La revolución puso fin a la soberanía del sha. Destruyó su palacio y enterró la monarquía. Este acontecimiento tuvo su principio en un aparentemente pequeño error que había cometido el poder imperial. El poder dio un paso en falso y se condenó a la destrucción.
Por lo general, las causas de una revolución se buscan entre las condiciones objetivas: en la miseria generalizada, en la opresión, en abusos escandalosos. Pero este enfoque de la cuestión, aunque acertado, es parcial, pues condiciones parecidas se dan en decenas de países y, sin embargo, las revoluciones estallan en contadas ocasiones. Es necesaria la toma de conciencia de la miseria y de la opresión, el convencimiento de que ni la una ni la otra forman parte del orden natural del mundo. No deja de ser curioso que sólo el experimentarlas, por más doloroso que ello resulte, no es, en absoluto, suficiente. Es imprescindible la palabra catalizadora, el pensamiento esclarecedor. Por eso los tiranos, más que al petardo o al puñal, temen a aquello que escapa a su control: las palabras. Palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial. Pero ocurre también que precisamente las palabras oficiales, con su uniforme y su sello, provocan una revolución.
Hay que distinguir la revolución de la revuelta, del golpe de Estado o de palacio. Un atentado o una sublevación militar se pueden planificar; una revolución, jamás. Su estallido, el momento en que se produce, sorprende a todos, incluso a aquellos que la han hecho posible. Se quedan atónitos ante el cataclismo que surge de repente y arrasa todo lo que encuentra en su camino. Y lo arrasa tan irremisiblemente que al final puede destruir hasta los lemas que lo desencadenaron.
Es errónea la creencia de que los pueblos maltratados por la historia (que son la mayoría) viven con el pensamiento puesto en la revolución, que ven en ella la solución más sencilla. Toda revolución es un drama, y el hombre evita instintivamente las situaciones dramáticas. Cuando se encuentra en situación semejante, busca febrilmente salir de ella; aspira a la tranquilidad, a la rutina de cada día. Por eso las revoluciones nunca duran mucho tiempo. Son el último cartucho, y cuando un pueblo decide echar mano de él es porque una larga experiencia le ha enseñado que no le queda ninguna otra salida. Todos los demás intentos han fracasado; han fallado los demás recursos.
Toda revolución viene precedida por un estado de agotamiento general y se desarrolla en un marco de agresividad exasperada. El poder no soporta al pueblo que lo irrita y el pueblo no aguanta al poder al que detesta. El poder ha perdido ya toda la confianza y tiene las manos vacías; el pueblo ha perdido los restos de su paciencia y aprieta los puños. Reina un clima de tensión y agobio, cada vez más insoportable. Empezamos a dejarnos dominar por una psicosis del terror. La descarga se acerca. Lo notamos.
Atendiendo a la técnicas de lucha, la historia conoce dos tipos de revolución. El primero es la revolución por asalto y el segundo, la revolución por asedio. En el caso de la revolución por asalto, lo que determina su ulterior destino y su éxito es la profundidad del primer golpe. ¡Atacar y ocupar la mayor cantidad de terreno posible! He ahí lo importante, pues una revolución de este tipo, con ser la más violenta, es, también, la más superficial. El adversario ha sido derrotado, pero, al ceder, ha conservado parte de sus fuerzas. Contraatacará y forzará a retroceder a los vencedores. Por eso, cuanto más lejos lleve el ataque inicial más terreno retendrá la revolución a pesar de los retrocesos ulteriores. En una revolución por asalto la primera etapa es la más radical. Las siguientes son un retroceso, lento pero constante, hasta un punto en que ambas fuerzas, la rebelde y la conservadora, llegan a un compromiso definitivo. Es distinto el caso de la revolución por asedio: en ésta el primer golpe es, por lo general, débil; resulta difícil advertir que anuncia un cataclismo. Pero los acontecimientos, que no tardan en sucederse, cobran vida y dramatismo. Participa en ellos un número de gente cada vez mayor. Los muros tras los cuales se refugia el poder se agrietan y rompen. El éxito de la revolución por asedio depende de la determinación de los sublevados, de su fuerza de voluntad y de su aguante. ¡Un día más! ¡Un esfuerzo más! Al final las puertas acaban cediendo. La muchedumbre irrumpe en el interior y celebra su triunfo.
El poder es quien provoca la revolución. Desde luego no lo hace conscientemente. Y, sin embargo, su estilo de vida y su manera de gobernar acaban convirtiéndose en una provocación. Esto sucede cuando entre la élite se consolida la sensación de impunidad. Todo nos está permitido, lo podemos todo. Esto es ilusorio, pero no carece de un fundamento racional. Porque, efectivamente, durante algún tiempo parece que lo pueda todo. Un escándalo tras otro, una injusticia tras otra quedan impunes. El pueblo permanece en silencio; se muestra paciente y cauteloso. Tiene miedo, todavía no siente su fuerza. Pero, al mismo tiempo, contabiliza minuciosamente los abusos cometidos contra él, y en un momento determinado hace la suma. La elección de este momento es el mayor misterio de la historia. ¿Por qué se ha producido en este día y no en otro? ¿Por qué lo adelantó este y no otro acontecimiento? Si ayer, tan sólo, el poder se permitía los peores excesos y, sin embargo, nadie ha reaccionado. ¿Qué he hecho, pregunta el soberano sorprendido, para que de repente se hayan puesto así? Y he aquí lo que ha hecho: ha abusado de la paciencia del pueblo. Pero ¿por dónde pasa el límite de esta paciencia, cómo determinarlo? En cada caso la respuesta será diferente, si es que existe algo que se pueda definir a este respecto. Lo único seguro es que sólo los poderosos que conocen la existencia de este límite y saben respetarlo pueden contar con mantenerse en el poder durante mucho tiempo. Pero éstos son escasos.
¿De qué manera el sha había traspasado este límite, pronunciando así la sentencia contra sí mismo? Todo se desencadenó a partir de un artículo en un periódico. Una palabra no sopesada puede hacer volar al más grande de los imperios; el poder debería saberlo. Parece que lo sepa, parece que esté alerta, pero en algún momento le falla el instinto de conservación. Confiado y seguro de sí mismo, comete el error de la arrogancia y se derrumba. El 8 de enero de 1978 apareció en el diario gubernamental Etelat un artículo que atacaba a Jomeini. En aquel tiempo Jomeini vivía en el exilio; luchaba desde allí contra el sha. Perseguido por el déspota y expulsado posteriormente del país, era el ídolo y la conciencia del pueblo. Destruir el mito de Jomeini significaba destruir la santidad, arruinar la esperanza de los oprimidos y humillados. Y ésta, precisamente, había sido la intención del artículo.
¿Qué hay que escribir para acabar con el adversario? Lo mejor es demostrar que no se trata de uno de los nuestros, que es un extraño. Con tal fin se crea la categoría de auténtica familia. Nosotros, tú y yo, el poder y el pueblo, formamos una familia. Vivimos unidos, todo nos va bien, estamos en casa. Compartimos techo y mesa, podemos comprendernos, siempre nos echamos una mano. Desgraciadamente no estamos solos. En derredor nuestro se amontonan los extraños que quieren destruir nuestra paz y ocupar nuestra casa. ¿Quién es un extraño? Un extraño es, sobre todo, alguien peor y, a la vez, alguien peligroso. ¡Si sólo fuese peor y se mantuviera al margen! ¡Pero no! Molestará, enturbiará y destruirá. Provocará, aturdirá y devastará. El extraño te acosa y es causa de tus desgracias. Y ¿dónde radica la fuerza del extraño? Radica en que lo respaldan fuerzas extrañas. Se las defina o no, una cosa es segura: son prepotentes. Lo son, claro está, si las minusvaloramos. En cambio, si nos mantenemos alerta y las combatimos, somos más fuertes que ellas. Y ahora mirad a Jomeini. Es un extraño. Su abuelo era de la India, así que puede plantearse la pregunta: ¿qué intereses representa ese nieto de extranjero? Esta fue la primera parte del artículo. La segunda estaba dedicada a la salud. ¡Qué bien que todos estemos sanos! Y lo estamos porque nuestra auténtica familia es también una familia sana. Sana de cuerpo y de alma. ¿Gracias a quién? Gracias a nuestro poder, que nos asegura una vida buena y feliz, y por eso es el mejor poder bajo el sol. Por consiguiente, ¿quién puede oponerse a un poder así? Sólo aquel que no está en su sano juicio. Si éste es el mejor poder, hay que estar loco para combatirlo. Una sociedad sana debe apartar a semejantes orates, debe enviarlos a lugares de aislamiento. Qué bien hizo el sha expulsando del país a Jomeini. De lo contrario se le hubiera tenido que mandar a un manicomio.
Cuando el periódico que publicaba este artículo llegó a Qom, una gran indignación se apoderó de la gente, que empezó a congregarse en calles y plazas. Quien sabía leer lo leía en voz alta a los demás. La gente, soliviantada, formaba grupos cada vez más numerosos, en los que se gritaba y se discutía; el vicio de los iraníes es llevar a cabo interminables discusiones en cualquier lugar y a cualquier hora del día o de la noche. Los grupos más excitados por la discusión empezaron a actuar como imanes, atrayendo a un auditorio cada vez mayor de nuevos curiosos. Al final una gran multitud llenó la enorme plaza. Y esto es, precisamente, lo que menos gusta a la policía. ¿Quién autorizó esta inmensa asamblea? Nadie. No existía tal autorización. ¿Quién autorizó que se profiriesen gritos? ¿Quién permitió agitar los brazos? La policía sabía de antemano que estas preguntas eran retóricas y que, simplemente, debía ponerse manos a la obra.
Ahora el momento más importante y que va a decidir el destino del país, del sha y de la revolución será el momento en que un policía reciba la orden de abandonar su formación, acercarse a un hombre de entre la multitud y ordenarle a voz en cuello que se vaya a su casa. Tanto el policía como el hombre de la multitud son personas sencillas y anónimas, y, sin embargo, su encuentro tendrá un significado histórico. Ambos son personas adultas que han vivido ya algo y han acumulado experiencia. La experiencia del policía: si le pego un grito a alguien y levanto la porra, éste se aterrorizará y echará a correr. La experiencia del hombre de la multitud: al ver acercarse a un policía me entra el pánico y echo a correr. Basándonos en estas experiencias, completamos el guión: el policía grita, el hombre huye, tras él huyen los demás, la plaza queda vacía. Esta vez, sin embargo, todo se desarrolla de una manera diferente. El policía grita, pero el hombre no huye. Se queda donde está y mira al policía. Su mirada es vigilante, todavía contiene algo de miedo, pero, al mismo tiempo, es dura y descarada. ¡Sí! El hombre de la multitud mira descaradamente al poder uniformado. Se queda plantado donde está. Después mira a su alrededor y ve las miradas de los demás. Son parecidas: vigilantes, todavía con una sombra de miedo, pero ya firmes e inexorables. Nadie huye a pesar de que el policía sigue gritando. Al final llega un momento en que se calla; se produce un breve silencio. No sabemos si el policía y el hombre de la multitud se han dado cuenta de lo que acaba de ocurrir. De que el hombre de la multitud ha dejado de tener miedo y de que esto es el principio de una revolución. La revolución empieza en este punto. Hasta ahora, cada vez que se acercaban estos dos hombres, inmediatamente un tercer personaje cobraba forma y se interponía entre ellos: el miedo. El miedo aparecía como aliado del policía y enemigo del hombre de la multitud. Imponía su ley, lo resolvía todo. Y ahora estos dos hombres se encuentran cara a cara y el miedo ha desaparecido, se lo ha tragado la tierra. Hasta este momento la relación entre ambos estaba cargada de emociones, donde cabían la agresividad, el desprecio, la furia y el temor. Pero ahora, cuando ha desaparecido el miedo, esta unión, perversa y odiosa, de repente se ha roto; algo se ha acabado, algo se ha apagado. Los dos hombres se han neutralizado; resultan recíprocamente inútiles, cada uno puede ir a lo suyo. Así que el policía da media vuelta y empieza a dirigir sus pesados pasos hacia la comisaría, mientras que el hombre de la multitud se queda en la plaza, acompañando por algún tiempo con la mirada al enemigo que se aleja.
El miedo: un depredador cruel y voraz que vive dentro de nosotros. Nunca permite que lo olvidemos. Continuamente nos paraliza y nos tortura. No cesa de exigir alimento, siempre debemos saciar su hambre. Nosotros mismos nos cuidamos de que coma sólo de lo mejor. Sus platos favoritos se componen de chismes siniestros, de malas noticias, de pensamientos aterradores y de imágenes de pesadilla. De entre un millón de chismes, noticias y pensamientos siempre elegimos los peores, es decir, aquellos que más le gustan. Los más adecuados para saciarlo, para satisfacer al monstruo. Vemos aquí a un hombre que, con la cara pálida y gestos de inquietud, escucha lo que le cuenta otro. ¿Qué pasa? Que está alimentando su miedo. ¿Y si no tenemos alimento alguno? Febrilmente lo inventamos. ¿Y si no podemos inventarlo (cosa que ocurre en contadas ocasiones)? Corremos a buscarlo entre otros; preguntamos a la gente, escuchamos y coleccionamos noticias hasta que, por fin, conseguimos saciar nuestro miedo.
Todos los libros dedicados a las revoluciones empiezan por un capítulo que trata de la podredumbre de un poder a punto de caer o de la miseria y los sufrimientos de un pueblo. Y, sin embargo, deberían comenzar por uno que se ciñera al aspecto psicológico de cómo un hombre angustiado y asustado de pronto vence su miedo y deja de temer. Debería describirse todo este extraño proceso, que, algunas veces, se desarrolla en tan sólo un momento, que es como una sacudida, como una purificación. El hombre se deshace del miedo, se siente libre. Sin eso no habría revolución alguna.
El policía regresa a la comisaría y da parte a su comandante de lo ocurrido. El comandante envía a los tiradores con la orden de ocupar posiciones en los tejados de las casas que rodean la plaza. Él en persona va en su coche hasta el centro y por los altavoces insta a la multitud a dispersarse. Pero nadie quiere escucharle. Entonces se retira a un lugar seguro y da la orden de abrir fuego. Una lluvia torrencial de balas de ametralladora cae sobre las cabezas de la gente. Cunde el pánico, se crea un tremendo caos, el que puede huye. Al cabo de un tiempo cesa el tiroteo. En la plaza sólo quedan los muertos.
No se sabe si le enseñaron al sha las fotografías de esta plaza obtenidas por la policía justo después de la masacre. Tal vez se las enseñaran. Tal vez no. El sha trabajaba mucho; puede que no tuviera tiempo. Su jornada empezaba a las siete de la mañana y terminaba a medianoche. En realidad sólo descansaba en invierno, cuando iba a esquiar a St. Moritz. Pero incluso allí se permitía apenas dos o tres descensos, pues en seguida volvía a su residencia para trabajar. Recordando aquellos tiempos, madame L. dice que la emperatriz se comportaba en St. Moritz muy democráticamente. Como prueba de ello me muestra una fotografía en la que se ve a la esposa del sha haciendo cola para subir a un telesilla. Así, sin más: una mujer esbelta de aspecto agradable espera su turno apoyada en unos esquíes. Y, sin embargo, dice madame L., tenían tanto dinero que podía exigir que se construyese un telesilla ¡sólo para ella!
Aquí a los muertos los envuelven en sábanas blancas y los depositan en unas andas. Los que las llevan van a paso ligero, a veces casi corriendo; todo da la impresión de una gran prisa. El cortejo fúnebre se apresura, se oyen gritos y lamentos, una gran inquietud y excitación se apodera de los enlutados. Como si el muerto les molestara con su presencia, como si quisieran devolverlo a la tierra lo más pronto posible. Luego se coloca comida sobre la tumba y empieza el banquete. Todo aquel que pase por allí será invitado a tomar parte en él. Si no tiene apetito, deberá aceptar aunque sólo sea una fruta, una manzana o una naranja, pero algo deberá comer.
Al día siguiente empieza el período en que la gente rememora la vida del muerto, su buen corazón y su honrado carácter. Esto dura cuarenta días. Al cumplirse el cuadragésimo día, se reúnen en casa del difunto los que fueron sus familiares, amigos y conocidos. Alrededor de la casa se congregan los vecinos. Está allí toda la calle, todo el pueblo; se forma toda una multitud. Es una multitud que recuerda, que se lamenta. El dolor y la pena aumentan en un crescendo desgarrador hasta alcanzar su apogeo, fúnebre y desesperado. Si la muerte ha sido natural, acorde con el destino del hombre, tras varias horas de exaltación y éxtasis, un clima de abotargada y humilde resignación vendrá a apoderarse de esta asamblea, que puede durar todo un día y toda una noche. Pero si la muerte ha sido violenta, una muerte a manos de alguien, la multitud se ve invadida por el ansia del desquite, por la necesidad de venganza. En esta atmósfera, cargada de ira incontenible y de profundo odio, se oye el nombre del causante de la desgracia, el nombre del asesino. Este puede encontrarse lejos, pero se cree que en aquel momento debe temblar de miedo: sí, sus días ya están contados.
Un pueblo fustigado por un déspota, degradado y obligado a desempeñar el papel de objeto, se procura un refugio, busca un lugar donde encerrarse, donde aislarse, donde ser él mismo. Esto le resulta imprescindible para conservar su personalidad, su identidad o incluso, sencillamente, para poder comportarse con naturalidad. Pero como un pueblo entero no puede emigrar, realiza su andadura no en el espacio sino en el tiempo: vuelve a su pasado, que, comparado con la realidad en que vive, angustiosa y llena de amenazas, parece el paraíso perdido. Y encuentra refugio en sus antiguas costumbres, tan antiguas y, por lo mismo, tan sagradas que el poder tiene miedo de enfrentarse a ellas. Por eso bajo la tapadera de cualquier dictadura —a su pesar y en su contra— resurgen poco a poco las tradiciones, las creencias y los símbolos antiguos, que paulatinamente cobran un nuevo sentido: de desafío. Al principio es un proceso tímido y, a menudo, secreto, pero su fuerza y su alcance aumentan a medida que la dictadura se vuelve cada vez más odiosa e insoportable. Se dan críticas que afirman que actuar de esta manera equivale a volver a la Edad Media. Algo de eso hay. Pero, por lo general, suele tratarse sólo de la forma en que un pueblo manifiesta su oposición. Como el poder se autoproclama símbolo del progreso y de la modernidad, le demostraremos que nuestros valores son otros muy distintos. Prima antes el espíritu de contradicción política que el deseo de volver al olvidado mundo de los antepasados. Basta que mejore la vida para que las viejas tradiciones pierdan su contenido emocional y vuelvan a ser lo que siempre habían sido: un rito.
El rito de rememorar entre todos al difunto cuarenta días después de su muerte cobra de repente otro cariz. Guiada por un espíritu de creciente oposición, aquella costumbre se convierte en un acto político. Una ceremonia familiar ha empezado a transformarse en manifestación de protesta. Al cuadragésimo día de los acontecimientos de Qom, en muchas ciudades del Irán la gente se reúne en las mezquitas para recordar a las víctimas de la masacre. En Tabriz la tensión alcanza tales dimensiones que desemboca en una sublevación. La multitud se lanza a la calle exigiendo la muerte del sha. Interviene el ejército y ahoga la ciudad en sangre. El balance de la acción es de varios centenares de muertos y miles de heridos. Al cabo de cuarenta días las ciudades se visten de luto: ha llegado la hora de rememorar la masacre de Tabriz. En Isfahán la multitud enfurecida y desesperada de dolor sale a la calle. El ejército rodea a los manifestantes y abre fuego. Otra vez hay muertos. Pasan otros cuarenta días: ahora multitudes enlutadas se congregan en decenas de ciudades para rememorar a los que murieron en Isfahán. Más manifestaciones y más masacres. Después, al cabo de otros cuarenta días, ocurre lo mismo en Meshed. Luego, en Teherán. Y una vez más en Teherán. Y, al final, en casi todas las ciudades.
De este modo la revolución iraní se desarrolla al ritmo de los estallidos que se suceden cada cuarenta días. Cada cuarenta días se produce una explosión de desesperanza, de cólera y de sangre. Cada una de ellas resulta más terrible que la anterior; las multitudes son cada vez más grandes y el número de víctimas aumenta. El mecanismo del terror ha empezado a generar un efecto contraproducente. Se ejerce el terror para atemorizar. En este caso, sin embargo, el terror del poder ha servido para que el pueblo se haya lanzado a la lucha, lo ha incitado a emprender nuevos asaltos.
La reacción del sha fue la típica de todo déspota: primero golpear y aplastar y después pensar. Empezar por exhibir el músculo, mostrar la fuerza, más tarde, en todo caso, probar que también se tiene cerebro. A un poder déspota le importa mucho más el que se le considere fuerte que el que se lo admire por su sabiduría. Por otra parte, ¿qué significa la sabiduría para un déspota? Significa la habilidad en el uso de la fuerza. Sabio es aquel que sabe cómo y cuándo golpear. Esa continua demostración de fuerza es una necesidad, porque toda dictadura se apoya en los instintos más bajos, que ella misma ha liberado en sus súbditos: el miedo, la agresividad hacia el prójimo, el servilismo. El terror es lo que despierta estos instintos con más eficacia, y el miedo a la fuerza es la fuente del terror.
El déspota está convencido de que el hombre es un ser abyecto. Gente abyecta llena su corte, lo rodea por todas partes. La sociedad aterrorizada se comporta durante mucho tiempo como chusma sumisa e incapaz de pensar. Basta alimentarla para que obedezca. Hay que proporcionarle distracción y será feliz. El arsenal de trucos políticos es muy pobre; no ha cambiado en miles de años. Por eso en la política hay tantos aficionados, tantos convencidos de saber gobernar; basta con que se les entregue el poder. Pero ocurren también cosas sorprendentes. He aquí que una multitud bien alimentada y entretenida deja de obedecer. Empieza a reclamar algo más que diversión. Quiere libertad, exige justicia. El déspota queda atónito. La realidad lo obliga a ver al hombre en toda su dimensión, en todo su esplendor. Pero este hombre constituye una amenaza para la dictadura, es su enemigo. Por eso la dictadura reúne fuerzas con el fin de destruirlo.
La dictadura, aunque desprecia al pueblo, hace lo posible para ganarse su reconocimiento. A pesar de carecer de fundamento legal alguno o, tal vez, precisamente por el hecho de carecer de él, cuida mucho las apariencias de la legalidad. Es su punto débil, en el que se muestra inusitadamente sensible, de una susceptibilidad enfermiza. Además le incomoda (aunque lo oculte cuidadosamente) la sensación de inseguridad. Por eso no escatima esfuerzos para probarse a sí misma y convencer a los demás de que cuenta con el apoyo y la aprobación incondicional del pueblo. Incluso si este apoyo no es sino mera apariencia, se sentirá satisfecha. ¿Qué importa que sólo sean apariencias? El mundo de la dictadura está lleno de ellas.
También el sha sentía necesidad de aprobación. Por eso, en cuanto fueron enterradas las últimas víctimas de la masacre, se organizó en Tabriz una manifestación de apoyo al sha. En una parte de las vastas extensiones de pastos que rodean la ciudad, se reunió a los militantes más activos del partido del sha, el Rastakhiz. Todos ellos llevaban el retrato de su líder en que aparecía pintado el sol encima de la imperial cabeza del monarca. El gobierno en pleno acudió a la tribuna. El primer ministro, Jamshid Amuzegar, pronunció un discurso ante los congregados. En él, el orador se preguntó cómo unos pocos anarquistas y nihilistas habían sido capaces de romper la unidad del pueblo y acabar con la tranquilidad de su vida. Subrayó con especial énfasis el reducido número de esos maleantes. «Son tan pocos que resulta difícil hablar de un grupo. Se trata de un puñado de individuos. Por suerte —dijo— de todo el país llegan palabras de condena a los que quieren destruir nuestras casas y arruinar nuestro bienestar». Acto seguido se aprobó una resolución de apoyo al sha. Una vez terminada la manifestación, los participantes volvieron a casa a hurtadillas. La mayor parte de ellos fue llevada en autobuses a las ciudades vecinas, de donde se les había traído a Tabriz para la ocasión.
Tras esta manifestación el sha se sintió mejor. Parecía que volvía a levantar cabeza. Hasta entonces había jugado con cartas manchadas de sangre. Ahora decidió jugar con cartas limpias. Para ganarse las simpatías del pueblo cesó a varios oficiales que habían estado al mando de las unidades que dispararon contra los habitantes de Tabriz. Un murmullo de descontento se dejó oír entre los generales. Para tranquilizar a los generales dio la orden de disparar contra los habitantes de Isfahán. El pueblo respondió con un estallido de ira y de odio. Como quería tranquilizar al pueblo, destituyó al jefe de la Savak. La Savak se quedó consternada. Para apaciguarla le dio el permiso de detener a quien quisiera. Y así, dando vueltas y revueltas, zigzagueando y caminando a tientas, paso a paso se iba acercando al abismo.
Se le reprocha al sha la falta de decisión. Un político, dicen, debe ser hombre decidido. Pero ¿decidido a qué? El sha sí estaba decidido a mantenerse en el trono, y usó todos los medios para conseguirlo. Lo intentó todo: disparaba y democratizaba, encarcelaba e indultaba, destituía a unos y ascendía a otros, unas veces amenazaba y otras elogiaba. Todo en vano. La gente, sencillamente, ya no quería al sha; no quería un poder así.
Al sha lo perdió su vanidad. Se consideraba padre del pueblo y el pueblo se le enfrentó. Esto le dolió mucho, se sintió herido en lo más profundo de su ser. A cualquier precio (desgraciadamente también al precio de la sangre) quería restaurar la antigua imagen, anhelada durante años, de un pueblo feliz, postrado ante su bienhechor en actitud de agradecimiento. Pero olvidó que en los tiempos en que vivimos los pueblos exigen derechos, no gracia.
Puede que también lo perdiera el tomarse a sí mismo demasiado en serio. Creía, sin duda, que el pueblo lo adoraba, que lo consideraba su máximo exponente, su bien supremo. De repente vio a un pueblo sublevado, lo cual, aparte de sorprenderlo, le pareció inexplicable. Sus nervios no lo aguantaron; pensó que debía reaccionar inmediatamente. De ahí que sus decisiones fueran tan violentas, tan histéricas, tan alocadas. Le faltó cierta dosis de cinismo. De haberlo tenido, hubiese podido decir: ¿Se manifiestan? Pues bien, ¡que lo hagan! ¿Cuánto tiempo podrán seguir manifestándose? ¿Medio año? Creo que podré aguantar. En cualquier caso no me moveré de palacio. Y la gente, desilusionada y amargada, habría acabado por volver a sus casas, mal que le pesase, pues resulta difícil de imaginar que todo el mundo esté dispuesto a que su vida transcurra entre desfiles y manifestaciones. Él no supo esperar. Y en política hay que saber hacerlo.
También lo perdió el desconocimiento de su propio país. Había pasado su vida encerrado en palacio. Cuando lo abandonaba, lo hacía como el que sale de una habitación bien caldeada y se encuentra con el riguroso frío del invierno. ¡Se asoma por un momento y en seguida vuelve a meterse dentro! Toda la vida de palacio se rige por unas leyes, siempre iguales, que deforman y fragmentan la realidad. Ha sido así desde tiempos inmemoriales, así es y así seguirá siendo. Se pueden construir diez palacios nuevos pero no tardarán en ser regidos por las mismas leyes, las que existían en los palacios erigidos hace cinco mil años. La única salida consiste en tratar a palacio como algo temporal, al igual que tratamos un tranvía o un autobús. Nos subimos en una parada, después viajamos en él durante algún tiempo, pero, finalmente, nos bajamos. Resulta muy importante bajarse a tiempo; en la parada adecuada.
Lo más difícil: imaginarse otra vida viviendo en palacio. Por ejemplo la propia, pero sin palacio, fuera de él. Al hombre siempre le costará trabajo imaginarse tal situación. Al final, sin embargo, encontrará quien quiera ayudarle a conseguirlo. Por desgracia, en el curso de este proceso a veces muere mucha gente. Se trata del problema del honor en política. De Gaulle: hombre de honor. Perdió el referéndum, ordenó su mesa, abandonó palacio y nunca más volvió a él. Quería gobernar, pero sólo con la condición de ser aceptado por la mayoría. Se marchó en el momento en que ésta le retiró su confianza. Pero ¿cuántos hay como él? Otros llorarán, pero no se moverán; maltratarán al pueblo, pero no cederán. Expulsados por una puerta, volverán a entrar por otra; empujados escaleras abajo, no tardarán en arrastrarse escaleras arriba. Darán explicaciones, caerán de rodillas, mentirán y coquetearán, con tal de quedarse o de volver. Enseñarán las manos: aquí las tenéis, no hay sangre en ellas. Pero el hecho en sí de tener que enseñarlas ya los cubre de la mayor ignominia. Enseñarán los bolsillos: mirad lo poco que hay en ellos. Pero el hecho en sí de enseñarlos, cuán humillante resulta. El sha lloraba mientras abandonaba palacio. En el aeropuerto volvió a llorar. Después explicó en algunas entrevistas cuánto dinero tenía y decía que no era ni con mucho el que se pensaba. Cuán penoso resulta todo esto, cuán miserable.
Pasé varios días deambulando por Teherán desde la mañana hasta la noche. En realidad lo hacía sin rumbo fijo, sin sentido alguno. Huía de una habitación vacía que me abrumaba y también de una bruja que no me dejaba en paz: la mujer de la limpieza, que no paraba de exigirme dinero. Cogía mis camisas limpias y planchadas, tal como me las entregaban en la lavandería, las metía en agua, las arrugaba, las tendía y me pedía dinero. ¿Por qué? ¿Por haberme destrozado las camisas? De debajo del chador continuamente salía extendida su mano delgada. Yo sabía que ella no tenía dinero. Pero a mí me pasaba lo mismo que a ella, y ella no podía comprenderlo. El que venía de países lejanos forzosamente tenía que ser rico. La propietaria del hotel abría los brazos en un gesto de impotencia: no podía hacer nada para remediarlo. Eran los resultados de la revolución, señor mío, ahora aquella mujer ¡detentaba el poder! La propietaria me trataba como a su aliado natural, como a un contrarrevolucionario. Me consideraba hombre de ideas liberales, y los liberales, como opción de centro, eran los más combativos. ¡Elige entre Dios y Satanás! La propaganda oficial exigía de todo el mundo una declaración ideológica inequívoca; empezaba una época de «limpieza» y de lo que llamaban «mirarles las manos a todos».
En estas peregrinaciones mías por la ciudad se me fue todo el mes de diciembre. Llegó la noche de fin de año de 1979. Me llamó un amigo para decirme que entre varios organizaban una pequeña fiesta, discreta y a escondidas, y que me reuniera con ellos. Pero yo decliné la invitación explicando que tenía otros planes. «¿Qué planes?», exclamó asombradísimo y no sin razón, pues, en realidad, ¿qué se podía hacer en Teherán en una noche como aquélla? «Mis planes son un tanto extraños», contesté, usando esta expresión por considerarla la más cercana a la verdad. Había decidido pasar parte de la Noche Vieja ante la embajada americana. Quería ver qué aspecto tendría el lugar del que hablaba en aquella época el mundo entero. Y así lo hice. Salí del hotel a las once teniendo por delante una distancia bastante corta, tal vez unos dos kilómetros de caminata, cómoda, eso sí, porque debía andar cuesta abajo. Hacía un frío terrible, soplaba un viento gélido y seco. A buen seguro que las montañas estaban siendo escenario de una tormenta de nieve. Atravesé calles vacías, libres de transeúntes y patrullas. Sólo en la plaza de Valiahd vi, sentado junto a su puesto, a un vendedor de cacahuetes, que se envolvía en gruesas mantas, igual que hacen en otoño nuestras vendedoras en los mercados al aire libre. Le pedí una bolsita de cacahuetes y le di un puñado de rials. Demasiados, pero era mi regalo de Navidad. El hombre no lo comprendió. Contó el dinero, se quedó con el importe exacto del precio marcado y, serio y digno, me devolvió el resto. De esta manera fue rechazado este gesto mío que sólo pretendía establecer algún tipo de contacto con el único hombre que había encontrado en la ciudad muerta y aterida. Reanudé, pues, la marcha y, mientras caminaba, me fui fijando en los escaparates de las tiendas, a cual más miserable; torcí en la Takhte-Jamshid, pasé al lado de lo que quedaba de un cine tras haber ardido, de un banco igualmente incendiado, de un hotel vacío y de las oscuras oficinas de las líneas aéreas. Finalmente llegué ante la embajada. De día este lugar recuerda un gran mercado, un aduar nómada en continuo movimiento, un ruidoso parque de atracciones político donde a todos les está permitido decir y gritar lo que les venga en gana. Aquí puede venir cualquiera e insultar a los poderosos de este mundo sin que nada le pase por ello. Esa es la causa de que nunca falte concurrencia y de que el lugar siempre rebose gentío. Sin embargo, ahora, al acercarse la medianoche, no había ni un alma. Anduve por allí como por un amplio y muerto escenario que ya hubiese abandonado el último actor. Quedaba tan sólo un decorado dejado de cualquier manera y la atmósfera fantasmagórica de un lugar abandonado por los seres humanos. El viento golpeaba carteles hechos jirones, así como un enorme cuadro en que un tropel de demonios se calentaba en el fuego del infierno. Al fondo, Carter, tocado con una chistera adornada de estrellas, sacudía un saco lleno de oro mientras que, a su lado, y en éxtasis, el imán Alí se preparaba para morir como un mártir. Sobre la tarima, que servía a inspirados oradores para llamar a las multitudes a que mostraran su furia y su indignación, había un micrófono y varias filas de altavoces. Su muda presencia acrecentaba nítidamente la impresión de vacío y de mortal quietud. Me acerqué a la puerta principal. Como de costumbre, estaba cerrada con una cadena y un candado, pues nadie se había preocupado de arreglar el cerrojo, destrozado durante el asalto al edificio. Ante la puerta y apoyados en la alta tapia de ladrillo, se acurrucaban, muertos de frío, dos vigilantes, que portaban sendas metralletas al hombro: eran estudiantes de la línea del imán. Al verlos, tuve la impresión de que estaban dormidos. Al fondo, entre los árboles, se distinguía el edificio iluminado de la embajada, dentro del cual permanecían los rehenes. Pero, a pesar de que no aparté los ojos de sus ventanas, nada apareció ante mi vista: ni una silueta, ni tan siquiera una sombra. Consulté mi reloj. Era la medianoche, por lo menos en Teherán. Empezaba un nuevo año. En otras partes del mundo sonaban las doce campanadas y corría el champán, reinaban la alegría y la emoción y se celebraban grandes bailes en miles de salas inundadas de luz y de color. Pero todo eso parecía ocurrir en un planeta del que no llegaban ni los sonidos más leves ni rayo de luz alguno. De repente me pregunté qué hacía allí, de pie y pasando frío, por qué había abandonado aquel planeta y por qué había ido hasta aquel lugar, el más vacío y más deprimente del mundo. No lo sabía. Simplemente, aquella noche pensé que debía estar allí. No conocía a nadie de los que en aquel sitio estaban: ni a aquellos cincuenta americanos ni a aquellos dos iraníes; y ni siquiera podía entablar contacto con ninguno. Tal vez pensaba que algo iba a ocurrir. Pero nada ocurrió.
Se acercaba el aniversario de la partida del sha, y, por lo tanto, de la caída de la monarquía. Con este motivo se podían ver en televisión decenas de películas dedicadas a la revolución. Todas ellas se parecían en algún sentido. Se repetían los mismos escenarios y las mismas situaciones. El primer acto consistía invariablemente en mostrar las imágenes de una gigantesca manifestación. Es difícil describir la magnitud de aquel tipo de acontecimiento: una anchísima y agitada marea humana, que no tiene fin y que fluye por la calle principal desde la madrugada hasta la noche. Un diluvio, un auténtico diluvio, cuya virulencia no tardará nada en absorberlo e inundarlo todo. Un bosque de puños rítmicamente alzados, un bosque amenazador y temible. Multitudes que cantan, multitudes que gritan: ¡Muerte al sha! Son pocos los primeros planos, pocos los retratos. Los cámaras están fascinados por esos aluviones de gente que avanza, absortos ante la magnitud de un fenómeno que ven como verían el Monte Everest si se encontrasen al pie de él. A lo largo de los últimos meses de la revolución, manifestaciones semejantes, de miles y miles de personas, recorrieron las calles de todas las ciudades. Multitudes indefensas, su fuerza radicaba en su número y en su tremenda determinación y firmeza. Todo el mundo salió a la calle: fue algo extraordinario. El que todos los habitantes de ciudades enteras abandonasen sus casa al mismo tiempo fue un fenómeno típico de la revolución iraní.
El segundo acto es el más dramático. Los cámaras colocan sus útiles de trabajo en los tejados de las casas. Filmarán desde arriba, a vista de pájaro, la escena que aún no ha empezado. Primero nos muestran lo que ocurre en la calle. Aquí vemos dos tanques y dos carros blindados. Soldados con cascos y en uniforme de campaña se han apostado ya en la calzada y sobre las aceras, listos para disparar. Están en actitud de espera. Ahora las cámaras muestran una manifestación que se va aproximando. Al principio apenas si se la distingue al fondo de la calle, pero al cabo de un rato la veremos con nitidez. Así es, ya aparecen las primeras filas. Marchan los hombres, pero tampoco faltan mujeres con niños. Visten de blanco. Ir vestido de blanco significa estar preparado para la muerte. Los cámaras enfocan sus rostros, aún vivos. Sus ojos. Los niños, ya cansados, se muestran tranquilos, curiosos por lo que va a ocurrir. Es una multitud que avanza directamente hacia los tanques sin aminorar la marcha, sin detenerse, una multitud hipnotizada, ¿hechizada?, ¿sonámbula?, como si no viese nada, como si se moviese por una tierra desértica, una multitud que ya ha empezado a entrar en el cielo. En ese momento la imagen se vuelve borrosa, pues tiemblan las manos de los cámaras; en los altavoces se oye un estruendo, los ecos de un tiroteo, el silbido de las balas y gritos desgarradores que se funden en uno solo. Un primer plano de soldados cambiando los cargadores. Un primer plano de la torreta de un tanque abriendo fuego a diestro y siniestro. Un primer plano, éste cómico, de un oficial al que se le ha deslizado el casco y le tapa los ojos. Otro primer plano de la calzada y luego un vuelo violento de la cámara por la fachada de la casa de enfrente, por el tejado, por la chimenea, un espacio claro, después los contornos de una nube, unos fotogramas en blanco y la oscuridad. En la pantalla aparece una nota informando de que se trata de las últimas imágenes filmadas por este cámara. Otros colegas suyos le sobrevivieron para recuperar y salvaguardar su testimonio.
El tercer acto presenta escenas propias de un campo de batalla. Cuerpos sin vida, algún herido arrastrándose hacia un portal, ambulancias circulando a toda velocidad, gente que corre sin orden ni concierto, una mujer que grita alzando los brazos, un hombre macizo, bañado en sudor, que intenta levantar el cuerpo de alguien. La multitud ha retrocedido; dispersa y caótica, desaparece por la callejuelas adyacentes. Un helicóptero pasa por encima de los tejados en vuelo rasante. Unas pocas calles más allá se ha reanudado en seguida el tráfico habitual, la vida cotidiana de la ciudad.
También recuerdo la siguiente escena: avanza una manifestación. Cuando pasa frente a un hospital, la multitud guarda silencio. Se trata de no alterar la paz y la tranquilidad de los enfermos. U otra imagen: cierran la manifestación unos muchachos que recogen en unos cestos los desperdicios que van quedando. El camino recorrido tiene que quedar limpio. Un fragmento de película: unos colegiales de regreso a casa. El ruido de un tiroteo llega a sus oídos. Corren directamente hacia las balas, hacia el lugar en que el ejército dispara contra los manifestantes. Una vez allí, arrancan hojas de sus cuadernos y las empapan en la sangre que mancha las aceras. Luego recorren las calles agitando aquellas hojas en el aire. Es una señal de advertencia para los transeúntes: ¡tened cuidado, allí se dispara! Una película hecha en Isfahán se repite varias veces: una manifestación atraviesa una gran plaza; se ve un mar de cabezas. De repente, el ejército abre fuego desde todos lados. La multitud se dispersa intentando escapar; gran tumulto, gritos, carreras caóticas en todos sentidos; al final la plaza se queda vacía. Y entonces, en el momento en el que desaparecen los últimos que huyen y queda al descubierto la superficie desnuda de la enorme plaza, vemos que en medio de ella ha quedado un hombre inválido sentado en una silla de ruedas, pues le faltan ambas piernas. También quiere escapar pero se le ha atascado una rueda (la cámara no muestra por qué). Desesperado, empuja la silla con las manos mientras las balas cortan el aire a su alrededor. Así que por reflejo esconde la cabeza entre los hombros pero no consigue alejarse; sólo girar sobre el mismo punto. El cuadro resulta tan estremecedor que los soldados dejan de disparar por unos instantes como si estuviesen esperando una orden especial. Se ha hecho silencio. Vemos un plano panorámico y vacío. Únicamente al fondo, casi imperceptible, se mueve una sombra inclinada, que, desde esa distancia, más parece un insecto herido muriendo que un hombre solo que lucha todavía por salir de la red que lo ha atrapado y que se está cerrando irremisiblemente sobre él. La escena no dura mucho. Vuelven a oírse unos disparos que tienen ya un único objetivo, inmóvil definitivamente al cabo de unos instantes y que permanecerá (según el relato del comentarista del film) en medio de la plaza durante una o dos horas como una estatua.
Los cámaras abusan de las tomas generales. De esta manera pierden de vista los detalles. Y, sin embargo, todo se puede mostrar a través de ellos. Dentro de una gota hay un universo entero. Lo particular nos dice más que lo general; nos resulta más asequible. Echo en falta los primeros planos de las personas que forman las manifestaciones. Echo en falta sus conversaciones. Ese hombre que camina junto a tantos… ¡cuánta esperanza en él! Camina porque espera algo. Camina porque cree que solucionará algún asunto o, tal vez, varios. Está seguro de poder mejorar su destino. Y, mientras camina, piensa: si ganamos, nadie nos volverá a tratar como a perros. Piensa en los zapatos. Comprará buenos zapatos para toda la familia. Piensa en una casa. Si ganamos, viviré como un ser humano. Un mundo nuevo: él, un hombre común y corriente conocerá personalmente a un ministro y éste se lo arreglará todo. Pero ¡al diablo con los ministros! ¡Nosotros mismos crearemos nuestros comités y tomaremos el poder! También desfilan por su mente ideas y proyectos que no se han perfilado todavía, que no están claros aún, pero que son buenos; todos le dan aliento, porque tienen la más importante de las características: todos se cumplirán. Se siente excitado, siente cómo crece su fuerza pues, al caminar, participa; por primera vez es dueño de su destino, por primera vez toma parte, influye sobre algo, decide, es.
Un día tuve la ocasión de ver cómo se formaba una manifestación. Un hombre iba cantando por la calle que lleva al aeropuerto. Entonaba un canto dedicado a Alá, ¡Alá Akbar! Tenía una hermosa voz, fuerte y de un timbre magnífico y sugerente. Al andar no prestaba atención a nada ni a nadie. Lo seguí porque quería escuchar su canto. Al cabo de un rato se nos agregó un pequeño grupo de niños que jugaban en la calle. También ellos empezaron a cantar. Luego se les unió un grupo de hombres y, más tarde —tímidas y congregándose a un lado—, varias mujeres. Cuando ya eran unas cien las personas que iban cantando, la multitud empezó a crecer muy de prisa, prácticamente en progresión geométrica. Las multitudes arrastran multitudes, como observó Canetti. A las gentes de aquí les gusta formar parte de una multitud, pues ésta las fortalece, hace que aumente su valor. Se expresan por medio de ella, tal vez la buscan porque en su interior pueden desprenderse de algo que les resulta molesto pero que llevan dentro cuando están solas.
En la misma calle (antes llevaba el nombre del sha Reza, ahora se llama Engelob) tiene su negocio de especias y frutos secos un armenio viejo. Como el interior de la tienda, ya de por sí pequeña, está repleto de trastos, el comerciante expone su mercancía en la calle, sobre la acera. Hay allí sacos, cestos y botes de uvas pasas, almendras, dátiles, cacahuetes, aceitunas, jengibre, granadas, endrinas, pimienta, mijo y decenas de otras exquisiteces de las que ni conozco el nombre ni sé para qué sirven. A cierta distancia, todo esto, que tiene como fondo el adobe gris y maltrecho de las casas, parece una paleta radiante de colores o una composición pictórica hecha con gusto y fantasía. Además, el comerciante cambia cada dos por tres la disposición de los colores; algunas veces los pardos dátiles tienen por vecinos a los pálidos pistachos y a las aceitunas verdes; otras, las blancas almendras de formas perfectas ocupan el lugar de los dátiles carnosos y en el sitio donde antes se veía el mijo dorado brillan, rojos, montoncitos de vainas de pimientos. Frecuento el lugar no sólo para admirar la composición colorista. El aspecto que cada día ofrece esta exposición es para mí, además, una fuente de información sobre lo que ocurrirá en el campo de la política. Pues la calle Engelob es el bulevar de los manifestantes. Si por la mañana no se exhibe en la acera el género, eso significa que el armenio se ha preparado para un día «caliente»: habrá manifestación. Ha preferido guardar sus especias y sus frutas para que no las pise la multitud que por allí pasará. En tal caso tengo que ponerme a trabajar: enterarme de quién irá en la manifestación y qué se va a reivindicar. En cambio, si al pasar por la calle Engelob diviso desde lejos que la paleta del armenio reluce con todos sus colores, sé que el día será normal, tranquilo, sin grandes acontecimientos, y que puedo ir a tomar un vaso de whisky en casa de León sin ningún remordimiento de conciencia.
Continuación del paseo por la calle Engelob. Hay aquí una panadería donde se puede comprar un pan recién hecho, todavía caliente. El pan iraní tiene forma de torta grande y plana. El horno en el que se cuecen estas tortas no es sino un pozo de tres metros de profundidad, cavado en la tierra y con las paredes recubiertas de arcilla. Abajo arde el fuego. Si una mujer engaña a su marido, se la arroja a uno de estos pozos en llamas. En la panadería trabaja Razak Naderi; tiene doce años. Alguien debería hacer una película dedicada a Razak. Al cumplir los nueve años, el muchacho vino a Teherán en busca de trabajo. En el pueblo, cerca de Zanyan (a mil kilómetros de la capital), dejó a su madre, dos hermanas y tres hermanos, todos ellos pequeños. Desde aquel momento era su deber mantener a la familia. Cada día se levanta a las cuatro de la madrugada y va a arrodillarse ante la boca del horno, que expulsa llamaradas de un calor abrasador. Allí, sirviéndose de un largo palo, pega las tortas al barro de las paredes y las vigila para sacarlas a tiempo. De esta manera trabaja hasta las nueve de la noche. El dinero que gana lo envía a su madre. Su fortuna: una bolsa de viaje y una manta que lo cobija por las noches. Razak cambia continuamente de empleo y a menudo sufre paro. Sabe, no obstante, que no puede culpar a nadie de ello. Simplemente, transcurridos tres o cuatro meses, empieza a sentir una gran añoranza por su madre. Durante algún tiempo lucha contra este sentimiento pero, finalmente, coge el autobús y se va al pueblo. Le gustaría estar con su madre cuanto más tiempo mejor, pero no se lo puede permitir; tiene que trabajar; él es el único sustento de la familia. Así que regresa a Teherán, pero en el puesto que antes ocupara ya trabaja otro. Razak no tiene otra opción que la de dirigirse hacia la plaza de Gomruk, lugar donde se reúnen los parados. Es un mercado de mano de obra barata; los que allí acuden se venden por ínfimos precios. Y sin embargo Razak tiene que esperar una o dos semanas hasta que alguien lo alquile para algún trabajo. Lleva días enteros de pie en la plaza, a merced de la lluvia, pasando frío y hambre. Pero al final encontrará a algún hombre que se fije en él. Razak es feliz: trabaja de nuevo. Pero la alegría no dura mucho; no tarda en añorar su casa, así que vuelve a irse para ver a su madre y, al cabo de poco tiempo, una vez más volverá a aparecer en la plaza. Al lado mismo de Razak existe un vasto mundo, el mundo del sha, de la revolución, de Jomeini y de los rehenes. Todos hablan de él. Y, sin embargo, el mundo de Razak es más grande. Tanto que Razak se pierde en él y no sabe encontrar la salida al exterior.
La calle Engelob en otoño y en invierno de 1978. Por ella pasan, incesantes, grandes manifestaciones de protesta. Lo mismo ocurre en las demás ciudades de importancia. La rebelión se ha extendido por todo el país. Comienzan las huelgas. Todo el mundo se suma a ellas; la industria y el transporte se paralizan. A pesar de decenas de miles de víctimas, la presión popular aumenta. Pero el sha sigue en el trono; palacio no cede.
Toda revolución consiste en un combate entre dos fuerzas: estructura y movimiento. El movimiento ataca a la estructura, lucha por destruirla, mientras la estructura, al defenderse, pugna por aplastar al movimiento. Las dos fuerzas, igualmente poderosas, tienen características distintas. La espontaneidad, la expansión tremendamente dinámica y la corta duración son las cualidades del movimiento. En cambio, la estructura se caracteriza por su inercia, por su resistencia y por una asombrosa capacidad para sobrevivir casi instintiva. Es relativamente fácil crearla; por el contrario, destruirla resulta sumamente difícil. La estructura puede vivir mucho más que las razones que habían justificado su creación. Se han formado muchos estados débiles, a menudo ficticios. Pero un Estado no deja de ser una estructura constituida y por lo mismo ninguno de ellos será borrado del mapa. Parece como si existiera un mundo de estructuras que se apoyasen mutuamente. Si una de ellas se ve amenazada, las demás acudirán prestas en su ayuda. Otro rasgo característico es su elasticidad, tan aliada con la supervivencia. Atacadas y presionadas, son capaces de encogerse, de esconder el vientre mientras esperan el momento de poder volver a expandirse, y es curioso observar que la siguiente expansión se realiza en el mismo sitio en el que se efectuó la oclusión. En una palabra, cualquier estructura pretende volver al estatus anterior, que considera el óptimo, el ideal. En ello se refleja asimismo su inercia. La estructura sólo es capaz de actuar según el código único con el que ha sido programada. Si el programa sufre algún cambio, no se inmutará, no reaccionará: esperará el programa anterior. Pero también sabe comportarse como un tentetieso. Ya parece que ha caído y, sin embargo, no tarda en volver a ponerse en pie. El movimiento, que no conoce estas cualidades de la estructura, gasta muchísimo tiempo en intentar derrumbarla; luego se debilita y, al final, fracasa.
El teatro del sha: El sha fue un director teatral; quería crear una compañía del máximo nivel internacional. Le gustaba el público; también quería gustar. No obstante, le faltó comprender qué era el arte, la sabiduría y la imaginación de un director; pensó que bastaba con tener un título y mucho dinero. Tenía a su disposición un escenario enorme en el que podía desarrollarse la acción en muchos lugares al mismo tiempo. En este escenario había decidido montar la obra titulada La Gran Civilización. Pagó cantidades desorbitadas para traer del extranjero los decorados, que no eran otros que todo tipo de instrumentos, máquinas, aparatos y montañas enteras de cemento, de cables y de productos sintéticos. Una gran parte del decorado la constituían adornos de guerra: tanques, aviones, cohetes. El sha se paseaba por el escenario contento y orgulloso. Escuchaba elogiosas palabras de reconocimiento que salían de innumerables altavoces, colocados unos junto a otros. Los focos iluminaban suavemente el decorado para instantes después concentrar sus haces sobre la figura del sha, el cual permanecía quieto o se movía en medio del resplandor. Era teatro de un solo actor con la actuación y bajo la dirección del sha. Los demás, meras comparsas. En el piso más alto del escenario se movían generales, ministros, damas distinguidas, lacayos: la gran corte. Seguían los pisos intermedios. Abajo del todo se apiñaban los extras de ínfima categoría, que eran los más. Atraídos por la esperanza de obtener grandes sueldos —el sha les había prometido montañas de oro—, llegaban a las ciudades desde sus pueblos misérrimos. El sha permanecía todo el tiempo en escena vigilando la acción y dirigiendo los papeles de los extras. Bastaba un gesto para que los generales se irguieran, los ministros le besaran la mano y las damas se inclinaran en grandes reverencias. Cuando bajaba a los pisos inferiores, un levísimo movimiento de su cabeza era suficiente para que corriesen a él los funcionarios en espera de premios y ascensos. En la planta baja aparecía muy pocas veces y nunca por más de un momento. Perdidos y desorientados, aplastados por la gran urbe, los extras que allí se agolpaban se comportaban del modo más apático. Eran los engañados y explotados. Se sentían extraños en medio de un decorado desconocido, en medio de un mundo hostil y agresivo, que ahora los rodeaba. La mezquita era su único punto de referencia en aquel paisaje nuevo porque también la había en su pueblecito. Así que no dejaban de acudir a ella con frecuencia. El mullah era el único personaje de la ciudad en quien confiar, pues también lo habían conocido en el pueblo. En el campo el mullah es la autoridad suprema: falla en los pleitos, distribuye el agua, está con uno desde que nace hasta que muere. De modo que aquí también acudían a los mullahs, escuchaban su voz, que era la voz de su niñez, de su tierra perdida.
La acción de la pieza dramática se desarrolla en varias plantas al mismo tiempo; ocurren muchas cosas en el escenario. Los decorados empiezan a moverse y brillar, giran las ruedas, las chimeneas despiden humo, los tanques corren de un lado para otro, los ministros besan al sha, los funcionarios corren tras la prima, los policías fruncen el entrecejo, los mullahs no paran de hablar, los extras trabajan en silencio. La turbamulta y el movimiento aumentan. El sha camina; una vez hará una señal con la mano; otra, indicará algo con el dedo. Siempre aparece bañado por la luz de los focos. Sin embargo, al cabo de poco tiempo el teatro es escenario de una gran confusión; como si todo el mundo se hubiera olvidado del papel que debía desempeñar. Así es: tiran el guión al cubo de la basura y crean sus propios papeles. ¡Una rebelión en escena! El espectáculo cambia de faceta convirtiéndose en una función violenta, feroz. Los extras de la planta baja, desilusionados hace tiempo, mal pagados y despreciados, se lanzan al ataque: empiezan a invadir los pisos superiores. Los de las plantas intermedias también se rebelan: se unen a los de abajo. Aparecen en el escenario las negras banderas de los chiítas y en los altavoces se oye el canto de combate de los rebeldes, ¡Alá Akbar! Los tanques van de un lado para otro, disparan los policías. Desde el alminar llega el grito prolongado del almuédano. En el piso superior se ha armado un alboroto impresionante. Los ministros meten el dinero en sacos y huyen, las damas recogen a toda prisa sus joyeros y desaparecen, los lacayos, desorientados, corren confusos en todas direcciones. Vestidos con sus cazadoras verdes aparecen los fedayines y los muyahidines. Ya tienen armas: han asaltado los arsenales. Los soldados, que hasta ese momento siempre han disparado contra la multitud, ahora se hermanan con el pueblo y colocan claveles rojos en los cañones de sus fusiles. El escenario se ha llenado de caramelos. La alegría generalizada hace que los comerciantes lancen miles de caramelos por encima de las cabezas de las multitudes. Aunque es mediodía todos los coches tienen los faros encendidos. Una gran multitud se ha congregado en el cementerio. Todo el mundo ha acudido para llorar la muerte de los desaparecidos. Habla la madre de un joven soldado que se ha suicidado para no tener que disparar sobre sus hermanos manifestantes. Habla el anciano ayatollah Teleghani. Se apagan, una a una, las luces de los focos. En la escena final desciende desde el piso superior hasta la planta baja —ya del todo abandonado— el Trono del Pavo Real: el trono de los shas, incrustado con miles de piedras preciosas. Un deslumbrante brillo multicolor lo rodea. En él destaca una extrañísima figura de gran tamaño, que rebosa esplendor y majestad. También ella despide rayos de luz penetrante y cegadora. Conectados a los pies y a las manos, a la cabeza y al tronco, lleva una serie de cables, alambres e hilos. Al ver la figura nos ha invadido un sentimiento de terror, nos ha dado miedo y por un reflejo condicionado hemos querido caer de rodillas. Pero en ese mismo instante ha aparecido en el escenario un grupo de técnicos electricistas que han desconectado los cables y cortado los alambres uno tras otro. El resplandor que emanaba de la figura se extingue poco a poco y ella misma se vuelve cada vez más pequeña y más normal. Cuando, por fin, los electricistas se apartan del trono, se levanta de él un señor delgado de mediana edad, nada extraordinario; un señor de los que podemos encontrar en el cine o en el café, o en la cola, y que ahora se sacude las motas de polvo de su traje, se ajusta la corbata y sale del escenario para dirigirse al aeropuerto.
El sha creó un sistema que era sólo capaz de defenderse y totalmente incapaz de satisfacer las necesidades del pueblo. Esta fue su mayor debilidad y la auténtica causa de su fracaso final. La base psicológica de semejante sistema no era otra que el desprecio que sentía el monarca por su propio pueblo y el convencimiento de que siempre se podía engañar a súbditos ignorantes prometiéndoles muchas cosas. Pero hay un proverbio iraní que dice: las promesas tienen valor sólo para quienes creen en ellas.
Jomeini volvió del exilio y antes de dirigirse a Qom se detuvo unos días en Teherán. Todo el mundo deseaba verlo, millones de personas querían estrecharle la mano. Grandes multitudes rodeaban el edificio de la escuela donde se alojaba. Todos se consideraban con derecho a un encuentro con el ayatollah. Al fin y al cabo habían luchado por su regreso y derramado por él su sangre. Reinaba un ambiente de euforia, de un enorme éxtasis. La gente paseaba de un lado para otro dándose palmaditas en el hombro como si quisieran decirse: ¿Ves? ¡Lo podemos todo!
¡Cuán escasos son tales momentos en la vida de un pueblo! Sin embargo, entonces ese convencimiento de la victoria parecía de lo más natural y justificado. La Gran Civilización del sha yacía en medio de sus escombros. ¿Qué había sido en realidad? Un injerto extraño, finalmente rechazado. Un intento de imponer cierto modelo de vida a una sociedad ligada a unas tradiciones y a un sistema de valores completamente distintos. Había sido algo forzado, una operación quirúrgica en la que se trataba más de que fuese un éxito en sí que de que el paciente siguiera con vida o, sobre todo, de que siguiera siendo persona.
El rechazo de un injerto: ¡cuán implacable resulta este proceso una vez iniciado! Basta con que una determinada sociedad se convenza de que la forma de existencia que se le ha impuesto le trae más mal que bien. No tardará en manifestar su malestar, primero de un modo oculto y pasivo; después de una manera cada vez más abierta e inexorable. Y no se quedará tranquila mientras no consiga limpiar su organismo de aquel cuerpo extraño que le había sido implantado a la fuerza. Se mostrará sorda a toda persuasión y ante cualquier argumento. Se volverá febril e incapaz de reflexionar. No olvidemos que, al fin y al cabo, la Gran Civilización se basaba en hermosos ideales y albergaba no pocas buenas intenciones. Sin embargo, el pueblo las veía sólo como una caricatura, es decir, tal y como se traducía en la práctica el mundo de tales ideas. Y por eso incluso las ideas más nobles se habían vuelto sospechosas.
¿Y luego? ¿Qué pasó luego? ¿Qué debo escribir ahora? ¿Sobre cómo termina una vivencia intensísima? Es un tema triste. Porque una rebelión es una gran vivencia, una aventura del espíritu. Fijaos en las gentes cuando participan en una rebelión. Se muestran animadas, excitadas, capaces de sacrificarse. En tales momentos viven en un mundo monotemático, limitado a un único anhelo: conseguir el objetivo ansiado. Todo será supeditado a ese fin, cualquier inconveniente resulta fácil de soportar, ningún sacrificio es demasiado grande. La rebelión nos libera de nuestro propio yo, de nuestro yo de cada día, que ahora se nos antoja pequeño, desdibujado y extraño. Asombrados, descubrimos en nuestro interior cantidades ignoradas de energía, nos vemos capaces de comportarnos de una manera tan noble que nos quedamos boquiabiertos de admiración ante nosotros mismos. Y ¡cuánto orgullo no sentimos por habernos elevado tan alto! ¡Cuánta satisfacción por haber dado tanto de nosotros! Pero llega el momento en que tal estado se extingue y todo se acaba. Todavía repetimos gestos y palabras por reflejo, por costumbre; todavía queremos que todo sea como lo fue ayer, pero ya sabemos —y este descubrimiento nos llena de terror— que el ayer no volverá a repetirse. Miramos a nuestro alrededor y hacemos un nuevo descubrimiento: los que estuvieron con nosotros también han cambiado; algo se ha apagado en ellos, el fuego se ha consumido. De repente se rompe lo que nos une, cada uno vuelve a su yo de cada día, que al principio nos molesta como un traje mal hecho, pero sabemos que ese traje es nuestro y que no tendremos otro. Nos miramos a los ojos de mala gana, evitamos hablarnos: hemos dejado de necesitarnos los unos a los otros.
Esta caída en picado de la temperatura, este cambio de clima, forma parte de las experiencias más penosas, más abrumadoras. Empieza un día en el que algo debería ocurrir. Y no ocurre nada. Nadie nos llama, nadie nos espera; no se nos necesita. Empezamos a notar un gran cansancio, poco a poco la apatía se apodera de nosotros. Nos decidimos: tengo que descansar, tengo que centrarme, recuperar fuerzas. Sentimos la necesidad de respirar aire fresco. También la de hacer algo muy trivial, algo cotidiano: limpiar la casa o arreglar una ventana estropeada. Todo este afán no es otra cosa sino las defensas que ponemos en marcha para evitar la depresión inminente. Así que hacemos acopio de energía y arreglamos la ventana. Pero a pesar de ello no experimentamos el bienestar deseado ni tampoco sentimos alegría, porque nos molestan las brasas apagadas que llevamos dentro.
Yo también fui presa de ese ambiente. Es el ambiente que se crea entre nosotros cuando permanecemos sentados alrededor de un fuego que se está apagando. Andaba por un Teherán del que iban desapareciendo los vestigios de lo experimentado el día anterior. Habían desaparecido como por arte de magia; parecía como si nada hubiese sucedido. Unos cuantos cines quemados, varios bancos destruidos: símbolos ambos de influencias extranjeras. La revolución presta una gran atención a los símbolos, destruye monumentos para levantar en su lugar los suyos; así, de esta manera un tanto metafórica, quiere permanecer. Pero ¿qué le ha pasado a la gente? Pues que se ha vuelto a convertir en transeúntes comunes y corrientes insertos en el paisaje aburrido de la ciudad gris. Los que no se dirigen hacia ninguna parte se paran junto a las estufas dispuestas en la calle para calentarse las manos. De nuevo se muestran cerrados y nada comunicativos; ya caminan solos, por separado, entregado cada uno a sí mismo. Tal vez esperan aún que algo ocurra, que, quizás, ocurra algo extraordinario. No lo sé, no me atrevería a afirmarlo.
Muy pronto todo aquello que constituye la parte externa, la parte visible de una revolución, desaparece. El hombre, en cuanto individuo, dispone de miles de medios con los que expresar sus sentimientos y sus ideas. Es una riqueza inagotable, todo un mundo en que continuamente descubrimos algo. En cambio, la multitud reduce la personalidad individual; en su seno el hombre limita su comportamiento a unas pocas pautas, las más elementales. Las formas con las que la multitud expresa sus aspiraciones, aparte de ser muy escasas, siempre se repiten: una manifestación, una huelga, un mitin, unas barricadas. Por eso se pueden escribir novelas sobre una persona pero nunca sobre una multitud. Cuando la multitud se dispersa, todos regresan a sus casas y no vuelven a reunirse, decimos que la revolución ha terminado.
En aquellos días me dediqué a visitar las sedes de los comités. Así se llamaban los órganos del nuevo poder. En habitaciones pequeñas y sucias, hombres con barba crecida se sentaban tras sus mesas. Veía sus rostros por primera vez. Dirigiéndome a estos lugares llevaba apuntados en la memoria los nombres de las personas que durante la dictadura del sha habían actuado en el marco de la oposición o habían permanecido al margen del poder. Precisamente ellos, razonaba según la lógica, deberían gobernar ahora. Pregunté repetidas veces dónde los podría encontrar. La gente de los comités no lo sabía. De todas formas allí no estaban. Toda aquella configuración que tanto tiempo durara y en la que el uno ostentaba el poder, el otro estaba en la oposición, el tercero hacía su agosto y el cuarto lo criticaba todo, todo aquel complicado montaje que había existido a lo largo de tantos años había sido barrido de la superficie por la revolución cual castillo de naipes. Para aquellos mocetones barbudos que apenas si sabían leer y escribir no tenían ni las más mínima importancia todas las personas por las que les preguntaba. ¿Qué podía importarles que unos cuantos años atrás Hafez Farman hubiese criticado al sha, por lo que había perdido su trabajo, o que Kulsum Kitaba se hubiese portado como un canalla, gracias a lo cual había conseguido sus fines de trepador? Todo eso era el pasado; aquel mundo ya no existía. La revolución había elevado a los puestos del poder a gente completamente nueva, anónima hasta apenas ayer, de todos desconocida. Los barbudos de los comités pasaban días enteros sentados y discutiendo problemas. ¿Qué problemas? Se planteaban qué hacer. Sí, pues un comité debía hacer algo. Tomaban la palabra por turno. Cada uno quería expresar sus ideas, quería hablar en público. Se notaba que el hecho de poder intervenir revestía para ellos singular importancia, que el momento era de mucho peso. Así todos podrían decir más tarde a sus vecinos: «He tenido una intervención». La gente podría preguntarse una a otra: «¿Has oído algo sobre su intervención?». Cuando pasaba por la calle, otros podían pararle para decir respetuosamente: «¡Has tenido una intervención muy interesante!». Poco a poco empezó a formarse una jerarquía informal: ocupaban la cúspide aquellos que en cualquier circunstancia habrían pronunciado buenos discursos; en cambio, abajo se congregaban los introvertidos, la gente con algún defecto de pronunciación, un sinfín de los que no habían conseguido dominar su timidez, y, finalmente, aquellos que consideraban que las discusiones interminables carecían de sentido. Al día siguiente volvían a discutir como si el día anterior allí no hubiese ocurrido nada, como si tuviesen que empezarlo todo de nuevo.
La de Irán era la vigesimoséptima revolución que veía en el Tercer Mundo. En medio del humo y del estruendo cambiaban los soberanos, caían los gobiernos, gente nueva se sentaba en los sillones abandonados. Sin embargo había una cosa que no variaba, que era indestructible o incluso —miedo me da decirlo— eterna: el desamparo. ¡Cuánto me recordaban las sedes de los comités iraníes lo que había visto en Bolivia y en Mozambique, en Sudán y en Benín! «¿Qué hacer? ¿Tú sabes qué hacer?». «¿Yo? No sé. Tal vez tú lo sepas». «¿Yo? Yo me lanzaría por todo. Pero ¿cómo?». «¿Cómo lanzarse por todo? Sí, ése es el problema». Todo el mundo estará de acuerdo en que es un problema sobre el que vale la pena discutir. Salas sin ventilar llenas de humo. Intervenciones buenas y malas, algunas muy brillantes. Tras una buena intervención todo el mundo se muestra contento; al fin y al cabo, ha participado en algo que ha salido bien de verdad.
Todo empezó a intrigarme de tal manera que decidí sentarme en la sede de uno de aquellos comités (so pretexto de esperar a alguien que estaba ausente) y observar cuál era el proceso para arreglar algún asunto, por más insignificante que fuese. Al fin y al cabo, la vida consiste en arreglar asuntos, y el progreso, en que esto se haga de prisa y deje a todo el mundo satisfecho. No tardó en entrar una mujer para pedir un certificado. Precisamente el que debía atender participaba en una discusión. La mujer esperó. Aquí la gente tiene una increíble capacidad de espera; sabe convertirse en una piedra y permanecer inmóvil una eternidad. Al final apareció el hombre y empezaron a hablar. Cuando hablaba la mujer, él hacía preguntas; luego preguntaba ella y él hablaba. Empezó la búsqueda de un trozo de papel. Había diversas hojas sobre la mesa pero ninguna parecía la adecuada. El hombre desapareció: seguramente había ido a buscar papel, pero también podía haber salido para tomar un té en el bar de enfrente (hacía calor). La mujer esperaba en silencio. Volvió el hombre limpiándose la boca satisfecho (seguramente había tomado su té), pero también trajo papel. En aquel momento empezó la parte más dramática: la búsqueda de un lápiz. No lo había en ninguna parte: ni sobre la mesa, ni en el suelo, tampoco dentro de ningún cajón. Le presté mi estilográfica. Él sonrió y la mujer lanzó un suspiro de alivio. Entonces se sentó para escribir. En cuanto se puso a hacerlo, se dio cuenta de que no sabía con exactitud qué debía certificar. Empezaron a hablar; el hombre movía la cabeza. Al final el documento estuvo listo. Ahora debía firmarlo algún superior. Pero el superior no estaba. Estaba discutiendo en otro comité y no podía ponerse en contacto con él porque el teléfono no contestaba. A esperar. La mujer volvió a convertirse en una piedra, el hombre desapareció y yo fui a tomarme un té.
Más adelante este hombre aprenderá a escribir certificados y sabrá hacer muchas cosas más. Pero al cabo de unos años habrá un nuevo golpe, el hombre que ya conocemos se marchará y otro vendrá en su lugar y empezará a buscar papel y lápiz. La misma u otra mujer esperará convertida en una piedra. Alguien prestará su pluma estilográfica. El superior estará ocupado discutiendo. Todos ellos, como sus antecesores, volverán a moverse en el círculo encantado del desamparo. Y el círculo ¿quién lo creó? En Irán fue el sha. El sha pensaba que la ciudad y la industria eran la llave de la modernidad, pero esta idea resultó errónea. La llave de la modernidad estaba en el campo. El sha se extasiaba ante la visión de centrales nucleares, de cadenas de producción dirigidas por ordenadores y de la gran industria petroquímica. Pero en un país atrasado todas estas cosas no son más que un decorado que crea la ilusión de modernidad. En un país así la mayoría de la gente vive en el mísero campo y huye de él a la ciudad. Esta gente forma una fuerza joven y enérgica, que sabe muy poco (a menudo se trata de personas sin ninguna cualificación, de analfabetos) pero que tiene grandes ambiciones y está dispuesta a luchar por todo. En la ciudad topan con un entramado de fuerzas obsoleto, ligado de una manera u otra con el poder existente. Así que primero intentan orientarse en la situación, poco a poco empiezan a sentirse como en su casa, luego se apostan en los puntos estratégicos y, finalmente, se lanzan al ataque. Para la lucha se sirven de la ideología que han traído de su pueblo: por lo general es la religión. Y como constituyen una fuerza que de verdad quiere ascender y avanzar, a menudo ganan. Entonces el poder pasa a sus manos. Pero ¿qué hacer con él? Empiezan a discutir; entran en el círculo encantado del desamparo. El pueblo sigue viviendo como sea, pues vivir, tiene que vivir. Ellos, en cambio, viven cada vez mejor. Durante algún tiempo disfrutan de una plácida existencia. Sus sucesores aún recorren las estepas, llevan a pastar sus camellos y vigilan sus rebaños de ovejas. Pero al cabo de algún tiempo madurarán, irán a la ciudad y empezarán a luchar. ¿Qué es lo más importante en todo esto? Pues el que los nuevos aportan más ambición que conocimientos. Como resultado de cada golpe, el país vuelve en cierto sentido al punto de partida, comienza de cero, y eso es así porque la generación de los vencedores debe ponerse a aprender desde el principio todo aquello que a costa de arduo trabajo había aprendido la generación de los vencidos. ¿Significa eso que los vencidos habían sido hábiles y sabios? De ninguna manera. El origen de la generación anterior fue idéntico al de la que vino en su lugar. ¿Cómo se puede, pues, salir del círculo del desamparo? Únicamente a través del desarrollo del campo. A más atrasado el campo, más atrasado todo el país aunque en él existan cinco mil fábricas. Mientras un hijo instalado en la ciudad viaje a su aldea natal como si fuese a visitar un país exótico, no será moderno el pueblo al que pertenece.
En las discusiones que se desarrollaban en los comités y que giraban en torno al tema ¿qué hacer en lo sucesivo? todo el mundo se mostraba de acuerdo en un punto: antes que nada, vengarse. Así que comenzaron las ejecuciones. Parecía que éstas gustaban de alguna forma a la gente. Las primeras planas de los periódicos publicaban fotografías de hombres con los ojos vendados y de muchachos apuntándoles. Estos sucesos se describían con todo lujo de detalles: lo que dijo el condenado antes de morir, cómo se había comportado, lo que había escrito en su última carta. Estas ejecuciones causaban en Europa gran indignación. Aquí, en cambio, pocos comprendían tal reacción. Para los iraníes, el principio de venganza es tan antiguo como antiguo es el mundo. Sus raíces se adentran en el pasado más remoto. Gobernaba un sha, luego le cortaban la cabeza; venía otro y también lo decapitaban. ¿De qué otra manera si no podía uno deshacerse del sha? Se sabía muy bien que no abandonaría el poder por voluntad propia. ¿Dejar con vida a un sha y a su gente? En seguida se pondrían a organizar un ejército y a reconquistar la situación perdida. ¿Meterlos en la cárcel? Sobornarían a los carceleros y saldrían a la calle; en seguida empezaría la masacre de los que les habían vencido. En vista de semejante panorama, el asesinato se convierte en un reflejo condicionado elemental de supervivencia. Vivimos en un mundo donde el derecho se concibe no como un instrumento de defensa del hombre sino como un brazo ejecutor destinado a destruir al enemigo. Sí, suena cruel, pero es algo monstruosa y despiadadamente inexorable. El ayatollah Khalkhali nos explicaba —nos, es decir, a un grupo de periodistas— cómo, tras condenar a muerte al ex primer ministro Howeyda de pronto había empezado a sospechar de la gente que formaba el pelotón de ejecución encargado de cumplir la sentencia. Temía que pudiesen soltarlo. Así que metió a Howeyda en su propio automóvil. Todo sucedía de noche; estaban sentados dentro del vehículo hablando, según nos afirmó, si bien no nos dijo de qué. ¿No tuvo miedo de que se escapara? No, no se le habría ocurrido semejante idea. El tiempo transcurría; Khalkhali se preguntaba a quién podría confiar la custodia de Howeyda. Buscaba unas manos de confianza, es decir, unas manos que con toda seguridad ejecutasen la sentencia. Finalmente se acordó de la gente de un comité de cerca del bazar. Llevó a Howeyda hasta aquel sitio y allí lo dejó.
Intento comprenderlos, pero cada dos por tres topo con un terreno oscuro en el que me pierdo. Tienen una idea muy distinta de lo que es la vida y la muerte. La vista de la sangre les hace reaccionar de otra manera. La sangre crea en ellos cierta tensión, una especie de fascinación que les conduce al trance místico. Veo sus gestos animados, escucho sus gritos. Frente a mi hotel se ha detenido el flamante coche nuevo del propietario del restaurante del al lado. Un hermoso Pontiac de color dorado recién salido del escaparate de un concesionario. En seguida todo se ha puesto en movimiento; en el patio las gallinas chillan espantosamente mientras las degüellan. Con su sangre la gente primero se ha rociado a sí misma y luego ha manchado la carrocería del coche. Al cabo de un rato el Pontiac está rojo, chorreante de sangre. Aquello ha sido su bautizo. La gente corre hacia los lugares donde hay sangre para empapar de ella sus manos. No han sabido explicarme para qué lo necesitan.
Durante unas cuantas horas a la semana son capaces de mostrar una disciplina ejemplar. Ocurre cada viernes a la hora de la oración común. Por la mañana llega a la gran plaza el primer musulmán, el más devoto; desenrolla su pequeña alfombra y se arrodilla en uno de sus extremos. Tras él viene otro y coloca su alfombra al lado del primero (aunque toda la plaza siga vacía). Después aparece un nuevo fiel, a continuación, otro más. Pronto son mil y no tardarán en ser un millón los que desenrollan sus pequeñas alfombras y se arrodillan. Así —de rodillas— permanecen en fila recta, disciplinados, en silencio, con sus rostros vueltos hacia la Meca. A eso del mediodía el guía de la oración de los viernes empieza el ritual. Todos se levantan, se inclinan siete veces, se yerguen, inclinan el cuerpo hasta la altura de las caderas, caen de rodillas, vuelven a inclinar el cuerpo hasta que sus cabezas tocan el suelo, se sientan sobre sus pantorrillas, repiten el movimiento de cabeza. El ritmo perfecto y por nada interrumpido de un millón de cuerpos es una imagen difícil de describir y que, además, a mí personalmente se me antoja un tanto amenazadora. Por suerte, terminados los rezos, las filas en seguida empiezan a romperse, la plaza se llena del acostumbrado bullicio y se crea un desorden agradable, relajado y relajante.
No pasó mucho tiempo sin que empezasen las disputas en el seno de la revolución. Todo el mundo se había opuesto al sha y había querido eliminarlo, pero cada cual se imaginaba el futuro de manera distinta. Una parte de la gente creía que en su país se implantaría una democracia como la que habían conocido durante su estancia en Francia o Suiza. Pero precisamente éstos fueron los primeros en perder en la lucha que se desató al marcharse el sha. Se trataba de personas inteligentes y sabias pero débiles. En seguida se encontraron en una situado paradójica: no se podía imponer la democracia por la fuerza; una mayoría debía declararse a su favor y aquí la mayoría quería lo que exigía Jomeini, es decir, una república islámica. Tras la retirada de los liberales quedaron los partidarios de la república. Pero tampoco entre ellos tardó en desencadenarse la lucha. En ella la línea dura conservadora iba, poco a poco, tomando ventaja sobre la línea ilustrada y abierta. Yo conocía a gente de uno y otro bando y cada vez que pensaba en aquellos hacia los cuales se inclinaban mis simpatías, me invadía el pesimismo. Bani Sadr era el jefe de los ilustrados. Delgado, un poco cargado de hombros, siempre metido en una camisa polo, no paraba de andar de una lado para otro, de persuadir, de discutir con fervor. Tenía miles de ideas, muchas, hablaba demasiado, se perdía en interminables disquisiciones, escribía libros valiéndose de un lenguaje difícil y poco asequible. En este tipo de países, un intelectual metido a político siempre se encuentra fuera de lugar. A un intelectual le sobra la imaginación, es una persona que vive muchas inquietudes, que se da con la cabeza contra muchos muros. ¿De qué sirve un jefe que no sabe bien a qué carta quedarse? Beheshti (línea dura) nunca actuaba de esta manera. Reunía a su estado mayor y repartía instrucciones. Todos se lo agradecían porque sabían cómo actuar y qué hacer. Beheshti contaba con el apoyo del aparato chiíta, Bani Sadr, con el de sus amigos y partidarios. Los intelectuales, los estudiantes y los muyahidines constituían las bases de Bani Sadr. Las bases de Beheshti eran multitudes dispuestas a seguir cualquier señal de los mullahs. Era evidente que Bani Sadr tenía que perder. Pero también a Beheshti le alcanzó la mano del Piadoso y Misericordioso.
En las calles aparecieron comandos de choque. Se trataba de grupos de gente joven y fuerte que portaban navajas en los bolsillos. Atacaban a los estudiantes; las ambulancias sacaban del recinto de la universidad a muchachas heridas. Empezaron las manifestaciones; la multitud agitaba los puños en gestos amenazadores. Pero esta vez ¿contra quién? Contra el hombre que escribía libros valiéndose de un lenguaje difícil y poco asequible. Millones de personas seguían sin trabajo, los campesinos continuaban viviendo en chozas misérrimas, pero ¿acaso era eso lo importante? La gente de Beheshti estaba ocupada en otra cosa: combatir la contrarrevolución. Sí, por fin sabía qué hacer, qué decir. ¿No tienes nada para comer? ¿No tienes dónde vivir? Te mostraremos al culpable de tus desgracias. Es el contrarrevolucionario. Destrúyelo y empezarás a vivir como un ser humano. Pero ¿qué contrarrevolucionario es ése? ¡Si ayer mismo juntos luchamos contra el sha! Eso era ayer, pero hoy él es tu enemigo. Al oír estas palabras, la multitud se lanza al ataque sin plantearse siquiera si se trata de un enemigo auténtico. Sin embargo, no se la puede culpar, pues esa gente de veras quiere vivir mejor y, aunque lo anhela desde hace tanto tiempo, no sabe, no alcanza a comprender qué cosas tan misteriosas rigen este mundo para que a pesar de tantos alzamientos, de tantos sacrificios y renuncias, esa vida mejor siga más allá de las montañas.
El pesimismo se había apoderado de mis amigos. Decían que el cataclismo estaba a punto de llegar. Como siempre, cada vez que se avecinaban tiempos difíciles, ellos, los intelectuales, perdían las fuerzas y la fe. Se movían en la más densa de las oscuridades; no sabían hacia dónde dirigirse. Se sentían llenos de temor y de frustración. Ellos, que en un pasado tan reciente no habían dejado de participar en tan siquiera una sola manifestación, ahora empezaban a tener miedo de la multitud. Mientras hablaba con ellos, yo pensaba en el sha. El sha recorría el mundo; algunas veces aparecía en los periódicos su rostro cada vez más demacrado. Hasta el final creyó que volvería a su país. No volvió. Pero dentro quedó mucho de lo que había hecho. La marcha del déspota no significa para ninguna dictadura su muerte definitiva. Porque hay una condición imprescindible para que se dé una dictadura: la ignorancia de la multitud, y por eso los dictadores siempre la cuidan mucho, la cultivan. Hacen falta varias generaciones para que esto cambie, para que brille la luz. Antes de que suceda tal cosa, a menudo los mismos que han depuesto al dictador actúan, aun sin querer y contra su propia voluntad, como sus herederos, continuando con su comportamiento y con su manera de pensar la época que ellos mismos han destruido. Lo hacen de un modo tan mecánico y tan subconsciente que si se lo reprochásemos estallarían en santa indignación. Ahora bien, ¿se podía culpar de todo al sha? El sha se había encontrado con una tradición, se había movido dentro de los límites de unas costumbres existentes a lo largo de cientos de años. Es muy difícil sobrepasar límites así, es muy difícil cambiar el pasado.
Cuando quiero levantar mi ánimo y pasar un rato agradable voy a la calle Ferdusi, donde el señor Ferdusi tiene un negocio de alfombras persas. El señor Ferdusi, que ya desde niño ha convivido con el arte y la belleza, contempla la realidad que lo rodea como quien mira una película de pocos vuelos en un cine barato y sucio.
—Todo es cuestión de buen gusto —me dice—; lo más importante, señor, es que hay que tener buen gusto. El mundo sería otro si hubiera más gente con algo de buen gusto. Todas las cosas horrorosas —así las llama— como la mentira, la traición, el robo, la denuncia, etc., tienen un denominador común: la gente que las hace no tiene ni pizca de buen gusto.
El señor Ferdusi cree que el pueblo lo superará todo y que la belleza es indestructible.
—Recuerde usted —me dice mientras desenrolla una más de sus alfombras (que sabe no voy a comprar pero que disfrutaré viéndola)— que lo que permitió a los persas seguir siendo persas durante dos mil quinientos años, lo que ha permitido que sigamos siendo nosotros mismos a pesar de tantas guerras, invasiones y ocupaciones, no ha sido nuestra fuerza material sino espiritual, nuestra poesía y no la técnica, nuestra religión y no las fábricas. ¿Qué le hemos dado al mundo nosotros? Le hemos dado la poesía, la miniatura y la alfombra. Ya ve usted, desde un punto de vista productivo, todas ellas son cosas inútiles. Pero justamente por medio de ellas nos expresamos a nosotros mismos. Nosotros hemos dado al mundo esa inutilidad tan maravillosa, tan irrepetible. Lo que le hemos dado no sirve para facilitarle la vida a nadie sino para adornársela, si es que, claro está, tiene sentido semejante distingo. Porque una alfombra, por ejemplo, es algo vital para nosotros. Desenrolla usted su alfombra en un desierto quemado, espantoso, se echa sobre ella y le parece estar tumbado en el más verde de los prados. Sí, nuestras alfombras recuerdan prados floridos. Usted ve las flores, ve un jardín, un pequeño estanque y una fuente. Unos pavos reales se pasean por entre los arbustos. Y debe saber que una buena alfombra es una cosa muy duradera, una buena alfombra conservará su color durante siglos. De modo que, viviendo en un desierto desnudo y monótono, vive usted como en un jardín que es eterno, que no pierde ni el color ni la frescura. Y además, uno se puede imaginar que este jardín despide aromas, uno puede oír el murmullo de su arroyo y el canto de los pájaros. Y entonces usted se siente bien, se siente elegido, se encuentra usted cerca del cielo, es usted un poeta.