaba la puerta y los miraba, una familia huérfana de madre y, durante varios meses, huérfana de padre; y ahora yo también me iba. Sentí un nudo en el estómago.
Lo busqué con la mirada. Vi a su niñera, envuelta en un chal para combatir el frío de la mañana. Estaba aprendiendo a hablar, según había sabido por Festo. Lucio, mi casi desconocido hermano menor, estaba jugando con guijarros a los pies de su niñera. Me agaché a su lado. El niño levantó la vista y se apartó de mí, abrazándose a las piernas de la niñera. Alargué los brazos para cogerlo. Se apartó.
—Adiós, hermano. Te prometo... —¿Qué promesas podía hacerle?—.Te prometo que te traeré un regalo de allende los mares.
De su nariz salía un hilo de moco. El pequeño se lamió los labios y miró fijamente al suelo.
Mi hermana Cornelia estaba delante del grupo, tranquila y reservada. En las raras ocasiones en que la había visto siempre tenía un aire de autocontrol. La miré. Su pelo era espeso y tenía, pensé, algo del lustre del de nuestra madre.
—Adiós, hermana —dije.
Cornelia inclinó la cabeza y sonrió, no sólo con la boca sino con los ojos. ¿Cuántas mujeres de la gens Escipión habían visto a sus hombres partir hacia la guerra?
Oí pasos detrás de mí. Me di la vuelta. Era Festo, con un zurrón de piel de cabrito.
—Es para el viaje, amo.
Me di cuenta de que ya no anteponía el «joven» al «amo».
—¿Qué hay dentro, Festo?
—Sólo comida. Para ti y el soldado. He oído que las posadas que hay a lo largo de vuestro camino son pobres.
Sabía dónde íbamos y, probablemente, por qué. Dicen que el viento es veloz y así son las noticias. Siempre lo mismo: si quieres saber lo que está pasando, pregunta a los esclavos de la casa de un patricio.
Cogí el zurrón y me pasé la correa por el pecho.
—Gracias, Festo. Yo...
Se hizo un silencio expectante; todos los ojos estaban fijos en mí. No había pensado ni una sola vez en aquello. Festo, Quinta, todos los esclavos y sirvientes, los mozos de cuadras y los jardineros, las lavanderas y las criadas, cuyo nombre no siempre conocía, estaban reunidos allí porque otro Escipión se iba a la guerra.
Me aclaré la garganta.
—Familia —comencé—, yo. . .
Todavía me pregunto qué habría dicho. Era un rito de paso, y yo lo sabía. El ruido de los cascos de dos caballos, uno pesado y otro ligero, vino a decir que el momento había quedado atrás. En un blanco corcel, y tirando de un mulo gris, apareció Frontino. Así que el mundo se acababa de perder otro discurso. Frontino desmontó al estilo militar, pasando la pierna por encima de la cabeza y el cuello del caballo, y se dirigió a la puerta, donde había dejado mis alforjas. En silencio, las llevó hasta el macho y se las colgó del lomo. El mulo, protestando por el peso inesperado, se removió y coceó. Alarmado, el grupo se echó hacia atrás.
Frontino me miró. Montamos.
El humo salía en espirales perezosas de los fogones de la cocina. Empezó a caer una llovizna uniforme. Todos los ojos estaban fijos en mí.
—Valete —dije con voz cansina—. Cuidaos.
Mientras le daba la vuelta al caballo, oí la respuesta colectiva de los presentes:
—Et tu, vale. Cuídate tú también.
Me desperté al sentir el olor de la comida, guisado, quizás, o potaje, y los martillazos de la fragua de abajo. El sol estaba alto y brillante. Mi espalda estaba entumecida por la extrañeza de la cama. Debajo del lecho encontré un bacín. Mi orina era muy amarilla, imaginé que a causa del vino que había bebido la noche anterior
«Eres lo que comes», dicen los pitagóricos, y lo que bebes, me dije. En un rincón había una palangana. Me lavé la cara y, con los pulpejos de las palmas, me froté los ojos para despejarme la modorra.
Me até el cabello y salí de la habitación en busca del origen del olor. Era extraño que después de una cena desacostumbrada y copiosa tuviera hambre.
La viuda Apurnia levantó la vista del fuego cuando entré. Señaló una silla.
—Siéntate ahí. —Su latín era fluido, pero su voz no. Al dirigirse hacia mi con un plato de guisado, vi claramente su cara por primera vez. Llevaba la pena como una máscara, en las tirantes arrugas que rodeaban sus ojos y su boca. Su cara era la propia de quien ha viajado mucho pero no ha llegado a ninguna parte—. ¿Quieres pan? —preguntó.
—Sí.
Sacó un pan del horno que había encima del fogón y me lo entregó junto con un cuchillo; luego volvió a la chimenea y se sentó, dándome la espalda, en un taburete.
—Come, extranjero, come —murmuró.
Corté una rebanada de pan, lo mojé en el caldo y me lo comí.
—Delicioso —dije.
—Más sencillo que lo que comiste anoche —contestó, dando vueltas con una larga cuchara de madera al puchero que tenía delante.
Seguí comiendo. El guisado estaba delicioso. Cabra, pero no muy fuerte y ligeramente sazonada con algo parecido al cardamomo. Hacía mucho tiempo que no había comido nada parecido. Cocinar era una de las mayores habilidades de mi madre; me detenía entre cucharada y cucharada y recordaba, con ese extraño anhelo que sentimos por algo que hemos perdido y no podremos encontrar otra vez. ¿O es que su único valor reside en el hecho de haberlo perdido?
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —me preguntó Apurnia de repente, con brusquedad—. Hay una feria dentro de tres días. Necesitaré tu habitación.
—Ya sé lo de la feria. Me iré esta misma mañana.
—¿Has aceptado el trabajo?
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo? —dijo con sorna—. Esto es Capua, forastero. La gente sabe lo que vas a hacer antes de que lo hagas. Hay un refrán que dice que en Capua los secretos sólo pueden contarse una vez —dijo con aire de amargura—. ¿Más guisado?
—No, gracias. Es mucho más de lo que acostumbro a comer. Está muy bueno, por cierto.
—Hum. Hombres. Agradecimientos. Pero cuando tienen el vientre contento, el de arriba o el de abajo... —Se volvió hacia mi con el entrecejo fruncido. Luego su mirada se dulcificó. ¿O fue un efecto de la luz?—. ¿De dónde eres? He oído que procedes de Calcedonia.
—Eso he oído yo también de ti.
—Nací allí, eso es todo. He pasado toda la vida aquí.
—¿Cómo es eso?
—¿Quieres decir que no lo has oído? Debes de ser la única persona en Capua que no lo sabe. Vine como esclava. Mejor dicho, como hija de una esclava.
—Pero ahora eres libre. Esta casa...
—¡Libre! —había angustia en su voz—. ¿Libre? ¿Para tener marido? ¿Para criar dos hijos?
—¿Dónde están? pregunté con amabilidad.
Golpeó el borde del puchero con la cuchara, produciendo un estremecimiento en la grasa de la superficie.
—Están donde van los hombres después de esta vida.
—¿Quieres decir que han muerto?
—Sí, están muertos, forastero, los tres, muertos por Roma. —Se levantó secándose las manos en el delantal de piel que llevaba a la cintura, y se volvió hacia mí—. Bien, deja el dinero y vete.
Yo también me levanté. Entonces me di cuenta de lo que resultaba tan extraño en su cara. Tenía una frente grande, pero prácticamente cubierta de pelo; en los lados, el pelo le crecía casi desde las cejas.
—¿Qué estás mirando?
—Tengo el morral en la habitación, lo cogeré y seguiré mi camino.
—Hazlo.
—Pero una cosa. Has dicho que viniste como hija de una esclava. Pero ahora, obviamente, eres una ciudadana libre. ¿Cómo.. . ?
—¿Cómo sucedió? No es asunto tuyo. Y si lo es, no debería serlo.
Fui a coger el morral y dejé encima de la cama más dinero del que me había pedido. Di las gracias a Sosio por el oro. Me había dado libertad de elección entre trabajar para Labieno e irme. Bajé las escaleras y salí a la calle; había dado unos pasos cuando oí que una puerta se abría detrás de mí. Me di la vuelta. Era Apurnia.
—Ya que te vas, forastero, será mejor que oigas la historia de mis labios. Fue Labieno quien compró mi libertad.
Me acerqué a ella.
—Probablemente oigas decir que fue por... —vaciló—, por los servicios prestados. —Dijo estas últimas palabras con cuidado.
—¿Y no fue por eso?
—No en la forma que muchos insinúan —Dijo esta vez con pasión—. Fue por... no importa. Lo descubrirás cuando lleves algún tiempo aquí.
—Haces que parezca una casa extraña.
—¿Una casa extraña? —Casi había tristeza en su voz—. No, aunque es más extraña de lo que parece.
Me di la vuelta para irme y tropecé con un muchacho gordo de unos doce años, que se dirigía a la puerta de Apurnia.
—Perdón —dijo. —No, ha sido mi...
Me quedé boquiabierto y se me fue la sangre de la cara. Tenía que ser él. Sólo podía ser él. El aspecto era demasiado extraordinario, el pelo del mismo negro carbón, la misma nariz de águila, los mismos ojos salvajes y penetrantes. Pero era imposible.
—Entra, Hannón —dijo Apurnia con dulzura—. Llegas tarde.
Con la misma rapidez de movimientos que tan bien conocía, el chico se encogió para cruzar la puerta junto a la mujer.
—¿Hannón? pregunté a la viuda, recobrando la compostura—. Es un nombre cartaginés.
Apurnia asintió.
—Sí lo es. Pero en Capua hay gente de muchas naciones. Vete en paz, forastero.
—¿Podría. . . ? —me froté la cara. No podía ser. Sí podía. Tenía que preguntarlo—. ¿Cuál es el nombre de su madre?
—¿Su madre? —Se mordió el labio—. Ya que lo sabe toda la ciudad, bien puedo decírtelo —se irguió—. Soy yo.
—Pero dijiste...
—¿Que tenía dos hijos y los dos muertos? —Asentí con la cabeza—. Es cierto. Eran los hijos nacidos de mi matrimonio. Después tuve a Hannón. Pero él, como te dirá cualquiera, es hijo bastardo.
—Pero tenía un padre.
Sonrió con ironía.
—Vaya. Sabes demasiado.
—¿Quién fue?
Dio unos pasos para alejarse de la puerta.
—Forastero, ése es un secreto en Capua que está y seguirá estando a salvo conmigo. Ahora vete.
Nunca me ha gustado montar a caballo; prefiero andar. Lanisto me había enseñado bien, pero creo que para ser un verdadero jinete hay que haberse educado con los nobles brutos. Yo había aprendido a cabalgar, cierto, pero como un técnico. Me faltaban la soltura y el sentido de la empatía que ha de tener un auténtico jinete.
Los jinetes como yo son como los alfareros romanos que copian los vasos griegos. Saben copiar, pero no pintar ni crear. Tales habilidades, como montar bien a caballo, o se nace con ellas o se aprenden de joven.
Incómodo en mi mulo, seguí a Frontino mientras subía y bajaba, subía y bajaba. Cruzamos el foro, casi desierto todavía, bañado por una débil luz que brillaba a través de la llovizna y que reverberaba en las húmedas losas del suelo, en las que resonaban los cascos de los animales. Mi macho estaba ya tranquilo, supongo que porque intuía que yo era más un viajero que un jinete.
En cuanto dejamos el Foro y nos adentramos por las estrechas callejas del barrio de los tejedores, miré hacia atrás. Vi las casas del Palatino, los recientes bloques de viviendas que se apelotonaban al pie de la colina, y luego, tan viejo como la misma Roma, el templo de Júpiter Capitolino al otro lado del Foro y el lago de Curcio.
Devoré la vista como si fuera comida para el viaje, pues no sabía cuándo volvería a contemplarla; recuerdo haber pensado cómo me gustaba la variedad de lo viejo y lo nuevo, de la arquitectura funcional y la religiosa. Los edificios de Roma son tan variados como la vida de los hombres.
Había oído hablar de la construcción de la Vía Flaminia, el nuevo camino de Roma hacia el norte. Me lo había contado Fabio. Su constructor, el censor Gayo Flaminio, era amigo suyo, aunque Flaminio era, como el padre de Lelio, un homo novus. Fabio había conseguido que la ley del nuevo camino se abriese pasó en el senado, una misión, bromeaba a menudo, más difícil que la construcción de la misma vía. Como de costumbre, estaba la cuestión de la propiedad de los terrenos afectados, los derechos de tránsito, las compensaciones, la letra de la ley.
Nada de lo que había oído me había preparado para lo que vi cuando atravesamos la puerta Capena. Recto y largo, el camino se dirigía hacia el norte y sus adoquines brillaban al sol y bajo la lluvia que caía en oblicuo. A la izquierda estaba el camino viejo, la Vía Salaria, usada desde tiempos inmemoriales para transportar sal. Pero la Vía Salaria estaba sin empedrar y llena de socavones. Flaminio y el Senado pidieron un nuevo camino para enviar a nuestros soldados a toda prisa si había problemas con los galos. Al menos ésa fue la razón oficial. Estoy seguro de que había otras, pero no sé cuáles eran.
Frontino, delante de mí, se había detenido.
—No hace falta que mires ahora, señor. Tendrás tiempo de sobra más adelante —dijo mientras me acercaba a él.
—Es sorprendente, Frontino.
—Y recién terminada —dijo con orgullo—. Uno de los ayudantes de los ingenieros era primo mío.
—¿Hasta dónde llega?
—Hasta Arímino, por Narnia, Mevania y Nuceria. En Nuceria tendremos que desviarnos y coger el viejo camino de la sal.
—¿Tan malo es?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Porque el avance será más difícil y más lento. Yo lo sé bien. He estado a punto de romperme el cuello en varias ocasiones, yendo hacia el sur. Pero no podemos permitirnos llevar los caballos al paso.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque las instrucciones de tu padre son que vayamos a toda prisa. Debemos dirigirnos a Massalia a buscarlo. Ir a toda prisa significa ir por mar, no por tierra. Así que nos detendremos en Populonia y si no hay ningún barco allí, lo intentaremos de nuevo en Pisa. Bueno, vamos a comprobar los nudos de tus alforjas. Luego, señor, cabalgaremos.
Lo que más me gustaba era la pasividad. Lo único que tenía que hacer era sentarme allí, estarme quieto y tratar de olvidar al muchacho que había visto. El barbero quiso trabar conmigo su habitual conversación chismosa, pero como no le respondí, lo dejó pronto. Era la primera vez en muchos años que me cortaban el pelo. Los romanos sienten un profundo desprecio por los pelos largos. Debe de venirles de su arraigado temor a los galos, que nunca se cortan el pelo ni la barba, y que desde hace tiempo es el único pueblo que planta cara a Roma. Llaman al país Galia Comata, la Galia de la cabellera, o al menos lo llamaban así antes y, sin duda, las niñeras todavía asustan a los niños con cuentos sobre los galos peludos que irán a matarlos por la noche.
Vi tirados los mechones de mi pelo, de color negro mezclado con gris, y sonreí. Me gustó el pensamiento de que no sólo el vello púbico que me había afeitado era gris.
Pasamos de andar al paso a un ligero trote y luego al medio galope, exactamente como me había enseñado Lanisto. Pero me habían enseñado sobre arena. Allí, sobre piedras, mis huesos se resentían.
Mi caballo se limitaba a seguir a Frontino, corriendo sin guía ni dirección. Traté de ajustar mis maniobras al ritmo de su paso. Supongo que es una canción que cantan los caballos, pero aquellas primeras horas fueron desagradables, me temo.
Suspiré de alivio cuando nos detuvimos en la primera posada y desmontamos.
—Sólo agua para los caballos —dijo Frontino— y un poco de paja.
Cuando volvimos a montar, sentí las escoceduras que tenía en los muslos. Frontino vio la mueca que hice y sonrió.
—Si me permites que te lo diga, señor —dijo mientras cabalgábamos a la misma altura—, es por las piernas. Rígidas en la subida, flojas en la bajada. Tú las pones rígidas en ambos casos.
Durante aquel primer día casi no hablé con él. Conforme dejé de preocuparme por el caballo, me puse a pensar. Mi actitud pareció gustar a Frontino, que no intentó entablar conversación.
De todas formas, hablar sólo habría sido posible durante los ratos que íbamos al paso. Así que mientras cabalgábamos por la Vía Flaminia, pensé en todas las pequeñas cosas que me habían preparado para lo que acababa de empezar, las personas, factores e influencias que me habían convertido en lo que era. Rufustino, Eufanto, mi amor por la luz, Quinta y su bondad, Lanisto... una vida compuesta de muchas partes. Hispala cruzó mi mente. Ahuyenté el pensamiento. Yo me dirigía hacia la guerra.
Cambiamos los caballos en una posta, una serie de cobertizos y cuadras destartalados que había al lado del camino. El mozo nos puso mala cara.
—¿Qué le ocurre? —pregunté a Frontino cuando el joven se alejó bruscamente, según dijo, para ver a su amo.
—Esperaba dinero y una buena propina.
—Pero le pagaremos, ¿no?
—Sí, claro, pero no de la forma que él quiere.
—¿Cómo entonces?
—Le pagaremos con esto.
En la mano estirada de Frontino había una pieza rectangular de mármol blanco. Descifré las palabras grabadas: senatus populusque romanus.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Un salvoconducto. Del mismo Senado. Por encima de todo, somos, mejor dicho, soy —dijo dando palmadas en el pequeño zurrón de piel que llevaba cruzado en el pecho— mensajero del Senado, con instrucciones para tu padre.
—¿Y el salvoconducto?
—Es para que la posada envíe la factura al Senado.
—Lo que significa que cobrarán.
—Sí, pero no antes de un mes por lo menos. Y el recaudador se llevará un porcentaje. Dos buenas razones para que prefieran cobrar en efectivo. Me reuniré contigo dentro. Primero quiero pasar por la letrina.
Después del barbero, anduve por el mercado durante un rato, mirando y escuchando. Me gustaba ver que la vida seguía su curso. La normalidad, sea lo que fuere, estaba allí. Me sorprendió la variedad de los productos que había a la venta. Claro que hacía seis años que Aníbal había quemado las fértiles tierras que rodeaban Capua. Tiempo más que suficiente para recuperarse; pensé en el viejo Sosio, plantando sus judías en el ruinoso Secunio, porque, ocurra lo que ocurra, a semejanza de las estaciones, la vida no se detiene. El viento siempre soplará, la lluvia caerá, los hombres nacerán y morirán. Si Sosio, destrozado, dejaba la azada y pasaba hambre, otro, en alguna otra parte, la empuñaría de nuevo.
También me llamaba la atención la variedad de productos importados. El comercio de Roma no se había interrumpido, lo cual decía mucho de la gran flota de Cartago. ¿Qué impedía a los cartagineses interrumpir el comercio romano? Podían haberlo hecho sin mucho riesgo. Veinte o treinta barcos piratas habrían bastado.
Entonces descubrí lo que había estado buscando, mi único preparativo para la casa de Labieno. En un rincón de un puesto de especias, realzado con los colores de la casia, el clavo, el jengibre, la nuez moscada, el macis, la cúrcuma, el cardamomo y la canela, encontré un bloque gris de goma. Lo compré (yo mismo lo cortaría en tiras) y me lo guardé en el morral, me palpé la cabeza sintiendo la extrañeza del pelo corto, y seguí paseando.
Cabalgábamos ya por colinas. El camino estaba lleno de hierbas y flores. Muchas las conocía, pero había muchas más que no había visto en mi vida. Estuve a punto de parar a Frontino para preguntarle si las conocía él; la verdad es que, aunque las hubiera conocido, no era momento para lecciones de botánica. Entonces pensé en Lelio y en la carta que le había dejado. Estaba seguro de que ya la habría leído, incluso podía estar leyéndola mientras cabalgábamos. Supongo que no es importante para mi historia, pero entonces me pareció que sí. Aquella carta era la única ancla que había dejado atrás. Me había despedido de Roma y de mi infancia, y al irme había dejado un amigo.
La carta era breve; era la primera que había escrito en mi vida. Le decía a Lelio que lamentaba no haberlo visto durante mucho tiempo; que iba a reunirme con mi padre y que, por lo tanto, también con el suyo y que esperaba que al final el mismo Lelio se reuniera conmigo. Se lo pediría a mi padre y luego enviaría por él. Estuve un rato sin saber cómo terminar la carta. Deseaba y no deseaba mostrar mis sentimientos. Así que al final firmé «tu querido amigo», aunque pensé que las letras tenían un aspecto feo en la cera.
A1 llegar a la siguiente posta, Frontino volvió a detenerse y bajó del caballo.
—Los caballos aún no están cansados, Frontino —dije—. Ni siquiera los hemos llevado al galope.
—Los caballos son como las personas, señor. No hay dos iguales. El mío está bien, pero mira el tuyo. —Sentado encima, rodeado por una nube de moscas zumbantes, mi montura, una yegua, descansaba apoyándose ora en una pata, ora en la otra—. Eso quiere decir que está agotada —dijo Frontino—. Son sus cascos. Puede que el nuevo camino sirva para que desfilen hombres calzados con botas, pero no caballos. No quiero que el animal reviente y que tengamos que utilizar nosotros las piernas, así que lo cambiaremos.
Cabalgamos entre el polvo dorado, con el sol poniéndose por la izquierda, y sentí que la brisa secaba la lluvia matutina de mi capa. Dormimos en colchones de paja, en el suelo de una posada cochambrosa.
—Gracias, Festo —dije para mí, mientras hacía a un lado el plato de gachas rancias y apestosas, a la media luz de la mañana siguiente, y sacaba del zurrón una manzana y un queso teóricamente comestible—. ¿Quieres un trozo? —pregunté a Frontino.
—No, gracias —replicó, engullendo una cucharada de gachas—. He comido mejor, pero también peor. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
—Lleno de agujetas.
—Ya se te pasarán. Te habrás convertido en jinete antes de que encuentres a tu padre.
—¿Cuándo será?
—No lo sé, señor. Depende de dónde esté ahora.
Llamé tres veces a la puerta de Labieno. Oí que quitaban trancas y descorrían cerrojos. Esta vez no miraron por el ventanuco. La puerta se abrió. Entré. El portero apareció detrás de la puerta. Era viejo y encorvado, distinto del anterior. Supuse que sería el portero de día. Su cara era casi invisible detrás de una inmensa barba gris y bajo el pelo revuelto. Labieno da a sus esclavos más libertad que muchos, pensé. Pero las ropas de aquel hombre estaban limpias y no olía mal.
—Buenos días. Te esperan —dijo—. Soy Fulvio, el portero principal. —Me sonrió, sin dientes, pero con cordialidad.
—Y yo soy Bostar de Calcedonia —contesté.
—Lo sé. Me lo dijo el amo en persona. Dijo que vendrías esta mañana, así que te esperaba. ¿Hay bolsas? —añadió.
—¿Perdón?
—¿No traes bolsas?
Miró a mi alrededor.
—¿Bolsas? —dije—. No, ninguna.
Eructó y se llevó una mano nudosa a la boca. Los nudillos estaban rojos e hinchados. Artritis. Quizá permitiera que le curase.
—Entonces, mira —señaló el sendero que iba hacia la casa—. Artijes te está esperando. El amo no está. Se ha ido. Al tribunal, así que volverá. . .
Sin dejar de farfullar, Fulvio se metió en su pequeño cobertizo y yo tomé el camino que había recorrido ya dos veces.
Esta vez a la luz del sol, vi que la casa era inmensa, toda pintada de blanco. Rodeándola por tres lados, el jardín se extendía más allá de mi vista.
El segundo día tuvimos que cabalgar más despacio, casi siempre al paso y nunca al trote. El camino aún no estaba empedrado y los adoquines sueltos eran una mala superficie para los cascos de los caballos. A ambos lados del camino había torres de adoquines preparados para instalarse y montículos de arena y piedra para retirar.
—¿Por qué esta parte está sin terminar? —pregunté a Frontino.
—Estaban trabajando aquí cuando fui hacia el sur —contestó—. Pero llevaba un despacho de tu padre pidiendo más hombres al Senado. Me inclino a creer que a los que estaban en este tramo se les está pasando revista en este momento y los están preparando para partir.
—¿Más hombres? ¿Cuántos ha pedido mi padre?
—Eso no lo sé, señor. Soy un soldado, no un general.
—¿Cuántos tiene en este momento?
—Bueno, cuando me fui, tres legiones de treinta manípulos cada una, aunque hay una porción de hombres de baja a causa de las fiebres. Pero está el otro cónsul, Sempronio, en el sur, en Brucio, creo. Quizás el Senado envíe a buscarle. Lo que sí sé es que, en el momento de mi partida, partió otro mensajero de tu padre para que viera a tu tío, que tiene el mando de la guarnición de Placentia, para indicarle que acudiera al oeste. Eso quiere decir al menos cuatro legiones.
—Veinte mil hombres, en ciento veinte manípulos.
—Menos los que tu tío deje para defender Placentia. Pero hay que añadir a las tropas auxiliares. Tu padre ha hecho reclutas.
—¿En Hispania?
—No, en las Galias, entre las tribus leales.
—No sabía que hubiera ninguna.
Frontino me miró y sonrió.
—Las hay cuando vamos ganando y les pagamos. Pero tu padre también tiene al menos una compañía de honderos baleáricos y he oído decir que tu tío tiene otras dos.
—¡Así que es una guerra de verdad!
—No, todavía no. A1 menos, no oficialmente. Aníbal ha saqueado Sagunto, pero recuerda que no es una ciudad romana, al menos oficialmente. De modo que, por sí mismo, no es un casus belli. El Senado no va a declarar la guerra sólo por eso... al menos yo no lo creo.
—¿Qué hará?
—Aún no lo sé, señor. Aunque imagino que la respuesta a tu pregunta está en los despachos que llevo a tu padre. Supongo que protestarán ante el Senado cartaginés y exigirán que Aníbal se ajuste al tratado.
—¿El que limita la influencia cartaginesa al sur del Iberus?—Gracias, Fabio, pensé. He sido bien enseñado—. Pero Sagunto está al sur del Iberus.
Frontino pareció impresionado.
—Sí, señor, tienes razón en lo del tratado y en lo de la situación geográfica de Sagunto. El caso es que es un aliado de Roma, un socius, aunque esté al sur del Iberus y por lo tanto en territorio cartaginés. Así que Aníbal tendría que haber dejado la ciudad en paz. Pero todo esto es teoría.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, los tratados y las alianzas reflejan lo que se quiere que ocurra. Pero he hablado con algunos reclutas de Hispania que están a las órdenes de tu padre. Parece ser que Aníbal no es un simple bandido: ha derrotado a varias tribus hispánicas importantes. Su ejército está increíblemente bien entrenado y no se apoya en los elefantes. Aníbal tiene un apodo entre las tribus de aquellas tierras.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál es?
—Algo así como El Imprevisible, señor. Siempre hace lo que menos se espera, según dicen. Señor, yo sólo soy un soldado que obedece órdenes, pero me parece que no sabemos qué fin persigue el tal Aníbal. ¿Por qué se dirige tan al norte? Está a millas de Cartagonova, la última colonia cartaginesa, por no hablar de las minas de plata que tienen cerca de Gades. Pero lo que realmente me confunde es que no puede ir a ningún lado. La costa está bloqueada por nuestra flota. Y aun en el caso de que cruzara los Pirineos y consiguiera atravesar el ejército de tu padre, encontraría el de tu tío y quedaría atrapado.
—¿Atrapado? ¿Por qué?
—Entre nuestros ejércitos y los Alpes.
—¿No podría cruzar los Alpes?
—Disculpa, señor, pero eso es imposible. ¿Cruzar los Alpes? Espera a verlos. No. —Frontino se echó a reír—. No, no puede hacerlo nadie... excepto un mago o un águila.
Nos quedamos en silencio. Me pregunté qué aspecto tendría El Imprevisible y qué sería lo próximo que hiciera. Continuamos cabalgando.
Artijes me recibió otra vez en el porche. Su sonrisa era cálida y sincera. A la luz del día parecía aún más joven de lo que me había parecido, alrededor de treinta años.
—Bienvenido, Bostar de Calcedonia. Me alegro de verte. Labieno me ha contado tu decisión.
—Bueno, probaré a sus hijos al menos durante un trimestre... y, como es lógico, ellos me probarán a mí. ¿Dónde están? Me gustaría conocerlos.
Artijes pareció confuso. Su mirada vaciló.
—Me temo, Bostar, que están durmiendo. Se levantan tarde, ¿sabes?, porque. . .
—¿Porque pasan toda la noche fuera?
—Exacto. Hombres, ya se sabe cómo son. —Soltó una carcajada más bien hueca—. Pero a la hora de la comida estarán levantados. Entonces los conocerás. Mientras tanto te enseñaré tu habitación.
—Y el aula, no lo olvides.
—Desde luego. ¿Dónde están tus cosas? ¿Las traerá Fulvio?
—Mis cosas, Artijes, están aquí. —Abrí los brazos.
—¿No tienes libros, ni mapas, ni otras ropas?
—No, pero hay unas cuantas cosas que me gustaría que me compraras antes de empezar las clases mañana. Labieno dijo que tú te ocuparías del asunto.
—Desde luego. ¿Sandalias nuevas? ¿Camisas?
—No, no —dije riendo—. Soy preceptor, no sastre. Sólo unas cuantas herramientas necesarias para el ejercicio de mi profesión.
—¿Estuviste cómodo en casa de la viuda Apurnia? —preguntó Artijes cuando atravesábamos la casa.
—Sí, mucho. Aunque es una mujer extraña. —Noté que Artijes se ponía rígido. Me detuve y lo miré—. Tiene un hijo llamado Hannón.
—Ah, sí, el bastardo.
—¿Qué sabes de él?
Artijes se ruborizó y se aclaró la garganta.
—Bostar, ése es un tema que no deberías tocar en la casa de Labieno.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque. .. —Se acarició la barba, tal vez nervioso—. Bien, te lo contaré, pero no vuelvas a hablar del tema. Apurnia sirvió aquí. Su hijo bastardo, Hannón, fue concebido en esta casa. Luego ella, bueno... se fue para hacer lo que hace ahora. ¿He respondido a tu pregunta?
—Casi. ¿Cuántos años tiene el chico?
—Doce.
—Otra cosa. ¿Quién es el padre? Artijes se sobresaltó.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque me recuerda a alguien que conocí.
—¿Sí? Bueno, en eso no te puedo ayudar.
—¿Por qué no?
—Por la mejor de las razones: no lo sé. Bien, ¿podemos continuar?
Continuamos, aunque sabía que estaba mintiendo.
Pasó el segundo día, y el tercero. Nos detuvimos en Populonia, pero no encontramos barcos ni noticias de ninguno.
—Pero tiene que haber alguien esperando —preguntó Frontino al encargado del puerto.
—Ya sabes lo que pasa —contestó—: Cuando los mercaderes oyen que puede haber guerra, desaparecen.
—¿Guerra? ¿Quién lo dice?
—¿Quién no lo dice? Es la comidilla de la ciudad.
—¿Y nuestra flota? ¿No hay rastro de ella?
—A1 otro lado del mar, joven, es lo último que he oído, patrullando (¿o debería decir vigilando?) la costa desde Emporion hasta lo que queda de Sagunto. Maldita Hispania. En mi opinión no ha sido más que un problema. Y mis viejos huesos presienten que hay más problemas en curso.
Comimos, bebimos y continuamos viaje. Me encontraba ya más a gusto sobre el caballo.
—Dime, Frontino, ¿de dónde eres? —pregunté.
—De un pequeño pueblo del sureste de Roma, señor. No habrás oído hablar de él.
—¿Y tu familia?
—Son agricultores. En su mayoría se dedican a la aceituna y tienen algunas cabras. Pero yo era el más joven de seis hermanos, así que no tenía mucho futuro allí. Un día llegó una patrulla reclutando mozos. Acababa de cumplir diecisiete años y me fui con ellos.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Siete años, señor, así que me quedan nueve para licenciarme.
—¿Y después?
—Cobraré la paga y la pensión, y me compraré un pequeño terreno.
—¿Y harás algo en particular?
—Bueno, me gustaría casarme, claro, y tener hijos. Todavía seré joven y, si Júpiter quiere, con capacidad. Y me gustaría tener abejas.
—¿Abejas?
—Sí, señor. Me gustan. Ordenadas, industriosas. . .
Había verdadera vida en su voz. Y mientras el sol avanzaba a nuestras espaldas, Frontino me habló de abejas. Raramente he conocido a una persona que no tuviera una pasión u otra. Sólo hay que preguntar hasta descubrirla. Frontino no sólo tenía pasión por las abejas, sino un don especial. Otros tenían que ponerse gasas, máscaras, guantes y sombreros para recoger la miel. Frontino no. De pequeño había descubierto que las abejas no le picaban.
Paramos para que descansaran los caballos, y nosotros con ellos, a la sombra de un viejo roble cuyas ramas se alargaban como los años.
—Así que te hiciste legionario.
—Eso hice. Dos años de astero.
Lógicamente, yo conocía los tres rangos del soldado romano, que reflejaban nuestra formación bélica en tres cuerpos. Los asteros, los más jóvenes, formaban la línea delantera, armados con astas, lanzas o pilos. Luego estaban los principales y, detrás de ellos, las tropas más experimentadas, los triarios. La teoría decía que los asteros paraban el golpe del ataque, pero tenían detrás a los principales y a los imperturbables triarios, literalmente empujándolos. Si se rompía la línea de los asteros, los principales intervenían; éstos no necesitaban pilos a una distancia tan corta. Si se rompía la línea de los principales, entonces les tocaba a los triarios.
¿Y si esta línea se rompía también? Sólo había ocurrido una vez, hace doscientos años, cuando los galos rompieron nuestra última línea en la batalla de Alia y saquearon Roma. Desde entonces, el ejército de Roma ha sido invencible... bueno, si exceptuamos a Pirro, pero fueron sus elefantes los que rompieron nuestras líneas y aun así seguimos luchando. Todo el mundo sabe, según me habían enseñado, que el ejército romano no puede ser derrotado. Entonces, ¿qué estaba haciendo Aníbal? Alejé este pensamiento. Si se dirigía hacia el norte, se encontraría con nuestro ejército y, como muchos otros, tendría suerte si podía escapar dando media vuelta.
—¿Por qué no te enrolas en la caballería, Frontino? Seguro que te has criado entre caballos.
—En principio, señor, porque no me lo ofrecieron. Segundo, y con tu permiso, porque no nos tomamos en serio a la caballería. Sólo hay trescientos jinetes por legión, y siempre dando vueltas como si fueran tábanos. Realmente, lo único que hacen es explorar.
—Quizá sean buenos en eso.
—No lo creo, pero no soy yo quien tiene que decirlo, señor. Pronto lo verás tú mismo.
—¿Cuándo fue la primera vez que entraste en batalla?
—En la de Telamón, contra los galos. —Escupió—. Había hordas de galos salvajes, gésatas e ínsubros, boios y tauriscos, muchos desnudos y cubiertos de pintura brillante... ¡Uf! —Se estremeció.
—Parece que no te gustan los galos, Frontino —dije—. A mí me educó uno. Bueno, en realidad era celta.
—¿Gustarme? No quiero faltar al respeto a tu maestro, pero son animales. Han sido criados para la guerra. Los galos se beben la sangre del primer hombre que matan en una batalla. Después llevan ante sus reyes las cabezas de todos los hombres que han matado. Si no hay cabeza; no hay botín. Luego arrancan la piel de las cabezas y las curan y engrasan como si fuesen cuero, y las cuelgan de las bridas de sus caballos. Bueno, un soldado romano prefiere suicidarse a ser capturado por los galos. .. Pero sigamos, señor. He hablado demasiado. Será mejor que continuemos.
El cuarto al que me llevó Artijes era grande, luminoso y aireado; las paredes eran blancas y el suelo de baldosas de arcilla. Estaba en la parte trasera de la casa, al final de un largo pasillo que nacía a la derecha del atrio, y las ventanas daban a un estanque ornamental, cubierto de lirios y lotos. Las libélulas bailaban sobre el agua y las mariposas caían en picado y remontaban el vuelo. Era precioso y lo dije.
—Me alegro —contestó Artijes—. Pero hay un problema.
—¿Cuál?
—Los pavos reales, me temo. Les gusta venir a beber aquí. Cuando estuviste ayer, me di cuenta de que encuentras su graznido desagradable.
—Más bien insufrible.
—En todo caso, he hablado con el jardinero principal.
—¿El jardinero principal? ¿Cuántos hay?
—Bueno, unos diez. Es que es un jardín muy grande. Ya lo verás. Quizás incluso llegues a enseñar en él, como... ¿cuál era aquel filósofo griego?
—Epicuro.
—Sí, Epicuro, el que enseñaba en un jardín. Bien, el jardinero principal dijo que acotaría esta parte del jardín, pero tardará unos días. Esos animales pueden volar, hasta cierto punto al menos, así que la valla tendrá que ser alta.
—Muy amable, Artijes. Estoy seguro de que sobreviviré si los veo sólo durante unos días. Más, no te lo garantizo. Quién sabe, quizás incluso sea bueno para mí —y nos echamos a reír.
—Dejaré que te instales. Hay un lavabo a tu izquierda. Te esperaré en el atrio y te enseñaré dónde darás las clases a los hijos de Labieno.
Tenía una cama, un baúl, una mesa y una silla, varias lámparas y candiles, cortinas. Incluso había un espejo de bronce, colgado en la pared. Tenía, por lo visto, un empleo. Y tenía planes propios. Cerré los ojos y pensé en Aníbal. ¿Su destino también estaba en curso? ¿Dónde estaría, y en qué situación?
Me senté en la cama y salté suavemente. No era la típica cama romana, con un armazón de correas de piel y un colchón de paja encima que se limita a colarse por los agujeros y a criar gibas, como bien había descubierto la noche anterior en casa de Apurnia. Era extraordinario que los romanos pudieran organizar flotas y ejércitos, construir caminos y grandes edificios públicos y no pudieran hacer una simple cama. Aquélla, sin embargo, era una cama de madera maciza con colchón de lana. Podría acostumbrarme a ella.
—Cuéntame más cosas de la batalla de Telamón —dije a Frontino mientras seguíamos cabalgando; por primera vez nos cruzamos con un grupo de carros que iba hacia el sur.
—Es muy sencillo, señor. Ganamos.
—Oí algo parecido a mi padre una vez. Lo que quiero saber es cómo fue.
—Soy el menos indicado para responder a esa pregunta. Harías mejor en preguntar a cualquiera de los oficiales que estuvo allí. Hay varios con tu padre.
—Pero quiero oírtelo decir a ti.
Negó con la cabeza.
—Ya lo descubrirás, señor. Verás, un soldado no sabe lo que está ocurriendo. Lo único que procura es seguir vivo. Hay hedor, sudor, sangre, gritos y un ruido increíble, y se perfora, se corta, se mata al hombre que hay delante, luego al siguiente, y alguien quiere meterse por un lado, duelen los brazos, se oyen martillazos dentro de la cabeza y ni siquiera se puede ver con claridad porque el sudor se mete en los ojos por culpa del maldito casco, y la batalla transcurre a un ritmo frenético.
—Pero seguro que sabes si vas ganando o perdiendo.
—No, al menos en ese momento. Tu manípulo puede que no se rompa. Incluso puede que esté avanzando, y no tienes ni el menor indicio de lo que ocurre en los otros manípulos de la línea.
—¿No?
—No quiero ser irrespetuoso, señor, pero te queda mucho por aprender. En la batalla, la vida y la muerte están a la distancia de un brazo a la redonda. En Telamón yo estaba en el flanco derecho. No sabía lo que estaba sucediendo en el central, ni en el izquierdo. Sólo cuando los galos que tenía delante de mí empezaron a dar media vuelta y a correr comprendí que estábamos ganando.
—¿Así que rompisteis sus líneas?
—No. Sólo los tuvimos a raya. Sólo más tarde me di cuenta de por qué se habían retirado. Fue el flanco izquierdo el que los hizo retroceder, a un estadio de donde yo me encontraba.
—Entonces los galos se dieron cuenta de que estaban rodeados y por eso huyeron, ¿no?
—Supongo que sí, señor. Pero a eso es a lo que me refiero cuando digo que tienes que preguntar a un oficial. Ellos se quedan fuera de la lucha, o lo intentan. Así ven lo que sucede.
—¿E imparten órdenes, adelantan reservas o caballería?
—Bueno, lo intentan. Pero no puedes ni figurarte el ruido que hay. No se oye nada. En Telamón hacía mucho viento, lo que empeoraba aún más las cosas. El único toque que creo que oí allí fue el de carga.
Bueno, yo estaba aprendiendo. Allí había mucho alimento para la mente. Caballería y órdenes. ¿Qué más habría que cambiar?
—En todo caso, Frontino, ganamos... y sobreviviste.
—Así es, señor, aunque por los pelos. —Yo cabalgaba a su izquierda. Se levantó la camisa para enseñarme el muslo izquierdo. Encima de la rodilla tenía una cicatriz larga y roja—. ¿Ves? Malditos galos. Buscan nuestros tendones. Se ponen frente a ti con una espada, luego se agachan, adelantan el otro brazo y te clavan un puñal. Si hubiera sido un palmo más abajo —dijo señalando la herida—, no estaría ahora aquí contándotelo.
—Pero seguro que un corte en un tendón no habría acabado con tu vida.
—Si caes al suelo en la batalla, señor, herido o empujado, créeme, estás muerto.
Sí, tenía mucho que aprender.
El aula, que se encontraba en una construcción independiente de la parte trasera, era mucho más que adecuada; estaba bien iluminada y era sencilla, con una mesa y una silla para mí, y una mesa más grande con dos sillas para mis alumnos, una pizarra en la pared y un buen surtido de tizas. Artijes había salido a buscar todo lo que necesitaba. Me senté en el aula y pensé en el plan de estudios que seguiría y en lo que esperaba cobrar. El equilibrio debía estar en aprender mientras enseñaba.
El sonido de un gong interrumpió mis meditaciones. Me levanté y salí; Artijes se acercaba por el sendero.
—Lo siento, Bostar, tendría que haberte prevenido —dijo riendo por lo bajo—. Sólo es el gong para comer. ¿Tienes hambre?
—Bueno, sí, pero...
—¿Pero qué?
—No creo que pueda comer erizos de mar y ostras.
Artijes se rió y su elegante dentadura despidió destellos.
—No te preocupes. Solemos comer caldo, pan y queso, y alguna ensalada.
—Eso no parece propio de Labieno.
—No, probablemente no le guste mucho, aunque en realidad, como notarías anoche, es un comensal frugal. Su lema es cualidad, no cantidad.
—¿Y el tuyo?
—¡Ah, el mío! —Volvió a reírse—. ¿Qué dice el oráculo de Delfos? Nada en exceso. Soy como el hombre de la anécdota favorita de Labieno, la del ilustre magistrado que siempre opta por navegar por la estrecha línea que separa la parcialidad de la imparcialidad. —Me reí por lo bajo—. Bueno, vayamos al asunto. Tus alumnos ya han debido de levantarse.
—¿Y se reunirán con nosotros?
—Suelen comer. Todas las, digamos, actividades necesitan la energía que proporciona la comida.
—¿Y Labieno?
—No, él come en sus aposentos. Tiene dos habitaciones privadas. No lo verás hasta la noche.
—Entonces, ¿ya has terminado tu temporada con los asteros, Frontino?
—Sí, aunque por suerte no ha habido más batallas contra los galos. Bueno, hubo unas cuantas escaramuzas después de Telamón, pero yo no estaba allí.
—¿No? ¿Y dónde estabas?
—En la enfermería, y luego en casa.
—Claro. Recuperándote de la herida. —Me avergonzó darme cuenta de que no tenía ni idea de cuánto tiempo tardaba en curarse una herida así—. ¿Y luego?
—Luego me reincorporé a la legión y a la primavera siguiente me pasaron a los principales.
—¿Dónde estabais apostados?
—En Placentia. Nuestra misión era defender el río Po.
—¿Y lo hicisteis?
—No, en realidad no. Publio Furio y Gayo Flaminio eran cónsules aquel año. Ya estaban hartos de las incursiones galas. Nuestros colonos no dejaban de quejarse de que les incendiaban las granjas y les robaban ganado. Los recaudadores de impuestos no dejaban de quejarse porque, como resultado, no había dinero para recaudar, mientras nosotros hacíamos instrucción y marchas, y nos entrenábamos tras los muros de Placentia.
—¿Y después?
—Fuimos hacia el oeste y cruzamos el río Clusio, atacamos a los cenomanos y quemamos las granjas de los ínsubros, al pie de los Alpes.
—Haces que parezca muy sencillo.
—Lo fue. Habíamos tomado la medida a los galos. Lo único que teníamos que hacer era aguantar su primera carga. Si no rompían nuestras líneas con ella, lo dejaban y se retiraban.
—¿Y cómo lo conseguíais?
—Fue idea del cónsul Flaminio, señor. Los asteros, en vez de atacar con los pilos, se arrodillaban cuando cargaban los galos y levantaban el escudo. Los galos tropezaban con un muro de escudos y los principales arrojaban sus lanzas por encima de los asteros.
—Parece ingenioso.
—Bueno, funcionó. .. al menos durante un tiempo.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que los galos aprendieron a frenar aquellas carreras suicidas. Desde entonces se limitaron a pincharnos. Nuestros exploradores informaban de la proximidad de una partida de guerra, formábamos para la batalla, y en lugar de cargar, los galos lanzaban a una docena de hombres contra los flancos o la retaguardia y desaparecían.
—Entiendo.
Hasta entonces había pensado en la guerra como si fuera algo estático, como una partida que se juega con las reglas y las tácticas de los manuales militares. Pero parecía que las reglas y las tácticas estaban cambiando. Bien por el cónsul Flaminio. Me pregunté qué reputación tendría mi padre entre la soldadesca. No me atrevía a preguntar.
—Y ahora perteneces al estado mayor de mi padre. ¿Cómo lo has conseguido?
—No es exactamente el estado mayor de tu padre, señor. Recuerda que tenemos un nuevo cónsul cada año. Estoy adjunto al estado mayor del cónsul en funciones. Por eso nos llaman los «veletas».
—¿Veletas?
—Sí, señor. —Se echó a reír—. Los cónsules mandan en días alternos... en el caso de que sus dos ejércitos estén juntos. Así que los que pertenecemos al estado mayor tenemos que acostumbrarnos a la forma de obrar de dos hombres, no de uno, y girar según sople el viento.
—Ya veo. ¿Y quién decide quién servirá a los cónsules?
—Los centuriones más antiguos, señor. Lo deciden juntos y nombran a dos representantes. Una especie de puente, en realidad, entre el ejército y los mandos. Como sabes, cada cónsul tiene su propio legado, sus tribunos y otros oficiales.
No lo sabía, pero pensé que debería haberlo sabido. Quizá si hubiera tenido más tiempo o me hubieran advertido de que estaba a punto de comenzar el triconium militae, me habrían enseñado aquellas cosas. Así, he tenido que aprenderlas, como muchas otras, de primera mano. No sé si ha sido para bien o para mal. Me hizo lo que he sido.. . y, al menos durante un tiempo, según sea el veredicto, lo que soy.
—Así que fuiste centurión veterano.
—Efectivamente, señor —respondió con calor y orgullo—. Me he abierto camino a través de las clases de tropa, a través de los triarios. En realidad fui pilo primero, y centurión veterano, antes de pasar a mi actual destino.
Pensé rápidamente. Treinta manípulos, de ciento sesenta y seis hombres cada uno, suman una legión. Dos centurias, mandadas por un centurión, forman un manípulo. Así que hay sesenta centuriones en cada legión. Ser el más antiguo, el pilo primero, era un honor. Miré a Frontino con otros ojos; sólo tenía veintitantos años.
—A propósito, Artijes, ¿cómo se llaman los hijos de Labieno? pregunté mientras entrábamos en el comedor.
—Ah, sí. Perdona. Debería habértelo dicho. Córbulo y Rulo. Estarán aquí enseguida. De todas formas, empecemos a comer.
Esta vez no había triclinios. Una larga y estrecha mesa de madera de haya, con un banco a cada lado. Me senté junto a Artijes. Un esclavo trajo un cuenco de agua caliente y una toalla. Artijes y yo nos lavamos y secamos las manos. Acabábamos de empezar con la sopa cuando entró un joven desgarbado y torpe. Su cabello castaño estaba revuelto, pero llevaba la toga limpia. Un horrible acné le cubría la cara. ¿La alimentación? ¿La edad?
—Buenos días, Córbulo. Me preguntaba dónde estarías. Éste es Bostar, tu nuevo preceptor —dijo Artijes.
—Sí, sí, padre ya nos habló de él.
—¿De él? —dije rápidamente—. ¿Te refieres a mí? —Se detuvo confundído en mitad del comedor Se ruborizó ligeramente. Bien. Tontorrón, pero maleable—. Preferiría que en lo sucesivo te dirigieras a mí directamente.
—Muy bien, muy bien —dijo Córbulo sentándose enfrente de mí. Artijes me miraba con las cejas enarcadas. Le devolví la mirada y le guiñé un ojo.
Rulo fue el siguiente. No era tan alto como su hermano, pero sí más gordo. Su barba, a diferencia de la de Córbulo, era casi cerrada. Era con mucho el más atractivo de los dos, con altos pómulos y, al revés que su hermano, ojos separados. Al menos tuvo la cortesía de dirigirse a mí mientras se sentaba, frotándose los ojos.
—Qué tal. Supongo que eres el nuevo preceptor ¿Podrías repetir tu nombre?
—Bostar.
—Ah, sí, Bostar. Nombre curioso. Tírame el pan, Córbulo.
Dimos la primera lección aquella tarde. Nunca la olvidaré. No enseñé nada, pero aprendí mucho. Los dos jóvenes llegaron tarde. Así que cuando entraron y se sentaron, me quedé exactamente donde estaba, en mi mesa, mirando por la ventana. Oí los susurros, las sillas raspando el suelo, un bostezo.
Finalmente, Córbulo dijo:
—Ejem, estamos esperando, preceptor.
—¿Esperando? —respondí sin darme la vuelta—. Analízame eso.
—¿El qué?
—Analiza «esperando».
—¿Qué quiere decir analizar?
—Quiere decir definir morfológicamente una parte de la oración. ¿Qué es «esperando»? ¿Un verbo, un sustantivo o un adjetivo?
—Es un verbo —dijo Rulo.
—¡Bien! —dije, dándome la vuelta para quedar cara a cara—. ¿Qué modo verbal?
Silencio. Rulo frotó el suelo con los pies.
—¿Infinitivo?
—Estás perdiendo el tiempo, preceptor. No sabemos nada de esas cosas —dijo Córbulo.
—¿Qué sabéis entonces?
—Bueno —dijo Rulo—, podemos decirte dónde encontrar el mejor corredor de apuestas de la ciudad.
—Y el mejor burdel —añadió Córbulo—. Hay uno al lado de la puerta oeste, con chicas negras. Algunas tienen los pechos más grandes que hay en el mundo, ¿verdad, Rulo?
—Así pues —dije—, juego y burdeles. La vieja Capua. Empecemos por el juego. ¿Qué sabéis de él?
Aquello los dejó confundidos.
—¿Qué quieres decir con qué sabemos? —dijo Córbulo.
—¿Cuándo empezó? ¿Por qué juegan los hombres? ¿A qué juegan? Esas cosas. Decidme todo lo que sepáis.
Así fue mi primera lección como preceptor en Capua. Mis alumnos resultaron estar muy bien informados. Fue una tarde interesante.
En Pisa tuvimos suerte, no sólo porque encontramos un barco sino por la marea. Ambos estaban a punto, aunque el patrón del barco nos trató con impertinencia. Era de la isla de Cerdeña, del pueblo de Tharros, adonde se dirigía con un cargamento de vino.
—Y Tharros, por si no lo sabéis, no es exactamente Massalia. Pero os llevaré allí. Y guárdate el maldito salvoconducto de mármol, centurión o lo que seas. No pienso pasar factura al Senado. Ya he hecho tratos con Roma antes. Primero te mandan el dinero y luego, antes de que te des cuenta, a los inspectores de hacienda.
Frontino se encogió de hombros.
—Como quieras. —Nos sentamos en cubierta, rodeados de rollos de cuerda, entre extraños olores a salitre y brea—. No has estado antes en el mar, señor. —Fue una afirmación más que una pregunta.
—No, no he estado.
—Bueno, al menos es otoño. La travesía no será mala. Quizás algo movida, una vez que hayamos pasado Córcega. Pero si te mareas será mejor que te quedes en cubierta. Respira hondo. Ahora, si me disculpas, señor, voy a dormir. Es una ley del soldado, señor: duerme cuando puedas.
Mi mente era un torbellino: demasiadas cosas nuevas. ¡E iba a reunirme con mi padre! Mis pensamientos, sin embargo, seguían volviendo al ejército y a lo que había aprendido de Frontino. ¿Qué imaginaba? Supongo que una breve campaña contra aquel Aníbal, con mucha disciplina, órdenes claras y hombres como Frontino que las obedecían sin cuestionar. Luego, con mi padre, volvería a Roma. Después, más triconium fori y luego completar el triconium militiae, como han hecho otros, en alguna parte de Italia... El barco crujía y avanzaba, rumbo al oeste a través de la noche.
—Dime, Frontino, ¿cuál es la cualidad más importante de una legión? —1e pregunté a la mañana siguiente, mientras desayunábamos pescado seco, pan, higos y agua salobre.
Su respuesta fue rápida y firme.
—Su ánimo, señor. No importa lo bien entrenada que pueda estar una legión. Su ánimo debe ser elevado.
—¿Quieres decir que tienen que querer luchar?
—No. Claro que la legión quiere luchar, cuando tiene que hacerlo. ¿Acaso no hemos jurado lealtad al Senado y al pueblo? Pero yo me refiero a cómo lucha. Tiene que hacerlo como un solo hombre.
—Pero dijiste que en Telamón te sentías completamente solo.
—Se está solo y no se está. Recuerda los escudos, señor. Las filas están cerradas, señor. Tu escudo te protege a ti, pero también el costado derecho del hombre que hay a tu izquierda, al igual que tu costado derecho está protegido por el hombre de tu derecha. Luchamos como individuos, pero como una sola línea.
—¿Y si algo falla en la línea delantera?
Frontino se rió.
—¡Si falla! ¡Sería mejor decir cuando falla! Cuesta mantenerse vivo y de pie, por no decir herido... o muerto.
—¿Por qué?
—Por la sangre, señor. En Telamón no llevábamos mucho tiempo luchando cuando la sangre nos llegaba ya a los tobillos. Estaba por todas partes. Nos chorreaba por los brazos y nos subía hasta la nariz. Teníamos tanta en las manos que se nos escurría la espada. Bueno, después de Telamón estuvimos tres días enteros limpiando el campo de batalla.
Nunca había pensado en aquello. Un hombre tiene, según dicen, alrededor de diez heminas de sangre. Doce heminas son un congio y ocho congios un ánfora, un ánfora como las que llevamos en este barco, altas como un hombre y más anchas. Los galos perdieron en Telamón, me había dicho Frontino, nueve mil hombres. Pongamos que cada uno de los muertos perdiera sólo la mitad de su sangre mientras estaba tendido en el campo de batalla. Eso daría cuarenta y cinco mil heminas, es decir, tres mil setecientos cincuenta congios, casi quinientas ánforas de sangre, derramada en una pequeña área.
Frontino estaba sentado, afilando el puñal con una piedra.
—Frontino, ¿este barco es grande? A mí me lo parece.
—Casi tan grande como el que más... aunque yo diría que éste va sobrecargado. Eso es una nave sarda. Mercancía pesada, vino. Esperemos no encontrar mal tiempo.
—¿Cuántas ánforas crees que transporta?
—No lo sé. Sesenta, quizá setenta. No más, o se hundiría. ¿Por qué lo preguntas?
—No importa —le sonreí—. Era sólo una idea. ¿Me dejarás la piedra de afilar cuando termines?
Aquella noche soñé con cinco barcos, cada uno con cien ánforas a bordo. Se dirigían al puerto de Pisa, pero la marea estaba baja y el puerto sin agua. Uno por uno, vaciaron las ánforas y pronto todo el puerto fue un mar de sangre. La sangre de Telamón. Me pregunto cuántos océanos ha llenado mi vida.
Estaba en mi habitación, tomando notas sobre el trabajo (no lo llamaré enseñar) de aquella tarde. Como he dicho, aprendí. Llamaron a la puerta.
—Adelante —dije.
Era uno de los esclavos.
—Mi amo dice que vayas a verle. Quiere hablar contigo a solas. Está en su estudio.
—¿Dónde está?
—Sígueme.
Llamé a la puerta ante la que me dejó el esclavo. Abrió Labieno. Parecía enfadado.
—Sí, Bostar —dijo al instante—. Acabo de hablar con mis hijos. Me han dicho que habéis pasado la tarde hablando de juegos y apuestas, ¿es cierto?
—Lo es, Labieno.
—Entonces será mejor que te expliques. ¿Qué te propones?
—Algo que aprendí del mejor maestro de todos los tiempos.
—¿Quién era ése?
—Sócrates, naturalmente.
—¡No estarás diciéndome que Sócrates enseñaba a hacer apuestas!
—No, te estoy diciendo que Sócrates empezaba siempre sus enseñanzas con algo que la gente ya sabía. No tengo ni idea de lo que puedan saber tus hijos sobre matemáticas, astronomía o retórica.
—¡Eso es exactamente lo que se supone que tienes que enseñarles!
—Sí y no. La enseñanza debería ser orientadora y no apremiante. Un diálogo y no una serie de conferencias. De todos modos, tus hijos son demasiado mayores para que les dé discursitos.
—Quizá, pero ¿por qué el juego?
—Por dos razones. Primero, porque quiero empezar con algo que tus hijos conozcan. Quizá no deberían conocerlo, pero es así. El juego tiene una historia y enseña muchas lecciones importantes.
—¿Y la segunda razón?
—Tus hijos y yo, Labíeno, tenemos que llevarnos bien si quieren aprender algo de mí. No tengo que gustarles, pero tenemos que llevarnos bien.
—Y pensaste que podrías empezar compartiendo sus pasiones.
—Exacto.
—¿Algo más?
—Sí, Labieno. Me interesa mucho más cómo piensa la gente que en qué piensa. Habré cumplido con mi obligación si consigo que tus hijos piensen en las cosas, en cualquier cosa, como es debido.
—¿Y cómo se debe pensar en las cosas?
—Con claridad, coherencia y sinceridad. Con la mente abierta a lo que hay detrás de las cosas y no a su apariencia. También con curiosidad, supongo.
—¿Y qué me dices de los hechos, Bostar? Soy magistrado. Las leyes son hechos. Dicto sentencia de acuerdo con las leyes, no con mi opinión, ni con curiosidad —añadió con ironía—. ¿Cómo calculas, por ejemplo, una circunferencia o la densidad de un cuerpo? Estos son hechos y quiero que mis hijos los aprendan.
—Y yo les enseñaré todo lo que sé sobre esas cosas; cuando estén preparados.
Su irritación se evaporó. Parecía, como siempre, cansado.
—Entiendo —dijo, y se dirigió a su escritorio. Allí se detuvo y dio media vuelta para mirarme—. ¿Sabes, Bostar? Eres un misterio, una incógnita. No sé lo que hay detrás de ti, y sé poco de lo que aparentas. ¿He sido imprudente, necio o —lanzó un bufido— sólo curioso?
—No soy yo quien debe decirlo, Labieno. Pero si quieres que me vaya, lo haré.
Nos miramos a través de la habitación; personas diferentes, diferentes razas, diferentes vidas, reunidas por casualidad.
—Muy bien, Bostar —dijo sonriendo—, pero no quiero que mis hijos te pillen apostando... ni tú a ellos. Tienes tus métodos, obviamente. Poco convencionales, pero así son las circunstancias. Te concederé tiempo, para que triunfes o para que fracases. —Su cara se iluminó—. Dejemos esto. He tomado una decisión y la mantendré. Te veré en la cena.
El puerto de Massalia era inmenso y estaba lleno de barcos cuando entramos en él. Mercantes como el nuestro, con dos velas, esquifes, barcas de pesca, falúas, gabarras, veleros como los que había visto en el Tíber, embarcaciones con el ancla echada o de paso. Alrededor de todos ellos pululaban barcas de remos con jóvenes que ofrecían fruta, flores, camisas, dulces, pasteles de miel y vino. Y entonces las vi, amarradas en el muelle: dos galeras romanas, largas y siniestras; en la popa, brillando al sol, se veían los grandes tambores encargados de dar a los remeros el ritmo de la navegación.
—¡Excelente! —dijo Frontino a mi lado, inclinándose sobre la borda.
—¿Qué? —pregunté.
—Las galeras, señor. El prefecto sabrá dónde está tu padre exactamente. No creo que esté a más de media jornada a caballo.
—Explícate.
—La marina y el ejército trabajan juntos, cuando pueden. Los barcos transportan el suministro de los soldados y los soldados ocupan sus puestos en los barcos cuando está a punto de haber un combate.
—¿Los soldados? ¿Y los remeros?
—Los remeros, señor, reman. Son esclavos, no soldados.
—¿Y si las galeras no tienen tiempo de embarcar a los soldados?
—Sus órdenes son huir. Pero si no pueden, entonces es preferible embestir al enemigo y esperar lo mejor.
—Yo pensaba que las galeras siempre se embestían entre sí.
—Cierto, señor, lo hacen cuando entran en combate. Pero ¿ves esa pasarela elevada que hay en ambas galeras, en el centro?
—Sí.
—Bueno, eso es el cuervo. Cuando estemos más cerca, verás que cada cuervo tiene un largo espolón en la punta. Y toda la pasarela oscila gracias a unos goznes. Cuando las galeras llevan soldados a bordo, embisten a los barcos enemigos y bajan los cuervos. Con un poco de suerte y buen juicio, el espolón se clava firmemente en el casco del enemigo. Entonces los soldados cargan y luchan. ..
—¡Como si estuvieran en tierra!
—Exacto, señor. Nuestras galeras imitan a los barcos cartagineses que capturamos en la última guerra. Pero el cuervo es una invención romana, creo que de nuestro admirado Régulo.
—Sí, he oído hablar de él. Fue capturado por los cartagineses y enviado a Roma con las condiciones del armisticio. El Senado dijo que no las aceptaba y Régulo volvió con la respuesta a Cartago. Cuando oyeron lo que tenía que decir, los cartagineses le cortaron la lengua, le sacaron los ojos y lo devolvieron a Roma.
—Cierto. ¿Sabes quién le cortó la lengua?
—No. ¿Quién?
—Amílcar Barca.
—El caudillo cartaginés. He oído hablar de él. Mi tío abuelo Cornelio era cónsul y jefe militar de Sicilia cuando Amílcar se rindió y dio por terminada la guerra.
—¿Rendirse? No se rindió, señor. Se fue. No se sometió a1 yugo. Pero ésa no es la cuestión. ¿Sabes quién es hijo de Amílcar?
—No, dímelo.
—Aníbal. —Frontino estaba mirando en línea recta hacia el muelle—. Como te dije, yo soy sólo un soldado, pero cualquier hijo de Amílcar sentirá un odio antinatural por Roma.
—Pero, Frontino, el saqueo de Sagunto no es la guerra.
Se había puesto serio.
—Quizá sí, quizá no. —Dio media vuelta para mirarme. Su voz era más baja cuando añadió—: ¿Quién sabe? Quizá sólo sea mi sangre campesina, pero hoy me duele la cicatriz. Vamos, señor, tenemos que prepararnos para desembarcar.
Aunque con los ojos quizás algo legañosos, Córbulo y Rulo se presentaron en clase a la mañana siguiente a la hora señalada. Era una victoria silenciosa que Labieno notaría. Estos indicios formales no significaban mucho para mí, pero para él sí. Muchos hombres viven y mueren por tales cosas. Yo no era mejor; sólo diferente.
Tenía preparado el tema de la clase: la prostitución. La educación, después de todo, se ocupa de los seres humanos. Pocas profesiones son más humanas que la más antigua del mundo.
Después de las habituales cortesías, anuncié el tema y (mientras se quedaban boquiabiertos) comencé al mejor estilo socrático con una pregunta:
—¿Por qué, caballeros, creéis que hay prostitutas en el mundo?
—¿Por qué? —dijo Córbulo—. ¡Por los lascivos como éste! —Y dio a su hermano un codazo en las costillas.
—¡Bien! —dije—. La necesidad masculina. Los marineros, por ejemplo, que pasan meses en el mar y necesitan descargar sus fluidos. Los hombres como vosotros, que sois patricios y tenéis grandes responsabilidades encima, pero que a pesar de todo sois hombres. ¿Verdad?
Ambos asintieron apreciativamente.
—Pero ¿es eso todo? ¿No puede haber otras razones?
—¿Como cuáles? — preguntó Rulo.
Había captado la atención de ambos, era evidente.
—Bueno, ¿qué tal la religión?
—¡Si! —dijo Rulo—. ¡He oído decir que las vírgenes vestales son las rameras peores! He oído que, por el precio adecuado, puedes tenerlas.. .
—¿A todas? —dijo Córbulo.
Se imponía cambiar la orientación del tema.
—Caballeros, considerad que en Egipto, en Fenicia, en Asiria, en Caldea, en Canaán y en Persia, la adoración a Isis, Moloc, Bel, Astarté, Militta y otras deidades comporta la prostitución.
—¡Ahí va! ¡Cuánto coño! —dijo Córbulo.
—Por favor preferiría que no utilizáramos, el... lenguaje vulgar en esta aula.
Así avanzó la mañana, tal como yo quería, más despacio que el sol. Así fue el lento aprendizaje que comencé en la casa de Labieno. Pero mi camino había comenzado.
Encontramos la oficina del prefecto con facilidad, en una casita situada un poco más arriba del puerto. El gordo, calvo y sudoroso escribiente parecía asustado.
—Bueno, pero ¿dónde está?
—Se. . . se ha ido a Roma —balbució el hombre.
—¿Quién le autorizó?
—Nadie. Al menos, eso creo. No había nadie a quien preguntar. Las noticias de Sagunto eran terribles. —El hombrecillo se inclinó sobre el escritorio y nos miró con intensidad—. ¿Sabéis? Dicen que Aníbal no es un hombre, sino un. . .
—¡Cierra el pico, imbécil! —exclamó Frontino. Empezaba a ver algunas de las cualidades que le habían llevado a ser pilo primero—. Con o sin tu prefecto, necesito caballos, comida y ropas limpias. ¡Y por encima de todo, necesito saber dónde está Escipión! El escribiente retorció el estilo con nerviosismo.
—Desde luego, señor, desde luego. Puedes coger todo lo que necesites. El almacén y las cuadras están en la parte de atrás.
—¿Y Escipión?
—Perdóname, señor, pero ¿a cuál te refieres?
—¡Idiota! —gritó Frontino.
Pensé que iba a golpear al escribiente. Alargué la mano y le toqué la espalda.
—La verdad, Frontino —dije con calma—, es que ha sido una buena observación. —Di un paso hacia la mesa—. Escribiente, soy Publio Cornelio Escipión. —El hombre tragó saliva y pareció aún más alarmado—. Hemos venido a reunirnos con mi padre, que se llama igual que yo, y no con mi tío Cneo Cornelio. ¿Dónde está mi padre?
—Bueno, señor, puedo ayudarte. Para empezar, los dos son uno.
—¡Habla en latín, maldito escribiente, no con acertijos! —bramó Frontino.
—¿Quieres decir que los dos ejércitos se han unido? —pregunté.
—Exacto, señor, exacto.
—¿Y dónde?
—Nos ha llegado un despacho esta misma mañana, señor, en las galeras que, sin duda, habrás visto en el puerto. Buenos barcos, ¿no creéis...?
Me incliné hasta que mi cara estuvo a un palmo de la suya.
—¿Dónde?
—Tu padre el cónsul, señor, y tu tío el legado. ..
—¡Ya sabemos qué cargo tienen, cretino! —dijo Frontino con un silbido peligroso.
—Tus ilustres parientes, señor, están cerca de la desembocadura del Ródano.
—¡Por Hércules! Se mueven rápido —exclamó Frontino—. ¿A qué lado de la desembocadura?
—Al este.
—¿Y nuestra flota? —pregunté.
—La mitad con tu padre, señor, la otra mitad en Sagunto. —Entonces debemos darnos prisa —dijo Frontino—.Vamos, señor, vamos.
Repasamos los aspectos religiosos de la prostitución. Hablé a mis alumnos, por ejemplo, de los grandes jardines que rodean el templo de Bel en Babilonia y de que todas y cada una de las babilonias, tanto de alta como de baja cuna, tienen que perder la virginidad allí y recibir dinero a cambio para poderse casar. Esto, expliqué, es prostitución ritual, aunque religiosa. Como tiene lugar en los jardines del dios, significa que el dios posee a la mujer primero y por lo tanto no estará celoso, sino que bendecirá el matrimonio.
Tal como esperaba, el asunto interesó a los muchachos. Tuvimos una conversación sustanciosa. Al menos pensaban en algo más que en su propio placer.
—¿Todas las mujeres encuentran cliente? — preguntó Rulo.
—Deben hacerlo —contesté.
—¿Por qué? — preguntó Córbulo.
—Porque para casarse tienen que tener un certificado de desfloración, firmado por un sacerdote del templo.
—¿Quieres decir que un sacerdote las inspecciona después del acto?
—Sí.
—¡O hace el trabajo él mismo, seguro! —dijo Rulo.
—Seguro que sí, a veces.
—¿Y qué pasa con las feas, con los adefesios impresentables? —Córbulo era el más reflexivo de los dos.
—No lo sé —contesté—. Quizá tengan que pagar para tener a alguien a quien, bueno... a quien comprometer, antes de recibir ellas mismas la tarifa concertada.
—Quizá —intervino Córbulo— sobornen a los sacerdotes para que les den un certificado.
Y así seguimos durante varios días. Del aspecto religioso de la prostitución pasamos al legal y, finalmente, al médico. Ninguno de los dos, o eso dijeron, había cogido nunca purgaciones; quizá les ahorré la experiencia. Así pues, en unos días, gracias al tema de la prostitución, había introducido la religión, la ley y la medicina en un plan de estudios informal pero efectivo.
El almacén del prefecto era grande y estaba bien provisto. Tenía cajas de quesos, jamones colgando de las vigas y grandes cántaros llenos de vino.
—Mira a ver si puedes encontrar galletas, señor —dijo Frontino al entrar, mientras nuestros ojos se acostumbraban a la débil luz—. Yo miraré por ahí —añadió señalando la izquierda.
—¿Galletas?
—Sí, señor. Raciones normales. Tortas de cebada, quizá, para ti.
—Pero podemos comprar pan en el mercado...
—No hay tiempo para eso, señor, ni para cambiarnos de ropa. Un jamón, un queso, unas galletas y nos vamos. ¡Ah! Y necesitaremos un pellejo de agua cada uno. Veo algunos ahí encima.
—Haces que esto parezca un viaje difícil, Frontino.
—¿Difícil, señor? No. Sólo apresurado. Y estamos en las Galias: no encontraremos postas aquí.
—Dicho esto, desapareció al fondo de un pasillo, entre las filas de estanterías.
Una vez fuera, entorné los ojos para evitar la brillante luz del sol. La brisa nos traía los ruidos y olores del puerto, más abajo. El zurrón que Festo me había dado estaba lleno otra vez, y también las alforjas de Frontino.
—Ahora vayamos a las cuadras. Por aquí, señor —dijo Frontino rebuscando dentro de sus alforjas.
Me dio una galleta rectangular, marrón, y dura. Me metí una punta en la boca, haciendo una mueca.
—¡No, así no, señor! —exclamó Frontino—. Te romperás los dientes. Hay un chiste militar que dice que este sano alimento se utiliza como lastre. Chúpalo, no lo muerdas.
Así que, chupando galleta, subimos la colina en dirección a las cuadras. Había doce caballos en los pesebres. Me quedé en el umbral mientras Frontino iba de pesebre en pesebre. Cuando revisó el último, se volvió hacia mí, escupió al suelo, puso los brazos en jarras y exclamó:
—No sirven, señor. ¡Malditos prefectos!
—¿Qué quieres decir, Frontino? A mí me parece que son magníficos.
—Sí. .. para un desfile. —Había vuelto a mi lado—. Son animales de lujo, señor, ideales para los prefectos y para los recaudadores, incluso para los mercaderes, para exhibirlos. Pero no tienen lo que necesitamos.
—¿Y qué es?
—Fuerza y paso seguro. Estos están criados para que tengan buen aspecto. Sus patas, por ejemplo. Son como agujas. Se romperán en el primer tramo de terreno abrupto que encontremos. Y tienen las patas flojas debido a toda esa paja que pisan. No, señor, no tienen ninguna utilidad para nosotros. Iríamos más rápidos recorriendo a pie todo el camino. Pero sé lo que necesitamos.
—¿Qué, Frontino?
—Mulas, señor, necesitamos mulas.
En un solar que había detrás de las cuadras encontramos unas cuantas pastando.
—¡Mira! —dijo Frontino irritado—. Mira eso, señor. El pilar está seco. Dan a sus caballos de lujo paja, heno y avena, pero ni siquiera se molestan en dar agua a las mulas.
Echó el contenido de su pellejo en el pilar. Las cinco mulas se acercaron corriendo y empujándose.
—Elegiremos las dos que lleguen antes, señor. Dame tu pellejo. Cuando se fue a llenar los pellejos, observé las mulas. Se espantaban las moscas con las orejas y el rabo mientras bebían. Otra lección, un nuevo aprendizaje. No ha sido, me dije, la sangre campesina de Frontino lo que le ha hecho solidarizarse con las mulas. Ha sido la práctica de la supervivencia y la guerra. Sacaría a relucir el tema de las cuadras del prefecto cuando hablase con mi padre.
—¿La mula, señor, o el burdégano?
—¿Qué?
—¿Cuál de los dos prefieres montar?
Me sentí confuso.
—A mí me parecen iguales. —Lo eran. Ambos de pelo castaño, de cabeza pequeña y gruesa, las orejas largas, las costillas estrechas, patas cortas—. ¿Cuál es la diferencia?
—Lo de la izquierda es un burdégano, lo otro una mula.
—Pero las mulas son mulas, ¿no? ¿Qué es un burdégano?
Sonrió.
—No es por faltar al respeto, señor, pero ¿qué os enseñan a los patricios en Roma? Una mula nace de un asno y una yegua, y un burdégano de un caballo y una burra.
—¿Cómo puedes notar la diferencia?
—Mira la línea del cuello. ¿Ves el burdégano? Más despatarrado, más tieso. ¿Ves lo que quiero decir?
—No puedo decir que sí, Frontino.
—No importa, señor, ya aprenderás. Bien, yo montaré la mula. Soy más pesado que tú, y ellas son más fuertes. Aunque yo prefiero los burdéganos.
—¿Por qué?
—Pregunta a cualquier mulero. Mucha resistencia. Nunca se rinden. Los burdéganos trabajan hasta que se caen. A una mula no la puedes obligar tanto. Se ponen patitiesas cuando están cansadas y sólo un incendio las puede mover. Pero vamos, señor. Será mejor que nos pongamos en camino. —Miró al sol—. Haremos un buen trecho hoy, si nos damos prisa.
Así pues, en lo que para mí eran pese a todo dos mulas, partimos de Massalia. Mientras cabalgábamos hombro con hombro a lo largo de la calle principal, en dirección al oeste, la gente nos miraba. Los herreros dejaron de martillear, los comerciantes de regatear; los niños detuvieron sus juegos en la calle.
—Parece que no les gustamos mucho a esta gente, Frontino —dije.
—Tienen sus razones —contestó.
—¿Por qué? Nunca hemos luchado contra Massalia.
—Los massaliotas nunca luchan contra nadie. Lo único que quieren es dinero. Bueno, comerciarían con el mismo Plutón si pudieran sacar algún provecho.
—Pero Roma les proporciona comercio. Somos aliados. Entonces, ¿por qué son hostiles?
—Porque somos soldados. Traemos la guerra más a menudo que la paz y la guerra es mala para el comercio de casi todo el mundo.
—¿De casi todo el mundo?
—Bueno, los mercaderes que suministran a los ejércitos y a los barcos se enriquecen, desde luego. Pero nadie más.
—¿Quién dice que traemos la guerra?
—Quizá no lo digan. Son marinos. Intuyen las cosas, como yo.
—Bueno, estoy seguro de que Aníbal está ya muy lejos de aquí, camino del sur. Dentro de un mes, estarás en tu guarnición de Placentia y yo habré vuelto a Roma. Quién sabe, si vuelvo a mi escuela de equitación, quizás incluso aprenda a cabalgar.
Era, supongo, un mal chiste. Un sentido que Frontino no tenía en abundancia era el del humor. A mí siempre me había gustado reír. Ahora me está abandonando, a la sombra del veredicto que espero, al igual que en otoño se debilita la luz. ¿Cuándo sabremos algo?
—La mejor forma de aprender, señor, es practicar. Lo estás haciendo bien. Bueno, ya casi estamos fuera de la ciudad. ¿Listo para trotar? —Asentí—. De todas formas, tengo la extraña sensación de que practicarás más de lo que esperas.
El camino que partía de Massalia estaba lleno de polvo, pero era bueno. Cabalgamos sin cesar y sin hablar. Me fui acostumbrando al soporífero ritmo del burdégano. El paisaje estaba dominado por los arbustos. Aquí y allá, una nube de humo o el débil ladrido de los perros revelaba la presencia de un pueblo o de una aldea, aunque no veíamos ninguno. A la izquierda, las salinas se extendían hasta el mar, con las cañas agitadas por la brisa. Seguimos el sol poniente.
Frontino, que iba delante, tiró del bocado y desmontó.
—Acamparemos aquí para pasar la noche, señor —dijo mientras yo me detenía igualmente.
—Pero todavía queda una hora de sol por lo menos. Creía que teníamos prisa.
—Sí, señor, pero mañana no verás otra como ésa. —Seguí la dirección de su brazo estirado y vi la fuente—. Será la última vez que encontremos agua potable antes de llegar al Ródano. Y las mulas necesitan beber a gusto.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira las manchas blancas de sus hocicos. Quieren decir que están sedientas. Ni hablar de seguir adelante. Incluso las mulas se agotan, señor. Les daremos de beber y luego las dejaremos pastar, y nosotros comeremos y dormiremos para ponernos en marcha con la primera luz. Nos reuniremos con tu padre a media mañana, si está donde creo que está.
Un codazo a medianoche me despertó a medias. Otro y abrí los ojos. Las estrellas brillaban en lo alto y la brisa era fría. Sentí una mano apretándome el brazo. Vi la cara de Frontino junto a la mía, en el suelo, donde se había tendido. Con la mano libre señaló el grupo de jóvenes eucaliptos donde había atado las mulas. Vi las sombras que arrojaban los árboles y oí el susurro de las hojas y la fuente que había detrás de nosotros, nada más.
Abrí la boca para preguntar «¿qué pasa?», pero intuí tanto como vi la intensidad de su dedo en sus labios. Iba pese a todo a decir algo cuando la capa bajo la que Frontino había estado cayó al suelo y lo vi en pie y corriendo. Débilmente, en la oscuridad, oí un gruñido, luego un grito ahogado de dolor y yo también me levanté; desconcertado, corrí hacia los árboles y hacia el ruido. Tropecé con algo y caí. Alargué la mano. Toqué la barba de un hombre y retrocedí. Tenía la mano pegajosa. Lamí la humedad con la punta de la lengua. Salada: sangre. Me estremecí, doblé la rodilla y corrí.
Oí que Frontino decía:
—¿Quién eres? —Yo estaba aturdido, sin aliento, con el corazón dando saltos, entre los árboles. Entonces oí, en voz más alta—. Responde o muere.
Tropecé con ellos en un pequeño claro. A la luz de las estrellas vi una daga brillar en la garganta del hombre y, mientras me acercaba, cayó sobre mí, con los ojos saliéndosele de las órbitas, atónitos, abiertos y con la sangre corriéndole por el pecho. Cayó de rodillas y, lentamente, se desplomó en el suelo.
Frontino dio un paso adelante.
—¿Estás bien, señor? —Se inclinó para limpiar la daga en la espalda del muerto.
—¿Bien? Estoy... ¿qué ha pasado?
—Ladrones, señor. .. o peor.
—¿Peor? ¿Qué quieres decir?
—Bueno, ya no lo sabremos. Pero podían ser espías o. . .
—¿Espías? ¿Y qué querían?
—Esto, señor.
Frontino puso la mano derecha en el zurrón que llevaba colgado. Los despachos del Senado para mi padre.
—¿O?
—¿Perdón, señor?
—Has dicho «espías o».
—O asesinos.
—¿Asesinos? ¿Y por qué iban a querer matarnos?
—¿Matarnos? Tienes razón. A nosotros no.
—¿A quién, entonces?
—A ti, señor. ¿No te llamas Escipión? Vamos, coge tu bolsa y la mía, hazme ese favor. Recogeré las mulas y nos iremos.
—Pero aún está oscuro.
—Hay suficiente luz para matar, por tanto hay suficiente luz para cabalgar. No me fiaría de un caballo, pero las mulas tienen el paso muy seguro.
—¿Por qué no esperamos a que amanezca?
—Porque los problemas, señor, son como los cardos. Aparecen en grupo.
Así, bajo la luz de las estrellas, seguimos cabalgando, hombro con hombro. Tenía hambre y sed y estaba conmocionado. El camino llevaba hacia el interior. Empezó a subir y bajar, y los árboles que lo flanqueaban se espesaron y parecían amenazarnos en la oscuridad. Frontino se detuvo. Yo también.
—No me gusta esto, señor —dijo en voz baja—. Había olvidado que esta zona estuviera tan arbolada. Necesitamos terreno abierto.
—¿De verdad crees que puede haber más asesinos?
—Quizá sí, quizá no. —Era su expresión favorita. Silbó suavemente—. Bien, tenemos que arriesgarnos. Vamos a cabalgar a medio galope. Tú ven detrás de mí. Ante cualquier problema, galopa, señor, espolea al burdégano y corre. No te detengas ni me esperes si nos separamos.
—¿Que corra? ¿Hacia dónde?
—Sigue por el camino. Hasta el Ródano. El campamento de tu padre debe de estar en la desembocadura.
—¿A qué distancia está?
—A dos o tres horas. Bien, señor. Primero, quiero que cojas esto. —Frontino cogió el zurrón que llevaba y me lo dio. Me pasé la correa por la cabeza y me lo puse en el pecho—. Recuerda, señor, que es sólo para los ojos de tu padre. —Asentí. Mi burdégano se agitaba inquieto—. Segundo, ambos tenemos que comer y beber.
Cogió el pellejo de agua que llevaba detrás, lo destapó y echó un largo trago antes de pasármelo. El agua estaba fría, me dio dentera y sentí un escalofrío. No acabó con la sequedad de mi boca. Había gente que quería matarnos y allí estaba yo, en un burdégano en medio de la noche... Frontino me pasó un trozo de queso. Lo mordí, pero ya no tenía apetito.
—No puedo comer, Frontino.
—Debes hacerlo. Ya te he dicho que los soldados duermen cuando pueden. Lo mismo pasa con la comida —dijo masticando.
Lo intenté de nuevo. Mi burdégano se puso a cagar y oímos el impacto blando de las boñigas contra el suelo.
Frontino rió por lo bajo.
—Ya ves, señor, la vida sigue. Aprende la lección de la mula. —Acarició el cuello de la suya—. La vida sigue... aunque siempre es útil que tú quieras que siga. ¿Dónde está tu puñal, señor? Supongo que tienes uno.
—Está en mis alforjas.
—Pues sácalo.
Lo hice, sentí el frío de la empuñadura de la daga de mis primeras Saturnales, y recordé las palabras de mi padre cuando me la dio. No sabía dónde ponerla. Frontino se percató de lo que pasaba.
—Así, señor —dijo levantándose la túnica hasta el muslo. A la débil luz, vi una daga sin vaína, sujeta a su pantorrilla derecha, inmediatamente por encima de la bota—. Deja la vaína en las alforjas. —En el aire inmóvil, se oyó claramente el ruido que hizo al rasgar el borde de su capa. Me lo tendió. Átate la daga a la pantorrilla, como yo. Y en una pelea, señor, déjala ahí todo el tiempo que puedas.
—¿Que la deje? Pero yo pensaba...
—Muchos bajan la guardia cuando creen que están luchando con un hombre desarmado. —Sonrió; vi sus dientes en la oscuridad—. No estés tan preocupado, señor. Saldremos de ésta. Sólo estamos tomando precauciones. ¡Venga, estaremos con tu padre para la comida de mediodía! ¿Listo?
Me froté la cara con las manos.
—Sólo una cosa más, Frontino.
—¿Sí?
—La daga. —Me molestaba en la pierna.
—¿Qué le pasa a la daga?
—Con Lanisto sólo aprendí a manejar la espada y el pilo. ¿Cómo se utiliza una daga?
—Como se pueda, señor. Las corvas, el cuello y el corazón son los mejores blancos. Pero espera al momento oportuno. Frente a una espada, ataca inmediatamente después de la primera estocada. Agáchate o desvía la estocada, luego échate contra el otro, rápido.
—¿Me enseñarás?
—Me gustaría mucho, señor... en el campamento. Ahora —dijo abrochándose el cinto de la espada—, cabalguemos.
Esperé hasta que Frontino se perdió de vista en la oscuridad, hasta que oí que su mula pasaba al galope ligero. Entonces espoleé a la mía e hice lo mismo. Los árboles impedían casi por completo que se filtrara la luz de las estrellas, pero el aire de la noche era frío y mi cara lo agradecía, y el ritmo del galope pronto fue el mío.
Oí chocar acero contra acero antes de ver las sombras y mi burdégano relinchó alarmado. Las acciones fueron muy rápidas y he de retroceder mucho para recordarlas. Mi burdégano redujo la velocidad. Vi a dos hombres montados en sendas jacas, con las espadas desnudas, dando vueltas alrededor de Frontino. Recuerdo que me quedé boquiabierto y que el queso que había comido comenzó a repetírseme. Estaba soñando. El grito de Frontino me despertó, me salvó.
—¡Sigue, señor, sigue adelante!
Espoleé con violencia al burdégano y éste dio un salto, relinchó y cambió de posición tan rápidamente que casi me tiró al suelo. Salté hacia atrás, hacia delante, apretando con fuerza los muslos para mantenerme encima, soltando las riendas y abrazándome al crinado cuello del animal. Corrimos hacia ellos, pasamos por su lado y uno de los asaltantes, gritando, me interceptó el paso con su jaca. Pasé tan cerca de él que pude olerle y mi pierna izquierda rozó el hocico de la jaca. Medio oí los gritos, perdidos en el viento.
El dolor fue rápido y agudo, breve y punzante. Todavía estaba inclinado sobre el cuello del burdégano cuando algo, un pilo probablemente, me rozó la paletilla izquierda, rasgando la capa y la camisa, y creo que lo oí estrellarse contra los árboles que había detrás de mí mientras seguía corriendo. Galopé con la cabeza dándome vueltas y viendo manchas delante de los ojos, cabalgué hasta que la oscuridad empezó a desaparecer y los árboles dejaron pasar la luz, y no cabalgaba, sino que me dejaba llevar por aquella antigua sabiduría de los animales que aconsejaba correr más que el miedo.
El dolor de los dedos, aferrados a la crin, me detuvo, y la respiración jadeante del burdégano. El galope cambió al trote y rápidamente al paso. Me ardía la espalda. Me enderecé lentamente, me toqué la cara y la sentí húmeda, blanda y pegajosa. Me miré la mano, sorprendido. Babas de burdégano, con sus diminutas burbujas destellando a la luz. Me pasé la mano por el pecho hasta llegar a la espalda. Volvió roja. Recuerdo que sentí un retortijón y la boca tan seca que pensé que iba a ahogarme; tenía que continuar... ¿y si me perseguían?... y una y otra vez espoleaba al burdégano. Reacio y sin ganas, el animal empezó a trotar de nuevo, redujo la marcha y lo espoleé otra vez, y otra, y otra.
Estaba medio dormido. El camino estaba despejado y desierto. Íbamos al paso, yo tirado sobre el cuello áspero y sudoroso del burdégano. Sentía el sol en la espalda y oía el zumbido de las moscas a mi alrededor y sobre mí. La montura titubeó y la espoleé; sólo era consciente de la voluntad de seguir adelante.
Comprobé que las lámparas estaban llenas de aceite. Había una en mi mesa. Puse otra y despabilé las dos. Desempaqueté el bulto de objetos que Artijes me había comprado. Compás, escuadra; estilos, las mejores tablillas de cera de abeja, cinco pedazos de vitela, cinco plumas de ave, un frasquito de tinta con tapón de corcho. Había especificado que quería sepia, el líquido negro que se saca de la jibia. La tinta barata, que suele estar hecha de carbón o de hollín, la conocía demasiado bien. A los pocos años, desaparece.. . y tal es el motivo por el que la prefieren los mercaderes, que difícilmente pueden pagar impuestos por cuentas que nadie puede leer. Abrí el frasco y me lo acerqué a la nariz. Sí, sepia, el único olor más fuerte que el del garo que había sentido durante los años que estuve con Publio Aponio. Como ya dije, era un hombre honrado.
Examiné cuidadosamente la cera de las tablillas en busca de impurezas. No las había. Cerré los ojos un momento y la imagen del hijo de Apurnia, Hannón, llenó mi mente. ¿Era posible? Aparté el pensamiento. Estaba listo para empezar.
La idea se me había ocurrido mientras me llevaban a Capua detenido. Mis manos estaban atadas, así que no podía sujetar las riendas. Pero había observado a los jinetes romanos que me rodeaban. Gobernaban a sus caballos, como era de esperar, con las riendas. Y las riendas llevaban al freno y al bocado. ¿Qué guía entonces al animal? No son, pensé, las riendas, ni el freno ni el bocado. Es el ángulo preciso del brazo del jinete en relación con las riendas, el freno y el bocado. En la base de todo estaban los ángulos, y esto era lo que quería investigar. El ángulo del bocado con el freno, el del freno con la quijada y el cuello del caballo, y el del antebrazo con el brazo del jinete. Parecía una cosa y era otra, y volví a la geometría, una pasión de mí infancia, una pasión de mi padre antes de... pero ya hablaré de esto, supongo. A su tiempo. Ahora sólo diré: antes de que llegaran y se me llevaran.
Estaba sentado, repantigado en la silla. Tenía un respaldo cómodo y acolchado de pelo de caballo, cubierto de piel. La casa de Labieno era muy cómoda. Llamaron suavemente a la puerta.
—Venite. Adelante —dije en voz alta, dando media vuelta. Era Artijes.
—Ah, estás trabajando, Bostar.
—No, iba a ponerme ahora, Artijes. Pero pasa. Siéntate en la cama. —Me levanté y giré la silla hacia él.
—Gracias. Sólo he venido a ver cómo estabas. Siento haberme perdido la cena. Pero tuviste a tus alumnos de compañía, ¿no?
—Sí, y a Labieno.
—¿Fue bien?
—Sí, muy bien. Los chicos entretuvieron a su padre con anécdotas sobre la prostitución.
Artijes emitió una risa discreta.
—Vaya, siento habérmelo perdido.
—Oh, estoy seguro de que es un tema sobre el que Rulo y Córbulo volverán. Pero ¿dónde estabas entonces?— pregunté.
—Fuera.
—¿Fuera? Eso es más bien misterioso, Artijes. El enigma de la casa de Labieno se hace mayor.
—No por lo que a mí respecta, Bostar. Estaba fuera visitando a un paciente.
—¿Eres físico?
—Lo soy O así me llaman. Traté a Labieno a causa de la gota hace algunos años y luego me pidió que me quedara.
—¿Y quién era tu paciente esta vez?
—Un sastre. El de Labieno, entre otros. Tiene buenos clientes y trabaja mucho... o trabajaba.
—¿Trabajaba?
—Sí. Ahora hace varias semanas que no hace nada.
—¿Por qué?
—Un caso de mucho por poco. Muy común, me temo. Se clavó una aguja en el índice izquierdo, pero la herida se infectó y ahora su sangre está emponzoñada. Está muy enfermo.
—¿Fiebre?
—Sí.
—¿Alucinaciones?
—Sí.
—¿Cómo están sus iris?
Artijes sonrió y sacudió la cabeza. La vi oscilar, entrar y salir de la luz de la lámpara.
—Vaya, hay más en ti de lo que pensaba, Bostar de Calcedonía. Así que eres físico además de maestro.
—No, pero me interesa la medicina. He visto muchas enfermedades, del cuerpo y de la mente, en la vida que he llevado.
Estaba a punto de responder, pero cambió de idea. Bostezó y se frotó los ojos.
—Lo siento. Estoy cansado. Tendremos que continuar esta conversación por la mañana. En fin, ¿tienes todo lo que necesitas?
Me puse en pie.
—Gracias, Artijes. Todo lo que necesito y más. Buenas noches.
—Hasta mañana, entonces. Buenas noches.
Sonrió, se levantó, se fue y cerró la puerta suavemente tras de sí. Era un hombre del que quería saber más. ¿Se aproximan los humanos entre sí por medio de ángulos? Una ocurrencia. Tendría que empezar con algo más sólido.
Sentí el retumbar de la tierra, venía hacia mí. Escóndete. Tenía que esconderme. El burdégano no necesitaba estímulos para pararse. Desmonté, caí y me puse en pie tambaleándome. El ruido estaba más cerca; venía del oeste. Cogí al animal por el freno y tiré con fuerza. Había carrizos al lado del camino; allí podríamos escondernos. El burdégano tensó las patas y relinchó suavemente. Luego, empujándome, se tiró al suelo, jadeando con fuerza. Yo. . . ¿por qué no podía tumbarme también, y dormir, y soñar, y volver a Roma, y volver con Hispala, boca abajo, piel sobre piel? Sentí que me corrían las lágrimas, de frustración, de fatiga, de confusión, de dolor.
«Recuerda que eres un Escipión», me había dicho mi padre. Todavía estoy convencido de que se salió con la suya. No había simpatía: sólo el hecho. Era y soy un Escipión y así como ahora aguardo el veredicto del Senado y del pueblo de Roma, así entonces asumí lo que soy en mi ser y en mi sangre.
Me sacudí. Cogí el pellejo de agua del lomo de la montura, comprobé que todavía tenía el zurrón con los despachos y noté la daga en la pantorrilla. Titubeando, fui hasta los carrizos mientras el ruido de los cascos se acercaba y, al mirar hacia atrás, vi la nube de polvo que levantaban los jinetes que se acercaban.
Vi un tronco caído desde hacía mucho, de un viejo roble, medio hundido en el barro. Me agaché detrás y sentí dolor en la espalda. No podía escapar de unos hombres a caballo. ¿Dónde estaría Frontíno? ¿Estaría vivo, herido o muerto? Pensamientos desordenados e imágenes flotaban en mi cerebro como desperdicios en el Tíber. La larga y recta Vía Flaminia. Las ánforas del barco que nos había llevado a Massalia. Sangre. Hombres anegados en sangre en Telamón. Los quisquillosos dedos de Eufanto escribiendo en la cera. Me concentré en el camino. Las formas que veía danzaban ante mis ojos. Volví a encogerme. Vi sus colores. Eran de la caballería romana.
Me puse en pie.
—¡Aquí! —quise gritar, pero sólo me salió un graznido, ya que mi garganta estaba seca. Los labios me picaban; me los lamí—. ¡Aquí! —conseguí decir, levantando el brazo derecho.
No creo que me oyeran, pero me vieron. La turma, treinta caballos y treinta jinetes, se detuvo. El polvo se arremolinó a su alrededor, sus armaduras brillaban al sol mientras yo correteaba entre los carrizos, chapoteando.
Dos corrieron hacia mí, quitándose los cascos al acercarse.
—¿Eres Escipión hijo? —dijo el más alto.
—Sí.. . —tartamudeé—. Sí, lo soy.
Ya estaban a mi lado.
—Yo soy Silvio, señor, decurión del ejército de tu padre. Nos ha enviado a buscarte.
—¿Cómo... cómo lo sabía? —conseguí decir.
—Por los prisioneros, señor. Eso nos dijo. Pero tu padre te lo explicará. ¿Puedes montar a caballo?
—Sí.
—Pero estás herido.
Me toqué la espalda haciendo una mueca.
—Un rasguño.
—¿Dónde está Frontino? —preguntó el segundo jinete.
—No lo sé. Atrás. —Me daba vueltas la cabeza—. Hubo lucha, la segunda emboscada...
—¿Segunda? —interrumpió Silvio.
—Sí. Frontino me dijo que siguiera adelante. No he parado desde entonces.
—Mala cosa, Antino —dijo Silvio al otro jinete—. Coge a diez hombres. Retrocede y busca a Frontino. —Antino se dio la vuelta—.Ten cuidado.
—Lo tendré. No te preocupes.
Silvio me rodeó con un brazo y me condujo hacia los jinetes, diez de los cuales, con Antino, ya estaban volviendo grupas hacia el este y levantando polvo.
—Bien, señor. Te llevaremos al campamento. ¿Puedes cabalgar?
—Sí, pero mi animal está muy cansado.
—Por lo que veo, señor, más que cansado. Montaremos los dos en el mismo caballo. ¿Cómo está esa espalda?
—Me duele.
Silvio se paró y examinó la herida a través de la capa, la túnica y la camiseta.
—No es nada. Un arañazo. Pero hay que limpiarlo bien o se infectará. Ya lo haremos en el campamento. —Se secó el sudor con el brazo—. Ah, otra cosa, señor. Frontino traía despachos para tu padre.
Me palpé el costado.
—Están aquí. Bajo la capa.
Silvio se chupó las mejillas por dentro y asintió con la cabeza.
—Entonces tu padre estará doblemente contento.
Los otros jinetes estaban esperando en el camino. Me miraron impasibles. A un lado estaba mi mula, echada de costado, jadeando con fuerza, desesperada por respirar. Fui hacia ella. Silvio me puso una mano en el hombro.
—No hace falta, señor. Yo me ocuparé del animal.
Dio tres pasos y se arrodilló ante la mula a la que yo debía la vida. Muy rápido, todo fue muy rápido. El blanco relampagueo de una daga, el repentino chorro de sangre y, mientras me ayudaban a subir al caballo de Silvio, vi al pobre bruto sacudirse, su vida yéndose con la sangre roja del cuello, que manchaba la tierra. ¿La sangre de Frontino estaría haciendo lo mismo?
Trotamos sin parar, en filas de a tres. Creo que me dormí, con los brazos alrededor de la cintura de Silvio, y la vaína de su espada rozándome y bailando en mi muslo; mis alforjas iban en el caballo de al lado. Nos detuvimos una vez y todos los hombres empinaron el pellejo de agua, y comieron cecina y las tortas de cebada que Frontino me había enseñado. Me dirigí hacia unos arbustos para mear. Silvio me acompañó.
—No estamos muy lejos ya, señor —fue todo lo que dijo mientras nuestra orina salpicaba las hojas secas y crujientes.
Cuando volvimos a montar, miró hacia atrás. Yo quise hacer lo mismo, pero mi espalda se quejó.
—¿Antino? —pregunté.
Silvio negó con la cabeza. Estaba circunspecto y malhumorado. —Por Júpiter, ojalá supiera lo que está pasando. ¡Pelotón! —gritó—. ¡Adelante!
El aire olía a sal. A la izquierda, la tierra era una llanura que se extendía hasta el mar. Aquí y allá, las salinas abandonadas despedían brillos cegadores. Las gaviotas volaban en círculos y chillaban en el aire agitado. Subimos un alto, al paso, y Silvio volvió la cabeza y dijo:
—Ahora, señor, lo verás.
A1 otro lado de un valle, brillante como la plata, una ancha cinta blanca parecía correr por la tierra. Era inmensa, y se extendía hacia el norte, más allá de la vista.
—¿El Ródano? —pregunté a Silvio.
—Sí, señor. Y allí —señaló la desembocadura con el dedo— está el campamento de tu padre.
Lo vi, alzándose orgulloso en medio de la explanada. Era un cuadrado perfecto. Distinguí la lona grisácea de las tiendas y humo de múltiples hogueras. Inmediatamente detrás estaba el gran río metiéndose en el mar. Vi barcos, ¿galeras?, que parecían hojas flotantes.
Venciendo el dolor, volví la cabeza al norte y al este. Algo brilló y resplandeció a la luz. Me froté los ojos y miré otra vez; esta vez estaba seguro de haberlos visto, grandes formas blancas bailando, destellando, reflejando el sol, en las nubes que surcaban el cielo azul. No cabe duda, pensé, de por qué los llamábamos «los albos»; blancura de sacerdotes, blancura de dioses, blancura de aquellas montañas.
Silvio advirtió lo que miraba.
—¿Es la primera vez que los ves, señor? —Asentí con la cabeza—. Sí, menudo paisaje, los Alpes. Dicen que el río nace allí, señor, alimentado por toda aquella nieve. Sin embargo, a mí me parece que nunca se derrite.
—¿Has estado alguna vez allí, Silvio?
Escupió.
—No, señor, gracias a los dioses. Ni quiero: se me congelarían las partes. Sólo los galos locos suben allí. Por eso tienen tanto pelo. Pero los Alpes tienen un fin, eso seguro.
—¿Cuál?
—Mantienen Roma a salvo, señor, de occidente, mejor que una muralla, una puerta y una llave. —Volvió el torso y miró hacia arriba, hacia los Alpes. Vi que fruncía los labios por debajo del casco y se estremecía—. Entonces, ¿qué intenta hacer ese Aníbal? —murmuró, casi para sí. .
—¿Qué quieres decir?
—Tu padre te lo explicará mejor, pero esa emboscada.. .
—¿Sí?
—El los envió.
—¡Pero eso es imposible! —exclamé.
—No es eso lo que contaron los prisioneros que cogimos. Tiene una red completa de espías e informadores, desde las Galias hasta Hispania. Y les paga bien.
—Pero ¿para qué?
—¡Exacto! Dímelo, señor. Ya has visto los Alpes. Sólo puede dirigirse hacia el sur. Ni siquiera tiene flota. Nuestras galeras han rastreado la costa hasta las Columnas de Hércules. Así que, ¿a qué viene esto?
—No lo sé, Silvio. Dímelo.
—¿Yo, señor? ¿Qué sé yo? Sólo soy un decurión. . . que ha sido enviado para buscarte, no para hablar de cosas que no entiende. —Se aclaró la garganta, dio media vuelta y cogió las riendas de nuevo—. ¡Pelotón, al campamento, al galope!
En teoría, sabía lo que me esperaba. Primero el foso y luego la rampa, levantada con la arena de la excavación y reforzada con matas y estacas de madera. Al aproximarnos, vi ambas cosas y, más allá de la rampa, entre el campamento y el río, vi las mulas y los caballos, y el ganado pastando. Parecía un lugar perfecto. Hierba, agua y terreno despejado en varias millas a la redonda, sin ningún obstáculo desde el que pudiera llegar un ataque. Mientras cabalgábamos, una bandada de cigüeñas levantó el vuelo a orillas de la desembocadura y se alejó pausadamente.
Sonaron trompas. La puerta del campamento se abrió. Entramos. No estaba preparado para aquel orden. Frente a mí se extendía la calle principal, con avenidas que se cruzaban con ella. Las tiendas estaban colocadas en líneas uniformes. A la izquierda, entre la rampa y las tiendas, había un campo de maniobras. Ninguna flecha incendiaria, ninguna jabalina podía llegar a las tiendas. Oí los martillazos que daba contra un yunque un herrero que reparaba armas. A la derecha, en otro espacio despejado, vi lo que deduje que serían las cocinas, a juzgar por la leña y los barriles de agua que había fuera de la tienda, larga y baja. Allí había orden y paz. Es, me dije, donde está mi padre.
Así pues, ángulos. Pero a los ángulos les damos números y en eso fue en lo que empecé a trabajar aquella noche. Quería ir de la simple cantidad de los números a lo que según mi idea era su cualidad. Podemos hablar de cinco manzanas y de tres peras. ¿Pero qué son el cinco y el tres, aparte de las manzanas y las peras?
Eso, pensaba y pienso, es lo que quería decir Pitágoras cuando dijo: «Todo está ordenado de acuerdo con el Número». Sí, la «dosidad», la «tresidad», la «cuatridad», etc., están compuestas por dos, tres y cuatro unidades respectivamente. Pero también son totalidades, unidades en sí mismas. Así pues, un ángulo recto, por ejemplo, lo describimos diciendo que tiene noventa grados. Ésa es su cantidad. ¿Cuál es su cualidad?
Consideremos una esfera que gira. Cuando la vemos, pensamos instintivamente en su eje. Cruzando esta esfera hay una línea sin existencia objetiva, pero que no por eso es menos real. Podemos determinar cualquier cosa referente a esa esfera, como su inclinación o su rapidez de rotación, sólo considerando esta línea inexistente. La calidad del número es, pues, comparable a ese eje inmóvil e invisible. Lo que no es, es. Apliquemos esta comparación a un plano bidimensional. Tomemos un círculo y un cuadrado. Démosle valor al diámetro del círculo y al lado del cuadrado. La diagonal del cuadrado siempre será un número sin cantidad finita. Pero tampoco por ello es menos real. Y en el caso del círculo, si le damos valor I a su diámetro, la circunferencia será siempre un número infinito. Por eso los matemáticos griegos no le dan un número, sino un símbolo, π.
Así pues, en Capua estudié los números. Todo debe tener un contrario. No habría frío sin calor, no habría algo sin nada. ¿Cuál es el opuesto del número 1? Nadie que yo conozca tiene la respuesta. Los egipcios, los babilonios, los caldeos, los cartagineses, los griegos, incluso los asirios y los hititas, todos tenían números mucho antes que los romanos, pero todo empieza con 1. ¿Qué es, entonces, el «no. 1»? Quizás el «no. 1» no pueda existir. ¿Por qué?
Pero éstos son temas para un tratado, no para la biografía de Escipión el africano, el romano más grande que ha existido. Sin embargo, su historia está desarrollando unas necesidades propias a las que mis digresiones prestan un flaco servicio. Dejemos que los posibles lectores de esta historia me vean durante los dos años siguientes instalado en la casa de Labieno de Capua, enseñando a Rulo y a Córbulo, trabajando en teoremas aritméticos y geométricos, y practicando la medicina con Artijes.
Hay otras materias dignas de recordar: las que se refieren a la viuda Apurnia, por ejemplo, y a su hijo, Hannón. Puede que haya tiempo para eso, puede que no. Y aunque son importantes, los dos años siguientes estuvieron para mí llenos de vidas ordinarias. Las encontrarás, diferentes en forma pero no en sustancia, en cualquier ciudad, en cualquier parte del mundo, ahora y en los años venideros. La vida de Escipión, sin embargo, empieza ahora a dar forma al mundo. Así pues, como no sé cuánto tiempo tenemos, dejemos a Bostar de Calcedonia en silencio durante la mayor parte y dejemos a Escipión con sus recuerdos.
Además, Escipión ya no pasea por la finca. Antes me dictaba durante dos o tres horas al día; ahora lo hace durante siete u ocho. Al principio me dolían los dedos de tanto escribir, pero ahora me he acostumbrado. Hay en Escipión una urgencia desesperada que me conmueve, un profundo sentimiento de que algo acaba. Ya no parece necesitar la meditación, como una luna de plata que descansa reflejándose en un estanque silencioso. Y sin embargo, en todas estas batallas y políticas, no puedo oír ni sentir la calidez y la bondad del hombre al que amo. Ya llegará. Lo veremos. Además, cuando dos montan un mismo caballo, uno debe ir detrás. Así pues, silencio, Bostar, habla poco y déjate llevar. Los viajes tienen sus propios fines.
Silvio tiró del freno y desmontó. Yo hice lo mismo.
—Bien, señor. Te llevaré con tu padre.
Lo seguí por la calle principal, con la sed y el entumecimiento olvidados ya y el corazón martilleándome. Tenía que ser la tienda del cónsul, la más grande con diferencia, apartada, con el azul consular ondeando lánguidamente en un asta clavada en el suelo. Ya casi estábamos allí cuando la cortina de la tienda se abrió. Silvio se hizo a un lado.
Salió con la armadura puesta; su pelo estaba más gris, su barba con mechones blancos. Echó un vistazo y me envolvió con sus ojos antes de dar tres pasos rápidos, ponerme una mano en cada hombro y decir suavemente:
—Bienvenido, hijo mío. —Sufrí un estremecimiento. Se dio cuenta. Su expresión se puso rígida de preocupación y dijo—: ¡Estás herido! —Luego bramó—: ¡Silvio!
Silvio se puso firme dando un taconazo. —¡Señor!
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre.
—Señor, así es como lo encontramos.
—¿Y Frontino?
—No lo sabemos, señor. Antino lo está buscando. Hubo una emboscada.
—¿Una emboscada? ¿Dónde?
—En los bosques, después de Massalia, señor. Pero tendrás que preguntar. . .
—Está bien, padre —interrumpí—. Yo te lo contaré. Pero antes tienes que leer esto. —Busqué bajo la capa y con la mano derecha me quité el zurrón por la cabeza.
Su mirada era penetrante y clara.
—¿Del Senado?
—Sí, padre. Lo llevaba Frontino, pero . . .
—No importa. Es una lamentable recepción para mi hijo. —Se volvió hacia Silvio—. Quiero un informe completo. Para la próxima guardia. Ahora trae a los esclavos del baño y al físico. Luego ocúpate de tus caballos. —Silvio saludó y se dio la vuelta—. Ah, Silvio. Quiero ver a Antino en cuanto regrese. Tráelo directamente a mi presencia.
—Sí, señor.
—Bueno, Publio. —Mi padre sonrió—. Vaya, te has convertido en un hombre desde la última vez que te vi. Entra.
Los dos guardias que había a ambos lados de la puerta no se movieron cuando pasamos. Debían de ser de piedra.
La tienda era fresca y aireada. Vi un cofre que reconocí por haber estado en nuestra casa de Roma, una cama baja, un palanganero, una mesa y cuatro sillas y, en el rincón más alejado, espadas y armaduras, pilos y bridas. Pero más que nada, vi a mi padre.
Me acompañó hasta una silla.
—Siéntate, Publio. Echaremos un vistazo a esa espalda. —Se inclinó para quitarme la capa.
—Está bien, padre. ¿No deberías leer antes los despachos?
—¿Y no hacer caso de un hijo herido? Vamos, dame la camisa. —Observó atentamente el corte—. Vaya, Fortuna te ha sonreído, Publio Cornelio Escipión. Es un rasguño. No hay daño, pero hay que limpiarla. ¿Dónde está ese físico? Es cretense, creo. Los cretenses siempre llegan tarde. Siempre andan rezando a algún dios o preparando pociones bajo la luna llena. De todas formas, es bueno. ¿Qué fue? ¿Un pilo?
—Sí. Pero estaba oscuro. Todo pasó muy deprisa. Creo que Frontino me salvó la vida. Yo me limité a cabalgar —barboté.
—Lo primero es lo primero. Apresúrate, pero despacio. Bebida, comida, un baño y el físico. Luego hablaremos. No hay ni rastro de ese maldito Aníbal. Tendremos tiempo para hablar antes de que nos hagan volver a Roma.
Mi padre echó agua de una jarra de bronce en un cáliz de oro y me lo pasó. Fue bruscamente hasta la cortina de la tienda y asomó la cabeza.
—Un plato de cocido —dijo—.Y pan. Ración doble. —Dio media vuelta para mirarme y sonrió—. Me alegro de verte, Publio. Quiero saber todo lo que hiciste este tiempo con Fabio y quiero saberlo todo sobre el viaje.
—¿Y Aníbal, padre?
—¿Qué pasa con él? Como he dicho, ha desaparecido. Admito que estaba muy preocupado cuando lo de Sagunto. Pero se ha ido. Tu tío y su ejército han estado buscándolo durante días: nada. Probablemente haya vuelto a Gades o al lugar de donde saliese.
—Pero nos dijeron que el tío Cneo estaba contigo.
—Cierto. Estaba. Vino a marchas forzadas desde Placentia y tan pronto como llegó lo envié a explorar..., según parece en vano.
—Pero ¿y la emboscada?
—Galos, diría yo. Hacen cualquier cosa por oro.
—¿Has cazado alguno?
—Sí. Con un poco de... persuasión, nos lo contaron todo. Por eso envié a Silvio a buscarte.
—Pero ¿no les había pagado Aníbal?
—Lo hizo, pero eso no significa mucho. Tomé un sorbo de agua.
—Entonces, ¿qué se propone, padre?
—Estamos en tierra fronteriza, Publio, tierra de bandidos. Siempre hay alguien creando problemas. Cuando no son las interminables tribus de Hispania son los cartagineses. Cuando no son los cartagineses, son los galos. Entusiasmo juvenil. Es todo lo que sé sobre las intenciones de Aníbal. Probablemente he movilizado a todo el mundo para nada. El saqueo de Sagunto debió de ser una travesura. Es joven. Ya se calmará, volverá al otro lado del Iberus, y nosotros volveremos a Roma. Todo esto se acordó ya, recuérdalo, después de la última guerra. Hay un tratado. Aníbal debe respetarlo, de lo contrario...
Entraron dos esclavos con grandes lebrillos de agua humeante y luego otro con una bañera de estaño. Cruzaron la tienda y fueron detrás de una cortina de algodón.
—Bien —dijo mi padre—. No es exactamente a lo que estás acostumbrado, Publio, pero servirá. Pasa. Leeré los despachos mientras te bañas. Ellos te ayudarán.
Estaba sentado, algo avergonzado, en la pequeña bañera, mientras uno de los esclavos me lavaba suavemente la espalda con un paño, observando la luz que atravesaba la lona de la tienda y manchaba la hierba. Demasiado para asimilarlo de una sentada, para entenderlo.
Mi padre gritó:
—¡Por todos los dioses! ¡Publio, no me lo creo! —y cruzó la cortina.
En la mano llevaba un rollo de vitela. Reconocí al momento la cuidadosa caligrafía de Fabio Pictor. Me puse en pie con esfuerzo. Un esclavo me envolvió con una túnica.
—¿Qué ocurre, padre?
Recordaré hasta el día de mi muerte de qué modo, allí de pie, goteando agua en una bañera barata de estaño, dentro de una tienda, al lado de la desembocadura del Ródano, oí la noticia que dio forma a mi vida.
Mi padre estaba muy serio. Tenía la voz estrangulada y la expresión hermética.
—Es muy sencillo, Publio. Hemos declarado la guerra.
—¿A Aníbal? —pregunté—. ¿O a Cartago?
—A ambos. Mis órdenes son buscar a su ejército, dondequiera que esté, y exterminarlo. Mientras tanto, el Senado planea lanzar un ataque contra Cartago desde Sicilia, a las órdenes de mi colega Sempronio.
—Pero ¿por qué? No lo entiendo.
—Hablaremos sobre la marcha.
—¿Levantamos el campamento?
—Dentro de una hora. Vístete. Hay ropas limpias en el cofre. Ah, será mejor que te pongas una armadura en cuanto el cretense te haya vendado la espalda. Y come. Volveré por ti enseguida.
Dio media vuelta y salió de la tienda; oí el ruido de sus pasos alejarse y desvanecerse.
Había dejado el despacho de Fabio encima de la mesa. Lo cogí. Lo habría leído, pero en aquel momento entró el físico. Me estaba abrochando un peto cuando volvió mi padre con dos hombres, ambos con armadura y sin casco, sudando y con aspecto preocupado.
—Y bien, Publio. ¿Cómo está esa espalda?
—Mejor, padre. El físico dice que cicatrizará pronto.
—Es una excelente noticia. Presiento que todo irá bien, Publio. Si Fortuna sigue sonriendo, pronto tendremos a Aníbal donde se merece, ¿verdad, Prisco? Ah, perdóname, no conoces a mi hijo. Publio, éste es uno de mis tribunos y clientes, Prisco Lelio.
—Me alegro de conocerte. Tu hijo es amigo mío.
—Sí. Ya sé lo de vuestras lecciones con Eufanto —dijo Prisco, algo incómodo, con una sonrisa hueca y forzada.
Era bajo y gordo, y totalmente distinto de Lelio. Tenía la nariz aplastada, las fosas nasales anchas, los ojos demasiado juntos y la frente pequeña.
—Y éste, Publio, es mi primer tribuno, Escribonio.
—Bienvenido al campamento, señor —dijo Escribonio.
—Gracias —respondí.
Me gustaba su aspecto: rubio, ojos azul claro que miraban directamente, y piel fina. Tenía una cicatriz que le cruzaba la frente. ¿Espada o pilo? '
—Bien —dijo mi padre—. Ya tendremos tiempo para cortesías cuando termine este paseo. Escribonio, ¿cuándo podemos irnos?
—La vanguardia ya ha partido, señor. El resto del ejército lo hará en la cuarta guardia.
—¿Así que podremos llegar al vado al final de la tarde?
—Sí, señor.
—Bien, ocúpate de eso, Escribonio. Acamparemos allí y cruzaremos el río por la mañana.
—¿Y por qué no lo cruzamos en barco? —preguntó Prisco.
—Por el tiempo, amigo mío. Recuerda que la mitad de la flota está en Sagunto. No, utilizaremos el vado. Además, acabo de enviar un mensaje al almirante diciéndole que vaya a toda prisa a Sicilia. Sempronio necesitará todos los barcos que pueda dirigir.
Escribonio, envía a los jefes de campamento en cabeza. Nada de aventuras esta noche. Nada de fosos. Sólo una empalizada a la derecha del terreno. Y quiero que vaya un mensajero a buscar a mi hermano y su ejército. Deben de estar a un par de horas de caballo. Dile que se reúna conmigo. Nos dirigiremos hacia el sur.
—¿Hacia el sur, señor? —La voz de Escribonio denotaba sorpresa—. Lo último que oímos de Aníbal era que estaba al noroeste de aquí.
—Y desde entonces, ¿qué hemos oído? ¿Eh? —Tanto Escribonio como Prisco se miraron los pies—. Exacto. Nada. ¿Adónde iríais si estuvierais atrapados entre el ejército romano y los Alpes? No, ha tenido que volver hacia el sur. Unos pocos aliados más para cortarle el camino de vuelta. Lo cogeremos.
Oímos que se levantaban voces airadas fuera de la tienda.
—... que informar...
—No puedes. El consejo...
Mi padre se acercó a la cortina.
—¡Antino! Está bien. Dejadle pasar. El jinete Antino entró.
—Silvio me dijo que te informara, señor —dijo.
Tenía los dientes apretados. Sus ojos llameaban. Sentí su angustia, su dolor.
—¿Y bien? —dijo mi padre.
—Hemos encontrado esto, señor. —Antino sacó una espada rota que escondía en la espalda—. La conozco, señor. Es de Frontino.
—¿Eso es todo?
—No, señor. Encontramos un galo muerto, un caballo con una pata rota y sangre que se perdía entre los árboles.
—¿Seguisteis el rastro?
—Tan lejos como pudimos, señor. Pero la maleza se volvió muy espesa.
—Ya veo. Bien, vete. Vosotros también, Prisco y Escribonio.
A1 irse, Antino me miró. Y por primera vez en mi vida sentí el odio de otra persona.
Cuando hubieron salido todos y mi padre estaba abrochándose las grebas, le dije:
—Padre, Antino parecía muy preocupado por Frontino.
—Sí, lo estaba, ¿verdad? Claro que es su obligación.
—¿Por qué?
—Porque Frontino es su hermano. O quizá debería decir «era», por lo que sabemos.
Mi padre en un caballo ruán y yo en una yegua baya, nos dispusimos a conducir fuera del campamento a la vanguardia. Me sorprendió lo rápida y silenciosamente que habían levantado las tiendas, cargado los carros, agrupado los animales y adoptado el orden de marcha. Fila tras fila, detrás de nosotros, en el espacio ya sin tiendas, quince mil soldados romanos permanecían en formación, impasibles bajo el sol otoñal, cada uno con las armas a cuestas, un zurrón, una estaca para la empalizada y una pala. Detrás de ellos, contra la rampa trasera del campamento, se pasaba revista a las turmae de caballería, diez por legión, novecientos jinetes en total. Pensé en lo que había dicho Frontino. Para explorar, eran suficientes. ¿Eran suficientes para alguna otra cosa?
Cerca de mí, en cinco manípulos, estaban los hombres más raros que había visto en mi vida. Su piel era casi negra y su pelo corto y rizado. No llevaban armadura, sino jubones de cuero y una especie de falda de piel de animal: no llevaban botas sino sandalias de piel gruesa. Todos llevaban un cinturón con una bolsa colgando, y en la mano lo que parecía una correa de piel.
Mi padre vio que los miraba.
—Sí, mis honderos baleáricos son todo un espectáculo. Pero espera a verlos en acción, Publio. Han derrotado a los galos sin que tuviéramos que lanzar ni un solo pilo. Con sus hondas pueden abrirle la cabeza a un hombre a trescientos pasos. Tienen una puntería increíble... aunque tardan semanas en escoger las piedras que más les convienen. Sacan de quicio a Escribonio. Pero mira el resto del ejército. Incluso después de veinte años, todavía me dan escalofríos, Publio. No me extraña que los hombres teman a Roma.
—¿Cómo pueden tantos hombres estar listos en tan poco tiempo?
—Yo pensaba que esta vez habían sido algo más lentos. Claro que ha sido inesperado. Pero son rápidos porque han practicado. ¿Notaste lo silencioso que estaba el campamento? ¿Qué pocas órdenes se dieron?
—Sí, padre. Lo noté.
—Así es como tiene que ser. El ejército romano siempre sabe lo que tiene que hacer. . . como pronto averiguará Aníbal.
—¿Cómo es eso, padre?
—Práctica, instrucción y ejercicio. Después de todo, eso es lo que entendemos por la palabra «ejército». ¿Es que no te enseñó etimología Eufanto? —Sonrió.
Yo me ruboricé ligeramente. Lo sabía, pero lo había olvidado. Sí, lo sé, Bostar, otra vez lo mismo. Pero ya no hay tiempo para digresiones. ¿Quién sabe cuándo llegará el veredicto? Así que deja que vaya deprisa, como los acontecimientos de entonces.
Mi padre levantó el brazo y espoleó a su caballo. Yo cabalgaba a su lado con quince mil hombres, a la guerra y. . .
—¡Maldición! —exclamó mi padre.
—¿Qué pasa, padre?
—He olvidado las libaciones. Debería haber dejado que los sacerdotes hicieran sus cosas. Vaya. ¿Recuerdas la historia de tu tío bisabuelo materno en la primera guerra púnica?
Claro que la recordaba. Antes de la gran batalla marítima de Ecnomo, Manlio Vulso, como requería la costumbre, había consultado los pollos sagrados en el puente de mando. Les habían echado cebada. Si se la comían, era un buen augurio y tendrían que atacar; si no la comían, no. Los pollos ni siquiera tocaron la cebada. Mi tío hizo que los tiraran por la borda, diciendo: «Ya que no quieren comer, que beban».Y atacó.
—Ganó la batalla, Publio —continuó mi padre—, y ganamos la guerra. Aun así, a los legionarios les gusta que se consulten los augurios.. . sobre todo cuando son favorables. Recuérdalo.
Lo recordé.
La unidad se prolongaba detrás de nosotros a la menguante luz del sol otoñal.
—Padre, ¿qué decían los despachos?
—Ya te lo dije. Guerra.
—Sí, pero ¿por qué?
—Al parecer, el Senado mandó enviados directamente a Cartago desde Ostia, en un barco rápido.
—¿Rápido, padre? ¿Cuánto tiempo tarda?
—¡Cuántas preguntas! —Se echó a reír—. Se tarda, Publio, un día y una noche, día y medio si el viento es propicio y los remeros vigorosos.
—Entiendo. Así que por eso esperé cuatro días.
—¿A qué te refieres?
—A nada, padre. Estabas diciendo.. .
—Sí. —Me miró con extrañeza y continuó—. El Senado dijo a nuestros enviados que ofrecieran a los ancianos cartagineses paz o guerra. Ha habido muchos problemas como éste. Ilirios, galos. Tenemos que dar ejemplo con Aníbal. Con la paz queremos decir la restitución de Sagunto, un nuevo tratado y Aníbal entre rejas. Bueno, los cartagineses escogieron la guerra. Así de simple.
—¿Y el tratado de paz que se firmó después de la última guerra?
—No sirve para nada. De todas formas, los cartagineses nunca lo respetaron. Están comerciando en todas las rutas en las que habían acordado no hacerlo. Sus piratas han estado causando problemas a nuestros barcos mercantes, sobre todo en Oriente, y llevamos años protestando.
—¿Los cartagineses han atacado nuestros barcos?
—No. A1 menos, todavía. Exigen aranceles, esas cosas. Ésa es la clave de los cartagineses, Publio. Su único interés es comerciar y ganar dinero. Hace tiempo que pienso que deberíamos actuar. Se lo habría dicho al Senado si no me hubieran entretenido los ilirios y después los ínsubros.
—¿Actuar, padre? ¿Qué quieres decir?
—Ya te dije que ésta era una tierra de bandidos. Con el tiempo podríamos hacer una provincia hasta el Iberus, y quizá más allá. Es una buena tierra, además. Crece buen grano. Así que, gracias a los cartagineses ahora podemos reclamar el sur de las Galias y el norte de Hispania y hacer provincias, poner orden... una vez que hayamos despachado a Aníbal y a su presunto ejército.
—¿Por qué «presunto», padre?
—Porque sólo son chusma mercenaria cartaginesa. Sin disciplina ni táctica. En la última guerra aprendimos a tratar con ellos. Como mi padre estaba mirando, por encima del hombro, hacia la unidad que guiábamos, fui yo el primero en ver los jinetes que venían: dos al galope, con las capas ondeando y los pilos oscilando.
—¡Mira, padre! —exclamé.
—¡Ah, exploradores! Me pregunto qué habrán encontrado.
Cabalgaron directamente hacia nosotros cruzando la llanura pantanosa. Los patos levantaban el vuelo a su paso y graznaban mientras dejaban caer excrementos. Mi padre levantó el brazo derecho para detener la unidad. Mi yegua agitó las patas.
—Salve, cónsul. Y tú, señor —dijo el primero de los dos, deslizándose hasta el suelo por el cuello del caballo.
—Ah, eres tú, Calvo —dijo mi padre. Aquél era el padre que yo conocía, siempre recordando el nombre de las personas—. Publio, te presento a Calvo. El mejor explorador que tenemos.