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TANQUISTAS

LA CONJUNCIÓN DE HOMBRES Y MÁQUINAS

El 17 de julio de 1944, 58 000 prisioneros de guerra alemanes caminaron en silencio por Moscú en una enorme y sinuosa columna de treinta soldados de fondo camino de los campos de prisioneros. Aparte de alguna que otra burla, los desarrapados soldados provocaron pocos comentarios por parte de las multitudes de silenciosos observadores. Esos hombres eran los restos de la tremenda derrota infligida a los alemanes, derrota que había comenzado poco después del día D, teatralmente calendarizada para que coincidiera con el tercer aniversario de la invasión de Rusia.

La «Operación Bagration» había tenido una magnitud sin precedentes; su resultado final quitaba el aliento. Su objetivo era una penetración de 600 km más allá de las marismas del Pripet para tomar el «puente de tierra» situado entre los ríos Dvina y Niemen. Una maniobra envolvente de largo alcance por parte de 166 divisiones apoyadas por 2700 carros y 1300 cañones de asalto, que tuvo como resultado la virtual aniquilación del Grupo de Ejércitos Centro alemán en el sector de Minsk. Tres ejércitos alemanes dejaron de existir. Era un Kesselschlacht clásico, [una batalla de «caldero», de cerco] compuesta y ejecutada a la perfección. Diecisiete divisiones alemanas fueron destruidas y cincuenta castigadas hasta perder la mitad de sus efectivos. Minsk cayó el 3 de julio, cuando el 4.º Ejército alemán, cercado al este de dicha ciudad, perdió 40 000 de sus 105 000 integrantes que intentaron, sin éxito, abrirse camino hacia el oeste. Diecisiete días más tarde, hubo un intento de asesinato de Adolf Hitler.

Mientras los aliados occidentales se abrían camino desde Normandía durante la primera semana de agosto, los frentes rusos 1.º Ucraniano y 1.º Bielorruso alcanzaban el curso del río Vístula al sur de Varsovia. Los polacos se alzaron en rebelión contra la guarnición alemana. En octubre, las unidades rusas cruzaron los ríos Niemen y Bug al norte de Varsovia, atravesando brevemente la frontera de Prusia Oriental. La guerra en el Este estaba perdida sin remedio para Alemania.

«Creo que fue la época más excitante y sensacional de mi vida», recordaba el mayor John Stirling, del 4/7 Royal Dragoon Guards (RDG) al describir la caótica ruptura desde Normandía en el Oeste. Habían girado hacia Argentan y el Sena, avanzando «cautelosamente». «Esperábamos escuchar a cada esquina y en cada bosque el familiar bum y el crujido de un pedazo de “duro” [proyectil perforador]. Pero el sonido nunca llegaba»[821]. El avance de la 3.ª División Acorazada estadounidense fue descrito por el teniente Belton Cooper como «clásica guerra acorazada. La situación se tornaba muy fluida, y era extremadamente difícil saber en todo momento dónde estaban las unidades amigas y las enemigas»[822]. La ruptura del VII cuerpo estadounidense ocho kilómetros al oeste de St. Lô había superado todas las expectativas. Cuatro mil toneladas de bombas abrieron una brecha de 5500 metros por la que pasaron los blindados americanos. El país del bocage quedó atrás, mientras un cuerpo giraba hacia Bretaña y el resto del 3.er Ejército americano avanzaba hacia el este, hacia Le Mans y Chartres.

Cuatro divisiones panzer fueron lanzadas contra el supuesto flanco débil del avance aliado y consiguieron avanzar algo antes de que los cielos clareasen. Columnas masivas de vehículos se vieron entonces sometidas a la plena potencia de las fuerzas aéreas aliadas. La persistencia alemana en el avance no hizo sino aumentar el riesgo de ser copados por el rápido movimiento de las formaciones acorazadas aliadas. El 1.er Ejército canadiense lanzó la operación «Tractable» pero no fue capaz de cerrar la brecha, duramente defendida, de Falaise. Aun así, esta se convirtió en el calvario de las formaciones mecanizadas de los tres ejércitos alemanes en retirada, pese a que muchas tropas habían conseguido escapar antes de que la soga se cerrase el 19 de agosto. La retirada al otro lado del Sena también fue un desastre. El Grupo de Ejércitos B tuvo medio millón de bajas, con 210 000 prisioneros, además del grueso de sus 2300 carros y cañones de asalto. Combatiendo en dos frentes, en Bretaña y en Normandía, el cuerpo de Patton avanzó 640 km en veintiséis días.

«Parecía increíble después de todas aquellas semanas», dijo un eufórico John Stirling,

Pudimos avanzar diez millas [16 km] por una carretera principal sin que nos disparasen. Pero las diez millas pasaron a ser veinte, seguía habiendo silencio y el cuentakilómetros seguía sumando. No alcanzábamos a comprender que la desbandada del 7.º Ejército alemán era casi completa, y que la bolsa de Falaise, alrededor de la cual íbamos avanzando, era la escena del mayor desastre que la victoriosa Wehrmacht había experimentado nunca. Había sucedido de verdad. Eso era la Ruptura.

París fue liberada el 25 de agosto; la persecución hasta la frontera alemana estaba en marcha. El 2.º Ejército británico avanzó 621 km en ocho días. «Avanzar a máxima velocidad por terreno firme y abierto, una encantadora mañana, sabiendo que los alemanes estaban en fuga, resultaba, cuanto menos, excitante», declaró el teniente Stuart Hills, del Nottinghamshire Sherwood Rangers Yeomanry. Se sentían embargados por su éxito:

Era casi como tomar parte de una carrera de obstáculos campo a través o como hacer turismo en coche antes de la guerra. En cada aldea que atravesábamos recibíamos increíbles recepciones. De vez en cuando nos deteníamos para recibir los frutos de nuestra victoria en forma de algo que comer o beber pero, normalmente, pasábamos en medio de una nube de polvo, entre la que apenas podíamos ver o escuchar los vítores de grupos de franceses liberados. No hay duda de que les dejábamos un tanto sorprendidos, preguntándose qué demonios estaba ocurriendo ahora después de cuatro largos años de ocupación y sufrimientos[823].

Los británicos ocuparon Bruselas el 3 de septiembre y Amberes al día siguiente. Para el 14 de septiembre, toda Bélgica y Luxemburgo estaban en manos de los aliados. Un frente de batalla continuo se extendía ahora desde el río Escalda, en Bélgica, a través de Alsacia hasta la cabecera del Rin, en Basilea, en la frontera suiza. Hitler había perdido por completo la guerra en el Oeste.

La guerra acorazada móvil había sido, pues, restablecida en los dos frentes principales, en el este y en el oeste, mientras que la ruta hacia el Reich desde el sur, por el frente italiano, seguía caracterizándose por la guerra de posiciones. El sexto y último año de la guerra nos proporciona un momento adecuado para analizar la «combatibilidad» del carro de combate. Había tenido lugar una revolución en el diseño de los carros, inspirada por la Guerra Mundial, como ya había ocurrido con las cajas «romboidales» de 1916-1918. Los tanquistas habían alcanzado la madurez; poco tenían ahora que ver con los reclutas que habían entrado en los flamantes barracones de la Wehrmacht o con los variopintos grupos de desorientados británicos recién llegados que buscaban un medio de transporte desde la oscura estación de ferrocarril de Wool hasta el campo de entrenamiento de Bovington. No obstante, hacia 1945, la conjunción de hombres y máquinas no había sido resuelta aún de forma satisfactoria.

La dimensión humana de la guerra mecanizada no era algo que hubiera atraído mucha atención por parte de los diseñadores de carros de la Segunda Guerra Mundial. La guerra, para los veteranos, se compone de un noventa por ciento de aburrimiento y de un diez por ciento de miedo; y solo una fracción de este en combate. No debe, pues, resultar ninguna sorpresa que los diseñadores estuvieran dispuestos a aceptar incomodidades y desgaste humano a cambio de una óptima operatividad técnica durante esos momentos cruciales de batalla.

Hasta 1943 el diseño de los carros indicaba una mala comprensión de la relación entre hombre y máquina. La excepción fue la Panzerwaffe que, desde el inicio, adoptó una filosofía en la que el Mensch —el hombre— era parte de la ecuación esencial que daba como resultado al arma. Colocar a tres hombres en la torreta con el fin de hacer combatir a la máquina de forma más eficiente significaba tripulaciones de cinco hombres. Esto le confirió a la Blitzkrieg del período 1940-1941 una superioridad táctica que ganaba batallas, aún cuando los carros alemanes estuvieran técnicamente una generación por detrás.

Según Richard Simpkin, la «combatibilidad» del carro de combate se basa en elementos que reconocen ciertas necesidades humanas de la guerra mecanizada que, a su vez, facilitan la relación entre hombre y máquina, permitiéndole así explotar plenamente su ventaja tecnológica[824]. La falta de esto último, como fue el caso de los superiores tanques rusos KV-1 y T-34 a comienzos de los años cuarenta, les hizo desperdiciar su ventaja tecnológica. Tales necesidades son: buena visión cuando el carro está cerrado, facilidad de mantenimiento mecánico, diseño interior funcional, condiciones de habitabilidad y de combate, contacto físico entre los miembros de la tripulación y capacidad para poder escapar con seguridad cuando fueran alcanzados. Las tripulaciones que viven mejor combaten mejor: esto no hacía sino repetir las lecciones que se extrajeron de los primeros tanques de 1918.

La letalidad de las tripulaciones de los carros dependía mucho de la pericia de estas para darle al blanco a la primera. El comandante en especial, pero también los otros miembros de la tripulación, tenían que pensar al unísono para actuar más rápido que el oponente y «anticiparse al momento». Así, el conductor expone su parte frontal lo menos posible al enemigo, el artillero tiene su punto de mira previamente ajustado a las distancias de tiro a las que supone que van a combatir, de modo que lo único que tiene que hacer es tirar por encima o por debajo de esa distancia. El cargador ya ha calculado qué tipo de proyectil hace falta, y el operador de radio da información sobre los sucesos que están teniendo lugar. El comandante «percibe» instintivamente el que cualquiera de estas cosas no esté sucediendo lo bastante rápido, «haciendo combatir el carro» mentalmente de forma más rápida y despiadada que su adversario. Sosteniendo todo esto está la confianza mutua, la lealtad entre unos y otros, en definitiva, los vínculos de la tripulación. Un veterano tanquista contemporáneo lo resumió al describir el leal compromiso en varios principios:

Todos pertenecemos a una compañía que hace lo que debe, no lo que quiere. Pensar durante toda la situación hasta el final, atreverse a ser diferentes en lo que respecta a la iniciativa, y atreverse a ser totalmente honesto con la tripulación.

Esto no estaba muy lejos de los estándares de las tripulaciones panzer, de quienes se podría afirmar que durante toda la guerra tuvieron mejores comandantes de carros. El Leutnant [alférez] Klaus Voss, del 11.º Regimiento Panzer, creía que un buen comandante era aquel que podía identificar primero al enemigo y después situarse en una posición ventajosa que le permitiera buena observación y protección contra el fuego[825]. Hacia el final de la guerra, los aliados comenzaban a ponerse al día, después de haber recibido una brutal y costosa instrucción por parte de sus enemigos. La falta de una doctrina unificada frustró a los blindados británicos a partir de 1916, y destrozó a los blindados franceses en 1940. Americanos y soviéticos desarrollaron cierta unidad de pensamiento, pero esta era primariamente la unidad de la masa, de aceptar y hacer lo que a uno se le decía. La unidad de criterio desde los niveles tácticos y operacionales trajo consigo considerables éxitos a la Panzerwaffe; la falta de criterios estratégicos unificados y unos principios logísticos poco desarrollados llevaban a la derrota, como aprenderían sus oponentes.

Además de dominar la relación hombre-máquina en lo que respecta al entrenamiento, los alemanes crearon una brecha tecnológica que superaría a los aliados en 1943. Cuando los superiores cañones alemanes comenzaron a crucificar a las tripulaciones de carros enemigos, la respuesta aliada, oponer cantidad a tecnología, no acababa de resultar convincente. Durante los años finales de la guerra hubo considerables avances tecnológicos que fueron cerrando la brecha. Faltaba potencia de fuego, pero el 17 libras del Firefly británico o el 90 mm del Pershing fueron la respuesta. Este último no era tan bueno como el 88 mm alemán, pero era mucho más efectivo que el 75 mm del Sherman. «Cuando asomabas la cabeza por la torreta, la onda expansiva del disparo del 90 mm del Pershing te arrancaba el casco si no llevabas la correa abrochada», recordaba el capitán Norris Perkins[826], de la 2.ª División Acorazada estadounidense. «Además, cuando se abría el cierre de la recámara del 90 mm durante el retroceso, una lengua de fuego y humo se proyectaba al interior de la torreta». Solo unos pocos de esos carros alcanzaron el frente antes del final de la guerra. Hacia 1945, el Comet británico, un derivado del Cromwell dotado de mejor blindaje y armamento, estaba siendo distribuido entre las unidades británicas de carros. El Comet era el precursor del muy exitoso carro de postguerra, el Centurión, pero su aparición en diciembre de 1944 fue un ejemplo de demasiado poco y demasiado tarde.

El T34/85 soviético, armado con un muy superior cañón de 85 mm, fue producido en ciertas cantidades durante 1943; fue un primer intento de los soviéticos de igualar el armamento alemán. Hacia finales de 1943 aparecería el «Josif Stalin», más pesadamente blindado y también equipado con un cañón de 85 mm, sustituido después por una pieza de 122 mm, además del superior cañón de asalto SU-100, del que Vladimir Alexeev, comandante de un T-34, diría que se trataba «del mejor cazacarros»[827]. No obstante, los T-34 seguían componiendo un 68 por ciento de la producción de carros soviética, aunque equipados con cañones más pesados. La masa iba a dominar las tácticas blindadas soviéticas hasta el final de la guerra.

La doctrina alemana de la supremacía en la potencia de fuego en el campo de batalla llegó a convertirse en algo así como una obsesión, pues iban produciendo una multiplicidad de más grandes y más letales tanques. El blindaje pesado requería de chasis de carros cada vez más grandes en los que encajar mayores cañones; esto dio como resultado el Königstiger[828] o Tiger II, que entró en acción en el frente del Este en Mayo de 1944. Montaba un cañón de 88 mm de tubo más largo y blindaje inclinado, más similar al del Panther que al blindaje «cuadrado» de su predecesor, además de 180 mm de coraza. Como en otros carros alemanes, la potencia de su motor resultaba insuficiente, dado su elevado peso. Debería haberse dedicado mayor esfuerzo industrial a la serie de cañones autopropulsados Jagdpanzer, de probada eficacia, cuyo nombre significa «panzer cazacarros». Eran más baratos y más letales debido a su baja silueta aunque, al carecer de torretas, sus cañones solo podían rotar unos pocos grados. Las series de Sturmgeschütz equipados con piezas de 75 mm, eran excelentes para emboscar carros, altamente efectivos y más apropiados para la posición cada vez más a la defensiva de Alemania. Se construyeron derivados autopropulsados del Tiger, el Jagdtiger de 72 toneladas, armado con una pieza de 128 mm, y el Jagdpanther, con el eficiente cañón de 88 mm montado sobre un chasis de Panther. Esos tanques estaban haciéndose tan pesados que se tenía que comprobar la resistencia de los puentes y examinar las posiciones con vehículos ligeros antes de ocuparlas con los primeros.

El análisis de las pérdidas aliadas de carros, según el examen de 1600 tanques destruidos, confirmó el dominio del cañón en el campo de batalla[829]. Solo un 30 por ciento de impactos no conseguían perforar al Sherman, y tan solo un 50 por ciento conseguía penetrar un Churchill. Un 45 por ciento de impactos en las torretas y un 60 por ciento de impactos en el chasis provocaban incendios y, debido al hecho de que un 60 por ciento de carros eran recuperables, por lo general, las tripulaciones alemanas con frecuencia se tomaban la molestia de seguir disparándoles hasta que se incendiaban. Si se hubiera mejorado el blindaje frontal de los carros aliados, al menos lo suficiente (como en el caso del Churchill) como para reducir las penetraciones, probablemente se podrían haber reducido las bajas en un 40 por ciento. Es posible cuantificar el coste humano de anteponer la cantidad a la tecnología.

El desequilibrio técnico sobre el terreno era compensado por las fuerzas aéreas aliadas. A diferencia del brutal reequilibrio de oportunidades conseguido por los alemanes gracias a la superior capacidad de penetración de blindajes de su fuego, esa otra compensación era alcanzada de una forma indirecta. El Leutnant Ludwig Bauer, del 33.º Regimiento Panzer, nos ofrece una ilustración práctica de cómo dificultaban los movimientos de los panzer:

Una día vi a un caza volando a baja cota dirigirse directo hacia mí. No volaba a más de 20 o 30 metros de altura. Pude ver lo que iba a ocurrir y grité, «¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!» al conductor. En el mismo momento de detenernos, hubo una explosión justo delante del carro. Nos dio una buena sacudida, pero estábamos bien. Un poco más adelante, y el cohete hubiera penetrado en el chasis[830].

A un Thypoon lanzacohetes no le resultaba fácil alcanzar un blanco en estado de alerta. Sus ocho cohetes se disparaban en una sola salva desde un ángulo inclinado o eran disparados en rápida sucesión en un picado poco pronunciado desde diversas alturas y desde una distancia de entre 900 y 1500 metros del blanco. Un impacto directo en un carro con un cohete de 91 libras [41,3 kg], por lo general, causaba daños irreparables, pero estos eran poco precisos; era como disparar con una escopeta de perdigones. Era difícil dispararlos con precisión, y los impactos que fallaban por poco, incluso los que caían apenas a quince yardas [13,7 metros], lo único que hacían era cubrir el blanco de lodo y berra.

Las columnas alemanas que intentaron contraatacar en Mortain contra la ruptura aliada fueron bombardeadas con cohetes durante ocho horas y media. Werner Josupeit, suboficial del 2.ª Regimiento Panzergrenadier de las SS, describió una especie de «cab-rank»[831] formada por veinte aviones que lanzaban sus ataques de uno en uno para, a continuación volver a ponerse a la cola. «Y así continuaron hasta que todos hubieron disparado. Luego, abandonaron la terrible escena» y «un nuevo enjambre apareció para sustituirlos». Un jefe de batallón de la 2.ª División Panzer de las SS apretó su pulgar contra la mesa mientras explicaba que: «Sus cazabombarderos simplemente nos dejaron clavados al suelo»[832]. Los aviones con patrones de camuflaje eran británicos, los de color plateado americanos. Y los que no estaban nunca eran alemanes. «A donde quiera que mirásemos, se elevaban al cielo negras nubes de humo de combustible ardiendo», recordaba Josupeit, «cada una de ellas señalaba la posición de un panzer muerto». Observadores aliados que contemplaron ataques como estos afirmaron que muchas tripulaciones panzer, simplemente, saltaban de sus carros y se ponían a cubierto lejos de ellos.

El impacto de los ataques aéreos era tan importante por su efecto sobre los nervios como por el número de vehículos destruidos. Los interrogatorios tácticos de la RAF dan una idea de cuánto temían los alemanes a los ataques de los cazabombarderos. «Las tripulaciones saben muy bien que si un cohete alcanza su carro, sus probabilidades de supervivencia son pequeñas». Aunque las probabilidades de impacto eran razonablemente remotas, «las tripulaciones difícilmente lo tenían en cuenta, pues su primer pensamiento eran los desastrosos resultados provocados por un impacto»; en particular tras escapar a ocho horas y media de despiadado bombardeo sin protección. Las secciones de investigación del 21.º Grupo de Ejércitos estudiaron los daños infligidos a 667 panzer, cañones de asalto y otros vehículos blindados alemanes abandonados en los alrededores de Falaise. Se encontraron con que un 4,6 por ciento habían sido destruidos por cohetes y bombas, mientras que casi el 40 por ciento habían sido destruidos por sus tripulaciones para evitar que fueran capturados y un 31 por ciento abandonados intactos. La mayoría de vehículos se habían quedado sin gasolina. Casi un 28 por ciento de 6656 coches y camiones desprovistos de blindaje investigados fueron destruidos por ataques aéreos, y más de un 37 por ciento fueron dejados atrás intactos[833]. El impacto indirecto de los ataques aéreos se convirtió en el elemento decisivo para compensar la inferioridad aliada en carros, debido a que cortó el cordón umbilical logístico necesario para sostener a los panzer y destrozó los nervios de sus tripulaciones; precisamente lo mismo que la Luftwaffe había conseguido en 1940 y 1941. Los ataques aéreos habían denegado a los panzer la agresiva superioridad táctica que les proporcionaba su mejor entrenamiento, además de eliminar su potencial ofensivo. La protección acorazada de la parte superior de los carros era la más delgada.

Los alemanes pudieron, no obstante, retener suficiente terreno en el noroeste de Europa como para que sus maltrechas unidades panzer pudieran descansar y reorganizarse en el interior del Reich. El dilema de los aliados occidentales de si tenían que avanzar sobre un frente ancho o sobre uno estrecho se resolvió finalmente en septiembre cuando se lanzaron tres divisiones aerotransportadas para formar una «alfombra de tropas aerotransportadas» a través de los últimos obstáculos fluviales que les separaban del paso del bajo Rin en Arnhem. El avance terrestre que debía enlazar con dichas tropas fracasó ante la renovada resistencia alemana. El «frente estrecho» se limitaba sobre el terreno a un solo cuerpo de carros avanzando en una columna de un solitario vehículo de fondo. El no haber conseguido tomar la zona de Amberes dio como resultado una escasez logística hasta finales de noviembre, cuando el puerto pudo ser, por fin, dominado. Los avances americanos en Aquisgrán, Lorena, y en particular en el bosque de Hürtgen, fueron laboriosos y costosos. La línea Sigfrido se superó y las líneas del Roer y del Rin fueron alcanzadas en diciembre, justo cuando el clima invernal despojó a los aliados de su principal ventaja, el poder aéreo. Los aliados acechaban a ambos extremos del Reich.

Aunque iban llegando con cuentagotas nuevos tipos de carros al frente, las batallas finales se llevarían a cabo con lo que había disponible. No hubo atajos tecnológicos. Los tanquistas que combatieron en esas batallas tenían poco en común con las tripulaciones que entraron en liza en 1939-1941.

Las tripulaciones panzer habían emergido de sus oscuros y secretos comienzos como un arma técnica en Kazan, Rusia, pasando por la Guerra Civil Española y las crisis de preguerra para acabar convirtiéndose en los favoritos de la nación, y en especial del Führer, agradecido por los éxitos de su Blitzkrieg. Su desarrollo se había caracterizado por la cohesión, desde el liderazgo operacional hasta el entrenamiento táctico, superando así la inferioridad técnica. Alemania fue a la guerra con los «coches deportivos Krupp» de seis toneladas; menos de cinco años más tarde, combatía con el Königstiger y Jagdtiger de setenta toneladas, con una potencia de fuego y protección diez veces mayor. Los primeros reclutas alemanes habían sido tanto técnicamente eficientes como mecánicamente instruidos. La subsiguiente expansión de las divisiones panzer de la Wehrmacht y de las SS dio como resultado ejércitos panzer. Templados en el crisol del frente ruso, los veteranos supervivientes fueron un resistente núcleo de acero de las nuevas formaciones panzer equipadas con cada vez más eficaces carros y mortíferos cañones de asalto. Una sucesión de derrotas estratégicas había diezmado sus filas, pero la Kamaradenschaft, o camaradería, les mantenía unidos. Era obvio que la guerra estaba perdida. Pero siguieron combatiendo por sus familias y por ellos mismos y con la cada vez más vana esperanza de que a base de infligir grandes pérdidas al enemigo pudiera cambiarse la rendición incondicional por un acuerdo diplomático.

El liderazgo inicial de las tripulaciones de carros rusas había sido minado por Stalin antes incluso de que comenzase la invasión de Rusia. Los entusiastas tanquistas, cuya imaginación se desbordaba con la modernidad y la voluntad de ser «los guerreros del futuro», hacía mucho que habían muerto. Las buenas tripulaciones fueron las primeras en caer. No hubo esperanza alguna hasta Stalingrado, y esta no se restauraría del todo hasta la recuperación de la iniciativa estratégica después de Kursk, en 1943. El desplome de la moral había sido combatido con el cambio de la fidelidad del Partido Comunista a la Madre Rusia, que seguía siendo un ideal patriótico para muchos y que fue pragmáticamente forjado con una nueva voluntad común. Los usos zaristas fueron reintroducidos en el ejército junto al ensalzamiento del «espíritu de Borodino», la batalla que había cambiado la fortuna de Napoleón en Rusia. Los oficiales tanquistas portaban distintivos de rango zaristas, y se formaron unidades denominadas «Ejércitos de la Guardia», imitando la tradición imperial de los ejércitos que habían resistido contra Napoleón. Las escuelas y academias del arma acorazada continuaron produciendo una serie de tripulaciones de diversos niveles de entrenamiento. El sacrificio en masa había denegado al arma acorazada soviética estabilidad hasta el cambio de rumbo de 1943. Pese a las escalofriantes pérdidas, sobrevivían cada vez más veteranos. Nuevas tripulaciones eran cínicamente enviadas al combate aceptando abiertamente que la masa contra la calidad —alineando grandes números de carros inferiores contra pequeñas cantidades de carros alemanes superiores— implicaba el sacrificio de muchas de ellas.

Los tanquistas soviéticos provenían de una sociedad en la que la tecnología progresaba de forma selectiva. Tenían plena confianza en el T-34, su principal carro de combate. «Había significativas diferencias entre los T-34 que fueron a la batalla durante los primeros días de la guerra y los T-34 que se abrieron paso por las calles de Berlín en abril de 1945», afirmó Alexey Isaev, «no solo externamente sino también internamente»[834]. Inicialmente, su poderoso cañón, blindaje inclinado y motor diesel poco propenso a incendiarse le hicieron ganarse la confianza de sus tripulaciones. Hacia 1945, su alta velocidad, fiabilidad mecánica, estables comunicaciones y efectivo cañón les permitían combatir contra los alemanes en un plano de mayor igualdad que los aliados occidentales. De hecho, se desconfiaba de los extranjeros y de sus tanques. «Para confesarle la verdad, temíamos ser destinados a una unidad equipada con carros de fabricación extranjera», admitió Alexander Burtsev, comandante de un T-34: «los Matildas, Valentines y Shermans eran ataúdes». Veteranos como Burtsev se habían dado cuenta ya de que «el conductor nunca podía escapar». Otro comandante, Semen Aria, señaló que: «Vi el interior de los tanques americanos y británicos, en los que la tripulación estaba en condiciones mucho más confortables». Pero no quedó impresionado en absoluto. «Los tanques occidentales tenían motores de gasolina y ardían como antorchas»; además, «tenían unas cadenas más estrechas, y volcaban con facilidad en las pendientes de las colinas». Nadie los quería.

Los tanquistas rusos eran patrióticos, aparentemente estoicos ante las bajas sufridas y, al igual que muchos tanquistas aliados, bebían para olvidar. Combatían por sus familias que les esperaban en casa y en algunos aspectos tenían vínculos diferentes a los de sus equivalentes occidentales. El afecto se veía siempre reprimido por el secreto miedo e influencia de los comisarios y por la aparente facilidad con la que uno podía ser transferido súbitamente a una compañía de castigo. Nadie quería destacar. El temor al fracaso y las probables implicaciones que este suponía para las familias que esperaban en casa, que tenían que depender de la buena voluntad del partido para superar las restricciones de la guerra, limitaban de forma intangible la iniciativa. El odio era dirigido contra el enemigo debido a las atrocidades de los nazis, aunque con el tiempo se acabó convirtiendo en lástima durante los excesos que estaban a punto de suceder.

El tanquista ruso de 1945 era diferente a sus predecesores que habían intentado contener «Barbarroja» en 1941. La «Batalla en profundidad», el equivalente soviético de la Blitzkrieg, igualmente aspiraba a sembrar el caos en la retaguardia enemiga para así paralizar la voluntad de resistir de los líderes enemigos. Los dieciocho meses de operaciones móviles de alta intensidad que sucedieron a Kursk transformaron las capacidades profesionales soviéticas. Los primeros cuerpos de carros fueron formados en 1942, seguidos al año siguiente de ejércitos de carros. Al igual que los alemanes, de los que habían aprendido, los ejércitos de carros se componían de una combinación de carros ligeros, medios y pesados. El acuerdo de «préstamo y arriendo» con los aliados les proporcionó una nueva movilidad operacional y estratégica gracias a la generosa dotación de vehículos de apoyo motorizados. La producción industrial soviética quedaba libre ahora para concentrarse en los tanques. El teniente Anatoly Kozlov, del 5.º Ejército de Carros de la Guardia, señaló que en esa etapa de la guerra, su cuerpo «estaba equipado al 100 por 100 de vehículos de préstamo y arriendo, desde carros de combate a motocicletas». Afirmó que su 1.er Cuerpo Mecanizado de la Guardia tenía «210 carros y otros vehículos, Chevrolets, Studebackers y todo tipo de equipo, incluyendo motocicletas Harley-Davidson armadas con ametralladoras». Todo ello le parecía un punto de inflexión para los ejércitos de carros. «Los altos mandos pusieron ahora mayor interés en las operaciones de armas combinadas, las cuales fueron el secreto de la victoria». Esto, junto a grandes avances técnicos en artillería, cañones de carros y artillería de cohetes así como mejoras en cañones anticarro y antiaéreos «dio como resultado unas capacidades totalmente inimaginables dos años antes, en 1941». Los alemanes habían enseñado bien a sus enemigos, y, «los mandos de rango intermedio comenzaron a tener más experiencia a la hora de dirigir operaciones militares», enfatizó Kozlov[835]. Pericia y masa combinadas iban a hacer imparable al coloso acorazado soviético.

Los tanquistas británicos también habían cambiado hasta quedar irreconocibles con respecto a las mal preparadas tripulaciones que habían sido barridas por la Blitzkrieg alemana de 1940. Su pobre preparación fue empeorada aún más por la filosofía orientada únicamente a los carros que los teóricos británicos del tanque de preguerra habían impuesto en los métodos de entrenamiento. Aunque esta filosofía no fue corregida por completo, la experiencia del desierto, (en la que los superiores anticarros alemanes, trabajando en estrecha sinergia con los panzer, les infligieron duros castigos), forzó a los tanquistas británicos a dedicar mayor atención a operar conjuntamente con otras armas. En Normandía se mostró mayor sensibilidad hacia este aspecto, pero las diversas armas todavía tendían a combatir cada una por su lado en lugar de hacerlo conjuntamente. Después del desierto tenía que desarrollarse una doctrina para combatir con carros que fuera apta para paisajes cerrados, urbanos y rurales, densamente poblados, conectados por una moderna red de carreteras europea, aprovechando al mismo tiempo la superioridad aérea.

Los tanquistas americanos habían entrado en guerra tardíamente, y plenamente confiados en su propia filosofía del combate con carros. Los sucesivos reveses sufridos por los blindados aliados antes de su llegada al teatro de operaciones no habían conseguido convencerles de que no era válida. Cuando se incorporaron al esfuerzo de guerra, eran gente mejor preparada técnicamente y más formada. Normandía les supuso una desagradable sorpresa. El desgaste sufrido en el bocage fue tan inesperado como duro. A finales de julio, el 741.º Batallón de Carros independiente llevaba dieciséis muertos y sesenta y cuatro heridos, el 10 por ciento de sus tripulaciones, en poco más de dos semanas. El 743.º perdió casi un 20 por ciento de sus efectivos, con veinticinco muertos en acción y 116 heridos, en junio y julio[836]. Los carros alemanes, por el contrario, parecían ser impenetrables. «Podíamos correr más que ellos, podíamos disparar antes que ellos si nos los encontrábamos de repente, pero nunca, o muy, muy raramente, podíamos dejarlos fuera de combate», declaró Pete Abatto[837], de la 2.ª División Acorazada estadounidense. «Simplemente, rebotaban en los carros». El 16 de noviembre, el Combat Command B de la 3.ª División perdió cuarenta y ocho de sus sesenta y cuatro carros en un combate de veintiséis minutos de duración. Dos Combat Command de similares efectivos de la 2.ª División perdieron unos 100 tanques en circunstancias similares cuando se aproximaban al río Roer[838]. «Si les das en el frontal, olvídalo», afirmaba Abatto, «el proyectil simplemente se hacía añicos contra él, ni siquiera lo perforaba».

Los tanquistas que sobrevivieron contra todo pronóstico a esos primeros enfrentamientos, echaron mano de agallas y de astucia para sobrevivir. «Yo tenía un “75” de cañón corto», declaró Charles Evans, de la 3.ª División Acorazada, «cuya principal ventaja era que podías ir por entre los árboles, pues los tanques con cañón largo se atascaban entre ellos». Esto era particularmente cierto durante los combates en y alrededor del bosque de Hürtgen. «Sorprendíamos a los alemanes porque sus cañones eran tan largos que no podían girar entre los árboles. Así que siempre que veíamos que estaban entre árboles, íbamos por el flanco e intentábamos darles en la torreta. Lo pasábamos bien»[839].

Las bajas desde la ruptura del frente en Normandía y la marcha de aproximación a la frontera alemana fueron escasas. El 743.º Batallón de Carros independiente tuvo un muerto y dos heridos, mientras que el 741.º sufrió tan solo un herido leve durante las dos primeras semanas de septiembre. No obstante, cuanto más se acercaban a la frontera, más aumentaban las bajas. Se había previsto sufrir bajas, pero no tantas. Ahora que la guerra estaba claramente ganada y esperando que la victoria llegaría pronto, se tomó la decisión de cerrar las escuelas del arma acorazada de los Estados Unidos.

Hacia agosto el teatro de operaciones europeo necesitaba de forma desesperada tanquistas americanos preparados. Ese mes, el 761.º Batallón de Carros independiente, formado por tropas negras, y que había sido retenido hasta entonces, fue activado y enviado a Inglaterra desde Nueva York. Hacia el 10 de octubre ya estaban en Francia; el general Patton les habló personalmente a finales de ese mismo mes. E. G. McConnell, que se había alistado en 1942, comprendió que, por fin, iban a ir a la guerra. Recordó cómo el enérgico Patton saltó teatralmente a un semioruga y miró de derecha a izquierda a todo el batallón formado. Les anunció que:

Hice venir a este batallón porque me han dicho que sois buenos. En mis unidades no tengo sino a los mejores, así que quiero que salgáis y matéis a esos condenados Krauts[840]. Quiero que les deis una buena tunda. ¡No me importa de qué color seáis siempre que vayáis ahí y matéis a esos Krauts hijos de perra!

Cuando finalizó su discurso, Patton fijó sus ojos gris acero en McConnell y se repitió a sí mismo. «Escucha, chico, quiero que vayas y dispares a toda condenada cosa que veas: chimeneas, campanarios de iglesias, tumbas, viejas, niños, cualquier condenada cosa que veas. Esto es la guerra».

Durante su primer día de acción el oficial al mando, el teniente coronel Paul Bates, un blanco, cayó gravemente herido. E. G. McConnell también quedó herido con metralla alojada en el cráneo cuando iba en el carro de cabeza, que quedó fuera de combate. Irónicamente, fue salvado por un sargento blanco de la 26.ª División «Yankee», que resultó partido en dos por fuego de ametralladora mientras lo llevaba a rastras a través de un terraplén. Otro soldado blanco cuidó de él hasta que fue trasladado a un hospital de campaña en Francia. Era el único soldado negro en todo el pabellón. Allí fue donde aprendió que si para combatir y morir no había segregación racial, para todo lo demás sí que la había.

Un general de dos estrellas[841] visitó el pabellón, preguntando solícito, «Buenos días, cabo, ¿cómo se encuentra hoy? ¿A qué unidad pertenece?». Cuando llegó ante McConnell, cuya cabeza estaba envuelta en vendas, vaciló y dijo «¿qué te ha pasado chico?[842] ¿Tienes gonorrea?». McConnell se sintió destrozado. A su lado había un paciente blanco que estaba escayolado del cuello a los pies. «Ey, general», le replicó, «¡sí, se la pegó tu madre y ahora envíame de vuelta al frente, hijo de puta!». Eso no iba a ser posible, recordó McConnell, porque su amigo «estaba muy destrozado», aunque, de todos modos, quedó agradecido por el apoyo moral recibido. Siguió recordando:

Aquello le dolió a aquel tipo, pero no tanto como a mí. Más tarde, el mismo inútil volvió a pasearse por el pabellón entregando corazones púrpura [la medalla otorgada a los soldados estadounidenses heridos en acción]. Durante toda la ceremonia me puse delante de la cara un libro de cómics. Ni siquiera puse la mano para recibirla. Se limitó a dejarla en la cama[843].

LOS TANQUISTAS EN LA VICTORIA Y EN LA DERROTA

La guerra no finalizó en navidad, pero todos esperaban que ese año fuese el definitivo. El soldado Robert Whitehead, del 44.º RTR, recordaba haber estado en la primera línea de combate continuadamente desde los desembarcos del día D en junio, notando que «todo el mundo sentía la tensión acumulada. La noticia de que íbamos a ser retirados por Navidad nos supuso una gran alegría y un gran alivio». Debido a esto, «supongo que muchos de nosotros comenzamos a escurrir el bulto más de lo habitual a medida que el día del relevo se aproximaba»[844]; era una tendencia observable en todos los ejércitos.

El cabo Jack Clegg, de veintiún años de edad, un artillero rubio, de rostro juvenil del 1.er Fife and Forfar Yeomanry, representaba al típico tanquista británico de la fase final de la guerra. La hermana de Jack le describe como «muy brillante, tenía un muy buen trabajo para una firma suiza que procesaba residuos de algodón» antes de incorporarse al ejército. Al igual que muchos otros hombres, se sentía culpable por ocupar un puesto de trabajo «seguro» y decidió, ahora que la guerra era probable que acabase victoriosamente, que debía presentarse voluntario para servir en el extranjero antes de que finalizase. Había también una mujer en su vida. Su hermana explica la ruptura con su novia: «Ella quería casarse sin esperar más pero Jack quería esperar hasta después de la guerra». Jack tuvo que soportar las mismas tensiones domésticas que un número incontable de otros tripulantes. «Mis padres pensaban que no debía ir», comentó su hermana. Jack Clegg sintió la necesidad de participar en la guerra y vivía la vida de forma plena. «Le encantaba escuchar a Glenn Miller y a las grandes bandas», explicó.

Hacia octubre de 1944 Jack estaba en Holanda. Aunque no era un prolífico escritor de cartas, le escribió a su padre para desearle un feliz aniversario. «Te sorprenderías si supieras desde dónde te escribo esta carta», escribió, «todo lo que puedo decir es que estoy en un refugio en un campo». La situación en Holanda, ahora que se aproximaba el invierno, era relativamente estática, pero el clima era frío, húmedo y lluvioso. Las tripulaciones no podían permitirse ser complacientes; el frente podía estar paralizado, pero era sucio y peligroso. «Mañana es domingo y me gustaría ir a algún partido de fútbol», cavilaba Jack. Sentía la necesidad de relacionar lo familiar con este extraño paisaje bélico que le rodeaba, de comunicarse con su padre. «Creo que es la primera carta que te escribo desde que me alisté en el ejército», admitió culpablemente, «pero como ya sabes, no se me da bien escribir cartas, aunque también sé que igualmente sabes que mis sentimientos siguen siendo los mismos». Las cartas de Jack Clegg eran como las de todos los demás; agradecía regalos, describía películas que habían ido a ver juntos y noticias futbolísticas. «Hay muchas cosas acerca de las que me gustaría escribirte, pero que el censor no lo permitirá», escribió. Los soldados en realidad estaban agradecidos a la censura por darles una excusa para no extenderse demasiado y para evitar tratar sobre las cuestiones que realmente les preocupaban.

Hacia noviembre, las primitivas condiciones de vida y las tensiones se cobraron su tributo. «Querida Mamá, lamento que esta carta esté sucia, pero escribir en esta trinchera no es nada fácil. Hay fango por todas partes y hace tres semanas que no he podido bañarme, así que puedes hacerte una idea de qué aspecto tenemos». Jack le habló a su madre de la popular canción de tiempo de guerra «Vamos a colgar la colada en la línea Sigfrido»; le encantaba la música popular. Sentía una urgente necesidad filial de expresar sus sentimientos a su madre, pese a que el correo llegaba irregularmente. «Hasta ahora, siempre he evitado escribirte desde el frente», admitió, «pero el otro día quedé muy impresionado, y sentí deseos de escribirte»[845].

Existían unos centros de descanso y recuperación; algo así como depósitos donde recargar reservas emocionales, estaban en Bruselas para los británicos y en un punto tan lejano como París para los americanos; y eran para todos aquellos lo bastante afortunados como para obtener un permiso. «Bruselas es ahora igual que la Blighty[846] de preguerra», recordó un artillero de carro del 1.er RTR[847]. Hay una cantidad incontable de cosas que comprar, se pasan películas inglesas y se imprimen diarios ingleses. Todas las tropas viajan gratis en los tranvías. En el Club Montgomery, «que es un soberbio establecimiento, puedes ir, darte un baño, hacer que te planchen el uniforme, te enceren las botas, te corten el pelo y te afeiten en menos de una hora, y comer espléndidamente, todo ello por 25 francos» (unos 22-23 peniques). El soldado Ernie Cox, del 141.º RAC, no se había cortado el pelo desde que había partido de Gran Bretaña y recordó que lo llevaba «encasquetado bajo mi boina». Hacerse cortar el pelo era raramente el primer objetivo. Al entrar en un bar llamado The Star, «Antes de que nos diéramos cuenta, teníamos cada uno una chica sentada en las rodillas». «¿Tu pagarme bebida?» era el saludo en mal inglés habitual de las representantes del sexo opuesto. «Una cosa llevaba a la otra», admitió Cox, «y dije que unas pocas semanas antes le estaban haciendo lo mismo a los alemanes, lo único que había cambiado ahora era el color de los uniformes»[848]. Esto no hizo que las chicas se encariñasen con ellos, por lo que Cox y sus acompañantes no tardaron en pasar «una noche atareados buscando problemas y evitando a los porteros».

El soldado Robert Whitehead, del 44.º RTR, se comportó de forma similar:

Nosotros, por supuesto, frecuentábamos los bares, que resultaron ser burdeles para nuestra diversión. Algunos sucumbieron a las zalamerías de las chicas, pero yo me mantuve firme, pese a las carantoñas y arrumacos de las chicas, que nos mostraban que no llevaban bragas y nos colocaban los senos casi tocándonos la cara[849].

Las tripulaciones vivían el momento. Siempre existía la posibilidad de que fuera el último. Whitehead afirmó que: «Todo era muy divertido, pero les costó caro a los chicos que cayeron en la tentación. Yo prefería gastarme el dinero en bebida». Había música, baile, carreras de galgos e incluso el museo de cera. Ernie Cox visitó la exhibición médica. «Lo que me llamó la atención poderosamente fue la exhibición sobre enfermedades sexuales. Era muy repugnante, lo que me hizo alegrarme de no haberlo hecho, mientras que los otros deseaban no haberlo hecho», dijo alegremente. «Después de todas las conferencias que nos había dado el oficial médico, cuando en realidad les hubiera bastado con enseñarnos esto».

Se estaban divirtiendo. Podían esperarles graves peligros, pero se lo estaban pasando bien, seguros de que el frente estaba lejos y de que la guerra estaba prácticamente ganada. «La Navidad estaba cada vez más cerca, así que enviamos partidas de abastecimiento a los cuatro puntos cardinales para traer las cosas necesarias para dar alegría a todo el mundo», recordaba Robert Whitehead. «También nos esforzamos mucho en acumular nuestras reservas de cosas buenas». La Navidad ocupaba un lugar de privilegio en la conciencia emocional de los soldados, incluso en esta siniestra fase de la guerra.

Heinz Kauthold, comandante de un Panther de la 12.ª División Panzer de las SS, creía que estaban siendo concentrados para formar una segunda línea defensiva cuando vio las masas de hombres y vehículos en movimiento. «Que el alto mando hubiera planeado un ataque», reflexionó, «era demasiado, eso era impensable». Al recibir la inesperada orden de ponerse en movimiento, ejecutaron dos marchas nocturnas que les llevaron al Eiffel, la escarpada y arbolada región de las Ardenas. «Tenemos que atacar», fueron informados por el jefe del regimiento. La Hitlerjugend iba a pasar a la ofensiva una vez más. «Una de las últimas pruebas», se aseguró a los adolescentes, «pero debemos esforzarnos al máximo».

Protegidas por la oscuridad y por el cielo nublado, las divisiones panzer se dirigieron hacia sus áreas de concentración. El teniente de las SS Hans Baumann quedó intrigado cuando vio lo que parecían ser soldados americanos en jeeps adelantando a la 150.ª Brigada Panzer. «Iban sentados en un jeep», recordaba, «y tenían cigarrillos americanos y diarios ingleses o americanos». «¿Qué estáis haciendo?», preguntaron las tripulaciones panzer, pero se mantuvieron a distancia. «No eran nada comunicativos y un tanto reservados», indicó Baumann[850]. Al cabo de un tiempo, desaparecieron con sus jeeps, adentrándose en las gélidas nieblas y brumas.

Eran la vanguardia del avance de los panzer; su misión era sembrar el miedo y la incertidumbre en las áreas de retaguardia americanas. «Comenzó como un rumor», recordó el jefe de sección de tanques, Demetri «Dee» Paris, de la 9.ª División Acorazada estadounidense, que estaba en una de las áreas por las que operaron, «después supimos que había alemanes vestidos con uniformes americanos». Los soldados disfrazados dirigían a las unidades en la dirección incorrecta, saboteaban instalaciones, asesinaban a piquetes americanos desprevenidos. «Puedo asegurarle que estábamos muy asustados», declaró Paris, «el temor a algo, que no sabíamos que podía ser»[851]. Se comprobaba a todos y se obligaba a decir la contraseña.

A las 05:35 horas del 16 de diciembre, la artillería alemana lanzó un diluvio de fuego sobre la línea avanzada americana en el débilmente defendido sector frente a las montañas del Eiffel y el bosque de las Ardenas. Ocho divisiones panzer recién equipadas y una división de panzergrenadier encabezaban a los ejércitos 5.º Panzer y 6.º Panzer SS contra una sección del frente defendida por tan solo cuatro divisiones estadounidenses, unas en recuperación y otras recién llegadas e inexpertas. El objetivo era cruzar el río Mosa y alcanzar Amberes, a 160 km de distancia. Los ejércitos británicos y canadienses del norte quedarían así separados de sus equivalentes americanos del sur. Aprovechando el caos sembrado y el tiempo ganado, Hitler dirigiría entonces sus reservas acorazadas hacia el Este para organizar un ataque de hostigamiento similar y anticiparse al avance soviético sobre Berlín.

Era una virtual repetición de lo que había ocurrido en 1940 a través del mismo terreno. Comenzaron a haber atascos de tráfico de los panzer tras el frente, pero esta vez fue el mal tiempo lo que mantuvo a raya a las fuerzas aéreas aliadas. «Ultra», la intercepción de códigos secretos por parte de los aliados, no pudo detectar nada debido al estricto silencio radiofónico de los alemanes. Al igual que en 1940, nadie preveía que habría grandes combates en esta difícil y remota región, y se suponía que, si tal cosa ocurría, el poder aéreo podría atacar rápidamente a las concentraciones de vehículos. Se creó un saliente de 80 km bajo gélidas condiciones de niebla y nieve, sin que hubiera ninguna posibilidad de intercepción aérea.

Tras haber dado por supuesto que la guerra estaba ganada, los americanos comenzaron a darse cuenta de que se enfrentaban a un posible desastre. «No teníamos ni idea de que iba a haber un ataque alemán», recordaba el teniente «Dee» Paris, «por lo que cuando este vino pensamos que se trataba de un ataque menor, un ataque de diversión, algo que nos irritase, y esto es todo»[852]. Era mucho más que eso. El soldado americano Henry Stairs fue testigo de la confusión que reinaba en la retaguardia. Alguien que parecía americano apareció de repente y les dijo «Ey, ¿quieres un poco de café caliente?», «Claro», dijo su amigo, entonces aquel alemán vestido con el uniforme americano le disparó. «Esto no nos sentó muy bien», comentó Stairs[853]. Todos los que llegamos a capturar eran sistemáticamente fusilados por espías.

Nadie sabía dónde estaba el enemigo en esta situación tan cambiante; solo se sabía que estaban avanzando. «Era evidente un cambio significativo en el humor de los hombres», informó el teniente Belton Cooper, de la 3.ª División Acorazada estadounidense. La moral era aceptable pero «había mucha ansiedad, pues esta era la primera vez que experimentábamos una retirada de importancia». El corresponsal de prensa americano John Hall escribió: «Resultaba una curiosa experiencia estar con estos americanos estos últimos diez días y ver, cuando se daban cuenta de lo que había sucedido, sus miradas estupefactas de “esto no nos podía pasar a nosotros”»[854], algo que los soldados alemanes llevaban aguantando desde Normandía a la línea Sigfrido. Belton Cooper reflexionó: «La principal diferencia aquí era que en lugar de avanzar la mayor parte del tiempo, íbamos retrocediendo. Esa era una gran diferencia».

Las tripulaciones de los panzer eran muy conscientes de esta diferencia. La victoria en la derrota era una emoción que habían saboreado amargamente en unas cuantas ocasiones. De forma invariable se transformaba en obstinación; su resistencia se iba convirtiendo cada vez más en eso. Heinz Kauthold, de la Hitlerjugend, lo denominaba «la obstinación de alguien que no podía creer que pudiera ser atacado —malditos idiotas— vamos a resistir aquí». La concentración y los ataques iniciales de los días 16 y 17 de diciembre levantaron muchísimo la moral de las tripulaciones panzer, aunque sus oficiales supieran que la ofensiva no llegaría a ninguna parte. «Básicamente, en esta época los americanos pensaban que ya habían ganado la guerra», reflexionaba Kauthold, «y el hecho de que fuéramos capaces de lanzar una ofensiva tan grande… eso les escoció».

Bastogne se convirtió en el foco del contraataque americano lanzado el 22 de diciembre desde el sur. Los Kampfgruppen, o grupos de combate, de las SS, comandados por Joachim Peiper de la División SS Leibstandarte, fusilaron a setenta prisioneros americanos en Malmedy, probablemente porque hacer prisioneros hubiera ralentizado su avance. No consiguieron tomar los vitales depósitos de combustible estadounidenses de Stavelot, que fueron volados para evitar su captura. En ningún momento durante toda la ofensiva tuvieron los panzer sus depósitos llenos, y muchos de ellos fueron abandonados por falta de gasolina. Las atrocidades endurecieron aún más la resistencia aliada. «Creo que lo que pasó en Malmedy hizo que todo el mundo se endureciera», admitió el jefe de sección de carros estadounidense «Dee» Paris. «A partir de ahora, voy a ser un poco más duro», decidió, «no deis cuartel». La 2.ª División Acorazada detuvo el avance alemán en Celles el 26 de diciembre, mientras que Patton rompía el cerco alrededor de Bastogne ese mismo día. Y entonces el cielo se despejó.

«Mirábamos al cielo y nos decíamos ¿dónde demonios están?», recordaba el teniente Paris. «No podían volar porque estaba nublado». Pocos aviones podían operar con las temperaturas bajo cero. «No puedo afirmar que nos sintiéramos de buen humor… cuando los vimos por vez primera, era cerca del día de Navidad». Todo el peso de las fuerzas aéreas aliadas cayó entonces sobre las vulnerables columnas alemanas, apelotonadas en las carreteras y en las pistas de los bosques. «Imposibilitaban el movimiento», declaró Fritz Langanke, comandante de un Panther de la 2.ª División Panzer SS. «Las cosas cambiaron de repente cuando hacia el 25-26 de diciembre el cielo se despejó súbitamente y vinieron los aviones», recordó Heinz Kauthold. Una ruptura del frente era ahora imposible.

La batalla de las Ardenas fue una experiencia inesperada y poco grata para las tripulaciones de carros aliadas, quienes, al contrario que sus adversarios, nunca habían tenido que realizar operaciones acorazadas intensivas a temperaturas bajo cero. El 21.º Grupo de Ejércitos de Montgomery contraatacó por el norte del saliente el 3 de enero; para el día 7, el VII Cuerpo estadounidense había reducido las rutas de acceso de los alemanes al saliente a una única carretera. «Tío, allí hizo un frío increíble», dijo el soldado E. G. McConnell[855] del 761.º Batallón de Carros, formado por soldados negros. «Hermoso paisaje, pero no podías fijarte mucho en su belleza. Sabíamos que cada árbol, cada acumulación de nieve podía ser mortal». Las tripulaciones de tanques oteaban paisajes dignos de postales navideñas; «las cadenas eran muy silenciosas por el efecto de la nieve», recordó. «No podías tocar los vehículos, porque si lo hacías las manos se te quedaban pegadas al metal». «Las temperaturas estaban bajo cero y aquellos carros estaban fríos, fríos», declaraba Ted Hartman, conductor de un Sherman que marchaba hacia las Ardenas con la 11.ª División Acorazada estadounidense.

La 11.ª División Acorazada estadounidense de Hartman fue desviada para afrontar nuevos desafíos. «Este cambio nos dejó a todos muy nerviosos, pues un traslado al frente occidental sonaba mucho más peligroso que la orden previa de ir al suroeste de Francia»[856].

«Era difícil arrancar los carros debido al frío», recordaba soldado A. J. King del East Riding Yeomanry. Dado que estaba equipado con un motor de aviación, para arrancar necesitaba de 123 giros con una manivela. King reconoce que eso era una forma de entrar en calor. «Cuando te ves atrapado en campo abierto por el enemigo, al que le toca hacer los 123 giros de manivela, lo hace muy rápido». El terreno, antes embarrado, estaba ahora duro como la roca debido a las heladas, por lo que no era posible excavar bajo los tanques. Las tripulaciones se veían obligadas a vivir dentro de los vehículos, que ahora eran algo así como neveras móviles. «Al ser una caja de acero, nunca se calentaba en invierno», explicó King, porque cuando el motor estaba en marcha, el ventilador arrojaba al interior un chorro de aire frío. «El hecho de que vistiéramos la misma ropa que llevábamos cuando desembarcamos en junio tampoco ayudaba mucho». Los tanques eran más vulnerables a los cañones anticarro cuando se deslizaban o giraban sobre las carreteras cubiertas de hielo. «Cuando entramos en Bélgica nos encontramos con que los campos estaban cubiertos de nieve, y las carreteras de hielo», informó Ted Hartman. «Los vehículos con cadenas de metal no maniobran bien sobre el hielo y, de hecho, íbamos deslizándonos en todas direcciones».

Esta era la primera batalla de Hartman y, como conductor «rookie»[857], tuvo que aprender viejas lecciones, teniendo que acostumbrarse al confinamiento claustrofóbico y a las escotillas cerradas, fiándose del periscopio para que el 75 mm pudiera rotar con toda libertad. Hartman dependía ahora de las indicaciones del comandante que, al mismo tiempo, dirigía los tiros del cañón. «Nunca me habría imaginado que a los diecinueve años de edad estaría conduciendo un tanque en una batalla», reflexionó. Cuando avanzaban hacia primera línea, les inquietó la visión del campamento médico de la división, junto al que pasaron. «Me embargó una sensación casi incontrolable de náuseas cuando vi todas aquellas ambulancias con cruces rojas». Fue con tan malos augurios con los que supo que su jefe de compañía había muerto apenas horas después de entrar en batalla por vez primera. Acababa de refugiarse a toda prisa en el interior de su carro cuando vio la explosión que envolvió a los dos hombres con los que había estado hablando. «Con gran fuerza, los levantó del suelo, de pie como estaban, y los devolvió al suelo de espaldas, sin vida», recordó. «Qué visión tan espantosa».

Hartman siguió combatiendo hasta Bastogne y más allá, llegando a Foy y Noville. También tenía que combatir el frío, «se formaba escarcha en el interior de los espesos muros de acero», y sufrió de pie de trinchera y congelación en unas condiciones que iban alternando entre congelación y deshielo. Por encima de todo, tenía que pugnar por mantener su equilibrio mental al ver escenas brutales a través del minúsculo visor de su carro. Durante una emboscada de cañones anticarro, cerca de Noville, «un soldado había casi salido del semioruga cuando le dieron. Yacía allí ardiendo. Casi perdí mi fe en la humanidad», admitió. «Esa fue la cosa más espantosa que haya visto nunca»[858].

Jack Clegg, el cabo artillero de carro del 1.º de Fife and Forfar Yeomanry, le escribió a su mamá en nochebuena desde una casa vacía que su tripulación había ocupado. «Estamos aquí sentados escribiendo a casa», le decía, «y también tenemos una radio de tanque con un altavoz. En este mismo momento suena Glenn Miller, por lo que ya tengo un regalo de navidad», dijo. «Cuando avanzábamos esta mañana», escribía, «imaginé que estarías en casa y me preguntaba qué estarías haciendo. Bien, el año que viene», dijo esperanzado, «debería estar de vuelta a casa y entonces podremos recuperar el tiempo perdido». Clegg miraba con desconfianza los preparativos para la batalla inminente y se daba cuenta de que era probable que participasen en los combates de las Ardenas. «Además, están ocurriendo otras cosas», escribió, «pero supongo que el censor no las dejará pasar»[859]. Se estaban trasladando para entrar en combate.

La última ofensiva de Hitler de la guerra fue deshecha al coste de 100 000 bajas alemanas y 600 carros, muchos de los cuales simplemente se quedaron sin combustible. Los aliados perdieron 76 000 hombres. «Wacht am Rhein» había sido un completo fracaso, pero había retrasado el avance aliado sobre el Rin por espacio de seis semanas. El 16 de enero de 1945, la línea del frente había vuelto a su punto de partida inicial. Al día siguiente, los rusos rompieron de forma decisiva el frente en los alrededores de Varsovia, avanzando 480 km en dos semanas. El 3 de febrero, los ejércitos del 1.er Frente Bielorruso habían establecido cabezas de puente al otro lado del río Oder, el último gran obstáculo fluvial situado a 65 km de Berlín.

Enjambres de T-34 cargados de infantería formaban «columnas volantes» que emergían repentinamente de entre las tormentas de nieve que azotaban Prusia Oriental en el que estaba siendo el peor invierno en muchos años. Avanzando a toda velocidad entre unidades dispersas de la Wehrmacht y columnas de refugiados, llevaban unos 40 a 80 km de ventaja con respecto al grueso de las fuerzas rusas, y tuvieron constantemente en jaque a las fuerzas alemanas en retirada. Esto formaba parte de la filosofía de la «batalla en profundidad» de la guerra acorazada soviética, acelerando y manteniendo el ritmo de avance. El conductor de carro Andre Gez miró una enorme pancarta junto a la que pasaron entre una nube de nieve pulverizada y humo del tubo de escape. Decía: «¡La maldita Alemania comienza aquí!». Las tripulaciones rusas saborearon el momento, impulsados por los eslóganes «¡Mata o te matarán!». Habían llegado a la guarida del lobo feroz. «Tuvimos que hacer un juramento», recordaba Gez. «Que los hombres y mujeres de Alemania recordarían la entrada de los tanques soviéticos en Prusia Oriental durante cientos de años». Esto se iba a cumplir en muchos aspectos, pensó; vengarían los crímenes cometidos por los alemanes en suelo soviético. Alexander Sacharow, comandante de T-34, también llegó a la frontera, declarando que: «¡Ahora debemos continuar nuestra victoria hasta el final!». Afirmó que fueron recibidos con cordialidad por parte de la población de Prusia Oriental, pero que había soldados que «abrigaban sentimientos de venganza contra los alemanes, aunque eran solo unos pocos, y nosotros mismos los castigamos con severidad»[860]. Esta opinión no era compartida por los defensores alemanes o por los civiles que huían. Los Tercer y Cuarto Ejércitos de Carros ejecutaron las más profundas penetraciones pero su avance se ralentizó al quedarse sin combustible, ya que estaban a 650 km de sus depósitos de suministro. Alemania se veía ahora rodeada de atacantes tanto por el Este como por el Oeste.

El Feldwebel [sargento] Herman Eckardt, del 8.º Panzer Abteilung, se vio atrapado por la ofensiva rusa en el Oder, a comienzos de 1945. Compuesto por tripulaciones veteranas de Panzer III y IV, el nuevo 8.º Abteilung no tardó en probar su valía. El 75 mm de baja silueta en un chasis mejorado de Panzer III era un letal cazador de carros. Eckardt quedó fuera de combate seis veces en el desierto, pero aunque le alcanzaban con frecuencia en el glacis del blindaje frontal, en Rusia nunca quedó fuera de combate por completo. Eckardt estaba familiarizado con las exigencias de trabajar con los carros a temperaturas bajo cero y en arrancar a mano motores helados como también lo habían hecho las tripulaciones de los Sherman en las Ardenas. Sus experiencias en las llanuras nevadas de Polonia y Prusia Oriental resumían el destino de las tripulaciones panzer del frente oriental durante los meses en que la guerra agonizaba. Combatían cinco contra uno, pero las extrañas improvisaciones que se realizaron para equilibrar la contienda sorprendían incluso al flemático Eckardt. Se formaron unidades de ciclistas armados con Panzerfaust al mando de jóvenes oficiales, obligados a operar «en condiciones de hielo resbaladizo y gruesas capas de nieve en enero de 1945, ¡y con tan solo un alcance efectivo de diez metros!», exclamó. Las condiciones climatológicas invernales ralentizaron el apoyo logístico a unos pocos y preciosos proyectiles por pieza, y a tan solo un 28 por ciento del combustible previsto en la asignación reglamentaria de 1944, una cantidad que ya entonces se consideraba insuficiente.

La tripulación de Eckardt se vio atrapada en los duros combates de la bolsa polaca, cuando el tubo de la pieza de su cañón de asalto fue alcanzado por un proyectil enemigo. Tuvieron que retroceder, remolcando a otro Sturmgeschütz cuyo cañón funcionaba, pero no su motor. Enganchados el uno al otro, tuvieron que superar una maratón de 100 km hasta alcanzar sus propias líneas a través de un paisaje nevado salpicado de columnas de grasiento humo que indicaban la posición de la gradual aniquilación de su unidad y sus víctimas.

Cubiertos por las tormentas de nieve y el mal tiempo, su odisea les llevó a través de una zona controlada por siete cuerpos de carros rusos. Llegaron al aeródromo alemán situado a las afueras de la bolsa de Jarocin, donde pudieron reabastecerse tras echar abajo las puertas de un viejo depósito de suministros de la Wehrmacht situado en una vieja cervecería y obtener los suministros que sus tripulaciones necesitaban desesperadamente. Cuando los primeros proyectiles soviéticos comenzaron a caer sobre la ciudad, la comida fue arrojada a los hambrientos soldados alemanes. Eckardt consiguió que subieran en Sorau sus dos cañones de asalto averiados a un tren que atravesó un puente sobre el río Oder que los ingenieros se aprestaban a demoler. Hicieron falta cuatro días para reparar ambos vehículos, que no tardaron en entrar de nuevo en acción, esta vez dando apoyo a un batallón de ingenieros de asalto. Fueron los dos últimos cañones de asalto del 8.º Abteilung en escapar de Polonia. Solo consiguieron llegar supervivientes que escaparon a pie[861].

Las tripulaciones de los panzer siguieron combatiendo aún cuando estaba claro que la guerra estaba totalmente perdida en ambos frentes. Esto enfurecía a las tropas aliadas. «Lo que realmente me enfurece», declaró el teniente Peter Balfour, del 3.er Batallón de los Guardias Escoceses, «es la forma en que combaten, como demonios hasta que los liquidas». La infantería sufría muchos más daños y más bajas. «Cada vez que veo un batallón de infantería de los que conozco bien», recordaba Balfour, «me quedo estupefacto de la cantidad de caras nuevas, cuando nosotros hemos sido, en lo sustancial, los mismos desde el comienzo». Para ambos bandos estaba cada vez más claro. «No hay duda de que un tanque es mucho más seguro», concluyó Balfour, «aún cuando a veces pienses que todo el mundo te está disparando a ti»[862].

Los tanques americanos eran menos seguros. Unos pocos Pershing habían llegado al frente. El coronel G. MacLeod-Ross, un oficial británico que trabajaba en el desarrollo de carros de combate en los Estados Unidos, recordó que el oficial jefe de provisión, el brigadier Jack Christmas, le dijo que «ganaremos la guerra en Europa con el Sherman». Grandes cantidades de esos carros se acumularon en Europa pese al ignorado potencial del 90 mm del Pershing. Cumplir con el imperativo de la masa contra la tecnología estaba teniendo consecuencias humanas impactantes. «Los “mejores” despreciaban a los “buenos”», señalaba MacLeod-Ross; el comentario de Christmas fue cumplido hasta el final, pues «combatimos [con el Sherman] en Europa hasta el amargo final». Hacia octubre de 1944 se reveló que los Estados Unidos habían perdido 1400 carros completamente destruidos, de los que un 90 por ciento habían ardido. «Batallones de tanques de cincuenta y cinco carros han quedado reducidos a diez», informó MacLeod-Ross[863]. Los Sherman eran ahora descritos por los informes oficiales como «trampas mortales», y el malestar atrajo la atención de la prensa. «Una exigencia de hace casi dos años, la de un tanque mejor que el Sherman, ha quedado al fin satisfecha», escribió el New York Times en enero de 1945. No obstante, la llegada al frente del Pershing era un ejemplo de «demasiado poco y demasiado tarde».

Las implicaciones humanas en la decisión de prioridades de diseño anteriores eran ahora muy evidentes. La producción en masa de carros estaba incluso superando a la capacidad de los centros de entrenamiento para formar tripulantes. En el momento del paso del Rin había 7620 carros en los depósitos del teatro de operaciones en espera de ser entregados a las unidades. Se habían tomado decisiones poco meditadas para remediar carencias. Reducir ahora las tripulaciones de cinco a tres obligaba a estas a enfrentarse a los superiores panzer alemanes tripulados por cinco hombres. El teniente Belton Cooper describe el trágico resultado para una unidad, el 33.º Regimiento Acorazado, en Werbomont, en enero de 1945, hacia el final de la batalla de las Ardenas. «Nos trajeron unos tres camiones cargados de reclutas de infantería», recordaba. «Esos chicos acababan de bajarse del barco en Amberes y tan solo habían recibido instrucción básica». De los treinta y cuatro hombres, «la mayoría no habían estado nunca en un tanque, ni tan siquiera habían visto uno de cerca». Cooper, un oficial de armamento, fue encargado de distribuir entre ellos una combinación de diecisiete carros reparados y nuevos que acababan de llegar para su asignación a las unidades de primera línea. Los recién llegados fueron organizados en diecisiete tripulaciones de tres hombres cada uno, incluyendo el conductor. Un sargento armero fue encargado de «enseñarles como disparar el cañón principal; cada hombre pudo disparar el cañón principal tres veces, y ese fue todo el entrenamiento que recibieron», recordó Cooper. Les vio partir hacia el humeante frente hacia las 15:00 horas.

Cooper no tardó en enterarse de lo que ocurrió, pues su trabajo también abarcaba la recuperación de vehículos. «Llegamos allí hacia las siete de la tarde; de esos diecisiete carros, quince habían quedado fuera de combate junto a la carretera». Cooper se resignó a ser testigo de una tragedia antes incluso de ponerse a trabajar. «Desconozco si alguno de esos hombres sobrevivió o no», dijo[864].

La dura resistencia alemana era quizás más fácil de comprender en el Este que en el Oeste. Nemmersdorf, una aldea de Prusia Oriental, había sido capturada durante un breve espacio de tiempo por los rusos en noviembre de 1944. Las cámaras de la prensa acompañaron el contraataque para recuperarla; los noticiarios Wochenschau alemanes difundieron en los cines historias de violaciones y atrocidades, junto a los testimonios in situ de los horrorizados civiles. Supuestamente una muchacha alemana desnuda había sido crucificada en la puerta de un granero. Verdaderas o no, las historias fueron creídas. No había otra cosa que pudiera hacerse salvo combatir al «bestial» invasor soviético, que cosechaba los vientos sembrados por la Wehrmacht en Rusia.

Aunque la resistencia alemana podía ser igualmente fanática en el Oeste, no iba a ser tan consistente. Muchos veteranos de los panzer veían la resistencia a Hitler, por ejemplo, como una distracción al esfuerzo de guerra principal. «Desafortunadamente, los hombres que fueron ejecutados después del 20 de julio de 1944 no consiguieron nada para su pueblo», comentó el Leutnant [alférez] Otto Carius, del 502.º batallón de carros pesados, en referencia al intento de acabar con la vida de Hitler. Estaba de acuerdo con que esos hombres actuaron conforme a sus convicciones. «No obstante, en ningún modo se ganaron mayor reconocimiento o respecto que cualquiera de los soldados que, leal y silenciosamente, habían muerto en el frente por su patria». Muchos veteranos reaccionaban negativamente a la idea de una «resistencia» alemana. «Los muertos de los grupos de la resistencia no suponían menores riesgos o pérdidas que los caídos en combate, pero tampoco más», insistía Carius[865]. Ludwig Bauer recordó que en el momento del intento de magnicidio «todos los oficiales fueron reunidos e informados; el regimiento recibió orden de preparar diez panzer con la correspondiente dotación ante la eventualidad de disturbios en Alemania». Bauer desaprobaba el complot. «¿Por qué Stauffenberg y los otros no dispararon a Hitler en lugar de volarlo con los inocentes que le acompañaban?», se preguntaba. El punto de vista que prevalecía entre las unidades panzer era que «no les gustaba escuchar conversaciones acerca de que la guerra se iba a acabar cuando estaban en plena lucha», comentaba Bauer. «Tenían que seguir adelante; de otro modo, resultaría duro concentrarse psicológicamente en seguir resistiendo»[866].

En febrero de 1945 tan solo quedaban en el Oeste tres débiles grupos de ejércitos. El general Student defendía Holanda y el norte del Rin; Model defendía el Ruhr, y Blaskowitz el sur de Alemania. Todos estaban por debajo de sus efectivos reglamentarios, y apenas contaban con carros. Eisenhower desplegaba ochenta y cinco divisiones con sus efectivos al completo, de las cuales veintitrés eran acorazadas y tres aerotransportadas, todas ellas apoyadas por un aplastante dominio del aire. Se consiguió cruzar el Rin a finales de marzo, comenzando así el avance por Alemania. «No iba a ser un paseo por territorio amistoso como lo había sido el avance a través de Francia y Bélgica», declaró Tom Heald, del 2.º de Fife and Forfar Yeomanry. «Sería un avance combatiendo a través de toda Alemania»[867].

Veintiséis divisiones alemanas ofrecieron una resistencia irregular en el Oeste mientras que las divisiones panzer y motorizadas restantes combatían fanáticamente para sostener el frente del Este. El Ruhr fue cercado por los 1.º y 9.º Ejércitos estadounidenses, y acabó rindiéndose el 18 de abril. El Feldmarshall [mariscal de campo] Model se suicidó. Mientras tanto, los otros ejércitos aliados avanzaban hasta 80 km al día hacia los límites acordados de las zonas de ocupación. El 16 de abril, los rusos comenzaron a abrirse paso a través de las cinco líneas defensivas que los alemanes habían trazado a lo largo de la zona defensiva del Oder-Neisse. La extensión de las zonas urbanizadas y los numerosos ríos y cursos de agua hacían de Berlín un hueso particularmente duro de roer.

RÉQUIEM

«Discúlpame por no haber escrito antes», decía la carta del cabo Jack Clegg, del 1.º de Fife and Forfar Yeomanry, «pero los últimos diez días han sido los peores de todos los que llevo en el continente». «Mira las fotografías de la prensa», le advirtió Clegg a su madre. «Estoy bien, en buena forma, pero estoy un tanto hastiado. Tres veces he preparado mi mejor uniforme para ir a Bruselas, y tres veces han cancelado el permiso para entrar en acción». Jack Clegg no escribía muy a menudo, cosa de lo que se disculpaba. «Espero que no te hayas preocupado mucho por la falta de cartas, pero de las últimas seis noches solo he pasado una en la cama». Se quejaba de la espesa capa de nieve y de que «hace un frío de muerte en los carros». Inquietantemente, escribió que, «esta noche a las 10 vamos a un punto difícil», pero acabó animadamente su carta: «Sigue sonriendo, os quiero a todos. Vuestro hijo, Jack».

«Mi madre nunca se recuperó de la muerte de Jack», admitiría después de la guerra su hermana Bernice. «Quedó destrozada. Mí padre siempre guardó silencio acerca de esto»[868].

«Johnny fue herido en el rostro», escribió Keith Dawson a la señora Clegg, diecinueve días después de que recibiera la última carta de Jack. «Sucedió a unas dos millas a las afueras de la localidad de Simmerath, en Alemania», le dijo, «después de llamear con éxito algunos búnkeres durante la fase inicial». Jack, llamado «Johnny» por su tripulación, fue probablemente abatido por un francotirador durante las primeras batallas por los embalses del Ruhr. «Echamos de menos su alegre sonrisa y sus palabras y la frase que siempre decía cada mañana, que era “un día menos para el final de la guerra”»[869].

La guerra estaba ahora en sus últimos estertores. Berlín estaba bajo asedio el 27 de abril, reducido a una franja de resistencia final de apenas dieciséis kilómetros de largo por cinco de ancho. El ejército británico cruzó el Weser el 5 de abril y alcanzó el río Elba el 24 del mismo mes, estableciendo contacto con los rusos al día siguiente. Un solo asunto dominaba ahora las mentes de los tanquistas. ¿Quién viviría lo suficiente para ver la luz del último día de la guerra?

No se permitía que nada se inmiscuyera en esta consideración. Los vencedores podían ser tan brutales para alcanzar su objetivo como lo habían sido antes sus equivalentes alemanes. Ted Hartman, del 41.º Batallón de Carros estadounidense, escuchó a su comandante dar instrucciones al Combat Command B tras la muerte de un popular jefe de compañía una semana antes del final de la guerra. «Estos seis puntos de control [aldeas] que tenemos por delante serán quemados hasta los cimientos antes de que anochezca. Esa gente tiene que aprender que toda resistencia es inútil», anunció por radio. La historia del 70.º Batallón de Carros independiente admitió:

Los tanques avanzaban por campo abierto de una aldea a otra, disparando incansablemente al menor signo de resistencia. Cualquier localidad o ciudad que intentase retrasar el avance no tardaba en convertirse en un furioso infierno. El paisaje alemán se llenó de aldeas en llamas. Comenzaron a aparecer más banderas blancas[870].

El remordimiento era una emoción cada vez menos común en esta fase de la guerra, especialmente tras la liberación de los campos de concentración. El teniente Demetri Paris, de la 9.ª División Acorazada estadounidense, explicó su actitud al matar al enemigo:

No sentías ninguna lástima por él. No pensabas que tuviera una familia, o hijos, o lo que fuera. Ese tipo había iniciado la guerra; su país me había sacado a mí de mi casa. Mi país me había traído aquí, a miles de millas de distancia y ahora tengo la satisfacción de haber parado los pies a uno de ellos. El sentimiento más fuerte siempre era esta sensación de camaradería: Le he cazado, así que no podrá dar caza a uno de mis camaradas. Ese era el tipo de satisfacción, nada de lástima, ni de dolor, ni de remordimiento.

Las tripulaciones de los panzer veían a las tripulaciones americanas como presas fáciles y, en consecuencia, no sentían demasiados remordimientos al despacharles. «Cinco rusos eran más peligrosos que treinta americanos», declaró el Leutnant [alférez] Otto Carius, que combatía en la zona de Siegen con su unidad de Jagdtiger. Se quejaba del cada vez peor nivel de los suyos, refiriéndose a su unidad como hombres con «buena actitud, pero sin experiencia con vehículos pesados, carecían de suficiente entrenamiento». Señaló que sus viejos camaradas, muertos ya hacía mucho, «habrían disfrutado disparando contra ese “desfile de yanquis”». Otro veterano de los panzer, afirmó, escogiendo con cuidado sus palabras, que los americanos no eran particularmente «resistentes». «Si te quedabas sin proyectiles perforadores, incluso disparándoles un proyectil de alto explosivo conseguías hacerles salir de la torreta». Por el contrario, sentía «enorme respecto por las tripulaciones rusas, no tanto por sus habilidades técnicas y tácticas —que eran buenas— sino por su tenacidad»[871]. Carius veía débiles a los americanos. «Ningún verdadero soldado se hubiera permitido dejarse capturar prematuramente por esas medianías, cuando, al mismo tiempo, nuestros camaradas del frente oriental seguían defendiéndose bravamente contra los rusos». Los americanos empleaban indiscriminadamente su potencia de fuego si así podían salvar vidas, cosa que también hacían los británicos, si contaban con los recursos para ello.

La guerra engendra amargura y odio; para los veteranos no es siempre fácil describir los hechos de forma ecuánime, incluso largo tiempo después. Carius, que de ningún modo puede ser considerado un oficial de panzer atípico, veía con amargura la perspectiva de una derrota total y no negociable. «Todo había enloquecido», comentaba. El batallón de infantería al que apoyábamos vivía conforme a un deplorable lema: «¡Disfrute de la guerra! ¡La paz será terrible!». Esto, dijo, «me repugnaba profundamente».

Ernest Hamilton, del 15/19 de Húsares, recordó el avance a través de muchas pequeñas localidades y aldeas. «Sus nombres no eran de interés para el soldado común. ¿Otra por la que tendríamos que luchar?». El americano medio no comprendía a los europeos, pero los británicos estaban igualmente dispuestos a hacer lo que hiciera falta para acabar la guerra y volver a casa con rapidez. Al capturar prisioneros, «les preguntábamos “¿hay algún militar en la siguiente localidad?”», recordó Hamilton. «Si decían que no, los colocábamos en la parte frontal del tanque y avanzábamos hacia nuestro objetivo». Al hacerlo así, el enemigo que les esperaba «se lo pensaría dos veces antes de disparar cuando vieran el uniforme feldgrau sobre el carro»[872].

«En Megcheln continuaban combatiendo incluso desde casas que habían sido incendiadas por los lanzallamas Crocodile», informó el mayor John Stirling, del 4/7 RDG. «Fanáticos y equivocados, sí, pero también valientes y bien disciplinados», dijo de los paracaidistas alemanes, quienes «combatieron con una valentía dura y desesperanzada que ningún hombre podía dejar de admirar»[873].

El Leutnant Ludwig Bauer, que combatía con los restos del 33.º Regimiento Panzer, declaró que: «Estábamos completamente völlig hass-frei [completamente libres de odio] pero tal cosa cambió cuando vi lo que hacían los cazas estadounidenses, que atacaban en vuelo rasante a los civiles de las regiones de Colonia y del Eiffel». Vio «cazas americanos atacar y acribillar a granjeros a caballo… ¡como si fuera un deporte!». Se trataba del mismo agotamiento emocional de todo remordimiento, como al sufrir bajas aparentemente innecesarias cuando el victorioso final ya estaba a la vista. Bauer afirmó que la resistencia estaba motivada por tres factores:

Sabíamos de la petición de rendición incondicional; no podíamos ni imaginar una situación en la que Churchill, Stalin y Roosevelt se dividieran Alemania. En segundo lugar, los americanos sabían en marzo que la guerra ya estaba acabada, pero aún así continuaban reduciendo las ciudades alemanas a cenizas y escombros. Además, sabíamos también lo que los rusos estaban haciendo, con todas las violaciones y el terror, y pensábamos que teníamos que sacar a nuestra gente de allí.

Ciertamente, la gente ya había tenido suficiente. El Leutnant Otto Carius, que combatió los últimos días con su unidad de Jagdtiger, sabía que había elementos de la población civil que colaboraban con el enemigo. «No tenía ningún problema en comprender que la gente se sintiera apática o cansada de la guerra, pero lo que me resultaba imposible creer es que alguien pudiera entregar a sus propios compatriotas al enemigo». Tras establecer un puesto de mando en el refugio antiaéreo de una fábrica, comenzó a darse cuenta de la coincidencia entre los movimientos de civiles de un lado a otro de las líneas y el preciso fuego americano contra sus cañones de asalto ocultos «aún cuando no podían verlos en absoluto». Acabó por cerrar el paso hacia la línea de frente. La disciplina se resquebrajaba ante la completa superioridad aérea del enemigo. Carius detectó una «extraña actitud» que se expresaba en un «¡Haz cualquier cosa, pero no dispares! ¡Los pilotos podrían descubrir nuestra posición!», hubo acalorados debates entre las tripulaciones aisladas acerca de si abrir o no abrir fuego. Carius podía ver que el fin de las hostilidades se acercaba. «Cada uno tuvo que decidir por sí mismo», reflexionó, «si quería experimentar el fin decentemente o de forma despreciable». Muchas de las tropas de otras armas y servicios habían optado por esto último; estaban «ocultos en los bosques a cientos, esperando que llegase el final».

El cinismo afectó a algunos de los últimos combates de los panzer. Karl Drescher, del 116.º Batallón de Reconocimiento, temía siempre la aparición de grupos de aviones americanos en busca de indicios de antenas de radio. De vez en cuando lanzaban alguna ráfaga de fuego antiaéreo «para que no se volvieran demasiado descarados». Esto provocó la inoportuna visita del alcalde de la localidad que le reprochó que atrajera probables represalias. «Eso me enfureció», recordó, «y le dije que haría bien en desaparecer o que le haría fusilar. ¡Hasta entonces habíamos tenido que luchar una guerra que él había comenzado, no yo!». En Aquisgrán, tuvo lugar una conversación similar con un funcionario que le sugirió que trasladase sus vehículos blindados a Oberhausen, que ya había ardido. «Le dije que se perdiera; ya estábamos bien donde estábamos». Cuando las quejas se intensificaron, alinearon sus vehículos frente a la residencia del funcionario, con los motores en marcha. «Cuando aparecieron los aviones, nos marchamos a toda velocidad, pero no antes de que la casa fuera destruida», concluyó entre risas.

Drescher recordó que en Hamm, en el Ruhr, él y su tripulación se vieron obligados a buscar comida «como ladrones» mientras los civiles se encontraban en los refugios antiaéreos. La obtención de comida de parte de «algún burócrata chupatintas de retaguardia de la Wehrmacht que nos dijo que como no lo habíamos solicitado no se nos daría nada» fue resuelta de forma expeditiva. «Le dije que tuviera cuidado, que teníamos granadas de mano y que íbamos a conseguir lo que queríamos. Entonces nos llevamos lo nuestro». «Todos querían rendirse, para permitir que la línea del frente pasara de largo», se quejó Drescher. «Nosotros; nosotros queríamos continuar la guerra»[874]. La organización de la sociedad alemana se estaba viniendo abajo.

«Donde antes había tanques y cañones anticarro a mansalva, ahora se habían convertido en rarezas», afirmaba el mayor John Stirling, del 4/7 RDG. En el juego de azar que jugaban los tanquistas aliados que esperaban el final de la guerra, todas las apuestas iban en contra del carro de cabeza. El progreso se ralentizaba por demoliciones y bloqueos de carreteras, «pero ya no había un ejército oponiéndose a nosotros», afirmó Stirling. Ocultos en zanjas y setos, había viejos y muchachos armados con Panzerfaust y muchas veces dispuestos a hacerse volar si así podían llevarse con ellos a un blindado enemigo. El soldado «John», del 1.er RTR, le escribió a su familia desde el hospital el 1 de abril de 1945, explicando como «uno de esos bergantes aguardó tirado en una zanja y esperó hasta que nuestro carro estuvo casi encima suyo, entonces se puso en pie y nos soltó un Panzerfaust». No resultaba «nada sorprendente que adquieras una visión fatalista», pues el tanque que estaba a su lado fue también alcanzado, resultando muerto el artillero en su interior. A la guerra apenas le quedaba un mes para acabar. «Acababa de incorporase obligatoriamente», destacó, «y era su primera acción»[875].

El teniente Tom Heald, del 2.º de Fife and Forfar Yeomanry, estaba equipado con los nuevos carros Comet, que tenían un cañón mucho mejor que el del Sherman y eran también mecánicamente fiables. Era el precursor del futuro carro Centurión. «Un Comet alcanzaba con facilidad los 48 km/h», recordó, por lo que la táctica adoptada para evitar los Panzerfaust era la de avanzar a toda velocidad.

El tanque de cabeza disparaba con sus ametralladoras contra los setos que tuviera delante y a los lados. El segundo carro le seguía aproximadamente a un centenar de yardas [91 metros] por detrás, pero también disparando sus ametralladoras, no al tanque que le precedía, sino a los setos que quedaban detrás.

Un tercer carro podría hacer lo mismo. «¡“Bazookeado”, conductor, acelere!» era la reacción ante un contacto. La última baja fatal de la unidad fue el cabo Bush, muerto a mediados de abril al intentar escapar de un tanque «bazookeado». Era el último comandante de carro que quedaba de todos los que habían mandado un carro en Normandía, diez meses atrás. Tales son las probabilidades de la guerra. El Tiger del Feldwebel [sargento] Eric Franzen del Kampfgruppe Schulz fue destruido por un Comet del 3.er RTR en Fallingbostal ese mismo mes. Lo que más le impresionó fue que el Comet que le había dejado fuera de combate «permitió que la tripulación escapase sin intentar empeorar las cosas… una acción realmente noble», destacó, «a pesar de la guerra total»[876].

El Leutnant [alférez] Ludwig Bauer llevaba participando en este inquietante juego de azar desde julio de 1941. A finales de marzo, estaba al mando de un Sturmgeschütz IV (un cañón de asalto, montado sobre un chasis de Panzer IV) en una empinada y pronunciada curva en Esiserfeld, cerca de Siegen. Hasta aquel momento había sobrevivido siete veces a la destrucción de siete vehículos, perdiendo en cada ocasión amigos, muertos o heridos. Tras destruir dos Sherman que se acercaban desde abajo fue alcanzando por otro; fue un preciso impacto a la primera desde una distancia de 800 metros. Era la octava vez que perdía un carro. Tanto su conductor como su artillero resultaron muertos. Bauer estaba posicionado al borde de una empinada cuesta, con precipicios a un lado y a otro. Mientras se le escapaba la vida a su conductor, el cañón de asalto comenzó a caer hacia atrás. Bauer, ignorando el peligro y desconociendo que la mitad superior de la cabeza de su conductor había quedado cercenada, siguió dando instrucciones. «Cadena izquierda, cadena derecha frenada», gritó mientras el panzer tomaba velocidad hasta precipitarse por el borde de la carretera. Dio tres vueltas de campana antes de llegar al fondo.

Bauer conocía a su conductor desde los días en que él mismo había sido un suboficial. «Era un excelente conductor, miembro de la compañía original» que se veía a si mismo algo así como un talismán, recordó con agrado. «Quédate conmigo», le aseguraba a Bauer, «y sobrevivirás». Así lo hizo, pero a un precio de pesadilla. Sus heridas eran relativamente menores en vista de la espectacular caída del cañón de asalto; una herida en el pecho y un hombro lesionado. Los sanitarios le vendaron y pudo seguir combatiendo, pero durante un tiempo considerable se vería atormentando por pesadillas de decapitación. Después de la guerra, pasó meses buscando la tumba hasta localizarla finalmente e informar de los tristes detalles a los padres del conductor en Austria. Bauer había gastado ya ocho de sus proverbiales nueve vidas.

Los veteranos citan muy frecuentemente premoniciones de muerte, pero estas suelen ser desdeñadas como simples coincidencias. Las tripulaciones tomaban precauciones extra ahora que el final estaba tan próximo. El terreno se examinaba exhaustivamente con binoculares antes de atravesarlo. Cada accidente del terreno era clasificado y considerado metódicamente, dividido entre primer plano, segundo plano y larga distancia para así eliminar amenazas potenciales. Se evitaba recortarse en el horizonte y la reacción inmediata al disparo de un 88 mm era saltar del carro. Todo lo que necesitaban era afinar el tiro y el tiempo necesario para recargar; nunca fallaban el segundo tiro. Muy raramente el vehículo objeto del ataque podía identificar la distancia correcta y la línea de tiro para devolver un disparo. Deja que combatan los carros que le acompañan, quienes tienen mejores posibilidades de ver, era el consejo que recibían. «Así es como pasan las cosas» era la habitual explicación de los veteranos. El avance por terreno desconocido venía siempre precedido de un nerviosismo extremo; podía ser la última vez. Algunos podían despreciar las premoniciones, pero el tripulante de carros Peter Elstob describió la sensación: «Era como llegar al final de algo. No había otra cosa que hacer excepto desear que no hubiera pasado tan rápidamente»[877].

El sargento George «Stimo» Stimpson era uno de los mejores amigos que tenía el sargento Jake Wardrop en el 5.º RTR. Se conocían desde los días de preguerra en Perham Down. Estaban bebiendo en el campamento de tanques la noche anterior al avance sobre Rethem, en abril. Durante la mayor parte de la guerra Wardrop había estado en lo más duro, desde Flandes en 1940, durante toda la campaña del norte de África y de Italia, después en Normandía, a través del noroeste de Europa, y hasta el interior de Alemania. Había perdido diez carros en el desierto, junto con uno o más amigos cada vez, y con frecuencia teniendo que subir a un carro de reemplazo. Su coronel «Paddy Doyle» veía en él un soldado enigmático, «que daba lo mejor de sí en acción», y que, al igual que muchos otros rudos soldados, «podía causar más problemas en cinco minutos de los que la Policía Militar podía arreglar en un mes». Como consecuencia de ello, iba siendo ascendido y degradado sucesivamente de soldado a sargento y otra vez a soldado. Wardrop resumía la épica del tanquista británico.

«Hablamos de los muchos amigos que ya no estaban entre nosotros», recordó Stimpson de aquella noche en el campamento. «Retrospectivamente, creo que Jake tenía una premonición de lo que le traería el día siguiente pero, aún así, conseguimos echarnos al coleto una botella liberada de brandy alemán».

A la mañana siguiente avanzaron con dos compañías encabezando la marcha a través de una gran área boscosa a unas cinco millas al sur de Rethem. La compañía de Wardrop iba en cabeza, ralentizando la marcha en un cruce de pistas para comprobar el mapa, lo que provocó una furiosa emboscada. Solo dos carros consiguieron volver; los otros dos, incluyendo el Firefly de Jack, permanecieron en la zona del cruce, donde continuaba un combate terrorífico. Stimpson alcanzó la zona al día siguiente. «Encontré el cuerpo de Jack junto a su tanque, que estaba justo en medio del cruce de caminos», recordó. Habían quedado fuera de combate por un Panzerfaust, y él «había sido abatido por fuego de ametralladora»[878].

Después de experimentar el horror de liberar el campo de concentración de Belsen, el mayor Bill Close del 3.er RTR entró en un campo de prisioneros de guerra en las cercanías de Lüneburg. En su interior «para mi gran sorpresa», dijo, había varios hombres del 3.er RTR que habían sido capturados en Calais, de donde había escapado él en 1940. Entre ellos había un camarada en particular, el sargento Socker Heath, que subió a bordo de un carro y dijo, con gran emoción: «Siempre supe que el 3.º volvería a por mí»[879]. Esta reunión mostraba el proceso de «igualación social» que había tenido lugar entre los tanquistas británicos desde el comienzo de la guerra. Bill Close era un sargento la última vez que había visto a su amigo en 1940; lo liberó cinco años más tarde como mayor y comandante de escuadrón. Había perdido once carros durante el ínterin. Su caso fue excepcional, pero fue posible por el cambio jerárquico provocado por la conversión, forzada por la guerra, de miles de suboficiales en oficiales.

Aunque seguía habiendo una relación de «ellos» y «nosotros» entre oficiales y soldados, esta había cambiado de forma intangible hacia algo diferente. Las diferencias sociales no tienen ninguna relevancia en el estrecho interior de un carro; esto llevó a una relajación de las actitudes. Quizás las miserias compartidas eran el inicio de una serie de actitudes que en el futuro enmarcarían e inspirarían el Servicio Nacional de Salud y el estado del bienestar.

El 10 de abril de 1945 Ludwig Bauer comandaba un Panther en Erndtebrook. Tanto él como su tripulación estaban agotados después de semanas de combatir con su carro y se vieron sorprendidos, atrapados, durmiendo en una casa abandonada de un pueblo en el que la infantería americana entró de forma inesperada. Dejado atrás con las prisas por escapar, Bauer se encontró aislado, solo, dentro de la casa y sin sus botas, que se había quitado para dormir. Finalmente consiguió meterse, sin que le vieran, en el compartimento del conductor del Panther, que los americanos habían dado por abandonado, arrancó y salió de allí a toda velocidad. Salió del pueblo solo, dejando una estela de caos y mientras los impactos de bazooka golpeaban su parte trasera. En una de esas supremas ironías de la guerra, su Panther fue destruido por un desconfiado cañón autopropulsado alemán que merodeaba por las afueras del pueblo. Bauer escapó por poco, saliendo como pudo por entre una red de camuflaje en llamas que obstaculizaba la escotilla. Sus camaradas, que se habían visto obligados a abandonarle cuando el pueblo fue ocupado, no conseguían reconocer en aquel conductor envuelto en llamas a su comandante. Su rostro estaba irreconocible y su uniforme había quedado pegado a su espalda en una masa fundida. Evacuado a un hospital en Olpe, partió menos de un día después para evitar ser capturado. Con cabeza y manos completamente embalsamadas con vendas, consiguió localizar a su batallón y permaneció con él hasta su rendición. Nueve tanques totalmente destruidos significaban que Bauer ya había gastado sus «nueve vidas». No tenía derecho a seguir vivo.

Quince días más tarde el ejército soviético rodeaba Berlín y comenzaba a reducirla a escombros con su artillería. El 26 de abril, medio millón de tropas rusas irrumpieron en el centro de la ciudad, alcanzando el Reichstag el 28. Hitler se suicidó dos días más tarde, y Berlín se rindió el 2 de mayo. Hamburgo fue tomada por el 2.º Ejército británico el 3 de mayo; al día siguiente, el 3.er Ejército estadounidense entraba en Austria y Checoslovaquia. La guerra había acabado prácticamente.

El 2 de mayo los Sherman barreminas del 22.º de Dragones avanzaron lentamente por la carretera de Glinde, cerca de Bremervorde, al norte de Bremen, una carretera larga, estrecha, y flanqueada por zanjas. Estaban apoyando al 5.º de Cameronian Highlanders en la limpieza de la zona del Báltico. Pasaban junto a una lastimera fila de viejos y muchachos del Volksturm (milicia popular). «Parecía como si cada uno de los soldados alemanes que hicimos prisioneros no fuese más que un colegial», recordó el soldado Whitehead de una operación similar de limpieza; no obstante, cada uno de ellos llevaba un Panzerfaust, «lo cual era algo muy mortífero para nuestra existencia». Al comprobar una zona que habían rociado con fuego de ametralladora antes de un ataque, se encontraron con ocho muchachos, todos muertos excepto uno. «No podía dejar de llorar por la muerte de sus amigos. Estaba muy asustado y se había ensuciado los pantalones, lo cual no resulta sorprendente». Desanimados, refugiados y soldados de la Wehrmacht buscando rendirse pasaron aprensivamente junto a los tanques barreminas mientras estos se dedicaban a acribillar bosques y setos con fuego de ametralladora, en busca de bolsas enemigas de resistencia[880].

El sargento Jock Stirling, del carro de cabeza, ordenó a su artillero Jim Taylor que disparase contra un cañón autopropulsado alemán probablemente abandonado, pues estaba inclinado al borde de la carretera flanqueada de zanjas, «para asegurarse». No tardó en comenzar a arder con los «chisporroteos y chispazos» de la munición en llamas. «Si no estaba muerto, ahora sí que lo está», recordaba Alan Walkden, el cargador y operador de radio. Al pasar junto y después más allá del vehículo incendiado, la carretera comenzó a elevarse «muy recta, con extraña quietud», recordó Walkden.

El teniente Ian Hamilton, el jefe de la compañía, avanzaba a la izquierda y detrás. «Se nos había dicho que el fin de las hostilidades estaba a la vista, por lo que debíamos avanzar sin tomar riesgos innecesarios». Iban controlando el avance de la infantería por sus flancos; Hamilton tenía un Bren carrier inmediatamente detrás suyo. «Jock Stirling, nuestro comandante de carro, miró con aguda concentración a la extraña y desierta carretera». Alan Walkden, en el interior del carro, podía ver a su comandante en la torreta abierta, pero poco más. «Un desagradable impacto metálico hizo estremecerse a todo el vehículo». «¿Qué demonios ha sido eso, Jock?», dijo Walkden. Pero su comandante se inclinaba sobre la cúpula como resignado, incapaz de responder. «Donde antes estaba su cabeza, había algo que parecía sacado de un matadero», recordó Walkden: «Sangriento; informe; obsceno».

Ignorando los procedimientos de comunicaciones, gritó por la radio «¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Nos han dado! ¡Le han dado al comandante!». Hamilton, el jefe de compañía, ya había pedido fumígenos, su cañón principal disparaba con rapidez y a ciegas para distraer a su oculto atacante. Al dar marcha atrás, comenzó a arrastrar al Bren carrier por la carretera.

Basil Carlick, el conductor del carro barreminas alcanzado, gritó que la pieza principal estaba atascada sobre su escotilla y que no podía salir. El mecanismo eléctrico de giro no funcionaba pero Taylor hizo girar manualmente el cañón; cuando lo hizo, la escotilla se abrió de un golpe y el conductor se tiró a la zanja. Todo esto ocurrió en cuestión de fracciones de segundo, mientras tanto Jim Taylor como Alan Walkden intentaban arrastrar al «inerte, indiferente y horrorosamente destrozado cadáver» de su comandante.

Un segundo proyectil perforador impactó contra la torreta, volviendo a salir justo a través del artillero. «Ahora la muerte parecía cierta», supuso Walkden. «Lo acepté con una aturdida calma. Dos pobres tipos habían muerto en esa cúpula. Ahora era mi turno». Pugnó y peleó con los cadáveres ensangrentados que tapaban la salida, y consiguió, «Dios sabe como», escapar. Fue cosa de unos pocos segundos, antes de que otro proyectil más impactase contra el carro, que, al no estar aún ardiendo, seguía atrayendo la atención del enemigo. La correa de la pistola de Walkden se enganchó en el borde de la cúpula dañada y dentada por el impacto, pero consiguió liberarse. Cuando estaba sobre el chasis temió que llegase fuego de ametralladora, pero no fue así y se lanzó a la zanja junto al otro único superviviente de la tripulación.

El carro del teniente Hamilton, arrastrando a un lado al Bren carrier, consiguió cambiar de sentido en la carretera del dique en la entrada de una granja. El zumbido de un tiro de despedida del cañón autopropulsado alemán partió la punta del poste de telégrafos situado a su lado, cubriendo al blindado de astillas y cables sueltos. Alan Walkden, bañado de la cabeza a los pies en sangre, emprendió junto al conductor el inseguro camino de vuelta hacia la infantería escocesa. «¡Dios mío!», dijo un escocés, «¿Qué demonios te ha pasado?» «Baz y yo», recordó Walkden, permanecimos «mirando estúpidamente a aquel escocés». «Muchachos, ya habéis tenido suficiente», dijo acogedoramente[881], «¡venid a la casa a tomar una buena taza de té!»[882].

Hamilton recordó que los dos supervivientes fueron enviados de vuelta a la base en camión[883]. Solo quedaban cuarenta y ocho horas hasta el final de las hostilidades. Fueron enviados de inmediato de permiso a Bruselas, donde se vieron envueltos en las enloquecidas celebraciones del día de la victoria en Europa.

Hasta el mismo momento del cese de hostilidades, los mensajeros alemanes estuvieron entregando medallas y condecoraciones por todo el Reich arrasado por la guerra. El Feldwebel Hermann Eckardt recibió la cruz de caballero en un hospital en marzo por protagonizar una heroica acción de retaguardia en defensa de los pasos del Neisse en la ruta de Berlín. Había dejado fuera de combate veinticinco carros británicos en el desierto y a setenta y ocho rusos durante los dieciocho meses finales de la guerra. Ludwig Bauer recibió su cruz de caballero el 29 de abril, apenas unos días antes del fin. Los mensajeros le buscaron pese al riesgo que ello conllevaba en un frente rápidamente cambiante. «Una locura», reflexionó tiempo después, «permitir a hombres arriesgar sus vidas de esa manera».

El teniente Stuart Hills recordaba el sol que brillaba en su ventana el 5 de mayo después de haber disfrutado de una fiesta salvaje la noche anterior. Se sentía pausado y reflexivo, pues recientemente había perdido a un viejo amigo de la escuela, con el que le unía una fuerte amistad. Sus pensamientos eran similares a los de otros relatos de veteranos del final de la guerra. Uno podía ahora considerar el futuro. «No más muertes, no más disparos, no más tanques en llamas o estruendosas explosiones». Las cosas eran diferentes. «Podía ahora levantarme de la cama e ir a desayunar», reflexionaba, «sin preocuparme de si me iban a volar por los aires durante el día». Todas las restricciones habían sido levantadas en un instante. «Era el momento de adaptarme a mi vida».

«En Camberley, el día de la Victoria en Europa, puse un puñado de billetes sobre el mostrador del pub para que todo el mundo bebiera a la salud de aquellos que ya no volverían», recordó Peter Roach, del 1.er RTR. No bebió tanta gente como pensaba que iba a hacerlo. «Con la falta general de comprensión y un nudo en mi garganta, no fue un éxito». Tommy Atkins, como sugería el poema de Kipling, iba a vivir más allá de su tiempo útil[884].

De vuelta a Alemania, los tanques del teniente Andrew Wilson, del 141.º Regimiento RAC, fueron requeridos de vuelta al cuartel. El sargento mayor del regimiento ya les estaba esperando. Los carros tenían que ser alineados en inmaculadas filas. «Esto servirá, señor. Pintaremos mañana una línea blanca». La paz había llegado y no estaban preparados para ella. Las tripulaciones no podían reprimir el hacerse con «cosas buenas», todas las cosas útiles que eran necesarias en campaña, en lugares especiales, en el interior de sus carros, como si fueran ardillas. «Nunca se sabe; aún podría hacernos falta», reflexionó. Ahora todas esas cosas tenían que estar guardadas en baúles y armarios. Eso era antinatural. Ya no les hacía falta eso porque ahora la comida les llegaría desde la cocina.

Wilson se sintió definitivamente incómodo al echar una ojeada a sus cuarteles de tiempo de paz, tristes barracones todavía pintados con lemas nazis. «Era tan “poco táctico”», no dejaba de pensar, pese al hecho de que la guerra había acabado. «¿Qué ocurriría si hubiera un ataque? Nunca conseguirían salir».