Todo se encuentra en un estado de gran desorden, como si la policía acabase de terminar un registro rápido y violento. Por todas partes hay periódicos desparramados, montones de periódicos locales y extranjeros, y suplementos extraordinarios, con grandes titulares que gritan a la vista

SE MARCHÓ

y grandes fotografías de una cara delgada y larga en la que se ve un concentrado esfuerzo por no mostrar ni los nervios ni la derrota; una cara con los rasgos tan ordenados que, prácticamente, ya nada expresa. Y al lado ejemplares de otros suplementos extraordinarios de fechas posteriores informan febril y triunfalmente de que

VOLVIÓ.

Más abajo, llenando el resto de la página, la fotografía de un rostro patriarcal, severa y fría, sin ningún deseo de expresar nada.

(Pero entre aquella salida y esta vuelta ¡cuántas emociones, qué temperaturas tan altas, cuánta rabia y horror, cuántos incendios!)

A cada paso —en el suelo, en las sillas, en la mesa, en el escritorio— se acumulan cuartillas, trozos de papel, notas escritas a toda velocidad y de manera tan desordenada que tengo que tratar de recordar de donde he sacado la frase: «Os mentirá y prometerá pero no os dejéis engañar». (¿Quién lo dijo? ¿Cuándo y a quién?)

O, por ejemplo, una nota enorme escrita con lápiz rojo: Llamar sin falta al 64-12-18 (pero ya ha pasado tanto tiempo que no recuerdo a quién pertenece este número de teléfono ni por qué en aquel entonces era tan importante llamar).

Cartas sin acabar y sin enviar. Sí, mucho se podría hablar de lo que aquí he vivido y visto. Sin embargo, me es difícil ordenar mis impresiones…

El mayor desorden reina en la enorme mesa redonda: fotografías de distintos tamaños, cassettes, películas de ocho milímetros, boletines, fotocopias de octavillas, todo amontonado, mezclado como en un mercado viejo, sin orden ni concierto. Además, pósters, álbumes, discos y libros, comprados o regalados por la gente, toda una documentación de un tiempo que acaba de transcurrir pero que todavía se puede ver y oír porque aquí ha sido fijado; en la película: ondulantes y tormentosos ríos de gente; en una cassette: llantos de almuédanos, voces de mando, conversaciones, monólogos; en las fotos: caras en estado de exaltación, de éxtasis.

Ahora, ante la perspectiva de tener que ponerlo todo en orden (se acerca el día de mi marcha) me invade una gran desgana y un cansancio terrible. A decir verdad, cada vez que vivo en un hotel —cosa que me ocurre a menudo— me gusta que en la habitación reine el desorden, puesto que éste crea una sensación de vida, le da un aire de intimidad y de calor, es una prueba (aunque bastante engañosa) de que un lugar tan extraño y falto de ambiente como es la habitación de un hotel ha sido, por lo menos parcialmente, dominado y domado. Estoy en una habitación inmaculadamente limpia y me siento adormecido y solo; me hacen daño todas las líneas rectas, las aristas de los muebles, las superficies lisas de las paredes; me disgusta esa geometría rígida e indiferente, ese minucioso orden que existe por sí mismo, sin rastro alguno de nuestra presencia. Por suerte, al cabo de pocas horas y como consecuencia de mi quehacer (por otra parte, inconsciente, producto de la prisa o la pereza), todo el orden se difumina y desaparece, todos los objetos cobran vida, empiezan a deambular de un lado para otro, a entrar en configuraciones e interrelaciones nuevas, continuamente cambiantes; se crea un ambiente recargado y barroco y, de pronto, la atmósfera de la habitación se vuelve más cálida y familiar. Entonces puedo respirar hondo y empiezo a relajarme.

Pero, de momento, no puedo reunir fuerzas suficientes para mover nada de la habitación. Así que bajo al vacío y lúgubre vestíbulo donde cuatro hombres jóvenes toman el té y juegan a las cartas. Se entregan a un juego muy difícil, cuyas reglas no consigo comprender. No es el bridge ni el póker, tampoco el black jack ni el remigio. Juegan con dos barajas a la vez, permanecen callados hasta que uno de ellos recoge todas las cartas con cara de contento. Al cabo de un rato vuelven a dar, colocan decenas de cartas sobre la mesa, piensan, calculan algo y, mientras calculan, se enzarzan en riñas.

Estas cuatro personas (el servicio de recepción) viven de mí. Yo las mantengo, porque en estos días soy el único huésped del hotel. Aparte de ellas también mantengo a las mujeres de la limpieza, a los cocineros, camareros, lavanderos, vigilantes y al jardinero así como, creo, a algunas personas más y a sus familias. Con esto no quiero decir que si tardase en pagar, toda esta gente se moriría de hambre, pero, por si acaso, trato de saldar a tiempo mis cuentas. Todavía hace pocos meses, conseguir una habitación era una hazaña, el gordo de la lotería. A pesar del gran número de hoteles, la demanda era tal que para alojarse los visitantes tenían que alquilar camas en clínicas privadas. Pero ahora se han acabado los negocios, el dinero fácil y las transacciones deslumbrantes; los hombres de negocios locales han escondido sus perspicaces cabezas y sus socios extranjeros se han esfumado dejándolo todo atrás. De repente se acabó el turismo, se congeló todo el tráfico internacional. Algunos hoteles han sido incendiados, otros están cerrados o permanecen vacíos, en otro los guerrilleros han instalado un acuartelamiento. Hoy la ciudad se ocupa de sí misma, no necesita de extraños, no necesita del mundo.

Los jugadores interrumpen la partida, me quieren invitar a un té. Aquí toman sólo té o yogur, no prueban ni el café ni el alcohol. Por beber alcohol se arriesga uno a recibir cuarenta latigazos, incluso sesenta, y si el castigo lo aplica un musculoso joven (y así suelen ser los que se prestan a usar el látigo) puede hacernos trizas la espalda. Así que estamos tomando nuestro té a sorbos y mirando hacia el otro lado del vestíbulo donde hay un televisor.

En la pantalla aparece la cara de Jomeini.

Jomeini, sentado en un sencillo sillón de madera colocado sobre una simple tarima de tablas, está pronunciando un discurso en un modesto (a juzgar por la altura de los edificios) barrio de Qom. Qom, ciudad pequeña, gris, chata y sin gracia, está situada a ciento cincuenta kilómetros al sur de Teherán, en una tierra desértica, agotadora, espantosamente calurosa.

No parece que su clima infernal pueda favorecer en nada la reflexión y la contemplación y, sin embargo, Qom es la ciudad del fervor religioso, de la ortodoxia a ultranza, del misticismo y de la fe militante. Y en este villorrio existen quinientas mezquitas y los más grandes seminarios coránicos; aquí es donde discuten los entendidos en el Corán y los guardianes de la tradición, y donde se reúnen los ancianos ayatollahs. Desde aquí Jomeini gobierna el país. Nunca abandona Qom, nunca va a la capital, en realidad, nunca va a ninguna parte; no visita nada ni a nadie. Antes vivía aquí con su mujer y sus cinco hijos, en una casa pequeña metida en una callejuela angosta, polvorienta y sin aire. Por en medio de la calzada sin empedrar pasaba una cloaca. Ahora se ha trasladado no lejos de donde vivía, a la casa de su hija porque ésta tiene un balcón que da a la calle; desde este balcón Jomeini se deja ver por las gentes cada vez que la multitud lo reclama (por lo general se trata de fervientes peregrinos que acuden a la ciudad santa para visitar sus mezquitas y, sobre todo, la tumba de la Inmaculada Fátima, hermana del octavo imán Reza, lugar prohibido a los infieles). Jomeini vive como un asceta, se alimenta de arroz, de yogur y de fruta, metido en una sola habitación de desnudas paredes, sin un mueble. Sólo una yacija en el suelo y un montón de libros. También en esta habitación Jomeini recibe visitas (incluso las misiones más oficiales del extranjero), sentado sobre una manta extendida en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Por la ventana puede ver las cúpulas de las mezquitas y el amplio patio de la madrasa, un mundo cerrado de mosaicos de turquesa, alminares verdiazules, un mundo de frescor y de sombra. La avalancha de invitados y de personas que vienen a solicitar algo fluye a lo largo de todo el día. Si hay tiempo para un intervalo, Jomeini se dedica a meditar o, sencillamente, lo que es lógico en un anciano octogenario, duerme la siesta. La persona que siempre tiene acceso a la habitación es su hijo menor, Ahmed, ulema como el padre. El otro hijo, el primogénito, la esperanza de su vida, desapareció en circunstancias poco claras; se dice que fue eliminado por la Savak, la policía secreta del sha, en una emboscada.

La cámara muestra una plaza abarrotada de gente; no cabe un alfiler. Muestra caras curiosas y graves. En un lugar aparte, separadas de los hombres por un espacio claramente delimitado y envueltas en sus chadors, están las mujeres. El cielo, encapotado, es gris, el color de la gente, oscuro, y allí donde se encuentran las mujeres, negro. Jomeini aparece vestido, como siempre, con un ancho ropaje oscuro y un turbante negro. Una barba blanca enmarca su cara inmóvil y pálida. Cuando habla, sus manos descansan en los brazos del sillón, quietas. No inclina la cabeza ni el cuerpo, permanece erguido. Tan sólo algunas veces frunce el ceño y levanta las cejas. Aparte de esto no se mueve ni un solo músculo de este rostro tan firme, inquebrantable rostro de un hombre de gran determinación, de voluntad implacable y contundente que no conoce la vuelta atrás y, tal vez, ni siquiera la vacilación. En este rostro, que parece formado de una sola vez y para siempre, inmutable, inalterable a cualquier emoción o estado de ánimo, que no expresa sino la más absoluta concentración interior, sólo los ojos se mueven sin cesar; la mirada, viva y penetrante, se pasea sobre el mar de cabezas rizadas, mide la profundidad de la plaza, la distancia entre sus extremos, y sigue efectuando su detallado repaso como si buscase a alguien en particular. Oigo su voz monótona, de timbre incoloro, desprovista de matices, de ritmo uniforme y lento, fuerte pero sin estridencias, sin temperamento y sin brillo.

—¿De qué habla? —pregunto a los jugadores cuando Jomeini hace una pausa para pensar en la siguiente frase.

—Dice que debemos conservar nuestra dignidad —contesta uno de ellos.

El cámara enfoca ahora los tejados de las casas vecinas donde, armados de metralletas, están apostados unos jóvenes con las cabezas envueltas en pañuelos a cuadros.

—¿Y ahora qué dice? —vuelvo a preguntar, porque no entiendo el farsí, lengua en que pronuncia su discurso el ayatollah.

—Dice —contesta uno de los jugadores— que en nuestro país no puede haber lugar para injerencias extranjeras.

Jomeini sigue hablando; todo el mundo lo escucha con atención; en la pantalla se ve cómo alguien manda callar a los niños que se agolpan alrededor de la tarima.

—¿Qué dice? —pregunto al cabo del rato.

—Dice que nadie va a gobernar en nuestra casa ni a imponernos nada, y dice: «Sed hermanos los unos para con los otros, permaneced unidos».

Es todo cuanto me pueden explicar valiéndose de su mal inglés. Todos los que estudian inglés debieran saber que resultará cada vez más difícil entenderse con el mundo en esta lengua. Como ya es cada vez más difícil entenderse en francés o en cualquier otra lengua europea. Hubo un tiempo en el que Europa era la dueña del mundo; enviaba a todos los continentes a sus comerciantes, a sus soldados, a sus misioneros y funcionarios, e imponía así a los demás sus intereses y su cultura (esta última en una edición un tanto dudosa). En aquel tiempo, hasta en el lugar más apartado del planeta el conocer una lengua europea significaba una esmerada educación, de buen tono, pero también era una necesidad vital, imprescindible para ascender o hacer carrera o, sencillamente, una condición para ser tratado como un ser humano. Estas lenguas se enseñaban en los colegios de África, se pronunciaban en ellas discursos en Parlamentos exóticos, se usaban en el comercio y en las instituciones, en los tribunales de Asia y en los cafés árabes. Un europeo podía viajar por todo el mundo y sentirse como en su casa, en todas partes podía expresarse y comprender lo que le estaban diciendo. Hoy el mundo es diferente: en la tierra han florecido centenares de patriotismos; cada nación desea que su país sea de su propiedad exclusiva, regido según las normas de su propia tradición. Cada nación tiene ya perfiladas sus aspiraciones, cada una de ellas es (o por lo menos quiere ser) libre e independiente, aprecia sus propios valores y exige que se los respeten. Salta a la vista cuán sensibles y susceptibles se muestran todos respecto a esta cuestión. Ni siquiera las naciones débiles y pequeñas (éstas menos que las otras) soportan que se les den lecciones y se rebelan contra aquellas que intentan dominarlas e imponerles su escala de valores (a menudo muy discutibles). La gente puede admirar la fuerza de otros, pero prefiere hacerlo a distancia y no quiere experimentarla en su propia carne. Toda fuerza posee su dinámica, su tendencia a ejercer el poder y a expandirse, su machacona insistencia y una necesidad verdaderamente obsesiva de pisar al débil. En esto se manifiesta la ley de la fuerza; lo sabe todo el mundo. Y el débil ¿qué puede hacer? Nada, excepto aislarse. En nuestro mundo superpoblado y avasallador, para defenderse, para mantenerse a flote, el más débil tiene que apartarse, echarse a un lado. La gente teme ser absorbida, despojada, que se le homogeinice el paso, la cara, la mirada y el habla; que se la enseñe a pensar y reaccionar de una misma manera, que se la obligue a derramar la sangre por causas ajenas y, finalmente, que se la destruya. De ahí su inconformismo y rebeldía, su lucha por la propia existencia y, en consecuencia, por su lengua. En Siria se cerró un periódico francés; en Vietnam, uno inglés, y ahora en Irán, tanto el francés como el inglés. En la radio y en la televisión ya sólo usan su lengua: el farsí. En las conferencias de prensa, también. En Teherán acabará en un calabozo el que no sepa leer el letrero de: «Se prohíbe bajo pena de arresto la entrada de hombres en este establecimiento» colgado en una tienda de confección femenina. Morirá aquel que no sepa leer el letrero colocado en Isfahán: «Prohibida la entrada - ¡Minas!».

Antes llevaba conmigo por todo el mundo una pequeña radio de bolsillo para escuchar emisoras locales de cualquier continente y así poder enterarme de lo que ocurría en nuestro planeta. Ahora esta radio, entonces tan útil, no me sirve de nada. Cuando manipulo sus mandos por el altavoz se oyen diez emisoras diferentes que hablan en diez lenguas diferentes de las que no entiendo ni una palabra. Mil kilómetros más adelante aparecen otras diez emisoras, igualmente incomprensibles. A lo mejor dicen que el dinero que llevo en el bolsillo hoy es ya papel mojado. O, tal vez, que ha estallado la guerra, ¿quién sabe?

Con la televisión ocurre algo muy parecido.

En todo el mundo y a cada momento, vemos en millones de pantallas un número ilimitado de personas que nos dicen algo, que intentan convencernos de algo, hacen gestos y muecas, se enardecen, sonríen, asienten con la cabeza, señalan con el dedo, y nosotros no sabemos de qué se trata, qué es lo que quieren de nosotros o a qué nos incitan. Cual si fuesen habitantes de otro planeta, un gran ejército de incansables agitadores de Venus o de Marte, y, sin embargo, son nuestros semejantes, la misma sangre, los mismos huesos, también mueven los labios, también articulan palabras, pero no podemos comprender ninguna. ¿En qué lengua se llevará a cabo el diálogo universal de la humanidad? Centenares de lenguas luchan por su reconocimiento y promoción, se levantan barreras lingüísticas, y la incomprensión y la sordera aumentan.

Tras una breve pausa (durante la cual muestran campos de flores; aquí gustan mucho las flores; las tumbas de los poetas más encumbrados se hallan en frondosos jardines multicolores) aparece en la pantalla la fotografía de un joven. Se oye la voz del locutor.

—¿Qué dice? —pregunto a mis jugadores de cartas.

—Da el nombre de esta persona. También cuenta quién era.

Acto seguido aparecen una tras otra más fotografías. Hay entre ellas fotos de carné de estudiante, fotos enmarcadas, instantáneas de fotomatón, fotos con ruinas de fondo, un retrato familiar con una flecha señalando a una muchacha apenas visible para indicar de quién se trata. Cada una de estas fotografías permanece en la pantalla unos segundos mientras el locutor lee una larga retahíla de nombres.

Son padres que piden noticias.

Llevan meses pidiéndolas; son probablemente los únicos que abrigan todavía alguna esperanza. Desapareció en septiembre, en diciembre, en enero, es decir, durante los meses de las luchas más encarnizadas, cuando por encima de las ciudades se elevaba un resplandor nunca apagado. Seguramente marchaban en las primeras filas de una manifestación desafiando el fuego de las ametralladoras. O les avistaron los tiradores de élite apostados en los tejados. Podemos suponer que cada una de estas caras fue vista por última vez por el ojo de un soldado que la había centrado en la mira de su fusil.

La película continúa; es un programa largo, durante el cual, día tras día, oímos la voz serena del locutor y contemplamos más y más caras nuevas de personas que ya no existen.

De nuevo aparecen campos de flores que dan paso al siguiente espacio de la programación vespertina. Y otra vez fotografías pero ahora de gente completamente distinta. Por lo general se trata de hombres entrados en años y de aspecto descuidado, vestidos de cualquier manera (cuellos arrugados, arrugadas chaquetas de dril), miradas desesperadas, caras hundidas, sin afeitar, a algunos ya les ha crecido la barba. Llevan colgados del cuello sendos letreros de cartón con nombre y apellido. Ahora, al aparecer una cara de entre la larga sucesión, uno de los jugadores dice: «¡Ah, es éste!», y todos miran la pantalla sin perder detalle. El locutor lee los datos personales de cada uno de los hombres y enumera sus crímenes. El general Mohammed Zand dio la orden de disparar contra una manifestación de personas indefensas en Tabriz; centenares de muertos. El comandante Hussein Farzin torturó a los presos quemándoles los párpados y arrancándoles las uñas. Hace unas horas —informa el locutor— el pelotón de fusilamiento de las milicias islámicas cumplió la sentencia del tribunal.

Durante este desfile de ausentes buenos y malos, la atmósfera del vestíbulo se vuelve sofocante y pesada, tanto más cuanto que la rueda de la muerte sigue girando y escupiendo centenares de nuevas fotografías (unas ya descoloridas, otras recién sacadas, las del colegio y las de la cárcel). Esta procesión de rostros callados e inmóviles que a menudo detiene su lenta marcha acaba por abrumar, pero a la vez absorbe de tal manera que por un instante me parece que dentro de un segundo veré en la pantalla las fotografías de mis vecinos y después la mía propia y oiré al locutor leer nuestros nombres.

Subo a mi piso, atravieso el pasillo vacío y me encierro en mi habitación repleta de trastos. A esta hora, como de costumbre, llegan desde algún lugar de la invisible ciudad los ecos de un tiroteo. Intercambian el fuego con mucha regularidad: cada noche. Empiezan a eso de las nueve como si un acuerdo o una antigua tradición hubiese fijado la hora. Después la ciudad enmudece y al poco tiempo vuelven a oírse disparos e incluso explosiones sordas. Esto ya no preocupa a nadie, nadie presta atención ni lo interpreta como una amenaza (nadie excepto aquellos a los que alcanzan las balas). Desde mediados de febrero, cuando estalló la sublevación en la ciudad y las multitudes se apoderaron de los arsenales del ejército, Teherán está armada, acechante; bajo el manto de la noche, en las calles y en las casas se vive el omnipresente drama del asesinato. La clandestinidad, oculta durante el día, levanta sus cabezas y grupos de enmascarados se hacen con el control de la ciudad.

Estas agitadas noches condenan a la gente a encarcelarse en sus casas, cerradas a cal y canto. A pesar de no existir el toque de queda, el transitar por las calles desde la medianoche hasta la madrugada resulta difícil y arriesgado. A estas horas la ciudad, agazapada e inmóvil, se encuentra en las manos de las milicias islámicas o en las de comandos independientes. En ambos casos suele tratarse de grupos de muchachos bien armados que continuamente nos apuntan con sus pistolas, preguntan por todo, se consultan los unos a los otros y, algunas veces, por si acaso, conducen a los detenidos a un calabozo del que después es difícil salir. Además nunca sabemos a ciencia cierta quiénes son los que nos meten en la cárcel, pues la violencia que nos sale al encuentro no lleva ningún signo de identificación, no tiene uniformes, ni gorras, ni brazaletes, ni insignias; se trata, sencillamente, de civiles armados cuyo poder debemos reconocer sin rechistar ni preguntar nada si en algo apreciamos nuestra vida. No obstante, al cabo de pocos días aprendemos a distinguirlos y empezamos a clasificarlos. Por ejemplo, este señor tan elegante con traje de tarde, camisa blanca y corbata a tono, este señor de aspecto distinguido que va por la calle con un fusil al hombro es, seguramente, un miliciano de algún ministerio u otra oficina de la administración central. En cambio, el muchacho con el rostro oculto tras una máscara (una media de lana con agujeros para los ojos y la boca, metida en la cabeza) es un fedayin local de quien no nos es permitido conocer la cara ni el nombre. Tampoco sabemos con seguridad quiénes son los hombres de las cazadoras verdes americanas que, en coches de los que asoman cañones de metralleta, recorren las calles a toda velocidad. Tal vez se trate de milicianos, pero también puede que sea algún comando de la oposición (fanáticos religiosos, anarquistas, supervivientes de la Savak), lanzado con determinación suicida a acciones de sabotaje o venganza.

Sin embargo, en realidad nos es indiferente saber quién nos tenderá la trampa o en qué redes (oficiales o ilegales) iremos a caer. Estos distingos no hacen gracia a nadie; la gente prefiere evitar sorpresas, y por eso por la noche se encierra en su casa. Mi hotel también está cerrado (a esta hora los ecos de los disparos se entremezclan en toda la ciudad con los chirridos de las persianas que bajan y el ruido de los portazos). Nadie vendrá, no va a ocurrir nada. No tengo con quién hablar, me encuentro solo en una habitación vacía; echo un vistazo a las fotografías y notas que cubren la mesa, escucho las conversaciones grabadas en el magnetofón.